Capítulo 9
Era un olor dulce, pegajoso y dulce, y que dejaba un sedimento repugnante en algún lugar dentro de los orificios nasales, sin embargo resultaba imposible describir por qué era tan desagradable. Sharpe lo había olido tantas veces, al igual que la mayoría de la compañía, y lo reconocieron a cincuenta yardas del pueblo. No era tanto un olor, pensó Sharpe, sino un estado del aire, como una neblina invisible. Parecía, al igual que una neblina, espesar el aire, dificultar la respiración, sin embargo persistía esa promesa dulce, como si los cadáveres que los franceses habían dejado atrás estuvieran hechos de azúcar y miel.
Ni siquiera los perros estaban vivos. Algunos gatos, difíciles de atrapar, habían sobrevivido a los franceses, pero a los perros, como a sus amos, les habían dado muerte, abiertos en canal con una barbarie desesperada, como si los franceses creyeran que la muerte por sí misma no era suficiente y un cuerpo había de ser destrozado si no se quería que volviera a la vida como por arte de magia y les tendiera otra emboscada. Sólo quedaba un hombre vivo en el pueblo, uno de los hombres de Sharpe que habían dejado atrás en el ataque, y los franceses, fieles al singular honor que prevalecía entre ejércitos, habían dejado a John Rorden apoyado en un colchón, con pan y agua a mano y con una bala en algún lugar de la pelvis que acabaría con él antes de que naciera un nuevo día.
Ramón, hablando lentamente, le dijo a Sharpe que habían dejado en el pueblo a dos docenas de personas, en su mayoría los más mayores y los muy jóvenes, pero todos habían muerto. Sharpe se miró fijamente las casas destruidas, la sangre que salpicaba la parte baja de las paredes blancas.
—¿Por qué los cogieron?
Ramón se encogió de hombros, agitando la mano vendada.
—Eran buenos.
—¿Buenos?
—Franceses.
No encontraba la palabra y Sharpe le ayudó.
—¿Listos?
El hombre asintió con la cabeza. Tenía la misma nariz que su hermana, los mismos ojos negros, pero había una cordialidad en él que Sharpe no había encontrado en Teresa. Ramón sacudió la cabeza sin esperanza.
—No todos eran guerrilleros, ¿sabe?
Cada grupo de palabras era casi una interrogación, como si quisiera asegurarse de que le entendían. Sharpe siguió asintiendo con la cabeza.
—Querían la paz, pero ahora…
Dijo dos frases rápidas, con tono amargo, y Sharpe se dio cuenta de que aquella gente de las tierras altas que había intentado mantenerse al margen de la guerra se vería arrastrada a ella tanto si quería como si no. Ramón parpadeó ocultando unas lágrimas; la muerte había pasado por su pueblo.
—Fuimos allí, ¿sabe? —dijo señalando hacia el norte—. Iban tras de nosotros. Nos… —Y describió un círculo con ambas manos vendadas.
—¿Rodearon?
—Sí.
Bajó la mirada hacia su mano derecha, a los dedos que asomaban de las vendas grises, y Sharpe vio que el dedo índice se movía como si apretara un gatillo. Ramón volvería a luchar.
No sólo había cuerpos en la bodega. Algunos, tal vez para diversión de los lanceros, habían sido llevados a la ermita para encontrar allí su amargo final, y en las escaleras de la construcción Sharpe encontró a Isaiah Tongue, el admirador de Napoleón, vomitando el pan seco que había desayunado. La compañía esperó junto a la ermita. El prisionero, alto y orgulloso, estaba con el sargento McGovern, y Sharpe se detuvo al lado del escocés.
—Vigílelo, sargento.
—Sí, capitán. No lo tocarán.
El rostro firme se retorcía en un gesto de dolor. McGovern, al igual que Tongue, había mirado en el interior de la ermita.
—¡Salvajes, capitán, eso es lo que son, salvajes!
—Lo sé.
Nada que se dijera aliviaría el dolor que sentía McGovern, el daño de un padre lejos de sus hijos que acababa de ver cuerpecitos muertos. La peste era densa alrededor de la ermita, las moscas zumbaban, y Sharpe se detuvo junto a los escalones. Se sentía reacio a entrar en la ermita, no sólo por los cuerpos sino por lo que pudiera no contener. El oro. Tan cerca, tanto de la supervivencia de la guerra, y en lugar de sentirse triunfante se sentía mancillado, horrorizado por el aspecto sórdido de su trabajo. Subió los escalones, con el rostro como una máscara, y pensó en lo que harían sus hombres si se encontraran, como probablemente sucedería, en un lugar en que las reglas ya no contaran. Recordó la barbarie incontrolable que seguía a un sitio, la rabia que había sentido después de que hubiera tenido la muerte tan cerca, y entendió, cuando el aire frío de la ermita le golpeó, que esta guerra en España, si debía continuar, no se ganaría hasta que la infantería británica no penetrara por el estrecho agujero en la muralla de alguna ciudad.
—¡Fuera! ¡Llévenlos fuera!
Los hombres, pálidos, parecían sorprendidos por la rabia de Sharpe, quien no sabía reaccionar de otra manera ante los cuerpecillos.
—¡Entiérrenlos!
Harper lloraba, las lágrimas le surcaban las mejillas. Tanta inocencia, tanta desolación, como si un bebé mereciera eso. Kearsey se quedó allí de pie, con Teresa, y ninguno de los dos gritó. El mayor se retorció el bigote.
—Terrible. Horroroso.
—Lo mismo que les hacen a los franceses.
Sharpe se sorprendió al decir eso, pero era cierto. Recordaba a los prisioneros desnudos, preguntándose cómo habrían muerto los otros húsares capturados.
—Sí —contestó Kearsey con el tono de un hombre que quiere evitar una discusión.
La muchacha miró a Sharpe y él percibió que ella se contenía las lágrimas, su rostro rígido traslucía una rabia aterradora. Sharpe se sacudió con fuerza una mosca.
—¿Dónde está el oro?
Kearsey lo siguió, las espuelas repiqueteaban contra la piedra, y señaló una losa al mismo nivel que el suelo de la ermita. El lugar no se utilizaba para servicios. A pesar del pillaje que habían realizado los polacos, no tenía aspecto de utilizarse, debía ser poco más que un almacenamiento para el cementerio del pueblo. Era un lugar tan sólo consagrado a la muerte. El mayor golpeó la losa con el pie.
—Aquí abajo.
—¡Sargento!
—¡Capitán!
—¡Encuentre un maldito pico! ¡Rápido!
Había un cierto consuelo en su voz, como si pudieran recordar una guerra en la que no murieran bebés. Miró la lápida con el nombre Moreno grabado y bajo las letras un escudo de armas recargado y desgastado.
Sharpe intentó olvidar el ruido de los cuerpos que arrastraban hacia el exterior. Golpeó sobre el escudo con el pie.
—¿Familia noble, mayor?
—¿Qué? Oh —Kearsey estaba apagado—, no sé, Sharpe. Tal vez lo fueron.
La muchacha estaba de espaldas a ellos y Sharpe se dio cuenta de que era el panteón de su familia. Eso hizo que Sharpe se preguntara, con un ademán irritante, dónde descansaría su propio cuerpo. ¿Bajo las cenizas de algún campo de batalla, o ahogado como los pobres refuerzos en los barcos que los transportaban?
—¿Sargento?
—¿Capitán?
—¿Dónde está ese pico?
Harper dio una patada a los escombros que habían dejado los polacos, gruñó y se agachó. Tenía el pico, sin mango, y lo encajó en el hueco entre las piedras. Se levantó, las venas se le marcaban en la cara, y con un estremecimiento la losa se movió, se elevó y se hizo un espacio lo bastante grande para que Sharpe deslizara debajo un trozo de piedra.
—¡Eh, soldados! —Unas caras junto a la puerta de la ermita miraron alrededor—. ¡Vengan aquí!
Teresa se había dirigido a una segunda puerta que daba al cementerio, y se quedó allí como si no le interesara. Harper encontró otro punto, volvió a hacer palanca, y esta vez le fue más fácil y hubo espacio suficiente para que una docena de manos agarrara la losa y la arrancara del suelo, balanceándola como una trampilla, mientras Kearsey se preocupaba porque la dejaran caer y les legaran a los Moreno un panteón roto. Una escalera oscura bajaba al interior. Sharpe se quedó en el extremo superior, reclamando el derecho a ser el primero.
—¿Una vela? ¡Que alguien traiga una vela! ¡Tiene que haber una vela!
Hagman llevaba una en la mochila, un cabo grasiento pero todavía útil, y se hizo un silencio mientras lo encendían. Sharpe miraba fijamente hacia la oscuridad. ¿Realmente era aquí donde Wellington tenía depositadas sus esperanzas? Era absurdo.
Cogió la vela y comenzó el lento descenso hacia la tumba y hacia un tipo de olor diferente. El olor no era dulce, ni fétido, sino polvoriento, porque los cuerpos llevaban ahí mucho tiempo, algunos tanto que los ataúdes estaban destrozados y mostraban el destello de los huesos secos. Otros eran más recientes, todavía intactos, la mampostería bajo los nichos estaba manchada del líquido que habían rezumado, pero Sharpe no miraba los ataúdes. Sostuvo en alto la escasa luz, moviéndola por el pequeño espacio y vio, brillando entre la descomposición, el brillo del metal. No era oro, sólo un trozo desechado de bronce que debió cubrir la esquina de un arcón.
Sharpe se volvió para mirar a Kearsey.
—No hay oro.
—No —contestó el mayor mirando a su alrededor, como si le pudieran haber pasado por alto dieciséis mil monedas de oro en el suelo vacío—. No está.
—¿Dónde estaba almacenado? —preguntó Sharpe sabiendo que era inútil, pero sin querer darse por vencido.
—Allí. Donde está usted.
—Entonces, ¿dónde se ha ido, mayor?
Kearsey aspiró por la nariz, se enderezó totalmente.
—¿Cómo voy a saberlo, Sharpe? Lo único que sé es que no está aquí —contestó casi justificándose.
—¿Y dónde está el capitán Hardy? —preguntó Sharpe furioso; haber llegado tan lejos para nada.
—No lo sé.
Sharpe dio una patada contra la pared del panteón, una reacción mezquina, y renegó. El oro desaparecido, Hardy también, Kelly muerto y Rorden moribundo. Colocó la vela sobre la repisa de un nicho y se inclinó hacia adelante para mirar al suelo. El polvo había sido removido por marcas largas y rayadas, y se felicitó con ironía por adivinar que las señales se habían hecho al trasladar el oro. Eso no resultaba de mucha utilidad ahora. El oro había desaparecido. Se enderezó.
—¿Pudiera habérselo llevado el Católico?
—No —contestó una voz que provenía de arriba, del extremo superior de las escaleras, y era una voz rica, profunda como la de Kearsey pero más joven, mucho más joven.
La persona con tal voz llevaba botas altas y grises y una capa larga y gris sobre una vaina fina de plata. Al bajar las escaleras hacia la tenue luz, se vio que era un hombre alto, moreno y bien parecido.
—Mayor, me alegro de volver a verlo.
Kearsey se acicaló, se retorció el bigote y señaló a Sharpe.
—Coronel Jovellanos, éste es el capitán Sharpe. Sharpe, éste es…
—El Católico —dijo Sharpe con voz neutra, como si no mostrara placer por el encuentro.
El hombre alto, tal vez tres años mayor que Sharpe, le sonrió.
—Soy Joaquín Jovellanos, antes coronel del ejército español, y ahora conocido por el Católico. —Hizo una ligera inclinación. El encuentro parecía resultarle divertido—. Usan mi nombre para asustar a los franceses, pero puede ver que soy totalmente inofensivo.
Sharpe recordó la extraordinaria rapidez del hombre con la espada, su intrepidez al enfrentarse al ataque de los franceses solo. El hombre lo era todo menos inofensivo. Sharpe se fijó en sus manos, de largos dedos, que se movían con una elegancia ceremoniosa cuando gesticulaba. Le alargó una mano a Sharpe.
—Me han dicho que rescató a mi Teresa.
—Sí —contestó Sharpe, tan alto como el Católico, pero sintiéndose torpe frente a la languidez de aquel español tan educado.
La otra mano salió de debajo la capa y le tocó el hombro a Sharpe un momento.
—Entonces, estoy en deuda con usted.
Las palabras se veían traicionadas por unos ojos que permanecían vigilantes y cautelosos. El Católico retrocedió y sonrió con desprecio como si reconociera que los modales españoles eran recargados. Una mano delgada señaló hacia la tumba.
—Vacía.
—Así parece. Mucho dinero.
—Que ustedes hubieran tenido el placer de transportar en nuestro nombre. —Su voz sonaba como seda oscura—. ¿A Cádiz?
El Católico no había quitado la vista de Sharpe. El español sonrió mirando a su alrededor.
—Pero no es posible. Ha desaparecido.
—¿Usted sabe dónde? —preguntó Sharpe sintiéndose como un mugriento barrendero frente a un aristócrata exquisito.
—Lo sé, capitán, lo sé —contestó levantando las cejas.
Sharpe sabía que lo estaba atormentando, pero siguió insistiendo.
—¿Dónde?
—¿Le interesa?
Sharpe no contestó y el Católico volvió a sonreír.
—El oro es nuestro, capitán, oro español.
—Tengo curiosidad.
—Ah, bueno, en ese caso, puedo saciar su curiosidad. Lo tienen los franceses. Lo capturaron hace dos días, junto con el galante capitán Hardy. Un rezagado al que cogimos nos lo dijo.
Kearsey tosió, miró al Católico como pidiéndole permiso para hablar, y éste se lo dio.
—Así es, Sharpe. Terminó la caza. De vuelta a Portugal.
Sharpe no le hizo caso y continuó mirando fijamente al cauteloso español.
—¿Está seguro? —El Católico sonrió, levantó las cejas divertido, y extendió las manos.
—A menos que nuestro rezagado mintiera. Cosa que dudo.
—¿Rezó con él?
—Así es, capitán. Se fue al cielo con una oración, y habiéndole sacado todas las costillas, una a una —rió el Católico.
Ahora le tocaba a Sharpe sonreír.
—Nosotros también tenemos un prisionero. Estoy seguro de que podrá confirmar o desmentir la historia de su rezagado.
El Católico señaló con un dedo escaleras arriba.
—¿El sargento polaco? ¿Es ése su prisionero?
Sharpe asintió. Las mentiras saldrían a la luz.
—Así es.
—Cómo lo siento —dijo el Católico juntando las manos como si fuera a rezar—. Le corté el cuello nada más llegar. Llevado por la ira.
Sus ojos no sonreían, aunque la boca lo hiciera, y Sharpe sabía que ese no era el momento de aceptar, o incluso agradecer el elegante desafío. Se encogió de hombros, como si la muerte del sargento no significara nada para él, y siguió al español alto escaleras arriba y hacia la ermita, que se llenaba del ruido de los recién llegados, que se callaron cuando apareció su jefe. Sharpe se quedó, entre el olor dulce y denso, y observó al hombre con capa gris que se movía con desenvoltura entre sus seguidores: la figura de un jefe que distribuía favores, recompensas y consuelo.
Un soldado, sabía Sharpe, no sólo era juzgado por sus acciones sino por los enemigos que destruía, y los dedos del fusilero buscaron inconscientemente su gran espada. No se había admitido nada, no se había dicho nada abiertamente, pero bajo la oscuridad del panteón, entre las ruinas de las esperanzas británicas, Sharpe había encontrado al enemigo, y ahora, entre el olor de la muerte, buscó a tientas el camino hacia la victoria en esta guerrilla inesperada, indeseada y muy privada.