Capítulo 22
Lossow negó con la cabeza.
—No está aquí. —El alemán se encogió de hombros.
—Lo hemos registrado todo.
Habían mirado en todas las habitaciones, todos los armarios, incluso en las chimeneas y en el tejado, pero no había señal alguna del Católico o de sus hombres. Sharpe no estaba satisfecho.
—¿Las demás casas?
—Sí, amigo.
Lossow se mostraba paciente. Los alemanes habían abierto las casas a ambos lados, para dormir espaciados y cómodos, y se había registrado todo. El jinete tocó a Sharpe en el codo.
—Venga y coma.
La compañía, salvo los que hacían guardia, estaba en la cocina, donde una olla borboteaba sobre las llamas. Parry Jenkins levantó la tapa con un gancho.
—Estofado de verdad, capitán.
El oro estaba encerrado en una despensa en un barril de vino, a cargo del sargento McGovern, y Sharpe echó una mirada a la puerta mientras se servía con una cuchara carne y verduras del estofado. Detrás del candado y del cerrojo estaba el depósito del dragón y Sharpe recordaba bien las historias. Si un hombre robaba oro escondido, el dragón se vengaría; y sólo había una manera de evitar la venganza: matar al dragón. El ataque en la calle, a medio camino de la casa, no era el final del asunto. Sharpe suponía que el Católico contaba con seguidores por toda la ciudad buscando al fusilero, pero el dragón querría estar allí cuando le dieran muerte, para ver su agonía.
Lossow miró cómo comía Sharpe.
—¿Cree que vendrá esta noche?
Sharpe asintió.
—Se ofreció para quedarse mañana, para ayudar en la defensa, pero eso es sólo un seguro. Quiere irse antes de que los franceses acorralen la ciudad.
—Entonces se quiere ir mañana.
Knowles se encogió de hombros.
—Tal vez no venga, capitán. Va a conseguir el oro, ¿no?
—Eso cree —dijo Sharpe sonriendo con ironía; echó una mirada a Teresa—. No, vendrá. El mayor Kearsey cree que deberías volver, Teresa.
Ella arqueó las cejas y no dijo nada. Antes de que Sharpe abandonara el cuartel general de Cox, Kearsey se lo había llevado a un lado, rogándole que Teresa volviera con su padre. Sharpe había aceptado. «Envíe a su padre mañana a las diez, mayor.» Ahora la observaba.
—¿Qué quieres hacer?
Ella lo miró desafiante.
—¿Qué vas a hacer tú?
Los hombres de Sharpe, y algunos de los alemanes, escuchaban la conversación. Sharpe señaló hacia la puerta.
—Vamos a aquella habitación. Hablaremos.
Harper cogió un jarro de vino, Lossow y Knowles su curiosidad. La muchacha los siguió. Ella se detuvo en la puerta de la salita y le tocó la mano con sus dedos fríos.
—¿Vas a ganar tú, Sharpe?
—Sí —contestó él sonriendo.
Si no era así, ella estaba muerta. El Católico se vengaría en ella. Una vez en la salita, quitaron las fundas y se sentaron en cómodas sillas. Sharpe estaba cansado, tremendamente, y el dolor que sentía en el hombro aún era profundo y punzante. Recortó la mecha de un vela, esperó a que la llama se avivara y habló en voz baja.
—Todos saben lo que está sucediendo. Nos han ordenado entregar el oro mañana. Al capitán Lossow le han ordenado marcharse; a nosotros nos han ordenado quedarnos.
Él ya se lo había explicado mientras registraban las casas, pero quería repasarlo, buscar los errores, porque todavía esperaba que se evidenciara que la decisión era innecesaria.
Lossow se removió en la silla.
—¿Así que todo ha terminado? —preguntó frunciendo el ceño, incrédulo ante lo que él mismo acababa de preguntar.
—No. Lo quiera Cox o no, nos vamos.
—¿Y el oro? —preguntó Teresa con voz firme.
—Se viene con nosotros.
Por algún instinto extraño todos se sintieron relajados, como si la afirmación fuera suficiente.
—La cuestión es —siguió Sharpe— ¿cómo?
Reinó el silencio en la habitación. Harper parecía adormilado, tenía los ojos cerrados, pero Sharpe supuso que el irlandés les llevaba mucha delantera a los demás. Knowles aporreaba el brazo de la silla con frustración.
—¡Si al menos pudiéramos hacerle llegar un mensaje al general!
—Ya es tarde. No hay tiempo.
Sharpe no esperaba que le proporcionaran una respuesta, pero quería que analizaran los diferentes pasos, conocieran los argumentos, de manera que cuando él presentara la solución, estuvieran de acuerdo. Lossow se inclinó sobre la luz de la vela.
—Cox no le dejará marchar. Cree que robamos el oro.
—Está en lo cierto —contestó Teresa encogiéndose de hombros.
Knowles fruncía el ceño.
—¿Nos escapamos, capitán?
Sharpe pensó en los fosos con paredes de granito, las hileras de cañones, los túneles de las puertas con los centinelas de rostro siniestro.
—No, Robert.
—Ya sé. Matar al general de brigada Cox —dijo Lossow sonriendo con ironía.
Sharpe no sonrió.
—El segundo en el mando apoyaría sus órdenes.
—¡Santo Dios! ¡Era una broma! —exclamó Lossow mirando fijamente a Sharpe, convencido de repente de que el fusilero hablaba en serio.
Se oyó ladrar a un perro, tal vez en el campamento francés, y Sharpe supo que si los británicos sobrevivían a esta campaña, si él cumplía con su deber esta noche, todo tendría que volver a llevarse a cabo. Reconquistar Portugal, recuperar las fortalezas fronterizas, derrotar a los franceses no sólo en España sino en toda Europa. Lossow debió verle expresión de desesperanza.
—¿Ha pensado en abandonar el oro? —preguntó en voz baja.
—No —contestó, aunque no era cierto. Respiró hondo—. No puedo decirle el porqué, y no sé el cómo, pero la diferencia entre la victoria y la derrota depende de este oro. Hemos de sacarlo de aquí. —Señaló con la cabeza a Teresa—. Ella tiene razón. El oro lo robamos, son instrucciones de Wellington, y he ahí por qué no hay órdenes explícitas. Los españoles —se encogió de hombros en señal de disculpa— bien sabe Dios que son unos aliados difíciles. ¿Se imagina si tuvieran constancia escrita de esto? —Se reclinó—. Lo único que puedo decirle es lo que me explicaron. El oro es más importante que hombres, caballos, regimientos o cañones. Si lo perdemos, la guerra está acabada; nos volveremos todos a casa, o lo más probable es que acabemos siendo prisioneros de los franceses.
—¿Y si lo llevas? —preguntó Teresa con un escalofrío.
—Entonces los británicos se quedarán en Portugal —contestó él encogiéndose de hombros—. No puedo aclararlo, pero es cierto. Y si nos quedamos en Portugal el año próximo volveremos a España. El oro vendrá con nosotros.
Knowles chasqueó los dedos.
—¡Matar al Católico!
Sharpe asintió.
—Probablemente tendremos que hacerlo. Pero las órdenes de Cox siguen siendo que el oro se devuelva a los españoles.
—Así… —Knowles estaba a punto de preguntar cómo, pero se encogió de hombros.
Teresa se puso en pie.
—¿Tienes el abrigo arriba?
Sharpe asintió.
—¿Tienes frío?
Ella lo único que llevaba puesto era el delgado vestido blanco. Él se incorporó también, pensando en su temor al Católico.
—Voy contigo.
Harper y Lossow se levantaron, pero Sharpe les indicó que se quedaran.
—No nos pasará nada, un minuto, nada más. Piensen en ello, caballeros.
Tomó la delantera escaleras arriba, asomándose entre la oscuridad, y le tendió una mano.
—¿Crees que está aquí?
—Sé que está aquí.
Resultaba ridículo; habían registrado la casa una y otra vez, habían colocado centinelas en el tejado y en los balcones, sin embargo a Sharpe el instinto le decía que el Católico iría a vengarse esa noche. La venganza, dicen los españoles, es un plato que se come frío, pero para el Católico era un plato que había que comer deprisa antes de que Sharpe quedara encerrado en el sitio. Y Sharpe no tenía dudas sobre sus deseos de venganza, no del oro sino del insulto a su hombría, y el fusilero desenvainó la espada cuando entraron en la habitación iluminada por las velas con la cama con dosel y amplios armarios.
Teresa encontró el abrigo de Sharpe, se lo echó sobre los hombros.
—¿Lo ves? A salvo.
—Vete abajo. Diles que bajo en dos minutos.
Ella arqueó las cejas, en señal de asombro, pero él la condujo hasta la puerta y observó cómo volvía a la salita. Sharpe sentía que se le ponían los pelos del cogote de punta, el cosquilleo de la sangre bajo la piel, las viejas señales de que el enemigo andaba cerca, y se sentó en la cama, se quitó las pesadas botas para poder moverse en silencio. Quería que el Católico estuviera cerca, para acabar de una vez por todas con ese asunto, y poder concentrarse en lo que tenía que hacer al día siguiente. Pensó en el estoque vacilante del español, en su destreza descuidada, pero tenía que enfrentarse, derrotarlo, si no por la mañana estaría todo el rato pendiente, preocupándose por la muchacha, y fue caminando con gran cuidado por los tablones y apagó las velas. La espada era tremendamente pesada: la hoja de un carnicero, había dicho el español.
Corrió las cortinas y se quedó en el balcón. En el balcón de al lado se movía un centinela; encima, por el tejado, se oía el murmurar de dos alemanes. ¡Tenía que ser esta noche! El Católico no dejaría pasar el insulto, no querría quedar emparedado en Almeida mientras los franceses se abrían camino. ¿Pero cómo? En la calle no se movía nada; las casas y la iglesia al otro lado del camino estaban a oscuras y cerradas; tan sólo el resplandor de las hogueras francesas iluminaba el cielo del sur más allá de las murallas donde se suponía que tenía que hacer guardia mañana. La torre de la iglesia se recortaba en el resplandor rojizo, las dos pesadas campanas brillaban con los fuegos distantes. ¡Y no había escalera! Por la mañana había una, lo sabía. Intentó asegurarse, y recordó abrir las cortinas, volviendo la espalda a la desnudez de Teresa y ver las campanas y la escalera metálica apoyada contra la torre. Entonces se dio la vuelta, pero estaba seguro de que la escalera estaba allí. ¿Pero por qué la escalera? Miró a derecha e izquierda, a los centinelas de los balcones. ¡Claro! Knowles, con su sentido de la decencia, no había dispuesto ningún centinela en este balcón, en todos los balcones de la calle salvo en éste, de manera que ningún miembro de la compañía se viera obligado a escuchar las hazañas de soltero del capitán Sharpe. Y el Católico no era tonto. La probabilidad era de cien contra uno de que el balcón sin guardia fuera el que había que asaltar, y la escalera se extendería desde el tejado de la iglesia, con su plataforma, atravesando la calle, y mientras los mosquetes desde la iglesia se ocuparían de los centinelas, el Católico y sus mejores hombres cruzarían por los travesaños de hierro, atravesarían las cortinas, y dulce venganza.
Aquí se detuvo, pensando que era una fantasía, pero ¿por qué no? En plena noche, a eso de las tres o las cuatro, cuando los centinelas lucharan por mantenerse despiertos, y de todas formas, sólo había una manera de averiguarlo. Descolgó una pierna por encima del balcón, hizo callar al centinela del balcón de al lado y se dejó caer a la calle. El grupo que estaba en la salita se estaría preguntando dónde estaba, pero no iba a tardar mucho. Hombre prevenido, vale por dos, y se escabulló en silencio, sin botas, hacia la callejuela que había tras la iglesia. Los centinelas no podían verlo, pegado al muro de la iglesia, y sostenía la enorme espada delante, su hoja un resplandor mate en la oscuridad, y aguzaba el oído en busca de algún sonido. Nada, salvo el perro en la lejanía, el sonido del viento. Se sentía excitado por dentro, el peligro inminente, pero seguía sin oírse nada, ningún movimiento, y se asomó mirando arriba al borde del tejado de la iglesia, inocente bajo la luz de la luna. En el muro había una puertecita, cerrada y atrancada, y junto a ella la mampostería era burda y mal remendada. Se le ocurrió que tal vez su idea era demasiado fantástica, que todo lo que tenía que hacer el Católico era lanzar fuego de mosquete desde el tejado de la iglesia hacia la habitación desprotegida, que habían cogido la escalera solamente para que los guerrilleros pudieran escalar desde la callejuela; pero sabía que no se daría por satisfecho hasta que hubiera mirado por encima del borde del tejado, así que se echó la enorme espada a la espalda, se la agarró al cinturón pasándose la correa por el hombro, y estiró hacia arriba la mano derecha para agarrarse a los bloques de mampostería.
Avanzaba muy lentamente, escalando tan silenciosamente como una lagartija, buscando a tientas con los pies donde apoyarse y extendiendo las manos en busca de agujeros entre las piedras. Le dolía el hombro izquierdo, hacía muecas de dolor, pero seguía avanzando porque veía la parte de arriba y no estaba lejos, y no podía descansar hasta que su asunto privado estuviera zanjado. A Harper le molestaría que no lo hubiera invitado, pero éste era un asunto suyo. Teresa era su mujer, y él sabía, mientras avanzaba pulgada a pulgada hacia arriba, que la iba a encontrar mucho a faltar. Los puntos de apoyo se acabaron cuando se acercaba al tejado. Una cornisa rodeaba el tejado, lisa y de un pie de ancho, y no podía llegar arriba del todo. Necesitaba un punto de apoyo más y lo vio, hacia su izquierda, en un poste metálico que sobresalía en diagonal y hacia abajo para sostener una lámpara encima de la puerta principal. Estiró el brazo, tocó el metal corroído, tiró y lo agarró. Traspasó el peso, echó hacia arriba el pie derecho, sintió que el peso de su cuerpo se trasladaba al hombro izquierdo que le dolía, y entonces el poste se movió. Fue un movimiento ligero, un chirriar del metal sobre la piedra, pero le hizo perder el equilibrio. El brazo izquierdo lo salvó, y sintió como si alguien le clavara en la axila un gancho y lo retorciera, y sollozaba de dolor mientras sangre reciente manaba de la herida abierta y le empapaba el pecho.
Apretó los ojos y los dientes, jadeó de dolor, y olvidándose de cualquier precaución, lanzó hacia arriba el brazo derecho, dio con la parte superior de la cornisa, y lentamente, con alivio exquisito, retiró el peso del brazo izquierdo.
Permaneció inmóvil, esperando un golpe en la mano derecha que tenía a la vista, pero no se movió nada. Quizás no había nadie en el tejado. Empujó con el pie derecho, estiró hacia arriba con su mano, y lentamente, pulgada a pulgada, paseó la mirada por la mampostería y allí, de repente, estaba el cielo, y se vio obligado a usar el brazo izquierdo; soportaba el dolor mientras el izquierdo buscaba un asidero seguro, y pudo hacer fuerza hacia la parte superior plana de la cornisa y ver lo que había temido ver: un tejado vacío. Pero había algo raro: se olía a tabaco. Se quitó la espada de la espalda y se acuclilló justo en lo que era la cornisa, con el brazo izquierdo junto a las tejas bien curvadas que se elevaban por encima de él tapándole la visión de la casa donde Harper y Lossow ya lo estarían buscando. Detrás de él, el tejado estaba desierto, ensombrecido bajo la luz de la luna, pero enfrente veía la campana, con la escalera estirada debajo, y el espacio plano donde estaba la trampilla. Tan sólo veía un trozo del espacio, un trocito, y olía a humo de tabaco y no era de sus centinelas; el viento venía del sur, y sintió que se confirmaban sus sospechas mientras se deslizaba hacia adelante. A cada paso se le mostraba más el terrado que estaba escondido en un rincón del tejado con la forma de cruz de la iglesia. Estaba vacío, burlándose de él, mampostería blanca bajo la luz de la luna, y la escalera estaba probablemente allí para hacer algunos arreglos y luego la habían bajado, aunque quién iba a reparar nada justo antes de que los franceses empezaran el bombardeo.
Avanzó con cautela por el lugar, un espacio cuadrado y grande, y todavía oculto de la casa por la silueta borrosa del tejado del crucero, y ahora oía voces, al otro lado de la calle, que lo llamaban. Oía a Harper, alarmado, y a Lossow gritando a los centinelas, y estaba a punto de responder cuando oyó un crujido, y pegó un salto a un lado.
La trampilla se abrió, primero una pulgada o dos, dejando ir una nube de humo de cigarro. Luego la empujaron hasta sostenerla con una cadena y apareció un hombre, con capa oscura, que subió al tejado y no vio a Sharpe en la sombra junto a la torre, porque no esperaba ver a nadie. El hombre, con un gran bigote, atravesó hasta el tejado del crucero, se inclinó hasta que pudo ver la calle, y entonces llamó en español. El guerrillero debía haber oído algo del alboroto, pensó Sharpe, y había enviado un centinela a mirar. El hombre dio una calada al cigarro, escuchó los gritos y se puso en cuclillas para apagarlo. No había aparecido nadie más; el interior de la iglesia estaba a oscuras; Sharpe apenas respiraba mientras se arrimaba contra la mampostería. Se oyó un repentino silbido que provenía de la escalera de debajo de la trampilla. El hombre del cigarro asintió. Sí, sí. Parecía cansado, bostezó y se volvió hacia la escalera. Primero no estaba seguro de lo que había visto, tan sólo una sombra, y se asomó al bulto.
La sombra se movió, se convirtió en un hombre con una espada, y el centinela cansado pegó un bote hacia atrás, abrió la boca, pero Sharpe ya estaba atacando la hoja, apuntando a la garganta, pero falló. Le rechinó en una costilla, se deslizó, pero el hombre había gritado y se oyeron pasos en la escalera. La espada de mierda estaba atascada. Sharpe dejó que la hoja cayera con la víctima, puso el pie sobre el pecho del hombre, giró y notó que la hoja cedía limpiamente. Otro hombre salía de la trampilla pistola en mano, y Sharpe se agachó, arrojó la espada cuando el arma explotó y la bala martilleó contra las tejas.
Sharpe gritó un desafío, golpeó al hombre con la espada y oyó cómo se caía de la escalera. Agarró la trampilla, estaba a punto de cerrarla.
—¡No! —gritó una voz que venía de abajo; la iglesia se iluminó de repente—. ¡Esperen! —Era la voz del Católico, profunda y sedosa—. ¿Quién hay?
—Sharpe —contestó de pie tras la trampilla, invisible desde abajo, inalcanzable.
—¿Puedo subir? —dijo el Católico medio riendo.
—¿Por qué?
—No puede bajar. Somos muchos. Así que he de subir. ¿Me deja?
Se oyeron gritos al otro lado de la calle.
—¡Capitán! ¡Capitán!
Él no hizo caso.
—¿Usted solo?
—Yo solo.
La voz parecía divertida, tolerante. Sharpe oyó las pisadas en la escalera, vio la luz que se acercaba, y entonces una mano puso una linterna sobre el tejado y apareció la cabeza morena del Católico, dando vueltas, sonriendo, y en la otra mano sostenía el estoque, que lanzó, silbando, hacia el otro extremo del tejado.
—Aquí me tiene. Ahora me puede matar. Sin embargo, no lo hará porque es un hombre de honor.
—¿Seguro?
El Católico volvió a sonreír, todavía a medio salir de la trampilla.
—Kearsey no lo cree, pero Kearsey asocia honor con Dios. Usted no. ¿Puedo subir? Estoy solo.
Sharpe asintió. Esperó a que el alto español estuviera en el tejado y entonces cerró la trampilla de un puntapié. Era pesada, lo bastante gruesa para parar una bala, pero para mayor seguridad Sharpe estiró de la escalera de hierro y la puso encima.
El Católico observaba.
—Está usted nervioso. No van a subir. ¿Qué hace usted aquí?
—Faltaba la escalera.
El español parecía confuso. Hizo un gesto separando ambas manos.
—¿Faltaba?
Sharpe le dio una patada.
—Estaba arriba de la torre esta mañana. Esta noche, no.
—¡Ah! —dijo el Católico echándose a reír—. La hemos utilizado para escalar el muro de la iglesia. —Miró el uniforme desaliñado de Sharpe—. Veo que tiene otros métodos. —Con uno de sus gestos elegantes se abrió la capa—. ¿Lo ve? Sin pistola. Sólo llevo la espada. —No hizo ademán de cogerla.
Por encima del tejado de la catedral Sharpe vio la señal luminosa de las antorchas. Patrullas de búsqueda se pusieron en camino. Tenía la mano de la espada sudada, pero no le iba a dar al español el placer de ver cómo se la enjugaba.
—¿Por qué está aquí?
—Para rezar con usted —dijo el Católico riendo y girando la cabeza hacia la calle—. Hacen tanto ruido que no nos van a oír. No, capitán, estoy aquí para matarlo.
Sharpe sonrió.
—¿Por qué? Ya tiene el oro.
El Católico asintió.
—No confío en usted, Sharpe. Mientras esté vivo no creo que sea fácil coger el oro, aunque el general de brigada Cox le representa un problema.
Sharpe asintió con la cabeza y el Católico lo miró con perspicacia.
—¿Cómo iba a resolverlo?
—De la misma manera que me propongo resolverlo mañana.
Deseaba sentirse tan convincente como aparentaba. Había visto al Católico en acción, habían medido sus espadas, y pensaba con desespero en cómo podía ganar la lucha que pronto comenzaría. El español sonrió y señaló el estoque.
—¿Le importa? Por supuesto, me puede matar antes de que lo alcance, pero no creo que lo haga. —Mientras hablaba se había ido moviendo y entonces se detuvo, lo recogió y se dio la vuelta—. Tenía razón. ¿Lo ve? ¡Es un hombre de honor!
Sharpe notaba que la sangre le bullía en el pecho y apoyó la espada mientras el español, con una facilidad estudiada, dejaba caer la capa y doblaba la hoja. El Católico cogió la punta del estoque con la mano izquierda y la dobló, casi por la mitad.
—Una hoja fina, capitán. De Toledo. Pero, lo olvidaba, ya nos hemos probado.
Se colocó en la posición de espadachín, la pierna derecha doblada, la izquierda extendida detrás.
—En garde!
El estoque se sacudió hacia Sharpe, pero el fusilero no se movió. El Católico se enderezó.
—¿No quiere luchar, capitán? Le aseguro que es una muerte mejor que la que había planeado.
—¿Cuál era?
Sharpe pensó en la escalera.
El español sonrió.
—Un tumulto abajo en la calle, un disparo, muchos gritos, y usted hubiera salido al balcón. El capitán siempre listo, preparado para la batalla, y entonces una descarga de disparos lo habría detenido para siempre.
Sharpe sonrió. Era mucho más simple de lo que él había imaginado.
—¿Y la muchacha?
—¿Teresa? —La pose del Católico cambió un poco. Se encogió de hombros—. ¿Qué iba hacer con usted muerto? Se vería obligada a volver.
—Eso le habría encantado a usted.
El español se encogió de hombros.
—En garde, capitán.
Sharpe disponía de muy poco tiempo. Tenía que alterar la compostura elegante del español. El Católico sabía que ganaría, se podía permitir ser magnánimo, estaba adelantando la inevitable exhibición de su superioridad con la espada. Sharpe seguía manteniendo la espada baja y el estoque descendió.
—¡Capitán! ¿Tiene miedo? —El Católico sonreía amablemente—. Se teme que yo soy mejor.
—Teresa dice que no.
No fue mucho, pero sí suficiente. Sharpe notó la rabia en la cara del Católico, su repentino descontrol, y levantó la enorme hoja, la dirigió hacia adelante, sabía que el Católico no pararía sino que simplemente lo mataría por el insulto. El estoque se sacudía, veloz como el rayo, pero Sharpe giró el cuerpo, vio que la hoja pasaba de largo, y golpeó con su codo al Católico en las costillas, se volvió y aporreó con la empuñadura de bronce de la espada sobre la cabeza del español. El Católico era rápido. Se escabulló, el golpe rebotó en el cráneo, pero Sharpe oyó el gruñido y lo siguió con un golpe mortífero, un porrazo que hubiera abierto un buey en canal, y el español pegó un salto atrás, y de nuevo, Sharpe había fallado, y sabía, con el instinto de luchador, que el Católico se había recuperado, había sobrevivido al terrible ataque y que ahora volvería con su destreza.
Se oyó un martilleo proveniente de abajo, la explosión de un mosquete, y el Católico sonrió.
—La hora de morir, Sharpe. Réquiem aeternam dona eis, Domine. —Se adelantó a la parada torpe de Sharpe, y la hoja le hizo sangre a éste en la cintura—. Et lux perpetua luceat eis.
La voz parecía de seda, hermosa e hipnotizante, y la hoja se dirigió hacia el otro lado de la cintura de Sharpe, le afeitó la piel y pasó de largo. Sharpe sabía que estaba jugando con él, un juguete, mientras la oración durara, y él no podía hacer nada.
Recordó las técnicas de Helmut y fue a por los ojos del Católico, dando puñaladas al aire, y el español se reía.
—¡Calma, Sharpe! Te decet hymnus, Deus, in Sion.
Sharpe arremetía desesperadamente contra los ojos; Helmut lo hacía de tal modo que parecía fácil, pero el Católico se inclinaba hacia un lado y el estoque bajaba, apuntando al muslo para producirle otra herida, y Sharpe ya sólo tenía una única idea, desesperada e insensata. Dejó que se acercara el estoque, adelantó el muslo derecho y empujó la hoja para que le entrara en la carne de manera que el Católico no la pudiera usar. El español intentó retirarla; Sharpe notó los desgarrones en la pierna, pero ahora llevaba él la iniciativa, se siguió adelantando, y golpeó al español con el pesado guardamano de la espada, restregándoselo por la cara, y el Católico soltó el estoque y se echó hacia atrás.
Sharpe lo siguió, con el estoque bien clavado en el muslo, y el Católico fue a agarrarlo, pero falló, y Sharpe descendió la espada, y cogió el antebrazo del Católico; el español dejó escapar un grito y Sharpe le arremetió con el dorso de la espada, un crujido de guadaña en el cráneo, y el guerrillero cayó.
Sharpe se detuvo. Abajo se oían gritos.
—¡Capitán!
—¡Aquí arriba! ¡En el tejado de la iglesia!
Se oían pisadas abajo, caminando pesadamente por el callejón, y supuso que los guerrilleros estarían abandonando el conflicto que iban perdiendo. Se paró y cogió el estoque del Católico. La herida le dolía, pero Sharpe sabía que había tenido suerte; la hoja le había atravesado los músculos externos y la sangre y el dolor eran mayores que el daño. Tiró de la espada, apretando los dientes, y se deslizó hasta quedar libre.
Sostenía el estoque en las manos, notaba el fino equilibrio, y sabía que nunca podía haberlo derrotado salvo con la locura de empujar el cuerpo hacia la hoja y negarle al Católico sus habilidades. El español gemía, aún inconsciente, y Sharpe se acercó a él, sangrando y cojeando, y bajó la vista a su enemigo. Tenía los ojos cerrados, los párpados temblaban ligeramente, y Sharpe tomó su propia espada, y se la puso al Católico en la garganta.
—La espada de un carnicero, ¿verdad? —La clavó hasta que la punta chocó con el tejado, la retorció, y entonces de un puntapié retiró la hoja del cuello.
—Ésta es por Claud Hardy.
No habría feudo en las montañas, ni reino, para el Católico.
Se oyeron unos porrazos en la trampilla.
—¿Quién es?
—¡Sargento Harper!
—¡Espere!
Empujó la escalera a un lado y la trampilla se levantó y apareció Harper, con una antorcha humeante en la mano. El irlandés miró primero a Sharpe, luego al cuerpo.
—Dios salve Irlanda. ¿Qué hacía, capitán? ¿Un concurso a ver quién sangra más?
—Me quería matar.
—¿De verdad? —preguntó Harper arqueando las cejas. Luego miró al muerto—. Era un buen espadachín, capitán. ¿Cómo lo ha hecho?
Sharpe se lo explicó. Que había ido a por los ojos, había fallado, así que se había agredido él mismo con la espada. Harper escuchaba e iba sacudiendo la cabeza.
—Usted es un loco de mierda, capitán. Déjeme ver la pierna.
Teresa subió, seguida de Lossow y Knowles, y Sharpe tuvo que volver a explicar la historia, y notó que la tensión le salía a raudales. Teresa se arrodilló junto al cuerpo.
—¿Te disgusta?
Ella sacudió la cabeza, ocupada en algo, y Sharpe vio que rebuscaba debajo de las ropas manchadas de sangre y encontraba, alrededor de la cintura del muerto, un cinturón lleno de monedas. Abrió uno de los bolsillos.
—Oro.
—Quédatelo.
Sharpe se palpaba la pierna, resiguiendo la herida, y vio que había tenido suerte, que la hoja le había desgarrado menos de lo que su estupidez hubiera merecido. Levantó la vista hacia Harper.
—Necesitaré los gusanos.
Harper sonrió. En una lata guardaba gusanos blancos y gordos que sólo vivían de carne muerta, despreciando el tejido sano, y nada limpiaba mejor una simple herida que un puñado metido en el corte y envuelto en un vendaje. El irlandés utilizó la faja de Sharpe como venda temporal, apretando bien.
—Se curará, capitán.
Lossow miró el cuerpo.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? —Sharpe quería un vaso de vino, otro plato de aquel estofado—. Nada. Tienen otro jefe. Tenemos que entregar el oro igualmente.
Teresa dijo algo en español, enfadada y con vehemencia, y Sharpe sonrió.
—¿Qué ha dicho, capitán? —preguntó Knowles aturdido con la sangre del tejado.
—No creo que le gusten los nuevos jefes. —Sharpe se dobló el brazo izquierdo—. Si los tenientes del Católico no enseñan el oro, no serán jefes por mucho tiempo, ¿no es así?
Ella asintió.
—¿Y quién lo será? —preguntó Knowles.
—La Aguja —contestó Sharpe pronunciando con dificultad la jota española.
Teresa se echó a reír complacida, y Harper levantó la vista de su excursión particular por los bolsillos del Católico.
—¿La qué?
—La Aguja. Teresa. Hemos hecho un trato.
—¿Teresa? ¿La señorita Moreno? —miró Knowles sorprendido.
—¿Por qué no? Lucha mejor que la mayoría de ellos. —Se había inventado el nombre, vio que a ella le gustaba—. Pero para que así sea no tenemos que dejar que los españoles se acerquen al oro, debemos sacarlo de la ciudad y terminar este trabajo.
Lossow envainó la espada que no había utilizado.
—Lo que nos lleva de nuevo a la vieja pregunta, amigo. ¿Cómo?
Sharpe había temido que llegara ese momento, quería conducirlos suavemente hacia él, pero había llegado.
—¿Quién nos detiene?
—Cox —contestó Lossow encogiéndose de hombros.
Sharpe asintió. Habló despacio.
—Y Cox tiene autoridad como mando de la guarnición. Si no hubiera guarnición, no tendría autoridad, ni forma de detenernos.
—¿Así pues? —preguntó Knowles frunciendo el ceño.
—Mañana al amanecer destruiremos la guarnición.
El silencio fue total, lo rompió Knowles.
—¡No podemos!
Teresa se echó a reír absolutamente satisfecha.
—¡Sí podemos!
—¡Dios del cielo! —exclamó Lossow aterrado y fascinado.
—¿Cómo? —preguntó Harper sin mostrarse sorprendido.
Y Sharpe se lo explicó.