CAPÍTULO 15

El cañoneo francés cesó de pronto. El humo de los calientes tubos de los cañones se alzaba en sucias nubes por encima del trigo y el centeno. En Hougoumont los mosquetes seguían disparando y los obuses lanzaban sus proyectiles por encima del castillo para que explotaran en el bosque de atrás, pero sin los disparos de la artillería francesa; algo que se parecía mucho al silencio inundó el campo de batalla de malos presagios.

Una leve brisa meció las cosechas en el valle y se llevó el humo en remolinos alejándolo de la cima francesa, con lo que dejó ver que los soldados de casaca azul, con sus relucientes cinturones cruzados, descendían por la distante ladera. La infantería francesa, que iba primero, avanzaba para atacar la colina británica. Iban en cuatro grandes columnas acompañados por cañones arrastrados por tiros de caballos.

Cada columna tenía una anchura de doscientos hombres; cuatro amplias falanges que bajaban de forma imperturbable por la falda de la colina francesa para dejar una estela de senderos de trigo aplastado a su paso. Un tumulto de fusileros, separados de los demás, corría a la cabeza de cada formación. Los tambores, ocultos en el interior de cada columna, marcaban el ritmo de las miles de botas que todo lo pisoteaban; los tambores tocaban el pas de charge, la vieja marcha francesa que había conducido a la infantería del emperador al otro lado del Vístula y hacia las llanuras más allá de Madrid. La concentración de tambores hizo que todo el valle se estremeciera. Los veteranos de la colina británica ya lo habían oído antes, pero para la mayoría de los hombres de Wellington, se trataba de un sonido nuevo y siniestro.

Las cuatro columnas atravesaron la mitad este del valle. La columna que atacaría en el centro avanzó hacia la carretera y amenazó con rodear la granja de La Haye Sainte. Un sol desvaído brillaba débilmente en las bayonetas caladas de la primera fila de las columnas. Los fusileros que estaban en el arenal frente a la granja derribaban a los primeros fusileros franceses que se habían desplegado por los campos de centeno. Por detrás de los fusileros, las botas de la columna pisotearon la cosecha y luego los tambores se acallaron al unísono para dejar que toda la columna lanzara su grito de guerra: «Vive l’Empereur!».

En la colina, por encima de la granja, un oficial de la artillería británica dio una última media vuelta a la manivela de su cañón de nueve libras. La bolsa de tela llena de pólvora estaba aplastada en la recámara bajo el peso de su proyectil. Una rígida pluma sobresalía de la chimenea. La pluma, que se había llenado de una pólvora muy fina, estaba clavada con fuerza en la bolsa de tela para que así la llamarada se propagara a lo más profundo de la carga. El cañón apuntaba colina abajo, por lo que, para evitar que saliera rodando del tubo, la bala tuvo que sujetarse con una arandela de relleno, un círculo de cuerda bien remetida contra la bala. Cuando el cañón hiciera fuego, la cuerda quedaría desintegrada por la explosión. El oficial, seguro de que el proyectil caería causando estragos sobre la columna francesa que se acercaba, retrocedió. El artillero tirador se encontraba junto a la rueda derecha del cañón con su botafuego humeante mientras que los otros seis artilleros aguardaban la orden de recargar.

Los fusileros de casacas rojas y verdes corrieron por la cima de la colina británica y luego bajaron por su larga vertiente, donde se desplegaron en una cadena de tiradores. Los fusileros estaban agazapados entre el centeno y sacaron el pedernal de sus armas. El trabajo de los fusileros británicos consistía en mantener alejados a los Voltigeurs franceses de los vulnerables artilleros. Los oficiales de la compañía ligera dispersaron a sus hombres en medio de sonidos sibilantes. Los Voltigeurs caminaban por las cosechas medio aplastadas como hombres que avanzaran penosamente a través de unas aguas que les llegaran hasta la cintura.

Una corneta ordenó a los soldados de casaca verde que abrieran fuego. El rifle Baker, con sus siete estrías que giraban un cuarto de vuelta dentro del cañón, poseía un alcance más largo que el fusil de ánima lisa, así como una precisión más mortífera. El emperador se había negado a armar a sus Voltigeurs con rifles aduciendo que el ritmo mucho más rápido del fuego de los mosquetes compensaba de sobras la pérdida de alcance y precisión, pero en aquellos momentos sus oficiales estaban pagando las consecuencias de esa decisión, porque eran el objetivo de los fusileros.

—¡Maten a los oficiales! —ordenaron los sargentos de los casacas verdes a sus hombres.

—¡No malgasten la pólvora! ¡Busquen a sus oficiales y maten a esa escoria! —Caían los primeros oficiales franceses, que salían despedidos hacia atrás con la fuerza de las balas que giraban en el aire.

—¡Corran! ¡Corran! —les gritó un oficial francés a sus soldados, y los Voltigeurs avanzaron a la carrera para reducir el campo de tiro y abrumar a los fusileros con la amenaza de sus bayonetas.

Los casacas rojas abrieron fuego. Los mosquetes emitían un chasquido más fuerte que el estallido más agudo de los rifles. En aquellos momentos los franceses estaban disparando; había tantos mosquetes retumbando en ambos bandos que la escaramuza sonaba como una horda de niños que hicieran correr unos palos a lo largo de la verja de un parque. Por encima de la ladera las nubes de humo blanco se movían con el viento y se fusionaban. Aquélla era la guerra particular de los soldados de la infantería ligera, una guerra amarga que tenía lugar en el cada vez más reducido espacio entre las columnas y los cañones británicos que aguardaban.

Uno de los fusileros disparó e inmediatamente se colocó corriendo tras su compañero, quien a su vez avanzó en cuclillas con el rifle cargado y dispuesto a proteger a su camarada que laboriosamente atacó la bala para hacerla bajar por entre las estrías del cañón del rifle que impedían que se introdujera con facilidad.

—¡Vigile su izquierda, Jimmy! —gritó un sargento en señal de advertencia—. ¡Ahí hay uno de esos payasos y quiero a ese cabrón muerto!

Antes de que pudieran matar al oficial francés, un grupo de sus fusileros de casaca azul se lanzó hacia delante con las bayonetas caladas en sus mosquetes.

—¡Atrás, muchachos! ¡Atrás! —Los rifles, de recarga muy lenta, eran vulnerables a aquellas resueltas arremetidas, pero se replegaron tras las agachadas figuras de una compañía ligera de los casacas rojas que de pronto se alzaron entre el centeno e hicieron estallar sus mosquetes, cuyos disparos abatieron a media docena de franceses. Una réplica en forma de irregular descarga le astilló el muslo a un teniente de casaca roja que soltó una maldición, cayó y observó con incredulidad como su sangre le empapaba los pantalones blancos. Dos de sus hombres lo agarraron por los hombros de su chaqueta y sin ningún tipo de contemplaciones arrastraron al teniente cuesta arriba para llevarlo con los cirujanos.

Los fusileros combatían por todo el valle, pero los Voltigeurs franceses superaban ampliamente en número a sus oponentes y poco a poco, con resentimiento, los casacas rojas y los fusileros se retiraron. Tras ellos, al otro lado de la cima de la colina, el resto de la infantería británica esperaba. Estaban tendidos boca abajo, escondiéndose tanto de los cañones franceses como de la masa de soldados de las cuatro columnas que avanzaban. Los batallones británicos ocultos se hallaban distribuidos en dos filas, una formación peligrosamente débil que pronto tendría que ponerse en pie y enfrentarse al estruendoso impacto de las columnas que seguían adelante.

Dichas columnas empezaron a pasar por encima de los fusileros muertos y agonizantes. Los chicos de los tambores, metidos en el centro de cada columna, les daban a los palillos como si su fervor juvenil pudiera conducir aquel enorme ataque hasta la mismísima Bruselas.

Aquél era el viejo estilo de la guerra, el estilo del emperador, el ataque en columna que dependía de la mera fuerza para romper la línea de batalla del enemigo. Pero los franceses no eran tontos y muchos de ellos se habían enfrentado antes a los mosquetes británicos y sabían que el viejo estilo nunca había funcionado contra las líneas de casacas rojas. Los británicos eran demasiado veloces con sus armas, y todos los rápidos mosquetes de una línea británica podían disparar a la columna atacante mientras que en la formación francesa sólo los hombres de las dos primeras filas podían devolver el fuego, de manera que cada vez que los británicos se habían topado con las columnas francesas, habían ganado. La línea británica parecía muy frágil, pero se solapaba con la columna y la sumía en su fuego. Contra las tropas de otras naciones la columna funcionaba estupendamente, pero los británicos habían aprendido a descargar un destructivo ataque de mosquetes que convertía a las columnas en desastrosas carnicerías.

Así que en aquella ocasión los franceses lo harían de otra forma. Aquella vez tenían una sorpresa propia, algo para contrarrestar que la línea les sobrepasara y las abrumadoras descargas de los mosquetes.

Aquella sorpresa debía esperar hasta que los dos bandos estuvieran lo bastante cerca uno de otro para poder mirarse a los ojos. Todavía faltaban algunos minutos para aquella confrontación, puesto que las líneas británicas todavía estaban escondidas y las columnas francesas tenían que trepar por la suave cuesta frente a los cañones que esperaban.

—¡Fuego! —gritaron los oficiales de artillería a lo largo de la colina.

Las mechas prendieron fuego a las plumas de pólvora fina que condujeron la llama hacia la carga de las bolsas de sarga y los cañones dieron una sacudida que los hizo retroceder sobre sus propias gualderas, con las ruedas completamente separadas del barro, antes de volver a caer unos metros por detrás de donde en un principio estaban situados.

En un instante el humo emborronó la colina.

Las balas de nueve libras salieron silbando colina abajo y cayeron sobre las filas que marchaban. Una bala podía matar a una docena de hombres. Los proyectiles se estrellaron entre las apiñadas tropas destrozando, aplastando, rompiendo huesos, esparciendo carne y sangre en lo más profundo de las pesadas concentraciones desoldados.

—¡Cierren filas! ¡Cierren filas! —gritaban los sargentos franceses.

Las tropas que avanzaban saltaron por encima de los cuerpos que se retorcían para cerrar filas. Los tambores redoblaban con más fuerza y rapidez y aceleraban aquel sangriento instante. Los soldados del centro alzaron sus mosquetes con la bayoneta en la punta al tiempo que ovacionaban a su héroe: «Vive l’Empereur!».

En la colina, los artilleros trabajaban como esclavos fustigados. El soldado encargado de limpiar el ánima, con la lanada empapada en la punta de la baqueta, introdujo el húmedo material por el tubo humeante. Se tenían que sacar del cañón los restos de pólvora y lona que aún ardían y que podían prender fuego y hacer explotar la siguiente carga. La repentina compresión del aire cuando se empujaba la baqueta con la lanada podía hacer estallar los residuos de pólvora sin arder que cubría las paredes de la recámara, por lo que un artillero que llevaba una funda de cuero para el pulgar presionaba con éste la chimenea para impedir que pasara el aire.

Se sacó la lanada mojada y el artillero cargador metió la nueva bolsa con la carga en el tubo, luego introdujo la bala y la arandela de relleno. El soldado que tenía la lanada le dio la vuelta a su baqueta y apretó la bala para encajarla y gritó cuando ésta llegó a la chimenea. El grito avisó al soldado encargado de la chimenea de que la carga estaba lista. Este último insertó la aguja dentro del oído para romper la bolsa de sarga llena de pólvora, a continuación metió la pluma con fino explosivo dentro del agujero que había hecho. El artillero que manejaba la baqueta ya estaba mojando la lanada en un cubo de agua, preparado para el próximo disparo, mientras que los otros dos soldados del equipo de artilleros tiraban de una palanca para hacer girar las gualderas y que el tubo cargado apuntara hacia el enemigo que se acercaba.

—¡Preparados! —gritó un cabo.

—¡Retrocedan! —El oficial se llevó las manos a los oídos—. ¡Disparen!

El cañón retumbó de nuevo. En esta ocasión tuvieron que echarlo hacia delante, arrastrándolo por los surcos que había abierto en el barro con sus dos descargas anteriores. Las balas de los mosquetes de los fusileros franceses pasaban cerca como latigazos, pero el humo del cañón protegía a los artilleros mientras recargaban.

—¡Doble carga! ¡Doble carga! —Un oficial de artillería iba a galope por detrás de la batería—. ¡Doble carga! —El oficial, al cabalgar alejándose del humo, había visto el avance inexorable de la columna más cercana al remontar la ladera y supo que había llegado la hora de levantar las palancas.

Esa vez, en lugar de cargar sólo con balas, los artilleros atacaron un bote de balas de mosquete encima del proyectil. Ahora cada descarga esparciría una aureola de mortíferas balas alrededor del pesado proyectil.

—¡Fuego!

El bote de metralla se hizo trizas con el golpe del proyectil y en la columna francesa más cercana se abrió un hueco ensangrentado. Los soldados del emperador iban dejando un rastro de sangre y cuerpos a su paso, pero el ataque seguía siendo fuerte y sólido. Los cañones ligeros franceses disparaban desde el fondo del valle tratando de alcanzar a las piezas de nueve libras británicas tras su cortina de humo. La caballería francesa había avanzado hacia los flancos de las columnas exteriores para protegerlas de la amenaza de los jinetes británicos. Así era como debía llevarse a cabo una guerra: las tres armas del Ejército apoyándose unas a otras y la victoria tan sólo a un golpe de tambor de distancia al otro lado de la cima de una colina que, para los franceses que avanzaban, parecía estar casi del todo vacía. Veían los cañones y su humareda, así como las fugaces siluetas de los fusileros que se retiraban, y vieron a un puñado de oficiales a caballo esperando tras la cima, pero no vieron las líneas enemigas porque los casacas rojas seguían tumbados en el suelo, seguían escondidos, seguían esperando. Algunos franceses, aquellos que nunca habían combatido contra Wellington, se atrevieron a esperar que la colina estuviera defendida sólo con cañones, pero los veteranos de España no eran tan tontos. El maldito duque inglés siempre ocultaba a sus hombres tras una colina si podía. Aquellos veteranos sabían que, dentro de un momento, los malditos ingleses se dejarían ver. Así era como los franceses llamaban a los soldados británicos, los malditos ingleses. No era un mote afectivo, pero tampoco era degradante como el que ellos tenían para los franceses; a los franchutes los llamaban crapauds, los «sapos», pero los malditos eran personas que maldecían a Dios, y había algo escalofriante en esa idea.

Los tambores franceses hicieron una pausa. «Vive l’Empereur!»

—¡Fuego! —Otra descarga de doble proyectil hizo impacto colina abajo y en aquella ocasión un oficial de la artillería británica oyó el traqueteo como de granizo cuando las balas del bote de metralla golpearon los mosquetes de la infantería—. ¡Ahora les estamos dando, muchachos! —Una lanada mojada soltó un silbido cuando la introdujeron en el tubo caliente.

En la colina, los oficiales de infantería británicos observaron y esperaron. Los tambores sonaban con fuerza, mientras que en la retaguardia de las columnas francesas los soldados cantaban. Las bandas de los batallones británicos también tocaban tras la colina, haciendo de ello una cacofónica batalla de música que los franceses iban ganando a medida que más y más soldados se unían al canto de la Marsellesa: «Allons, enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!». Las bruñidas águilas brillaban sobre las enormes concentraciones de soldados que marchaban y que parecían absorber el mortífero cañoneo. Si un proyectil provocaba una carnicería entre las filas, éstas se cerraban y seguían adelante. Los oficiales franceses, con las espadas desenvainadas, instaban a sus hombres a seguir avanzando. Sólo tenían que soportar aquel infierno unos segundos más, aguantar otros pocos estallidos de cañones, y entonces llevarían sus bayonetas hacia la colina para vengarse.

Primero, como las líneas de Wellington siempre vencían a las columnas francesas, tenían que revelar la sorpresa.

—¡Despliéguense! —Los oficiales franceses gritaron la orden. Las columnas se encontraban entonces a menos de cien pasos de la cima de la colina británica. Los Voltigeurs habían retrocedido para unirse a las tropas de las columnas y los fusileros británicos habían ido a sumarse a la línea; por lo tanto, desde aquel momento, se trataría de una fuerza principal contra otra—. ¡Despliéguense!

Las últimas tropas de las columnas empezaron a extenderse hacia el exterior. Aquélla era la sorpresa, que la columna se transformaría de pronto en una línea, pero una línea más gruesa y pesada que la de los británicos. Podrían disparar todos los mosquetes franceses y serían mucho más numerosos. La línea de los defensores no se solaparía con la columna, sino que se vería arrollada por esta última. Los franceses dispararían su descarga asesina y luego cargaría contra su enemigo. El día de gloria había llegado.

* * * *

La columna francesa situada más al este avanzó sobre Papelotte e hizo retroceder a los soldados del príncipe Bernhard de Saxe-Weimar hacia los más sólidos edificios de la granja. La columna que se encontraba más al oeste, y que avanzaba de banda a banda de la carretera empedrada, pasó a ambos lados de La Haye Sainte obligando a los fusileros a abandonar su arenal.

Los fusileros de la Legión Alemana del Rey que guarnecían lo que era la granja en sí se encontraban bastante a salvo, puesto que las paredes de La Haye Sainte eran de gruesa piedra, con buenas aspilleras, y la columna no tenía intención de asaltar una fortaleza provisional como aquélla. Sin embargo, en aquellos momentos la granja demostró su mortífera valía cuando las guarniciones hicieron trizas las columnas que pasaban con fuego de fusil. Las tropas francesas recibieron un encarnizado asalto; atacadas por las descargas desde el flanco y por el cañoneo de doble carga por el frente. Los franceses, desesperados, ordenaron que se asaltara la granja. Una multitud de soldados de infantería derribaron los setos del jardín de la cocina y del huerto y obligaron a los defensores a retroceder hacia el olmo de la colina que había detrás. No es que importara mucho esa retirada, puesto que la mayor parte de la guarnición estaba a salvo tras los muros de piedra de los edificios de la granja, desde donde mantenían las hirientes descargas que ya habían malogrado y roto el ataque de la columna situada más al oeste.

Los rompeolas de Wellington funcionaban. Dos de las columnas francesas se habían detenido, aunque las dos centrales seguían retumbando majestuosamente y parecían imparables subiendo por la amplia y desnuda ladera situada entre Papelotte y La Haye Sainte. El duque, que sabía que aquellas columnas centrales constituían el verdadero peligro, cabalgó hacia el lugar donde realizarían su ataque.

El príncipe de Orange ocupó el lugar del duque junto al olmo y se quedó mirando horrorizado la confusión que reinaba alrededor de La Haye Sainte. El príncipe no vio que la granja había roto de forma efectiva toda una columna de infantería francesa, sino que vio únicamente un edificio de paredes blancas envuelto en humo y rodeado de enemigos. Todavía peor, vio a un torrente de fusileros de la Legión Alemana del Rey que corrían en una precipitada retirada de la granja. A Wellington no se le veía en ningún sitio, lo cual significaba que el destino y la historia habían situado al príncipe en aquella posición estratégica. Se mordió las uñas mientras miraba, entonces supo que no debía dudar. ¡La Haye Sainte no podía caer! ¡Y si ya había caído, debían volver a tomarla! Se giró y vio a un batallón de hanoverianos de su cuerpo no muy lejos tras la colina. La infantería hanoveriana vestía con casacas rojas al estilo británico y todo el ejército los conocía como los alemanes rojos.

—¡Dígales a los alemanes rojos que avancen! —le dijo el príncipe a Rebecque con brusquedad.

—¿Señor? —Rebecque estaba estremeciéndose al ver la ejecución de los franceses más cercanos víctimas de las dobles descargas de los cañones, y no tenía ni idea de lo que el príncipe quería decir con aquella orden.

—¡Los alemanes rojos, Rebecque! Que avancen hacia la granja y la recuperen. Dígales que formen en línea y que avancen. ¡Ahora!

—Pero, señor, la granja no ha caído y…

—¡Hágalo! ¡Ahora! —gritó el príncipe a su jefe de estado mayor.

Rebecque escribió la orden en silencio, se la dio al príncipe para que la firmara y entonces mandó a un ayudante de campo al encuentro de los alemanes rojos. Las tropas hanoverianas se desplegaron en línea y luego, al son de un tambor, avanzaron con las bayonetas caladas. Llegaron a la cima de la colina y, con sus estandartes enarbolados en lo alto tras sus compañías centrales, cayeron sobre los franceses que seguían arremolinados alrededor de las paredes con troneras de La Haye Sainte.

—¡Así se hace! —exultó el príncipe—. ¡Dadles acero! ¡Dadles acero!

—¿Está seguro de que la caballería francesa se ha ido, señor? —preguntó Rebecque con mucha calma.

—¡Uno tiene que ser audaz! ¡La audacia lo es todo! ¡Oh, bien hecho! —El príncipe aplaudió porque los hanoverianos habían despejado el jardín de la cocina y se estaban abriendo camino hacia el oeste por el flanco abierto de la granja. Seguían alineados y disparaban continuas descargas que hacían retroceder a los franceses.

La infantería francesa se retiró, pero su caballería avanzó. Aquella caballería se había mantenido en lo más profundo del fondo del valle, a salvo del cañoneo británico de doble descarga, pero en aquellos momentos la guardia del flanco izquierdo vio una línea de enemigos con casacas rojas que se desplegaban por el centeno. Las espadas francesas rozaron las vainas al desenfundar. Parecía que aquel día Dios les sonriera a aquellos soldados de caballería.

Sonaron las trompetas.

Les gros frères, los coraceros, encabezaron el ataque mientras que los dragones con trenzas cabalgaban detrás de los jinetes de la caballería pesada. Los artilleros británicos apuntaban a los restos del flanco de la columna y, por otro lado, el humo les impedía la visión y no se dieron cuenta de la amenaza de la caballería. Los hanoverianos, disparando rápidas descargas, se estaban cegando ellos mismos con la humareda; los soldados de las compañías situadas a mano derecha oyeron el ruido sordo de los cascos y miraron aterrados a través del humo de la pólvora para ver los primeros destellos de las armaduras de acero y las espadas alzadas.

—¡Caballería!

—¡Formen en cuadro!

Era demasiado tarde. Los jinetes de la caballería pesada cayeron sobre el extremo abierto de la línea de tropas hanoverianas. Las grandes espadas Klingenthal, fabricadas con el mejor acero de Europa, arremetieron con fuerza, empujadas por la tonelada de peso de hombre y caballo. Unos rostros adustos, enmarcados por los cascos de acero, se salpicaron con la sangre de los soldados de infantería cuando los jinetes se abrieron paso entre el batallón. Los alemanes rojos rompieron filas y huyeron presas del pánico del retumbar de cascos y de las hojas refulgentes. El grupo de abanderados se refugió en el jardín de la granja, pero la mayor parte de las tropas hanoverianas fue alcanzada en campo abierto y lo pagó caro. Los jinetes cabalgaban alrededor del prado a la caza de los últimos refugiados para acuchillarlos con implacable eficiencia.

El príncipe de Orange lo miraba todo boquiabierto desde el olmo. Vio una espada elevarse en el aire goteando sangre de un muerto y luego volver a caer con un sonido de carnicero.

—¡Deténgalos, Rebecque! —exclamó lastimeramente—. ¡Deténgalos!

—¿Y cómo, si puede saberse, su alteza?

Al final, los artilleros británicos terminaron con aquel tremendo asunto. La carga había llevado a los jinetes a un terreno al alcance de los cañones y las dobles descargas alejaron del prado a los soldados de caballería, pero no antes de que hubieran abatido a los alemanes rojos, que yacían con espantosas cuchilladas, sangrando y retorciéndose sobre el centeno mientras morían. El príncipe de Orange había atacado de nuevo.

Mientras tanto, al este, donde no había ninguna granja que protegiera la colina, las dos columnas centrales del ataque francés se desplegaron en línea y siguieron subiendo para alcanzar la victoria.

* * * *

La infantería belga holandesa situada en el entrante de la colina echó un vistazo de cerca a la columna más próxima y salió corriendo.

Los británicos abuchearon a los soldados que corrían, pero a los belgas no les importaba. Sus simpatías estaban con el emperador, así que corrieron hacia el bosque y allí, a salvo bajo sus árboles, esperaron que una victoria francesa restituyera el trono adecuado a Bélgica.

Los tambores franceses tocaban el pas de charge mientras las columnas se desplegaban en la pesada línea de mosquetes que sumiría la cima de la colina bajo su fuego.

—¡Levántense! —la orden era británica.

A lo largo de toda la colina, como hombres que surgieran completamente armados de la tierra que los ocultaba, los casacas rojas se pusieron en pie. Hacía tan sólo un momento la colina parecía estar vacía y al minuto siguiente estaba coronada por una línea de mosquetes.

—¡Fuego!

Los franceses, que estaban muy cerca de la cima, se habían detenido un instante cuando su enemigo había aparecido tan repentinamente de la tierra, pero los oficiales franceses, al ver cuán extensamente superaban en número a los malditos ingleses, gritaron a sus hombres que siguieran avanzando.

—¡Fuego!

La primera descarga británica estalló con estrépito ladera abajo. Se disparó a tan sólo unos sesenta pasos de distancia y chocó contra las columnas que se desplegaban, derrumbando a las primeras filas como si fueran soldados de plomo que un niño caprichoso hubiera derribado.

—¡Recarguen!

Los soldados separaron de un mordisco las balas de la punta de los cartuchos de papel encerado, vertieron la pólvora en los cañones de sus mosquetes, taparon la pólvora con el papel del cartucho, escupieron las balas dentro del cañón y las apretaban con fuerza con sus baquetas.

—¡Disparen por secciones! —ordenó un comandante—. ¡Compañía de granaderos! ¡Disparen!

Empezaron las retumbantes descargas, que resonaron a lo largo de la colina en medio de las llamas y el humo. Los franceses devolvieron los disparos. Sir Thomas Picton bramó una orden y murió cuando una bala le perforó la chistera y se le alojó en el cráneo. Los soldados de los Highlanders, los irlandeses y los de los condados rurales mordieron sus cartuchos hasta que se les ennegrecieron los labios y se notaron la lengua agria con el salado sabor del explosivo. Abrieron fuego, chamuscándose las mejillas con los restos de pólvora ardiendo que salían despedidos de las llaves de sus mosquetes.

—¡Cierren filas! ¡Cierren filas! —Los sargentos arrastraron a los muertos y heridos hacia la parte de atrás de la línea, dejando que los soldados se acercaran unos a otros donde habían caído las balas francesas.

Un cañón disparó y su bote de metralla sembró una sangrienta destrucción entre los franceses que se desplegaban, pero aun así los franceses se acercaban, más tropas avanzaban de entre la neblina de humo para engrosar su línea que moría desangrada.

Los casacas rojas escarbaban sus pedernales y se rompían las uñas al amartillar sus armas. Con el retroceso, los mosquetes daban unos golpes como si fueran mulas. Los franceses seguían desplegándose en línea, seguían avanzando y los tambores seguían alentándolos. Un cañón ligero francés abrió fuego y destrozó a un grupo de abanderados de casaca roja. Las descargas de mosquetería francesas eran lentas, pero los franchutes superaban en número a los malditos ingleses y seguían abriéndose un sangriento camino, como podían, hacia la cima de la colina y hacia la victoria.

Y entonces sonó una trompeta.

* * * *

Lord John Rossendale, que cabalgaba cerca del conde de Uxbridge, había observado el avance de las columnas con verdadera incredulidad. Había oído hablar de tales ataques y había escuchado a los soldados describir una columna francesa, no obstante, nada de eso había preparado a lord John para la forma en que un ataque como aquél llenaba el paisaje, o para la manera en que su música ponía la piel de gallina y los nervios de punta, o para lo irresistible que parecía un ataque como aquél; como si cada columna no estuviera formada por individuos, sino que fuera alguna bestia articulada, lenta y pesada, que surgiera de una pesadilla para cernerse sobre la tierra.

Sin embargo, aunque las columnas lo llenaban de terror, se maravilló ante la calma de los hombres con los que cabalgaba. La tranquilidad, observó lord John, provenía del duque, hacia quien los soldados se sentían irresistiblemente atraídos como si su seguridad les comunicara de alguna forma por la proximidad. El duque observaba con todo detalle a las columnas que se acercaban, pero todavía le quedaba tiempo para reírse con alguna broma de Álava, el comisionado español. La única vez que Rossendale vio al duque con el ceño fruncido fue cuando un breve chubasco, que se fue casi tan pronto como llegó, le hizo agarrar la capa, sacudirla y ponérsela sobre los hombros.

—No soporto empaparme y tampoco tolero los paraguas —le dijo a Álava en francés.

—Podríais hacer que cuatro soldados fornidos os sostuvieran un palio —sugirió Álava, un viejo y apreciado amigo de las batallas españolas del duque—. Como un potentado mahometano.

El duque respondió con su curiosa carcajada parecida a un relincho.

—¡Eso estaría muy bien! ¡Me gusta la idea! Un palio mahometano, ¿eh?

—¿Y por qué no un harén?

—Pues, ¿por qué no? —El duque tamborileaba suavemente con los dedos sobre el pequeño escritorio montado encima del pomo de su silla. A lord John no le pareció que aquel gesto fuera una reacción a causa de los nervios, más bien expresaba la impaciencia del duque ante las columnas francesas que avanzaban pesadamente. En aquellos momentos los fusileros enemigos se encontraban tan cerca que molestaban al grupo del duque. Sus balas pasaban silbando y zumbando alrededor de los jinetes. Dos de los ayudantes de campo del duque fueron alcanzados, uno de ellos mortalmente, a tan sólo dos pasos a la izquierda de donde él se encontraba. El duque echó un vistazo al hombre muerto y luego miró con el ceño fruncido a los cañones enemigos tirados por caballos—. No harán nada con esos malditos cañones ligeros —se quejó como si la poca eficiencia de su enemigo lo ofendiera, y entonces, cambiando al francés, preguntó a Álava si no creía que los franceses estaban desplegando a más fusileros de lo habitual.

—Sin duda hay más —confirmó Álava, pero su voz no reveló más excitación que si hubiera estado compartiendo un duro día de caza con el duque.

Las tropas belgas holandesas echaron a correr, lo que provocó que el duque apretara los labios, pero entonces, consciente de lo que se podía enmendar y lo que no, se limitó a ordenar a un batallón que cubriera el hueco que habían dejado. Se dirigió más hacia la izquierda, con el caballo a medio galope por detrás de los casacas rojas que aguardaban. El conde de Uxbridge y su estado mayor fueron detrás de él. El duque volvió a poner mala cara cuando las columnas francesas empezaron a desplegarse en línea, pero la inesperada maniobra no pareció ponerle nervioso.

—¡Ahora les toca a ustedes! —les gritó el duque a los casacas rojas del batallón más próximo.

Los soldados de casaca roja se pusieron en pie y empezaron las descargas. Lord John, que iba tras los pasos del duque junto a su señor, vio que el intento de los franceses de formar en línea no llegó a completarse debido al destructivo fuego británico. Los flancos franceses no subirían por la falda de la colina ante las descargas de mosquetería, así que, en lugar de eso, todo el enemigo en masa fue ascendiendo poco a poco por la loma, ni en fila ni en columna, sino en una formación a mitad de camino entre las dos. En la opinión no instruida de lord John, y a pesar de la momentánea confusión que reinaba entre los franceses, la batalla seguía teniendo un cariz de terrible desigualdad; una multitud de franceses se habían colocado por debajo de la delgada y frágil línea de casacas rojas. La concentración de tropas seguía avanzando. Las descargas británicas alcanzaban y masacraban a las filas que iban a la cabeza, pero los franceses seguían abriéndose paso colina arriba, pasando por encima de sus muertos y lanzando su grito de guerra. Peor aún, los coraceros que acababan de destruir a los alemanes rojos cabalgan entonces a la izquierda de la carretera para escapar al cañoneo y amenazaban con atacar a la delgada línea británica.

El duque lo había visto todo y lo comprendió todo. Se dirigió a Uxbridge.

—¿Está lista su pesada, Uxbridge?

—¡Por supuesto, su excelencia!

Lord John tardó un momento en entender la elegancia de la solución del duque. Los franceses se hallaban al borde de un éxito echado por tierra. Sus columnas subían paso a paso por la colina y dentro de un momento se verían reforzadas por la caballería pesada que caería sobre el flanco de casacas rojas como un torrente de acero. La línea del duque quedaría destrozada, la infantería francesa la atravesaría en avalancha y luego más caballería cruzaría el valle en tropel para finalizar la aplastante derrota.

Salvo que el contraataque del duque estaba preparado. Un caballo se vería enfrentado con otro caballo y la caballería pesada británica caería sobre los gros frères del emperador. Las mismísimas tropas de la Guardia de la Casa Real británica: la Guardia Real, la Guardia de Dragones del Rey y la Guardia Azul, junto a la Real Brigada de la Unión, los Escoceses Grises y la Caballería de los Inniskillings salvarían al ejército.

Lord John dio la vuelta a su caballo, desenvainó la espada que le habían prestado y salió a toda prisa tras el conde de Uxbridge.

—¡Harry! ¡Tiene que dejarme venir! —Aquélla era la oportunidad que lord John había esperado y por la que había rezado. Vio a otros oficiales de estado mayor, Christopher Manvell entre ellos, que se apresuraban a unirse a sus regimientos—. ¡Por el amor de Dios, Harry, déjeme combatir! —volvió a suplicar lord John.

—¡Puede usted combatir, Johnny! ¡Cuantos más, mejor! ¡Iremos a por sus caballos y luego destrozaremos su infantería!

La flor y nata de la caballería británica acudiría a hacer pedazos el ataque francés. Lord John, con la espada prestada brillando en la mano, cabalgó para recuperar su honor. En batalla.