CAPÍTULO 5

El regimiento de Santa María habría conquistado el mundo si las palabras y la pompa hubieran sido suficientes. Pero la puntualidad no era una de sus evidentes virtudes militares.

El South Essex había marchado rápidamente durante cuatro días para llegar a la cita en Plasencia, pero no encontró ningún soldado español en la ciudad. Las cigüeñas batían las alas perezosamente en sus nidos sobre los empinados tejados que se elevaban hacia la antigua catedral que dominaba tanto la ciudad como la llanura que la rodeaba, pero no había señal del Santa María. El batallón esperaba. Simmerson había acampado fuera de las murallas y los hombres miraban con envidia cómo otras unidades llegaban y marchaban al interior de las calles seductoras con sus bodegas y sus mujeres. Tres hombres desobedecieron la orden tajante de mantenerse fuera de la ciudad y fueron capturados, totalmente borrachos, por el capitán preboste y azotados mientras el batallón formaba junto al río Jerte.

Finalmente, con dos días de retraso, llegó el regimiento español y el South Essex pasó revista a las cinco de la mañana para iniciar la marcha hacia el sur, a Valdelacasa. El aire era fresco pero se caldearía al salir el sol, y la hora establecida para partir, las cinco y media, pasó sin que hubiera señal del Santa María. Los hombres golpeaban los pies y se frotaban las manos para ahuyentar el frío. Sonaron las seis en las campanas de la ciudad. Los niños que esperaban junto a sus madres para ver marchar el batallón se empezaron a cansar y corrían entre las lilas, a pesar de los gritos que empezó a dar Simmerson y a los que siguieron los de los sargentos y los cabos. El batallón estaba formado junto al puente romano sobre el río y Sharpe siguió a un capitán Hogan refunfuñante hasta los antiguos arcos y se quedó mirando fijamente el agua que corría alrededor de los enormes cantos de granito que algún antiguo levantamiento de la tierra había dejado en el lecho del río. Hogan estaba impaciente.

—¡Malditos! ¿Por qué no podemos empezar a marchar y dejar que esos miserables nos alcancen más adelante?

Sabía perfectamente por qué eso no era posible. La respuesta se llamaba diplomacia y parte del precio de la cooperación con las susceptibles tropas españolas era que el regimiento nativo debía marchar primero. Sharpe no dijo nada. Se quedó mirando fijamente el agua y las largas hierbas que se agitaban sinuosamente con el paso de la corriente. Se estremeció con la brisa del amanecer. Compartía la impaciencia de Hogan mezclada con las frustraciones que se agitaban en su interior como la hierba del río que se movía lentamente. Levantó la mirada hacia la catedral, bañada por el sol del amanecer, e intentó concretar su aprensión respecto a la operación en Valdelacasa. Parecía simple. Un día de marcha hasta el río, un día para que Hogan destruyera los arcos ya decrépitos, y un día de marcha para volver a Plasencia donde Wellesley estaba concentrando sus fuerzas para la siguiente etapa de avance hacia España. Pero había algo, algo instintivo tan difícil de concretar como las sombras grises que retrocedían al alba, que le decía que no sería tan fácil. No eran los españoles los que le preocupaban. Al igual que Hogan, sabía que su presencia era un imperativo político y una farsa militar. Si se mostraban tan inútiles como su reputación sugería eso no importaría, el South Essex era lo bastante fuerte como para aguantar lo que fuera necesario. Y ese era el problema. Simmerson no se había enfrentado nunca al enemigo y Sharpe tenía poca fe en la habilidad del coronel para hacer lo adecuado. Si realmente hubiera franceses en la orilla sur del Tajo, y si el South Essex tuviera que repeler un ataque en el puente mientras Hogan colocaba las cargas, entonces Sharpe hubiera preferido que fuera un soldado veterano el que tomara las decisiones y no este coronel de milicia cuya cabeza estaba atiborrada de teorías sobre batallas y de tácticas aprendidas en los seguros campos de Essex.

Pero no sólo era Simmerson. Miró hacia el camino que llevaba a la ciudad donde permanecía un confuso grupo de mujeres, las mujeres del batallón, y se preguntó si la chica, Josefina Lacosta, estaría allí. Por los menos ya sabía cómo se llamaba y la había visto, una docena de veces, montada sobre la delicada yegua con una multitud de tenientes de Simmerson riendo y bromeando a su alrededor. Había oído rumores sobre ella; que era la esposa de un rico oficial portugués, al que había abandonado. Nadie estaba seguro, pero lo que sí era cierto era que había conocido a Gibbons en un baile en el Hotel Americano de Lisboa y, en pocas horas, había decidido irse a la guerra con él. Se decía que tenían planeado casarse cuando el ejército llegara a Madrid y que Gibbons le había prometido una casa y una vida de bailes y diversión. Cualquiera que fuera la verdad sobre Josefina nadie se privaba de su presencia, extasiaba a todo el batallón, coqueteaba incluso con sir Henry, que respondía con mucha galantería y decía a los oficiales que los jóvenes son así. «Christian necesita hacer ejercicio, ¿no?» Simmerson repetía la broma y se reía cada vez que lo hacía. La indulgencia del coronel había sido tal que permitió que su sobrino rompiera el reglamento y alquilara varias habitaciones en la ciudad donde vivía con la joven y agasajaba a sus amigos en las largas y calurosas veladas. Gibbons era la envidia de todos los oficiales, Josefina la joya de su corona, y Sharpe se estremecía sobre el puente y se preguntaba si ella volvería alguna vez a las tierras llanas de Essex y a una gran casa construida con los beneficios de la salazón de pescado.

Sonaron las siete y se oyó un rumor de excitación al ver que un grupo de caballeros surgía de las casas y espoleaba en dirección al batallón que lo estaba esperando. Los jinetes resultaron ser británicos y la tropa se volvió a relajar. Hogan y Sharpe caminaron hacia sus hombres formados junto a la compañía ligera de Lennox a la izquierda del batallón y vieron que los recién llegados cabalgaban para reunirse con Simmerson. Todos los jinetes llevaban uniforme, menos uno, que vestía pantalones azules bajo un capote gris y sobre la cabeza lucía un simple sombrero bicornio. El alférez Denny, de dieciséis años y con una excitación apenas contenida, estaba de pie cerca de los fusileros y Sharpe le preguntó si sabía quién era el que parecía ir de paisano.

—No, mi teniente.

—¡Sargento Harper! Dígale al señor Denny quién es el caballero con el capote gris.

—Es el general, señor Denny. Sir Arthur Wellesley en persona. ¡Nacido en Irlanda como los mejores soldados!

Una ola de risotadas recorrió las filas pero todos se pusieron firmes y se quedaron mirando al hombre que los llevaría hacia Madrid. Vieron que sacaba un reloj y miraba hacia la ciudad de donde debían venir los españoles, pero aún no había señal del regimiento, aunque el sol ya se encontraba bien alto por encima del horizonte y el rocío desaparecía de la hierba. Uno de los oficiales del estado mayor de Wellesley se separó del grupo e hizo trotar su caballo hasta Hogan. Sharpe supuso que quería hablar con el ingeniero y se alejó, volviendo al puente, para otorgar a Hogan algo de intimidad.

—¡Sharpe! ¡Richard!

La voz le era familiar, como si perteneciera al pasado. Se volvió para ver al oficial del estado mayor, un teniente coronel que le estaba saludando con la mano y que escondía su rostro bajo un recargado sombrero de tres picos.

—¡Richard! ¡No se acuerda de mí!

—¡Lawford! —el rostro de Sharpe mostró una sonrisa—. ¡Teniente coronel! ¡Ni siquiera sabía que estuviera aquí!

Lawford se descolgó suavemente de la silla, se quitó el sombrero y sacudió la cabeza.

—¡Tiene usted un aspecto horrible! Realmente debe usted comprarse otro uniforme uno de estos días —dijo sonriendo al tiempo que le daba la mano a Sharpe—. Estoy encantado de verle, Sharpe.

—Y yo a usted. ¿Un teniente coronel? ¡Le van bien las cosas!

—Me costó tres mil quinientas libras, Richard, y bien lo sabe usted.

Bendito sea el dinero.

Lawford. Sharpe recordaba cuando el honorable William Lawford era un teniente asustado y un sargento llamado Sharpe le había guiado a través del calor de la India. Entonces Lawford había saldado su cuenta. En una celda de la prisión de Seringapatam el aristócrata enseñó al sargento a leer y a escribir, y ese ejercicio había impedido que ambos se volvieran locos en el húmedo infierno de los calabozos del sultán Tippoo. Sharpe sacudió la cabeza.

—No le había visto desde…

—Hace meses. Demasiado tiempo. ¿Cómo está usted?

—Tal como me ve —sonrió burlonamente Sharpe.

—¿Desaliñado? —sonrió Lawford.

Tenía la misma edad que Sharpe, pero ese era todo el parecido. Lawford era un dandy, siempre vestía con la mejor ropa, y Sharpe le había visto pagar siete guineas a un sastre del regimiento por dar un mejor acabado a una chaqueta ya perfectamente cortada. Extendió las manos expresivamente.

—Ya puede dejar de preocuparse, Richard, Lawford está aquí. Los franceses seguramente se rendirán cuando se enteren. ¡Dios! ¡Me ha costado meses conseguir este trabajo! Estaba atascado en el castillo de Dublín, cambiando la maldita guardia y buscando mil enchufes para entrar en el estado mayor de Wellesley. ¡Y aquí estoy! ¡Hace dos semanas que llegué!

Las palabras retumbaron. Sharpe estaba encantado de verle. Lawford, al igual que Gibbons, resumía todo lo que más odiaba del ejército; cómo el dinero y las influencias podían comprar los ascensos, mientras que otros, como Sharpe, se pudrían en la miseria. Sin embargo, a Sharpe le gustaba Lawford, no podía sentir resentimiento y suponía que era porque el aristócrata, con toda la seguridad de su origen, le correspondía a Sharpe de la misma manera. Y Lawford, a pesar de todos sus adornos y su supuesta languidez, era un soldado luchador. Sharpe levantó una mano para detener el flujo de noticias.

—¿Qué pasa, mi teniente coronel? ¿Dónde están los españoles?

—En la cama —contestó Lawford sacudiendo la cabeza—. Al menos lo estaban, pero los clarines han sonado, los guerreros se han puesto los pantalones y nos han dicho que ya vienen.

Se acercó hacia Sharpe y bajó la voz.

—¿Qué tal se lleva con Simmerson?

—No tengo por qué llevarme con él de ninguna manera. Yo trabajo para Hogan.

Parecía que Lawford no había oído la respuesta.

—Es un hombre extraordinario. ¿Sabía usted que pagó para promover este regimiento?

Sharpe sacudió la cabeza.

—¿Sabe usted lo que le habrá costado eso, Richard? ¡Impensable!

—Así que es rico. Pero eso no le hace soldado —dijo Sharpe con amargura.

—Lo quiere ser —dijo Lawford encogiéndose de hombros—. Quiere ser el mejor. Veníamos hacia aquí en el mismo barco y todo lo que hacía diariamente era ¡sentarse a leer las normas y el reglamento para los ejércitos de Su Majestad! —exclamó sacudiendo la cabeza—. Tal vez aprenda. Sin embargo, no le envidio a usted —dijo girándose para mirar a Wellesley—. Bien, no me puedo quedar aquí todo el día. Escuche. Tiene que venir a comer conmigo cuando vuelva de este trabajo. ¿Lo hará?

—Será un placer.

—¡Estupendo! —exclamó Lawford subiéndose a la silla—. Les espera una pelea. Enviamos a los Dragones Ligeros hacia el sur y nos dicen que hay un manojo considerable de franceses allí con algo de artillería. Han estado intentando sacar a los guerrilleros de las colinas pero ahora se están dirigiendo de nuevo hacia el este, como nosotros, ¡así que buena suerte!

Giró el caballo para irse y entonces volvió la vista atrás.

—Y… Richard.

—¿Mi teniente coronel?

—Sir Arthur me pidió que le diese recuerdos.

—¿Lo hizo?

Lawford bajó la mirada hacia Sharpe.

—Es usted idiota —le dijo amigablemente—. No soy yo quien ha de recordar cosas de este tipo al general, ya lo sabe.

Sonrió burlonamente, saludó con el sombrero y se fue. Sharpe le siguió con la vista mientras se marchaba, y la aprensión ante el frío amanecer se disipó de repente con esa imprevista avalancha de amistad. Hogan se acercó a él.

—¿Amigos en altos cargos?

—Un viejo amigo. Estuvimos en la India.

Hogan no dijo nada. Miraba fijamente el campo, con la boca abierta de sorpresa, y Sharpe siguió su mirada.

—Dios mío.

El regimiento de Santa María había llegado. Dos trompetas con pelucas empolvadas encabezaban la procesión. Iban montados sobre negros y brillantes caballos, engalanados con uniformes que eran un escándalo en oro y plata, las trompetas festoneadas con cintas, borlas y banderines.

—¡Demonios! —saltó una voz entre las filas—. Las hadas están de nuestro lado.

Las banderas venían después, recubiertas de blasones, bordadas en oro, con borlas, lazos, coronas, fiorituras, portadas por caballeros cuyas cabalgaduras daban pasos delicadamente altos como si la tierra fuera poco adecuada para soportar tan espléndidas creaciones.

Los oficiales venían detrás. Debían resultar un placer para sir Henry Simmerson pues todo lo que podía ser bruñido había sido pulido con una intensidad que dañaba la vista; tanto si era de piel, bronce, plata u oro. Charreteras de cordones dorados incrustadas con piedras semipreciosas; abrigos ribeteados con hilos de plata, con plumas y alamares, con fajas, todo reluciente. Era una exhibición deslumbrante.

Los hombres venían después, un desorden que avanzaba vacilando, movido por los tambores enérgicos pero irregulares. Sharpe estaba espantado. Todo lo que había oído respecto al ejército español parecía ser cierto, al menos en lo que se refería al grueso del regimiento; las armas se veían deslustradas y descuidadas, no había coraje en su porte, y Madrid parecía de repente muy lejos si ésta era la calidad de los aliados que ayudarían a despejar el camino. Se percibió una renovada intensidad de los tambores españoles cuando los dos trompetas desafiaron el cielo con una fanfarria. Entonces se hizo el silencio.

—¿Y ahora qué? —murmuró Hogan.

Discursos. Wellesley, sabio en cuestiones de diplomacia, huyó cuando el coronel español se acercó para arengar al South Essex. No había traductor oficial pero Hogan, que hablaba algo de español, le dijo a Sharpe que el coronel estaba ofreciendo a los ingleses una oportunidad, una pequeña oportunidad, de compartir el glorioso triunfo de los guerreros españoles contra sus enemigos. Los gloriosos guerreros españoles, incitados por los suboficiales, jalearon el discurso mientras que el South Essex, incitado por Simmerson, hizo lo mismo. Se intercambiaron saludos, presentaron armas, hubo más fanfarrias, más tambores, todo llegó a su clímax cuando apareció un sacerdote que, cabalgando sobre un pequeño burro gris, bendijo al Santa María con la ayuda de unos muchachos vestidos con sobrepelliz blanca. Intencionadamente, los paganos británicos no quedaron incluidos en las súplicas al Todopoderoso.

Hogan sacó su cajita de rapé.

—¿Usted cree que lucharán?

—Sabe Dios.

El año anterior, según Sharpe pudo enterarse, un ejército español había forzado la rendición de veinte mil franceses, así que no cabía duda de que los españoles podían luchar si su mando y su organización se equiparaban con sus ambiciones. Pero para Sharpe, la evidencia de ese regimiento sugería que sus aliados inmediatos no tenían ni la organización ni los jefes necesarios para hacer nada que no fuera, tal vez, pronunciar discursos altisonantes.

A las diez y media, con cinco horas de retraso, el batallón finalmente se echó las mochilas a la espalda y siguió al Santa María atravesando el viejo puente. Sharpe y Hogan iban delante del South Essex e inmediatamente detrás de una retaguardia española de aspecto poco guerrero. Una manada de mulas estaba siendo obligada a avanzar bien cargada de lujo para que los oficiales españoles estuvieran cómodos en el campo; mientras, en medio de las bestias, cabalgaba el sacerdote que se giraba continuamente y sonreía nervioso con los dientes ennegrecidos a los paganos que iban tras él. Lo más extraño de todo eran tres mujeres jóvenes vestidas de blanco que cabalgaban sobre caballos de pura raza y llevaban parasoles orlados. Reían constantemente con una risa tonta, se giraban y observaban a los fusileros, parecían tres novias a caballo. Menuda manera de ir a la guerra, pensó Sharpe.

Hacia mediodía la columna había hecho sólo cinco millas y se había detenido. Sonaron trompetas a la cabeza del regimiento español; unos oficiales recorrieron al galope las filas de arriba abajo levantando apremiantes nubes de polvo, y los soldados simplemente dejaron caer las armas y las mochilas y se sentaron en la carretera. Todo el que tenía alguna graduación empezó a discutir, el sacerdote clavado entre las mulas gritaba histérico a un oficial a caballo, mientras que las tres mujeres se marchitaban visiblemente y se abanicaban con las manos cubiertas con guantes blancos. Christian Gibbons condujo su caballo hacia la cabeza de la columna británica y se sentó mirando fijamente a las tres mujeres.

Sharpe levantó la vista hacia él.

—La del centro es la más guapa.

—Gracias —dijo Gibbons con pesada ironía—. Es muy observador por su parte, Sharpe.

Estaba a punto de espolear a su caballo hacia adelante cuando Sharpe puso una mano en la brida.

—He oído que a los oficiales españoles les gustan los duelos.

—Ah —contestó Gibbons mirando fríamente a Sharpe—. Tal vez tenga usted la ocasión.

Empujó el caballo camino abajo.

Hogan estaba gritando al sacerdote en español, intentando averiguar por qué se habían detenido. El sacerdote sonrió con su boca ennegrecida y elevó los ojos al cielo como para decir que todo eran designios de Dios y que no había nada que hacer.

—¡Maldita sea! —exclamó Hogan mirando apremiante a su alrededor—. ¡Maldita sea! ¿No se dan cuenta del tiempo que hemos perdido? ¿Dónde está el coronel?

Simmerson no estaba muy lejos. Él y Forrest llegaron produciendo un rápido martilleo de cascos.

—¿Qué diablos pasa?

—No lo sé, mi coronel. Los españoles se han sentado.

Simmerson se lamió los labios.

—¿Acaso no saben que tenemos prisa?

Nadie contestó. El coronel miró a los oficiales como si alguno de ellos pudiera sugerir una respuesta.

—Vamos, pues. Veamos qué sucede. ¿Traducirá usted, Hogan?

Sharpe hizo romper filas a sus hombres mientras los oficiales a caballo cabalgaban columna arriba. Los fusileros se sentaron junto al camino con las mochilas al lado. Los españoles parecían dormidos. El sol estaba alto y la superficie del camino reflejaba un calor asfixiante. Sharpe tocó por equivocación el cañón de su fusil y se echó atrás al notar el metal caliente. El sudor le escurría por el cuello y la luz deslumbrante del sol, reflejada sobre los ornamentos metálicos de la infantería española, era deslumbrante. Todavía faltaban quince millas. Las tres mujeres conducían sus caballos lentamente hacia la cabeza del regimiento, una de ellas se giró y saludó con coquetería a los fusileros, Harper le envió un beso, y cuando ya se habían ido el polvo cayó despacio sobre la fina hierba del borde del camino.

Transcurrieron quince minutos de silencio antes de que Simmerson, Forrest y Hogan volvieran con paso lento de su reunión con el coronel español. Sir Henry no venía contento.

—¡Malditos sean! ¡Se detienen para el resto del día!

Sharpe miró inquisitivamente a Hogan. El ingeniero asintió.

—Es cierto. Hay una posada allí arriba y los oficiales se han instalado en ella.

—¡Malditos! ¡malditos! ¡malditos! —exclamó Simmerson golpeando la perilla de su silla—. ¿Qué tenemos que hacer?

Los oficiales que iban a caballo se miraron unos a otros. Simmerson era el hombre que tenía que tomar la decisión y nadie respondió a su pregunta, pero sólo se podía hacer una cosa. Sharpe miró a Harper.

—A formar, sargento.

Harper vociferó las órdenes. Los muleros españoles, cuyo descanso había sido perturbado, miraron curiosos cómo los fusileros se cargaban las mochilas y formaban.

—Bayonetas, sargento.

Se dio la orden y las largas bayonetas con mango de latón salieron de las vainas. Cada hoja medía veintitrés pulgadas de largo, perfectamente afilada y brillante bajo el sol. Simmerson se puso nervioso al ver las armas.

—¿Qué demonios hace, Sharpe?

—Sólo se puede hacer una cosa, mi coronel.

Simmerson miró a derecha e izquierda a Forrest y a Hogan, pero no le ofrecieron ayuda.

—¿Sugiere usted que simplemente sigamos, Sharpe?

Eso es lo que tenía que haber propuesto usted, pensó Sharpe, pero asintió.

—¿No es lo que usted pretendía, mi coronel?

Simmerson no estaba seguro. Wellesley le había convencido de la necesidad de ir rápidos pero también estaba el deber de no ofender a los susceptibles aliados. ¿Pero qué ocurriría si el puente estuviera ocupado ya por los franceses cuando llegaran? Miró a los fusileros, austeros con sus uniformes oscuros, y después a los españoles que se repatingaban en el camino fumando tranquilamente.

—Muy bien.

—Mi coronel —dijo Sharpe y se giró hacia Harper—. Cuatro filas, sargento.

Harper respiró profundamente.

—¡Compañía! ¡En filas de a dos a la derecha!

Había momentos en que los hombres de Sharpe, a pesar de sus uniformes andrajosos, sabían cómo sorprender a un coronel de milicia. Con un chasquido y con una precisión más propia de la guardia real las filas numeradas e iguales dieron un paso atrás; toda la compañía, sin otra palabra de mando, giró hacia la derecha y en lugar de dos filas había ahora cuatro de cara a los españoles. Harper había hecho una pausa durante un segundo mientras se llevaba a cabo el movimiento.

—¡Marcha ligera!

Marcharon. Sus botas chocaban contra el camino poniendo en fuga a las mulas, con los muleros despavoridos delante. El sacerdote echó una mirada, hincó los talones y el burro se adentró en el campo.

—¡Venga ya, bastardos! —gritaba Harper—. ¡Marchad de verdad!

Lo hicieron. Aceleraron el ritmo hasta alcanzar el habitual en la infantería ligera, estampando las botas en el camino de modo que el polvo se elevaba en el aire. Detrás de ellos los del South Essex estaban formados y los seguían, delante de ellos el regimiento español se separaba hacia los campos, los oficiales salían corriendo de la posada de paredes blancas y gritaban a los fusileros. Sharpe no les hizo caso. El coronel español, como si de una aparición envuelta en galones dorados se tratase, salió a las puertas de la posada para ver a su regimiento hecho jirones. Los hombres se habían dispersado por los campos y los británicos se dirigían hacia el puente. El coronel no llevaba las botas puestas y en la mano sostenía un vaso de vino. Cuando llegaron a la altura de la posada Sharpe se giró hacia sus hombres.

—¡Compañía, a la derecha! ¡Saluden!

Sacó la larga hoja, la mantuvo en posición de saludo y sus hombres sonrieron burlonamente mientras presentaban sus armas al coronel. Poca cosa podía hacer. Quería protestar pero el honor era el honor y el saludo debía ser devuelto. El español estaba en un dilema. En una mano el vino y en la otra el gran cigarro. Sharpe vio el conflicto en la cara del coronel español que miraba a una mano y a otra, intentando decidir qué soltar primero, pero finalmente el coronel del Santa María se cuadró aguantando el vaso de vino y el cigarro en una ceremoniosa pirueta.

—¡Mirada al frente!

Hogan rió con fuerza.

—¡Bien hecho, Sharpe! —dijo mirando su reloj—. Llegaremos al puente antes del anochecer. Esperemos que los franceses no hayan llegado.

Esperemos que los franceses no lleguen nunca, pensó Sharpe. Derrotar a un aliado era una cosa pero sus dudas respecto a la habilidad del South Essex para enfrentarse a los franceses eran más reales que nunca. Miró hacia el camino blanco y polvoriento que se extendía por la llanura monótona y durante un momento fugaz y desagradable se preguntó si volvería. Se sacudió ese pensamiento y agarró la culata de su arma. Con su otra mano tocó inconscientemente el bulto sobre el esternón. Harper vio el gesto. Sharpe pensaba que era un secreto el hecho de que llevase colgada del cuello una bolsa de cuero en la que guardaba sus riquezas mundanas, pero todos los hombres estaban al tanto de ello y el sargento Harper sabía que cuando Sharpe tocaba la bolsa con sus pocas monedas de oro saqueadas de antiguos campos de batalla era que el teniente estaba preocupado. Y si Sharpe estaba preocupado… Harper se volvió a los fusileros.

—¡Venga, bastardos! ¡Esto no es un funeral! ¡Más rápido!