CAPÍTULO 17
En dieciséis años de soldado Sharpe rara vez había sentido con tal certidumbre la inminencia de la batalla. El ejército español y el británico se habían reunido en Oropesa y marchaban hacia Talavera, veintiún mil británicos y treinta y cinco mil españoles, un ejército enorme inflado con mulas, criados, esposas, niños, sacerdotes, que fluía dirección este hacia donde las montañas casi se unían al río Tajo y la amplia llanura terminaba en la ciudad de Talavera. Las ruedas de los ciento diez cañones de campaña machacaban los caminos convirtiéndolos en polvo fino, los cascos de los más de seis mil soldados de caballería levantaban el polvo en el aire donde se pegaba a la infantería que caminaba entre el calor y escuchaba el lejano crujido producido por los tiradores de vanguardia españoles que apartaban la cobertura ligera de los tiradores franceses. A derecha e izquierda Sharpe veía otros penachos de polvo donde las patrullas de caballería cabalgaban paralelas a la línea de marcha; más cerca, en los campos, el batallón veía grupos de soldados españoles que se habían descolgado de la marcha y estaban echados, aparentemente despreocupados, charlando con sus mujeres, fumando, observando pasar las largas columnas de la infantería británica.
Los hombres estaban hambrientos. Por mucho que lo hubiera intentado Wellesley, por muy concienzudo que fuera el comisario, simplemente no había suficiente comida para todo el ejército. La zona entre Oropesa y Talavera ya había sido peinada por los franceses, ahora lo estaba siendo por los españoles y británicos, y el batallón sólo había comido tommis, tortas hechas con harina y agua, desde que habían dejado Oropesa el día anterior. Era el momento de apretarse el cinturón, pero la perspectiva de acción había elevado la moral de los hombres y cuando el batallón pasó por delante de los cuerpos de tres tiradores franceses olvidaron el hambre nada más ver el primer signo de infantería francesa. Sharpe le dijo a su compañía ligera que los muertos con charreteras orladas eran los famosos voltigeurs franceses, los tiradores, los hombres contra los cuales la compañía ligera mantendría su propia batalla particular entre las líneas, antes de que los grandes batallones se enfrentaran. Los hombres del South Essex, que no habían visto a la infantería enemiga con anterioridad, miraron fijamente y con curiosidad los cuerpos con casacas azules que habían sido arrojados junto al muro de una iglesia. Los uniformes estaban moteados de manchas negras, las cabezas echadas hacia atrás con la extraña expresión de los muertos, a un hombre le faltaba un dedo que Sharpe supuso debía haber sido cortado para conseguir un anillo de valor. El alférez Denny los miraba fijamente con fascinación, éstos eran la famosa infantería francesa que había marchado por toda Europa; miró los rostros con bigote y se preguntó cómo se sentiría cuando viera caras similares, pero vivas, mirándole fijamente por encima del dorado tubo de un mosquete francés.
Los franceses no opusieron resistencia hacia el oeste de Talavera ni en la misma ciudad. Los ejércitos atravesaron la ciudad, algunos desfilando, y siguieron una milla más hasta que se detuvieron al crepúsculo en las riberas de un pequeño río que desembocaba en el Tajo. El batallón marchó hacia el norte de la ciudad y Sharpe se preguntaba cómo encontraría Josefina allí una habitación. Hogan había prometido que se ocuparía de ella y Sharpe miraba a la multitud que se apiñaba en las estrechas calles como si pudiera vislumbrarla. Los hombres se quejaban. Estaban cansados y tenían hambre y se resentían que se les negaran los placeres de la ciudad. Veían a oficiales a caballo dirigiéndose hacia las antiguas murallas, sus esposas y sus hijos iban hacia allá, pero la tropa siguió hasta el Alberche y acampó en los alcornocales que bajaban hasta el río poco profundo. Mañana lucharían. Si sobrevivían entonces llegaría el momento de comprar bebida en Talavera, pero primero tenían que cruzar el río Alberche y derrotar al ejército del mariscal Víctor. Se encendieron fuegos entre los árboles, los batallones se instalaron rápidamente para pasar la noche, mirando con recelo hacia la lejana orilla donde cientos de penachos de humo se entremezclaban y temblaban sobre el campamento francés. Por fin los ejércitos se habían concentrado, británicos, españoles y franceses, y mañana deberían luchar; y la compañía de Sharpe se acuclillaba junto a los fuegos y los hombres se hacían preguntas respecto a los que estaban justo al otro lado del río, sentados junto a similares fuegos y que harían las mismas bromas en otra lengua.
Sharpe y Harper pasearon por el borde del río donde los pelotones de vanguardia del batallón se preparaban para pasar la noche de guardia. Dos hombres de la compañía ligera, vestidos con gabán, hicieron un gesto a Sharpe con la cabeza y levantaron sus pulgares señalando al otro lado del río. Un pelotón francés les estaba mirando, tres hombres fumaban en pipa, mientras que otro francés se llenaba la cantimplora en el borde del río. El hombre levantó la mirada, vio a Sharpe y le saludó con la mano. Gritó algo pero no le entendieron. Sharpe temblaba un poco. El sol ya no calentaba, enrojecía hacia el oeste y el frío de la noche se empezaba a notar. Le devolvió el saludo con la mano al francés y se volvió hacia el alcornocal.
Ahora venía el momento de los rituales antes de la batalla. Sharpe caminó entre los árboles y charló con los hombres que se preparaban con las obsesiones por el detalle que todos los hombres creían que podían protegerles en el caos de la lucha. Los fusileros habían quitado el seguro, habían sujetado con clavos los principales muelles del enorme fusil y habían cepillado toda la restante suciedad de la maquinaria. Los hombres ponían pedernales nuevos en los mosquetes o en los fusiles, los desenroscaban y los volvían a poner, buscando el ajuste exacto que no se aflojara, lo giraban hacia los lados o lo rompían en la cazoleta. Se llevaban con cuidado de las hogueras ollas con agua hirviendo que se vertían en los cañones de las armas para aclarar cualquier resto anterior de pólvora, porque al día siguiente la vida de un hombre podría depender de lo rápido que pudiera recargar su mosquete. Junto al sonido de los insectos se oía el ruido de cientos de piedras frotando interminablemente las bayonetas, los campesinos afilando las espadas como solían afilar las hoces o las guadañas. Los hombres remendaban los uniformes, les cosían botones, hacían cintas nuevas, como si ir más cómodo fuera estar más a salvo. Sharpe había vivido aquel ritual un centenar de veces; lo viviría otra vez aquella noche como un caballero de tiempos pasados debía ajustar cada pieza de su armadura, apretando cada pieza, dejando la siguiente hasta que la anterior estuviera asegurada. Algunos fusileros vaciaron toda la pólvora fina de sus cuernos y echaron los granos negros sobre tela blanca para asegurarse de que no había pedazos húmedos que pudieran obstruir el medidor durante la batalla. Las mismas bromas de siempre: «Mañana no se ponga el sombrero, sargento, los franceses le verán la cara y se morirán de risa». Esta salía bien siempre y cuando el sargento no viera qué hombre había gritado de entre las sombras; a otros hombres se les decía que fueran a dormir con los franceses porque sus ronquidos mantendrían despierto al enemigo, las bromas manidas formaban parte de la batalla al igual que las balas que empezarían a volar con las primeras luces.
Sharpe fue caminando entre los fuegos, haciendo chistes, aceptando tragos de bebidas acaparadas, sintiendo los filos de las bayonetas, diciendo a los hombres que el día siguiente no sería malo. No debía serlo. Los británicos y españoles superaban ampliamente en número a los franceses; los aliados tomaban la iniciativa, la batalla tenía que ser corta, rápida y la victoria casi cierta. Escuchaba a los hombres alardeando de las hazañas que realizarían al día siguiente y sabía que las palabras encubrían el miedo; así debía ser. Otros hombres, más calladamente, le preguntaban cómo sería. Sonreía y les decía que ya lo verían por la mañana, pero que no iría tan mal como ellos temían, y les ocultaba su conocimiento del caos que todos ellos tendrían que controlar cuando la infantería atacante avanzara hacia la tormenta de botes de metralla y disparos de mosquete. Se alejó dejando atrás las hogueras, bordeó la hoguera grande donde los criados de los oficiales preparaban un ligero estofado de buey salado, el último de las atesoradas provisiones, y se alejó de los árboles. Con la última luz del crepúsculo vio una granja a unas quinientas yardas hacia donde había observado que se dirigían los dragones ligeros del 16 con sus caballos. Cruzó los campos y entró en el patio. Una fila de soldados de caballería con uniforme azul y escarlata esperaba junto al armero. Sharpe aguardó a que acabaran y entonces desenvainó su enorme espada y la llevó hasta la rueda. Esto formaba parte de su ritual, tener la espada afilada por un armero de caballería, porque hacían el filo más fino, y el armero miró su uniforme de fusilero y sonrió burlonamente. Era un soldado viejo, demasiado viejo para cabalgar en la batalla, pero había visto de todo y había hecho de todo. Cogió la espada de Sharpe, la tocó con el ancho pulgar y luego la puso contra la piedra que giraba. Saltaban chispas de la rueda, la hoja cantaba, el hombre la deslizaba arriba y abajo por el borde y entonces afiló seis pulgadas de la punta del canto de la hoja. Limpió la espada con un trozo de cuero grasiento.
—Hágase con una alemana, capitán.
Era una vieja discusión, si las hojas Kligenthal eran mejores que las británicas. Sharpe sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
—He machacado espadas alemanas con ésta.
El armero soltó una risotada con la boca desdentada y miró con atención el filo.
—Aquí tiene, capitán. Cuídela.
Sharpe dejó algunas monedas sobre el armazón de la rueda y sostuvo la espada en alto hacia la última luz del cielo al oeste. El filo tenía un nuevo resplandor, pasó el pulgar por encima del filo y sonrió al armero.
—Nunca conseguirá que una Kligenthal esté tan afilada como ésta.
El armero no dijo nada pero sacó un sable de detrás y se lo entregó a Sharpe. Éste envainó su espada y cogió la curvada. Parecía hecha para él, su equilibrio era milagroso, como si el acero no estuviera allí aunque brillara frente a la luz roja. Tocó el filo. Hubiera cortado la seda tan limpiamente como si atravesase un peto de la caballería francesa.
—¿Alemana? —preguntó Sharpe.
—Sí, capitán. Es de nuestro coronel.
El armero volvió a coger la espada.
—¡Y todavía no he empezado a afilarla!
Sharpe se rió. El sable debía haber costado doscientas guineas. Se prometió a sí mismo que un día tendría una espada igual, no la arrebatada a un muerto, sino una espada que llevaría su nombre grabado, forjada a su medida, equilibrada para su puño. Volvió hacia los árboles y en el cielo por encima del río vio el resplandor de los fuegos enemigos donde veintidós mil franceses estaban afilando sus propios sables y pensando en la mañana. Pocos dormirían. La mayoría dormitaría durante la noche, uniendo el recelo a su insomnio, buscando el amanecer en el cielo del este que podría ser el último que vieran en sus vidas. Sharpe estuvo estirado despierto durante una parte de la noche y ensayó el día siguiente mentalmente. El plan era bastante simple. El Alberche dibujaba una curva al unirse con el Tajo y los franceses estaban en el lado de la curva. Por la mañana las trompetas españolas sonarían, dejarían ir sus treinta cañones y la infantería marcharía chapoteando por el río poco profundo para atacar a los numerosos franceses. Y cuando los franceses se retiraran, como seguramente harían, Wellesley lanzaría a los británicos hacia su flanco. Y destruirían al mariscal Víctor, destrozarían su ejército entre el martillo español y el yunque británico, y cuando la infantería azul se retirara la caballería saldría del agua y convertiría la retirada en una carnicería. Y una vez hecho, quizás antes de que los ciudadanos de Talavera fueran a la misa del domingo, sólo quedarían los veinte mil hombres del rey José Bonaparte entre los aliados y Madrid. Era muy simple. Sharpe dormía con el gabán puesto, hecho un ovillo junto a las brasas de un fuego; un águila de bronce ensartaba sus sueños.
No hubo clarines para despertarles por la mañana, nada que pudiera alertar a los franceses del ataque al amanecer en lugar de la hora más civilizada del mediodía en que la mayoría de hombres esperan luchar. Los sargentos y los cabos sacudieron a los hombres para despertarles, los soldados renegaron del rocío y del aire frío que les raspaba en la garganta. Todos los hombres echaron una mirada hacia el río, pero la otra orilla estaba envuelta en niebla y oscuridad, no había nada que ver, nada que oír. Les habían prohibido reanimar los fuegos por si las repentinas luces pudieran advertir a los franceses pero consiguieron calentar agua y echar dentro hojas de té sueltas y Sharpe aceptó agradecido de sus sargentos un jarro metálico con el líquido escaldado. Harper echaba tierra sobre el fuego con el pie, los hombres se habían arriesgado a encender un pequeño fuego antes que no hacerse un té, y levantó la mirada hacia Sharpe y sonrió burlonamente.
—¿Permiso para ir a misa, mi capitán?
Sharpe le devolvió la sonrisa. Era domingo. Intentó calcular la fecha.
Habían dejado Plasencia el día diecisiete y eso era un lunes y contó los días que habían transcurrido con los dedos. Domingo, 23 de julio de 1809. Todavía no había amanecido al este, las estrellas brillaban, aún faltaban dos horas. Detrás de ellos, en un camino que corría entre el alcornocal y los campos, se oían estruendos, choques y tacos como si una batería de artillería quitara el armón. Sharpe se giró, el té se meció entre sus manos, y observó las oscuras siluetas de los caballos que eran conducidos y los cañones de campaña que apuntaban hacia el otro lado del río. Anunciarían el ataque, lanzando las balas a las líneas francesas, abriendo brechas en los batallones franceses mientras Sharpe llevaba a sus tiradores hasta el río. Hacía frío, demasiado frío para sentir ningún tipo de excitación, eso vendría luego. Ahora era el momento de sentirse receloso, de ajustarse los cinturones y las hebillas, de sentir hambre. Sharpe temblaba levemente con el gabán puesto, dio las gracias a Harper con la cabeza, y se encaminó hacia el alcornocal entre las líneas de sus hombres, que golpeaban el suelo con los pies y balanceaban los brazos y hacían resucitar los mejores chistes de la noche anterior. Sin embargo, de madrugada no parecían tan divertidos como al atardecer.
Se alejó de los árboles y caminó hacia un trozo de hierba que había junto al río. Sus botas silbaron con el rocío y alertaron a los centinelas de su llegada. Le dieron el alto, dio la contraseña y saludó al tiempo que bajaba de un salto hasta los guijarros a orillas del río.
—¿Alguna novedad?
—No, mi capitán.
El agua se deslizaba negra bajo la niebla. Se oyó un aislado palmoteo y un remolino que provenía del río, era un pez que se agitaba y perturbaba la superficie. Sharpe miró a través de sus manos, abocinándolas, se veía un punto débil de luz roja en la otra ribera que de repente se alumbró más. El centinela francés fumaba un cigarrillo o una pipa. Sharpe miró hacia la izquierda. Por fin el cielo hacia el este se empezaba a teñir de color, un gris plateado mate que dibujaba las colinas, el primer signo del alba. Le dio a uno de los centinelas una palmada en el hombro.
—Ya queda poco.
Subió por la estrecha orilla entre los guijarros y la hierba y volvió caminando hacia los árboles. Oyó que un perro ladraba en las filas francesas; un caballo relinchó y entonces se oyó el sonido de los clarines. Empezarían a encender los fuegos, a preparar el desayuno y con suerte aún se lo estarían comiendo cuando las bayonetas españolas les alcanzaran desde el oeste. De repente sintió unas ganas tremendas de riñones sazonados y café, de cualquier otra comida que no fuera el ligero estofado, los tommis y las galletas pasadas con las que el batallón se había estado alimentando durante una semana. Recordó aquella salchicha que habían recogido del enemigo muerto en Rolica y confió en que encontraría alguna esa mañana en los cuerpos de los hombres que refunfuñaban alrededor de los fuegos justo al otro lado del río.
De vuelta al alcornocal se quitó el gabán, lo enrolló y lo sujetó con las correas de la mochila. Temblaba. Quitó el trozo de trapo del seguro de su fusil que lo había protegido de la humedad y comprobó la tensión del muelle con el pulgar. Se lo colgó al hombro, golpeó la espada y empezó a mover a la compañía ligera hacia el límite de la arboleda. Los tiradores irían primero, la fina línea de los fusileros y casacas rojas vadearía el Alberche para alejar a los centinelas y cerrar a los voltigeurs franceses, de manera que no pudieran impedir el ataque de los batallones británicos concentrados que se desarrollaría hacia el flanco francés. Hizo que los hombres se tumbaran en el interior del alcornocal donde se mezclaban con la sombra de los árboles, mientras que detrás veía las otras nueve compañías del batallón formadas para un asalto que no podía tardar en llegar.
El alba avanzaba sobre las montañas, inundando el valle con una luz gris plateada, encogiendo las sombras y mostrando las formas de los árboles y arbustos de la otra orilla. Sharpe decidió que aún quedaban unos minutos, antes de que los españoles rompieran el silencio y empezara el ataque. Caminó a lo largo de la línea de árboles, saludó con la cabeza al capitán de la compañía ligera del 29.º que estaba en su flanco derecho, cruzó unas palabras con él, se desearon suerte mutuamente, y luego volvió caminando para situarse junto a Harper. No hablaban pero Sharpe sabía que el gran irlandés pensaba en la promesa que Lennox les había hecho hacer junto al puente. Pero para Sharpe el águila tenía mayor urgencia. Si no podía arrancarla hoy del asta tal vez no habría otra oportunidad durante meses y eso significaba ninguna oportunidad. Al cabo de unas semanas, a menos que pudiera impedir la carta de Simmerson, podría estar en un barco rumbo a las Indias Occidentales y a la inevitable fiebre que hacía de aquel destino una virtual garantía de muerte. Pensó en Josefina, dormida en la ciudad, su cabello negro desparramado sobre una almohada y se preguntó por qué de repente su vida se había enredado con una serie de problemas que hacía un mes ni siquiera hubiera sospechado que existieran.
Se oyeron unos mosquetes disparar a distancia de modo irregular. Los hombres aguzaron el oído, se hablaron entre murmullos, escucharon los disparos esporádicos que sacudían de arriba abajo las filas francesas. El teniente Knowles se acercó a Sharpe y levantó las cejas en señal de pregunta.
Sharpe sacudió la cabeza.
—Están limpiando los mosquetes, eso es todo.
Los centinelas franceses habían cambiado y los hombres que habían sido relevados de servicio se deshacían de las cargas que podían haberse humedecido con el aire de la noche. El fuego de mosquete no anunciaría el ataque. Sharpe esperaba los destellos rojos que iluminarían el cielo hacia el oeste como la luz de verano e indicarían que la artillería española iniciaba la batalla. No podía faltar mucho.
Se oyeron gritos que provenían del río. De nuevo los hombres aguzaron el oído, se inclinaron hacia adelante, pero de nuevo era una falsa alarma. Un grupo del enemigo apareció, persiguiéndose y gritándose payasadas, acarreando cubos con el agua hasta el borde. Uno de ellos levantó el cubo y gritó algo hacia la orilla de los británicos, sus compañeros rieron, pero Sharpe no tenía ni idea de qué iba la broma.
—¿Dando de beber a los caballos? —preguntó Knowles.
—No —contestó Sharpe y tapó un bostezo—. Cubos de artillería. Debe haber cañones enfrente.
Eso era una mala noticia. Una docena de hombres llevaban cubos en los que se sumergían las esponjas que apagan las chispas de los cañones que se han disparado. El agua de los baldes quedaría negra como la tinta después de algunos disparos y si los cañones estaban exactamente delante Sharpe sabía que el South Essex podría encontrarse marchando hacia una tormenta de fragmentos de metralla. Se sintió dolorido y cansado, quería empezar la lucha, quería quitarse el águila de los sueños.
Aparecieron Simmerson y Forrest, ambos a pie, y miraron fijamente a los artilleros que llenaban los cubos. Sharpe dio los buenos días y Simmerson, olvidando su antagonismo a causa de los nervios, le devolvió el saludo con la cabeza.
—¿Y esos disparos de mosquete?
—Se deshacen de las cargas, mi coronel. Nada más.
Simmerson gruñó. Estaba haciendo todo lo posible por ser cortés como si se diera cuenta en ese momento de que necesitaba la destreza de Sharpe junto a él. Sacó un gran reloj, abrió la tapa y sacudió la cabeza.
—Los españoles se retrasan.
La luz empezó a perder el tono grisáceo. Se vio un resplandor en la orilla opuesta y tras ellos Sharpe contempló el humo de cientos de fuegos franceses para cocinar.
—¿Permiso para relevar los pelotones, mi coronel?
—Sí, Sharpe, sí.
Simmerson estaba haciendo un esfuerzo enorme por parecer normal y Sharpe pensó si de repente el coronel no se arrepentiría de la carta que había escrito. A veces la inminencia de la batalla hacía que disputas aparentemente obstinadas parecieran trivialidades. Simmerson parecía querer decir algo más pero en su lugar volvió a sacudir la cabeza y llevó a Forrest más allá en la línea.
Cambiaron los centinelas, los minutos pasaron, el sol levantó la niebla y los últimos restos de la noche desaparecieron como el humo de cañón que se desvanece en el cielo hacia el oeste. Malditos españoles, pensó Sharpe, al oír los clarines que llamaban a los regimientos franceses a formar. Un grupo de jinetes apareció en la otra orilla e inspeccionó el lado británico mirando a través de telescopios. Ahora ya no habría sorpresa. Los oficiales franceses verían las baterías de cañones, los caballos de la caballería ensillados, las filas de la infantería alineadas en los árboles. Toda sorpresa había desaparecido, se había desvanecido con las sombras y el frío, por primera vez los franceses sabrían cuántos hombres se les enfrentaban, dónde se planeaba el ataque y cómo habían de enfrentarse a él.
Se oyó el sonido de las campanas de la ciudad y Sharpe pensó en lo que estaría haciendo Josefina; ¿le habrían despertado las campanas? Se imaginaba su cuerpo desperezándose entre las sábanas cálidas, un cuerpo que no sería suyo hasta después de la batalla. El sonido de las campanas le recordó Inglaterra y pensó en todas las iglesias de los pueblos que se estarían llenando de gente. ¿Pensarían en el ejército que estaba en España? Lo dudaba. A los británicos no les gustaba su ejército. Por supuesto que celebraban sus victorias, hacía mucho tiempo que no había celebraciones de ese tipo. La marina era festejada, los capitanes de Nelson eran nombres familiares, pero Trafalgar era un recuerdo y Nelson estaba en la tumba y los británicos hacían su vida ajenos a la guerra. La mañana era cálida, los hombres, soñolientos, se apoyaban en los alcornoques y dormían con los mosquetes sostenidos sobre las rodillas. En algún lugar del campamento francés se oyó el sonido ronco de la campana de un mulero recordándole a Sharpe la normalidad.
—¡Mi capitán!
Un sargento le llamaba desde una de las compañías arriba en el alcornocal.
—Oficiales de compañía, mi capitán. ¡Con el coronel!
Sharpe contestó con la mano, recogió el rifle, dejó a Knowles al mando y subió por el alcornocal. Se retrasaba. Los capitanes permanecían agrupados escuchando a un teniente del estado mayor de Hill. Sharpe captaba trozos de lo que decía.
—Profundamente dormidos… no hay batalla… órdenes rutinarias de servicio.
Se oyó un zumbido de preguntas. El teniente, espléndido con su uniforme de dragón plateado, parecía aburrido.
—El general ruega que nos mantengamos apostados, señor. Pero no esperamos que los franceses hagan nada.
Se marchó a caballo dejando a los oficiales confundidos. Sharpe se encaminó hacia Forrest para averiguar lo que se le había escapado cuando vio una figura familiar cabalgando camino abajo. Entró en el camino y levantó la mano. Era el teniente coronel Lawford y estaba furioso. Vio a Sharpe, tiró de las bridas y soltó un taco.
—¡Maldito infierno, Richard! ¡Maldito, maldito, maldito infierno! ¡Malditos españoles!
—¿Qué ha pasado?
Lawford apenas podía contener la ira.
—¡Los malditos españoles se negaron a despertarse! ¿No es increíble?
Otros oficiales se acercaron. Lawford se quitó el sombrero y se enjugó la frente, tenía unas buenas ojeras.
—¡Nos levantamos a las dos de la maldita madrugada para salvar su maldito país y no se les puede molestar para sacarles de la cama!
Lawford miró a su alrededor como esperando ver a un español en quien descargar su furia.
—Cabalgamos a las seis hacia allí. Cuesta está en su maldito coche estirado sobre malditos cojines y dice ¡que su ejército está demasiado cansado para luchar! ¿No es increíble? Los teníamos. ¡Así! —dijo chasqueando el índice y el pulgar—. ¡Los hubiéramos matado esta mañana! Podíamos haber borrado a Víctor del mapa. Pero no. Víctor no es tonto, se marchará hoy. ¡Malditos, malditos, malditos! —dijo el honorable William Lawford mirando a Sharpe fijamente—. ¿Sabe qué pasa ahora?
—No.
—Jourdan está allí —dijo señalando hacia el este— con José Bonaparte. Se unirán a Víctor y entonces tendremos que luchar el doble. ¡El doble! Y corre el rumor de que Soult ha conseguido reunir un ejército y viene por el norte. ¡Dios! ¡La oportunidad que hemos perdido hoy! ¿Sabe qué creo?
Sharpe sacudió la cabeza en señal de negación.
—Creo que el bastardo no quiere luchar porque es domingo. Hay sacerdotes murmurando oraciones alrededor de su maldita cama con ruedas. ¡Malditos católicos! ¡Y sigue sin haber comida!
Sharpe sintió que el cansancio le vencía.
—¿Qué hacemos ahora?
—¿Ahora? Esperar. Cuesta dice que atacaremos mañana. No lo haremos porque los franceses no estarán. —Lawford dejó caer los hombros y emitió un suspiro—. ¿Sabe dónde está Hill?
Sharpe señaló a lo largo del camino y Lawford siguió cabalgando. Malditos españoles, pensó Sharpe, maldito todo. Era el oficial de servicio y tendría que organizar los retenes, inspeccionar las líneas, arañar alguna provisión del comisario, que no tendría nada. No le sería posible ver a Josefina. No habría batalla, ni águila, ni siquiera un bocado de salchicha. Maldito.