Capítulo 14
En el pueblo había seis caballos, y durante las dos primeras millas de regreso y siguiendo el mismo camino que habían hecho, el trayecto fue bastante fácil. Los caballos cargaban las mochilas con el oro, los hombres subían la cuesta, la lluvia les silbaba en los oídos, y gozaban del éxito, de estar por lo menos en el camino de vuelta a casa, pero todo esto no podía durar. La ruta directa hacia el oeste, el camino que estaban siguiendo no era el más sensato. Era el trayecto más obvio, el primero que reconocería el Católico, y llevaba directamente a Almeida y hacia el ejército francés en ciernes que se iba concentrando en la ciudad. Sharpe estuvo tentado de quedarse en la ruta fácil, para hacer la marcha menos dificultosa, pero una vez perdieron de vista el pueblo hizo que los hombres se dirigieran al norte, arriba a las colinas, y abandonó los caballos. El teniente Knowles con tres hombres se los llevó, más adelante hacia el oeste, y Sharpe esperaba que las huellas de los cascos retardaran la persecución mientras que la compañía, sorprendida por el peso de las monedas, avanzaba con dificultad por las tierras yermas del norte, subiendo por rocas y pendientes por donde ningún caballo hubiera escalado. La lluvia no cesaba, empapándoles los uniformes, haciendo que sus cuerpos cansados, doloridos, agotados sintieran nuevos niveles de malestar.
Teresa no parecía asustada, como si supiera que Sharpe no iba a matarla, y rechazó un gabán que le ofrecieron con un desdén. Tenía frío, estaba empapada, humillada con la cuerda alrededor del cuello, pero Sharpe no se la quitó porque le hubiera resultado muy fácil escapar hacia las rocas resbaladizas donde los hombres de la compañía, abrumados por el peso, no hubieran podido cogerla. Harper sujetaba el otro extremo enrollado en su muñeca.
—¿Hacia dónde se dirige, capitán? —gritó bajo la lluvia.
—Al vado de San Antón. ¿Se acuerda? El mayor nos habló de él.
Sharpe se preguntaba dónde estaría Kearsey, cuál sería su reacción. Knowles tardó una hora y media en alcanzarlos, sus hombres llegaron reventados por el esfuerzo pero contentos de hallarse en la seguridad de la compañía. Knowles sacudió la cabeza.
—No he visto nada. Nada de nada.
Sharpe no se tranquilizó. Las colinas podían estar llenas de vigilantes escondidos y el truco de dejar la pista falsa no retrasaría al Católico ni un minuto, pero a medida que avanzaba el día y su cansancio daba paso a un entumecimiento que sobrepasaba el dolor, Sharpe volvió a hacerse ilusiones. El terreno por el que caminaban era un paisaje de pesadilla, una meseta donde zigzagueaban hondonadas, torrenteras y peñascos. Ningún caballo hubiera ganado tiempo ahí y Sharpe obligaba a los hombres a seguir sin piedad, haciendo restallar su furia como un látigo, conduciéndolos al noroeste, bajo un lluvia que no amainaba, dándoles un puntapié a los que se caían, y acarreando dos de las mochilas llenas de oro para mostrarles que se podía hacer. Teresa lo observaba todo, con los labios apretados dibujando una sonrisa irónica, mientras sus captores resbalaban, se estrellaban doloridos contra las rocas, y avanzaban a trompicones por entre la tormenta. Sharpe rezaba para que el viento siguiera soplando del norte; se encontraba totalmente desorientado y lo único que le guiaba era la lluvia que azotaba su cara. Se detenía de vez en cuando, dejaba que los hombres descansaran, y escudriñaba la meseta arrasada por el viento en busca del signo de un jinete. No había nada, tan sólo la lluvia que se extendía como una cortina hacia él, el rebotar de las gotas contra las rocas, y el horizonte gris donde el aire y las rocas se fundían. Tal vez la treta había funcionado, pensó, y cuanto más tiempo estuvieron ilocalizables más se atrevía Sharpe a pensar que el burdo engaño de las falsas huellas había surtido efecto.
Cada media hora más o menos la compañía se detenía y los hombres que no habían acarreado las mochilas llenas de oro relevaban a los que lo habían llevado. Era una marcha lenta y dolorosa. Las mochilas les rozaban los hombros dejándolos en carne viva y el oro, más del que jamás hubieran soñado, se convertía en una carga abominable de la que sólo deseaban deshacerse si Sharpe no se hubiera colocado en la retaguardia, haciéndoles seguir adelante, obligándoles a atravesar la yerma meseta. No sabía cuánto habían avanzado, ni siquiera qué hora del día era, solamente que debían seguir marchando, poniendo tierra entre ellos y el Católico, y su ira saltó cuando de repente la compañía se detuvo, cayeron rendidos, y les chilló.
—¡En pie!
—¡Pero capitán! —Knowles en la cabeza de la compañía hizo una señal hacia adelante con la mano—. ¡Mire!
Incluso bajo la lluvia, bajo aquel tiempo inclemente, era una vista bonita. La meseta terminaba de repente, caía abruptamente en un amplio valle atravesado por un arroyo y un sendero serpenteantes.
El Águeda. Tenía que ser el río Águeda, lejos, a la izquierda, y el arroyo en el fondo del valle fluía de este a oeste hasta desembocar en el río, donde el sendero conducía al vado. A Sharpe le dio un vuelco el corazón. ¡Lo habían conseguido! Veía el camino que continuaba en la orilla más alejada del río; era el vado de San Antón, y junto al sendero, a este lado del río, había un antiguo fuerte sobre una roca escarpada que sirvió en otros tiempos para vigilar el cruce. A esta distancia, calculó que a una milla y media los muros parecían derruidos, llenos de matojos bajo la luz grisácea, pero la fortaleza debía marcar el lugar del vado. ¡Lo habían conseguido!
—¡Cinco minutos de descanso!
La compañía se sentó, aliviados, animados. Sharpe se acomodó sobre una roca y reconoció el valle. Segundo a segundo se avivaban sus ilusiones. Estaba desierto. Ni jinetes, ni guerrilleros, nada salvo el arroyo y el sendero que iba hasta el río. Sacó su telescopio, rezando para que la lluvia que caía no se colara por las juntas de los cilindros, y escudriñó el valle otra vez. Un segundo camino, que iba de norte a sur, a este lado del río, pero también estaba vacío. ¡Dios mío! ¡Lo habían conseguido!
—¡Venga! —dijo aplaudiendo, estirando de los hombres y empujándolos—. ¡Al río! ¡Lo cruzaremos esta noche! ¡Bien hecho!
La lluvia seguía cayendo, cegando a los hombres cuando iban tropezando cuesta abajo, ¡pero lo habían conseguido! Veían el objetivo, se sentían orgullosos por la hazaña, y mañana se despertarían en la orilla oeste del Águeda y marcharían hacia el Coa. Había patrullas británicas en la orilla lejana, a decir verdad no tantas como francesas, pero el río Águeda marcaba en cierto modo una frontera, y después de un día de esfuerzo como éste necesitaban pensar en ella. Casi bajaron corriendo la última parte de la pendiente, atravesaron el arroyo chapoteando, las botas crujían sobre el lecho de guijarros, luego pisotearon el sendero mojado como si fuera una calle adoquinada del centro de Londres. El vado estaba a una milla, con árboles a ambas orillas, y la compañía sabía que cuando lo hubieran cruzado podrían descansar, dejarse vencer por el cansancio y cerrar los ojos al horror gris del día y del trayecto.
—Capitán. —Era Harper que hablaba en voz baja, con desesperada resignación—. Capitán. Detrás.
Jinetes. Jinetes de mierda. Guerrilleros que habían cabalgado no por la meseta sino hacia arriba por el camino directo desde Casatejada, y que ahora aparecían en el sendero detrás de ellos. Teresa sonrió, lanzó a Sharpe una mirada de victoria, pero éste no le hizo caso. Gritó con cansancio a la compañía que se detuviera.
—¿Cuántos, sargento?
—Calculo que sólo es un grupito.
Sharpe no veía más de veinte o treinta jinetes, bajo la lluvia a trescientas yardas detrás de la compañía. Respiró hondo.
—No pueden hacernos daño, muchachos. Bayonetas. ¡No cargarán contra las bayonetas!
Sonaba extraño y a la vez reconfortante el roce de las hojas al salir de las vainas, la visión de los hombres agachados con las rodillas dobladas mientras colocaban las largas hojas, hacer algo que apuntaba a los enemigos en vez de la caminata que atormentaba sus músculos bajo la lluvia. Los jinetes se acercaron al trote y Sharpe permaneció con sus hombres en primera línea.
—¡Les enseñaremos a respetar la bayoneta! ¡Espérenlos! ¡Espérenlos!
Los guerrilleros no tenían intención de cargar contra la compañía. Se dividieron en dos grupos y galoparon a ambos lados de los desaliñados soldados, casi sin hacerles caso. Allí estaba el Católico, con una sonrisa triunfal en el rostro, y sacudió el sombrero con un gesto irónico al pasar, a treinta yardas de distancia e inalcanzable. Teresa se lanzó hacia él, pero Harper la retuvo con firmeza, y ella observó que los jinetes continuaban hacia la fortaleza y el río. Sharpe entendió lo que pretendían hacer. Iban a bloquearle el paso a la compañía, atraparla en el valle, y el Católico esperaría hasta que el resto de los guerrilleros, avisados, acudieran en su ayuda. Se enjugó la lluvia de la cara.
—Vamos.
No había adonde ir, así que lo mejor era continuar. Tal vez podían amenazar al Católico, con una bayoneta en la garganta de Teresa, pero en la mente de Sharpe sólo había lugar para el fracaso, la derrota. No habían conseguido engañar al Católico. Debieron imaginar que Sharpe iría hacia el norte, y mientras la compañía avanzaba con dificultad por las asquerosas tierras altas, los españoles habían llevado a sus partidarios por el camino fácil. Sharpe se maldijo, por tonto, por tonto optimista, pero no había nada que hacer. Escuchaba las botas que se arrastraban por la superficie húmeda, el rumor de la lluvia, el chapoteo del arroyo, y dejó vagar la vista por las colinas lejanas y amortajadas al otro lado del río, entonces miró la piedra del pequeño fuerte que fue construido, hacía siglos, para proteger los valles del norte de los merodeadores que cruzaban desde Portugal, y entonces miró a la derecha, lejos al norte, a la estribación de las colinas que casi llegaban al río, y vio, en el horizonte nublado, la silueta de un jinete con un sombrero extraño, cuadrado.
—¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo!
Algo, el instinto, un borrón apenas percibido, le decía que una patrulla francesa acababa de llegar a la línea del horizonte. Obligó a los hombres a que se echaran al suelo, en el cauce, enterrando a la compañía ligera a cubierto. Gatearon detrás de la hierba corta de la orilla, con las caras mojadas, mirándolo, esperando una explicación, pero sin recibir ninguna mientras él los empujaba hacia abajo.
El Católico fue más lento, mucho más lento. Sharpe, echado junto a Harper y la muchacha, observó a los guerrilleros que cabalgaban hacia el vado, y no fue hasta que los lanceros franceses se movieron, trotando sosegadamente pendiente abajo, cuando la figura gris se giró, agitó el brazo, y los guerrilleros lanzaron sus caballos cansados al galope. Los españoles cabalgaron de vuelta al valle, dispersándose y escogiendo diferentes rumbos, y los lanceros, un regimiento diferente del polaco, eligieron cada uno su blanco y fueron a por él con las hojas levantadas y borbotones de agua brillante por sus cascos. Sharpe, asomándose por entre la hierba, vio veinte lanceros, pero, girándose y oteando hacia el norte, vio que aparecían más, y luego otro grupo donde las colinas casi confluían con el río, y se dio cuenta de que un regimiento entero de franceses estaba allí, proveniente del sur, y mientras intentaba encontrar el motivo de su presencia vio cómo la muchacha se soltaba, y con el vestido brillante entre la bruma, salía corriendo hacia el sur, hacia las colinas, hacia donde el Católico y sus hombres huían desesperadamente. Tiró a Harper al suelo.
—¡Quédese aquí!
La muchacha tropezó en la otra orilla del arroyo y perdió el equilibrio, se giró y vio que Sharpe la perseguía. Aterrorizada, corría corriente abajo, pasó una amplia curva y giró otra vez al sur. ¡Era para verla! Sharpe le gritó que se agachara, pero el viento se llevó las palabras y él se obligó a seguir acercándose y no la dejó escapar. Cayó encima de ella justo cuando se giraba para mirar dónde se encontraba él y su peso la empujó hacia la arena gruesa del arroyo. Ella forcejeó, le arañó los ojos con las uñas, pero pudo contenerla: la aplastó con su peso, la cogió por las muñecas y separó sus brazos con fuerza, presionándolos contra los guijarros, sin controlar el daño que le pudiera causar, pensando tan sólo en los ocho pies y diez pulgadas de lanza que podía atravesarlos como a indefensos insectos. Notaba el frío del arroyo en sus tobillos y sabía que a Teresa le llegaba el agua a la cintura, pero no había tiempo para preocuparse de eso, porque cerca se oían cascos; bajó su cabeza, golpeando a Teresa en la frente, mientras un caballo chapoteaba junto a ellos en el arroyo.
Levantó la vista, vio a José, el hombre que los había escoltado hasta el río, que le gritaba a la muchacha; sus palabras se perdían entre los latigazos de la lluvia. Entonces los codos y talones del guerrillero se sacudieron, y el caballo se puso al galope frenético, y Sharpe vio a tres lanceros, con las bocas dispuestas a lanzar el grito apagado y profundo de una carga de caballería, galopando para atrapar al español. José torció, espoleó el caballo, encontró terreno llano y agachó la cabeza, pero los lanceros estaban demasiado cerca. Sharpe observaba: vio que un francés se levantaba sobre los estribos, echaba la lanza hacia atrás para lanzarla con más fuerza hacia adelante de manera que llevaba todo el peso del jinete en la punta de acero, y así le atravesó la espalda a José. Él se arqueó, lanzó un grito al viento, cayó junto con la lluvia, y sus manos palparon su columna intentando arrancar la gran lanza clavada. Los otros dos lanceros se reclinaron sobre el moribundo, acometieron mientras aminoraban el paso, y Sharpe oyó el estallido de una risa al viento.
Teresa respiró hondo, se retorció con violencia, y Sharpe vio que estaba a punto de gritar. Ella no había visto la muerte de José, sólo sabía que el Católico estaba cerca, y Sharpe sólo podía hacer una cosa. Tenía las piernas atravesadas por encima de las de ella, manteniéndolas planas, y con las manos le sujetaba las muñecas, así que apretó su boca contra la de ella y la obligó a bajar la cabeza. Ella le mordió; sus dientes rechinaron discordantes, pero él torció la boca de manera que estuviera en ángulo recto con la de ella y, usando los dientes, la obligó a hundirse entre la arena. Un ojo lo miró con enojo, ella se sacudió junto a él, se retorció, pero el peso de Sharpe la asfixiaba y, repentinamente, se quedó quieta.
La voz se oía más cercana; parecía que estuviera justo encima de ellos, y ella oyó, al igual que él, el crujir de los cascos en la arena.
—Ici, Jean!
Se oyó un grito lejano, más cascos, y la muchacha estirada permaneció totalmente quieta. Sharpe veía el miedo repentino en su ojo, sentía su corazón latir contra su pecho, la respiración detenerse en su boca. Él levantó la boca, con el labio sangrando, giró la cabeza muy lentamente, de manera que pudiera verle toda la cara, y le susurró.
—Quédese quieta. Quieta.
Ella asintió con la cabeza, casi imperceptiblemente, y Sharpe le soltó las muñecas, aunque mantuvo las manos encima. La lluvia caía a borbotones: le golpeaba en la espalda, le chorreaba por el pelo y el chacó hasta la cara. Se volvió a oír la voz, todavía gritando, y Sharpe oyó entre el silbido de la lluvia el chirriar de los arreos y el resoplido de un caballo. Los ojos de la muchacha se posaron en los de él. Sharpe no se atrevía a levantar la vista, aunque deseaba ver lo cerca que estaba el lancero, y vio que Teresa echaba una ojeada hacia arriba, de nuevo volvía a mirarlo y que tenía mucho miedo. Debía haber visto algo; el francés no debía de estar lejos, buscando no a una pareja tumbada en el arroyo sino a un jinete desperdigado entre la lluvia. Ella le agarró la mano y le dio un tirón al tiempo que con un ligero movimiento de cabeza le indicaba que el francés estaba cerca, pero él sacudió la cabeza muy lentamente, y entonces, creyendo que una cabeza levantada aumentaba el riesgo de ser descubiertos, acercó la cabeza hacia la de la muchacha. Los cascos volvieron a crujir. El francés se echó a reír, les gritó algo a sus amigos, y ella dejó los ojos abiertos mientras Sharpe la besaba. Podía haberse movido, pero no lo hizo; sus ojos todavía miraban mientras su lengua exploraba el labio que él tenía cortado, y Sharpe, observando los enormes ojos castaños, pensó que ella lo miraba por lo impensable de tal situación y que tan sólo la evidencia de sus ojos podía confirmar. Él también la miró. El lancero volvió a gritar, mucho más cerca ahora, y entonces se oyó una respuesta, burlona y autoritaria, que dejaba entrever que el lancero más cercano se había visto decepcionado: un pájaro, tal vez, en la corriente, o un conejo corriendo, y lo llamaban para que volviera. Sharpe oyó el crujir de los cascos contra el lecho del arroyo, y una vez, con un cambio de viento, el sonido pareció tan próximo que la muchacha abrió los ojos asustada, y entonces, el sonido se alejó, las voces se desvanecieron, y ella cerró los ojos, lo besó con fuerza y del mismo movimiento retiró la cabeza. Los tres lanceros se iban, en las grupas mojadas y brillantes de sus caballos, y Sharpe respiró aliviado y con pesar.
—Se han ido.
Ella empezó a moverse, pero él le dijo que no con la cabeza.
—¡Espere!
Teresa giró la cabeza, la levantó de manera que su mejilla tocó la de él y silbó al ver lo que había en el extremo del valle: un convoy, con filas de carretas tiradas por bueyes cuyos ejes sin engrasar chirriaban penetrantes con todo aquel tiempo asqueroso y, a ambos lados de los carros que avanzaban lentamente, se veían las siluetas de más jinetes, sables y lanzas, escoltando las carretas hacia el sur, camino de Almeida. El convoy tardaría una hora en pasar, pero al menos había alejado al Católico y a sus hombres, y Sharpe se dio cuenta, con un repentino brote de júbilo que interrumpía el sentimiento creciente de fracaso de la última semana, que mientras la compañía ligera no fuera descubierta podían alcanzar el vado a salvo cuando los franceses se hubieran ido. Miró a la muchacha.
—¿Se quedará quieta?
Asintió con la cabeza. Él se lo volvió a preguntar, ella asintió de nuevo, Sharpe se levantó y se estiró a su lado. Ella se dio la vuelta y se puso boca abajo, el vestido mojado se le pegó al cuerpo y él recordó la visión de su cuerpo desnudo, su belleza borrosa y elegante; estiró una mano y cogió la cuerda que llevaba al cuello, girándola para encontrar el nudo, palpándola con los dedos húmedos. La cuerda tensa y empapada cedió lentamente, pero estaba suelta y la dejó caer en la arena.
—Lo siento.
Ella se encogió de hombros como si no importara. Llevaba una cadena alrededor del cuello y Sharpe, con la mano cerca, estiró de ella, y encontró un medallón cuadrado, de plata. Lo observó, con sus ojos negros sin expresión alguna, mientras él ponía la uña del pulgar bajo la muesca y la abría de golpe. No había ningún retrato y ella le lanzó una leve sonrisa porque entendió qué era lo que él esperaba. La tapa estaba grabada en su interior: my love to you. J. Le costó algunos segundos darse cuenta que Joaquín, el Católico, no hubiera hecho grabar algo de plata en inglés, y entendió, con una certeza morbosa, que había sido de Hardy. J de Josefina, y se miró el anillo de plata, con un águila grabada que ella le había comprado antes de Talavera, antes de Hardy, y con una superstición que no entendía tocó el medallón con el anillo.
—Está muerto, ¿verdad?
La cara de la muchacha se quedó inmóvil un momento, pero entonces asintió con la cabeza. Dejó caer sus ojos sobre el anillo que él llevaba en el dedo, y luego lo volvió a mirar.
—¿El oro?
—¿Sí?
—¿Va a Cádiz?
Ahora le tocaba a Sharpe pensar, observar sus ojos a través de la lluvia que goteaba de la punta de su chacó.
—No.
—¿Os lo quedáis?
—Eso creo. Pero para luchar contra los franceses, no para llevarlo a casa. Te lo prometo.
Ella asintió y se volvió para observar el convoy francés. Cañones, provenientes del ejército francés del norte, y dirigiéndose a Almeida. No cañones de campo, ni siquiera artillería para un asedio, sino los howitzer de ocho pulgadas, los favoritos de Bonaparte, con bocas tremendamente pequeñas que se acuclillaban como cazuelas en un fuego de leña, y que podían lanzar bombas explosivas a gran altura para ir a caer en las casas apretadas de una ciudad sitiada. También había carretas, probablemente con municiones, y todo ello tirado por bueyes lentos que arreaban con puyas largas y eran azotados por airados jinetes. Su avance se veía dificultado por el viento que se metía bajo las cubiertas de lona de las carretas, que soltaban las cuerdas de manera que las lonas se batían y se retorcían como murciélagos a los que se les han cortado las alas, y los jinetes, sin duda maldiciendo la guerra, se esforzaban por proteger los preciados barriles de pólvora de la lluvia interminable. Los ejes sólidos, que giraban con las ruedas, chirriaban por todo el valle mojado. Sharpe sentía la lluvia que le golpeaba la espalda, el agua del arroyo le llegaba a las rodillas, y sabía que el río también crecería, y que a cada momento que pasaba su posibilidad de cruzar el vado disminuía. El agua sería demasiado profunda. Se volvió de nuevo hacia la muchacha.
—¿Cómo murió Hardy?
—El Católico.
Contestó con gran rapidez y Sharpe entendió que su lealtad estaba cambiando. No era por el beso.
—¿Para qué quiere el oro?
Ella se encogió de hombros como si la pregunta fuera estúpida.
—Para comprar poder.
Por un momento se preguntó si ella querría decir soldados, y entonces vio que ella había dicho la verdad. Los ejércitos españoles estaban acabados; el gobierno, si se le podía llamar gobierno, estaba en la lejana Cádiz, y el Católico tenía una ocasión sin igual para construir su propio imperio. Desde las colinas de Castilla la Vieja podía formar un feudo que rivalizaría con el de los antiguos barones que habían construido las fortalezas que salpicaban toda la zona fronteriza. Para un hombre cruel, España entera era una gran oportunidad. Él seguía mirando fijamente a la muchacha.
—¿Y tú?
—Quiero ver a los franceses muertos —contestó con vehemencia—. A todos.
—Necesitáis nuestra ayuda.
Ella lo miró muy fijamente, sin gustarle la verdad, pero finalmente asintió.
—Lo sé.
Él dejó los ojos abiertos y se inclinó y la besó otra vez mientras la lluvia los azotaba, y el arroyo los empapaba y los carros de los franceses chirriaban en sus oídos. Ella cerró los ojos, le colocó una mano detrás de la cabeza, lo aguantó, y él supo que no estaba soñando. La deseaba. Ella se separó y le sonrió por primera vez.
—¿Sabes que el río sube?
Él sacudió la cabeza.
—¿Podremos atravesar?
Ella echó una mirada al arroyo y asintió con la cabeza.
—Si para de llover esta noche, sí.
Sharpe había visto la rapidez con que los ríos en estas colinas áridas suben y bajan de nivel. Ella señaló el fuerte.
—Podéis pasar la noche allí.
—¿Y tú?
Ella le volvió a sonreír.
—¿Me puedo ir?
Él se sintió idiota.
—Sí.
—Me quedaré. ¿Cómo te llamas?
—Richard.
Teresa hizo un gesto con la cabeza. Volvió a mirar a la fortaleza.
—Estaréis a salvo. Nosotros la usamos. Diez hombres pueden cerrar la entrada.
—¿Y el Católico?
Ella sacudió la cabeza.
—Te tiene miedo. Esperará hasta mañana, cuando vengan sus hombres.
La lluvia azotaba el valle, corría por las rocas y por la hierba e inflaba el río mientras el viento rasgaba el paisaje. Medio dentro del agua, medio fuera de ella, esperaron a que el convoy pasara y a ver lo que les depararía el nuevo día. La guerra tendría que esperar.