CAPÍTULO 13
Sharpe se despertó sobresaltado, se sentó, echó mano instintivamente de un arma y entonces, dándose cuenta de dónde estaba, se volvió a hundir en la almohada. Estaba cubierto de sudor a pesar de que la noche era fresca y una suave brisa agitaba los bordes de las cortinas a ambos lados de la ventana abierta, a través de la cual se veía la luna llena. Josefina estaba sentada junto a la cama, observándole, con un vaso de vino en la mano.
—Estabas soñando.
—Sí.
—¿En qué?
—En mi primera batalla.
No dijo nada más, pero en su sueño no había sido capaz de cargar el Brown Bess; la bayoneta y la boca no encajaban, y los franceses se iban acercando riéndose del muchacho espantado en las llanuras húmedas de Flandes. Era en Boxtel, y rara vez pensaba en la confusa batalla sobre el campo húmedo. Miró a la muchacha.
—¿Y tú? —preguntó dando unos golpecitos sobre la cama—. ¿Por qué estás levantada?
Ella se encogió de hombros.
—No podía dormir.
Se había puesto una especie de bata y sólo su cara y la mano que sostenía la copa eran visibles en la habitación a oscuras.
—¿Por qué no podías dormir?
—Estaba pensando en lo que dijiste.
—No tiene por qué suceder.
—No —contestó ella sonriendo.
En algún lugar de la ciudad ladraba un perro, aunque no se oían otros ruidos. Sharpe pensó en los prisioneros y se preguntó si estarían pasando su última noche despiertos y escuchando al mismo perro. Recordó la noche anterior en que había vuelto de la prisión militar y la larga conversación que mantuvo con Josefina. Ella quería llegar a Madrid, estaba desesperada por llegar a Madrid, y Sharpe le dijo que no veía probable que los aliados llegaran hasta la capital de España. Sharpe creía que Josefina no sabía bien por qué quería llegar a Madrid, era la ciudad soñada para ella, lo que más deseaba, y él estaba celoso de su deseo por llegar allí.
—¿Por qué no quieres volver a Lisboa?
—La familia de mi marido no me recibiría bien, no en estas circunstancias.
—Ah, Edward.
—Duarte —corrigió de forma automática.
—Entonces vuelve a casa.
Ya habían mantenido esta conversación anteriormente. Él intentaba obligarla a rechazar cada opción, excepto la de que se quedara cerca de él como si creyera que podía permitírselo.
—¿A casa? Tú no lo entiendes. Me obligarán a esperarle igual que sus padres. En un convento o en una habitación oscura, que más da.
Su voz tenía ribetes de desesperación. Se había criado en Oporto, hija de un comerciante lo bastante rico como para alternar con las familias inglesas importantes que dominaban el tráfico portuario. Había aprendido el inglés de pequeña porque esta lengua era la de los ricos y poderosos de su ciudad. Entonces se había casado con Duarte, diez años mayor que ella y guardián de los Halcones Reales de Lisboa. Era un cargo cortesano, alejado de cualquier halcón, y ella amaba el brillo del palacio, los bailes, la vida elegante. Luego, dos años atrás, cuando la familia real había huido a Brasil, Duarte se había llevado a una amante en vez de a su mujer y la dejó en la gran casa con sus padres y hermanas.
—Querían que me metiera en un convento. ¡Imagínate! Que le esperara en un convento, una mujer respetuosa, ¿mientras él engendra bastardos con esa mujer?
Sharpe rodó sobre la cama para bajarse de ella y se dirigió hacia la ventana. Se apoyó en la carpintería negra, olvidándose de su desnudez, y miró fijamente hacia el este como si en el cielo de la noche pudiera ver los reflejos de las hogueras francesas. Allí estaban, a un día de marcha, pero no se veía nada más que la luz de la luna sobre el campo y los tejados inclinados de la ciudad. Josefina se acercó, se puso a su lado y pasó los dedos sobre las cicatrices de su espalda.
—¿Qué pasará mañana?
Sharpe se giró y la miró.
—Los matarán de un disparo.
—¿Es rápido?
—Sí.
No tenía por qué explicarle las veces en que los tiros fallan y los oficiales tienen que acercarse y disparar a la cabeza con una pistola. Le pasó un brazo por detrás y la acercó hacia sí. Ella reclinó la cabeza en su pecho, sus dedos todavía exploraban las cicatrices.
—Tengo miedo —dijo ella con voz suave.
—¿De ellos?
—Sí.
Gibbons y Berry habían estado en la prisión militar cuando habían llevado allí a los desertores. Sir Henry estaba allí, frotándose las manos, y tan entusiasmado estaba con la captura de los fugitivos que había dado las gracias efusivamente a Sharpe, olvidando, de repente, toda enemistad. El consejo de guerra fue una formalidad, cuestión de unos minutos, y luego se había enviado el papel para que el general lo firmase; el destino de los cuatro hombres estaba sellado. Sharpe, durante un momento, se había quedado en la habitación con los dos tenientes pero no le habían dicho nada. Habían hablado en voz baja, con algunas risas, mirándole como para provocar su ira, pero no era el sitio ni el momento adecuados. Ya llegaría. Él le ladeó la cabeza hacia sí.
—¿Me necesitarías si ellos no estuvieran aquí?
Ella asintió.
—Tú todavía no lo entiendes. Soy una mujer casada y me he escapado. Oh, ya sé que lo suyo es peor, pero eso no cuenta. El día que dejé a los padres de Duarte me quedé sola. ¿Lo entiendes? No puedo volver, mis padres no me lo perdonarían. Yo pensaba que en Madrid… —su voz se fue apagando.
—¿Y Christian Gibbons dijo que cuidaría de ti en Madrid?
Volvió a asentir.
—Iban otras chicas, ya lo sabes. Hay tantos oficiales. Pero ahora…
Se volvió a callar. Él ya sabía lo qué pensaba.
—Ahora estás preocupada. No consigues llegar a Madrid, y estás con alguien que no tiene dinero y piensas en todas esas noches en los campos o en cabañas llenas de moscas.
Ella le sonrió y Sharpe sintió el tormento de su belleza.
—Un día, Richard, serás un coronel con un gran caballo y un montón de dinero, y serás terrible con todos esos capitanes y tenientes.
Él se rió.
—¿Pero no lo bastante pronto para ti?
Él había dicho la verdad, lo sabía, pero eso no la ayudaba. Había otras chicas, chicas de buena familia como Josefina, que se habían expuesto a todo y habían corrido tras los soldados. Pero no estaban casadas ni habían encontrado refugio en una boda rápida ni sus familias se habían visto obligadas a sacar el mayor partido posible. ¿Pero y Josefina? Sharpe sabía que ella encontraría a un hombre más rico que él, un oficial de caballería con dinero que ofrecerle y con buen ojo para las mujeres, y su afecto por Sharpe quedaría a un lado ante la necesidad de confort y seguridad. Él la apretó fuerte contra su pecho, sintiendo que el aire de la noche le enfriaba la piel.
—Cuidaré de ti.
—¿Prometido? —dijo ella con voz apagada.
—Prometido.
—Entonces no tendré miedo —dijo separándose un poco—. ¿Tienes frío?
—No importa.
—Venga —dijo ella llevándole de nuevo hacia la habitación a oscuras.
Él sabía que le pertenecía por poco tiempo, sólo por poco tiempo, y eso le entristecía. Fuera, el perro ladraba al cielo vacío.