CAPÍTULO 14
El conde de Uxbridge, totalmente preparado para el momento, había dispuesto que su criado le trajera una bandeja con copas de plata llenas de jerez. Cuando disparó el primer cañón, el conde le hizo una señal a su criado para que se acercara y observó mientras las pequeñas copas eran distribuidas entre los miembros de su estado mayor.
El conde esperó a que el segundo cañón hiciera fuego y luego, como si aquellos jinetes estuvieran a punto de salir a cazar con jauría, alzó su copa del estribo con gravedad.
—Buena caza, caballeros. Permítanme desearles una buena caza.
Los jinetes bebieron. Lord John Rossendale tuvo que vencer la tentación de beberse el jerez de un solo trago.
El tercer cañón disparó. El zorro había salido al descubierto, corría, y el encarnizamiento podía empezar.
* * * *
Todos los cañones que había en la colina francesa abrieron fuego.
La descarga surgió como una erupción volcánica de humo que desdibujó la lejana cresta con una humareda de color gris amarillento. En medio del humo estaban las punzantes llamas.
Al cabo de un instante el sonido retumbó por todo el valle, un trueno para comunicar a Europa que el emperador estaba en guerra.
La mayoría de los cañones estaban cargados con granadas. Los fríos tubos lanzaron sus proyectiles de manera que se quedaron cortos en su trayectoria, y la mayor parte de ellos cayeron sin causar daño, hundiéndose en el barro que, si no apagó la mecha encendida, absorbió la fuerza de la explosión. Unos cuantos, muy pocos, rebotaron por la ladera frontal de la colina para aterrizar por segunda vez entre los batallones refugiados tras la cima. Las explosiones lanzaron jirones de humo negro y pálidas llamas al húmedo aire.
Morían los primeros soldados, pero no muchos, porque una granada tenía que explotar en el mismísimo centro de una compañía para causar una matanza. Algunos de los proyectiles fueron inutilizados por soldados ingeniosos que apagaron la mecha de un pellizco o la arrancaron mientras ardía de la carga de pólvora mediante un rápido golpe con la culata del mosquete. El humo de la artillería francesa descendía hacia el valle y empezó a verse alimentado cuando los cañones más rápidos en recargar volvieron a hacer fuego. Los disparos se hicieron irregulares, pero constantes; las descargas de humo y llamas surgían una tras otra de la colina ocupada por los franceses. Los proyectiles pasaban silbando a más altura a medida que los tubos de los cañones se calentaban. Algunas granadas pasaron por encima de la colina y fueron a explotar a lo lejos, en la linde del bosque, mientras que los disparos mejor dirigidos rebotaron justo por debajo de la cima británica para caer entre los soldados que se escondían detrás. Las granadas hacían sonidos distintos, dependiendo de a qué distancia del oído se encontraran. Algunas emitían un zumbido parecido al berrido de un montón de niños, otras producían un runrún como el aleteo de un pájaro, mientras que otras retumbaban como un trueno. Aquellos ruidos ya estaban provocando que una serie de tropas belgas se retiraran hacia el bosque; un hombre herido era una excusa para que otros diez lo ayudaran a ponerse a salvo.
Una granada explotó cerca de los miembros del estado mayor del conde de Uxbridge que todavía se hallaban agrupados tras brindar por una buena caza, y se dividieron en dos como ovejas atacadas por un lobo. Una de las pequeñas copas de plata cayó al barro, pero aparte de eso no hubo más daños que los causados a la dignidad de los jóvenes. Dominaron sus nerviosos caballos y observaron cómo cada nuevo disparo enturbiaba y agitaba el banco de humo que se hacía cada vez más espeso frente a la línea de artillería del emperador.
A la derecha de los británicos, donde los cañones franceses estaban cerca de Hougoumont, los artilleros disparaban botes de metralla para deshacerse de los fusileros británicos que había en los bosques que se extendían al sur del castillo.
Algunas de las balas de mosquete se elevaron con un zumbido hacia la colina, donde cayeron con un golpeteo sobre el suelo mojado como si fueran granizo.
Un cañón británico de nueve libras disparó como respuesta y se ganó una furiosa reprimenda de un oficial de estado mayor a caballo.
—¡Alto el fuego, maldita sea! ¡Alto el fuego! —El duque estaba ahorrándoles a sus cañones el desgaste natural causado por un fuego incesante que podía hacer explotar las chimeneas o incluso hasta partir los tubos. Iba a necesitar sus cañones cuando la infantería o la caballería enemigas avanzaran.
Un proyectil cayó y destrozó la rueda de un obús antes de rebotar y acabar explotando tras la colina sin causar daños. Los artilleros trajeron rápidamente una rueda de recambio y repararon el cañón. Los franceses empezaron a combinar las más sólidas balas con las granadas, y una de esas bolas de hierro le arrancó la cabeza a un oficial del estado mayor, dejando su cuerpo ensangrentado derecho en la silla por un momento antes de que el aterrorizado caballo se desbocara y el cuerpo decapitado cayera y fuera arrastrado, enganchado al estribo izquierdo. Al final el cadáver se soltó al dar una sacudida y un grupo de casacas rojas se acercaron rápidamente para desvalijarle los bolsillos al muerto.
Una granada cayó sobre la cima de la colina, rebotó y luego explotó a unos veinte metros a la izquierda de Sharpe. Un pedazo de cascote al rojo vivo que desprendía una estela de humo chocó contra su muslo sin hacerle daño.
—Retroceda —le dijo Sharpe a Harper.
—Estoy bien aquí, sí que lo estoy.
—¡Le hizo una promesa a su esposa! ¡Así que lárguese!
—¡No malgaste saliva! —Harper se quedó. El cañoneo era fuerte, pero no demasiado peligroso. Los artilleros franceses se encontraron ante una doble dificultad. En primer lugar, el propio humo de sus cañones los cegaba, y en segundo lugar, su enemigo se encontraba agazapado tras la protección de la baja colina, por lo que la mayoría de sus granadas explotaban sin causar daños, eso si llegaban a estallar. El barro apagaba demasiadas mechas, no obstante la artillería hacía un montón de ruido, el suficiente para aterrorizar a las tropas belgas que se encogían bajo el sonido de los silbantes proyectiles, las detonantes explosiones y los atronadores cañones.
Sharpe se movió hacia la derecha para situarse en un punto estratégico desde el que pudiera ver la vacía campiña del flanco derecho del ejército. Al cambiar de posición, tanto él como Harper se alejaron de lo peor del cañoneo y se acercaron a otro oficial del estado mayor británico que sin duda tenía asignada la misma misión que Sharpe: vigilar que los franceses no realizaran ninguna maniobra de flanqueo. El hombre, que llevaba la casaca azul y el kolbak de piel de los húsares, saludó cortésmente a Sharpe con un movimiento de la cabeza y luego consultó un cuaderno.
—Yo calculé diez minutos antes del mediodía, ¿y usted?
—¿Diez minutos antes del mediodía? —preguntó Sharpe.
—Cuando Bonaparte abrió fuego. Es bueno ser preciso en estas cosas.
—¿Ah, sí?
—Al par le gusta ser específico. Yo soy un miembro de su familia, por cierto. —Con lo cual el joven de rostro agradable quería decir que era uno de los ayudantes de campo del duque—. Me llamo Witherspoon.
—Sharpe. Y éste es mi amigo el señor Harper, de Irlanda.
El capitán Witherspoon saludó cordialmente a Harper con la cabeza y luego echó un vistazo a las nubes.
—Creo que despejará. Esta mañana detecte una clara subida del mercurio. ¡Me honra haberlo conocido, Sharpe! Está con el Joven Franchute, ¿no es cierto?
—Sí, así es.
—¿Hay alguna cosa que haga bien?
Sharpe sonrió ante el tono falso del capitán Witherspoon.
—No que yo sepa.
El soldado de caballería soltó una carcajada.
—Estuve con él en Eton. Allí tampoco era muy bueno, aunque tenía una muy buena opinión de si mismo. ¡Lo recuerdo como una persona constantemente sucia! Le gustaban las chicas y era prolíficamente aficionado al vino.
—¿Ahora qué hora es? —preguntó Sharpe con lo que parecía una grosera indiferencia hacia el chismorreo de Witherspoon.
Witherspoon sacó el reloj del bolsillito de su chaleco y abrió la tapa.
—Pasan cuatro minutos del mediodía, a falta de unos pocos segundos.
—Pues será mejor que anote que los franceses están avanzando.
—¿Que están haciendo qué? ¡Dios santo! ¡Es cierto! ¡Gracias, mi querido amigo! ¡Por Dios, están avanzando, y tanto que sí! —Escribió a toda prisa una nota en su cuaderno.
Los fusileros franceses se abalanzaban hacia Hougoumont. Se dirigían allí como una turba desatada; corrían, disparaban y volvían a correr. La mayoría estaban entre los árboles, que los mantenían a cubierto desde el pie de su colina hasta los muros del castillo, pero algunos de ellos se adelantaron a los demás y se hallaban en el flanco abierto, donde el heno recién segado formaba empapadas hileras entre el rastrojo. Los soldados de casaca roja de la avanzadilla de la Guardia de Coldstream se estaban replegando a toda prisa, sin duda al recibir la orden de que no convirtieran aquello en un combate bajo los árboles. Con los casacas rojas había algunas tropas holandesas y alemanas, estas últimas armadas con fusiles de caza de cañón largo. Sharpe vio al menos dos compañías belgas holandesas de casaca azul corriendo hacia el enemigo, presumiblemente para ponerse a cubierto.
Los fusileros de la Guardia volvieron a entrar apresuradamente en los edificios de la granja o en el jardín y huerto tapiados que se extendían a lo largo del castillo. Los franceses habían avanzado hasta el mismo extremo del bosque y los imponentes edificios del castillo los mantenían ocultos a la vista de Sharpe.
—Voy a bajar ahí —le dijo a Harper mientras señalaba al prado donde un puñado de fusileros franceses se refugiaban tras las hileras de heno mojado.
—Yo voy con usted —le replicó Harper obstinadamente.
—¡Tengan cuidado! —les gritó el capitán Witherspoon a los dos fusileros cuando éstos se alejaban.
Sharpe puso su caballo a medio galope y bajó por el camino de la granja, pasó junto a un almiar que había en el exterior de las puertas traseras del castillo y luego se dirigió al campo abierto del oeste. Los pocos soldados de la avanzada francesa que se habían refugiado tras el heno segado habían regresado al bosque, sin duda alejados del prado por los mosquetes disparados desde las troneras que se habían abierto en los muros de los graneros de Hougoumont. Sharpe se encontraba a tan sólo unos cien metros del combate, pero estaba tan a salvo de él como si estuviera en la luna. Los franceses únicamente tenían un objetivo: tomar los edificios desde los cuales podrían barrer la colina ocupada por los británicos situada detrás con fuego de canon de corto alcance. Habían tomado el bosque y, en aquellos momentos, la infantería de casaca azul allí concentrada se preparaba para el último asalto a la granja y todos sus edificios. Algunos de los franceses utilizaron hachas para abrir grandes agujeros en el seto que bordeaba el bosque. Más batallones franceses fueron adentrándose en fila entre los árboles hasta que el bosque estuvo repleto de soldados de la infantería enemiga que esperaban el toque de clarín, que los impulsaría al ataque.
Sonó la corneta, los franceses soltaron gritos de entusiasmo y la enorme multitud se precipitó hacia los huecos abiertos en el seto.
Los defensores abrieron fuego.
Los soldados de la Guardia británica se hallaban tras setos y zanjas, refugiados detrás de paredes o disparando desde las ventanas de los pisos superiores del castillo. Una ráfaga de disparos de mosquete cayó con estrépito sobre el ataque francés y todo mosquete que se disparó fue inmediatamente reemplazado por otra arma ya cargada que también disparó y que a su vez fue sustituida en la tronera o en el saliente desde el cual hacía fuego. El traqueteo de los mosquetes era incesante y ahogaba el ruido de los cañones que disparaban desde la colina situada más allá. El humo llenaba el espacio al sur de los muros del castillo, un humo que se agitaba y se rompía con nuevas descargas de mosquete que refulgían, rojas y repentinas, en el interior de aquella nube acre. De alguna forma sobrevivieron a las ráfagas franceses suficientes para llegar a las paredes del castillo donde, a zarpazos, trataron de agarrar los mosquetes británicos y sacarlos de las troneras a la fuerza. Pero en lugar de eso, los mosquetes dispararon y rechazaron a los atacantes que volvían a salir despedidos hacia los soldados que avanzaban por detrás.
Parecía haber más esperanzas de capturar el jardín de la cocina que estaba protegido por un muro que sólo era unos centímetros más alto que un hombre. Algunos franceses sostenían los mosquetes sobre sus cabezas para disparar a ciegas hacia el otro lado del remate de la pared. Otros disparaban a través de las aspilleras de los británicos, mientras que los más valientes intentaron escalar el muro y algunos incluso se sentaron a horcajadas sobre él para propinar cuchilladas con sus largas bayonetas.
Pero los soldados de la Guardia sabían defenderse. Por cada mosquete francés que hacía fuego en una tronera, respondían una docena de disparos británicos, mientras que aquellos franceses que consiguieron llegar a la parte superior del muro fueron abatidos a tiros o derribados para acabar víctimas de los bayonetazos entre las maltrechas matas de guisantes o sobre los pisoteados arriates de rosas. En el exterior del jardín, el pie del muro se volvió traicionero a causa de los cuerpos de los franceses muertos y agonizantes. Dentro del jardín, las filas de soldados hacían cola para turnarse en las aspilleras de modo que el fuego de mosquete no disminuyera en ningún momento, y las pesadas balas de plomo se estrellaban contra la multitud de soldados franceses que seguían acercándose a toda prisa desde los árboles para encontrarse con el obstáculo del muro. Toques de corneta y gritos los instaban a seguir avanzando.
El huerto del castillo, detrás del jardín, no tenía paredes, sino tan sólo un espeso seto de endrino. Los soldados de la Guardia disparaban a través y por encima del seto, pero los franceses trajeron hachas de zapador y defendieron a cada uno de los soldados que las utilizaban con un grupo de mosquetes; daba la impresión de que los soldados del emperador tenían que vencer allí sólo con el mero peso de su superioridad numérica. Las hachas golpeaban los gruesos troncos del espino, rasgándolo, haciéndolo trizas y tirando de él para eliminar el obstáculo. Un casaca roja arremetió contra uno de los soldados que esgrimían las hachas, se adelantó demasiado y, chillando, fue arrastrado por encima de los pinchos para acabar destripado por una docena de bayonetas.
De pronto, una granada explotó por encima de los franceses.
Sharpe miró hacia arriba. En lo alto del cielo había una maraña de estelas de humo en forma de arco, lo cual demostraba que los obuses de la colina estaban disparando el arma secreta de los británicos: los proyectiles esféricos ideados por el comandante general Shrapnel. El proyectil era una esfera de catorce centímetros abarrotada de balas de mosquete y pólvora explosiva que, si la mecha tenía una longitud precisa, estallaría en el aire de forma mortífera por encima de su objetivo. La dificultad estribaba en cortar las mechas, que se veían afectadas por la humedad así como por la longitud exacta de la trayectoria del proyectil, no obstante, aquéllas habían sido cortadas por un genio, puesto que las descargas eran terriblemente precisas. Las granadas comunes estallaban en unos cuantos fragmentos grandes, pero los cartuchos esféricos provocaban una lluvia asesina de sus propios pedazos junto a las balas de mosquete, y en aquel momento un proyectil tras otro estallaba estrepitosamente sobre la infantería francesa y las balas y los recortados fragmentos de hierro caían con fuerza y abrían sangrientas heridas en la carne de los atacantes franceses.
—¡Es un magnífico trabajo! ¡Por Dios que está bien hecho! —El capitán Witherspoon había seguido a Sharpe y a Harper hasta su posición estratégica y aplaudía entonces la habilidad de los artilleros, que lanzaban el cartucho esférico justo en el lugar preciso sin que ninguno cayera cerca de los miembros de la Guardia sino que todos describieran una trayectoria arqueada para caer sobre los atacantes franceses.
El fuego de los mosquetes seguía martilleando desde las paredes del castillo. Los franceses flaqueaban y en aquellos momentos eran atacados desde arriba y desde el frente. Algunos de ellos retrocedieron y buscaron refugio entre los árboles, pero los obuses parecieron prever el movimiento y las descargas de metralla se alejaron del castillo para arrancar las hojas y ramas de los robles del bosque. Aquellas granadas se rompían con un estallido más agudo que las normales. En España Sharpe se había dado cuenta de que los cartuchos esféricos causaban más heridas que muertes, pero la visión de los soldados heridos volviendo en tropel hacia los árboles haría flaquear la seguridad de las tropas francesas que avanzaban para apoyar a los miembros del primer ataque.
Los fusileros británicos fueron corriendo desde la cara norte del castillo hacia el campo desde el que Sharpe y Harper observaban. Los soldados corrieron en dirección sur y sumaron sus disparos desde la esquina de los edificios de la granja. En aquel momento los franceses se estaban retirando a toda prisa y se adentraban en lo más profundo del bosque para escapar a las explosiones y a las descargas de los mosquetes.
—Los honores inaugurales para el duque, ¿no cree usted? —Witherspoon garabateaba sus comentarios en el cuaderno.
—Va a ser un día muy largo —le advirtió Sharpe.
—No demasiado, estoy seguro. El bueno de Blücher va a venir. Pronto estará aquí. ¿Se ha enterado de la terrible experiencia del pobre tipo?
—No. —No es que Sharpe estuviera muy interesado en ello, pero Witherspoon era un sujeto simpático y habría sido una grosería no haber escuchado.
—Parece ser que la caballería francesa lo derribó del caballo y lo atropelló. Tuvo suerte de salir con vida, ¡y el viejo debe de tener setenta años como poco! Bueno, pues se frotó con un linimento hecho de ajo y ruibarbo y ahora está de camino hacia aquí. Que Dios acelere su olorosa marcha, digo yo.
—Amén a eso —replicó Sharpe.
El fuego de los obuses cesó con una última granada, dejando una ondulante estela de humo que brotaba de la mecha encendida, la cual hizo estallar la carga en mil pedazos dentro del bosque. El ataque francés había fracasado y había dejado el espacio entre el bosque y el castillo espolvoreado de humo sobre una extensión de cuerpos con casacas azules. Algunos de aquellos cuerpos gritaban pidiendo ayuda. El ataque fallido había dejado un fortísimo olor a huevos podridos, el conocido hedor de la pólvora al hacer explosión. El olor de la sangre vendría después, mezclado con el aroma más dulce de hierba y cosechas aplastadas.
Los fusileros británicos avanzaron de nuevo hacia el bosque, preparándose para enfrentarse al próximo ataque. Al otro lado del castillo, en el amplio valle que en aquel momento Sharpe no podía ver, retumbaba y restallaba el ruido del cañoneo francés. Sharpe, cuyo oído sintonizaba con los familiares sonidos del campo de batalla, se dio cuenta de que allí nada había cambiado. En la batalla, una vez que el humo había envuelto el campo, a menudo los oídos eran más útiles que los ojos.
—Yo creo —dijo Witherspoon— que deberíamos irnos de aquí. —Señaló hacia la derecha, donde una batería de cañones de ocho libras franceses era arrastrada hacia el extremo superior del campo de heno. Otras tropas francesas, fusileros, salían del bosque en fila y tomaban posiciones en las hileras de heno segado. Era evidente que aquellas tropas estaban destinadas a una próxima ordalía en el castillo, y también estaba claro que había llegado el momento de cederles el henar.
Sharpe, Harper y Witherspoon salieron del campo de heno con un brioso trote y subieron por el camino de tierra hasta la cima de la colina. Allí estaba la batería de obuses de cinco pulgadas y media que había causado tanto daño entre la avanzadilla francesa, con los pequeños y gruesos tubos ennegrecidos alzados e inclinados hacia arriba. Sharpe felicitó al comandante de la batería, el mismo hombre que había jugueteado con su reloj mientras aguardaba a que empezara la batalla y que en aquel momento estaba evidentemente satisfecho con el cumplido del fusilero. Unos cuantos pedazos más de cartuchos de granada franceses humearon en las húmedas cosechas y unas cuantas bajas más entre la infantería, causadas por las granadas, recibían ayuda para retroceder hacia los cirujanos del regimiento, pero aparte de eso no había nada que supusiera una nueva amenaza para la colina. Parecía como si el emperador se contentara con seguir cañoneando la línea principal británica mientras su infantería luchaba para capturar el bastión de Hougoumont.
Se apostaron refuerzos de la segunda brigada de la Guardia británica en la colina, cerca de la parte posterior del castillo. Los miembros de la Guardia Real formaban parte del dispersado cuerpo del príncipe de Orange, y éste no pudo resistirse a avanzar al galope para observar cómo los batallones se desplegaban en columnas de compañías. Era magnífico verlos avanzar bajo sus enormes estandartes y con las bandas tocando. El príncipe respondió a sus saludos y les gritó sus mejores deseos de que todo les fuera bien. El Joven Franchute estaba muy animado, eufórico por la música de los pífanos y tambores que se mezclaban con el sonido sibilante de las mechas francesas y el estruendo de sus explosiones. Parecía que la batalla había disipado su pesimismo de la noche anterior. Conversaba alegremente con el comandante de la Guardia y entonces vio a Sharpe que esperaba más arriba de la colina.
—¿Qué está haciendo ahí? —le gritó.
—Obedezco sus órdenes, señor. Estoy vigilando el flanco derecho.
—¡Creo que podemos abandonar esa idea, Sharpe! —El tono del príncipe daba a entender un absoluto desprecio por cualquiera que creyera realmente que los franceses podrían tratar de avanzar por el flanco—. Va a ser un trabajo sencillo. Es lo que se deduce de la ubicación de sus cañones. ¡De ahora en adelante es cuestión de ser rápido con los pies y dar fuerte con los puños! —El príncipe amagó un puñetazo a Sharpe para ilustrar su metáfora de boxeo y luego señaló hacia el castillo—. Quiero que vaya a Hougoumont.
—¿Para hacer qué, señor? —Sharpe se había acercado al príncipe, cuyo caballo se hizo a un lado, asustado, cuando una granada explotó más arriba en la ladera.
—Para informarme, por supuesto. Tengo que saber cuándo mandar las reservas.
Sharpe había supuesto que los defensores del castillo eran perfectamente capaces de decidirlo por ellos mismos, pero se acordó del sermón de Rebecque sobre el tacto, así que no hizo más que asentir con la cabeza.
—A sus órdenes, señor.
De repente, el príncipe dirigió la mirada más allá de Sharpe.
—¡Witherspoon! ¿Es usted? ¡Mi querido Witherspoon! ¡No nos habíamos visto desde Eton! ¡Creía que estaba destinado a formar parte de la Iglesia, no del ejército! ¿O es un párroco que hoy va disfrazado? ¿No hace un día espléndido? ¡Éste es un deporte estupendo!
Sharpe dejó atrás el feliz reencuentro y espoleó a su caballo para dirigirse al castillo. Harper, a pesar de haber jurado que no se expondría al peligro, lo siguió. A los dos fusileros les llegó el chasquido de los mosquetes desde el bosque al otro lado del castillo, lo cual evidenciaba que un nuevo ataque iba adquiriendo fuerza. Cabalgaron por delante del enorme almiar levantado cerca de la entrada norte y Sharpe gritó a los defensores que abrieran las puertas. Un sobresaltado sargento de los Coldstream asomó la cabeza por encima del muro del corral, vio a los dos soldados que se acercaban al galope y se apresuró a ordenar a gritos que desatrancaran los inmensos portones dobles. Una vez dentro del corral, Sharpe bajó de su silla y desenfundó el fusil. Harper tomó las riendas de los dos caballos y las ató a un aro de metal incrustado en la pared del establo.
Un capitán del regimiento de los Coldstream, alarmado por la repentina llegada de los fusileros, salió corriendo de la granja para saludar a Sharpe.
—¿Trae órdenes?
—No haga caso de nosotros.
—¡Con mucho gusto! —El capitán corrió de vuelta a la casa que estaba orientada al bosque donde la infantería francesa se estaba concentrando para su próximo ataque.
Una bala de cañón francesa se estrelló en el tejado de la granja y provocó una lluvia de pizarra y astillas que cayó sobre el patio. Sharpe dirigió la mirada hacia las dañadas vigas e hizo una mueca.
—Sabe Dios qué estamos haciendo aquí.
—Está contentando al muchachito, señor. —Harper miró a los defensores más próximos—. ¡Dios mío, pero si estamos en buena y poderosa compañía, sí señor! Nunca he combatido junto a los Coldstream. Será mejor que me lustre las botas.
—Será mejor que no se meta en líos. —Sharpe atacó la carga en el cañón de su fusil y luego volvió a encajar la baqueta en su sitio. El patio adoquinado era largo y estrecho, rodeado por los sólidos y resistentes edificios de la granja entre los cuales había una pequeña capilla en la que eran atendidos los heridos del primer ataque. Había un montón de estiércol apilado contra la pared de la capilla y unos toneles llenos de manzanas verdes junto a una pocilga que había perdido a sus habitantes, los cuales, era de suponer, habían ido a parar a las ollas de los Coldstream. Un gato, que intuía claramente que aquellos tiempos difíciles sólo podían empeorar, transportaba a sus crías una a una desde un enorme granero hacia la vivienda principal. Tres soldados de la Guardia Real, Vendados, estaban sentados en el exterior de la capilla. Aparte de ellos, los únicos soldados de la Guardia que había a la vista eran un teniente y su pelotón, que sin duda constituían la reserva de la guarnición y por lo tanto estaban listos para reforzar cualquier zona del perímetro del castillo que fuera peligrosamente amenazada por el inminente ataque francés.
—Es un lugar magnífico, sí que lo es. —Harper recorrió los edificios de la granja con una mirada de aprobación. Los soldados habían empezado a disparar desde las habitaciones del piso superior de la granja, mientras que una descarga de mosquetes sonó con estrépito desde el jardín tapiado que había tras el granero. El ruido del combate obligó a Harper a levantar la voz—. ¡Deben de poseer mucha tierra para llenar todos estos graneros!
—¡Y además es una buena tierra! —asintió Sharpe.
Los mosquetes restallaban cerca, a sus espaldas, y el estrépito provenía de los establos que constituían las defensas del oeste. Sharpe fue corriendo a los establos y vio que los soldados de la Guardia se turnaban en las troneras. Otros hombres estaban incómodamente encaramados a las vigas del tejado y abrían fuego a través de unos agujeros que habían hecho en la pizarra. Los fusileros franceses pasaban en tropel junto a los establos y corrían por el campo de heno desde el cual él y Harper habían observado el primer ataque. Apuntó con su fusil a través de su aspillera provisional, siguió la trayectoria de un soldado que llevaba una espada de oficial, lo adelantó unos centímetros y luego disparó.
El humo del rifle no le dejó ver si había causado algún daño. Se agachó cuando un estrépito ensordecedor anunció el ataque de una bala de cañón de ocho libras que astilló ferozmente las vigas del establo y derribó a dos de los soldados de la Guardia en medio de un chorro de sangre. Otra bala golpeó contra la pared exterior del establo y sonó como una almádena, aunque no causó daños a la gruesa mampostería. Sharpe, demasiado apretujado en el espacio del tejado para poder volver a cargar su fusil, le gritó a Harper que le diera el suyo.
No hubo respuesta.
Sharpe se dio la vuelta. Harper estaba de pie en la entrada del establo, mirando hacia la puerta norte por la que él y Sharpe habían entrado en el castillo.
—¡Patrick! ¡Deme su rifle!
Harper seguía sin responder. En lugar de eso, y sin apartar los ojos de la puerta, desenfundó su pistola de siete cañones.
Sharpe bajó de la viga de un salto y corrió hacia la puerta del establo.
Los portones del norte daban sacudidas. De alguna manera los franceses habían llegado a la parte trasera de Hougoumont y estaban empujando y haciendo presión en las dos puertas que se mantenían cerradas por una tranca de madera encajada en dos abrazaderas de hierro idénticas. Los portones eran viejos y desvencijados, y con cada empellón que recibían crujían y se separaban más. Un mosquete francés hizo fuego a través de la grieta entre los portones y luego apareció la hoja de un hacha por el hueco. El hacha arremetió con una fuerza enorme y se hundió en la expuesta tranca. Un teniente de los Coldstream conducía hacia la puerta a la reserva de la guarnición, pero antes de que el pelotón pudiera llegar al punto de peligro, el hacha golpeó de nuevo, y esa vez lo hizo con tal fuerza que la tranca se astilló y uno de los extremos se soltó de la abrazadera, de manera que los dos portones retrocedieron con un chirrido y un torrente de franceses que gritaban entraron de estampida en el patio. La carga la encabezaba un inmenso teniente que era aún más alto que Harper. Era aquel enorme teniente el que llevaba la gran hacha de zapador que había roto la puerta.
—¡Fuego! —gritó el teniente de los Coldstream y, acto seguido, fue engullido por la oleada de franceses que arrolló a sus hombres. Las bayonetas se hundían y volvían a aparecer teñidas de rojo. El hacha guadañó con maldad y le abrió las costillas a un soldado de la Guardia Real.
Harper apuntó con su pistola de múltiple descarga y abrió fuego contra el tumulto de hombres. Sharpe dejó su fusil vacío y desenvainó la espada. Los Coldstream salieron corriendo de la casa, el granero y los establos. Los mosquetes retumbaban y soltaban llamas. Un francés cayó bajo la espada de un oficial que luego fue abatido por dos bayonetas francesas que lo tiraron sobre los adoquines mientras chillaba. Seguían apareciendo aún más fusileros de casaca azul por los portones abiertos de par en par.
Sharpe no veía ninguna manera de recuperar el orden en medio de aquel caos. Simplemente era momento de luchar. Los franceses, medio confundidos por el desconocido entorno y por los dispersos defensores, buscaron maneras de entrar en los edificios de la granja. Dos de ellos corrieron hacia la capilla, donde los heridos intentaron echarles la zancadilla. Los franceses alzaron sus bayonetas para liquidar a los tres hombres vendados, pero se volvieron al oír un desafío más amenazador a sus espaldas. Sharpe había cargado contra los dos y blandía la espada con un amplio movimiento furioso. El más alto de los dos franceses, un sargento, retrocedió para evitar la embestida y dio una fuerte estocada al frente con su espada. El impulso de Sharpe hizo que pasara de largo la amenaza, casi tropezó con la pierna rota de uno de los soldados de la Guardia heridos, chocó contra la pared de la capilla y luego embistió con su espada. El soldado de la Guardia empezó a gritar de dolor, pero la espada había abierto una herida en el vientre del sargento francés. El otro francés acudió a ayudar a su sargento pero entonces pareció salir volando hacia atrás cuando una bala de mosquete se alojó en su garganta. Harper había desechado la pistola de múltiple descarga, dio la vuelta a su rifle y golpeó al sargento en la cara con la culata. El enorme oficial francés que llevaba el hacha se encontraba junto a la pared del establo, acuchillando y atravesando a los casacas rojas con su arma. Alguien había roto uno de los toneles de manzanas verdes que estaban quedando aplastadas bajo los pies de los soldados que combatían de forma salvaje. Un grupo de soldados de la infantería francesa corrió hacia la vivienda principal, pero una descarga proveniente de una de las ventanas traseras los mató. La yegua de Sharpe, aterrorizada por el ruido, se encabritó y agitó los cascos.
—¡Toma, cabrón de mierda! —Harper cogió uno de los mosquetes franceses y arremetió con su bayoneta para acabar con el sargento. El patio era un caos de hombres que gritaban, pero más allá de los atacantes franceses de rostro enloquecido, Sharpe vio que un disciplinado grupo de soldados de la Guardia luchaba para cerrar las enormes puertas. Sólo Dios sabía cuándo habían llegado a los portones, pero lo habían hecho y, con la fuerza de la desesperación, en aquellos momentos empujaban las puertas para cerrarlas contra una renovada avalancha de infantería enemiga. De milagro, ninguno de los franceses que ya estaban en el interior del castillo vio lo que ocurría a sus espaldas. Un sargento de la Guardia de Coldstream había recuperado la tranca rota y la dejó caer en las abrazaderas cuando, al fin, se cerraron con fuerza. La mayoría de los soldados de la Guardia que empujaban en los portones eran oficiales que en ese momento se daban la vuelta con las espadas desenvainadas para enfrentarse a los intrusos por detrás.
—¡Y ahora maten a estos cabrones! —Gritó la orden una voz con acento escocés—. ¡Mátenlos a todos!
Un joven tambor francés pasó, a toda prisa junto a Sharpe dando gritos. Un cabo francés lo siguió, vio al fusilero y se giró para disparar su mosquete. El pedernal cayó sobre una cazoleta vacía. El hombre abrió los ojos de miedo. Sharpe arremetió contra él, el hombre intentó arrancarse la hoja de las costillas pero Sharpe la metió aun más al tiempo que la hacía girar, obligando con ello a que el hombre cayera sobre los adoquines, donde liberó la hoja de un golpe antes de dejarla caer de nuevo en la garganta del francés. El armero que había afilado la hoja de Sharpe había hecho un buen trabajo, pues el arma estaba siniestramente amolada y necesitaba estarlo, pues a ninguno de los soldados que acometían, embestían y luchaban en el patio les había dado tiempo a recargar sus mosquetes, de manera que aquel combate tenía que realizarse sólo con el acero. La importancia de Hougoumont daba a la lucha una amargura añadida y brutal, puesto que todos los soldados sabían que quien ocupara el castillo dominaría el flanco oeste del campo de batalla. Los Coldstream combatían para salvar una batalla, mientras que los franceses al mando de su teniente gigante lo hacían para alcanzar la gloria inmortal.
Sus perspectivas de gloria se estaban desvaneciendo. Al cerrarse la puerta los franceses habían quedado aislados de cualquier ayuda, por lo que entonces, atrapados sobre los adoquines del patio, se retiraron y formaron un renovado cuadro en torno al enorme teniente que se encontraba de pie con el hacha ensangrentada sobre los cadáveres de cuatro soldados de la Guardia. En el exterior del castillo, proporcionando a la lucha la desesperación de la urgencia, las descargas de los mosquetes franceses fueron testigos de que el perímetro de los edificios estaba de nuevo bajo un terrible asalto.
—¡Acaben con ellos! —ordenó un oficial británico. Los soldados de la Guardia que estaban en el patio necesitaban defender con urgencia las paredes exteriores del castillo, de manera que no había tiempo para delicadezas como intentar persuadir al enorme teniente para que se rindiera.
La Guardia Real se lanzó sobre el grupo de franceses. Un casaca roja cayó bajo una bayoneta francesa, entonces los Coldstream parecieron arremeter en masa contra el enemigo de casaca azul. Un elegante oficial embistió con su espada, le dio una patada a un francés en la entrepierna y volvió a embestir de nuevo. El patio resonaba con el sonido metálico y el roce de las espadas, la fricción de las botas sobre los adoquines y los gritos de los hombres acuchillados o atravesados por las hojas de acero. Patrick Harper, sin tener en cuenta la promesa que le había hecho a su esposa, soltó un grito de guerra en gaélico al tiempo que clavaba la bayoneta de la que se había apropiado con las cortas y salvajes embestidas de un soldado profesional. Uno de los oficiales de la Guardia que estaba en primera línea de la lucha era un coronel, y la cara pasamanería dorada de su uniforme quedó cubierta de sangre cuando dio un paso al frente golpeando el suelo con fuerza para clavar su espada con una precisión clínica.
El enorme teniente del hacha vio al coronel de los Coldstream y gritó a sus hombres que le dejaran pasar. Se abrió camino entre ellos, con el hacha que refulgía sobre los hombres apiñados, y entonces Sharpe vio que el arma descendía con fuerza. El coronel había retrocedido para ponerse a salvo y entonces embistió. El teniente desvió la estocada de un golpe con su mano libre, como si la hoja no fuera más peligrosa que una fusta. Gruñó cuando empezó a balancear su hacha hacia atrás, con un movimiento calculado para partir por la mitad al coronel desde la ingle hasta el esternón y luego dio un grito ahogado cuando la parte posterior de su rodilla le estalló en dolor. Sharpe había hincado su espada al frente para cortarle el ligamento de la corva a la pierna del francés y entonces le dio una patada a la atroz herida para hacer caer al hombretón a un lado. El rostro lleno de cicatrices del teniente se crispó cuando éste trató de hacer girar el hacha contra su nuevo atacante, pero Sharpe ya volvía a hundir la espada y en aquella ocasión partió en dos la mueca de aquel rostro y lo convirtió en una máscara sangrienta y destrozada. El coronel embistió con su espada y alcanzó al teniente en las costillas. El francés seguía sin darse por vencido. El hacha resonó contra el suelo cuando arrastró la hoja hacia adelante y entonces dos soldados de la Guardia se situaron delante del coronel a empujones para clavar sus bayonetas con fuerza. Aquel enorme cuerpo se sacudió durante unos segundos y luego se quedó inmóvil.
Estaban dando caza a los últimos intrusos franceses. A un sargento lo mataron a bayonetazos sobre el montón de estiércol mientras que un cabo, al que habían hecho retroceder contra la pared del granero y que gritaba pidiendo clemencia, recibió dos bayonetas en el vientre.
El patio quedó inmundo a causa de la sangre, las manzanas aplastadas y los cadáveres. Sólo el jovencísimo tambor francés, un chiquillo que apenas había salido de la cuna, se había salvado de la masacre. Un corpulento soldado de la Guardia estaba de pie junto al chico, protegiéndolo.
—No sé quién es usted, pero gracias.
Sharpe se dio la vuelta y vio que era el coronel de los Coldstream quien le había hablado.
—Sharpe —se presentó—. Del estado mayor del Joven Franchute.
—MacDonnell. —El coronel limpiaba la sangre de la hoja de una espada muy cara con un pañuelo de hilo bordado—. ¿Me disculpa? —Volvió corriendo hacia la casa, en la que el ruido de las descargas de mosquete era más fuerte que nunca.
Sharpe limpió la porquería de su propia espada y luego miró a Harper, que tenía la cara salpicada de sangre.
—Creía que había prometido mantenerse alejado del combate.
—Lo olvidé. —Harper esbozó una sonrisa burlona, tiró el mosquete francés y recuperó sus propias armas—. Una cosa voy a decir. Puede que los soldados de la Guardia Real sean unos chicos bonitos, pero los cabrones saben luchar cuando tienen que hacerlo.
—Los franceses también.
—Tienen agallas, eso seguro. —Harper dio un tardío suspiro de alivio—. ¿Y cómo demonios cerraron esa puerta los soldados de la Guardia?
—¡Sabe Dios!
—Hoy debe de estar de nuestro lado. —Harper se santiguó—. Bien sabe Dios, pero eso fue algo desesperado.
El segundo ataque francés contra el castillo, que tan cerca estuvo de tener éxito en el patio, se trasladó entonces con igual amenaza al huerto. Los obuses volvieron a abrir fuego desde la colina, pero en esa ocasión el ataque francés se realizaba en un frente más amplio; una horda de hombres se abrió paso a través de los setos del huerto y obligaron a los defensores a retroceder hacia el jardín tapiado. Algunos soldados de la Guardia, demasiado lentos para trepar por el muro de ladrillo, fueron muertos a bayonetazos a los pies de éste, pero las implacables descargas de mosquetes estallaron desde las troneras y desde lo alto de las paredes, con lo cual el ataque francés quedó estancado de nuevo dentro de los márgenes del jardín.
Desde la colina avanzaron más hombres de la Guardia de Coldstream. Atacaron en columna, con sus fusiles provistos de bayonetas, y se acercaron por el seto del extremo norte del huerto para echar a los franceses del muro del jardín. El bosque del sur todavía estaba plagado de soldados de la infantería francesa, pero los soldados de la Guardia se alinearon a lo largo del roto y estropeado seto y abrieron fuego con una descarga que abrió grandes brechas en las líneas francesas. No había tropas que dispararan con más rapidez que las británicas y en aquellos momentos, por primera vez durante el día, los franceses se resintieron bajo las mutiladoras descargas del fuego de las secciones. Los soldados de la Guardia recargaban con denodada rapidez, apoyando sus baquetas en el seto antes de apuntar sus pesados mosquetes y disparar hacia el enemigo que quedaba oculto por el humo. Cada sección disparaba un segundo después que su vecina, de manera que el seto no dejaba de escupir llamas y el bosque retumbaba con las descargas que se sucedían.
Poco a poco los franceses se batieron en retirada; más y más soldados huyeron de las implacables descargas de los mosquetes.
—¡Alto el fuego! —gritó un oficial de la Guardia desde el huerto. El espacio frente al bosque estaba lleno de muertos y heridos. Los franceses habían estado arrojando a sus soldados contra piedra y llamas, y habían sufrido las consecuencias, pero los soldados de la Guardia vieron aún más hombres que formaban en el distante bosque, al parecer para realizar otro ataque más.
En el jardín tapiado, el único civil que quedaba en Hougoumont estaba al borde de las lágrimas. Era el jardinero del castillo y había estado corriendo de un arriate a otro, tratando de salvar sus preciosas plantas de las botas de la Guardia británica. A pesar de sus esfuerzos, el jardín estaba patas arriba. Unos perales que subían por unas espalderas habían sido arrancados de la pared y los capullos de rosa estaban pisoteados. El jardinero hizo un montón tan pequeño con las plantas que de alguna manera había rescatado que daba pena, y luego se estremeció al ver el cadáver de un francés que era arrastrado por los talones por encima de los restos de un arriate de espárragos.
El segundo ataque francés había fracasado. El coronel MacDonnell, con la cara aún manchada de sangre, encontró a Sharpe en el patio cuando el sonido del último disparo de mosquete se había apagado.
—Podría serme útil. —Lo dijo con poca seguridad en sí mismo porque no quería usurpar la autoridad de otro hombre.
—Haré lo que pueda.
—¿Más munición? ¿Puede ir a buscar algún carro que tenga y mandarlo aquí abajo?
—Con mucho gusto. —Sharpe se alegró de tener una tarea como Dios manda.
MacDonnell echó un vistazo por el patio e hizo una mueca ante los restos de la masacre.
—Creo que podemos resistir aquí, siempre y cuando tengamos pólvora. ¡Oh, Dios! ¡Está viva! —Había visto a la gata que llevaba a la última de sus crías por el patio de la matanza. El joven tambor francés capturado, con el rostro lleno de lágrimas, se tapaba la boca con la mano mientras miraba con los ojos de par en par a los cuerpos que los victoriosos soldados de la Guardia registraban para desvalijarlos. El instrumento del chico estaba junto a la puerta de la capilla, hecho pedazos, aunque él todavía llevaba sus palillos metidos en el cinturón.
—¡Anímate, muchacho! —le dijo MacDonnell al chiquillo en un francés coloquial y amistoso—. El año pasado dejamos de comernos a los tambores capturados.
El chico rompió a llorar otra vez. Un robusto sargento con acento galés les gritó a sus hombres que empezaran a retirar los cadáveres enemigos.
—¡Amontonen a estos cabrones allí en el muro! ¡Venga, con brío!
Sharpe y Harper recuperaron sus caballos, que milagrosamente habían sobrevivido ilesos al combate del patio. Se abrió el portón y los fusileros cabalgaron en busca de los cartuchos que afianzarían el castillo.
Mientras tanto, en la otra colina, el emperador apartaba la mirada de Hougoumont. Miraba a la izquierda de las posiciones británicas, hacia la tentadora, despejada y poco empinada ladera situada al este de la carretera. Suponía que el general cipayo ya habría mandado sus reservas en auxilio de la asediada guarnición de Hougoumont, por lo que ahora el maestro de la guerra lanzaría un rayo a la izquierda de las filas británicas. El cuerpo del mariscal Erlon, que hasta el momento no se había estrenado en aquella breve campaña, podría entonces tener el honor de ganarla. Y cuando ese cuerpo hubiera roto la línea británica, el emperador soltaría su caballería, fresca y ansiosa, para acosar al enemigo que se daría a la fuga y no dejar de él más que despojos.
Era la una y media. El día cada vez era más cálido, caluroso incluso, por lo que al fin los gruesos uniformes de lana se estaban secando. Las nubes se dispersaban y unos errantes rayos de sol iluminaban el humo de los cañones franceses que cubría el valle, pero en los prados del este, por donde se suponía que tenían que llegar los prusianos, la intermitente luz del sol no iluminaba nada. Gneisenau había hecho bien su trabajo, y los británicos estaban solos.