CAPÍTULO 21
Fue una noche corta y mala. Después de rechazar a los franceses, el ejército rescató a los heridos y, a la tenue luz de las hogueras, buscaron a los muertos y amontonaron a los que se encontraron. Batallones que se habían creído a salvo en una imaginaria segunda línea ahora apostaban centinelas y la corta noche se vio perturbada por frecuentes chasquidos de los mosquetes, pues los pelotones de guardia imaginaban nuevas columnas enemigas en la oscuridad. Los clarines sonaron a las dos de la mañana, se avivaron las hogueras, y los hombres hambrientos temblaban alrededor de las llamas, escuchando los distantes clarines franceses que levantaban al enemigo. A las tres y media, cuando una luz grisácea y plateada tocaba los flancos del Medellín, encontraron el cuerpo de Berry y lo llevaron hasta el fuego donde Simmerson y sus oficiales sorbían té caliente. Gibbons, espantado ante la gran herida que desfiguraba la garganta de su amigo, miró a Sharpe con ojos sin brillo pero con suspicacia. Sharpe le devolvió la mirada y sonrió, vio la sospecha, y entonces Gibbons se giró bruscamente y llamó a sus criados gritando para que arreglaran las mantas. Simmerson echó una mirada a sus oficiales.
—Murió como un valiente, caballeros, como un valiente.
Todos murmuraron asintiendo, más preocupados por el hambre y por lo que iba a suceder que por la muerte de un teniente gordo, y observaron con desgana cómo se le despojaba el cuerpo de las pertenencias antes de amontonarlo con las pilas de muertos que iban a ser enterrados antes que el sol se elevara y los hiciera repugnantes. A nadie le resultó extraño que el cuerpo de Berry se encontrara tan alejado de los demás muertos. Los acontecimientos de la noche habían sido confusos, se decía que los alemanes debajo del Medellín se habían enfrentado a un tirador que corría con otra columna y que grupos de fugitivos franceses se habían perdido en la oscuridad vagando por las líneas británicas, y se supuso que Berry se había encontrado con ese grupo.
Hacia las cuatro el ejército estaba en su posición. Las brigadas de Hill estaban en el Medellín y los comandantes de brigada alineaban los batallones detrás de la cima de manera que no fueran visibles para los cañones franceses. Los del South Essex estaban en la vertiente de la colina que daba a los alemanes y a la guardia, que defenderían la llanura entre el Medellín y el Pajar. Sharpe miró fijamente a la ciudad, medio oculta en la niebla, y pensó en lo que le pasaba a Josefina. Estaba impaciente por empezar la batalla, alejar a su compañía ligera de Simmerson y subir hasta la línea de tiradores que se formaría en el valle del Portina medio envuelto en la niebla. Le sorprendía que Simmerson no hubiera dicho nada al batallón. El coronel estaba sentado en su caballo gris y miraba malhumorado hacia la miríada de estelas de humo que se elevaban del campamento francés y se fundían con el sol saliente. No prestaba atención a Sharpe, nunca lo hacía, como si el fusilero fuera una pequeña molestia que se borraría de su vida cuando la carta fuera recibida en Londres. Gibbons estaba sentado junto a Simmerson y Sharpe se dio cuenta de repente de que ambos hombres estaban espantados. Frente a ellos ondeaba la solitaria bandera en el asta, adornada con el rocío de la mañana, un solitario recordatorio de la deshonra del batallón. Simmerson no conocía la guerra y estaba mirando fijamente la niebla que recorría el Portina pensando en qué podría emerger de la blancura que desafiase a su batallón. No sólo dependía el futuro de Sharpe de esa batalla. Si el batallón lo hacía mal entonces se quedaría como un batallón de destacamentos e iría menguando asaltado por las enfermedades y la muerte hasta que simplemente desaparecería de la lista del ejército; el batallón que nunca existió. Simmerson sobreviviría. Volvería a casa a sus propiedades, ocuparía su escaño en el Parlamento, se convertiría en un experto de café en guerras pero, dondequiera que hubiera soldados, los nombres de Simmerson y del South Essex serían despreciados. Sharpe dibujó una sonrisa; ironías de la vida, aquel día, Simmerson necesitaba al fusilero mucho más de lo que Sharpe necesitaba al coronel.
Al final llegó la señal y las compañías ligeras avanzaron, abriéndose en una fina línea de tiradores para convertirse en los primeros hombres que atacaron. Mientras caminaba pendiente abajo hacia la niebla Sharpe miró a la colina del Cascajal que estaba coronada con cañones franceses, casi rueda con rueda, los cañones apuntaban al Medellín. En algún lugar tras los cañones los batallones franceses estarían formados en enormes columnas que se lanzarían contra la línea británica, tras ellos estaría esperando la caballería para colarse por la brecha; más de cincuenta mil franceses preparándose para castigar a los británicos por su temeridad al enviar al pequeño ejército de Wellesley contra su imperio. La compañía ligera se adentró en la niebla, en el mundo privado donde los tiradores se enfrentarían a los voltigeurs, y Sharpe se quitó de la cabeza los pensamientos de derrota. Era impensable que Wellesley perdiera, que el ejército fuera destruido y enviado deshecho de vuelta al mar, que los problemas de Sharpe, que los problemas de Simmerson, que el destino del South Essex, que todo se ahogara en el desbordamiento desastroso de la derrota. Harper corrió hacia él y le hizo alegremente una señal con la cabeza mientras tiraba del tope del cañón de su rifle.
—Para nosotros hace calor, mi capitán.
—Despejará dentro de una hora más o menos —dijo Sharpe con una mueca.
La niebla tapaba todo a una distancia de cien pasos y restaba ventaja a los fusiles de largo alcance. Sharpe vio el arroyo al frente.
—Ya está bien. Vaya a ver si el señor Denny está bien.
Harper se fue hacia la derecha donde Denny debía estar reunido con los tiradores alemanes. Sharpe caminó aguas arriba donde suponía que sería el ataque y encontró a Knowles al extremo de la línea. A lo lejos, en la niebla, vio las casacas rojas del 66 y a algunos fusileros de los Americanos Reales.
—¿Teniente?
—¿Mi capitán?
Knowles estaba vigilante y nervioso; medio temeroso, medio disfrutando de su primer día de verdadera batalla. Sharpe le sonrió alegremente.
—¿Algún problema?
—No, mi capitán. ¿Falta mucho?
Knowles echaba continuas miradas a la lejana orilla vacía del Portina como si esperara ver materializarse de repente a todo el ejército francés.
—Primero oirá los cañones —dijo Sharpe golpeando los pies para aliviar el frío—. ¿Qué hora es?
Knowles sacó su reloj, con una dedicatoria de su padre, y abrió la tapa.
—Casi las cinco, mi capitán.
Siguió mirando el florido reloj con la manecilla de filigrana.
—¿Mi capitán? —dijo como turbado.
—¿Sí?
—Si me muero, ¿se lo quedará? —dijo alargándole el reloj.
Sharpe apartó el reloj. Tenía ganas de reír pero sacudió la cabeza con gesto grave.
—No va a morir. ¿Qué se apuesta?
Knowles le miró temeroso y Sharpe asintió.
—Piénselo, teniente. El ascenso es rápido en la batalla —dijo sonriendo, intentando disipar la tristeza de Knowles—. ¿Quién sabe? Es un día lo bastante bueno como para que todos acabemos siendo generales.
Un cañón se oyó en el Cascajal. Los ojos de Knowles se abrieron, cuando oyó por vez primera el arrollador trueno de la bala de hierro en el aire.
Fuera del alcance de la vista de los tiradores la bala de ocho libras golpeó la cima del Medellín, rebotó por encima de las tropas envuelta en tierra y piedras, y rodó inofensivamente hasta detenerse a cuatrocientas yardas por debajo de la meseta. El sonido del disparo resonó seco desde las colinas, se apagó entre la niebla y desapareció. Cien mil hombres lo oyeron, algunos se persignaron, algunos rezaron, y algunos simplemente pensaron impulsivamente en la tormenta que estaba a punto de estallar al otro lado del Portina. Knowles esperó oír otro cañón pero sólo había silencio.
—¿Qué ha sido eso, mi capitán?
—Una señal para las otras baterías francesas. Deben estar recargando el cañón.
Sharpe imaginó el silbido de la esponja al ser introducida en el cañón, el vapor saliendo del orificio y luego la nueva carga y la nueva bala atacada a fondo.
—Ahora, creo.
El silencio cesó. A partir de ese momento Sharpe daría cuenta de la batalla por los sonidos y escuchó las balas de hierro enviadas por setenta u ochenta cañones que gritaban y tronaban en el aire. Escuchaba el estallido de los cañones, se los imaginaba retrocediendo con sus pesos tremendos sobre las gualderas, dando sacudidas en el aire y volviendo a caer sobre las ruedas mientras la baqueta se metía en agua y los hombres preparaban la siguiente bala. Detrás el ruido era diferente, el sonido sordo de las salvas que cincelaban el Medellín, el ruido sordo del acero sobre la tierra. Se giró hacia Knowles.
—No es mi día de suerte.
Knowles se giró mostrándole su preocupado rostro. Se suponía que el capitán tenía suerte. Sharpe y la compañía dependían de la superstición.
—¿Por qué, mi capitán?
Sharpe sonrió.
—Disparan a nuestra izquierda.
Gritaba más alto que los cañones concentrados.
—Atacarán allí. ¡Pensaba que podría ser el orgulloso propietario de un reloj!
Dio a Knowles, una palmada en el hombro que se sentía aliviado y señaló al otro lado del arroyo.
—Espérelos dentro de unos veinte minutos, allí un poco a la izquierda. ¡Ahora vuelvo!
Recorrió la línea de hombres, comprobando los pedernales, haciendo las bromas de siempre y buscando a Harper. Se encontraba tremendamente cansado, no sólo el cansancio de haber dormido poco y mal, sino la fatiga por problemas que parecían no tener fin. La muerte de Berry era como un sueño medio olvidado y no había solucionado más que la mitad de una promesa y no tenía la menor idea de cómo resolvería la otra mitad o la promesa del águila. Las promesas eran como barreras que se había levantado en su propia vida y el honor exigía que las cumpliera, pero su sentido común le decía que la tarea era imposible. Hizo una señal a Harper y cuando el sargento se dirigía hacia él, el sonido de la batalla cambió. Hubo un tono de gemido en el rugido de la bala que pasaba por encima y Harper levantó la vista en la niebla.
—¿Granadas?
Sharpe asintió cuando la primera explotó sobre el Medellín. El sonido subió de intensidad, el choque de las granadas hacía eco al trueno de los cañones, y al estrépito se sumaba el sonido agudo del largo cañón británico de seis que respondía. Harper levantó el pulgar hacia el Medellín que no tenían a la vista.
—Es un martilleo extraño, mi capitán.
Sharpe escuchó.
—Las bandas aún están tocando.
—Preferiría estar allí abajo.
Distante, entre los incesantes choques que se fundían en un largo retumbo, Sharpe pudo oír el sonido de las bandas regimentales. Si los músicos tocaban los batallones británicos no sufrirán demasiado el bombardeo francés. Si Wellesley no hubiera retirado la línea británica detrás de la cima los artilleros franceses estarían masacrando los batallones línea a línea y los músicos estarían haciendo su otro trabajo, el de recoger a los heridos y llevarlos a la retaguardia. Sharpe sabía que Harper, al igual que él, pensaba en la promesa que le habían hecho a Lennox, el águila. Miró al otro lado del arroyo hacia la hierba vacía, escuchaba el cañoneo como si fuera la batalla de otro y se volvió al sargento.
—Habrá más días, ¿sabe? Otras batallas.
Harper sonrió lentamente, se puso en cuclillas y lanzó una piedra al agua clara.
—Ya veremos qué pasa, capitán.
Se quedó quieto, escuchando, señalando al frente.
—¿Oye eso?
Era el sonido que Sharpe había estado esperando, débil pero inequívoco, el sonido que no había oído desde Vimeiro, el sonido del ataque francés. Las columnas del enemigo no estaban a la vista, no lo estarían durante minutos, pero entre la niebla oía los apretados tambores redoblando el hipnótico ritmo de la carga. Bum-bum, bum-bum, bumabum, bumabum, bum-bum. Así continuaría hasta que el ataque estuviera ganado o perdido, los muchachos azotarían la piel a pesar de las descargas, era el ritmo interminable que había llevado a los franceses a una victoria tras otra. Había una inexorable amenaza en los toques del tambor, cada frase repetida acercaba a los franceses diez pasos.
Sharpe sonrió a Harper.
—Cuide al chico. ¿Está bien?
—¿Denny, mi capitán? Ha tropezado tres veces con la espada, por lo demás está bien.
Harper se rió.
—Cuídese usted, capitán.
Sharpe volvió río arriba, con los repliques de tambor cada vez más cercanos, la línea de tiradores escudriñaba con temor en la niebla. Su trabajo estaba a punto de comenzar. Los cañones franceses no habían conseguido dispersar a los batallones británicos y frente a los tambores, extendiéndose en una enorme nube, se acercaban los voltigeurs. Su intención era acercarse lo más que pudieran a los batallones británicos y disparar a la línea con sus mosquetes para diezmarla y debilitarla, de manera que cuando llegara la columna con los tambores, los británicos estuvieran destrozados y cedieran. Los tiradores de Sharpe con las otras compañías ligeras tenían que detener a los voltigeurs y su propia batalla, luchada en la niebla, estaba a punto de empezar. Encontró a Knowles de pie junto al arroyo.
—¿Ha visto algo?
—No, mi capitán.
El redoble se oía más, rivalizando con el choque de las granadas y, al final de cada redoble, Sharpe oía un nuevo sonido cuando los tambores se detenían para dejar que miles de voces entonaran «Vive l’Empereur». Era el sonido victorioso que había aterrorizado a los ejércitos de Europa, el sonido de Marengo, de Austerlitz, de Jena, las voces y tambores de la victoria francesa. Luego, corriente arriba y lejos de la vista, las tropas ligeras se reunieron y Sharpe oyó el primer chasquido de los mosquetes; no la arrolladora descarga de tropas concentradas sino los chasquidos espaciados, deliberados, de disparos dirigidos a un blanco.
Knowles miró a Sharpe arqueando las cejas, el fusilero sacudió la cabeza.
—Eso es sólo una columna. Al menos habrá otra, probablemente dos, y más cerca. Espere.
Y allí estaban, oscuras siluetas corriendo entre la niebla, docenas de hombres con casacas azules y charreteras rojas. Los hombres elevaron los mosquetes.
—¡Esperen! —dijo Sharpe bajando un mosquete.
Los voltigeurs se enfrentaron contra el fuego del 66.º y de los Americanos Reales, estaban a unos cien pasos corriente arriba y Sharpe esperaba a ver si la línea de tiradores franceses llegaría hasta el South Essex.
—¡Esperen!
Observó que los primeros franceses se desplomaban en la hierba, otros se ponían de rodillas y apuntaban con cuidado aunque no era su día. Supuso que el ataque francés, dirigido al Medellín, iba a pasar por delante del South Essex pero le alegraba lo suficiente como dejar que su tropa sin curtir viera una verdadera escaramuza antes de que lo tuvieran que hacer ellos.
Los franceses, al igual que los británicos, luchaban por parejas. Cada hombre tenía que proteger a su compañero, disparando uno tras otro y gritando avisos, observando constantemente al enemigo para ver si las armas le apuntaban a él o a su compañero. Sharpe oía los gritos, los silbidos que transmitían órdenes, y de fondo, insistente como un rebato, el redoblar y los gritos. Knowles parecía un sabueso atado queriendo subir por la orilla hacia la lucha, pero Sharpe le retuvo.
—No nos necesitan. Ya nos llegará el turno. Espere.
La línea británica aguantaba. Los franceses intentaron tomar el arroyo pero cayeron al alcanzar el agua. Las parejas británicas se movían en acometidas rápidas, cambiando la posición, confundiendo al enemigo, esperando a que los voltigeurs estuvieran a tiro y entonces dispararían. Los fusileros de casaca verde de los Americanos Reales buscaban a los oficiales y sargentos enemigos y Sharpe oía el chasquido de sus fusiles cuando destruían a los jefes enemigos. El sonido alcanzó el primer crescendo con el rugido del cañón, los choques anunciados de granadas, los tambores y voces de la columna, y el sonido de los clarines mezclándose con los mosquetes. La niebla se hacía más espesa con el humo de las baterías francesas que giraba al oeste hacia la línea británica, pero pronto, sabía Sharpe, la niebla se diluiría. Sintió la débil brisa y vio temblar un gran remolino blanco y moverse y oyó a Knowles respirar con asombro antes de que la niebla se cerrara. Por la abertura se veía una masa de hombres marchando en filas bien juntas terminadas en puntas de acero, una de las columnas apuntaba hacia el arroyo. Era el momento de retirarse y, efectivamente, Sharpe oyó los silbidos y cornetines y vio a los tiradores de su izquierda empezar a retroceder hacia el Medellín. Dejaban tras ellos, cuerpos rojos y verdes.
Sonó su silbato, hizo una señal con el brazo y esperó a que los sargentos repitieran la señal. Sus hombres se quedarían decepcionados. No habían disparado ni un tiro, pero Sharpe sospechaba que tendrían ocasión de hacerlo bien pronto. Los redobles y los cantos continuaron, los disparos sonaban hacia arriba, pero mientras la compañía subía la colina la niebla los separó de la batalla. Nadie les disparaba, ninguna granada aterrizaba con las espoletas chisporroteantes en el trozo por el que subían la ladera, y Sharpe siguió teniendo la extraña sensación de estar oyendo una batalla que no tenía nada que ver con él. La ilusión se desvaneció cuando la línea salió de la niebla hacia una ladera brillante por el primer sol. Sharpe hizo detener la línea, se giró, y oyó que sus hombres se quedaban boquiabiertos y maldecían al ver lo que encontraron de repente.
En la cima del Medellín no había soldados. Sólo los proyectiles franceses seguían abollando la tierra con grandes gotas que levantaban tanto tierra como llamas. Los tiradores al ver el ataque francés treparon por la pendiente, acercándose cada vez más a los proyectiles que estallaban, y se giraron para disparar a las columnas que se arrastraban saliendo de la niebla como animales grandes y extraños emergiendo del mar. La columna más cercana estaba a doscientas yardas a la izquierda y para la tropa poco curtida de Sharpe debía parecer arrolladora. Los voltigeurs concentraban las tropas, aumentándolas, los tambores seguían golpeando con su redoble incesante, hipnótico y los graves gritos de «Vive l’Empereur» recalcaban el avance demoledor. Tres columnas subían la pendiente; cada una, calculó Sharpe, tenía cerca de dos mil hombres y sobre cada una de ellas colgaban, brillando bajo el primer sol, tres águilas doradas que se dirigían a la cima.
Sharpe hizo girar a la línea de tiradores de frente a la columna e hizo señal a sus hombres de que se agacharan. Poco podían hacer a esa distancia. Decidió no volver con el batallón, la compañía sufriría menos quedándose en la ladera y mirando el ataque, que si intentaran atravesar la barrera de granadas, y mientras se agachaba, observando la enorme formación marchando pendiente arriba, Sharpe vio que los hombres de la Legión Alemana del Rey se unían a su tosca línea. Serían privilegiados espectadores desde la barrera del ataque francés. El alférez Denny se acercó a Sharpe y se arrodilló junto a él y su cara mostraba la preocupación y el miedo que engendraban en él los redobles y los cantos. Sharpe lo miró.
—¿Qué cree usted?
—¿Capitán?
—¿Asustado?
Denny asintió. Sharpe se rió.
—¿Ha estudiado matemáticas alguna vez?
—Sí, mi capitán.
—Así pues sume usted cuántos franceses pueden realmente utilizar el mosquete.
Denny miró fijamente a la columna y Sharpe notó en su cara que se daba cuenta. La columna francesa era el seguro vencedor de la batalla pero contra buenas tropas era una trampa mortal. Sólo la primera línea y las dos filas de los flancos podían en realidad utilizar sus armas y de los cientos de hombres de la columna más cercana, solamente los sesenta de la primera fila y los hombres al final de la treintena de filas podían en realidad disparar al enemigo. La masa de hombres del centro estaba allí simplemente para añadir peso, para hacerla impresionante, alentadora, y para rellenar los huecos que dejaran los muertos.
El sonido de la batalla cambió repentinamente. Los proyectiles se detuvieron. Los grandes cuadros que marchaban estaban cerca de la cima del Medellín y los artilleros franceses tenían miedo de dar a sus propios hombres. Durante un momento sólo se oyeron los redobles, el sonido de miles de botas golpeando la ladera al unísono, y de repente un gran júbilo al pensar la infantería francesa que había ganado. Era fácil entender por qué creían que se habían hecho con la victoria. No tenían enemigo frente a ellos, simplemente la línea del horizonte vacía, y la línea de tiradores se había arrastrado hacia el otro lado de la cima para reunirse con sus batallones. Habían cumplido con su trabajo. Habían mantenido alejados a los voltigeurs de los británicos y el júbilo francés se desvaneció cuando se oyeron las órdenes británicas y, de repente, la cima se encontraba llena de hombres que esperaban para formar en línea de a dos. Todavía parecía ridículo. Tres grandes puños, masas enormes, apuntando a una tenue línea de a dos pero la vista engañaba; en esta situación las matemáticas lo eran todo.
La columna más cercana a Sharpe se dirigía al 66.º y al 3.º. Los dos batallones británicos eran inferiores en número, dos contra uno, pero todos los casacas rojas de la cima podían disparar el mosquete. De los cientos de franceses que subían en la columna sólo unos pocos más de cien podían en realidad disparar y Sharpe había visto esto demasiadas veces como para conocer el desenlace. Observó como daban la orden, vio la línea británica aparecer para dar media vuelta a la derecha mientras se colocaban los mosquetes en los hombros, y observó que la columna francesa se detenía instintivamente frente a tantas armas. Los tambores redoblaron, los oficiales gritaron, una especie de gruñido sonoro salía de las columnas, se convirtió en un rugido, en vítores y los franceses cargaron contra la cima.
Y se detuvieron. Las delgadas hojas de acero de los oficiales británicos caían y las descargas incesantes empezaron. Nada podía oponerse a aquel fuego de mosquete. De derecha a izquierda, a lo largo de los batallones, las descargas de pelotón se encendían y vacilaban; era un fuego arrollador que nunca se detenía, la regularidad casi maquinal de las tropas instruidas que lanzaban cuatro disparos por minuto a la densa masa de franceses. El sonido alcanzó el verdadero crescendo de la batalla, el imponente sonido de las cargas ordenadas, y mezclado con éste el curioso tañido de las balas al chocar con las bayonetas francesas. Sharpe miró a su izquierda y vio que el South Essex estaba observando. Estaban demasiado lejos para que sus mosquetes fueran de utilidad pero él se alegraba de que las tropas poco aguerridas de Simmerson pudieran ver una demostración de cómo la potencia de fuego practicada ganaba batallas.
El redoble de tambores continuó, los muchachos golpeaban sus instrumentos frenéticamente para forzar a la columna pendiente arriba e, increíblemente, los franceses lo intentaban. El instinto de victoria era demasiado fuerte, demasiado arraigado, y cuando las primeras filas estaban destruidas por el fuego mortal, los hombres que iban detrás se esforzaban pasando sobre los cuerpos para ser lanzados a su vez hacia atrás por las balas incesantes. Se enfrentaban a una tarea imposible. La columna estaba atrapada, empujada contra la tormenta, absorbiendo un castigo increíble pero negándose a ceder, a aceptar la derrota. Sharpe estaba sorprendido, dado que había estado en Vimeiro, de que esas tropas pudieran sufrir tal paliza pero lo hacían y él observó que los oficiales intentaban organizar un nuevo ataque. Los franceses, aunque demasiado tarde, intentaban la formación en línea y vio que los oficiales blandían las espadas para dirigir a las últimas filas hacia los flancos abiertos.
Sharpe levantó su rifle.
—¡Venga!
Sus hombres jalearon y le siguieron a través de la cima. El peligro de que los franceses formaran una línea era escaso pero la aparición de un par de cientos de tiradores en el flanco les disuadiría. Los alemanes de la Legión fueron con la compañía de Sharpe y todos ellos se detuvieron a cien pasos de la masa de franceses combativos e iniciaron sus propias descargas, más espaciadas que el fuego ordenado proveniente de la cima, pero lo bastante efectivo para repeler a los franceses que intentaban valientemente la formación en línea. Los alemanes empezaron a preparar las bayonetas, sabían que la columna no podía aguantar el fuego por mucho tiempo, y Sharpe gritó a sus hombres que prepararan las hojas. El sonido de los tambores se desvanecía. Un muchacho dio decidido otro redoble con los palillos, pero el ritmo distintivo de la carga se apagaba y el ataque había terminado. La cima de la colina brillaba iluminada cuando los del 66 prepararon las bayonetas, las descargas se extinguían, los británicos jaleaban y los franceses estaban acabados. Destruidos y aplastados por el fuego de mosquete que no esperaban contra su carga de bayonetas. La masa se dividió en pequeños grupos de fugitivos, las águilas cayeron, las filas azules se dispersaron y corrieron hacia el arroyo.
—¡Adelante!
Sharpe, los oficiales alemanes, y desde el cerro los oficiales de compañía del 66.º, gritaron mientras dirigían la línea roja y coronada de acero colina abajo. Sharpe buscaba las águilas pero estaban alejadas, pues las estaban llevando a un lugar seguro, y se olvidó de ellas y dirigió a sus hombres en diagonal colina abajo para cortar la retirada a los grupos de franceses que huían. Era el momento de los prisioneros y cuando los tiradores se habían colado en la masa azul, los franceses tiraron sus armas y levantaron las manos. Un oficial se negó a rendirse y blandió la espada hacia Sharpe pero la enorme espada de caballería le golpeó de lado y el hombre cayó de rodillas y levantó las manos apretadas hacia el fusilero. Sharpe no le hizo caso. Quería llegar al arroyo y hacer que sus hombres dejaran de perseguir a los franceses en la otra orilla donde los batallones de reserva esperaban para castigar a los británicos vencedores. La niebla ya casi se había dispersado.
Algunos franceses se detuvieron en el arroyo y giraron sus mosquetes contra los británicos. Un bala le tiró de la manga, otra le chamuscó la cara al rozarle, pero el pequeño grupo se dispersó y huyó cuando él blandioles la espada. Sus botas chapotearon en el arroyo, oía disparos detrás de él y vio balas que golpeaban el agua, pero se volvió y gritó a sus hombres que se detuvieran. Les alejó del arroyo y los juntó con los prisioneros, lejos de las tropas de reserva francesas que esperaban con los mosquetes cargados en la otra orilla.
Ya estaba hecho. El primer ataque había sido retenido y la ladera del Medellín estaba cubierta de cuerpos que yacían formando una mancha azul desde el arroyo hasta casi la cima que no habían podido alcanzar. Habría otro ataque pero primero cada bando debía contar los vivos y recoger a los muertos. Sharpe buscó a Harper y vio, afortunadamente, que el sargento estaba vivo, el teniente Knowles estaba allí sonriendo jovialmente, y con la espada todavía sin manchar de sangre.
—¿Qué hora es, teniente?
Knowles aguantó la espada bajo el brazo y abrió el reloj.
—Las seis y cinco, mi capitán. ¿No ha sido increíble?
Sharpe se rió.
—Espere. Que esto no ha sido nada.
Harper bajó corriendo por la pendiente hacia ellos y le alargó un bulto que llevaba en las manos.
—¿Desayuno, mi capitán?
—¿Salchicha picante?
—Especialmente para usted —contestó Harper sonriendo.
Sharpe cortó un trozo y mordió la carne sabrosa y picante. Estiró los brazos, sintió el alivio de la tensión en sus músculos y empezó a encontrarse mejor. El primer asalto había terminado y levantó la mirada hacia la ladera llena de restos y hacia la única bandera del batallón.
Debajo estaba Gibbons, a caballo junto a su tío, y Sharpe deseó que el teniente hubiera observado los tiradores y sintiera miedo. Harper vio hacia dónde estaba mirando y observó la expresión que tenía en la cara su capitán. El sargento se volvió hacia los hombres de la compañía, vigilando a los prisioneros y jactándose de sus hazañas.
—¡Muy bien, esto no es una maldita fiesta de la cosecha! Recarguen las armas. Volverán.