Capítulo 7

Knowles había actuado bien. El salón estaba ardiendo pero no había enemigos, y los casacas rojas subían las escaleras de espalda, aún cargando y disparando los mosquetes, sin hacer caso de la sangre reciente que embadurnaba los peldaños volviéndolos resbaladizos. Entonces los fusileros entraron en acción, los Bakers escupían hacia el salón de abajo, y el mayor Kearsey, con el sable en la mano, empujaba a los hombres a una habitación, hacia las ventanas, y les gritaba: «¡salten!».

—¡Apunten bajo! ¡Apunten bajo! —gritaba Sharpe a los fusileros.

Unos húsares entraban en el salón, sofocados por el humo. Los casacas rojas saltaban en tropel desde las ventanas del primer piso y formaban en el campo, y tan sólo faltaba Sharpe.

Knowles echó una mirada a su alrededor.

—¡Capitán!

—¡No está! —dijo el mayor Kearsey agarrando a Knowles—. ¡Vaya fuera! ¡Puede haber caballería!

La muchacha había atravesado una puerta y Sharpe la seguía, fijándose también en una estatuilla de la virgen María y en varias velas que vacilaban en la base. Recordaba que los católicos de la compañía habían determinado que hoy, no, ayer, era el 15 de agosto, la Asunción de la Virgen María, y lo agradeció porque las escaleras que había detrás de la puerta estaban totalmente a oscuras; cogió una vela y siguió los pasos que se desvanecían. Se maldijo. Su obligación era estar junto a sus hombres y no perseguir a una muchacha de cabello negro y largo, igual que Josefina, de cuerpo elegante y de una belleza que lo subyugaba. Pero esta no era una noche para acciones sensatas; era una oscuridad loca, la última tirada de un jugador, y llegó a la conclusión de que la habían hecho prisionera y esto la hacía importante para el enemigo y por tanto para él.

Con este razonamiento llegó al final de la escalera. La escalera era larga y él sabía que ya habría descendido bajo tierra, a las bodegas, y se seguía precipitando casi fuera de control, con la llama de la vela apagada, cuando un brazo blanco salió disparado y la voz de la muchacha lo silenció. Estaban junto a una puerta, una luz se filtraba a través de los tablones, pero no tenía sentido pensar que nadie en el otro lado no hubiera oído sus pasos por la escalera. Sharpe abrió de un empujón sin hacer caso de la precaución que había mostrado la muchacha. En el sótano una linterna colgaba de un gancho, y por debajo de ella, con el rostro atemorizado, un lancero sostenía un mosquete y una bayoneta.

Arremetió contra Sharpe, pensando que tal vez le sería más fácil matar con una punta de acero que apretando el gatillo, pero Sharpe estaba precisamente hecho para este tipo de lucha. Dejó que se acercara la bayoneta, se hizo a un lado, y aprovechando el propio impulso del enemigo le clavó la hoja de la espada en el estómago. Entonces casi le entraron náuseas.

El sótano quedó salpicado de sangre, con cuerpos que mostraban la muerte de una docena de formas horrorosas. Había botas de vino junto a las paredes, saqueadas, pero el suelo estaba negro de sangre española, sembrado de mutilaciones, escabrosas como una pesadilla. Jóvenes, viejos, hombres y mujeres, todos muertos de forma horrible. Sharpe se dio cuenta de que aquella gente debía haber muerto el día antes, cuando él observaba desde la cima de la colina, muertos cuando los franceses hacían creer que el pueblo estaba desierto. Él se había quedado estirado en la hondonada, con el sol calentándole la espalda, y en el sótano los españoles habían muerto, lentamente y con dolor intenso. Los cuerpos, imposible contar cuántos eran, yacían de cualquier manera tal vez para que pudieran apreciar cómo habían muerto.

Algunos eran incluso demasiado jóvenes para saber lo que había sucedido, habían sido asesinados sin duda ante los ojos de sus madres, y Sharpe sintió una rabia impotente cuando la muchacha pasó delante de él, reconociendo el matadero, y en la lejanía, como si fuera desde la otra punta de una ciudad, Sharpe oyó una descarga. ¡Debían salir! Él le agarró el brazo a la muchacha.

—¡Venga!

—¡No!

Ella estaba buscando a una persona, estiraba de los cuerpos ajena al horror. ¿Por qué había un guardia con los cadáveres? Sharpe se adelantó, cogió la linterna, y oyó unos gemidos que provenían del extremo oscuro de la vieja bodega. La muchacha también los oyó.

—¡Ramón!

Sharpe pisó la carne muerta, retrocedió ante una tela de araña, y entonces, primero de forma borrosa, vio a un hombre esposado en la pared del fondo. No se preguntó por qué una bodega había de estar provista de esposas; no tenía tiempo. Acercó la linterna y vio que lo que él había creído que eran cadenas eran regueros de sangre.

El hombre no estaba esposado, sino clavado a la piedra de la pared, vivo.

—¡Ramón!

La muchacha, que se anticipó a Sharpe, estiraba inútilmente de los clavos, y Sharpe dejó en el suelo la linterna y martilleó las cabezas de los clavos con la empuñadura de acero de su espada. Las golpeó hacia la derecha y hacia la izquierda, oyendo el estruendo de cascos en el exterior, gritos y descargas, hasta que los clavos se soltaron. La sangre goteó de nuevo, lo estiró y empezó con la segunda mano. Otra descarga, más cascos, y martilleó con desespero hasta que el prisionero quedó liberado. Le dio su espada a la muchacha y se colocó a Ramón, si así se llamaba, sobre el hombro.

—¡Continuemos!

La muchacha lo guió hasta la puerta por la que habían penetrado, por la mezcolanza de sangre y cuerpos, hasta el rincón opuesto de la bodega. La linterna que ella sostenía mostró una trampilla que ella le indicó. Sharpe dejó caer la pesada carga, alcanzó la trampilla, la levantó, y una brisa repentina y agradable de aire nocturno dispersó el hedor espantoso a sangre y a muertos. Se escurrió hacia afuera y descubrió con sorpresa que la trampilla iba a dar fuera de los muros de la casa, y se dio cuenta de que era así como llegaban las provisiones a la casa sin tener que ser acarreadas por el patio y las cocinas. Echó una mirada a su alrededor y allí estaba la compañía, marchando recta en tres filas.

—¡Sargento!

Sharpe se giró, su rostro claramente aliviado bajo la luz de la casa en llamas. Sharpe volvió a entrar en la bodega, levantó al herido hasta el suelo, saltó hacia afuera, y le tendió la mano a la muchacha. Ella no le hizo caso, saltó sola, rodó por la hierba, y Sharpe vislumbró unas piernas largas. Los hombres proferían vítores y Sharpe se dio cuenta de que se los dirigían a él. Harper estaba allí, palmeándole en la espalda, diciendo algo ininteligible sobre lo que Sharpe se había perdido. El sargento cogió al herido y corrieron hacia la compañía y Sharpe, por primera vez, vio jinetes en la oscuridad. Harper entregó el herido a la tropa. Knowles estaba sonriendo a Sharpe y Kearsey le señalaba a la muchacha.

—¿Están cargados? —preguntó Sharpe refiriéndose a los mosquetes y gritándole a Knowles por encima del sonido de la casa en llamas.

—La mayoría, capitán.

—¡Sigamos!

Sharpe avanzó a Knowles y condujo a la compañía hacia el campo de cebada y a la oscuridad reconfortante, y se volvió hacia la casa para ver lo que hacía la caballería. Harper ya estaba allí, corriendo de espaldas, con el arma de siete cañones amenazando a cualquier jinete.

Sharpe se preguntaba cuánto tiempo había pasado desde que había traspasado la puerta. No más de siete u ocho minutos, calculó. El tiempo suficiente para que sus hombres hubieran disparado setecientos u ochocientos tiros contra los atónitos franceses, prender fuego a la casa, rescatar a Kearsey, a la chica y al prisionero, y sonrió burlón en la oscuridad.

—¡Atención a la derecha! —gritó Harper.

Una docena de lanceros, en línea, con las malvadas puntas bajadas, de manera que brillaban junto al suelo, se aproximaban al trote para atacar a la compañía por el flanco. Pero todavía estaban a tiempo.

—¡Vuelta a la derecha!

La compañía dio la vuelta, tres filas girando.

—¡Alto!

Una línea irregular, pero ya iba bien.

—¡Retaguardia, media vuelta!

Esto mantendría ocupados a los de atrás.

—¡Presenten! ¡Apunten a los estómagos; que les duela el estómago! ¡Fuego!

Era inevitable. El enemigo se convirtió en un tumulto de caballos caídos y lanceros derrumbados.

—¡Vuelta a la derecha! ¡Adelante!

Tenía ahora a la pequeña compañía formando en una columna. Corriendo hasta el campo de cebada, hasta la cosecha sin segar que les proporcionaría algo de cobertura. Se oyeron más cascos detrás, pero los mosquetes cargados no eran los suficientes para disparar otra descarga. Sólo había tiempo para correr.

—¡Corran!

La compañía corría, a toda velocidad a pesar del peso, y Sharpe oyó que un hombre herido gemía. Ya habría tiempo después para contar a los heridos. Entonces se giró, vio lanceros que se acercaban iniciando una persecución desesperada, uno apuntaba a Harper, pero el irlandés golpeó la lanza hacia un lado con su arma rechoncha y estiró su enorme mano hacia arriba derribando al polaco de la silla. El sargento gritaba insultos en gaélico, su lengua materna. Sostuvo al lancero sin esfuerzo, la enorme fuerza que tenía hacía creer que el hombre no pesaba nada, y entonces lo lanzó a los pies de otro caballo. Un rifle dejó ir un chasquido detrás de Sharpe, otro caballo abatido, y la voz de Hagman se oyó entre el fragor.

—Tocado.

—¡Detrás! —gritaba Harper, refiriéndose a los otros caballos todavía a algunas millas de distancia.

Y de repente los pies de Sharpe pisaron el cebadal, y él entró corriendo, y durante un momento las trompetas no significaron nada para él. Simplemente corría, recordando al indio con la hoja afilada, el intento desesperado e inútil de huir de la lanza, y entonces oyó la voz triunfante de Harper.

—¡La retirada! ¡Los cabrones ya han tenido bastante! —gritó Harper sonriendo, riendo—. ¡Lo consiguió, capitán!

Sharpe aminoró el paso, respiró hondo. El campo estaba extrañamente silencioso y supuso que los franceses se resistían a creer que tan sólo cincuenta hombres habían atacado el pueblo. El haber visto casacas rojas y cinturones cruzados los habría convencido de que había más tropas británicas afuera en la oscuridad y sería una locura enviar a lanceros contra las descargas de un regimiento oculto. Oyó que los hombres jadeaban, que algunos gemían al ser transportados, y los murmullos de excitación de la tropa victoriosa. Se preguntó cuál sería el precio y se volvió hacia Harper.

—¿Está bien?

—Sí, capitán. ¿Y usted?

—Magullado. ¿La factura?

—No lo sé todavía, capitán. Jim Kelly está mal.

La voz de Harper era triste y Sharpe recordó la boda, tan sólo hacía unas semanas, cuando la maciza Pru Baxter se había tejido margaritas en el cabello para casarse con el pequeño cabo irlandés. Harper continuó.

—Cresacre estaba sangrando, dice que está bien. Sin embargo hemos perdido a un par. Los vi en el patio.

—¿Quién?

—Debería saberlo.

—No lo sé, capitán.

Escalaron las colinas, allí donde los caballos no podrían ir, de vuelta a la hondonada; llegaron cuando las colinas lejanas se perfilaban con el gris tenue del amanecer. Era el momento de dormir y los hombres se encogieron como los cuerpos en la bodega. Algunos de ellos montaron guardia en el borde de la hondonada, con los ojos enrojecidos de cansancio, embadurnados de pólvora, sonriendo a Sharpe, que los había traído de vuelta. La muchacha estaba sentada con Kearsey, que se vendaba la pierna, mientas Knowles cuidaba de los otros heridos. Sharpe se inclinó hacia él.

—¿Qué hay de malo?

—Kelly se nos va, capitán.

El cabo tenía una herida en el pecho y Knowles le fue quitando los jirones de la casaca, que dejaban ver unas costillas brillantes y la sangre que burbujeaba. Era milagroso que hubiera sobrevivido tanto tiempo. Cresacre había sido alcanzado en el muslo, una herida limpia, y se la vendaba él mismo, juraba que se repondría, y se disculpaba ante Sharpe como si diera la lata. Otros dos estaban malheridos, ambos con cortes de sable, pero vivirían, y apenas había ningún hombre que no tuviera un rasguño, una magulladura, algún recuerdo de la noche. Sharpe contó las cabezas. Cuarenta y ocho hombres, tres sargentos y dos oficiales habían abandonado la hondonada.

Cuatro hombres no habían vuelto. Sharpe sintió que el cansancio lo invadía, matizado de alivio. Era la factura menos costosa que hubiera podido desear. Cuando muriera Kelly y resguardaran su cuerpo de los buitres cavando una tumba poco profunda, habría perdido a cinco hombres. Los lanceros debían haber perdido un número tres veces superior de hombres. Se fue a hacer una visita a los de la compañía que estaban despiertos, y los alabó. Los hombres parecían turbados por las gracias, estremeciéndose cuando el sudor se les secaba sobre el cuerpo con el aire frío, sacudiendo las cabezas al intentar permanecer despiertos y mirar, con los ojos rojos, el amanecer.

—¡Capitán Sharpe! —gritó Kearsey, que estaba de pie en un trozo despejado de la hondonada—. ¡Capitán!

Sharpe bajó por el lateral de la hondonada.

—¿Mayor?

Kearsey se lo quedó mirando fijamente, con sus ojitos fieros.

—¿Está usted loco, Sharpe?

Sharpe no entendía absolutamente nada.

—¿Cómo dice, mayor?

—¿Qué hacía usted?

—¿Que qué hacía? Rescatarlo, mayor —contestó Sharpe, que hubiera esperado una muestra de agradecimiento.

Kearsey hizo una mueca, o de dolor a causa de la herida en la pierna o por la ingenuidad de Sharpe; resultaba difícil saberlo. El alba empezaba a mostrar con detalle la hondonada: los hombres abatidos, la sangre, la cólera en el rostro de Kearsey…

—¡Es usted idiota!

Sharpe se tragó la ira.

—¿Mayor?

Kearsey le mostró a los heridos.

—¿Cómo se los llevará?

—Los transportaremos, mayor.

Kearsey lo imitó.

—¿A veinte millas? ¡Usted estaba aquí sólo para transportar el oro, Sharpe! ¡No para mantener una batalla en el quinto pino!

Sharpe respiró hondo, reprimiendo las ganas de gritarle.

—Sin usted, mayor, no hubiéramos tenido ninguna posibilidad de convencer al Católico de que nos dejara llevar el oro. Así es tal como yo lo veo.

Kearsey lo miró, sacudió la cabeza y le señaló a Jim Kelly.

—¿Usted cree que vale esto?

—El general me dijo que el oro era importante, mayor —respondió Sharpe tranquilamente.

—Importante, Sharpe, en cuanto es un detalle para con los españoles.

—Sí, mayor —contestó Sharpe, considerando que no era el momento de discutir.

—Al menos los ha rescatado —dijo el mayor señalando a los dos españoles.

Sharpe miró la belleza morena de la muchacha.

—¿Ellos, mayor?

—Los hijos de Moreno. Teresa y Ramón. Los franceses los tenían como cebo, esperando que Moreno o el Católico intentaran rescatarlos. Al menos nos hemos ganado su agradecimiento y esto es probablemente más valioso que llevarles el oro. Además, dudo que el oro esté allí. —Se levantó por el borde de la hondonada. Sharpe parpadeó.

—¿Cómo dice, mayor?

—¿Qué se cree usted? Los franceses están allí. Probablemente ellos tienen el oro. ¿Acaso no se le ha ocurrido eso?

Se le había ocurrido, pero Sharpe no estaba de humor para decirle a Kearsey lo que pensaba. Si los franceses hubieran encontrado el oro, él sospechaba que lo habrían conducido directamente a Ciudad Rodrigo, pero indudablemente a Kearsey eso no lo convencería. Sharpe asintió.

—¿Le dijeron algo al respecto, mayor?

Kearsey se encogió de hombros, no le gustó que le recordaran que lo habían capturado.

—Tuve mala suerte, Sharpe. No sabía que había lanceros allí. —Sacudió la cabeza, de repente parecía estar cansado—. No, no dijeron nada.

—¿Así hay esperanzas, mayor?

El mayor se mostró ácido, señaló a Kelly.

—Dígaselo a él.

—Sí, mayor.

Kearsey suspiró.

—Lo siento, Sharpe. No se lo merece. —Se detuvo un momento a pensar—. Usted ya sabrá, supongo, que hoy vendrán a por nosotros, ¿no?

—¿Los franceses, mayor?

El mayor asintió.

—¿Quién si no? Es mejor que duerma, Sharpe. Dentro de un par de horas tendrá que defender este lugar.

—Sí, mayor.

Se dio la vuelta y se fue, y al hacerlo sorprendió los ojos de Teresa. Lo miraba sin interés, sin agradecimiento, como si el rescate y las dos muertes compartidas no significaran nada. «El Católico —pensó— es un hombre afortunado.» Se durmió.