CAPÍTULO 18

Los exploradores de la caballería prusiana llegaron a Plancenoit, un pueblo situado a tan sólo un disparo de cañón de distancia detrás del flanco derecho francés. Mucho más al este de Plancenoit se hallaban las columnas de la infantería prusiana, si bien claramente visibles para los oficiales de estado mayor franceses.

La presencia de los hombres de Blücher anunciaba el fracaso de la estrategia del emperador; los dos ejércitos no habían sido separados, aunque su nueva conjunción era endeble y los prusianos todavía no estaban avanzando con una fuerza aplastante, sino en una frágil línea de marcha. Tardarían horas en reunirse para atacar, y el emperador sabía que durante aquellas horas podía destrozar a los británicos antes de emprenderla con los prusianos.

La destrucción de los británicos tenía que ser absoluta y certera. Un ataque realizado con un cuerpo de infantería había fracasado y el mariscal Ney había arruinado la caballería con unas vanas arremetidas contra los cuadros británicos, por lo que entonces el emperador se dispuso a poner orden en aquellos caóticos asaltos. La mayor parte de su infantería todavía no tenía asignado ningún cometido y entre ellos se encontraba la élite de su ejército. La Guardia Imperial del propio emperador se hallaba a la espera.

Nadie más que un veterano que había demostrado un valor poco frecuente en las batallas del imperio podía formar parte de la Guardia. Los soldados de la Guardia Imperial cobraban más que otras tropas y su uniforme era más esplendoroso. A cambio, se esperaba más de ellos, aunque la Guardia siempre lo daba. La Guardia Imperial nunca había sido derrotada. Puede que otras tropas francesas refunfuñaran ante sus privilegios, pero cuando los abrigos largos y los sombreros de piel de oso marchaban, la victoria era segura. Los soldados de la Guardia Imperial llevaban patillas y bigotes, pendientes de aro y trenzas empolvadas como signos de su destreza. Para ser un granadero de la Guardia Imperial un soldado tenía que medir un metro ochenta y tres, la elite de la elite.

Los miembros de la Guardia Imperial eran los «inmortales» del emperador, con una ferviente lealtad hacia él y aterradores al combatir por él. Cuando Bonaparte había sido derrotado y enviado a Elba, la Guardia había recibido la orden de disolverse, pero antes que entregar sus estandartes habían preferido quemar las banderas de seda, desleír las cenizas en vino y beberse la mezcla. Algunos de los inmortales se habían exiliado con su emperador, pero habían regresado, se habían reunido con sus compañeros y les habían confiado un nuevo estandarte para enarbolarlo bajo nuevas águilas. La Guardia era la elite, los invictos, los inmortales del Imperio, e iban a ser ellos los que asestaran el último golpe letal que acabaría con los británicos.

No todavía. No eran más que las seis, quedaban más de tres horas antes de que oscureciera y los prusianos no estaban preparados para combatir ni mucho menos, así que era hora de que el emperador desgastara aun más a los británicos. Ordenó a la Guardia que se preparara para la batalla pero que no avanzara más allá de La Belle Alliance. Al contemplar la ruina humeante que antes había sido un valle de tierras de labranza, se quedó mirando fijamente La Haye Sainte. Aquella granja era el hueso que los franceses tenían atragantado. Los fusileros que había tras sus muros barrían con sus disparos el flanco de cualquier ataque francés y protegían las baterías situadas en el centro de la línea británica. Debían tomar la granja para que la línea británica se extendiera y se estrechara aun más, así la Guardia atacaría y conseguiría la victoria.

El emperador se había puesto en acción y los británicos se iban a enterar de cómo podía luchar.

* * * *

El azote del fuego de artillería seguía cayendo sobre toda la línea británica y matando a los soldados. A los batallones británicos se les dio la orden de tumbarse en el suelo, pero los artilleros franceses los tenían perfectamente dentro de su alcance y sus balas rozaban la superficie de la colina y abrían surcos ensangrentados entre las tropas tendidas boca abajo. Los cañones británicos quedaron hechos pedazos; los tubos saltaron de las cureñas y las ruedas quedaron hechas astillas. Las granadas estallaban en la loma para sumar su carga de humo en una atmósfera cada vez más densa. Los carros de munición en llamas añadían su fetidez al acre olor de la sangre.

Así luchaba un emperador. Mataría, mataría y seguiría matando con sus cañones y, cuando los británicos estuvieran gritando para que los libraran de aquel torrente de muerte, les asestaría el golpe de gracia con sus inmortales.

El aire vibraba con el impacto de los cañones. Sharpe dejó su yegua en manos de Harper, dejó el Voluntarios del Príncipe de Gales y fue andando hasta la cima de la colina donde la percusión de la artillería pesada francesa era como una sucesión de físicos puñetazos en el estómago. Las balas tiraban de las espesas nubes de humo, raspaban la colina para salpicar el cielo de barro y luego aullaban, silbaban, zumbaban y se estrellaban a sus espaldas. En veintidós años Sharpe nunca había visto un cañoneo similar, ni había respirado un aire como aquél, tan recalentado y viciado por el humo y las llamas; estar en el borde del valle era como encontrarse ante la puerta abierta de un gigantesco horno al rojo vivo. Los cultivos de centeno que había en la cima, que no habían desaparecido para convertirse en un cenagal, habían sido pisoteados hasta adquirir la consistencia de las esteras tejidas que recordaba de la India.

Una granada dejó una estela de humo por encima de su cabeza. Una bala rebotó desde la colina a unos diez metros a su izquierda. A su derecha, en el lugar donde la caballería había avanzado en sus inútiles ataques, la cuesta era un horror de hombres y caballos muertos. Un perro amarillo llevaba arrastrando un trozo de intestino de un cadáver, aunque Sharpe no supo si humano o animal.

Más allá de la masacrada caballería, Sharpe vio la humareda iluminada por el brillante resplandor del castillo de Hougoumont, que estaba en llamas. No pudo ver nada entre el humo a su izquierda. Detrás de Sharpe, los batallones de casacas rojas se habían desplegado de nuevo en línea, pero estaban todos tendidos en el suelo, por lo que, por un extraño momento, tuvo la impresión de que era el único hombre vivo en todo el campo de batalla.

Entonces, entre la humareda del valle frente a él, vio más hombres vivos, miles de hombres vivos, fusileros, franceses, un enjambre de Voltigeurs que avanzaban a toda prisa en orden poco rígido; Sharpe comprendió que, además del suplicio del fuego de artillería, los batallones debían soportar ahora un ataque con mosquetes. Se volvió y dio un grito de advertencia.

—¡Fusileros!

Las compañías ligeras británicas corrieron a ocupar sus puestos en la ladera frontal, pero eran muy inferiores en número. Peter D’Alembord convenció a Ford para que lanzara una segunda compañía al ataque y mandó a los hombres de Harry Price a enfrentarse a los Voltigeurs. En su día Price también había sido un fusilero y comprendía lo que hacía falta, pero ni todos los fusileros del ejército de Wellington habrían podido vencer a tal abrumadora cantidad de Voltigeurs. Detrás de los fusileros franceses estaban los restos de su caballería, a la que habían hecho avanzar para comprobar que no hubiese ninguna carga de caballería británica que pudiera amenazar la flexible formación de Voltigeurs.

Peter D’Alembord se había encargado personalmente de hacer avanzar a las dos compañías, y cuando estuvieron desplegadas cruzó para ir junto a Sharpe.

Los dos oficiales bajaron paseando hasta la mitad de la ladera delantera y luego se detuvieron y se quedaron mirando fijamente el vasto despliegue de tropas enemigas.

—No es un espectáculo muy alentador —comentó D’Alembord en voz baja.

Los primeros mosquetes empezaron a escupir sus proyectiles, aunque a cada disparo británico respondían dos o tres de los franceses. A la izquierda de Sharpe unos fusileros contuvieron el avance francés unos momentos, pero los franceses los arrollaron con la mosquetería y los casacas verdes se vieron obligados a retroceder, dejando a tres muertos en el fango.

Los soldados de D’Alembord estaban sufriendo de forma similar.

—¡Vamos a tener que dejar que tomen la ladera! —le dijo a Sharpe, buscando la aprobación del fusilero por instinto.

—No tienes muchas opciones, Peter. —Sharpe tenía una rodilla apoyada en el suelo y el rifle en el hombro. Disparó a un sargento francés, pero el humo del cañón le impidió ver si la bala le había alcanzado. Empezó a recargar. A unos cien metros a su derecha una línea de franceses se acercaba ya a la cima de la colina. Las dos compañías de Peter D’Alembord retenían temporalmente a los fusileros que tenían delante, pero pronto se verían flanqueados, y en el preciso momento en que Sharpe atacaba su próxima bala en su lugar, vio que un tumulto de soldados de uniforme azul obligaban a retroceder a una sección de la compañía de Harry Price. Las balas pasaban silbando y repiqueteaban cerca de Sharpe, supuestamente atraídas por la visión de dos oficiales tan cerca uno de otro.

Sharpe, con el rifle recargado, corrió unos pasos a su derecha, apoyó la rodilla en el suelo y buscó a algún oficial enemigo.

D’Alembord soltó un grito ahogado apenas perceptible.

—¡Oh, Dios santo!

—¿Qué pasa?

—¡Por Dios! —Profirió la blasfemia con ira más que con dolor. D’Alembord había sido alcanzado y la fuerza del impacto lo echó hacia atrás, pero de algún modo pudo mantener el equilibrio aunque la bala le había dado en el muslo. En aquel momento se tambaleaba y se sujetaba la herida con la mano derecha. La sangre corrió entre sus dedos.

—No pasa nada —le dijo a Sharpe—, no duele. —Trató de dar un paso adelante y casi se cayó—. No pasa nada. —Tenía el rostro lívido a causa de la impresión.

—¡Venga! —Sharpe pasó un brazo bajo el hombro de D’Alembord y lo condujo medio arrastrando, medio caminando, ladera arriba.

D’Alembord soltaba un bufido entre dientes a cada paso.

—Estoy bien. ¡Déjeme!

—¡Cállese, Dally!

Harper los vio cuando cruzaban el borde de la cima y fue hacia ellos galopando con el caballo de Sharpe.

—¡Llévelo con los cirujanos! —le gritó Sharpe al irlandés, luego dio un poderoso tirón a D’Alembord que lo colocó dolorosamente en la silla vacía—. ¡Envuélvase la herida con el fajín! —dijo Sharpe a D’Alembord, y dio una palmada en la grupa a la yegua para que saliera a toda velocidad fuera del alcance de los disparos de los fusileros.

Sharpe dio la vuelta y regresó a la calurosa y asfixiante atmósfera del valle. Los franceses presionaban por todos lados.

Y lo que todavía era más alarmante, una columna de tropas enemigas marchaba hacia La Haye Sainte, pero eso no era asunto de Sharpe. Él tenía que encargarse del enemigo que tenía justo delante, y, degradado a fusilero de nuevo, se arrodilló y buscó a un oficial o a un sargento. Vio a un hombre con una vaina a menos de cien metros y disparó. Cuando el humo se disipó el hombre ya no estaba.

Harry Price estaba retrocediendo nerviosamente ladera arriba.

—¿Dónde está Peter?

—¡Recibió un disparo en la pierna! No es grave.

—¡Es condenadamente grave, señor! He perdido a diez de mis hombres o probablemente a más.

—Retírese. ¿Cómo se llama el nuevo jefe de la compañía ligera?

—Matthew Jefferson.

Sharpe hizo bocina con las manos.

—¡Capitán Jefferson! ¡Retírese!

Jefferson agitó una mano como respuesta y luego ordenó a Huckfield que tocara el silbato para llamar a los fusileros a retirada. Los casacas rojas regresaron corriendo a la cima, volvieron a tumbarse en el suelo y dispararon una última y débil descarga a los Voltigeurs franceses. Una granada explotó por detrás de la cima y lanzó una lluvia de tierra encima de Jefferson. Una bala pasó con estrépito junto a Sharpe con un sonido parecido a un repentino viento abrumador. Las balas de mosquete restallaban demasiado cerca. Sharpe esperó a que la compañía de Harry Price pasara por su lado, se pusiera a salvo y luego le gritó a Price que echara a correr.

Corrieron juntos, pero Price se cayó y soltó un grito ahogado cuando la caída le cortó la respiración. Sharpe dio media vuelta para ayudarlo, pero era tan sólo un par de ridículas espuelas lo que había hecho tropezar al joven.

—¡Quítese esas malditas cosas, Harry!

—Me gustan. —Price siguió adelante a trompicones. A derecha e izquierda otros batallones se ponían en pie de mala gana y luego formaban líneas de cuatro filas. No podían hacer frente a los fusileros si seguían tumbados en el suelo, tampoco se atrevían a correr el riesgo de recibir una carga de la caballería francesa que había llegado al pie de la ladera; una línea de cuatro filas ofrecía más protección contra los jinetes que una formación de dos filas. También significaba que cada bala de cañón que les alcanzara podría llevarse por delante hasta a cuatro hombres.

No se podía hacer nada excepto sufrir.

Los fusileros franceses, concentrados a lo largo de la cima de la loma, barrieron los batallones con fuego de mosquete. Los cañones británicos que quedaban martillearon a los Voltigeurs con botes de metralla, pero su dispersa formación salvó a los franceses de tener cuantiosas bajas. En aquellos momentos los Voltigeurs enemigos tenían el control de la cima de la colina mientras que los fusileros británicos, abrumados por aquel tumulto de franceses, no podían hacer otra cosa que formar sus batallones. Cada tanto, cuando los fusileros enemigos insistían o avanzaban demasiado, un batallón cargaba hacia delante y los hacía retroceder. La descarga de un solo batallón también tenía el efecto de despejar la cima de tiradores, pero siempre volvían, cubriendo las bajas con refuerzos enviados desde el valle.

La caballería podría deshacerse de los Voltigeurs, pero el duque había perdido su caballería pesada y reservaba los mejores jinetes que le quedaban, la caballería ligera de los alemanes y los británicos, para cubrir su retirada si acaecía un desastre. Todavía tenía una brigada de caballería holandesa y se le había ordenado al príncipe de Orange que la trajera hasta allí. Llegaron, con el tintineo de las barbadas de cadena y los sables desenvainados.

—¡Sólo tienen que despejar la cara de la colina! —ordenó el ayudante de campo del duque—. Nada de malditas heroicidades. ¡Que se limiten a galopar por la cara de la loma y arremeter con los sables a los fusileros!

Los jinetes franceses se negaron a atacar. Permanecieron todos juntos en sus sillas, con una expresión huraña y terca en sus pálidos rostros. Se quedaron mirando perplejos el arremolinado ataque de balas y granadas y no hubo palabras que los convencieran para adentrarse en aquel atolladero de fango, fuego y hierro. El príncipe, que se dio cuenta de la cobardía de aquellos soldados, fingió que no lo oía. Se quedó mirando fijamente hacia la granja de La Haye Sainte que en aquellos instantes se encontraba asediada por una incontenible multitud de soldados de la infantería francesa. Los cañones británicos situados en la cima junto al olmo hacían llover balas sobre las filas francesas y una batería de obuses lanzaba metralla hacia el valle, pero la infantería francesa parecía absorber aquel castigo mientras que, poco a poco, se iba acercando cada vez más a la sitiada granja. Ya había tomado el huerto de La Haye Sainte y los franceses habían llevado cañones camino abajo para disparar una y otra vez contra los cercados edificios.

El príncipe sabía que el centro de la línea del duque iba a romperse en un desastroso ataque si la granja caía. De repente comprendió que debía salvar la granja. La esplendidez de aquella ocurrencia floreció en su mente. Llevar a cabo esa idea borraría completamente cualquier vergonzoso recuerdo de los alemanes rojos, o de la hosca caballería holandesa. El príncipe vio su oportunidad de alcanzar la gloria y el renombre. Recuperaría la granja, mantendría el centro de la línea y ganaría la batalla.

—¡Rebecque!

* * * *

En la mitad este del valle, en el peligroso entrante del que habían huido los belgas holandeses cuando los franceses se acercaron por primera vez, el primer batallón del 27.º regimiento de la línea se hallaba entonces formado en cuadro y sufría. Eran los Inniskillings, y su único refugio era la cortina de humo que los artilleros franceses creaban ante sus propios cañones, pero la artillería enemiga tenía a tiro a los Inniskillings y, aunque disparaban a ciegas, una tras otra las balas se estrellaban contra las filas de irlandeses. Su coronel ordenó otro reparto de ron y los sargentos, obstinadamente, cerraron las mermadas filas, pero nadie podía hacer otra cosa que no fuera quedarse allí y morir, y eso fue lo que hicieron los irlandeses.

Podían haber desplegado el cuadro, pero el emperador se cercioró de que su caballería los amenazara continuamente, por lo que los irlandeses se vieron obligados a permanecer en su vulnerable formación de cuadro en forma de un enorme y grueso blanco para los artilleros y los Voltigeurs, que infestaban la mitad este del valle con la misma densidad con la que se aglomeraban en el oeste.

Algunos de aquellos Voltigeurs, temerosos de que una victoria y persecución francesas les robaran la posibilidad de obtener un rico botín del campo de batalla, se cuidaron de enriquecerse antes de que la línea británica se hiciera pedazos. Los muertos y heridos de la caballería pesada británica estaban desparramados por el fondo del valle y, aunque los bolsillos de muchas de las bajas ya habían sido registrados a toda prisa, los Voltigeurs poseían el lujo de tener tiempo para rasgar las costuras de los uniformes o arrancar los grasientos forros de los cascos, bajo los cuales los soldados gustaban de esconder sus valiosas monedas de oro. Algunos fusileros franceses llevaban alicates con los que solían extraer los dientes blancos en perfecto estado, que los dentistas parisinos comprarían para fabricar dentaduras postizas.

Un afortunado francés encontró el cuerpo de un soldado de caballería, que lucía un par de botas con la parte superior de color marrón y adornadas con borlas de seda. Primero sacó las espuelas de los tacones y luego tiró de la bota derecha. El cuerpo dio una sacudida, soltó un fuerte grito y un horrible rostro, en el cual los ojos no eran más que costras de sangre, miró como un loco, sin ver, a los franceses.

—¡Me has asustado! —reprendió alegremente el Voltigeur al hombre herido.

—Por el amor de Dios, mátame. —Lord John Rossendale, medio enloquecido de dolor, le habló en inglés.

—Tú no te muevas —le replicó en francés el Voltigeur, y le sacó de un tirón las caras botas a su señoría. Se dio cuenta de que los pantalones del inglés estaban hechos con la mejor de las panas, y aunque el muslo derecho tenía la rasgadura de una espada, sin duda se podrían zurcir bien, así que el Voltigeur desabrochó los botones de la cintura y tiró de los bombachos para sacárselos. Lord John, cuyo muslo roto le hacía daño a cada tirón, chilló horriblemente.

—¡Cabrón escandaloso! —El Voltigeur hizo una bola con los pantalones y se la metió dentro de la casaca. Temiendo que el grito de Lord John hubiera podido atraer la inoportuna atención de su sargento, el francés cargó entonces su mosquete con ostentación y, fingiendo que no hacía más que su trabajo, utilizó a lord John de apoyo para el cañón que apuntó hacia los asediados Inniskillings—. ¡Cuidado con la explosión! —exclamó el Voltigeur alegremente, y luego disparó.

—¡Mátame! ¡Por favor! —Lord John se lo dijo en francés—. ¡Por favor!

—¡No voy a matarte! —protestó el Voltigeur—. No puedo hacerlo. ¡No estaría bien! ¡Ni siquiera me llevaré tus dientes! —Dio una comprensiva palmada en el hombro a su señoría y se fue para seguir desvalijando.

Y lord John, perdido en un universo de injusto dolor, gimió.

* * * *

Peter D’Alembord estaba tumbado en el tablero desplegado de un carro que le servía de mesa al cirujano. Las tablas de madera de la carreta estaban empapadas de sangre y el cirujano tenía las manos tan mojadas con ella que la piel de las yemas de los dedos se le había ablandado y arrugado.

—¿Está listo, comandante? —El cirujano tenía un fuerte acento del West Country.

—Estoy listo. —D’Alembord se había negado a beber ron para aliviar el dolor de la cirugía, tampoco aceptó la mordaza de cuero para morderla. Era importante que no mostrara ninguna reacción ante el dolor porque ése era el estoicismo que se esperaba de un soldado.

—No hay ningún hueso roto —dijo el cirujano—, ni siquiera se ha roto un vaso sanguíneo importante, o sea que es un hombre afortunado. ¡Sujétale la pierna, Bates! —Los ordenanzas ya habían cortado el fajín que D’Alembord había usado como vendaje y le habían rajado los caros pantalones que había llevado al baile de la duquesa. El cirujano limpió con los dedos la sangre que brotaba de los labios de la herida—. No será ni la mitad de doloroso que traer al mundo a un bebé, así que dé gracias. —Se llevó un puro a la boca y cogió una sonda manchada de sangre.

Un dolor como una lanza de fuego le subió por el muslo a D’Alembord hasta la ingle. El cirujano estaba sondando la herida en busca de la bala con una varilla metálica larga y delgada. D’Alembord no osó gritar porque había visto a un soldado de su propio batallón perder una pierna hacía tan sólo un momento, y el hombre no había proferido una sola queja cuando la sierra le cortó el fémur. Por otro lado, Patrick Harper se encontraba por allí cerca y D’Alembord no quería avergonzarse a sí mismo emitiendo un solo sonido delante de Harper.

—¡Ya la tengo a la desgraciada! —masculló más allá del húmedo extremo del cigarro—. ¿Oye usted a ese pequeño demonio, comandante?

D’Alembord no oía nada más que el estallido de los disparos de cañón, el estrépito de las granadas que explotaban y el rugiente chasquido de la munición en llamas, pero al parecer el cirujano rozaba el extremo de la bala de mosquete con su sonda.

—Ahora ya no falta mucho —dijo alegremente el cirujano, luego tomó un largo trago de ron para reponer fuerzas—. Ahora vendrá un momento ligeramente desagradable, comandante, pero alégrese de no estar dando a luz a un niño, ¿eh?

—¡Por Dios! —D’Alembord no pudo resistirse a gimotear la imprecación, pero aun así consiguió yacer inmóvil mientras el dolor le carcomía y le recorría el interior de la pierna. Una granada estalló por allí cerca y un fragmento de la cápsula pasó silbando y soltando humo por encima de sus cabezas.

—¡Aquí está! —El cirujano había conseguido agarrar la bala con sus pinzas de hoja estrecha—. ¡La mano! ¡Extienda la mano! ¡Rápido! —D’Alembord extendió la mano con diligencia y el cirujano dejó caer la pequeña bala ensangrentada en su palma—. Ahora extraeré los restos de su ropa de baile, comandante, y muy pronto estará como nuevo.

Pasó otro minuto de dolor insoportable mientras le retiraban los trozos de tela de la herida y luego le vertieron sobre el muslo algo fresco y calmante. El sudor perlaba su frente, pero sabía que lo peor ya había pasado. Limpió la bala ensangrentada en su casaca y sostuvo el pequeño proyectil ante sus ojos. ¡Qué cosa tan pequeña! No era más grande que la uña de su pulgar.

Los ordenanzas le vendaron el muslo y después lo ayudaron a bajar del carro.

—Debería descansar un rato. —El cirujano se limpió las manos en el delantal empapado en sangre—. Vuelva a los árboles, comandante. Allí hay algunas lonas que protegen de la humedad.

—No. —D’Alembord probó a andar y vio que podía renquear sin que eso le causara demasiado dolor—. Gracias, pero no.

El cirujano ya se había olvidado de él. Estaban subiendo al carro a un hombre al que le habían volado un brazo y que tenía tres costillas al descubierto. Harper acercó los caballos.

—¿No debería descansar, señor D’Alembord?

—Voy a regresar al batallón, Harper.

—¿Está seguro? ¿Ahora?

—Fue una herida superficial, nada más.

—Pero dolorosa, ¿eh?

D’Alembord casi gritó de dolor cuando Harper lo ayudó a subir con esfuerzo en la silla de Sharpe.

—Usted tendría que saberlo —logró responder con admirable dominio de sí mismo.

—Da la casualidad —dijo el irlandés— de que nunca he tenido una herida grave. El señor Sharpe, por ejemplo, es distinto, a él siempre le están arrancando trocitos de su cuerpo, pero yo debo de tener suerte.

—No tiente al destino —manifestó D’Alembord con sorprendente fervor.

—Teniendo en cuenta lo que el destino le ha hecho a Irlanda, comandante, ¿qué demonios más puede hacerme a mí? —Harper se rió—. De vuelta al deber, ¿no?

—De vuelta al deber. —D’Alembord sabía que podía haberse alejado del campo de batalla y nadie le hubiera culpado por ello, pero en sus tiempos había visto a más de un oficial perder un brazo y regresar a la línea de batalla después de que el cirujano le hubiera cortado y serrado el muñón de forma adecuada. Por lo tanto, D’Alembord volvería, porque era un oficial y ésa era su obligación. Ocultó su terror, trató de sonreír y fue cabalgando hacia la colina.

* * * *

Un fusilero alcanzó al comandante Vine en el ojo izquierdo. Éste profirió un último gruñido malhumorado, cayó de la silla y quedó tendido en el suelo, muerto en el acto, junto al caballo del teniente coronel Ford. El coronel soltó un quejido y luego miró al caído comandante cuyo rostro parecía tener entonces un enorme y rojizo ojo ciclópeo.

—¿Comandante Vine? —preguntó Ford, nervioso.

El muerto no se movió.

Ford trató de recordar el nombre de pila de Vine.

—¿Edwin? —dijo por probar, ¿o tal vez era Edward?—. ¿Edward? —Pero Edwin Vine yacía completamente inmóvil. Una mosca se posó cerca del recién aparecido charco de sangre que había sido su ojo izquierdo.

—¡Comandante Vine! —exclamó bruscamente Ford, como si una orden directa fuera a resucitar al difunto.

—Se ha ido, señor —se ofreció amablemente a decir un sargento del grupo de abanderados que entonces, al ver la falta de comprensión de su coronel, emitió un informe más formal—: El comandante está muerto, señor.

Ford le sonrió una respuesta educada y contuvo el impulso de ponerse a gritar. Él no lo sabía, pero una cuarta parte de los hombres que habían marchado junto a él hacia la batalla estaban entonces muertos o heridos. Al brigada del regimiento McInerney lo había destripado una bala que había matado a otros dos soldados y le había arrancado un brazo a otro. Daniel Hagman se estaba desangrando hasta morir con una bala en los pulmones. Su aliento hizo burbujas de sangre cuando trató de hablar. Sharpe se arrodilló junto a él y le sostuvo la mano.

—Lo siento, Dan. —De todos los soldados de la compañía ligera, Hagman era al que Sharpe hacía más tiempo que conocía. Aquel antiguo cazador furtivo era un buen soldado, astuto, divertido y leal—. Le llevaré hasta los cirujanos, Dan.

—A la mierda los cirujanos, señor Sharpe —exclamó Hagman, y no dijo nada más. Sharpe les gritó a dos de los músicos de la banda que lo llevaran a los cirujanos, pero Hagman estaba muerto. El alférez Huckfield perdió el dedo meñique de la mano izquierda a causa de una bala de mosquete. Se miró la herida con indignación y luego, negándose a abandonar el batallón, se rebanó el dedo una vez con su cuchillo y le pidió al capitán Jefferson que le envolviera con una tira de tela el sangrante muñón. El soldado Clayton temblaba de miedo, pero de alguna forma logró mantenerse firme y mirar directamente a los ojos de los fusileros franceses que seguían deambulando por la cima de la colina con aparente impunidad. Junto a él, Charlie Weller trataba de recordar las oraciones de cuando era niño, pero, aunque la niñez no era algo muy lejano en su pasado, no le venían ala cabeza.

—¡Oh, Dios! —exclamó en cambio.

—Dios no nos sirve de una mierda —dijo Clayton, y se agachó cuando la bala de un fusilero casi le hizo saltar por los aires la copa de su chacó.

—¡No os mováis! —gritó el alférez Huckfield.

Clayton se enderezó el chacó y soltó entre dientes unas cuantas maldiciones al alférez.

—Tendríamos que estar atacando, maldita sea —dio tras haber agotado su opinión sobre la madre de Huckfield.

—Lo haremos a su debido tiempo. —Charlie Weller seguía teniendo una sólida fe en la victoria.

Otra bala de mosquete pasó a escasos centímetros de la cabeza de Clayton. Éste no pudo evitar estremecerse.

—Si me matan, Charlie, cuidarás de Sally, ¿verdad? —La mujer de Clayton, Sally, era con creces la más guapa de todas las esposas del batallón—. Le caes bien —Clayton explicó su aparente generosidad.

—No te va a pasar nada. —Charlie Weller, a pesar de los silbidos, el estrépito de las balas y las granadas, sintió un escalofrío de excitación al pensar en Sally.

—¡Dios mío, ya estoy harto de esto! —Clayton miró a su alrededor para ver qué oficiales seguían con vida—. ¡Diablos! ¡El comandante Vine está muerto! ¡Adiós y buen viaje a ese cabrón!

—¡La vista al frente, soldado Clayton! —El alférez Huckfield tocó el Nuevo Testamento que llevaba en su bolsillo superior y rezó para que los malditos fusileros franceses se quedaran pronto sin munición.

El coronel Joseph Ford estuvo a punto de vomitar cuando intentó limpiarse los pedacitos de cerebro del comandante Vine que embadurnaban sus pantalones. Ford se sentía terriblemente solo; un comandante estaba muerto, el otro estaba herido y había acudido a los cirujanos, y por todo su alrededor los cañones y los fusileros estaban haciendo pedazos su preciado batallón. Se sacó las gafas y frotó frenéticamente los cristales sólo para descubrir que tenía el fajín lleno de trozos de cerebro del comandante Vine. Ford dio una boqueada para coger aire, horrorizado, y supo que iba a vomitar sin poder contenerse.

—¡No tiene nada que ver conmigo! —dijo de pronto una áspera voz que provenía de al lado del caballo de Ford—, pero yo sugeriría avanzar unos cincuenta pasos, darles a esos cabrones una buena descarga y luego retirarnos.

Ford, al que aquella voz le contuvo las ganas de devolver, se puso las emborronadas gafas a toda prisa y se encontró frente al rostro sardónico del teniente coronel Sharpe. Ford trató de responder algo, pero no le salió la voz.

—¿Con su permiso, señor? —preguntó Sharpe de manera puntillosa.

Ford, demasiado asustado como para abrir la boca, se limitó a asentir con la cabeza.

—¡South Essex! —La atronadora voz de Sharpe sobresaltó a los soldados más próximos. No importaba que sin darse cuenta hubiera utilizado el antiguo nombre del batallón, ellos sabían quiénes eran y quién les estaba dando, al fin, instrucciones en medio de aquel horror—. ¡Primera fila! ¡Calen las bayonetas!

—¡Gracias a Dios por el condenado Sharpe! —exclamó Clayton con fervor, luego se puso medio en cuclillas para sostener su mosquete entre las rodillas mientras sacaba la bayoneta y la encajaba en su arma.

Sharpe se abrió camino entre las filas de la compañía número cinco y se colocó en el mismísimo centro de la primera fila del batallón.

—¡El batallón avanzará cincuenta pasos! ¡A paso ligero! ¡Por la derecha! ¡Marchen! —Cuando los soldados empezaron a avanzar, Sharpe desenvainó su larga espada—. ¡Vamos, cabrones! ¡Griten! ¡Hagan saber a esos hijos de puta que van a matarlos! ¡Griten!

El batallón avanzó corriendo con las bayonetas en ristre. Y gritaron. Conocían a Sharpe, lo habían seguido anteriormente en batalla, y les gustaba oír aquella voz bramando órdenes. Confiaban en él. Les proporcionaba una sensación de seguridad y triunfo. Gritaron aún más fuerte cuando la masa de fusileros en la cima de la colina huyó rápidamente ante su repentino avance. Sharpe había ido corriendo delante de ellos y se había detenido con la espada desenvainada justo en el borde de la cima.

—¡Alto! —La voz de Sharpe, educada como la de un sargento, acalló y detuvo al instante al reducido batallón. Frente a ellos, los Voltigeurs franceses se echaban al suelo en nuevas posiciones de tiro. Sharpe se giró de cara al batallón.

—¡Primera fila de rodillas! ¡Apunten a esos cabrones! ¡No desaprovechen esta descarga! ¡Busquen un objetivo y maten a ese hijo de puta! ¡Apúntenles al vientre! —Se abrió paso a empujones entre dos de los soldados arrodillados de la primera fila y luego se volvió a mirar a los franceses. Vio el mosquete de un Voltigeur que apuntaba directamente hacia él y supo que el francés estaba afinando la puntería. También sabía que no podía agacharse ni echarse a un lado, sino que tenía que confiar en la imprecisión del mosquete francés.

—¡Apunten! —gritó. El francés disparó y Sharpe notó el viento de la bala en su mejilla como un súbito soplo cálido—. ¡Fuego!

La masiva descarga descendió con estrépito por la colina. Murieron quizás unos veinte franceses y el doble resultaron heridos.

—¡Compañía ligera! ¡Quédense donde están y recarguen! ¡Primera fila, quietos! ¡Nadie les dijo que corrieran! —Sharpe permanecía en la cima. Tras él había un hombre muerto tendido en el suelo, alcanzado en la cabeza por la bala que iba dirigida a Sharpe—. ¡Compañía ligera! ¡Formación en cadena, rápido, ahora!

Los fusileros del batallón se desplegaron a lo largo de la cima. Su nuevo capitán, Jefferson, se movía impaciente y deseaba estar lejos de aquella expuesta colina donde las balas golpeaban y estallaban, pero Sharpe estaba seguro de que la descarga de la compañía daría resultado. Los soldados terminaron de recargar sus mosquetes y se arrodillaron. Los fusileros franceses que habían sobrevivido volvían a avanzar arrastrándose y llenaban los huecos que los disparos del batallón habían abierto.

—¡Esperen la orden! —gritó Sharpe a los miembros de su antigua compañía—. ¡Busquen sus objetivos! ¡Clayton!

—¿Señor?

—Hay un oficial a su derecha. Un cabrón alto con un bigote pelirrojo. ¡Lo quiero ver muerto o usted tendrá la culpa! ¡Compañía! —Esperó un segundo—. ¡Fuego!

La descarga más pequeña hizo más daño, aunque Sharpe no supo si habían alcanzado al oficial del bigote. Les gritó a sus hombres que se retiraran en batallón. La maniobra les había proporcionado unos momentos de respiro, nada más, pero era mejor devolver el golpe que limitarse a soportar el mortificante castigo de los fusileros enemigos.

Sharpe se quedó en la cima unos segundos más. No era bravuconería sino más bien curiosidad, puesto que, a unos quinientos pasos a su izquierda, vio a dos batallones de infantería de casacas rojas de la Legión Alemana del Rey que avanzaban en columna. Marchaban hacia La Haye Sainte con sus estandartes al viento, era de suponer que para echar a la infantería francesa concentrada alrededor de la granja.

Le hubiera gustado quedarse mirando un poco más pero el enemigo estaba retrocediendo en dirección a la cima, así que Sharpe se dio la vuelta y volvió andando hacia el batallón.

—¡Gracias por este privilegio, coronel! —le gritó a Ford.

Ford no dijo nada. No estaba de humor para apreciar el tacto de Sharpe, en lugar de eso, se sintió ofendido y empequeñecido por la competencia del fusilero. Ford sabía que debía haber dado las órdenes y que tenía que haber hecho avanzar el batallón, pero los intestinos se le habían convertido en agua y su mente era una neblina de miedo y confusión. Había combatido durante poco tiempo en el sur de Francia, pero nunca había visto un horror como aquél: un campo de batalla donde los soldados morían a cada minuto, donde su batallón mermaba mientras las filas se cerraban sobre los huecos dejados por los muertos y donde parecía que todo hombre debía morir antes de que el campo saciara su ansia de sangre. Ford se quitó las sucias gafas de un tirón y frotó los cristales con uno de los extremos de la gualdrapa. El humo blanco y el resplandor de los cañones se fusionaban en una mancha de horror ante sus ojos. Deseaba que todo aquello terminara, sólo quería que terminara. Ya no le importaba si acababa en victoria o en derrota, él tan sólo quería que acabara.

El emperador apenas había empezado a luchar.

* * * *

El duque de Wellington ya no se preocupó más por el príncipe de Orange. Al inicio de la batalla, cuando algunas sutilezas de las buenas costumbres persistieron, el duque se había encargado de informar al príncipe de cualquier orden que involucrara a aquellas tropas que nominalmente estaban al mando de éste, pero en aquellos desesperados momentos de pura supervivencia, el duque se limitó a no hacer caso del Joven Franchute.

Lo cual no significaba que el príncipe se considerara innecesario. Al contrario, veía su propio genio como la única esperanza de victoria de los aliados y estaba preparado para hacer uso de sus últimos retazos de autoridad para conseguirla. Lo cual significaba que La Haye Sainte debía salvarse, y para hacerlo el príncipe ordenó a los restos de la segunda brigada de infantería de la Legión Alemana del Rey que atacaran a los asediadores franceses.

El coronel Christian Ompteda, comandante de brigada, formó sus dos batallones en cerradas columnas de compañías, les ordenó que calaran las bayonetas y luego que avanzaran hacia la sofocante mezcla de aire caliente y humo amargo que llenaba el valle. El objetivo de los alemanes era el prado situado al oeste de La Haye Sainte, donde los fusileros franceses se apiñaban cerca de la sitiada granja.

Los alemanes llegaron a la cima y estaban a punto de marchar hacia los franceses cuando el príncipe de Orange se les acercó al galope para interceptarlos.

—¡En línea! —gritó el príncipe—. ¡En línea! ¡Tienen que solaparse con ellos! ¡Insisto en que avancen en línea!

El coronel Ompteda, con sus batallones detenidos en el mismo borde del valle y bajo el fuego de la artillería francesa, protestó diciendo que había caballería enemiga patrullando por el fondo del valle. El príncipe volvió unos sarcásticos ojos hacia el humo.

—Yo no veo ninguna caballería.

—Su alteza, debo insistir en que…

—¡No puede insistir! ¡Formará en línea! ¡Maldita sea! —El príncipe estaba efervescente y se alimentaba del estrépito y el martilleo de los cañones. Se sentía nacido para aquel acalorado caos de la batalla. Le importaba un comino que Ompteda fuera un hombre que se había pasado la vida sirviendo como soldado; el príncipe tenía una apasionada certeza en sus convicciones y ni siquiera sus experiencias con la brigada de Halkett en Quatre Bras ni la masacre de los Alemanes Rojos iban a hacerle cambiar de opinión—. ¡Le ordeno que forme en línea! ¿O quiere que nombre a otro comandante de brigada? —le gritó delante de las narices al coronel.

Ompteda, en quien la obediencia estaba profundamente arraigada, desplegó de mala gana a sus dos batallones en línea.

El príncipe, desdeñoso hacia la timidez de Ompteda y con la seguridad de que había dado las órdenes necesarias para conseguir una encomiable victoria, observó con triunfante actitud cómo las bayonetas alemanas se dirigían hacia el valle.

A unos cincuenta pasos de donde estaban los fusileros, Ompteda ordenó a sus hombres que atacaran.

Los alemanes avanzaron a todo correr y sus bayonetas brillaban en la penumbra bajo la humareda. La infantería francesa, a la que habían pillado totalmente de sorpresa, huyó de la terrible amenaza de aquellas hojas de más de cuarenta centímetros. Los estandartes de los alemanes se arremolinaban hacia delante en medio del humo que dejaban los fusileros.

—¡Ahí está! —El príncipe, contento sobre su silla, se regocijó con el éxito.

—Deje que lo felicite, su alteza. —Winckler, uno de los ayudantes de campo holandeses del príncipe, se sonrió junto a su señor.

El teniente Simon Doggett, que se encontraba a pocos metros del príncipe, miró más allá de la infantería y hubiera podido jurar que veía una fila de caballería que trotaba por el valle. O como mínimo estaba seguro de haber visto el brillo de los cascos y el movimiento de los penachos de crin en un claro entre la humareda.

—¿Señor? ¡Allí hay caballería, señor!

El príncipe se volvió furioso hacia el teniente.

—¡Eso es lo único que ven ustedes los británicos! ¡Caballería! Está usted nervioso, Doggett. Si no puede soportar los rigores de la batalla, no debería ser soldado. ¿No es cierto, Winckler?

—Completamente cierto, su alteza.

Rebecque escuchó la conversación y no dijo nada. Se limitó a quedarse mirando fijamente las cambiantes nubes de humo blanco donde los mosquetes traqueteaban como espinas en llamas.

—¿Lo ve? —El príncipe escudriñó el valle con muchos aspavientos al tiempo que se protegía los ojos y boqueaba como un tonto de pueblo—. ¡No hay caballos! ¿Teniente Doggett? ¿Dónde están sus caballitos?

Simon Doggett ya no tenía la certeza de haber visto a ninguna caballería, porque el valle estaba lleno de humo y temió que su nerviosismo engañara su percepción, pero se mantuvo firme con obstinación.

—Estoy casi seguro de que los vi, señor, entre la humareda. Eran coraceros, allí a la derecha.

El príncipe estaba harto de aguantar a los ingleses pusilánimes.

—¡Quíteme de encima a este niño, Rebecque! Quítemelo de encima. Mándelo de vuelta con su niñera. —El caballo del príncipe dio un respingo y se echó a un lado cuando una bala de cañón pasó muy cerca hendiendo el aire—. ¡Ahí está! —gritó el príncipe triunfalmente cuando el humo se desplazó para revelar que la infantería de la Legión Alemana del Rey había alejado a los últimos franceses de los muros del oeste de la granja—. ¿Lo ve? ¡No hay caballería! ¡La audacia vence!

—La audacia de su alteza vence. —Winckler se apresuró a corregir a su señor.

Una trompeta interrumpió las siguientes palabras del príncipe. El toque de corneta sonó desde el valle, desde el interior de la humareda en la que el príncipe había insistido que no acechaba ninguna caballería, pero de la cual salió, como furia vengadora, el escuadrón de coraceros iniciando entonces el ataque.

Rebecque soltó un quejido. Casi exactamente en el mismo lugar donde habían sido masacradas las tropas hanoverianas, sufrían un ataque los miembros de la LAR. La caballería, una mezcla de coraceros, lanceros y dragones que habían sobrevivido a la carnicería de los jinetes entre los cuadros británicos, caía entonces sobre el flanco del batallón de Ompteda situado más a la derecha. Rebecque tuvo la impresión de que la infantería de casacas rojas sencillamente desaparecía bajo la multitud de asesinos a caballo. Para los jinetes franceses, era un bendito momento de venganza contra la infantería que los había hecho sangrar y sufrir anteriormente aquel mismo día.

El príncipe se quedó mirando fijamente. Había empalidecido, pero no dio un solo paso para ayudar a los soldados a los que acababa de condenar. Se quedó con la boca abierta y los dedos le temblaban en las riendas.

Los alemanes no tenían ninguna posibilidad. Los jinetes arremetieron a golpes de sable y cuchilladas contra el flanco abierto. Los soldados del lado derecho del batallón de la LAR rompieron filas y emprendieron una huida desesperada, pero fueron arrollados por los caballos. El batallón del lado izquierdo formó en cuadro para proteger su estandarte, pero el batallón del lado derecho quedó destruido. El príncipe apartó la mirada cuando un francés capturó el estandarte de la LAR y lo levantó en un gesto de triunfo. El coronel Ompteda murió tratando de salvar la bandera. La infantería francesa se apresuró a sumar sus bayonetas al acero de los jinetes. Los supervivientes alemanes, lamentablemente escasos, fueron retrocediendo poco a poco, formados en su tosco cuadro, hacia la colina. Ellos también podrían haber estado condenados, pero algunos miembros de su propia caballería habían descendido en tropel desde el olmo para alejar al enemigo.

Un trompeta de la caballería francesa hizo sonar un toque burlón mientras los restos de la Legión Alemana del Rey volvían a subir por la ladera cojeando. Un coracero blandió el estandarte capturado y con aquel anticipo de victoria francesa se burló de la colina británica que era presa del sufrimiento.

El príncipe no miró a los alemanes ni a los exultantes franceses. En lugar de eso, fijó imperiosamente la mirada hacia el este.

—¡No es mi culpa si los soldados no combaten como es debido!

Ninguno de los miembros del estado mayor respondió. Ni siquiera Winckler se molestó en suavizar el desastre con halagos.

—Le hemos proporcionado a la guarnición un espacio para respirar, ¿no es cierto? —El príncipe señaló con gestos hacia La Haye Sainte, que una vez más estaba rodeada de humo pero, de nuevo, nadie contestó y el príncipe, que creía merecer la lealtad de su familia militar, se volvió furioso hacia los oficiales de su estado mayor—. ¡Los alemanes tenían que haber formado en cuadro! ¡No fue mi culpa! —Pasó la mirada de uno a otro, exigiendo aprobación, pero sólo Simon Doggett fue lo bastante valiente para sostener la mirada enfurruñada y saltona del príncipe.

—Usted no es más que una media de seda llena de mierda —dijo Doggett con toda claridad, y se asombró completamente a sí mismo al repetir el desdeñoso veredicto de Patrick Harper sobre el príncipe.

Se hizo un consternado silencio. El príncipe se quedó boquiabierto. Rebecque, que no estaba del todo seguro de haber oído bien, abrió la boca para protestar, pero no pudo encontrar las palabras adecuadas.

Doggett sabía que sólo disponía de unos segundos para mantener la iniciativa. Tiró de las riendas de su caballo.

—¡Es usted un maldito asesino! —le dijo al príncipe, y, acto seguido, clavó sus espuelas y se alejó al galope. En pocos segundos el humo lo ocultó.

El príncipe se quedó mirando cómo se iba. Rebecque se apresuró a asegurarle a su alteza que sin duda Doggett había perdido la cabeza a causa de la tensión de la batalla. El príncipe asintió en señal de aceptación de aquella explicación simplista y luego se volvió de nuevo hacia los miembros de su estado mayor.

—¡Estoy rodeado de incompetentes! ¡Ese condenado tenía que haber formado en cuadro! ¿Es mi culpa que un maldito alemán no sepa hacer su trabajo? —La indignación y la ira del príncipe fluyeron con furiosa vehemencia—. ¿Es mi culpa que los franceses estén ganando? ¿Lo es?

Y en eso, al menos, el príncipe tenía razón. Los franceses, finalmente, estaban ganando la batalla.