CAPÍTULO 10

Durante toda la corta noche llegaron a la encrucijada más batallones, escuadrones de caballería y baterías de cañones hasta que, al amanecer, el ejército del duque estuvo, al fin, concentrado casi en su totalidad. Bajo la sepulcral luz del alba los recién llegados observaron débilmente las pequeñas formas que yacían en medio de la neblina que envolvía las hondonadas del campo de batalla. Las cornetas despertaron a los campamentos mientras que los heridos, a los que habían dejado toda la noche entre el centeno, gritaron lastimosamente pidiendo ayuda. Se ordenó volver a los centinelas nocturnos y se estableció una nueva línea de piquetes frente a las fogatas de los campamentos franceses en Frasnes. Las hogueras británicas se reavivaron con más astillas y un poco de pólvora. Los soldados hurgaron en sus bolsas de munición en busca de algunos puñados de hojas de té con los que contribuyeron a las teteras comunes. Los oficiales, que habían ido de visita social por los batallones, divulgaron la alentadora noticia de que el mariscal Blücher había repelido el ataque de Bonaparte, con lo que entonces parecía seguro que los franceses se retirarían al verse frente a un ejército de prusianos y británicos unidos.

—¡La semana que viene estaremos en Francia! —les aseguró a sus soldados un capitán de infantería.

—En julio, París, muchachos —pronosticó un sargento—. ¡Pensad en todas esas chicas!

El duque de Wellington, que había dormido en una posada situada a unos cinco kilómetros de Quatre Bras, volvió al cruce al clarear el día. Los Highland del 92.º le hicieron un fuego y le sirvieron té. Sostuvo la taza de hojalata entre las manos ahuecadas y se quedó mirando al sur hacia las posiciones del mariscal Ney, pero las tropas francesas permanecían silenciosas e inmóviles bajo la densa cubierta de nubes que se había extendido desde el oeste durante las cortas horas de oscuridad. A uno de los oficiales del estado mayor del duque, muy protegido por un escuadrón de caballería de la Legión Alemana del Rey, se le envió al este para que se enterara de las noticias matutinas del mariscal Blücher.

Los oficiales utilizaron los petos de los coraceros franceses vueltos hacia arriba como cuencos para afeitarse; los oficiales de mayor rango tenían el privilegio de usar el agua cuando estaba caliente, y los tenientes y abanderados se veían obligados a esperar hasta que ésta estuviera fría y espesa. Los soldados de infantería que habían combatido el día anterior hirvieron más agua para limpiar los obstruidos cañones de sus mosquetes. Los soldados de caballería hacían cola para que les afilaran las espadas o sables hasta proporcionarles un corte mortífero con las muelas de pedal mientras los artilleros llenaban las cajas de munición de los carros de su artillería de campaña con proyectiles listos para disparar. En la encrucijada reinaba una atmósfera de jovialidad: la sensación de que el ejército había sobrevivido a una terrible experiencia el día anterior, en gran parte gracias a la victoria de los prusianos, estaba al borde del triunfo. La única queja fue que, con las prisas para llegar a Quatre Bras, el ejército había dejado muy atrás a las carretas de intendencia, por lo que muchos de los batallones empezaron el día hambrientos.

Se registró el campo de batalla buscando a las víctimas. A los heridos que aún seguían con vida se los llevaron a los cirujanos, mientras que a los fallecidos los recogieron para enterrarlos. La mayoría de oficiales muertos habían sido enterrados la noche anterior, así que los que cavaban las tumbas se encargarían entonces de cuantos miembros de la tropa pudieran encontrar. Cuando Sharpe y Harper se despertaron aquel nublado amanecer, se encontraron a sólo unos pocos metros de un equipo de trabajo que excavaba una zanja ancha y poco profunda en la que serían sepultados los masacrados soldados del 69.º. Los cadáveres que aguardaban para ser soterrados yacían en unas poses tan naturales que casi parecían estar dormidos. El capitán Harry Price del Voluntarios del Príncipe de Gales encontró a los dos fusileros bebiendo su té matutino justo cuando los primeros cuerpos eran arrastrados hacia la inadecuada tumba.

—¿Un poco de té para un aguerrido oficial? —suplicó Price.

Harper llenó alegremente otra taza con la infusión de té que sacó a cucharadas de la tetera hecha con el peto. Los muertos, despojados de sus uniformes, apestaban. Tan sólo había pasado una hora desde el alba y sin embargo el día amenazaba con ser húmedo y caluroso y los enterradores sudaban mientras golpeaban el suelo.

—Tendrán que cavar más profundo —comentó Harper, al tiempo que le ofrecía la taza de hojalata a Price.

Price sorbió el té e hizo una mueca al notar el agrio regusto a grasa de eje.

—¿Se acuerda del caos que organizamos al intentar quemar a aquellos pobres diablos en Fuentes de Oñoro?

Sharpe soltó una carcajada. El suelo de Fuentes de Oñoro había resultado ser muy poco profundo y demasiado rocoso para poder cavar las fosas, así pues había ordenado que incineraran a sus muertos, pero después de tirar abajo todo un granero de madera y de sacar las vigas del techo de seis casitas para usarlas de combustible, los cuerpos se habían negado a arder.

—Eran buenos tiempos —dijo Price con nostalgia. Miró al cielo con los ojos entrecerrados—. Pronto empezará un maldito diluvio. —Las nubes eran bajas y extraordinariamente oscuras, como si en su imponente grosor hubieran atrapado los vestigios de la noche—. Un día pésimo para la batalla —añadió Price con pesimismo.

—¿Va a haber una batalla? —preguntó Harper.

—Eso es lo que el comandante de brigada le dijo a nuestro gallardo coronel. —Price les contó al amanecer a Sharpe y a Harper las noticias recibidas sobre la victoria prusiana, que se suponía que los franceses se retirarían y cómo el ejército perseguiría a aquellos francos de los que se esperaba una última resistencia antes de ceder la frontera a los enemigos del emperador.

—¿Cómo se sienten nuestros muchachos por lo de ayer? —le preguntó Harper a Price; Sharpe se dio cuenta de que, para el irlandés, el batallón seguía siendo «nuestros muchachos».

—Se alegran de que el señor D’Alembord sea comandante, pero él no está precisamente encantado.

—¿Por qué no? —inquirió Sharpe.

—Dice que Va a morir. Tiene un… ¿cómo se llama? Un presentimiento. Dice que es porque va a casarse.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Price se encogió de hombros como si con ello quisiera demostrar que no era ningún experto en supersticiones.

—Dice que es porque es feliz. Cree que los más felices mueren primero y sólo los tipos amargados viven para siempre.

—Entonces usted tendría que estar muerto hace tiempo —comentó Harper.

—Gracias, sargento —Harry Price esbozó una sonrisa burlona. Era un hombre despreocupado, descuidado y flemático, querido por sus soldados pero reacio a esforzarse demasiado. Hubo una época en la que había servido como teniente de Sharpe y durante la cual había estado permanentemente endeudado, frecuentemente borracho y, no obstante, siempre alegre. En ese momento apuraba los restos de su té—. Se supone que tengo que presentarme ante la brigada para enterarme de cuándo iniciamos la marcha —se estremeció con súbito desagrado—. Esa taza de té era asquerosamente horrible.

—Tenía un poco de caballo muerto —explicó Harper amablemente.

—¡Maldita cocina irlandesa! Supongo que será mejor que me vaya y cumpla con mi deber. —Price devolvió la taza a Harper y siguió adelante tranquilamente dedicando un alegre «buenos días» al grupo de enterradores.

—¿Y qué vamos a hacer? —le preguntó Harper a Sharpe.

—Usar lo que queda del té como agua para afeitarnos y luego irnos a la mierda. —Sharpe no tenía ningún deseo de permanecer con el ejército. El príncipe lo había relevado de sus obligaciones y, si los rumores eran ciertos, los prusianos de Blücher habían frustrado la invasión francesa. Lo que quedaba de guerra iba a consistir en una persecución por el fortificado frente del norte de Francia hasta que el emperador se rindiera. Sharpe decidió que podía quedarse en Bruselas sin tomar parte y luego volver a sus manzanos de Normandía—. Supongo que nunca llegare a combatir con el emperador —lo dijo con nostalgia, sintiéndose extrañamente abatido. La batalla del día anterior había sido una manera muy poco satisfactoria de conseguir la victoria, pero Sharpe era un soldado con la suficiente veteranía como para hacerse con ella sin importar el modo en que se alcanzara—. ¿Queda más té?

Un escuadrón de caballería de la Legión Alemana del Rey trotaba hacia el sur y era de suponer que se dirigía hacia la línea de piquetes para observar los inicios de la retirada del enemigo. Algunos soldados de la Guardia Real cantaban en el bosque por detrás de Sharpe mientras que otros casacas rojas atravesaban poco a poco el pisoteado centeno recogiendo armas abandonadas. Unos cuantos oficiales a caballo cabalgaban entre los restos de la batalla, ya fuera buscando algún recuerdo o algún amigo. Entre los jinetes, y con aspecto de encontrarse muy perdido, estaba el teniente Simon Doggett, que parecía estar registrando el linde del bosque. Sharpe tuvo el impulso de retroceder al abrigo de los árboles, pero por pereza se quedó donde estaba y deseó haber obedecido su impulso cuando Doggett, al ver su casaca verde, dirigió su caballo al otro lado de la fosa común del 69.º.

—Buenos días, señor —Doggett saludó a Sharpe con mucha formalidad.

Sharpe le devolvió el saludo alzando su taza de té.

—Buenos días, Doggett. Una mañana horrible, sí, señor.

—Al barón le gustaría verle, señor. —Doggett parecía sumamente incómodo, como si todavía lo violentara el recuerdo del altercado de Sharpe con el príncipe. Puede que Sharpe tuviera razón al protestar por la orden del príncipe, pero un príncipe seguía siendo un príncipe y la costumbre de respetuosa obediencia estaba profundamente arraigada en Doggett.

—Si Rebecque quiere algo de mí, aquí estoy —dijo Sharpe con terquedad.

—Está esperando justo al otro lado de la encrucijada, señor. Por favor, señor.

Sharpe se negó a apresurarse. Terminó el té, se afeitó cuidadosamente y luego se abrochó la espada y se colgó el rifle al hombro. Sólo entonces caminó de vuelta al cruce donde el barón Rebecque le aguardaba.

El holandés recibió a Sharpe con una sonrisa e hizo un gesto hacia la carretera para sugerir que tal vez a los dos les podría apetecer dar un paseo matutino. Los campos a ambos lados del camino estaban plagados de soldados que habían llegado a Quatre Bras durante la noche para perseguir a los vencidos franceses.

—Parece que va a llover, ¿verdad? —observó Rebecque en tono suave.

—Va a caer un aguacero de mil demonios —Sharpe levantó la vista hacia las hinchadas nubes oscuras—. No será un día nada bueno para los mosquetes.

Rebecque miraba fijamente a la hierba de la cuneta más que a las nubes o al fusilero que caminaba a su lado.

—Tenía usted razón —dijo por fin.

Sharpe se encogió de hombros pero no dijo nada.

—Y el príncipe sabe que tenía razón y se siente muy mal.

—Pues dígale a ese cabrón que se disculpe. No conmigo, sino con las viudas del 69.º.

Rebecque sonrió ante la vehemencia de Sharpe.

—Por regla general uno se decepciona si espera que la realeza se disculpe. Es joven, muy testarudo, pero en el fondo es buena persona. Tiene la impaciencia de la juventud: la convicción de que una acción audaz traerá consigo el éxito inmediato. Ayer se equivocó, pero ¿quién puede decir que mañana no acierte? De todas formas, necesita el consejo de la gente a la que respeta, y a usted lo respeta. —Rebecque, que sufría el primer ataque de alergia del día, se sonó la nariz en un enorme pañuelo rojo—. Y le disgusta mucho que usted esté enfadado con él.

—¿Qué demonios espera después de destituirme?

Rebecque agitó el pañuelo como para sugerir que la destitución era una tontería.

—Usted no es tan sólo un oficial del estado mayor, Sharpe, también es un cortesano. Tiene que tratarlo con tacto.

—¿Y eso qué diablos quiere decir, Rebecque? —Sharpe se había detenido para desafiar al afable holandés con una mirada hostil—. ¿Que tengo que dejar que mate a una brigada de tropas británicas sólo porque lleva una corona sobre su maldita cabeza?

—No, Sharpe. —Rebecque se mantuvo sorprendentemente calmado ante la agresividad de Sharpe—. Significa que cuando le da una orden idiota, usted dice: «Sí, señor. Enseguida, señor», se aleja y pierde tanto tiempo como le sea posible, y cuando regrese y él exija saber por qué la orden no se ha obedecido, usted dice que se encargará de ello inmediatamente, y vuelve a alejarse otra vez y pierde aún más tiempo. Eso se llama tacto.

—¡A la mierda el tacto! —exclamó Sharpe enojado, aunque sospechaba que Rebecque estaba en lo cierto.

—Ayer tenía que haberle dicho que la brigada iba a obedecer sus órdenes y se desplegarían en línea en cuanto hubiera algún movimiento enemigo ante ellos. De esa forma a él le hubiera parecido que sus órdenes se cumplían.

—¿Así que es culpa mía que murieran? —protestó Sharpe con ira.

—Claro que no. ¡Oh, maldita sea! —Rebecque dio un violento estornudo—. Sólo le estoy pidiendo que lo trate con diplomacia. ¡Él lo quiere a su lado! ¡Lo necesita! ¿Por qué cree que solicitó expresamente que usted tenía que formar parte de su estado mayor?

—Me lo he preguntado con frecuencia —dijo Sharpe con amargura.

—Porque usted es famoso en este ejército. Usted es un soldado de soldados. Si el príncipe lo tiene a su lado refleja con ello un poco de su fama y valor.

—¿Quiere decir que soy como una de esas condecoraciones que se cuelga alrededor de su flaco cuello?

Rebecque asintió.

—Sí, Sharpe, eso es exactamente lo que es usted. Y por eso le necesita. Él cometió un error, el ejército entero sabe que cometió un error, pero es importante que sigamos mostrándole confianza —Rebecque miró a Sharpe a la cara—. Así que, por favor, haga las paces con él.

—Ni siquiera me cae bien —masculló Sharpe en tono que sonó amargo.

Rebecque suspiró.

—A mí sí. Y él quiere caer bien. Si lo halaga le será más fácil tratar con él. Pero si le lleva la contraria o hace que se sienta como un idiota, no hará más que enfurruñarse —Rebecque esbozó un amago de sonrisa—. Y la realeza lo hace muy bien cuando se trata de enfurruñarse, tal vez sea su principal talento.

Sharpe esperó a que una carreta con soldados heridos pasara junto a ellos con estruendo y luego miró a Rebecque a los ojos.

—¿Así que quiere que le pida disculpas a ese cabrón?

—Me asombra la rapidez con la que aprende nuestras finas costumbres —dijo Rebecque con una sonrisa—. No. Yo me disculparé por usted. Diré que lamenta profundamente haber perturbado a su alteza y que sólo desea estar a su lado como consejero y amigo.

Sharpe empezó a reír.

—Es un mundo endemoniadamente extraño, Rebecque.

—¿Entonces va a presentarse y volver al servicio, Sharpe?

Sharpe se preguntó cuánto tiempo le quedaría de servicio en la guerra ahora que el emperador estaba vencido, pero asintió con la cabeza de todos modos.

—Me hace falta el dinero, Rebecque. Claro que voy a volver al servicio.

Rebecque pareció aliviado. Ofreció su caja de rapé a Sharpe, quien rehusó el ofrecimiento. Rebecque, como si no estuviera estornudando ya bastante, se puso un pellizco de aquel polvo en la mano izquierda, lo aspiró enérgicamente por la nariz, estornudó tres veces y luego se enjugó los ojos con el pañuelo. Unos soldados de caballería en mangas de camisa pasaron por su lado en fila con cubos de lona llenos de agua para sus caballos.

—Bueno, ¿dónde está el príncipe? —preguntó Sharpe.

Imaginó que tendría que hacer de tripas corazón y enfrentarse a ese maldito muchacho.

Rebecque señaló hacia el norte, dando a entender que el Joven Franchute se encontraba a muchos kilómetros de distancia camino arriba.

—Lo mantengo bien alejado del peligro. Sería políticamente desastroso que hoy lo hicieran prisionero.

Sharpe, sorprendido, se quedó mirando a ese bondadoso holandés de mediana edad.

—¿Qué significa eso? ¿Es que ayer no había el mismo peligro?

—Ayer —explicó Rebecque gentilmente— no nos estábamos retirando. En cualquier momento, Sharpe, todo este ejército podría verse rodeado y encontrarse luchando por su misma existencia.

—¿Su existencia? ¡Creía que hoy íbamos a perseguir a esos malditos franceses!

Entonces le tocó a Rebecque sorprenderse.

—¿No lo sabía? Blücher fue derrotado. Su ejército no quedó destruido, gracias a Dios, pero les dieron una buena paliza y se han visto obligados a retirarse. —El tono de Rebecque al dar la terrible noticia era muy calmado—. Parece que su jefe de estado mayor prefirió que pensáramos que habían vencido. De ese modo nuestro ejército se quedaba aquí, como una tentación para Napoleón. Tal vez prefiriera atacarnos a nosotros, ¿sabe?, y dejar escapar a los prusianos. Si uno se para a pensarlo, en realidad es una estratagema bastante ingeniosa por parte de los prusianos, pero lo más probable era que a nosotros nos dejara en una situación condenadamente incómoda.

—¿Los prusianos se están retirando? —Sharpe parecía no creérselo.

—Se marcharon anoche a última hora, lo cual significa que estamos aquí solos, abandonados a nuestra suerte. El mariscal Ney todavía se encuentra frente a nosotros y en cualquier momento el resto del ejército francés atacará nuestro flanco izquierdo.

Sharpe dirigió la mirada hacia el este de forma instintiva, pero no se percibía movimiento alguno en el paisaje de bosques y prados ensombrecido por las nubes. Trató de comprender aquella nueva realidad. La victoria del día anterior en Quatre Bras no había servido de nada porque Napoleón había abierto las dos puertas de par en par de una patada y los aliados estaban separados. Los prusianos habían huido durante la noche y habían dejado solos a los británicos para que se enfrentaran con toda la fuerza del ejército del emperador al completo.

—Así que muy pronto —continuó diciendo Rebecque tranquilamente— vamos a retirarnos. El duque no ha armado demasiado alboroto porque no quería provocar pánico. Sólo podemos utilizar esta carretera, ¿sabe?, y cuando empiece a llover es probable que el terreno se ponga difícil.

Sharpe se acordó de Wellington inclinado sobre el mapa en el vestidor del duque de Richmond.

—¿Vamos a ir a Waterloo? —le preguntó a Rebecque.

El holandés pareció sorprenderse de que Sharpe hubiera oído hablar siquiera de aquel pueblo, pero asintió con la cabeza.

—Nos dirigiremos al sur de Waterloo precisamente, a un lugar llamado Mont-Saint-Jean. Hoy mismo marcharemos hacia allí, mañana opondremos resistencia y rezaremos para que los prusianos vengan a socorrernos.

—¿A socorrernos? —Sharpe torció el gesto ante aquella palabra.

—Por supuesto. —Rebecque, como siempre, estaba imperturbable—. Blücher ha prometido que si oponemos resistencia acudirá en nuestra ayuda. Siempre que los franceses no lo detengan, claro, y no hay duda de que lo intentarán. Ayer no pudimos alcanzarle, por lo tanto sólo nos queda rezar para que mañana no nos devuelva el cumplido. Ciertamente no podemos vencer a Napoleón nosotros solos, así que, si Blücher nos falla, nos derrotarán a todos. —Rebecque sonrió ante su retahíla de malas noticias—. En general, Sharpe, no están muy bien las cosas. ¿Está seguro de que aún quiere prestar servicio en el estado mayor de su alteza?

—Ya se lo dije. Necesito el dinero.

—Claro que puede que hoy no lleguemos a Mont-Saint-Jean. El emperador ha de darse cuenta de que nos tiene a su merced, por lo que no tengo ninguna duda de que incluso en este preciso momento se está dando prisa para atacarnos. ¿Podría sugerirle que formara parte del piquete personal del príncipe durante la retirada? Si pareciera que el emperador tuviera intención de penetrar en nuestras defensas y destruirnos, mándeme un mensaje. Preferiría que no tomaran prisionero a su alteza real, sería muy embarazoso desde el punto de vista político. Sírvase del joven Doggett como mensajero. ¿Ha desayunado?

—He tomado un poco de té.

—Tengo un poco de pan y carne de ternera fría en mis alforjas. —Rebecque se volvió hacia la encrucijada y ofreció la mano a Sharpe para que se la estrechara—. Cuando se tiene razón, Sharpe, el truco está en no demostrarlo. Avergüenza a los incompetentes que nos gobiernan.

Sharpe sonrió y tomó la mano que le tendía.

—Entonces, quizá mejor demos gracias a Dios por el duque de Wellington.

—Puede que ni él sea lo bastante bueno para sacarnos de este aprieto. Ya veremos. —Rebecque se dirigió de vuelta a su caballo y utilizó una pared de piedra que había junto al cruce como apoyo para subir a su montura. Se acomodó en la silla—. Si amenaza el desastre, hágamelo saber y, aparte de eso, haga lo que pueda para no mojarse. —Dio la comida a Sharpe y luego chasqueó la lengua y se fue cabalgando hacia el norte.

Sharpe se giró y se quedó mirando hacia el este y hacia el sur. En algún lugar bajo aquellas nubes que amenazaban tormenta se encontraba el hombre contra el que había luchado la mayor parte de su vida y al que, sin embargo, nunca había visto. El emperador de Francia, conquistador del mundo, llegaba para combatir contra los británicos.

* * * *

La lluvia, al igual que los franceses, se contenía.

La noticia de la derrota de los prusianos se difundió rápidamente. El optimismo se convirtió en resignación y luego en nerviosismo cuando el ejército se dio cuenta de lo precario de su situación. Todo el poderío del ejército francés estaba a punto de concentrarse en Quatre Bras y no había ninguna esperanza de recibir ayuda por parte de los prusianos.

Empezó la retirada. Uno a uno, los batallones de infantería fueron enviados hacia la encrucijada de Mont-Saint-Jean situada a unos veinte kilómetros al norte. Los soldados que esperaban su turno se iban poniendo cada vez más tensos; cada batallón que se escapaba hacia el norte era un batallón menos para enfrentarse al esperado ataque francés que dejaba la retaguardia con más posibilidades de ser superada en número y arrollada. Las tropas del mariscal Ney permanecían inmóviles más al sur y era de suponer que el emperador se acercaba a toda prisa desde el este, pero uno tras otro, los batallones británicos se escabulleron sin problemas durante la mañana, que transcurrió sin que tuviera lugar ningún ataque francés.

El duque de Wellington fingió despreocupación. Estuvo un rato sentado sobre el pisoteado centeno leyendo un periódico y hasta se tumbó y durmió con sus páginas sobre la cara. Todavía dormía cuando los piquetes exteriores se retiraron y cedieron el riachuelo y la granja Gemioncourt a los franceses, si es que éstos se molestaban en avanzar. Aunque parezca mentira, los franceses no se movieron y las hogueras de sus campamentos seguían ardiendo soltando una plácida humareda que se alzaba hacia las cada vez más oscuras nubes. Alrededor de mediodía aquellas nubes eran tan imponentes y amenazadoras como el cielo monzónico de la India. La atmósfera sin viento era curiosamente tranquila y pesada, y presagiaba una catástrofe. Los últimos batallones de infantería se fueron acercando poco a poco al camino que llevaba hacia el norte y los alejaba de la trampa que los franceses aún no les habían tendido. La artillería montada que, junto con la caballería, iba a formar la retaguardia británica observaba con nerviosismo el terreno ocupado por el enemigo, pero las tropas francesas seguían sin salir de Frasnes ni aparecer por el este. El único indicio del enemigo era el humo que producían.

—Siempre solían hacer lo mismo —comentó Harper. El irlandés, con Sharpe y Doggett, esperaba en la linde del bosque junto a la tumba medio cubierta del 69.º.

—¿Hacer qué? —preguntó Doggett.

—Tomarse una mañana libre después de una batalla y prepararse una comida.

—Esperemos que sea opípara —dijo Doggett con una sonrisa.

De la infantería, los miembros de la Guardia fueron los últimos en emprender la marcha hacia el norte y en el cruce únicamente quedaron los soldados de la artillería montada, la caballería y los miembros del estado mayor. Aquella retaguardia esperó allí mucho tiempo después de que se hubiesen marchado los miembros de la Guardia, dando así una buena oportunidad a la infantería a que se alejaran de Quatre Bras. Los franceses seguían dudando y la lluvia seguía sin caer.

Los primeros soldados de la caballería británica trotaron hacia el norte y Sharpe vio que por fin el duque de Wellington subía a su montura.

—Es hora de que nosotros también nos vayamos —dijo Sharpe.

Un capricho de las nubes que amenazaban tormenta abrió una grieta en algún punto del agitado cielo y un lazarino rayo de luz amarilla y brumosa descendió inclinado para iluminar la carretera junto a la granja Gemioncourt.

—¡Dios mío! —Doggett tenía los ojos clavados en el trozo de terreno curiosamente brillante bajo la negrura poco natural del cielo.

En aquella zona soleada había lanceros.

De repente había miles de lanceros. Unos con casacas verdes y otros con casacas de color escarlata. En las tierras de labranza había crecido todo un matorral de puntas de lanza con banderas colgando que el errante rayo de sol tema de oro.

—¡Vámonos pitando de aquí! —Sharpe se acomodó en su silla de montar.

—¡No, señor! ¡Mire! ¡Mire! —un excitado Doggett estaba de pie en los estribos y señalaba hacia el sur. Sharpe se volvió y no vio nada, por lo que sacó el catalejo de su alforja.

La lente se deslizó junto a las figuras escorzadas de los lanceros, siguió hacia atrás a través del polvo que éstos levantaban en los campos de centeno con los cascos de sus caballos y subió hasta la blanca carretera, donde, perfilado contra las cosechas que brillaban bajo el sol e iluminado por el baño de luz errante, se hallaba un solo jinete. El hombre iba vestido con ropa oscura, montaba un caballo gris y llevaba un sombrero bicornio puesto de lado sobre la cabeza. Estaba abatido sobre su silla, como si montara de mala gana.

—¡Es él! —exclamó Doggett casi con reverencia.

—¡Dios mío! —El tono de Sharpe fue de sobrecogimiento. Allí, en su catalejo, estaba aquel hombre bajo y regordete que había dominado Europa durante los últimos diez años, un hombre al que Sharpe nunca había visto pero cuya silueta, rostro y postura le eran familiares de miles de grabados y estatuas. Sharpe le pasó el anteojo a Harper, que miró fijamente al distante emperador.

—¡Es Bonaparte! —Doggett estaba tan emocionado que parecía que estuviera viendo a su propio monarca cabalgando hacia él.

—Creo que ya va siendo hora de que salgamos de aquí —dijo Harper.

Los lanceros subieron por la llana cuesta que ascendía desde el vado y, a modo de bienvenida, se dispararon todos los cañones británicos que esperaban.

Los cañones retrocedieron violentamente con estrépito. Las ruedas dieron una sacudida al tiempo que el suelo vibraba y se llenaba de polvo. El humo salió disparado a unos veinte metros por delante de cada una de las bocas de los cañones, mientras que, por encima de las cosechas pisoteadas, la mecha de los proyectiles dejó unas pequeñas estelas de humo blanco que se arquearon hacia la línea de la caballería que avanzaba. Hubo una pausa y luego pareció como si los lanceros se zambulleran en una vorágine de proyectiles que explosionaban. Se formó una nube de humo y llamas. Los caballos relinchaban. Sharpe vio una lanza que daba vueltas en el aire por encima de una hirviente humareda.

Entonces, para demostrar que los hombres eran unos enclenques, un viento repentino empezó a soplar desde el noroeste. El viento empezó tan súbitamente que Sharpe se giró a medias en su silla, por miedo a que hubiera caído un proyectil explosivo tras él, y al darse la vuelta hubo una retumbante descarga de truenos que sonó como el mismísimo fin de los tiempos. El claro entre las nubes se tapó, como si una enorme puerta se hubiese cerrado de golpe en el cielo y cuyo retumbo fuera el terrible trueno que martilleó la tierra con una cascada ensordecedora. Un rayo blanco azulado se hundió en el lejano bosque y entonces empezó a llover.

En un instante todo el campo de batalla quedó emborronado a la vista. Era un aguacero, un torrente, una fortísima tormenta que caía para empapar los campos, inundar las zanjas y silbar cuando golpeaba las calientes bocas de los cañones. Sharpe tuvo que gritar para hacerse oír por encima del chaparrón.

—¡Vámonos! ¡Venga!

En cuestión de pocos segundos el campo se había convertido en una ciénaga. La lluvia era aún más fuerte que la de aquellas tormentas que sacudían el cielo y que Sharpe había visto en la India. Mientras conducía a sus compañeros fuera del abrigo de los árboles tuvo que agachar la cabeza ante la fuerza maníaca de aquellos chorros de agua que el viento arremolinaba y que empaparon su uniforme en un instante. Los caballos avanzaban a duras penas contra el temporal de lluvia y los cascos se les pegaban en la glutinosa mezcla de barro y paja. El agua de la lluvia salía a raudales de los campos cargada de preciosa tierra y dejaba al descubierto los blancos e hinchados cuerpos de los muertos apenas enterrados.

Se oyó el estruendo de un trueno en el cielo, una batalla de dioses que ahogaba los sonidos de guerra producidos por el hombre. Las inmensas explosiones retumbaban de oeste a este, rebotaban, dividían las nubes con múltiples bifurcaciones de relámpagos e inundaban la agazapada tierra. Sharpe condujo a Harper y a Doggett hasta el camino de Nivelles que en aquellos momentos era un retorcido río de barro arrastrado por el agua. A su izquierda vio a un escuadrón de caballería cuyos miembros iban envueltos en capas, y a su derecha un grupo de artilleros que enganchaban su arma al carro de munición, pero cualquier objeto que estuviera a más de treinta metros quedaba completamente oculto por las plateadas ráfagas de lluvia que caían con estrépito al igual que la metralla. Un cañón disparó por detrás de Sharpe y su sonido quedó apagado por la mayor violencia de la tormenta.

Sharpe dio la vuelta y se dirigió hacia la carretera principal. Su empedrada superficie era más firme, un paso elevado para salir del desastre. Los animales de caballería que se dirigían penosamente hacia el norte por los prados situados a los flancos tenían los cascos cubiertos de tierra, lo cual era prueba de que ningún cañón podría escapar a menos que alcanzara la carretera.

—¡Adelante! ¡Venga! ¡Moveos! —Los artilleros fustigaban a los caballos desde los prados hasta la carretera, que estaba cubierta de una corriente de blanca agua calcárea. Los caballos tiraban de su carga, notando, al parecer, el pánico de su dueño, causado por la cercana presencia de lanceros enemigos. Los soldados volvieron la mirada hacia el paisaje desdibujado por la tormenta y azotaron a los equipos de caballos hasta que por fin la artillería montada salió de Quatre Bras y se dirigió galopando hacia el norte, con la sangre que goteaba de los golpeados flancos de los caballos y el agua plateada que salpicaba de debajo de las ruedas. Sharpe, Harper y Doggett se fueron a toda prisa con ellos.

Milagrosamente, no se perdió ningún cañón. La precipitada huida se vio frenada en el pueblo de Genappe, donde la carretera se estrechaba al tiempo que serpenteaba entre las casitas con tejado de paja. Aquel retraso proporcionó a los perseguidores franceses la oportunidad de atrapar a los últimos cañones, pero un regimiento de dragones británicos se dio la vuelta y cargó contra los lanceros. Avanzaron más soldados de la caballería francesa y se necesitó un ataque por parte de la Guardia Real pesada, la propia escolta del soberano, para ahuyentar a los franceses. Los miembros de la Guardia Real, vestidos con casacas de color escarlata y cascos griegos negros y dorados con penacho, arremetieron contra el enemigo con sus pesadas y torpes espadas. La mera fuerza de la caballería pesada hizo retroceder a los más ligeros jinetes franceses y así los cañones tuvieron tiempo de abrirse paso por la estrecha calle del pueblo.

Al norte de Genappe, los perseguidores franceses parecían perder su ferocidad. La lluvia también amainó, aunque seguía siendo fuerte. A cada kilómetro y medio más o menos los artilleros británicos se detenían, desenganchaban cañones de los armones, disparaban unas cuantas veces a sus perseguidores y luego continuaban galopando. Los franceses seguían estando cerca, pero no ganaban terreno. La caballería británica, los dragones y los soldados de la Guardia Real se cernían sobre los flancos. De vez en cuando, al acercarse un escuadrón francés, los británicos avanzaban, pero en todas las ocasiones los franceses rehusaron el combate. A Sharpe le hizo gracia ver que, cuando un miembro de la Guardia Real se caía de un caballo que había resbalado, volvía a montar y ocultaba su uniforme manchado en la última fila de su escuadrón, como si estuviera en un desfile en Hyde Park.

Los franceses consiguieron hacer avanzar algunos de sus propios cañones ligeros de ocho libras que abrieron fuego con una descarga de disparos. Las pequeñas balas de cañón provocaban una lluvia de barro y agua donde caían. El barro estaba salvando la retirada, no sólo porque absorbía la potencia de las descargas francesas, sino porque además obligaba a la caballería francesa a no alejarse de la carretera. Si el suelo hubiera estado seco, la rápida caballería ligera enemiga habría podido dirigirse a toda velocidad hacia los flancos británicos abalanzarse a golpes de lanza y sable contra la columna que se resistía, pero el barro y la lluvia frenaron su avance.

Otro tipo de arma acudió en ayuda de los británicos. Un repentino silbido estruendoso hizo que Sharpe se diera media vuelta, habían disparado un misil. Él ya se había enfrentado a los misiles en España, pero el hecho de que estuviera familiarizado con ellos no disminuía su fascinación por aquella extraña arma, y observó maravillado cómo salía disparado el tosco proyectil sobre su pilar de llamas, chamuscando el largo palo que le proporcionaba equilibrio. Doggett, que nunca había visto aquella arma nueva y misteriosa, se quedó impresionado. Harper sacudió la cabeza con desdén.

—Están garantizados para no dar ni una sola vez en el blanco, señor Doggett. Observe y verá.

El primer misil, envuelto en llamas, describió una trayectoria en forma de arco por encima del valle y dejó una serpenteante estela de humo a su paso. El proyectil cayó en dirección a los cañones franceses, la espoleta que llevaba en la boquilla explotó y una lluvia de metralla al rojo vivo cayó con estrépito y mató a todos los artilleros de uno de los cañones franceses.

—¡Dios Todopoderoso —exclamó Harper con maravillada estupefacción—, esa maldita cosa ha funcionado!

Animados por su éxito, los artilleros de los misiles dispararon toda una descarga. Se lanzaron doce proyectiles desde doce tejas metálicas orientadas hacia arriba sobre unas patas cortas. Se prendieron las mechas de los misiles y los soldados corrieron a cubrirse. Los proyectiles empezaron a arrojar llamas y humo. Durante unos pocos segundos vibraron sobre sus lanzadoras y, uno a uno, salieron disparados por el aire húmedo. Al principio se bambolearon un poco, pero luego su propia aceleración los propulsó hacia delante. Dos de ellos hendieron el cielo directamente hacia las nubes y desaparecieron, otros tres cayeron en picado sobre el húmedo prado, donde las llamas quemaron la hierba mojada mientras los proyectiles daban unas enloquecidas vueltas en círculo, otros cinco se dirigieron de forma imprecisa hacia los franceses pero cayeron a tierra mucho antes de causar algún daño y los otros dos se dieron la vuelta hacia la caballería británica, que se quedó mirándolos un segundo y luego se dispersó presa del pánico.

—Esto ya es otra cosa —dijo Harper alegremente—. Así es como solía ser siempre, ¿no es cierto, señor Sharpe?

Sharpe ni escuchaba, ni observaba la descarga. En lugar de eso, tenía la mirada fija en el otro lado de la carretera, donde un grupo de jinetes se había desperdigado desesperadamente para alejarse de la amenaza de aquel misil descarriado. Lord John Rossendale estaba en ese pequeño grupo, pero, con el esfuerzo para ponerse a salvo, se había separado de sus amigos.

—Me reuniré con ustedes más adelante —le dijo Sharpe a Harper.

—¿Señor? —Harper se sobresaltó, pero Sharpe ya había dado media vuelta a su caballo para alejarse. Y se había ido.

* * * *

Lord John Rossendale no recordaba haber estado nunca tan mojado, eufórico, asustado o confundido. No entendía nada. Creía que una batalla —y a él la retirada le parecía una batalla— era una cosa ordenada y bien dirigida. Los oficiales tenían que dar órdenes en voz alta y, con seguridad, los soldados obedecerían con prontitud, y el enemigo sucumbiría diligentemente; sin embargo, se hallaba rodeado por el desorden. Curiosamente, los protagonistas de aquel desorden parecían comprender lo que era necesario hacer. Vio que una batería de artillería montada desenganchaba el carro de munición y entraba en acción. Rossendale no oyó que se diera ninguna orden, pero los soldados sabían exactamente lo que tenían que hacer, lo hicieron con alegre eficiencia y luego volvieron a enganchar el armón para seguir su alocado galope a toda velocidad bajo la lluvia. En una ocasión en la que estaba parado sobre su caballo en medio de aquel diluvio, lord John se había sobresaltado al oír una voz que a gritos le decía que moviera el culo; lord John apartó rápidamente el caballo a un lado para ver que quien había gritado era un mero sargento. Un segundo después un cañón se deslizó en medio de una lluvia de barro y pasó a ocupar exactamente el mismo lugar en el que había estado el caballo de lord John. Tras unos instantes el cañón disparó y horrorizó a lord John con su sonido y la violencia de su retroceso. En Hyde Park, el único lugar donde lord John había visto disparar cañones, las bruñidas armas descargaban una explosión decorosa, y como no había ningún misil apretado contra la carga, apenas se movían, pero aquel cañón, sucio, lleno de barro y ennegrecido, parecía estallar con ruido y llamas. Sus ruedas se levantaban completamente del barro, el rastro que dejaban retrocedía como si fuese hecho con un arado antes de que las toneladas de metal y madera cayeran con estrépito y los artilleros embarrados corrieran con esponjas y baquetas a ocuparse de aquella bestia humeante.

Curiosamente, la violencia de la descarga parecía muy desproporcionada con relación al efecto del cañón. Lord John observó el impacto del proyectil que levantaría un montón de barro, provocaría tal vez una explosión si el cañón había disparado una granada, pero que causaría muy poca destrucción. Una vez vio a un lancero que se caía de su montura, pero en pocos segundos el hombre ya volvía a estar de pie y otro francés había ido rápidamente a rescatar a su asustado caballo.

En Genappe lord John había estado lo bastante cerca para ver el ataque de los soldados de la Guardia Real y hasta había espoleado a su caballo para unirse a ellos. Vio que una espada partía el asta de una lanza como si fuera una ramita. Había visto que una de las hojas le aplastaba la cabeza a un lancero. Había visto a un miembro de la Guardia Real retorciéndose como un pez en la punta de una lanza. Había oído el gruñido de un soldado que entraba a matar y el silbido del aire al salir de los pulmones del soldado de caballería herido. Había olido el espesor dulzón de la sangre y el humo acre de las pistolas en la empapada atmósfera. La sangre de un caballo moribundo caía a borbotones sobre el camino y quedaba inmediatamente diluida por la lluvia. Para cuando lord John había desenfundado la espada y rozado los ijares de su caballo con las espuelas, los franceses ya se habían retirado dejando una docena de muertos y el doble de heridos. Había sido todo muy rápido y confuso pero, un conocido de lord John, un tal capitán Kelly al que veía a menudo cuando estaba en el servicio real, ofreció a su señoría una sonrisa confiada.

—¡Cacé a un par de ellos!

—Bien hecho, Ned.

—Una vez que has evitado la punta de la lanza es algo parecido a matar conejos. —El capitán Kelly limpiaba la sangre de la hoja de su espada—. Demasiado fácil en realidad.

Lord John trató de imaginarse que eludía una punta de lanza y lo encontró difícil. Tras la refriega, mientras cabalgaba por la calle del pueblo, había visto el miedo en los rostros de los civiles y se había sentido muy superior a tales criaturas grises y llenas de barro. Más tarde, al norte de Genappe, cuando los franceses no los perseguían tan de cerca, se dio cuenta del miedo que ambos grupos de caballería se tenían. Se amenazaron muchas veces y los soldados avanzaban con actitud beligerante para provocar a los del otro bando, pero si ninguna de las dos fuerzas podía obtener una clara ventaja, ambos contendientes se retiraban sin presentar batalla. Era todo muy raro.

Lo más extraño de todo eran los misiles. Lord John había oído hablar mucho del Cuerpo de misiles, puesto que era un proyecto preferido de su antiguo señor, el príncipe regente, pero aquélla era la primera vez que los había visto disparar. El primer misil fue maravillosamente preciso y tan mortífero que todos los artilleros franceses en un radio de cien metros habían huido presas del pánico, pero la siguiente descarga fue de risa. Uno de los misiles pareció amenazar al grupo de oficiales de estado mayor de lord Uxbridge, que habían gritado alegremente mientras se dispersaban para alejarse de su silbante proyectil. Lord John espoleó a su caballo con demasiada fuerza y éste casi se desbocó con él encima. Logró frenar a la yegua al cabo de unos cien metros y se giró para ver cómo el proyectil se enterraba en el barro con el palo que seguía ardiendo tranquilamente encima. La enterrada carga de pólvora explotó sin causar daños.

Cuando miró hacia la carretera para ver si encontraba a sus amigos vio que Sharpe se dirigía hacia él.

Lord John supo que debía quedarse donde estaba y pelear. Un instante después se dio cuenta de que si lo hacía moriría.

Así pues, dio la vuelta y huyó.

* * * *

Los criados de lord John se encontraban en algún lugar más adelante, con el bagaje de la caballería. Harris, el cochero, que había venido a caballo desde Bruselas con una carta de Jane, también había avanzado para encontrar alojamiento para esa noche. Christopher Manvell y los demás amigos de lord John habían desaparecido en medio del pánico provocado por el misil desviado. De pronto, lord John se encontró solo bajo el aguacero con su único y terrible enemigo que se acercaba a él a toda prisa.

Soltó las riendas a su caballo. Era un buen caballo, tenía cinco años y había sido entrenado para la caza. Poseía resistencia y velocidad y sin duda era más rápido que el caballo que montaba Sharpe, y lord John había aprendido en las partidas de caza la mejor manera de cabalgar por la traicionera campiña. En los primeros ochocientos metros debía de haberle sacado unos cien metros de ventaja. Se oyeron unos irónicos gritos de entusiasmo en la carretera, donde los artilleros que se retiraban se imaginaron que los dos oficiales estaban echando una carrera.

Lord John estaba ajeno tanto a las aclamaciones como a la lluvia y, en realidad, a todo lo que no fuera el apuro en el que se encontraba. Se estaba maldiciendo a sí mismo; tendría que haberse dirigido hacia sus compañeros y ponerse a salvo bajo su protección, pero en lugar de eso, cegado por el pánico, se estaba alejando aún más de aquellos que lo podían ayudar. No se atrevía a mirar atrás. Su caballo galopó ruidosamente por el margen de un prado, pasó a toda velocidad por encima de hileras empapadas de heno recién segado y luego bajó por una suave pendiente y se dirigió hacia un seto, tras el cual, y al otro lado de otro prado, había un oscuro bosquecillo cuyos árboles brindaban un sendero oculto que volvía a la carretera.

Su caballo casi se plantó en el seto, no por la altura del endrino, sino porque al acercarse al obstáculo el suelo tenía unos centímetros de barro. Lord John le clavó las espuelas al animal con ferocidad, y de alguna manera éste consiguió avanzar y saltar por encima de las espinas, rozándolas. Volvió a caer al suelo pesadamente, haciendo que el barro salpicara y empapara la casaca roja de lord John. Éste volvió a espolear al caballo y lo obligó a seguir adelante penosamente y alejarse del terreno pegajoso. El suelo del prado era más firme, pero incluso allí la tierra estaba esponjosa debido a la lluvia.

Llegó a los árboles sin ningún percance y, una vez guarecido bajo ellos, miró atrás y vio que Sharpe todavía tenía que salvar el profundo barro junto al seto. Lord John se sintió a salvo. Agachó la cabeza y se adentró en el espeso y frondoso bosquecillo que resultó ser un escondite perfecto. La carretera, por la que los cañones avanzaban con estrépito y sonidos metálicos, se encontraba a no más de cuatrocientos metros de distancia; lord John permanecería oculto bajo el espeso y empapado abrigo del bosque hasta llegar al borde de la carretera. Una vez allí podría esperar a que sus amigos le ofrecieran su apoyo. Sharpe, de eso estaba seguro, no intentaría nada violento delante de testigos.

Lord John redujo la marcha de su caballo, lo puso al paso y dejó que continuara por un sendero que serpenteaba entre robles y hayas. La lluvia salpicaba las hojas más altas y goteaban de forma abatida desde las más bajas. Oyó un sonido a su derecha, como si alguien escarbara, que le hizo darse la vuelta de pronto, asustado, pero no era más que una ardilla roja que corría por la rama de un roble. Se inclinó sobre la silla con un sentimiento de desesperación.

Desesperaba por el honor. El honor era el simple código del caballero. El honor decía que un hombre no huía de un enemigo, decía que un hombre no coqueteaba con las tentaciones de asesinato y que un hombre no debía demostrar miedo. El honor era la delgada línea que protegía a los privilegiados del oprobio; y lord John, caído sobre su silla húmeda en un bosque mojado bajo un cielo atronador, sabía que había mancillado su honor. Jane, en su carta, había amenazado con abandonarle si cumplía su promesa de devolverle el dinero a Sharpe. ¿Durante cuánto tiempo —había preguntado ella— iba a permitir lord John que Sharpe fuera una molestia para su felicidad? Si lord John no podía terminar con ese asunto, ella encontraría a un hombre que pudiera.

Había subrayado la palabra «hombre» tres veces.

Detuvo el caballo. Oía el sonido de las ruedas de los cañones por delante de él y, más cerca aún, siguiendo una trayectoria que debía de atravesar el bosque paralelo a la carretera, el sonido de los cascos de los caballos de un escuadrón que se dirigían chapoteando hacia el norte.

Otra voz acosaba a lord John. No podría soportar que otro hombre se llevara a Jane. Los celos lo atormentaban. Se había convencido a sí mismo de que el repentino desespero por casarse con él era una muestra del apasionado amor de Jane, y pensar que esa pasión se consumiera haciendo feliz a otro hombre era más de lo que él podía aguantar.

Se oyó el tintineo de una barbada de cadena. Lord John levantó la vista y vio que tenía a su enemigo delante. Sharpe debía de haberse imaginado que lord John volvería sobre sus pasos bajo la protección de los árboles, así que había cabalgado en diagonal hacia el lugar donde el bosque se unía al camino y luego había torcido hacia el este. En aquel momento, a tan sólo unos veinte pasos de distancia, se quedó sentado sobre su caballo y miró fijamente a lord John.

Lord John se sintió extrañamente calmado. Momentos antes una ardilla le había puesto los nervios de punta, pero ahora que su enemigo había llegado, y que sabía lo que debía hacer, se sorprendió a sí mismo con su tranquilidad.

Ninguno de los dos habló. No había nada que decir.

Lord John pasó la lengua por el agua de lluvia que tenía en los labios. Sabía que, si desenvainaba la espada, aquel asesino con casaca verde caería sobre él como una furia, así que dejó la mano bien alejada del puño envuelto en plata de su espada y, sin importarle su honor, desenfundó la pistola de cañón largo que llevaba en la silla. Era una bonita pistola, un regalo de Jane, con una cápsula fulminante en vez de pedernal. La empuñadura, elegantemente curvada, era de madera de nogal grabada y su largo cañón estriado era azulado y dorado. Las estrías del cañón dotaban al arma de una precisión mortífera, mientras que el caro pistón la hacía inmune al peor de los aguaceros. Echó atrás el percutor dejando al descubierto la pequeña lámina de cobre en la que se hallaba la pólvora apretada. Cuando se golpeara aquella lámina, una lanza de llamas atravesaría la chimenea y prendería la carga principal.

Levantó la pistola. La mano derecha le temblaba ligeramente. Sharpe no había hecho un solo movimiento para defenderse, ni huyendo ni desenfundando su propia arma. El cañón de la pistola estaba cubierto de gotas de lluvia. El punto de mira vacilaba. Lord John intentó acordarse de sus clases. No debía estar tenso. Tenía que inspirar profundamente y, al mismo tiempo, apretar el gatillo con suavidad.

Sharpe hizo avanzar a su caballo.

Aquel movimiento repentino desconcertó a lord John y la pistola temblaba en su mano mientras intentaba seguir el avance de Sharpe. Éste parecía totalmente ajeno a la amenaza de la pistola, como si no la hubiese visto.

Lord John miró a su enemigo a los ojos. Sabía que debía apretar el gatillo, pero de pronto el temor lo paralizó. Oyó unas voces no muy lejanas en el bosque y sintió un miedo terrible de que alguien pudiera ser testigo del asesinato, porque lord John sabía que iba a ser un asesinato y que la única clemencia que recibiría por ser lord sería que lo ahorcarían públicamente con una cuerda hecha de seda en vez de una hecha de cáñamo. Quería apretar el gatillo, pero su dedo no se movía y mientras tanto los cascos del caballo de Sharpe seguían surcando la gruesa y húmeda capa de humus hasta que el fusilero se halló tan cerca de lord John que se hubieran podido estrechar la mano sin siquiera tener que inclinarse en sus sillas. Sharpe no había apartado los ojos de lord John ni un instante, aunque la pistola se encontraba a sólo unos centímetros de su cara.

Sharpe levantó la mano derecha muy lentamente y apartó el arma. El movimiento sobresaltó a lord John y pareció sacarlo de su trance, y trató de tirar de la pistola, pero Sharpe la tenía fuertemente agarrada por el cañón, la hizo girar y la liberó de los laxos dedos de lord John. Éste temblaba, a la espera de la muerte.

Sharpe aseguró la pistola volviendo a bajar el percutor sobre el pistón. Luego, sostuvo el cañón en su mano derecha, la culata curvada en la izquierda y empezó a hacer palanca con toda su fuerza para partir el arma. De pronto, la culata de madera se separó de las sujeciones que la unían al cañón, y cuando la pieza del gatillo se arrancó y quedó suelta, Sharpe sostuvo la pistola en dos inútiles mitades que, todavía sin mediar palabra, arrojó en el regazo de Rossendale. El caro cañón se deslizó y cayó sobre las hojas, mientras que la rota empuñadura de madera de nogal quedó sujeta a la parte superior de las botas de su señoría.

Lord John se estremeció y sacudió la cabeza cuando Sharpe alargó una mano hacia él, pero el fusilero se limitó a agarrar el puño de la espada de lord John y, muy lentamente, liberó el bruñido y grabado acero que rozó la vaina. Sharpe levantó la mirada, clavó la hoja estrecha en la horqueta de una rama y, de una sacudida brutalmente violenta, partió aquella valiosa arma. En la empuñadura quedaron unos veinte centímetros de acero, el resto de la hoja cayó al suelo.

—No vale la pena batirse con usted. —Sharpe seguía sosteniendo el puño de la espada rota.

—Yo…

—Cierre esa maldita bocaza.

—Yo…

Con la mano izquierda, Sharpe le propinó un fuerte bofetón a lord John.

—Yo le diré cuándo tiene que hablar —dijo Sharpe—, y ahora no tiene que hacerlo. Escuche. No me importa Jane. Ahora es su puta. Pero tengo una granja en Normandía que necesita manzanos y al granero le hace falta un tejado nuevo, el maldito emperador se llevó el ganado y todos nuestros caballos para su jodido ejército, y los impuestos en Francia son condenadamente maléficos, y usted tiene mi dinero. Pues bien, ¿dónde está?

Lord John parecía incapaz de articular palabra. Tenía los ojos húmedos, tal vez por la lluvia o acaso por la vergüenza de aquel encuentro bajo los árboles.

—¿Esa zorra se lo ha gastado todo? —preguntó Sharpe.

—No todo —logró decir lord John.

—¿Entonces cuánto queda?

Lord John no lo sabía, porque Jane no quería decírselo, pero calculó que deberían de quedar unas cinco mil libras.

Pronunció la cifra con un balbuceo, temiendo que Sharpe montara en cólera cuando se diera cuenta de cuánto había dilapidado Jane.

A Sharpe no pareció importarle. Cinco mil libras era una fortuna que habría restaurado el castillo de Lucille.

—Deme un pagaré ahora mismo —le dijo.

Lord John tenía serias dudas sobre si un pagaré con su firma tendría fuerza legal para hacer efectivo el dinero, pero si eso satisfacía a Sharpe, entonces él estaría muy contento de escribir mil pagarés como aquél. Levantó la solapa dorada de su alforja y sacó un cuaderno forrado en cuero y un lápiz. Garabateó las palabras con rapidez; la punta del lápiz rasgaba el papel donde el agua de lluvia goteaba de la visera de su casco. Arrancó la página y se la tendió sin decir palabra a su torturador.

Sharpe echó un vistazo a lo que había escrito y dobló el papel.

—En el lugar de donde vengo —dijo en tono familiar— los hombres todavía venden a sus esposas. ¿Alguna vez ha visto que eso se hiciera?

Lord John dijo que no moviendo la cabeza con recelo.

—Porque los pobres no pueden permitirse un divorcio, ¿sabe? —continuó diciendo Sharpe—, pero si todo el mundo está de acuerdo, la mujer puede venderse. Tiene que hacerse en el mercado. Le pones una cuerda alrededor del cuello, la conduces hasta allí y la ofreces al mejor postor. El precio y el comprador siempre se acuerdan de antemano, claro, pero convertirlo en una subasta le añade un poco de gracia al asunto. Me imagino que ustedes los acicalados bastardos de la aristocracia no le hacen eso a sus mujeres, ¿no?

Lord John lo negó con la cabeza.

—No, no lo hacemos —logró decir. Empezaba a darse cuenta de que Sharpe no le haría daño, cosa que le calmó los nervios.

—Yo no soy un bastardo acicalado —dijo Sharpe—. Yo soy uno auténtico, milord. Soy el bastardo de una prostituta salido de los bajos fondos, por lo tanto se me permite vender a mi mujer. Es suya. Yo tengo su dinero —Sharpe se metió el pagaré en el bolsillo—, así que lo único que necesita es esto. —Hurgó en su alforja y sacó el astroso pedazo de cuerda que era la correa habitual de Nosey. Arrojó el sucio trozo de sisal sobre la silla de montar de lord John—. Póngale la soga al cuello y dígale que la compró. Entre las gentes de las que provengo, milord, un divorcio hecho de esta manera es igual de válido que una ley aprobada por el Parlamento. Los abogados y la Iglesia no consideran que lo sea, pero ¿a quién le importa una mierda lo que piensen esos cabrones avariciosos? Ahora ella es suya. Usted la ha comprado, así que puede casarse con ella y yo no voy a interferir. ¿Comprende lo que le digo?

Lord John tocó la cuerda con vacilación. Sabía que se estaba burlando de él. Tal vez los pobres vendieran a sus esposas, pero un hombre respetable nunca accedería a participar en un contrato de ese tipo para convertirse en el segundo marido de una mujer.

—Lo comprendo —respondió con amargura.

—Pero si no recibo el dinero, milord, volveré por usted.

—Lo entiendo.

Sharpe todavía sostenía la espada rota. Se la ofreció a lord John con la empuñadura por delante.

—Váyase, milord.

Rossendale tomó la truncada hoja, miró una vez más aquellos ojos oscuros y luego espoleó a su caballo para que avanzara. Huyó por entre los árboles con la cuerda todavía colgando de su silla y salió a la carretera, por la que los últimos cañones marchaban hacia el norte.

Sharpe aguardó unos momentos. Maldijo en silencio para sus adentros porque no había disfrutado humillando al débil, pero pensaba que al menos había hecho un buen negocio. Un nuevo tejado para el castillo a cambio de una esposa infiel. Dio unos golpecitos en el bolsillo donde estaba doblado el pagaré y luego dio la vuelta a su caballo. Todavía estaba un poco impresionado porque, hasta que no le había quitado la pistola a lord John, Sharpe no se había dado cuenta de que era un arma de percusión a prueba de lluvia. De no ser así no se hubiera acercado tan despacio a su negra boca.

Harper esperó a Sharpe en la carretera. Había visto salir de repente de entre los árboles a un asustado lord John Rossendale y en aquellos momentos, con un desconcertado Doggett a su lado, el irlandés observó cómo Sharpe conducía su caballo hacia la superficie empedrada.

—Y dígame, ¿qué pasó? —preguntó Harper.

—Se meó en los pantalones y luego compró a esa puta.

Harper se rió. A Doggett no le gustaba pedir explicaciones. Tras ellos, un cañón disparó un proyectil hacia los amenazadores lanceros e hizo que Sharpe girara hacia el sur para ver a los perseguidores franceses.

—Vamos. —Sharpe alzó el rostro hacia la lluvia limpiadora y luego espoleó a su caballo en dirección norte.

* * * *

A unos veinte kilómetros al sur de Bruselas la carretera que iba a Charleroi y a Francia se convertía en la ancha calle principal del pueblo de Waterloo. Al sur del pueblo la calzada se abría paso por el bosque de Soignes, donde los aldeanos llevaban a pastar a los cerdos y cortaban la leña que necesitaban.

A poco más de tres kilómetros al sur del pueblo los árboles daban paso a una vasta extensión de tierras de labranza que abarcaban la aldea y el cruce de Mont-Saint-Jean. A unos ochocientos metros aún más al sur la carretera cruzaba una colina poco elevada de cima plana que se extendía a este y oeste. En la cresta de la colina crecía un olmo solitario junto a la carretera que descendía luego hacia un amplio y llano valle repleto de campos de centeno, cebada, avena y heno. El camino atravesaba el valle antes de subir por otra baja loma situada a poco más de un kilómetro hacia el sur. La cima de la colina más meridional tenía como distintivo una taberna pintada de blanco que se llamaba La Belle Alliance.

Si un ejército tomaba posiciones en la colina del norte, caracterizada por el olmo solitario, y el ejército contrario se reunía junto a la taberna, entonces el suave valle entre las dos lomas se convertiría en un campo de batalla.

Entre el olmo y la taberna, la carretera se extendía recta como un palo de escoba. Un viajero que cabalgara por aquel camino probablemente no vería nada extraordinario en el valle aparte de la riqueza de sus cosechas y la solidez de sus granjas. Obviamente era un buen lugar para ser granjero.

En medio del valle, prácticamente en el mismo camino, había una granja llamada La Haye Sainte. Se trataba de un próspero lugar con un patio delimitado por graneros de piedra y un sólido muro. Hacia el este, a poco más de un kilómetro valle abajo, había un grupo de casitas cerca de una granja llamada Papelotte, mientras que hacia el oeste se hallaba otra enorme granja que tenía un patio cercado por un muro y un extenso huerto situado al norte de una agreste zona boscosa. Aquella granja emplazada al oeste se llamaba el castillo de Hougoumont.

Si un soldado intentaba defender la colina del norte de un ataque proveniente del sur, el castillo de Hougoumont podría servirle como bastión en su flanco derecho. La Haye Sainte haría de baluarte para el frente y el centro de sus líneas, mientras que Papelotte protegería el extremo izquierdo de sus defensas.

Todas aquellas granjas y construcciones que las rodeaban se hallaban en el valle frente a la colina del norte y, puesto que la colina en sí era la posición que tomaría un soldado, las tres granjas del valle funcionarían como rompeolas sobresaliendo de una playa. Si tenía lugar un ataque desde el otro lado del valle, los atacantes se verían obligados a alejarse de las granjas con paredes de piedra y quedarían comprimidos en el espacio de en medio donde les dispararían desde delante y por los lados.

Había aún peores noticias para un atacante. Si un soldado miraba hacia el norte desde La Belle Alliance, no vería lo que había por detrás de la colina donde crecía el olmo. A esa distancia, si el humo de la batalla lo permitía, podría ver los pastos en pendiente que llevaban al bosque de Soignes, pero no vería nada del terreno que quedaba oculto detrás de la colina y no sabría que allí había un sendero escondido utilizado por los granjeros que se extendía a este y oeste, y que permitiría a su enemigo conseguir refuerzos rápidamente cuando la colina estuviera más amenazada.

Tal vez esa ceguera no tenía importancia si el atacante era el emperador o los franceses, pues Napoleón Bonaparte era un hombre enamorado de la guerra, un hombre acostumbrado a la gloria, seguro de la victoria y el líder de más de cien mil veteranos que ya habían vencido a los prusianos y habían hecho que los británicos retrocedieran de Quatre Bras dando tumbos. Además, la colina en la que crecía el olmo no era empinada. Uno podía subir paseando por su pared sin forzar demasiado las piernas y sin que se quedara sin aliento, y el emperador sabía que su enemigo tenía pocas tropas adecuadas para defender aquella suave cuesta. En realidad, el emperador sabía muchas cosas acerca de su enemigo, puesto que durante todo el día los desertores belgas habían acudido en masa a refugiarse bajo sus estandartes y habían contado sus historias de pánico y huida. Algunos generales del emperador que habían sido derrotados por Wellington en España aconsejaron prudencia, pero el emperador no quiso ni oír hablar de sus reparos. El inglés, dijo, era un mero general cipayo, nada más que un hombre que había aprendido su oficio luchando contra las hordas tribales de la India, mal armadas y carentes de disciplina, mientras que el emperador era el señor de la guerra de Europa, desangrado y endurecido por las batallas contra las mejores tropas de todo un continente. A Napoleón no le importaba la posición por la que optara Wellington; lo vencería de todas formas y luego marcharía triunfante sobre Bruselas.

El duque de Wellington optó por tomar posiciones en la colina donde crecía el olmo solitario.

Y allí, bajo la lluvia, su ejército esperó.

* * * *

La lluvia amainó, pero no cesó. Cuando los últimos miembros de la infantería británica que se retiraba pasaron por La Belle Alliance vieron las enormes cortinas de agua que caían en dirección oeste sobre los árboles cerca de Hougoumont. No es que les importara demasiado. Se limitaron a seguir adelante con gran esfuerzo, todos ellos cargados con la mochila, los morrales, bolsas, cantimplora, podadera, mosquete y bayoneta; casi treinta y dos kilos de equipaje para cada soldado. Algunos miembros de la tropa habían marchado durante la mayor parte de la noche anterior y en aquellos momentos habían caminado durante todo el sábado bajo la lluvia penetrante y fría. Tenían los hombros ensangrentados debido al roce de las correas mojadas de las pesadas mochilas. Sólo su munición, envuelta en papel engrasado y bien metida en cartuchos impermeables, estaba seca. Hacía mucho que habían sobrepasado a los carros de suministros, por lo que, aparte de la comida que alguno de ellos se hubiera guardado, no tenían nada que llevarse a la boca.

Los carros de suministros que no habían llegado a Quatre Bras seguían avanzando a duras penas por inundados senderos menores en dirección al cruce de caminos de Mont-Saint-Jean. Los carros transportaban munición, armas y pedernales de reserva; barriles de carne de vacuno en salazón, de pan horneado dos veces, de ron y cajones de embalaje con los vasos de cristal y cuberterías de plata de los oficiales, que añadían un toque suntuoso a los rudimentarios campamentos de los batallones. Las mujeres del ejército iban andando con los carros de suministros y avanzaban con dificultad por el frío barro hacia el lugar donde sus hombres esperaban para combatir.

Aquellos hombres esperaban tras la colina en la que crecía el olmo. Los intendentes señalaron las zonas de acampada para los varios batallones en los campos empapados. Los grupos de trabajo cogieron hachas y podaderas y volvieron al bosque para cortar leña. La policía militar montó guardia en Mont-Saint-Jean porque el duque insistía en que sus hombres no robaran nada de la población local, pero a pesar de la precaución, pronto desaparecieron todos los pollos de la aldea. Los soldados hicieron hogueras, sacrificaron cartuchos para prender fuego la madera húmeda. Nadie intentó construir refugios, puesto que no había suficiente madera disponible de inmediato y la lluvia hubiese calado por cualquier cosa que no fueran los más elaborados barracones de madera y turba. La tintura roja de las casacas de la infantería se desteñía y les manchaba los pantalones grises, aunque paulatinamente, a medida que se iban instalando en sus cobijos embarrados, los uniformes de todos los soldados se volvieron de un color marrón pegajoso y mugriento.

La caballería llegó después, por la tarde, de forma desordenada. Los oficiales de estado mayor dirigían a los soldados de los escuadrones hacia sus campamentos situados detrás de los de la infantería. Ataron a los caballos en largas hileras mientras sus jinetes se servían de guadañas para conseguir forraje y otros llevaban cubos de lona plegables hasta las bombas de agua de Mont-Saint-Jean. Los herradores, que llevaban una provisión de clavos y herraduras en sus alforjas, empezaron a inspeccionar los cascos de los cansados caballos.

Los artilleros colocaron sus cañones justo detrás de la cima de la colina, de manera que, mientras la mayor parte de las piezas de artillería quedaban ocultas a un enemigo que se acercara, los tubos podían disparar sin obstrucciones hacia la poco empinada ladera. En el centro de la colina, cerca del lugar donde se alzaba el olmo junto a la carretera, los cañones se ocultaron tras unos setos.

El parque de artillería se situó en la linde del bosque, bien alejado de los cañones, y la infantería se dio cuenta con amargura de que los artilleros estaban provistos de tiendas, pues de todo el ejército la artillería había sido la única que no se había separado de sus carros. Ningún cañón podía disparar mucho tiempo sin sus suministros y una batería de seis cañones necesitaba un carro con ruedas de repuesto, un carro de forraje, dos de suministros generales, ocho carretas de munición, noventa y dos caballos y setenta mulas. De este modo, el terreno entre la colina y el bosque pronto estuvo abarrotado de una multitud de hombres y caballos. El humo de las fogatas de los campamentos tiznaba la atmósfera lluviosa. Las zanjas y surcos se desbordaban con el agua que corría por los campos en los que debía dormir el ejército.

Algunos oficiales avanzaron a pie para mirar hacia el sur por encima del amplio valle. Observaron cómo llegaban los últimos cañones y miembros de la caballería británica, luego la carretera quedó vacía. Los granjeros, junto con sus familias, trabajadores y ganado, hacía tiempo que se habían marchado de las tres granjas que había en el fondo del valle. En aquellos momentos allí no había ningún movimiento aparte del de la lluvia, que caía a cántaros como un siseo sobre el camino. Los artilleros británicos, situados junto a su cañón cargado, esperaban a que aparecieran los objetivos.

A última hora de la tarde la lluvia cesó, aunque el viento seguía siendo húmedo y frío. Algunos miembros de la infantería intentaron secar sus uniformes que chorreaban desnudándose y sosteniendo las pesadas casacas de lana sobre las hogueras que ardían con dificultad.

De pronto, un cañón disparó desde la colina.

Algunos de los soldados desnudos corrieron hacia la cima y vieron que un nueve libras había disparado una bala a un escuadrón de coraceros franceses que estaban cruzando el fondo del valle. El disparo había detenido el avance de los jinetes acorazados. Uno de los caballos coceaba y sangraba sobre el heno, mientras que su jinete yacía inmóvil. Una multitud de otros jinetes enemigos se concentraban en la otra cima junto a La Belle Alliance. Cerca de la posada se estaban desplegando cuatro cañones enemigos. Por unos instantes se vio que las diminutas figuras de los artilleros franceses se ocupaban de sus armas, luego corrieron para apartarse y los cuatro cañones dispararon hacia el lugar donde persistía el humo de la descarga del nueve libras británico.

Respondieron todos los cañones de la colina ocupada por los británicos. La enorme salva sonó como una ola de truenos retumbantes. En la cima se levantó una humareda y la descarga cruzó silbando el valle hasta que cayó con fuerza entre la caballería enemiga y lo salpicó todo de barro. Los oficiales de estado mayor recorrían la cima al galope al tiempo que gritaban a los artilleros que no dispararan, pero el daño ya estaba hecho. Los oficiales del estado mayor francés, que miraban desde la taberna, vieron que no se enfrentaban a un puñado de armas en retirada, sino a la artillería de todo un ejército. Por el humo supieron incluso dónde había colocado sus cañones aquel ejército.

El emperador supo entonces que la retirada de los británicos había terminado y que el general cipayo había escogido su campo de batalla. Un cruce situado entre unas tierras de labranza, donde el heno estaba casi todo segado, el centeno crecía ufano, los árboles de los huertos estaban cargados de fruta y donde tres bastiones se alzaban como fortalezas que sobresalían en una colina, que al día siguiente los franceses debían capturar y los británicos retener. Un lugar llamado Waterloo.