CAPÍTULO 12
—¿Es usted el oficial de servicio?
Sharpe asintió.
—Adelante.
El oficial comisario, un teniente rechoncho, sonrió alegremente y cerró la puerta.
—Buenas tardes, mi capitán. ¿Me puede firmar?
—¿Para qué?
El teniente se hizo el sorprendido. Miró el trozo de papel que le tendía a Sharpe.
—Tercer batallón de destacamentos. ¿No es así?
Sharpe asintió.
—Su aprovisionamiento, mi capitán.
Le volvió a acercar la lista.
—¿Puede firmar, mi capitán?
—Espere —dijo Sharpe mirando la lista—. ¿Setecientas cincuenta libras de carne de buey? Qué generoso, ¿no?
El teniente borró su sonrisa profesional.
—Me temo que esto no es sólo para hoy, mi capitán. También es para los próximos tres días.
—¿Qué? ¿Tres días? ¡Eso es la maldita mitad!
El teniente extendió los brazos.
—Lo sé, mi capitán, lo sé, pero es lo mejor que podemos hacer. ¿Firmará?
Sharpe cogió el sombrero y sus armas de encima de la mesa.
—¿Dónde están?
El teniente suspiró.
—Estoy seguro de que no quiere…
—¿Dónde están?
La voz de Sharpe retumbó en la pequeña habitación. El teniente sonrió, abrió la puerta, e hizo señas a Sharpe señalándole el patio donde estaba el grupo de trabajo del teniente junto a una fila de mulas cargadas. El teniente levantó la tapa de un barril con pedazos de buey recién sacrificado.
—¿Mi capitán?
Sharpe cogió el primer trozo y lo agitó frente al rechoncho oficial comisario.
—Póngale galones y verá cómo desfila.
El teniente sonrió, ya lo había oído otras veces. Sharpe cogió otro trozo de cartílago del barril.
—¡Esto no es comestible! ¿Cuántos barriles tengo?
El teniente señaló hacia las mulas.
—Todo eso, mi capitán.
Sharpe miró más allá del patio, hacia la calle iluminada. Otra mula esperaba pacientemente bajo el sol del atardecer.
—¿Y aquello qué es?
—Una mula, mi capitán.
El teniente sonrió generosamente. Vio la cara de Sharpe.
—Disculpe, mi capitán. Es sólo una pequeña broma —dijo poniéndose serio—. Son las provisiones para el castillo, mi capitán. Para sir Arthur. Ya me entiende.
—¿Está seguro?
Sharpe caminó bajo la arcada hacia la mula, con el teniente a su lado, e hizo señal al mulero para que se marchase.
—Resulta que esta mañana vi el reparto de provisiones para el castillo teniente, y no faltaba nada.
El teniente sonrió impotente. Sharpe mentía, los dos lo sabían, pero también el teniente mentía, y también los dos lo sabían. Sharpe levantó la tapa del barril que tenía más cerca.
—Esto, teniente, sí es carne de buey. Me quedaré con dos de estos barriles en lugar de dos de los otros.
—¡Pero, mi capitán! ¡Esto es para…!
—¿Su comida, teniente? Y usted y sus otros compañeros oficiales venderán el resto. ¿No es así? Me lo quedo.
El teniente volvió a tapar el barril.
—Capitán, permítame que le ofrezca un pollo estupendo que nos hemos encontrado, por supuesto de regalo.
Sharpe puso la mano encima de la mía.
—¿Quiere que firme, teniente? Creo que primero pesaré la carne.
El teniente había sido derrotado. Sonrió vivamente y le dio la lista a Sharpe.
—No quisiera que se tomara la molestia. Digamos que usted se queda con todos los barriles, ¿incluidos éstos?
Sharpe asintió. El regateo del día había terminado y su propio grupo de trabajo descargó las mulas y llevó la carne hasta las afueras de Oropesa donde estaban acuartelados los hombres del batallón. La situación del avituallamiento era desesperada e incluso iba empeorando. El ejército español había esperado en Oropesa y hacía tiempo que se había comido todo alimento que quedara en los alrededores. Las calles empinadas de la ciudad estaban llenas de tropas, españolas, británicas y alemanas de la Legión, y ya surgían desavenencias entre los aliados. Patrullas inglesas y alemanas habían puesto emboscadas a los carros de víveres españoles, incluso habían matado a los guardias, para hacerse con los alimentos que Cuesta había prometido a Wellesley pero que no le había entregado. Las esperanzas que tenía el ejército de llegar a Madrid a mediados de agosto se habían desvanecido al ver que las tropas españolas seguían esperando. El regimiento de Santa María estaba en Oropesa y desfilaba bajo dos banderas nuevas y enormes, y Sharpe se preguntó si el general Cuesta no tenía límite a la hora de reemplazar los trofeos que iban a parar a París. Mientras bajaba por la cuesta vio a dos oficiales con las largas espadas metidas bajo las axilas, extraña moda española, y no había nada en ellos, ni en sus espléndidos uniformes ni en sus finos cigarros, que le diera a Sharpe una sensación de alivio respecto al ejército de España.
Él mismo sentía hambre mientras iba calle abajo. El criado de Josefina había encontrado comida, a un cierto precio, y al menos esta noche comería, aunque cada bocado costase casi la paga de un día. Las dos habitaciones que ella había encontrado costaban cada noche la paga de quince días, pero al diablo con ello, pensó. Si sucedía lo peor y se veía obligado a escoger entre un puesto en las Indias Occidentales o quedarse como civil, era mejor maldecir luego el maldito dinero y disfrutarlo ahora para alquilar las habitaciones, pagar un ojo de la cara por un pollo huesudo que al cocer se convertiría en sobras grisáceas, y llevar dentro la fiebre del recuerdo del cuerpo de Josefina y del extraordinario lujo de un lecho amplio y compartido. De momento sólo tenía el recuerdo de la noche en la posada, puesto que ella había tenido que adelantarse, escoltada a desgana por Hogan, mientras Sharpe pasaba dos días marchando por entre el polvo y el calor con el batallón. La había visto un momento a mediodía, deslumbrado por una sonrisa de bienvenida, y ahora disponía de toda una noche, una larga noche, ya que el día siguiente no había marcha.
—¡Mi capitán!
Sharpe se giró. El sargento Harper corría hacia él; otro hombre iba a su lado, uno de la compañía ligera del South Essex.
—¡Mi capitán!
—¿Qué sucede?
Sharpe se dio cuenta de que Harper parecía agitado y preocupado, algo inusual, pero sintió una punzada de impaciencia al devolverles el saludo. ¡Malditos! Quería estar con Josefina.
—¿Y bien?
—Los desertores, mi capitán.
Harper casi se retorcía de vergüenza.
—¿Desertores?
—Ya sabe, mi capitán. Los que se escaparon en Castelo.
El día en que se habían reunido con el South Essex. Sharpe recordaba que los hombres habían sido azotados porque cuatro desertores se habían escurrido por entre la guardia durante la noche. Miró duramente a Harper.
—¿Cómo lo sabe?
—Kirby es su compañero, mi capitán.
Señaló al hombre que estaba junto a él. Sharpe le miró. Era un hombre pequeño que había perdido casi todos sus dientes.
—¿Y bien, Kirby?
—No sé, mi capitán.
—¿Quiere que le azoten, Kirby?
Los ojos del hombre se lanzaron sobre los suyos, sorprendido.
—¿Cómo, mi capitán?
—Si no me lo dice, he de suponer que les está ayudando a escapar.
Harper y Kirby estaban callados. Finalmente el sargento miró a Sharpe.
—Kirby vio a uno de ellos por la calle, mi capitán. Se fue con él. Dos de ellos están heridos, mi capitán. Kirby vino a verme.
—Y usted me viene a ver a mí —dijo Sharpe ásperamente—. ¿Y qué espera usted que haga?
De nuevo no dijeron nada. Sharpe sabía que ellos tenían la esperanza de que hiciera un milagro, que de alguna manera el afortunado capitán Sharpe encontraría el modo de salvar a los cuatro hombres del salvaje castigo que el ejército infligía a los desertores. Sintió que una rabia tremenda se apoderaba de él, junto con la impaciencia. ¿Quién se creían que era?
—Vaya a buscar a seis hombres, sargento. Tres fusileros y tres de los otros. Nos encontraremos aquí dentro de cinco minutos. Kirby, quédese aquí.
Harper se cuadró.
—Pero, mi capitán…
—¡Váyase!
El aire era translúcido, ese tipo de luz justo antes del crepúsculo cuando el sol parece suspendido en un líquido teñido. Un mosquito zumbó irritante alrededor de la cara de Sharpe y él lo espantó. Las campanas de la iglesia tocaron el Ángelus, una mujer pasó calle abajo corriendo y se santiguó, y Sharpe blasfemó interiormente porque le había prometido a Josefina que se encontraría con ella pasadas las seis en punto. ¡Malditos desertores! ¿Creía el sargento realmente que Sharpe iba a perdonar la deserción? Junto a él, asustado y nervioso, Kirby se impacientaba mirando hacia la calle y Sharpe pensó con tristeza lo que esto significaría para el batallón. Todo el ejército se sentía frustrado, pero al menos podía mirar al futuro con una mezcla de miedo y anhelo hacia la inevitable batalla que daba cierto sentido a su presente malestar. El South Essex no compartía estas esperanzas. Había sido deshonrado en Valdelacasa, su bandera se había perdido vergonzosamente, y los hombres del batallón no tenían ningunas ganas de entablar otra batalla. El South Essex estaba amargado y de mal humor. Cualquiera de sus hombres hubiera deseado lo mejor a los desertores.
Harper volvió con sus hombres, todos ellos armados, todos ellos mirando con aprensión a Sharpe. Uno de ellos preguntó nervioso si pegaría un tiro a los desertores.
—No lo sé —soltó Sharpe—. Guíenos, Kirby.
Caminaron cuesta abajo hasta la parte más pobre de la ciudad, hacia una maraña de callejones donde niños medio desnudos jugaban entre la porquería que se lanzaba de los orinales a la calle. La ropa lavada colgaba entre los balcones, oscureciendo la luz, y la estrechez entre las paredes parecía producir más peste. Era un olor que los hombres habían conocido por primera vez en Lisboa y al que se habían acostumbrado, aunque su origen hacía que caminar por las calles de noche fuera un asunto nauseabundo y arriesgado. Los hombres iban callados y resentidos, seguían a Sharpe en contra de su voluntad hacia un deber que hubieran deseado no realizar.
—Aquí, mi capitán.
Kirby señaló un edificio que era poco más que una choza. Estaba parcialmente derruido y el resto parecía que se iba a derrumbar en cualquier momento. Sharpe se volvió hacia los hombres.
—Esperen aquí. Sargento Peters, venga conmigo.
Peters era del South Essex. Sharpe le había calado como un hombre sensato, mayor que la mayoría, y necesitaba a alguien del mismo batallón que los desertores, de manera que nadie pudiera pensar que el fusilero de casaca verde había conspirado contra el South Essex.
Empujó la puerta para abrirla. Casi esperaba que alguien estuviera agazapado con un arma, pero en vez de eso se encontró con una habitación de una suciedad inimaginable. Los cuatro hombres estaban en el suelo, dos de ellos tumbados y los otros sentados junto a las brasas muertas de un fuego. La luz se filtraba por los agujeros de lo que en su tiempo fueron ventanas y a través del tejado y de los pisos superiores destruidos. Los hombres iban vestidos con andrajos.
Sharpe cruzó la habitación hasta los dos hombres enfermos. Se puso en cuclillas y les miró a la cara; estaban blancos y temblaban, casi sin pulso. Se volvió hacia los otros.
—¿Quiénes sois?
—Cabo Moss, mi capitán.
El hombre llevaba una barba de quince días y tenía las mejillas hundidas. Era obvio que no habían comido.
—Éste es el soldado Ibbotson —dijo señalando a su compañero—. Y ésos son los soldados Campbell y Trapper, mi capitán.
Moss se comportaba con formalidad y educación, como si eso lo fuera a salvar de su destino. El aire estaba cargado de polvo, la habitación estaba llena de la peste causada por la enfermedad y la porquería.
—¿Qué hacen en Oropesa?
—Vinimos a unirnos al regimiento, mi capitán —dijo Moss con demasiada rapidez.
Hubo silencio. Ibbotson se sentó junto al fuego apagado y se quedó mirando al suelo por entre sus rodillas. Era el único que tenía arma, una bayoneta que sostenía en la mano izquierda, y Sharpe no aprobaba lo que estaba sucediendo.
—¿Y sus armas?
—Las perdimos, mi capitán. Y los uniformes también.
Moss deseaba complacer.
—Quiere decir que los vendieron.
—Sí, mi capitán —contestó Moss encogiéndose de hombros.
—¿Y se bebieron el dinero?
—Sí, mi capitán.
De repente se oyó un ruido en la habitación de al lado y Sharpe dio un giro para mirar hacia la puerta. Allí no había nada. Moss sacudió la cabeza.
—Son las ratas, mi capitán. Asquerosos ejércitos de ratas.
Sharpe volvió a mirar a los desertores. Ibbotson le miraba ahora fijamente, con la mirada fija de un loco fanático. Sharpe se preguntó si planeaba usar la bayoneta.
—¿Qué hace aquí, Ibbotson? ¿No quiere reunirse con el regimiento?
El hombre no dijo nada. En su lugar levantó su brazo derecho que tenía escondido detrás de la espalda. No tenía mano, sólo un muñón envuelto en andrajos ensangrentados.
—Ibbs se metió en una pelea, mi capitán —dijo Moss—. Perdió la mano. Ya no le sirve a nadie, mi capitán. No es zurdo, sabe —añadió con rencor.
—Quiere decir que no le sirve a los franceses.
Hubo un silencio. El polvo pesaba en el aire.
—Así es —habló Ibbotson.
Su voz era culta. Moss intentó hacerle callar pero Ibbotson no hizo caso del cabo.
—Hubiéramos podido estar con los franceses desde hace una semana, pero estos tontos decidieron beber.
Sharpe le miró fijamente. Era extraño oír una voz educada surgiendo de aquellos harapos, barbas y vendajes bañados en sangre. El hombre estaba enfermo, probablemente tenía gangrena, pero ahora apenas importaba. Al admitir que corrían hacia el enemigo, Ibbotson les había condenado a los cuatro. Si los hubieran cogido intentando llegar a un país neutral podían haber sido enviados, al igual que Sharpe, a una guarnición en las Indias Occidentales donde la fiebre les mataría de todas maneras, pero sólo había un castigo para los hombres que se pasaban al enemigo. El cabo Moss lo sabía. Levantó la vista hacia Sharpe y le rogó.
—De verdad, mi capitán, no sabíamos lo que hacíamos. Esperamos aquí, mi capitán…
—¡Cierra la boca, Moss!
Ibbotson lo miró con fiereza y entonces se giró hacia Sharpe, levantando la bayoneta con su mano aunque solamente para dar énfasis al comentario.
—Vamos a perder esta guerra. ¡Cualquier tonto lo vería! Hay más ejércitos franceses que todos los que Inglaterra pudiera formar en cien años. ¡Mírese!
Su voz estaba llena de desprecio.
—Puede vencer a un general, y luego a otro, ¡pero seguirán viniendo! ¡Y ganarán! ¿Y sabe por qué? Porque tienen un ideal. ¡Se llama libertad, y justicia e igualdad!
Se detuvo de pronto con los ojos brillantes.
—¿Qué es usted, Ibbotson? —preguntó Sharpe.
—Un hombre.
Sharpe sonrió al oír la respuesta que sonó como un dramático desafío. La discusión no era nueva, se podía contar con el fusilero Tongue para que la sacara a relucir la mayoría de las noches, pero Sharpe tenía curiosidad por saber qué hacía un hombre educado como Ibbotson en la tropa del ejército y predicando las contraseñas francesas de libertad.
—Usted es culto, Ibbotson. ¿De dónde es?
Ibbotson no contestó. Miraba fijamente a Sharpe, agarrando su bayoneta.
Hubo silencio. Detrás de él, Sharpe oyó a Harper y a Peters arrastrando los pies por el duro suelo. Moss se aclaró la garganta y señaló a Ibbotson.
—Es el hijo de un vicario, mi capitán —dijo, como si eso lo explicara todo.
Sharpe miró a Ibbotson. ¿El hijo de un vicario? Quizás el padre había muerto o era una familia muy grande y la penuria podía haber llegado por cualquiera de los dos caminos. ¿Pero qué destino había llevado a Ibbotson a alistarse en el ejército? ¿Para medir su insignificante fuerza con los borrachos y endurecidos criminales que eran las sobras que normalmente recogían las unidades de reclutamiento? Ibbotson le volvió a mirar fijamente y entonces, con pesar por parte de Sharpe, empezó a llorar. Soltó la bayoneta y escondió la cara en el ángulo de su codo izquierdo y Sharpe se preguntó si de repente se había puesto a pensar en el jardín de una vicaría junto a una iglesia y en una madre añorada horneando pan en la madurez de un verano inglés. Se volvió hacia Harper.
—Están arrestados, sargento. A esos dos los tendrán que llevar.
Salió de la choza hacia el callejón pestilente.
—¿Kirby?
—¿Mi capitán?
—Puede irse.
El hombre se marchó corriendo. Sharpe no quería que se encontrara cara a cara con los cuatro desertores cuyo arresto había provocado.
—Los otros, adentro.
Miró hacia arriba entre las estrechas paredes hacia un trocito de cielo. Unas golondrinas pasaron por la abertura, los colores se oscurecían con la noche, y el día siguiente habría ejecuciones. Pero primero estaba Josefina.
Harper se acercó a la puerta.
—Estamos listos, mi capitán.
—Pues vamos.