CAPÍTULO 13

Durante la noche paró de llover.

A las cuatro de la mañana, el alba dejó ver la neblina en el valle, agitada por un viento húmedo que soplaba a ráfagas. Rápidamente la bruma se hizo más espesa debido al humo de las nuevas hogueras que se encendieron por la mañana. Los temblorosos soldados salieron del barro como cadáveres que volvieran a la trémula vida. Aquel largo día había empezado. Era un día de pleno verano del norte y el sol no se iba a poner durante otras diecisiete horas.

A ambos lados de aquel valle poco profundo, los soldados desataron los trapos que habían sujetado los cerrojos de sus mosquetes y sacaron los corchos de las bocas de sus armas. Los centinelas sacaron rascando la sustancia fangosa, húmeda y gris, que había sido el cebo de sus cazoletas y trataron de vaciar la carga principal con un nuevo pellizco de cebadura. Todo lo que consiguieron fue un destello en la cazoleta, lo cual era señal de que la pólvora del cañón estaba mojada. Podían sacar la bala con un punzón o bien seguir quemando cebadura nueva en el arma hasta que dentro de la chimenea se secara la cantidad de pólvora suficiente para que pudiera prender. Uno a uno, los mosquetes estallaron y el ruido resonó sin demasiado entusiasmo por aquel valle poco profundo.

En Waterloo, los miembros del estado mayor y demás oficiales se levantaron mucho antes del alba. Sus mozos de cuadra ensillaron a los caballos y luego, como hombres que se dirigieran cabalgando hacia sus negocios, los oficiales tomaron el camino del sur a través del oscuro y empapado bosque.

Sharpe y Harper se encontraban entre aquellos que salieron primero. El príncipe ni siquiera se había levantado de la cama cuando Sharpe subió cansinamente a su montura y metió el fusil en la pistolera. Llevaba puesta su casaca verde de fusilero bajo la capa que le había dado Lucille y montaba la yegua que ya se había recuperado de su largo día de reconocimiento por los alrededores de Charleroi. Tenía la ropa húmeda y los muslos doloridos de estar tantos días sobre la silla de montar. El aire aventaba las gotitas de agua de los tejados; los árboles, él y Harper giraron hacia el sur por la calle del pueblo.

—¿Hoy va a cumplir su promesa? —le preguntó Sharpe a Harper.

—¡Es igual de malo que Isabel! Que Dios salve a Irlanda, pero si hubiera querido que otra persona fuera mi conciencia me habría buscado una esposa aquí para que me diera la lata.

Sharpe sonrió abiertamente.

—Soy yo el que tendré que darle la noticia de su muerte, así que ¿va a cumplir lo prometido?

—Todavía no tengo intención de ser un hombre muerto, o sea que voy a cumplirlo. —No obstante, Harper iba vestido y equipado para la batalla. Llevaba puesta su casaca de fusilero, su pistola de siete cañones en un hombro y su fusil en el otro.

Ambos habían dejado sus mochilas en el alojamiento del príncipe y ninguno de los dos se había afeitado. Cabalgaban hacia la batalla con aspecto de forajidos.

Cuando se aproximaban a Mont-Saint-Jean oyeron un sonido como el de un enorme mar que se arrastrara sobre una playa en declive. Era el rumor de miles de hombres que hablaban, el de las ramas húmedas al arder, el estallido de los fusiles al cebarlos y el susurro del viento entre los tiesos y húmedos tallos de centeno. Era también un sonido extrañamente inquietante. El aire olía a hierba mojada y a humo frío y húmedo, pero al menos las nubes del día anterior se habían disipado lo suficiente para que se viera el sol en forma de un pálido resplandor de peltre detrás de un vapor turbio que se hacía más espeso con el humo de las hogueras de los campamentos.

Había un ritual que Sharpe tenía que llevar a cabo. Antes de seguir cabalgando hasta la cima de la colina, encontró a un armero de caballería cerca del linde del bosque y le tendió su enorme espada.

—Conviértala en una hoja de afeitar —le ordenó.

El armero le dio al pedal de su rueda y rozó la piedra de afilar con la hoja de la espada, de manera que unas chispas como diamantes aplastados saltaron del acero. En su filo delantero la espada tenía algunas muescas muy profundas que los sucesivos afilados no habían podido borrar. Sharpe, que miraba las chispas, ni siquiera podía recordar cuáles eran los enemigos que habían hecho aquellas hondas muescas en el acero. El armero dio la vuelta a la espada para afilar la punta. A los soldados de la caballería británica se les enseñaba a propinar cortes y tajos más que estocadas, pero la sabiduría decía que la punta siempre era mejor que el filo. El armero amoló unos centímetros del extremo del dorso de la hoja y luego suavizó su trabajo en el grueso delantal de cuero.

—Como nueva, señor.

Sharpe le dio un chelín al hombre y deslizó la afilada espada en su vaina. Con un poco de suerte, pensó, ni siquiera tendría que desenfundarla en toda la jornada.

Los dos fusileros siguieron cabalgando a través del campamento. Los carros de suministros del batallón no habían llegado, de manera que iba a ser un día de hambruna, aunque no un día seco, puesto que al parecer los intendentes habían dispuesto que el ron se trajera del depósito en Bruselas. Los hombres lanzaron gritos de entusiasmo mientras se transportaban penosamente los barriles por el suelo empapado.

Un joven tambor tensó la mojada piel de su instrumento y le dio unos golpecitos para probarlo. Junto a él, un corneta sacudía el agua de lluvia que había entrado en su clarín. Ninguno de los dos chicos tendría más de doce años. Sonrieron cuando Sharpe les habló en gaélico y el tambor respondió en el mismo idioma. Eran unos muchachos irlandeses del 27.º, los Inniskillings.

—Tienen buen aspecto, ¿verdad? —Harper señaló con orgullo a sus compatriotas, que a decir verdad más bien parecían diablos cubiertos de barro pero que, al igual que todos los batallones irlandeses, podían luchar como demonios.

—Sí, tienen buen aspecto —asintió Sharpe con fervor.

Se detuvieron en el punto más alto de la colina, donde estaba el olmo junto a la zanja de la carretera que se extendía hacia el norte y hacia el sur. A la izquierda de Sharpe, una batería de cinco cañones de nueve libras y un mortero se estaban preparando para la jornada. Las cargas para la munición disponible estaban dispuestas sobre trozos de lona cerca de los cañones; las cargas eran unas bolsas de un tejido de color gris que contenían la pólvora necesaria para lanzar una bala de hierro o una granada. Cerca de las cargas estaban los proyectiles (o bien balas o bien granadas), atados a unos discos de madera que se apretaban contra las bolsas de tejido dentro de los tubos de los cañones. Los artilleros rellenaban los botes de metralla, que no eran otra cosa que latas tubulares llenas de balas de mosquete. Cuando se disparaban, los delgados botes de hojalata estallaban y dispersaban las balas de mosquete como si fueran gigantes ráfagas de una pistola ánade. Junto a los cañones se hallaban las herramientas del oficio de los soldados de artillería: cadenas, sacatrapos, baquetas, esponjas, cubos, cuñas, atacadores, agujas, mechas y palancas. Los cañones tenían un aspecto crudamente tranquilizador, pero Sharpe se acordó de que la artillería francesa tendría la misma apariencia eficiente y era probable que se presentara en el campo de batalla en mayor número.

El fuego de las hogueras del campamento enemigo se extendía como una sucia y baja neblina sobre el horizonte. Sharpe vio a un puñado de jinetes cerca de la posada, pero aparte de eso, el enemigo estaba oculto. En el valle propiamente dicho había zonas donde el alto centeno había quedado aplastado por la lluvia que había dejado los prados con el aspecto de padecer alguna extraña y escabrosa enfermedad.

Algunos fusileros se habían emplazado a unos doscientos pasos camino abajo hacia el valle, justo enfrente de la granja de La Haye Sainte. Sharpe y Harper se acercaron al trote a aquellos casacas verdes que ocupaban un arenal a la izquierda del camino, mientras que la granja situada a la derecha estaba guarnecida por soldados de la Legión del Rey Alemán.

—¿Una mala noche? —le preguntó Sharpe al sargento de los casacas verdes.

—Las hemos tenido peores, señor. Usted es el señor Sharpe, ¿no?

—Sí.

—Es bueno saber que está aquí, señor. ¿Quiere una taza de té?

—¿El sucedáneo de siempre?

—Eso no cambia nunca, señor.

El sucedáneo era un té barato que se rumoreaba que estaba hecho de hojas de fresno maceradas con boñigas de oveja. Sabía peor incluso de lo que su supuesta receta daba a entender, pero cualquier líquido caliente era bienvenido aquella fría y húmeda mañana. El sargento les dio a Sharpe y a Harper una taza de hojalata a cada uno y luego se quedó mirando a través de la penumbra del amanecer hacia la colina ocupada por el enemigo.

—Me imagino que el Monsieur empezará pronto el baile.

Sharpe asintió con la cabeza.

—Yo lo haría si me encontrara en su lugar. Tiene que vencernos antes de que lleguen los prusianos.

—¿Así que van a venir, señor? —El tono del sargento puso de manifiesto que incluso aquellas excelentes tropas eran conscientes de la precaria situación de los británicos.

—Van a venir. —Sharpe todavía no había tenido ninguna noticia oficial de los prusianos, pero la noche anterior, Rebecque tenía plena confianza en que Blücher se pondría en marcha al amanecer.

De pronto el sargento se dio la vuelta rápidamente, demostrando con ello que tenía ojos en la nuca.

—¡Aquí no, George Cullen, pequeño cabrón mugriento! ¡Ve a hacerlo en el maldito campo! ¡No queremos andar todo el día tropezando con tu mierda! ¡Muévete!

Un grupo de oficiales de los casacas verdes se había reunido junto a un bote de metralla vacío que habían llenado de agua caliente para su afeitado matutino. Uno de aquellos hombres, un comandante alto, cadavérico y canoso, le era extrañamente familiar a Sharpe, pero no pudo ubicar ni su rostro ni su nombre.

—Ése es el comandante Dunnett —le dijo el sargento a Sharpe—. Lo destinaron a este batallón el año pasado, señor.

El pobre caballero tuvo la desgracia de permanecer prisionero durante la mayor parte de la última guerra.

—Ahora me acuerdo.

Sharpe espoleó a la yegua para que se acercara al grupo de oficiales, Dunnett, al levantar la vista, se cruzó con su mirada y la fijó con aparente asombro. Entonces Dunnett sacudió el jabón de su navaja de afeitar y fue al encuentro de Sharpe. Se habían visto por última vez durante la desastrosa retirada hacia La Coruña, cuando Dunnett estaba al mando de medio batallón de casacas verdes y el teniente Sharpe había sido su intendente. Dunnett detestaba a Sharpe con un odio irrazonable e imposible de erradicar. La última vez que Sharpe había visto a su antiguo comandante fue cuando los dragones franceses capturaron a Dunnett mientras Sharpe había tenido que ponerse a salvo desesperadamente y a duras penas con un grupo de fusileros. Dunnett, que tenía vedado el ascenso a causa de sus cinco años en prisión, seguía siendo comandante, mientras que Sharpe, su antiguo intendente, le superaba en rango.

—Hola, Dunnett. —Sharpe frenó su caballo.

—¡Pero si es el teniente Sharpe, tan cierto como que vivo y respiro! —Dunnett se dio unos golpecitos en la cara para secársela—. Me enteré de que había sobrevivido y prosperado, aunque dudo que siga siendo teniente. O ni siquiera intendente.

—Un teniente coronel holandés, lo cual no creo que tenga mucha importancia. Me alegra verle de nuevo.

—Muy amable de su parte. —Dunnett, claramente incómodo por el cumplido de Sharpe, apartó la mirada y vio a Harper que seguía hablando con el sargento—. ¿Ese fusilero es Harper? —preguntó Dunnett con incredulidad.

—Es el ex fusilero Harper. Hizo trampas para salir del ejército y ahora quiere volver para verlo combatir.

—Creí que había muerto hace mucho tiempo. Siempre fue un granuja. —Dunnett era tan delgado que daba pena, con unas profundas arrugas que surcaban su rostro a ambos lados de su cano bigote. Volvió a mirar a Sharpe—. Y usted también, aunque me equivoqué al juzgarle.

Era una magnífica retractación. Sharpe trató de restarle importancia y se refirió a lo horrible que había sido la retirada en La Coruña; una experiencia terrible que había carcomido el carácter y los modales de los soldados hasta que acabaron gruñéndose unos a otros como perros rabiosos.

—Fueron malos tiempos —concluyó.

—Y hoy no promete ser mucho mejor. ¿Es cierto que todo el ejército de Boney está aquí?

—La mayor parte, por lo menos. —Sharpe supuso que Napoleón había mandado a algunos soldados para que mantuvieran ocupados a los prusianos, pero las abundantes hogueras por todo el valle evidenciaban que casi todo el ejército francés se encontraba entonces reunido frente a los hombres de Wellington.

—Malditos sean esos cabrones, haya los que hubiera. —Dunnett se abrochó la camisa y se puso la casaca verde—. No volverán a hacerme prisionero.

—¿Lo pasó muy mal?

—No, hasta fue civilizado. Teníamos el armisticio de Verdún, pero si no tenías dinero era un dudoso privilegio. Creo que preferiría morirme antes que volver a ver esa maldita ciudad. —Dunnett se volvió a mirar hacia la vacía vertiente de la colina francesa en la que el único movimiento era el del viento que mecía el húmedo centeno en aquellas zonas donde todavía estaba en pie. Se quedó mirando fijamente hacia allí unos segundos y luego se volvió hacia Sharpe—. De una forma extraña, me alegra verle de nuevo. No quedan muchos supervivientes de aquel batallón en concreto. ¿Se enteró de que estaban en Nueva Orleans?

—Sí.

—Los masacraron —dijo Dunnett con amargura—. ¿Por qué nombrarán generales a unos idiotas?

Sharpe sonrió.

—Creo que el duque no le va a parecer ningún idiota.

—Es lo que todo el mundo me dice, y esperemos que sea verdad. Hoy quiero tener la oportunidad de matar a algunos franchutes. Tengo cuentas pendientes con los condenados franceses. —Dunnett se rió como para atenuar el odio que había delatado y luego tendió la mano—. Permítame desearle lo mejor en este día, Sharpe.

Sharpe bajó el brazo y tomó la mano de su antiguo enemigo.

—Lo mismo le deseo a usted, Dunnett. —Pensó que era extraño que los hombres hicieran las paces antes de irse a la guerra, y todavía pareció más extraño cuando Dunnett, con aparente orgullo, presentó a Sharpe a los demás oficiales. Aquellos fusileros se encontraban cruelmente expuestos a mucha distancia de la colina, pero, siempre que los alemanes siguieran ocupando los edificios de las granjas, los casacas verdes tendrían asegurado su fuego de apoyo.

—Mejor aquí que allí. —Un capitán señaló hacia el flanco izquierdo donde una entrante poco profunda perforaba y allanaba la colina británica, y donde un batallón de tropas belgas holandesas se encontraba a plena vista del enemigo. El resto de la infantería de Wellington se hallaba oculta tras la colina o cubierta tras las gruesas paredes de las granjas, pero el único batallón belga holandés se hallaba terriblemente expuesto. No había duda de que se tenía que apostar allí a algunas tropas para bloquear el peligroso entrante, pero después de Quatre Bras, parecía inútil esperar que los belgas permanecieran en su lugar y lucharan.

—Tal vez el duque quiera que esos cabrones salgan corriendo enseguida. No tiene sentido alimentar a la escoria si no van a combatir. —Cinco años de encarcelamiento no habían conseguido embotar la afilada lengua de Dunnett.

Sharpe se despidió y luego él y Harper volvieron cabalgando a la colina.

—¡Qué raro encontrarme de nuevo con Dunnett! —dijo Sharpe, y se volvió para mirar la vacía colina francesa mientras pensaba en los soldados de aquel distante ejército a los que conocía. A uno o dos de aquellos hombres los contaba entre sus amigos, y sin embargo aquel día tendría que luchar contra ellos.

Una vez en la cresta de la colina, Sharpe y Harper cambiaron de rumbo y se dirigieron hacia el oeste, en dirección al flanco derecho británico que el príncipe de Orange consideraba vulnerable. Algunos batallones ya se hallaban en formación tras la cima. Los Voluntarios del Príncipe de Gales formaban un cuadrado hueco en el que se alineaban de cara al interior, mirando hacia el capellán, que trataba de hacerse oír por encima del sonido del viento y el murmullo de las voces de otros batallones. Harper vio que D’Alembord tenía la cabeza inclinada y aparentaba estar rezando, aunque era más probable que estuviera absorto. Justo detrás de los Voluntarios del Príncipe de Gales, un batallón de infantería de la Legión Alemana del Rey cantaba un salmo. Las voces de los hanoverianos eran fuertes y llenas de emoción, por lo que Sharpe tuvo la repentina y culpable impresión de estar escuchando a escondidas un momento muy privado.

—Es domingo, eso es —dijo Harper con un dejo de sorpresa antes de hacer la señal de la cruz sobre la casaca de su uniforme.

En la cresta de la colina, un alegre y rubicundo oficial de artillería galopaba de una batería de cañones a otra.

—No pueden permitirse abrir fuego para contraatacar a las baterías enemigas. ¡Reservarán la pólvora para la infantería y la caballería! ¡No dispararán a los cañones enemigos, sino únicamente a su infantería y caballería! ¡Buenos días, Freddy! —Levantó la mano para saludar a un amigo que al parecer estaba al mando de una de las baterías—. Gracias a Dios que ha dejado de llover, ¿eh? Salude de mi parte a su encantadora esposa cuando escriba a casa. ¡No pueden permitirse abrir fuego para contraatacar a las baterías enemigas, reservarán la pólvora…! —Su voz se perdió a espaldas de Sharpe y Harper cuando éstos siguieron cabalgando hacia el oeste.

—Nunca había visto tantos cañones juntos —comentó Harper. Cada pocos metros había otra batería de cañones de nueve libras mientras que, tras la colina, los mortíferos obuses de cañón corto esperaban en reserva.

—Puede apostar su último medio penique a que Napoleón tiene más cañones que nosotros —dijo Sharpe en tono grave.

—De todas formas, sería una carnicería si los franchutes avanzaran derechos por el valle.

—Quizá no lo hagan. El muchachito holandés cree que tal vez den la vuelta y se acerquen por este extremo de nuestra línea. —Sharpe habló agriamente, aunque en realidad el temor del príncipe mostraba una preocupación genuina e inteligente, y entonces, temiendo que el emperador hubiera podido avanzar ya y que los franceses pudieran estar amenazando con lanzar un ataque sorpresa sobre el flanco derecho británico, espoleó a su yegua para seguir adelante.

Se detuvo en la colina por encima del castillo de Hougoumont. Desde allí se dominaba la zona del sudeste, pero no había señales de movimiento en aquella mañana gris. Un puñado de piquetes de caballería de la Legión Alemana del Rey permanecían tranquilamente en los prados, lo cual demostraba que los franceses no habían avanzado. El castillo en sí era un hervidero de ruido mientras los miembros de la Guardia de Coldstream, que constituían su guarnición, terminaban sus preparativos. Sharpe distinguió el ruido de los picos que abrían aun más troneras en las gruesas paredes de la casa y los graneros.

Un grupo de jinetes galopaba por la cresta de la colina. Los cascos de los caballos levantaban grandes pegotes de barro y agua del suelo empapado. El jinete que iba en cabeza era el príncipe de Orange que, al ver a Sharpe, alzó una mano para saludarlo y dio un brusco viraje para dirigirse hacia los dos fusileros. El príncipe iba elegantemente vestido con una chaqueta con pasamanería de oro y ribeteada con piel de color negro.

—¡Se ha levantado temprano, Sharpe!

—Sí, señor.

—¿Ningún movimiento por el flanco?

—No, señor.

De pronto el príncipe se dio cuenta de que Sharpe todavía llevaba su casaca verde de fusilero bajo la capa. Claramente estuvo tentado de decir algo, pero estaba igual de claro que temía un acto de descarada desobediencia que pondría de manifiesto su propia falta de autoridad principesca, así que, en lugar de decir nada, frunció el ceño y se quedó mirando hacia el vulnerable flanco abierto, donde los jinetes alemanes se hallaban quietos como estatuas en los prados anegados.

—El emperador vendrá por allí. Puede estar seguro de ello.

—Por supuesto, señor —dijo Sharpe.

—Un ataque por nuestra derecha nos cortaría el paso hacia el mar del Norte y alejaría a los franceses de los prusianos, Sharpe, eso es lo que haría, y ése es el motivo por el cual el emperador atacará aquí. ¡Hasta un niño podría deducirlo! Es una pérdida de tiempo colocar cañones en la colina. Tendrán que trasladarse todos hasta este flanco y cuando se den las órdenes para que lo hagan será un caos. ¡Pero al menos estaremos preparados para la jugada!

—¿Van a venir los prusianos, señor? —preguntó Sharpe.

El príncipe frunció el entrecejo como si aquella pregunta le exasperara.

—Van a venir. —Respondió a regañadientes—. Blücher dice que dos de sus cuerpos estarán aquí al mediodía y que un tercero irá pisándoles los talones. El mensaje llegó hace pocos minutos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Sharpe con fervor.

El príncipe, que ya estaba molesto por la negativa de Sharpe a ponerse el uniforme holandés, se irritó ante el evidente alivio del fusilero.

—No creo que debamos estar demasiado agradecidos, coronel Sharpe. Confío en que podemos vencer a esos demonios sin unos cuantos alemanes, ¿no es cierto, Rebecque?

—Claro que sí, su alteza —dijo Rebecque con mucha diplomacia, montado en su caballo justo al lado del príncipe.

—Podemos vencerlos siempre que mantengamos este flanco. —El príncipe dio la vuelta a su montura de cara al castillo—. ¡Así que usted monte guardia aquí, Sharpe! ¡El futuro de Europa puede depender de su vigilancia!

El príncipe gritó las últimas magníficas palabras al tiempo que espoleaba a su caballo y bajaba por el camino de la granja que conducía de la colina al castillo. Rebecque esperó unos segundos hasta que el séquito de su señor no podía oírle y añadió unas palabras de advertencia.

—Los caminos están muy enlodados, por lo que no creo que los prusianos lleguen hasta primera hora de la tarde.

—Pero al menos van a venir.

—¡Oh, sí! Claro que van a venir. Lo han prometido. No estaríamos combatiendo aquí si no lo hubieran hecho. —Rebecque sonrió dando a entender que reconocía haber contradicho pura y simplemente la seguridad del príncipe.

—Le deseo que tenga un buen día, Sharpe.

—Igualmente, señor.

Se dieron la mano y luego Rebecque salió al trote tras su señor que había desaparecido en el interior del enorme patio de Hougoumont.

Patrick Harper miró al cielo para estudiar el tiempo.

—Los alemanes llegarán a primera hora de la tarde, ¿no? ¿Por dónde vendrán?

—Por allí. —Sharpe señaló hacia el oeste, mucho más allá del olmo y por detrás del flanco izquierdo de la línea de Wellington—. Y le diré algo más, Patrick. Tenía usted razón. Va a ser una condenada masacre. —Sharpe se volvió para dirigir una mirada fulminante hacia la vacía colina enemiga—. Napoleón no va a hacer ninguna maniobra. Vendrá directo a por nosotros como un ariete.

A Harper le hizo gracia la repentina y desalentadora certeza de Sharpe.

—¿Con el futuro de Europa en juego?

Sharpe no sabía por qué de pronto estaba tan seguro, a menos que se tratara de una incapacidad para estar de acuerdo con cualquier cosa que creyera el príncipe de Orange. Trató de encontrar una justificación más aceptable para su certidumbre.

—Boney querrá terminar cuanto antes, así que ¿para qué maniobrar? Nunca le ha importado cuántos de sus hombres mueran, siempre que él venza. Y allí tiene suficientes soldados como para aplastarnos de mala manera; entonces, ¿por qué no iba a avanzar en línea recta y terminar con el maldito asunto?

—¡Pues gracias a Dios por los prusianos! —dijo Harper con gravedad.

—¡Gracias a Dios, ya lo creo!

Porque los prusianos lo habían prometido, e iban a venir.

* * * *

El mariscal Blücher, comandante del ejército prusiano, había prometido que marcharía para combatir junto a Wellington, pero el jefe de estado mayor de Blücher, Gneisenau, no confiaba en los ingleses. Gneisenau estaba convencido de que Wellington era un bellaco, un mentiroso y un embaucador que en cuanto oliera el humo de los cañones saldría corriendo hacia el canal y abandonaría a los prusianos a la venganza de Napoleón.

Blücher había desdeñado los temores de Gneisenau y ordenó a su jefe de estado mayor que organizara la marcha hacia Waterloo. Gneisenau no iba a desobedecer directamente una orden, pero era lo bastante listo para cerciorarse de que su método de obediencia fuera equivalente a la desobediencia.

Así pues, ordenó que el Cuarto Cuerpo del general Friedrich Wilhelm von Bülow encabezara el avance hacia Waterloo. De todos los cuerpos prusianos, el Cuarto era el que se encontraba más lejos de los británicos. Hacer marchar al Cuarto Cuerpo a la cabeza ocasionaría un largo retraso en el cumplimiento de la promesa de Blücher, pero Gneisenau, temiendo que von Bülow demostrara una prontitud de soldado al avanzar hacia el esperado sonido de los cañones, ordenó además que los treinta mil hombres del Cuarto Cuerpo avanzaran por un camino en concreto que cruzaba las estrechas calles de Wavre, y que además atravesaba un puente particularmente angosto e inconveniente. Al Cuarto Cuerpo se le ordenó también que avanzara a través de los acantonamientos del Tercer Cuerpo del teniente general Pirch, que tenía instrucciones de dejar sus cañones y los carros de suministros pesados aparcados en la carretera. Cuando los treinta mil hombres de von Bülow se hubieron abierto paso por entre aquellos obstáculos, a Pirch se le permitió iniciar su propia marcha tras los pasos de von Bülow. Al Segundo Cuerpo del teniente general Zieten, que se encontraba tan sólo a unos diecinueve kilómetros de Waterloo y era el cuerpo prusiano más próximo a los británicos, se le ordenó firmemente que permaneciera en sus acantonamientos hasta que el Cuarto y el Tercero hubieran pasado, y entonces el Segundo tenía que tomar una tortuosa ruta hacia el norte que retrasaría aún más su llegada al campo de batalla.

Hacía falta realizar un magistral trabajo de estado mayor para provocar un caos semejante, pero Gneisenau era un maestro, y todavía se impuso un retraso adicional —demostrando con ello que a menudo la fortuna favorecía a los competentes— cuando una casa en llamas bloqueó una calle en Wavre, de manera que los hombres de von Bülow quedaron retenidos casi antes de haber emprendido la marcha. Los soldados se limitaron a dejar sus mosquetes en el suelo y esperar.

En algún lugar hacia el sur, uno de los cuerpos franceses andaba dando tumbos en busca del ejército prusiano, pero a Gneisenau no le preocupaba aquella amenaza. Lo único que importaba era que el precioso ejército prusiano no se viera arrastrado a la enorme derrota que el emperador estaba a punto de infligir a los británicos, y Gneisenau, que estaba seguro de que con su habilidad había evitado semejante desastre, pidió el desayuno.

* * * *

Un jinete solo cabalgó hacia el olmo solitario. El jinete llevaba un abrigo de civil de color azul sobre unos pantalones de gamuza de color blanco y unas altas botas negras. Llevaba un fular blanco alrededor del cuello mientras que en su sombrero de tres picos había cuatro escarapelas: una por Inglaterra, otra por España, otra por Portugal y la otra por los Países Bajos. En la perilla de su silla de montar había enrollada una capa azul. Los miembros de su estado mayor se acercaron por detrás mientras su excelencia el duque de Wellington miraba por un catalejo hacia la taberna llamada La Belle Alliance. Los comisionados militares de Austria, España, Rusia y Prusia acompañaban al duque y, al igual que él, enfocaron sus telescopios a la distante colina. Algunos civiles también se habían acercado a caballo desde Bruselas para observar el combate y ellos también se apiñaban detrás del duque.

El duque cerró su catalejo de golpe y miró su reloj. Las nueve en punto.

—El bagaje a la retaguardia —dijo sin dirigirse a nadie en especial, pero dos de sus ayudas de campo dieron la vuelta a sus caballos y se alejaron para transmitir la orden por la línea.

Los batallones se sacaron las mochilas de los hombros y éstas fueron amontonadas en los carros que habían traído la munición de reserva. A los soldados se les ordenó que se quedaran sólo con sus armas, sus cartuchos y sus cantimploras.

Los carros se abrieron camino a duras penas por aquel barro que llegaba hasta los tobillos para llevar el bagaje hacia la linde del bosque, donde se unió a los coches de los comisionados militares, a los carromatos de artillería, a las forjas portátiles y a las carretas de los herreros, y donde los figurantes de la batalla (herradores, carreteros, intendentes, administrativos, conductores, fabricantes de arneses y esposas de soldados) aguardarían a que se decidiera el día.

En la falda norte de la colina, la infantería del duque esperaba en columnas de compañías. Los batallones situados en cabeza habían avanzado lo suficiente para que los soldados de las compañías más adelantadas pudieran ver, por encima de la cresta, el lugar donde una débil y acuosa luz del sol iluminaba de forma tenue el terreno enemigo. Aquella colina del sur estaba vacía, no se veía a nadie aparte de unos pocos jinetes.

Entonces, de una manera repentina y gloriosa, empezó a aparecer un ejército.

Los veteranos del ejército del duque habían visto a un enemigo prepararse para la batalla, pero nunca de aquella manera. Antes, en España, el enemigo acudía como una amenaza, como una mancha de uniformes oscuros que avanzaban por un terreno iluminado por el sol, pero allí, el emperador hizo desfilar a su ejército como si aquel día fuera festivo y los casacas rojas británicos fueran espectadores de aquella espléndida demostración. Los franceses no avanzaban hacia la batalla, en lugar de eso se desplegaron en una arrogante panoplia de poder abrumador.

Aparecieron la infantería, la caballería y los artilleros. Avanzaron a pie o a caballo como si estuvieran en el Campo de Marte de París. No llevaban sus uniformes de combate, sino que iban vestidos como si estuvieran en el patio delantero de un palacio. Sus casacas refulgían con el oro y la plata de los galones. Había penachos de color escarlata, plateado, amarillo, rojo, verde y blanco. Había cascos de bronce y de acero, cascos adornados con piel de leopardo o ribeteados con piel de marta. Había coraceros, lanceros, dragones, carabineros y húsares. Los artilleros, que llevaban unas pellizas azul oscuro con los bordes de piel plateada, ordenaron que sus armas dieran la vuelta para situarse frente al enemigo. Los trompetas desafiaron el valle con sus instrumentos siguiendo los pasos de unos estandartes bordados en oro. Las banderas polacas rojas y blancas de cola ahorquillada de los lanceros formaban un matorral de color, mientras que los banderines, estandartes, banderas, guiones y águilas doradas salpicaban el cielo deslavazado.

Seguían viniendo regimiento tras regimiento, escuadrón tras escuadrón, batería tras batería; el poder de un resucitado imperio desplegado en una masiva demostración de violencia incipiente. De los cascos griegos colgaban penachos de crin, los oficiales llevaban los fajines saturadas de hilo de oro y la elite de la elite de la infantería vestía gorros altos de piel de oso de color negro. Aquéllos eran los soldados de la Guardia Imperial, los queridos anciens de Napoleón, todos ellos con una coleta empolvada, aretes dorados en las orejas y el bigote de un veterano. Frente a la Guardia del emperador, las jeunes filles de éste, sus piezas de artillería, estaban colocadas rueda con rueda.

Sharpe, que observaba desde la colina por encima de Hougoumont, se quedó mirando fijamente con absoluta incredulidad. A1 cabo de media hora el enemigo seguía alineándose sobre la colina, los nuevos batallones tapaban a los que habían llegado primero y, a su vez, quedaban ocultos por más tropas que afluían desde la carretera y que luego giraban a derecha o izquierda. Las bandas tocaban mientras los oficiales con gualdrapas doradas y ribeteadas con cordón galopaban valientemente delante de todo aquel despliegue. Era algo que hacía más de cien años que no se veía en un campo de batalla: una demostración formal de una gloriosa amenaza, deslumbrante y abrumadora, y que llenaba el paisaje meridional de cañones, sables, lanzas, espadas y mosquetes.

Los artilleros británicos miraron detenidamente sus objetivos y se dieron cuenta de que no había suficiente munición en toda Europa para matar a semejante horda. La infantería observaba a los miles de soldados de caballería enemigos que intentarían y conseguirían que se vinieran abajo igual que habían hecho con una brigada en Quatre Bras. Con sólo un vistazo a toda aquella amplia formación, las tropas belgas holandesas supieron que no había ejército en el mundo capaz de reducir a sangre semejante esplendor.

—¡Dios salve a Irlanda! —Incluso Harper, que había visto casi todo lo que la guerra podía ofrecer, quedó abrumado ante aquella visión.

—Dios acelere a los malditos prusianos —dijo Sharpe. El sonido de las bandas francesas llegaba claramente a través del valle, una cacofonía de melodías entre las cuales, a intervalos, se distinguía el estentóreo desafío de la Marsellesa—. Están intentando que los belgas se vayan corriendo —supuso Sharpe. Se dio la vuelta en su silla para mirar al regimiento belga más próximo y vio el miedo reflejado en sus jóvenes rostros. Aquélla no era su lucha. Ellos se consideraban franceses y deseaban que el emperador volviera a ser su señor, pero el destino los había llevado a ese mar de barro para que un maestro de la guerra los deslumbrara.

De un extremo a otro de la otra colina, a lo largo de unos tres kilómetros de tierras de labranza, formó el ejército francés. Los cañones del emperador parecían estar colocados rueda con rueda; Sharpe trató de numerar la artillería enemiga y perdió la cuenta cuando ya llevaba más de doscientos tubos. Ni siquiera intentó contar los soldados enemigos, puesto que ocupaban toda la colina y quedaban ocultos unos por otros, y aun así seguían avanzando desde la carretera para apiñarse en los lejanos campos. El poderío de Francia había acudido a un húmedo valle para allí destruir totalmente a su más antiguo adversario.

El sonido de los tambores y las bandas del enemigo se apagó cuando una ovación se alzó desde el centro de la línea. Había aparecido un hombre bajito montado en un caballo gris. Iba vestido con el uniforme, aunque no el de gala, de coronel de los chasseurs à cheval de la Guardia Imperial: una casaca verde con dobleces rojos sobre un chaleco y unos pantalones blancos. El hombre llevaba un abrigo de color gris sobre los hombros, suelto como si fuera una capa. Su sombrero bicornio no tenía escarapelas. Su majestad imperial, el emperador de Francia, cabalgaba por delante de su ejército y era saludado por las ovaciones de unos soldados que sabían que estaban al borde de la victoria.

Hacía rato que el duque de Wellington había dado la espalda con desdén a aquel despliegue.

—Diga a los soldados que se tumben en el suelo.

Los británicos y los holandeses obedecieron. Tendidos boca abajo sobre la alta hierba de la meseta de la colina, los hombres no podían ver a aquel sobrecogedor adversario y tampoco eran visibles a los artilleros enemigos.

El duque cabalgó por la derecha de su línea. No galopó como su oponente, sino que trotó con calma. Nadie ovacionó al duque. Sus artilleros, emplazados en la cresta de la colina, observaban al emperador. Un capitán de artillería, con su arma cargada, miró por su rudimentaria mira entrecerrando los ojos y luego le dijo en voz alta al duque que en un momento el emperador entraría de lleno en la línea de fuego del cañón.

—¿Permiso para disparar, su excelencia?

—No les corresponde a los comandantes del ejército dispararse el uno al otro. Reserva tu munición. —El duque siguió adelante sin dignarse a mirar siquiera a su oponente.

El duque y su séquito pasaron cerca de Sharpe y luego torcieron y se dirigieron hacia las tropas que guardaban en flanco abierto más allá de Hougoumont. El batallón más próximo era belga holandés y las tropas, al ver al puñado de jinetes que descendían de la colina, abrieron fuego. Las balas de mosquete pasaron vibrantes junto al duque, pero no hirieron a ningún miembro de su grupo. El duque dio un brusco viraje y se apartó, al tiempo que los oficiales holandeses gritaban a sus hombres que dejaran de disparar. El duque, con una adusta expresión en su rostro, volvió cabalgando hacia el olmo que iba a ser su puesto de mando.

Un chubasco oscureció por poco tiempo el valle mientras los franceses cambiaban la disposición de sus tropas para la batalla. Al parecer el enorme despliegue ya había terminado, puesto que en aquellos momentos la mayor parte de las tropas enemigas se retiraban de la cresta de la colina. Se podía ver a los artilleros franceses cargando sus cañones con pólvora y proyectiles.

—¿Qué hora es? —preguntó Sharpe a un oficial de artillería que había cerca y que estaba al mando de una batería de obuses.

—Cerca de las once y media.

¿Y si los prusianos llegaban a la una del mediodía? Sharpe intentó conjeturar cuánto tiempo podrían los británicos mantener su defensa contra el ataque de la enorme fuerza que acababa de ver desfilar. ¿Una hora y media? Parecía poco probable.

Los franceses, que quizás estaban seguros de disponer de mucho tiempo para poder hacer su trabajo, no tenían ninguna prisa por empezar. Más cañones se llevaron a pulso hacia su línea de batalla, aunque ninguno de ellos abrió fuego. Sharpe miró hacia el este para ver si habían aparecido ya algunos exploradores de la caballería prusiana por el extremo del valle, pero allí no había ningún movimiento. Lamentó no tener un reloj para así ver pasar los minutos que debían acercar cada vez más a los prusianos.

—¿Qué hora es? —volvió a preguntarle en tono de disculpa al oficial de artillería.

Amablemente el artillero abrió con un «clic» la tapa de su reloj.

—Las doce menos cuarto.

Por detrás de los obuses, los casacas rojas británicos más cercanos estaban sentados o tendidos sobre la mojada turba. Algunos de ellos fumaban de sus pipas de cerámica. Tenían las cantimploras llenas de ron o ginebra y las bolsas llenas de cartuchos secos. El viento estaba amainando. Las nubes todavía se extendían por el cielo, pero debían de estar disipándose, porque Sharpe vio que unos haces de luz del sol que parecían hechos de gasa teñían de oro algunas zonas en los distantes prados. El día se hacía más cálido, aunque la ropa de Sharpe todavía estaba húmeda y era incómoda. Transcurrían los minutos. El oficial de artillería jugueteaba con su reloj, abriendo y cerrando la tapa de plata obsesivamente. Nadie decía nada. Era como si todo el ejército aguantara la respiración. Patrick Harper observaba a un par de alondras que revoloteaban por el velo de nubes más bajas.

De pronto, un cañón francés disparó.

El tubo del arma estaba frío, por lo que el proyectil no recorrió toda la distancia hasta la colina británica. En lugar de eso, la bala cayó en el valle, desparramando el centeno, y luego rebotó con una ráfaga de tierra mojada para ir a enterrarse por debajo del olmo. El humo del cañón se dispersó en volutas de color gris a lo largo de la colina francesa.

Un segundo cañón disparó. De forma similar, el proyectil atravesó dando saltos los campos vacíos y no causó daño. El duque abrió la tapa de su reloj para mirar la hora.

Hubo una pausa igual a la que había separado los dos primeros disparos, entonces un tercer cañón francés hizo fuego. Con un sonido ululante, la bala se dirigió hacia las expuestas tropas belgas holandesas que se hallaban más allá del arenal, pero cayó antes de llegar a ellas y abrió un surco en un trozo de terreno blando que detuvo el proyectil de golpe.

Los tres disparos eran la señal del emperador.

Para desatar el infierno.