CAPÍTULO 7
Fue una carnicería. Quince minutos antes, mil seiscientos hombres de infantería se habían alineado en el campo, dirigidos y organizados; ahora la mayoría de ellos corrían hacia el puente, tiraban los mosquetes, las mochilas, cualquier cosa que pudiera hacerles ir más lentos y acercarles a los talones los metódicos sables de los franceses. El coronel francés era bueno. Concentró a algunos de sus hombres sobre los fugitivos, haciéndoles ir al trote, cortando a derecha e izquierda con la misma facilidad que en un campo de prácticas, conduciendo a la masa presa de pánico hacia el matadero que era la entrada del puente. Más jinetes recibieron la orden de ir contra los restos del cuadro británico, un tropel de hombres luchando desesperadamente alrededor de las banderas, pero Sharpe vio más caballería, que permanecía inmóvil en dos filas. Los franceses reservaban algo que se pudiera enviar para mantener el ataque o para romper cualquier resistencia repentina de la infantería. No había razón para defender el puente. Ya estaba bien protegido de los franceses por la masa turbulenta de hombres que luchaban para ponerse dudosamente a salvo. Sharpe calculó que tal vez unos mil hombres intentaban colarse por una calzada apenas ancha para una carreta. La visión era esperpéntica. Sharpe había visto pánico en el campo de batalla con anterioridad, pero nunca como allí. Menos de cien jinetes conducían a un número de hombres diez veces mayor en una huida horrible. La multitud del puente no adelantaba, la presión de los cuerpos era demasiada, pero los españoles y los británicos luchaban y se agitaban, arañaban y empujaban, desesperados por escapar de los cazadores que recortaban los bordes de la masa. Incluso los que conseguían abrirse paso hasta el puente no estaban a salvo. Sharpe vislumbró a hombres que caían al agua por donde el puente estaba destrozado y donde Hogan había derribado los pretiles. Otros hombres, acosados por los sables, se unían a la cola de la multitud. Los franceses no tenían ninguna posibilidad de abrirse camino a sablazos por entre aquella inmensa barrera de huesos y carne; tampoco intentaban alcanzar el puente. En lugar de eso, los cazadores mantenían el pánico en ebullición, de manera que los hombres no tuvieran ocasión de formar otra vez y volverse sobre sus perseguidores con los mosquetes cargados y las bayonetas en alto. Los jinetes casi se demoraban al dar los cortes con el sable. Sharpe vio a un hombre acosar alegremente a los fugitivos con el canto de su espada. Cuesta matar a un hombre, sobre todo si lleva la mochila y está vuelto de espaldas. Los jinetes inexpertos recorrían con sus espadas arcos impresionantes que caían de golpe sobre la espalda de los soldados; la víctima caería derribada y descubriría sorprendida que su herida simplemente consistía en una mochila y un abrigo rajados. Los cazadores veteranos esperaban hasta que se encontraban a la altura de su blanco y entonces cortaban hacia atrás las caras desprotegidas, y Sharpe sabía que habría muchos más heridos que muertos, horriblemente heridos, rostros mutilados por las hojas, cabezas abiertas hasta los huesos. Se volvió de frente.
Ahí sí que tenía lugar una verdadera lucha. Las banderas del South Essex aún ondeaban, aunque los hombres que estaban alrededor ya no mantenían la imagen de una verdadera formación. Los habían obligado a formar un anillo infernal, acosados por detrás por los jinetes, y luchaban contra los sables y los cascos con la espada y la bayoneta. Era una lucha desesperada. Los franceses habían lanzado la mayoría de sus hombres contra el pequeño grupo; tal vez no tenían ninguna oportunidad de capturar el puente, pero en el centro de aquel ruedo aterrado había una gran recompensa. Las banderas. Para los franceses marcharse del campo habiendo capturado las banderas del regimiento era cabalgar hacia la gloria, convertirse en héroes, saber que aquella historia se explicaría por toda Europa. El hombre que capturara las banderas podría pedir lo que quisiera como recompensa, dinero, mujeres o graduación, y los cazadores intentaban romper la resistencia de los británicos con una furia salvaje. El South Essex rechazaba el ataque con no poco desespero, sus esfuerzos estaban guiados por la determinación fanática de que no cayeran sus banderas. Perderlas era la mayor de las desgracias.
A Sharpe sólo le costó algunos segundos comprender el caos absoluto que tenía delante; no tenía otra elección, avanzaría hacia las banderas esperando que el anillo de supervivientes aguantara el ataque de los jinetes el tiempo suficiente para que su compañía los tuviera a tiro de los mosquetes y bayonetas. Se volvió hacia ellos. Harper había hecho un buen trabajo. Los fusileros estaban diseminados entre las filas para contener los nervios rotos de los hombres de la compañía de Sterritt. Los hombres de casaca verde sonrieron ampliamente a Sharpe. Los hombres de rojo estaban aterrados y nerviosos. Sharpe se dio cuenta de que Harper había dispuesto una fila de fusileros a cada extremo de la compañía, eran los flancos vulnerables que serían los puntos débiles de su formación y donde solamente unos nervios templados y unas bayonetas rígidas detendrían a los jinetes atacantes. Dos tenientes nerviosos fueron empujados al interior de las filas y al igual que los otros hombres de la compañía de Sterritt parpadeaban al mirar a la muchedumbre junto al puente. Querían correr, querían ponerse a salvo en la otra orilla, pero Sharpe también vio a dos sargentos firmes que ya habían estado en otras batallas y que esperaban con tranquilidad las órdenes.
—Vamos hacia adelante. Hacia las banderas.
Algunos rostros palidecieron de miedo.
—No hay nada que temer. Siempre que se mantengan en formación. ¿Entendido? Deben mantener la formación.
Habló llanamente pero con firmeza. Algunos de los hombres siguieron mirando hacia los fugitivos del puente.
—Si alguno rompe filas le dispararán.
Ahora sí lo miraban a él. Harper sonrió ampliamente.
—Y nadie disparará sin haber dado yo la orden. Nadie.
Lo habían entendido. Descolgó su fusil, se lo lanzó a Pendleton y desenvainó su espada mortal.
—¡Adelante!
Dio algunos pasos al frente escuchando a Harper que gritaba la formación y el ritmo del avance. Se dio prisa. No tenían mucho tiempo y sabía que las primeras doscientas yardas serían bastante fáciles. Avanzaron por el descampado plano y sin jinetes que estorbaran. El trecho difícil eran los cien últimos pasos en que la compañía debería mantenerse en formación mientras iría pisando a los muertos y a los heridos. Entonces los franceses se darían cuenta del peligro y les desafiarían. Se preguntaba cuánto tiempo habría transcurrido desde la descarga fatal de los españoles; tal vez sólo fueran minutos, pero de repente estaba sintiendo de nuevo las sensaciones del combate. Sintió un desapego que le era familiar, sabía que duraría hasta la primera descarga o explosión, y se fijaba en detalles irrelevantes; parecía como si el suelo se fuera moviendo bajo sus pies en vez de ser él el que caminaba por la tierra polvorienta y resquebrajada de inicios de verano. Veía cada escasa hoja de hierba pálida, había hormigas corriendo alrededor de motitas blancas en los excrementos. La lucha alrededor de las banderas parecía muy lejana, los sonidos llegaban apagados, y él quería cubrir esa distancia. Se dieron las primeras muestras de excitación, de júbilo incluso, ante la proximidad de la batalla. Algunos hombres se sentían realizados con la música, otros por el comercio; a algunos hombres les gustaba trabajar la tierra, pero Sharpe estaba hecho para esto. Para el peligro del combate. Había sido soldado durante la mitad de su vida, conocía el desánimo, las injusticias, conocía las miradas medio compasivas de los hombres cuyos negocios les permitían dormir a salvo por la noche, pero no conocían esto. Sabía que no todos los soldados lo sentían, se podría avergonzar de ello si se detuviera a pensarlo, pero aquel no era el momento.
Los franceses estaban siendo contenidos. Alguien había organizado a los supervivientes del grupo británico y había una primera fila arrodillada, con los mosquetes clavados en la hierba, las bayonetas a la altura del pecho de los caballos. Los sables cortaban sin ningún efecto los mosquetes angulosos, se oían gritos, chillidos de hombres y de caballos, y un velo de humo de pólvora con destellos de llama y acero rodeó a las banderas. Mientras caminaba, con la gran espada bajada en la mano, veía caballos sin jinetes que trotaban alrededor de la masa confusa de cazadores que habían sido heridos o derribados de sus sillas. Algunos franceses iban a pie, segando con sus espadas o incluso derribando las filas británicas con las manos desnudas. Un oficial del South Essex obligó a su caballo a salirse del anillo, las filas se cerraron inmediatamente tras él. Iba sin sombrero, su rostro era irreconocible bajo una máscara de sangre. Lanzó su caballo a la carga y arremetió con su espada delgada y recta contra el cuerpo de un cazador. La espada se quedó enganchada. Sharpe vio que estiraba de la empuñadura, su fanatismo loco se transformó en miedo y en un momento otro francés mostró cómo debía hacerse, atravesó limpiamente con su sable el pecho del inglés, con la hoja girada, y la sacó con facilidad mientras el oficial de casaca roja caía junto con su víctima. Otro cazador, a pie, segaba a ciegas entre las filas inquebrantables. Un soldado paró el golpe, pinchó hacia adelante con la bayoneta y el francés murió. Bien hecho, pensó Sharpe, siempre hay alguien mejor.
Se oyó un clarín. Miró hacia la derecha y vio que la reserva francesa se adelantaba. Avanzaban deliberadamente hacia la carnicería alrededor de las banderas. No llevaban sable y Sharpe entendió lo que pensaba hacer el coronel francés. El cuadro británico, o lo que quedaba de él, había aguantado y los sables de la caballería ligera no podían dispersarlo. Pero los cazadores, a diferencia de las demás caballerías, llevaban carabinas y planeaban lanzar una descarga de cerca a las filas de casacas rojas que las demolería y permitiría que los espadas penetraran en el centro. Apuró el paso, pero sabía que no alcanzarían las banderas antes que la caballería y observó, enfermo, cómo con meticulosa disciplina algunos de los espadachines alejaban sus cabalgaduras del cuadro infernal para ofrecer a las carabinas un campo de tiro. Los jinetes marchaban con cuidado entre los muertos y los heridos. Sharpe vio que los británicos cargaban enfebrecidos los mosquetes, despellejándose los nudillos con las hojas de las bayonetas cuando atacaban las cargas en los cañones, pero ya era demasiado tarde. Los franceses se detuvieron, dispararon, avanzaron para dejar que una segunda fila se detuviera y lanzaron su descarga hacia el South Essex. Unos pocos mosquetes respondieron, un cazador cayó derribado al suelo, una baqueta salió por el aire, lanzada por algún soldado que había disparado su mosquete a medio cargar. Las descargas francesas destruyeron las filas frontales; una gran herida se abrió en la formación roja y el enemigo introdujo las espadas curvadas para desmembrar y rasgar profundamente a la infantería, donde podrían arrebatar y ganar el mayor trofeo que un hombre pudiera conseguir en un campo de batalla.
Los hombres de Sharpe estaban ahora entre los cuerpos. Él pisó a un soldado británico cuya cabeza estaba virtualmente separada por un corte de sable. Tras él alguien vomitó. Recordó que la mayoría de hombres del South Essex nunca habían visto una batalla, no tenían ni idea de lo que las armas hacían en la carne de un hombre. Los supervivientes del cuadro se replegaban hacia él, retirándose del campo, perdiendo la cohesión. Vio que las banderas caían y se volvían a elevar, vislumbró a un oficial que gritaba a los hombres, acosándoles para volver a atacar a los caballos que les azotaban con sus cascos y llevaban los terribles sables. Había tan poco tiempo… Más franceses luchaban a pie, intentaban separar las bayonetas y abrirse paso hacia las astas de las banderas, hacia la gloria. Entonces empezó a tener problemas. Vio a un oficial francés que arrastraba a sus hombres y se dirigía hacia ellos; la compañía de Sharpe había sido descubierta y el francés sabía lo que un centenar de mosquetes cargados podía hacer a unos jinetes tan juntos como los que estaban concentrados alrededor de las banderas. Retiró a algunos hombres de la lucha, los alineó rápidamente y los lanzó contra el nuevo peligro. Sólo había conseguido replegar a una docena de hombres y caballos. Sharpe se giró.
—¡Alto!
Se quedó de espaldas a los jinetes. En su cabeza sabía cuántos segundos tenía y los hombres asustados del South Essex que lo observaban desesperados necesitaban una demostración de lo que era capaz de hacerle a la caballería una buena infantería.
—¡Retaguardia! ¡Media vuelta!
Necesitaba proteger la retaguardia en el caso de que algunos jinetes los rodearan. Harper estaba allí.
—¡Primera línea! ¡De rodillas!
Caminó hacia ellos, con calma, y saltó por encima de la primera línea para quedar a salvo en la formación. Los caballos estaban a una distancia de cincuenta yardas.
—¡Sólo la fila central disparará! ¡Sólo la fila central! ¡Fusileros, retengan el disparo! ¡Sólo la fila central! ¡Esperen la señal! ¡Apunten bajo! ¡Apunten al estómago! ¡Vamos a dejar que se acerquen! ¡Esperen! ¡Esperen! ¡Esperen!
Las espadas de los franceses estaban ensangrentadas hasta la empuñadura, sus caballos estaban cubiertos de sudor, las caras de los jinetes mostraban el gesto de hombres que habían luchado y matado desesperadamente. Sin embargo, su victoria sobre hombres que les superaban cuatro veces en número había sido tan fácil que estos jinetes se creían capaces de cualquier cosa. La docena de franceses cabalgaba hacia la compañía de Sharpe, olvidándose del peligro, confiando en que aquellos británicos se derrumbarían tan fácilmente como los dos cuadros. Sharpe les vio acercarse en un galope temerario, vio los terrones de hierba levantados por los cascos, los dientes descubiertos y las crines ondulantes de los caballos. Esperó, siguió hablando en voz alta pero moderada.
—¡Espérenlos! ¡Esperen! ¡Esperen!
Cuarenta yardas, treinta. En el último momento el oficial francés se dio cuenta de lo que había hecho. Sharpe vio que hendía el bocado de su caballo pero era demasiado tarde.
—¡Fuego!
Los cazadores se desintegraron. Fue una descarga pequeña, sólo unas dos docenas de mosquetes, pero disparada desde una distancia mortal. Los caballos cayeron, un par de ellos resbalaron casi hasta la primera línea, los jinetes barrieron el suelo en un remolino de cascos, sables y brazos. No quedó ni un cazador.
—¡De pie! ¡Adelante!
Pasó de nuevo al frente y les guió por los restos sangrientos de sus atacantes. Un francés estaba vivo, tenía la pierna rota al haberse caído del caballo y dio un sablazo hacia arriba a Sharpe. Éste no se molestó en devolver el corte. Le dio una patada en la muñeca herida de manera que la espada se le cayó de la mano. La compañía caminó por entre los hombres muertos y los caballos; empezaron a apresurarse, la batalla alrededor de las banderas se estaba perdiendo, los británicos se veían forzados a retirarse, los franceses avanzaban poco a poco tras las punzantes espadas. Sharpe vio que las largas picas de los sargentos que protegían las banderas eran utilizadas; una de ellas se balanceó sobre el caos y se estrelló en la cabeza de un caballo de manera que se encabritó y derribó al jinete. La disciplina del cuadro se había desvanecido con la carga de las carabinas francesas. Sharpe no veía oficiales, debían estar allí, pero ahora los franceses estaban cerca de las banderas y unos hombres del cuadro dispersado corrían hacia Sharpe y hacia la seguridad que daban las bayonetas horizontales. Los golpeó hacia un lado con su espada, les gritó que se fueran a los laterales. Tuvo que detenerse, incapaz de abrirse camino entre los fugitivos que tenía delante y blandió hacia ellos el canto de su espada. Harper se unió a él y fue golpeando a los fugitivos con la culata de su rifle, la masa enorme del irlandés obligaba a los que corrían a irse hacia los flancos donde se podían unir con seguridad a la compañía de Sharpe. Entonces quedó despejado y siguió, aún blandiendo la espada, la sangre bulléndole de placer. Su intención no era realizar una carga de bayonetas pero quedaba ya muy poco tiempo. Las banderas se tambaleaban, la espada de un oficial cortó la mano de un francés que estaba en un asta y entonces las banderas se derrumbaron.
Sharpe gritó palabras ininteligibles, corría, los hombres detrás de él tropezaban con cuerpos y resbalaban en los charcos de sangre. Un cazador a pie fue a por él, bajando el sable hacia él describiendo una amplia curva. Él levantó su espada, la hoja del francés se partió, le dio un corte en el cuello, notó que el francés caía y tropezó con él. Unos caballos le tapaban la visión de las banderas, se oyeron los chasquidos de los fusiles, un hombre cayó. Vislumbró a Harper tirando en persona a un cazador del caballo, la cara del sargento era una máscara terrible de rabia y de fuerza. Otro jinete se acercó, tirando de las riendas para descargar su impulso sobre Sharpe y desapareció hacia atrás cuando Sharpe clavó su gran espada en la quijada del caballo. Vio que el animal se encabritaba, el cazador gritando soltó el sable y Sharpe vislumbró la hoja brillante que colgaba de la correa de su cintura mientras caballo y hombre caían hacia atrás. Todavía quedaba un grupo de casacas rojas junto a las banderas caídas y Sharpe vio que dos franceses desmontaban para separar a los últimos defensores con las manos vacías.
Entonces pareció que los casacas rojas desaparecían, sólo había cazadores y gritos franceses de triunfo mientras retiraban de las astas a los muertos y arrebataban las banderas. Sharpe se giró y sostuvo la espada cubierta de sangre bien alta sobre su cabeza.
—¡Alto! ¡Presenten armas!
Estaba directamente en su línea de fuego y se tiró al suelo, arrastrando con él a Harper, al tiempo que gritaba la orden de disparar. La descarga pasó sobre sus cabezas y entonces se levantaron y corrieron. Las balas de los mosquetes habían retirado a los franceses de las banderas que habían vuelto a caer, pero esta vez rodeadas también por los muertos del enemigo además de los británicos.
Sólo había que avanzar unas pocas yardas pero había más jinetes espoleando hacia el lugar donde tantos habían muerto por poseer las banderas. Sharpe se lanzó sobre los cuerpos, arrastrándose entre sangre y miembros, alcanzó un asta y la estiró hacia sí. Era la bandera del regimiento, el campo amarillo y brillante rasgado y con agujeros recientes; clavó la punta de la espada en un cadáver y fue moviendo de un lado al otro el asta hacia los jinetes como un garrote primitivo. La bandera real estaba demasiado lejos. Harper iba hacia ella pero un caballo chocó contra el sargento y lo echó hacia atrás. Otro caballo se encabritó y se apartó de la gran oleada de seda amarilla que Sharpe tenía en la mano, una espada golpeó el asta y Sharpe vio astillas que saltaban volando de la madera nueva, entonces le golpeó la red con el forraje asegurada a la silla que lo lanzó al suelo. Olía a los caballos, veía los cascos en el aire por encima de su cabeza, la cara del francés envuelta por la cadena plateada de su chacó que se agachaba hacia él para arrancarle la bandera de la mano. Él aguantó. Un casco le cayó sobre la cara, el caballo se apartó de la carne que acababa de pisar, el jinete estiró y de repente soltó. Sharpe vio a Harper balanceando la gran pica de un sargento. Había golpeado con su espada en el espinazo del jinete y el hombre se deslizó suavemente encima de Sharpe, lanzando sus últimos suspiros al oído del fusilero.
Sharpe salió de debajo del cuerpo. Dejó allí la bandera, estaba tan a salvo como en su mano. Harper iba balanceando la pica, manteniendo a raya a los jinetes. ¿Dónde estaba la compañía? Sharpe miró alrededor y les vio corriendo hacia la batalla. ¡Eran tan lentos! Buscó su espada, la encontró y la arrancó del cuerpo donde la había encajado. Los jinetes seguían viniendo, intentaban desesperadamente obligar a los caballos renuentes a pasar por los montones de muertos. Sharpe volvió a chillar. Harper rugía, pero no había enemigos a la distancia de una espada. Se adelantó hacia la bandera del rey. La veía tirada bajo dos cuerpos a unas cinco yardas. Resbaló con sangre, se levantó de nuevo, pero tres franceses a pie venían a por él con los sables desenvainados. Harper estaba junto a él, un cazador cayó con la hoja de la pica clavada en el estómago, el otro se hundió bajo la espada de Sharpe que le cortó el quite del sable como si la espada del francés estuviera hecha de delicado marfil. Pero el tercero tenía la bandera de la Unión, la había estirado de debajo de los cuerpos y la enseñaba a los hombres a caballo que estaban detrás de él. Sharpe y Harper arremetieron contra él, la pica se hundió en la espalda del cazador pero ya había cumplido con su misión. Un jinete había agarrado el fleco de la bandera y huía espoleando el caballo. Venían más franceses, arañando a los dos fusileros para conseguir la segunda bandera, ¡demasiados!
—¡Conténgalos, Patrick! ¡Conténgalos!
Harper empezó a dar vueltas con la pica, chillándoles, era Cuchulain el de la mano roja, el invencible. Se quedó con las piernas abiertas, su tremenda altura dominaba la lucha, rogaba a los franceses de uniforme verde que se acercaran y lo mataran. Sharpe gateó hasta donde estaba la bandera del regimiento, la estiró de debajo del cuerpo y la lanzó como una jabalina a la compañía que avanzaba. Vio que caía entre la tropa. Estaba a salvo. Harper seguía allí, gruñendo al enemigo, desafiándolos, pero ya no se luchaba. Sharpe se quedó a su lado con la espada en la mano y los franceses se dieron la vuelta, encontraron caballos, los montaron y se fueron cabalgando. Uno de ellos se giró y se puso de cara a los dos fusileros, levantó su sable ensangrentado en señal de saludo y Sharpe elevó el suyo rojo como respuesta.
Alguien le dio una palmada en la espalda, los hombres gritaban como si hubieran ganado, cuando todo lo que había hecho era reducir a la mitad la victoria de los franceses. La compañía estaba con ellos, de pie entre los muertos, viendo marchar a los cazadores al trote con su trofeo. No había ninguna posibilidad de recuperar la bandera real, ya estaba a trescientas yardas, rodeada por jinetes triunfantes en el inicio de un largo viaje que la llevaría más allá de los Pirineos para ser la burla de la muchedumbre de París antes de unirse a las otras banderas italianas, prusianas, austríacas, rusas y españolas que marcaban las victorias francesas por toda Europa. Sharpe la vio marchar y se sintió enfermo y avergonzado. Las banderas españolas también estaban allí, ambas, pero no eran asunto suyo. Su propio honor estaba ligado a la bandera capturada, su reputación de soldado, era una cuestión de orgullo.
Tocó a Harper en el hombro.
—¿Está bien?
—Sí, mi teniente.
El sargento jadeaba sosteniendo todavía la pica que estaba medio ensangrentada.
—¿Y usted?
—Estoy bien. Bien hecho. Gracias.
Harper rechazó el cumplido pero sonrió ampliamente a su teniente.
—Era una bandera excepcional, mi teniente. Al menos hemos recuperado una.
Sharpe se giró para mirar la bandera. Ondeaba sobre la compañía, rasgada y manchada de sangre, perdida y recuperada. Debajo de ella había un oficial y Sharpe reconoció a Leroy, el malhumorado y solitario capitán Leroy a quien Lennox había descrito como el otro único soldado decente del batallón. Su cara era una máscara de sangre y Sharpe se abrió paso entre las filas hacia él.
—¿Mi capitán?
—Bien hecho, Sharpe. Esto es una masacre.
La voz del capitán sonaba extraña, su acento raro y Sharpe recordó que era americano; uno de los pequeños grupos de unionistas que todavía luchaban por la madre patria. Sharpe señaló la cabeza de Leroy.
—¿Está usted malherido?
—Esto sólo es un rasguño. Aunque tengo un corte en la pierna.
Sharpe miró hacia abajo. El muslo de Leroy estaba bañado en sangre.
—¿Cómo ha sido?
—Junto a las banderas. Gracias a Dios que llegó usted, aunque Simmerson merecía perder ambas. El muy bastardo.
Sharpe miró hacia el puente. No se veía gran cosa porque el campo que mediaba hasta él todavía estaba lleno de jinetes franceses. Se veían bocanadas de humo y se oía el chasquido de mosquetes por lo que alguien había organizado algún tipo de defensa, pero los cazadores ya no luchaban. Los clarines los retiraron de la matanza y volvían subiendo el camino hacia donde formaron filas rodeando sus tres trofeos. Debían sentirse orgullosos, pensó Sharpe, una caballería de cuatrocientos había roto dos regimientos, capturado tres banderas y todo a causa de la estupidez y el orgullo de Simmerson y del coronel español. Se preguntaba dónde estaba Simmerson. No estaba en el grupo que rodeaba las banderas, a menos que su cuerpo muerto yaciera en uno de los montones. Se volvió hacia Leroy.
—¿Ha visto a Simmerson?
—Sabe Dios lo que habrá sido de él. Forrest estaba allí.
—¿Muerto?
—No lo sé —contestó Leroy encogiéndose de hombros.
—¿Lennox?
—No le he visto. Estaba en el cuadro.
Sharpe echó una mirada al campo. La visión era aterradora. El lugar donde estaban, donde se había luchado por las banderas, aparecía rodeado de cuerpos. Había heridos, agitándose y gritando, caballos recostados que tosían sangre y golpeaban el suelo con un repiqueteo frenético. Sharpe encontró a un sargento.
—Dispare a esos caballos, sargento.
—¿Mi teniente? —dijo el hombre mirando fijamente a Sharpe.
—¡Que les dispare! ¡Rápido!
No soportaba ver a aquellos animales heridos. Unos hombres caminaron hacia ellos y les apuntaron a la cabeza con los mosquetes y Sharpe se giró para contar a sus fusileros.
—Están todos sanos y salvos, mi teniente.
Harper ya los había contado.
—Gracias.
Habían corrido poco peligro al permanecer en las filas y con las bayonetas erguidas. Recordaba que había pensado lo mismo cuando el South Essex marchaba campo arriba orgulloso, con las banderas ondeando y ahora estaban destrozados. Intentó hacer un cálculo estimado de la factura de aquella carnicería. No había más de treinta o cuarenta franceses muertos en el campo, un alto precio sobre cuatrocientos, pero habían conseguido la gloria para su regimiento y habían infligido tremendas pérdidas a los británicos y los españoles. ¿Un centenar de muertos? Miró a los montones de muertos, el sendero de cuerpos que conducía hasta el puente; era imposible calcular el número. Sería alto y habría muchos más heridos, hombres cuyas caras habían sido partidas en dos por los jinetes, hombres ciegos que serían llevados a Lisboa, enviados a casa y quedarían abandonados a la fría caridad de una sociedad largamente habituada a los mendigos mutilados. Se estremeció.
Pero no sólo estaban los muertos y los heridos. En su primera batalla el batallón de Simmerson también había perdido su orgullo. Sharpe llevaba dieciséis años luchando en el ejército, había defendido las banderas en la confusión de la batalla y había embestido con una bayoneta intentando alcanzar el estandarte enemigo, había visto capturar banderas que se exhibían por el campamento y había sentido el júbilo feroz de la victoria, pero ésta era la primera vez que había visto que se llevaban una bandera británica del campo y sabía cuánto iban a celebrarlo sus enemigos cuando el trofeo llegara al ejército del mariscal Victor. Pronto el ejército de Wellesley debería entrar en batalla, no una escaramuza contra cuatro escuadrones de cazadores, sino una verdadera batalla en que las máquinas mortales de la artillería harían de la supervivencia un juego de azar y sus enemigos irían ahora a esa batalla con los ánimos levantados porque ya habían humillado a los británicos. Empezó a concebir una idea, una idea tan ultrajante que sonrió y el joven Pendleton, esperando para devolverle el rifle, le sonrió también a su oficial.
—¡Lo conseguimos, mi teniente! ¡Lo conseguimos!
—¿El qué?
Sharpe quería paladear su idea pero había mucho que hacer.
—Salvar la bandera, mi teniente, ¿no es así?
Sharpe miró la cara del joven. Después de pasarse la vida robando en las calles de Bristol el muchacho tenía el rostro cansado y hambriento pero sus ojos brillaban y su cara suplicaba desesperadamente confianza. Sharpe sonrió.
—Lo conseguimos.
—Ya sé que hemos perdido la otra, mi teniente, pero no fue culpa nuestra, ¿no es cierto?
—Así es. Si no hubiera sido por nosotros hubieran perdido ambas banderas. ¡Bien hecho!
El rostro del muchacho resplandecía.
—Y usted y el sargento Harper, mi teniente.
Las palabras del chico salían atropelladas por su necesidad urgente de compartir la excitación.
—¡Estaban aterrorizados, mi teniente!
Sharpe tomó su fusil y rió.
—El sargento Harper no sé, pero yo también tenía bastante miedo.
—¡Eso lo dice por decir! —dijo Pendleton riendo.
Sharpe sonrió y se fue caminando entre los cuerpos. Había tanto que hacer, enterrar a los muertos, atender a los heridos. Miró hacia el puente. Ahora estaba vacío, los fugitivos habían cruzado y Sharpe vio que se organizaban en compañías en la otra orilla. Los franceses estaban a media milla, en filas, y observaban a un único jinete que trotaba hacia Sharpe. Supuso que era un oficial francés que venía a discutir una tregua mientras recuperaban a sus heridos. Sharpe se sentía muy cansado.
Volvió la mirada hacia el puente y se preguntaba por qué Simmerson no enviaba a ningún hombre para empezar a cavar tumbas, a poner vendajes, a desnudar a los muertos. Tardarían un día entero en poner orden en ese caos. Sharpe se colgó el rifle y empezó a caminar hacia el oficial de cazadores cuyo caballo iba escogiendo delicadamente el camino entre los cuerpos. Levantó una mano en señal de saludo.
Y en aquel momento el puente explotó.