CAPÍTULO 11

—No hace un día para jugar a criquet, ¿eh, Sharpe? —El teniente coronel Ford gritó aquel jocoso saludo, aunque su expresión no era nada cordial. El coronel, con el comandante Vine a su lado, se agachó bajo el escaso cobijo de un seto que crecía desordenadamente y que habían reforzado con tres paraguas rotos.

Sharpe se imaginó que el saludo expresaba el perdón por su usurpación del mando el día anterior. Sharpe había ordenado con brusquedad al batallón que echara a correr mientras Ford todavía estaba pensando qué hacer, pero al parecer el coronel no tenía intención de darle demasiada importancia al asunto. Vine, acurrucado junto a las raíces del seto, miró al fusilero con el ceño fruncido y unos oscuros ojos poco amistosos.

—Le iba a llevar un poco de comida a mi antigua compañía. ¿No le importa, Ford? —Sharpe todavía tenía la carne de ternera fría y el pan que Rebecque le había dado aquella mañana. No le hacía falta el permiso de Ford para hacer una visita al campamento de los Voluntarios del Príncipe de Gales, pero le pareció más educado preguntarlo, sobre todo en un día durante el cual Rebecque lo había sermoneado sobre la necesidad de tener tacto. Sharpe había mandado al teniente Doggett al pueblo de Waterloo donde se alojaban los generales, pero todavía no tenía ganas de unirse al príncipe. Prefería la compañía de su antiguo batallón.

Sharpe y Harper encontraron a los soldados de su antigua compañía ligera sentados en cuclillas alrededor de unas lamentables hogueras hechas con paja mojada y ramitas verdes que habían cogido del seto. El comandante D’Alembord estaba recogiendo las cartas de los soldados que sabían escribir y querían dejar un mensaje para sus familias por si les ocurría cualquier cosa al día siguiente.

Había empezado a llover de nuevo. Los soldados tenían frío y estaban abatidos, aunque los veteranos de la guerra de España fingían que aquello era un paraíso comparado con las terribles experiencias por las que habían pasado en sus anteriores campañas. Los novatos, que no querían parecer menos duros que los veteranos, guardaban silencio.

Los veteranos de la compañía les hicieron sitio a Sharpe y a Harper cerca del fuego; Sharpe se dio cuenta de que aquellos experimentados soldados estaban reunidos en torno a una hoguera y los recién llegados se hallaban alrededor de otras fogatas más endebles. Era como si los viejos soldados se unieran como una élite frente a la que los recién llegados tenían que medir armas, aunque incluso en los veteranos se traslucía un nerviosismo aquella noche lluviosa. Sharpe les confirmó que los prusianos habían sido derrotados, pero les juró que el ejército del mariscal Blücher se batía en retirada por caminos paralelos a aquellos que recorrían los británicos y que el mariscal había prometido salir en ayuda de Wellington con la primera luz del día.

—¿Dónde se encuentran exactamente los prusianos, señor? —quiso saber el alférez Huckfield.

—Allí. —Sharpe señaló hacia el flanco izquierdo. Los Voluntarios del Príncipe de Gales estaban situados en el lado derecho de las posiciones británicas, casi a medio camino entre el olmo y el camino que bajaba hacia Hougoumont.

—¿A qué distancia están, señor? —insistió Huckfield, un hombre inteligente y serio.

Sharpe se encogió de hombros.

—No muy lejos. —En realidad él no sabía dónde habían acampado los prusianos, ni siquiera estaba seguro de que el mariscal Blücher se pusiera en marcha por la mañana para ayudar a aquel empapado ejército, pero era consciente de que debía darles a esos hombres algún atisbo de esperanza. Los recién llegados al batallón se acercaban poco a poco a la hoguera de los veteranos para escuchar al fusilero—. Lo que importa —dijo en voz alta— es que los prusianos estarán aquí combatiendo por la mañana.

—Si esta lluvia no cesa lo que nos hará falta será la maldita armada y no los condenados prusianos. —El soldado Clayton levantó la vista hacia las oscuras nubes. La lluvia, constante y fuerte, repiqueteaba sobre la parte superior de los chacós de los soldados que tiritaban y bajaba por los viejos surcos para encharcarse al pie del prado donde un escuadrón de descontentos caballos de oficiales se hallaba atado a una estaca.

—Esta lluvia les arruinará la cosecha. —Charlie Weller, a quien le permitían acampar con los veteranos porque les caía bien, arrancó una empapada espiga de centeno y sacudió la cabeza tristemente—. Se pondrá negro y se pudrirá en una semana.

—Pero el año que viene estará bien abonado. El grano siempre crece mejor sobre la carne muerta. —Hagman, el soldado de más edad de la compañía, sonrió—. Lo vimos en España, ¿no es cierto, señor Sharpe? Vimos que la avena crecía más alta que un caballo allí donde había tenido lugar una batalla. Las raíces absorbían toda esa sangre y entrañas, eso es.

—Aunque no siempre los entierran, ¿verdad? ¿Se acuerdan de aquel lugar en España? ¿Allí donde había todos esos cráneos? —Clayton frunció el ceño mientras intentaba recordar el campo de batalla sobre el que había marchado el batallón unas cuantas semanas después de un combate.

—Sally-Manker —dijo Harper amablemente.

—¡Eso es! ¡Había calaveras cubiertas de moscas azules en medio de la mierda de las vacas! —Clayton hablaba en voz alta para impresionar a los nuevos reclutas que escuchaban la conversación con avidez y no bajó la voz cuando un batallón de la infantería belga holandesa con casacas azules pasó cerca en dirección a su campamento—. Espero que esos cabrones gallinas no estén cerca de nosotros mañana —dijo Clayton con malevolencia.

Se oyeron unos gruñidos de asentimiento. Tal vez los oficiales y soldados estuvieran divididos entre los que tenían experiencia y los que no, pero estaban unidos por su odio hacia cualquier intruso, aunque aquellos intrusos hubieran demostrado tener los mismos recursos y ser tan fuertes y resignados como los casacas rojas. Para aquellos hombres el batallón era su vida, su familia y, probablemente, también fuera su muerte. Dirigidos de forma adecuada, lucharían por su batallón con una ferocidad salvaje y aterradora; sin embargo, mal dirigidos, como muy bien sabía Sharpe, podían venirse abajo como un mosquete oxidado. Al pensar en ello Sharpe miró al coronel Ford.

Clayton seguía mirando fijamente y con aversión a los belgas holandeses.

—Apuesto a que esos cabrones no van a pasar hambre esta noche. No saben luchar, pero se les ve bastante rellenitos. ¡Allí no falta la condenada comida!

De pronto Daniel Hagman soltó una sonora carcajada.

—¿Se acuerdan del jamón curado que les vendimos a los portugueses? ¡Fue usted, señor Sharpe!

—No, no fui yo —replicó Sharpe.

Los veteranos lo abuchearon cariñosamente con complicidad.

—¡Fue usted! —Clayton, un granuja listo y descarado, señaló a Sharpe con un dedo acusador y contó la historia por el bien de los recién llegados—. Estaban esos muchachos portugueses, ¿vale? Era después de un combate u otro y los cabrones estaban hambrientos como el demonio, así que el señor Sharpe les cortó las nalgas a algunos franceses muertos, las ahumó sobre una hoguera y luego se las vendió a los portugueses diciéndoles que era carne de cerdo.

Los novatos dirigieron una sonrisa nerviosa al oficial de adusto semblante que parecía extrañamente avergonzado por el relato.

—Los portugueses nunca se quejaron —dijo Harper para justificar aquella atrocidad.

—¿De verdad hizo eso? —le preguntó D’Alembord a Sharpe en voz muy baja.

—¡Dios, no! Fue algún otro fusilero. Los portugueses se habían comido al perro que tenían como mascota, así que decidieron vengarse. —Sharpe estaba sorprendido de que ahora le atribuyeran a él aquella historia, pero se había dado cuenta de que a los soldados les gustaba adjudicarle atroces historias a sus hazañas y era inútil negar las proezas más exóticas.

—No nos irían mal unos cuantos de esos portugueses mañana. —Daniel Hagman encendió su pipa con el ascua de una ramita que sacó del fuego—. Eran unos verdaderos combatientes, eso eran. —La admiración era genuina y mereció que los veteranos mascullaran su asentimiento.

—Pero mañana todo irá bien, ¿no es cierto señor Sharpe? —preguntó Charlie Weller sin disimular su preocupación.

—Todo irá bien, muchachos. Pero recuerden: maten primero a los oficiales, apunten al vientre de la infantería y a los caballos de la caballería. —Aquella respuesta fue en beneficio de los soldados más alejados de entre aquellos que Sharpe tenía como audiencia: los hombres que nunca anteriormente habían combatido y que necesitaban normas sencillas para mantenerse seguros en medio del caos de la batalla.

Weller metió un dedo en la lata de agua y encontró que todavía estaba bastante templada. Cogió un torzal de astillas secas que había guardado bien metido entre sus ropas y lo echó a la lumbre. Sharpe esperaba que el muchacho sobreviviera, porque Weller era distinto de los demás soldados. Era un chico del campo que se había alistado en el ejército por un sentido de patriotismo y aventura. Esos motivos lo habían ayudado a convertirse en un buen soldado, aunque no mejor que la mayoría de los hombres que habían aceptado el chelín del rey por razones mucho menos honorables. Clayton era un ladrón y probablemente lo habrían ahorcado si no se hubiese puesto la casaca roja, pero su taimada astucia hacía de él un buen fusilero. De entre el resto de los hombres que había en torno a la hoguera, la mayor parte eran borrachos y delincuentes. Eran los desechos de Gran Bretaña, los que estaban de más, la escoria de la sociedad, pero en combate eran tozudos como mulas. Sharpe opinaba que eran luchadores de los bajos fondos y no hubiera querido que fueran de otra manera. No tenían un aspecto impresionante; eran pequeños, desdentados, estaban llenos de cicatrices e iban sucios, pero al día siguiente iban a demostrarle a un emperador cómo era capaz de luchar un casaca roja, aunque aquella noche su principal preocupación era cuándo les llegaría la ración de ron.

—El intendente la ha prometido para medianoche —dijo D’Alembord a la compañía.

—Malditos carreteros —dijo Clayton—. Seguro que esos cabrones están bien arropados en la cama.

Sharpe y Harper se quedaron otra media hora más y dejaron a la compañía discutiendo sobre las posibilidades de encontrar el burdel francés entre el bagaje enemigo. Todos los soldados británicos estaban convencidos de que los franceses viajaban con aquel burdel, una institución mágica que ellos nunca habían podido capturar, pero que en su mitología ocupaba el mismo lugar que un trofeo de guerra de oro.

—Parecen estar bastante bien —le dijo Sharpe a D’Alembord. Los dos oficiales fueron andando hacia la cima de la colina mientras Harper iba a buscar los caballos.

—Están bastante bien —confirmó D’Alembord. Todavía iba vestido con su ropa de baile que entonces estaba sucia y andrajosa. Su uniforme apropiado se había extraviado con el bagaje desaparecido. Uno de sus zapatos de baile había perdido la hebilla de alguna manera y sólo se sujetaba en su lugar mediante un trozo de cuerda atado alrededor del empeine—. Son buenos chicos —dijo afectuosamente.

—¿Y usted, Dally?

Peter D’Alembord sonrió compungido.

—No puedo sacarme de encima un terror de muy mal augurio. Es una estupidez, ya lo sé, pero ahí está.

—Yo me sentí de la misma manera antes de Toulouse —confesó Sharpe—. Fue horrible. Pero sobreviví.

D’Alembord, que no hubiera admitido sus temores ante nadie más que un buen amigo, siguió andando unos cuantos pasos en silencio.

—No puedo dejar de pensar en el trigo que hay por las carreteras. ¿Se ha fijado que allí por donde pasan nuestros carros de suministros el grano se cae y germina? Crece durante una estación y luego se muere. A mí me parece que es una buena imagen de lo que es ser soldado. Pasamos, dejamos un rastro luego morimos.

Sharpe miró horrorizado a su amigo.

—¡Dios mío, está usted fatal!

—Mi ascendencia hugonota, me temo. Me abruma un sentimiento de culpabilidad calvinista por estar malgastando mi vida. Me digo a mí mismo que estoy aquí para ayudar a castigar a los franceses, pero en realidad fue la oportunidad de ser comandante lo que me hizo permanecer de uniforme. Necesito el dinero, ¿sabe?, pero ahora eso me parece un motivo despreciable. Me he comportado muy mal, ¿no se da cuenta? Y como consecuencia de ello, tengo la convicción de que sólo me voy a convertir en estiércol para un campo de centeno belga.

Sharpe sacudió la cabeza.

—Yo también estoy aquí únicamente por dinero, bobo. —Habían llegado a la cresta de la colina y desde allí pudieron verlas ondulantes estelas de las hogueras de los franceses que se alzaban más allá de la cima del sur—. Va a sobrevivir, Dally.

—Eso es lo que no paro de decirme, y luego me convenzo de lo contrario. —D’Alembord hizo una pausa antes de revelar la verdadera profundidad de su terror—. Por dos peniques me iría esta noche y me escondería. He estado pensando en ello todo el día.

—Nos ocurre a todos. —Sharpe recordó su propio pavor antes de la batalla de Toulouse—. El miedo desaparece cuando empieza el combate, Dally. Eso ya lo sabe.

—Tampoco soy el único. —D’Alembord no hizo caso de los ánimos de Sharpe—. Al alférez Huckfield de repente le ha dado por leer su Biblia. Si no me cayera tan bien lo acusaría de ser un maldito metodista. Me dice que está destinado a morir en esta campaña, aunque añade que no le importa porque su alma está en paz con Dios. El comandante Vine dice lo mismo. —D’Alembord lanzó una venenosa mirada hacia el seto donde Ford y su primer comandante estaban agachados para protegerse de la lluvia—. Me preguntaron si creía que mañana debíamos realizar un servicio religioso o no. Les dije que era una idea condenadamente ridícula, pero no me cabe duda de que encontrarán a algún capellán idiota que nos farfulle unas cuantas sandeces. ¿Se ha dado cuenta de lo beatos que nos estamos volviendo? No éramos beatos en España, pero de repente hay una epidemia de rectitud moral que ha contagiado a los oficiales superiores. Yo rezaré mis oraciones por la mañana, pero no necesito hacer ninguna demostración. —Empezó a quitarse el barro de sus frágiles zapatos restregándolos contra una mata de hierba y luego dejó por imposible la operación de limpieza—. Le pido disculpas, Sharpe. No debería cargarle con todo esto.

—No es una carga.

—No me preocupó hasta ayer. —D’Alembord siguió hablando, como si Sharpe no hubiera dicho nada—. Pero esos jinetes me pusieron completamente nervioso. Temblaba como un niño cuando nos atacaron. Y luego está el coronel, claro. No tengo ninguna confianza en Ford. Y también está Anne. Tengo la sensación de que no me la merezco y de que cualquier hombre tan afortunado como yo seguro que es castigado por ello.

—El amor nos hace vulnerables —reconoció Sharpe.

—¡Y tanto si nos hace! —exclamó D’Alembord calurosamente—. Pero la virtud debería darnos confianza.

—¿La virtud? —Sharpe se preguntó qué alegaciones morales estaba haciendo su amigo por él.

—La virtud de nuestra causa —explicó D’Alembord como si fuera la cosa más natural del mundo—. Los franceses deben ser derrotados.

Sharpe sonrió.

—Sin duda ellos estarán diciendo lo mismo de nosotros.

D’Alembord se quedó en silencio unos segundos y luego habló con un repentino tono apresurado y vehemente.

—No incluyo a Lucille, por supuesto, y no debe pensar que lo hago, pero son una nación asquerosamente malvada, Sharpe. No puedo olvidar lo que le hicieron a mi familia o a nuestros correligionarios. ¡Y piense en su revolución! Toda esa pobre gente inocente muerta. Y Bonaparte no es mejor que los demás. No hace otra cosa que atacar y atacar, luego les roba a los países que conquista y no para de hablar de la virtud y la ley y las glorias de la civilización francesa. Su virtud no es más que hipocresía, su ley se aplica sólo en beneficio de ellos mismos y su civilización no es más que sangre en los adoquines.

Sharpe nunca se había imaginado que bajo la elegante languidez de su amigo hubiera tal animadversión.

—Entonces no se trata solamente de la comandancia, ¿verdad, Peter?

D’Alembord pareció avergonzado por haber revelado tales sentimientos.

—Lo siento. De verdad que lo siento. Debe de pensar que soy un grosero. A mí Lucille me cae muy bien, ya lo sabe. Estaba exagerando, por supuesto. No son los franceses los que son malvados en esencia, sino su gobierno. —De pronto, dejó de hablar, sin duda reprimiendo aun más ponzoña antifrancesa.

Sharpe sonrió.

—Allí donde Lucille y yo vivimos le dirían que Francia está bendecida por Dios pero maldita por París. Consideran que París es un lugar maligno habitado por las personas más detestables y avariciosas.

—Suena como si hablaran de Londres. —D’Alembord esbozó una lánguida sonrisa—. ¿No irá a contarle a Lucille mis ideas? No me gustaría ofenderla.

—Por supuesto que no se lo contaré.

—Y tal vez quisiera hacerme otro favor.

—Con mucho gusto.

D’Alembord sacó una arrugada y húmeda carta de su bolsillo.

—Si mañana me convierto en abono para el centeno ¿le entregará esto a Anne? ¿Y le dirá que no sufrí? Nada de historias de cuchillos de cirujanos, Sharpe, ni descripciones de horribles heridas, una bala limpia en la frente ya servirá para explicar mi final, por muy desagradable que probablemente sea la verdad.

—No hará falta que se la entregue, pero la guardaré por usted. —Sharpe se metió la carta en un bolsillo y luego se giró al oír unos disparos aislados de mosquetes desde el lado derecho de las líneas, cerca del castillo de Hougoumont.

Unos soldados de infantería franceses se dispersaron y se alejaron corriendo del huerto, donde los fogonazos de los mosquetes británicos refulgían en el atardecer. Sharpe vio a algunos casacas rojas que avanzaban entre los árboles al sur de la granja. Los franceses debían de haber enviado a un batallón para que averiguara si el conjunto de edificios de la granja estaba guarnecido o si por el contrario el enemigo sólo andaba en busca de leña, pero fuera cual fuere su misión, la infantería de casacas azules se había topado con un feroz tiroteo. Más casacas rojas corrían desde la granja para llevar sus bayonetas hacia el bosque.

—Lo que me irrita —D’Alembord no hacía caso de la repentina escaramuza— es no saber cómo terminará todo. Si muero mañana nunca lo sabré, ¿no?

Sharpe sacudió la cabeza para quitar importancia a los temores de su amigo.

—A finales de verano, amigo mío, usted y yo estaremos sentados en un conquistado París bebiendo vino. ¡Es probable que ni nos acordemos de la batalla de un día en Bélgica! Y usted volverá a su casa y se casará con Anne y serán felices para siempre.

—D’Alembord se rió de aquella profecía.

—¿Y usted qué, Sharpe? ¿Volverá a Normandía?

—Sí.

—¿Ya la gente del lugar no le importaría que luchara contra Francia?

—No lo sé. —Aquella preocupación siempre le rondaba por la cabeza a Sharpe, e incluso a Lucille—. Pero me gustaría volver —continuó diciendo Sharpe—. Allí soy feliz. Tengo intención de hacer un poco de calvados este año. En el castillo solían fabricar mucho, pero hace veinte años o más que no hacen. El médico local quiere ayudarnos. Es un buen tipo. —De repente Sharpe pensó en su encuentro con lord John y en el pagaré que, si se satisfacía, haría posibles muchas cosas en el castillo de Lucille—. Hoy me he encontrado con el maldito Rossendale. Acepté el pagaré directamente de él. Espero que no le importe.

—Claro que no —dijo D’Alembord.

—Por extraño que parezca —comentó Sharpe—, me cae bastante bien. No sé por qué. Creo que me da lástima.

—«Ama a tus enemigos —citó D’Alembord burlonamente—, bendice a aquellos que te maldicen, haz el bien a aquellos que te odian», ¿no? Ya le dije que nos estábamos volviendo más beatos, incluso usted.

—Aun así, mañana machacaremos a esos malditos franceses. —Sharpe sonrió y tendió la mano—. No le pasará nada, Peter. Mañana por la noche nos reiremos de estos miedos.

Sellaron la promesa con un apretón de manos.

El fuego de mosquetes en Hougoumont se fue apagando cuando los franceses cedieron la posesión del bosque a los britanos. Se oyó el retumbar de los truenos al oeste y un rayo refulgió de forma breve e intensa en el horizonte. La lluvia empezó a caer con fuerza de nuevo.

Los ejércitos se habían reunido y esperaban a que llegara la mañana.

* * * *

Los dinteles de todas las casas de la calle de Waterloo tenían una inscripción hecha con tiza que había puesto el departamento de intendencia general para identificar al general y a los oficiales de estado mayor que se alojaban en su interior.

En la posada que había frente a la iglesia se leían las palabras «Su excelencia el duque de Wellington» escritas con tiza, mientras que tres puertas más allá, en una casa de dos pisos, había inscrito: «Conde de Uxbridge». En otra de las casas, de sólida construcción, decía: «Su alteza real el príncipe William de Orange». Aquella noche, unas casitas con techo de paja y estercoleros justo debajo de sus ventanas iban a ser el hogar de marqueses o condes; sin embargo, aquellos hombres se consideraban afortunados por estar a cubierto y no tener que soportar la fría y entumecedora tortura de la lluvia que azotaba la colina.

En la casa del conde de Uxbridge, los oficiales de estado mayor se apiñaban en torno a una mesa para compartir la carne de vaca hervida y las alubias que el vizconde tenía de cena. Era una cena temprana puesto que se había notificado a todo el estado mayor que tenían que levantarse mucho antes del amanecer. En el centro de la mesa, apoyada contra un candelabro, estaba la espada rota de lord John Rossendale. Uno de los oficiales había descubierto la hoja partida después de que lord John hubiera intentado deshacerse de ella y había exigido saber cómo se había roto el arma. La verdad era demasiado dolorosa, por lo tanto lord John había inventado una versión mucho más halagüeña.

—Ocurrió después de la explosión del misil —explicó a los miembros del estado mayor allí reunidos para la cena—. El maldito caballo se me desbocó.

—Debería aprender a montar, John.

Lord John esperó a que se apaciguaran las risas.

—El condenado bicho me llevó a un bosque que había a un lado del camino, y que me aspen si no había allí tres lanceros al acecho.

—¿De los rojos o de los verdes? —El conde de Uxbridge, que acababa de llegar de una reunión con el duque de Wellington, había ocupado su lugar en la cabecera de la mesa.

—De los verdes, Harry. —A lord John no le costó inventarse esa parte ya que había visto a los lanceros de casaca verde huir del ataque de la Guardia Real—. Disparé a uno de ellos con la pistola, pero la tuve que tirar para desenfundar la espada. La verdad es que es una verdadera lástima, porque era una pistola muy cara.

—Una pistola Mortimer de percusión, con cañón estriado. —Christopher Manvell confirmó así el valor de la pistola perdida—. Es una verdadera pena que la perdiera, John.

Lord John se encogió de hombros como para dar a entender que en realidad la pérdida no tenía importancia.

—El segundo tipo me atacó, esquivé la punta de su lanza y le di con la espada en el vientre, entonces el tercero casi me ensarta. —Esbozó una modesta sonrisa—. Para ser sincero, pensé que estaba muerto. Arremetí contra ese tipo pero era condenadamente rápido. Desenfundó un sable y me dio un buen golpe, lo paré y entonces fue cuando se me rompió la espada. ¡Y entonces el tipo se da la vuelta y huye a toda prisa!

Los oficiales allí congregados se quedaron mirando la espada rota, colocada sobre la mesa de la cena como un trofeo.

—El truco está en esquivar la punta de la lanza. Una vez que has evitado la punta es algo parecido a matar conejos. Demasiado fácil en realidad.

—Siempre y cuando no se te rompa la espada, ¿no? —preguntó Christopher Manvell con sequedad.

—Sí, claro.

El conde frunció el ceño.

—Y si el tipo huyó, ¿por qué no recogió la pistola, Johnny? Dijo que era cara.

—Oí que había más de esos sinvergüenzas entre los árboles. Pensé que era mejor que no me atraparan. —Lord John esbozó una leve sonrisa que desarmaba—. Para serle sincero, Harry, ¡estaba asustado! Sea como sea, fustigué a mi maldito caballo y salí corriendo como alma que lleva el diablo.

Christopher Manvell, que daba la impresión de no estar tan impresionado por la terrible experiencia de lord John como los demás oficiales, al menos confirmó el final de la historia.

—Regresó a la carretera blanco como el papel.

—Lo hizo muy bien, Johnny, muy bien —dijo el conde de Uxbridge con brusquedad—. Mató a un par de esos cabrones, ¿eh? Eso está muy bien. —Hubo algunos aplausos aislados y luego Christopher Manvell le preguntó al conde qué información había recogido de su reunión con el duque de Wellington.

La verdad era que el conde no había recogido nada de nada. Era el segundo al mando del duque y había pensado que el ascenso le daba derecho a saber lo que el duque planeaba para el día siguiente, pero sus preguntas se habían encontrado con una respuesta muy evasiva. El duque le había dicho que sus planes dependían totalmente de los de Napoleón, y que como Napoleón todavía no se los había confiado al duque, éste no podía confiárselos al conde, así que buenas noches.

—Creo que nos limitaremos a dejar que ese cabrón nos ataque y luego derrotarlo, ¿eh? —dijo el conde perezosamente, como si los acontecimientos del día siguiente en realidad no fueran relevantes.

—¿Pero van a venir los prusianos? —insistió Manvell.

—Yo creo que podemos encargarnos del asunto sin un puñado de malditos alemanes, ¿usted no? —El duque empujó una caja de cigarros hacia el centro de la mesa—. Pero una cosa es segura, caballeros, ¡no hay duda de que nuestra caballería hará que Inglaterra se sienta orgullosa!

—¡Bravo! —Un oficial borracho aporreó la mesa.

Tras la cena, Christopher Manvell encontró a lord John de pie en el porche abierto de la parte delantera de la casa, desde donde miraba fijamente el húmedo atardecer.

—Ojalá hubiera estado allí para ayudarle con esos lanceros —dijo Manvell.

Por unos segundos pareció que lord John no iba a responder, luego se limitó a zanjar el tema encogiéndose de hombros.

—Harry parece muy optimista en cuanto a nuestras posibilidades mañana.

Manvell lanzó un chorro de humo de cigarro hacia la llovizna.

—Es extraño, Johnny. Le vi salir del bosque y todavía no había pasado un momento cuando vi al coronel Sharpe en el mismo lugar. Tuvo suerte de no encontrárselo.

De nuevo lord John se quedó en silencio unos segundos y luego habló deprisa con amargura contenida.

—Por supuesto que me lo encontré. Y naturalmente no había ningún maldito lancero. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Admitir ante Harry y todos los demás que un fusilero me humilló?

—Lo lamento de veras. —Manvell se sintió avergonzado por el atormentado reconocimiento que había provocado en su amigo.

—Le di su condenado pagaré. No es que eso me vaya a servir de mucho. Jane no me dará el dinero a menos que me case con ella, pero eso Sharpe no lo sabe. —Lord John soltó una repentina carcajada—. Me dio un trozo de cuerda y me dijo que era un divorcio campesino. Dice que soy libre de casarme con ella.

Manvell sonrió, pero no dijo nada. Las alcantarillas que había a cada lado de la empedrada carretera principal borbotaban y se desbordaban. A1 otro lado de la calle había un centinela que, al tiempo que soltaba improperios, corría por entre los charcos para abrirle la puerta a un oficial a caballo. Un ordenanza colgó un farol en el exterior de la puerta del establo de la casa donde se alojaba el príncipe de Orange.

—Es una cuestión de honor. —Lord John miraba fijamente a la calle que se iba oscureciendo.

—¿Cómo dice?

—El día de mañana —dijo lord John— se ha convertido en una cuestión de honor totalmente desesperada. —Estaba ligeramente borracho y su voz tenía un dejo de histeria—. Hasta hoy nunca me había dado cuenta de lo simple que es la batalla. No hay término medio, ¿no es cierto? Es la victoria o la derrota, sin nada en medio, mientras que la vida real es jodidamente complicada. Tal vez sea por eso por lo que los mejores soldados son unos simplones. —Se dio la vuelta en el porche para mirar a su amigo—. Verá, si quiero conservar a la mujer tengo que matar a un hombre, y no tengo valor para enfrentarme a él. ¡Y él no ha hecho nada para merecer la muerte! ¡El dinero es suyo! Pero si actúo con honestidad con ese hombre, entonces pierdo a la mujer, y no creo que pueda vivir con esa pérdida…

—Estoy seguro de que sí puede… —lo atajó Christopher Manvell quien, a su vez, fue interrumpido.

—¡No! —Lord John ni siquiera quería hablar de Jane. Desconcertado, miró a su amigo con el ceño fruncido—. ¿Cree que el honor perdido puede ser recuperado en el campo de batalla?

—Tengo la seguridad de que es el mejor lugar para hacerlo. —Manvell sintió que lo invadía un sentimiento de lástima por su amigo. No había sido consciente hasta entonces de qué manera el honor de lord John había sido pisoteado y destruido.

—Así que mañana se convertirá en un día muy importante para mí —dijo lord John—. Porque mañana puedo recuperar mi honor combatiendo bien. —Sonrió como para suavizar aquellas palabras demasiado dramáticas—. Pero para hacerlo necesito una espada, y la de recambio la tengo en Bruselas. ¿Usted no tendrá una que pueda prestarme?

—Con mucho gusto.

Lord John fijó la mirada en aquel pluvioso crepúsculo.

—Ojalá se hubiera terminado ya. Me refiero a la lluvia —se apresuró a añadir.

—Creo que está amainando.

Un rayo parpadeó en el oeste, seguido pocos segundos después por un trueno que retumbó por el lejano cielo como si lo atravesara una bala de cañón. Se oían risas y cantos provenientes de una casa situada calle arriba que temporalmente sofocaron el inquietante y repetitivo ruido raspante de una piedra que afilaba una espada. Un perro aulló en señal de protesta contra los truenos y un caballo relinchó desde los establos que había detrás del alojamiento del conde de Uxbridge.

Lord John volvió a entrar en la casa. Podía recobrar su honor y recuperar a Jane convirtiéndose en un héroe. Al día siguiente.