Capítulo 23

Almeida despertó pronto aquel lunes por la mañana; mucho antes de que aparecieran las primeras luces ya se oyeron las botas estampándose contra las calles empedradas y las charlas en voz baja que son el talismán contra los grandes acontecimientos. La guerra, después de todo, había llegado a la ciudad fronteriza, y entre la explanada exterior y los cañones ocultos de los franceses, se concentraban los temores y las esperanzas de Europa.

En ciudades lejanas unos hombres miraban mapas. Si Almeida resistía, entonces Portugal podría salvarse, pero tenían más juicio. Ocho semanas como mucho, decían, y probablemente tan sólo seis, y entonces las tropas de Masséna tendrían Lisboa a su merced. Los británicos habían tenido su racha y ahora había terminado, eliminaban los últimos obstáculos, pero en San Petersburgo y en Viena, en Estocolmo y en Berlín, dejaban que los mapas se volvieran a enrollar y se preguntaban dónde enviarían ahora a las tropas de casacas azules. Una lástima para los británicos, pero ¿alguien esperaba otra cosa?

Cox estaba en las murallas del sur, de pie junto a un brasero, esperando que las primeras luces le mostraran las nuevas baterías francesas. Ayer los franceses habían disparado algunos tiros, pero hoy, Cox sabía que la cosa iría en serio. Tenía grandes esperanzas puestas en una gran defensa, una batalla que apareciera en los libros de historia, que bloqueara a los franceses hasta que las lluvias del otoño tardío salvaran Portugal; pero también se imaginaba los cañones de sitio, las brechas abiertas en las grandes murallas, y entonces los gritos de los batallones con las puntas de acero que avanzarían de noche para ahogar sus esperanzas en el caos y en la derrota. Tanto Cox como los franceses sabían que la ciudad era el último obstáculo para la victoria francesa, y por mucha confianza que tuviera Cox, en el fondo no creía que Almeida pudiera aguantar hasta que los caminos estuvieran inundados y los ríos se hicieran infranqueables a causa de la lluvia.

Por encima de Cox, junto al castillo y a la catedral que coronaban la colina de Almeida, Sharpe abría de un empujón la puerta de la panadería. Los hornos eran formas curvas en la oscuridad, fríos al tacto, y Teresa se estremeció junto a él a pesar de estar envuelta en el gabán verde y largo del fusilero. Éste estaba dolorido. La pierna, el hombro, los cortes a ambos lados de la cintura, y la cabeza que le estallaba después de hablar hasta bien entrado el amanecer.

—¡Tiene que haber otra manera! —había rogado Knowles.

—Dígamela.

Ahora, en el frío silencio, Sharpe intentaba todavía encontrar otra manera. ¿Hablar con Cox? ¿Con Kearsey? Pero Sharpe era el único que sabía con cuánta desesperación necesitaba el oro Wellington. Para Cox y para Kearsey era impensable que unos cuantos miles de monedas de oro pudieran salvar Portugal, y Sharpe no podía decirles cómo, porque no se lo habían dicho. Maldijo los secretos. Significaría la muerte para centenares; pero si el oro no llegaba la guerra había terminado. Teresa se iba a ir de todas maneras. Se separarían dentro de pocas horas, él volvería al ejército y ella a las colinas y a su propia lucha. La apretó contra él, oliendo su pelo, deseando estar con ella, pero se separaron al oír pasos fuera y Patrick Harper empujó la puerta y se asomó entre la oscuridad.

—¿Capitán?

—Estamos aquí. ¿Lo tiene?

—Sin problemas. —Harper parecía bastante feliz. Hizo un gesto a Helmut—. Un barril de pólvora, capitán, saludos de Tom Garrard.

—¿Preguntó para qué era?

Harper sacudió la cabeza en señal de negación.

—Dijo que era para usted, capitán, y ya está bien. —Ayudó al alemán a que entrara el gran barril por la puerta—. Pesa un huevo, capitán.

—¿Necesita ayuda?

Harper se enderezó con una sonrisa de burla.

—¿Un oficial acarreando un barril, capitán? ¡Esto es el ejército! No. Lo hemos traído hasta aquí; podemos hacer el resto.

—¿Ya sabe lo que ha de hacer?

La pregunta era innecesaria. Sharpe miró a través de la sucia ventana, al otro lado de la plaza, y bajo la tenue luz vio que las puertas de la catedral aún estaban cerradas. Quizás habían cambiado el montón de cartuchos. ¿Tal vez Wellington había enviado un mensajero con un caballo rápido portando órdenes para Cox por si resultara que Sharpe estaba en Almeida? Se quitó de la cabeza semejante suposición.

—Continuemos.

Helmut cogió prestada la bayoneta de Harper y astilló el barril por el centro, haciendo un agujero, que abría cada vez más hasta que tuvo la medida del cañón de un mosquete. Gruñó con satisfacción. Harper le hizo una señal a Sharpe con la cabeza.

—Vamos pasando —dijo con despreocupación.

—Vaya despacio.

Quería decirle al sargento que no tenía que hacerlo, era un trabajo sucio que debía hacer Sharpe, pero sabía lo que hubiera dicho el irlandés. Observaba cómo los dos hombres, uno alto y otro bajo, cogían el barril por cada extremo, lo meneaban hasta que salía pólvora del agujero, y entonces empezaron a avanzar torpemente saliendo por la puerta y atravesando la plaza. Tenían que ir siguiendo el canal, Helmut arriba y Harper debajo, lo que simplificaba el trabajo, y Sharpe, por la ventana, observaba como la pólvora caía entre la sombra de la piedra del canal y avanzaba, inexorable, hacia la catedral. No creía lo que estaba haciendo, llevado por el «debe» del general y le volvió la pregunta. ¿Podría convencer a Cox? Quizás, peor aún, había llegado oro de Londres y todo esto era inútil, y entonces, de repente, las puertas de la catedral se abrieron y salieron dos centinelas, ajustándose los chacos, y Sharpe se dio cuenta de que debían ver lo que sucedía. Apretó el puño, y Teresa, que estaba junto a él ante el sucio cristal, movía los labios en lo que parecía una oración silenciosa e inoportuna.

—¡Sharpe!

Él se volvió, sorprendido, y vio a Lossow.

—Me ha asustado.

—Es la mala conciencia. —El alemán se quedó en la puerta y señaló colina abajo, lejos de la catedral—. Hemos abierto la casa. La puerta del sótano.

—Nos encontraremos allí.

Sharpe tenía previsto encender la mecha y entonces correr hasta la casa que habían escogido, una casa con un sótano profundo que daba a la calle. Lossow no se movió. Miró a los dos sargentos, los centinelas todavía no los habían visto.

—No me lo puedo creer. Espero que tenga razón.

«Yo también —pensó Sharpe—, yo también». Era una locura, una locura total, y cogió a la muchacha por los hombros y observó que los dos sargentos esquivaban los postes que evitaban que el tránsito y los puestos del mercado invadieran el espacio de la catedral. Los centinelas observaban a los dos sargentos, sin ver nada anormal en lo que los dos hombres hacían, ni siquiera se movieron cuando colocaron el barril a conciencia a un lado de la puertecilla.

—Dios —susurró Lossow, observándolos mientras Helmut en cuclillas junto al barril empezó a abrir más boquete de manera que la mecha alcanzara la pólvora que quedaba en el barril. Harper caminó las veinte yardas hasta los centinelas, charló con ellos, y Sharpe pensó en los hombres que iban a morir. ¡Los centinelas seguro que verían que el alemán astillaba la madera! Pero no, se reían con Harper, y de repente Helmut se volvió caminando, bostezando, y el irlandés se despidió con la mano de los centinelas y lo siguió.

Sharpe sacó un cigarro de la lata y con manos temblorosas encendió el pedernal y sopló el lino hasta que salió una llama. Encendió el cigarro, dio una calada, odiaba el sabor hasta que la punta se pone roja.

—¿Está seguro? —preguntó Lossow observándolo.

—Lo estoy —contestó encogiéndose de hombros.

Los dos sargentos aparecieron en la puerta y Lossow le habló a Helmut en alemán, entonces se volvió hacia Sharpe.

—Buena suerte, amigo. Dentro de un minuto nos vemos.

Sharpe asintió, los dos alemanes se fueron, y volvió a dar una calada al cigarro. Miró al irlandés que estaba en la puerta.

—Llévese a Teresa.

—No —dijo Harper tozudo—. Me quedo con usted.

—Y yo —dijo Teresa sonriendo.

La muchacha lo cogió del brazo cuando salía a la calle. El cielo era de color gris perla por encima de la catedral con un jirón de nube que pronto se volvería blanco. Parecía que iba a hacer buen día. Dio otra calada al cigarro y por su mente pasó un revoltijo de imágenes: de los hombres que habían construido la catedral, de quienes esculpieron los santos que protegían sus puertas, arrodillados en las enormes losas, de quienes se habían casado allí y habían visto bautizar a sus hijos en la pila bautismal, y a quienes visitaran por última vez el presbiterio. Pensó en la voz seca diciendo «debe», en el sacerdote encalando la reja, en el batallón con sus mujeres e hijos, en los cuerpos en la bodega, y se agachó y tocó la pólvora con la punta del cigarro, y prendió y siseó y la llama empezaba su trayecto.

La primera bomba francesa, disparada desde un horrible howitzer situado en un hoyo profundo, explotó en la plaza y saltaron llamas entre el humo cuando la cubierta estalló en muchos fragmentos. Antes de que Sharpe pudiera moverse, antes de que cesara la primera explosión, aterrizó el segundo howitzer, rebotó, rodó hacia el reguero de pólvora a tan sólo unas yardas de la catedral, dio contra un poste, y los centinelas se arrojaron de cabeza buscando protección al partirse en llamas, y Sharpe vio que no les daba tiempo de llegar a la bodega. Tiró de Teresa y de Harper.

—¡Los hornos!

Corrieron, atravesaron la puerta, saltaron por el mostrador y él cogió a la muchacha y la empujó metiendo la cabeza primero en la gran cueva de ladrillo que era el horno de pan. Harper trepaba hacia el segundo y Sharpe esperó a que Teresa estuviera al fondo y entonces oyó la explosión. Era bastante pequeña, apenas se oía entre los choques de las bombas francesas y el sonido distante de las baterías francesas que respondían, y sabía, mientras se metía detrás de la muchacha, que el barril había explotado, y se preguntó si la puerta de la catedral habría aguantado el estallido, o si habían cambiado de sitio los cartuchos. Entonces se oyó una segunda explosión, más ruidosa e inquietante, y Teresa le agarró en el muslo donde tenía la herida, y la segunda explosión parecía continuar, como una descarga amortiguada, como una batalla entre la niebla, y entendió que los cartuchos, abajo en las balas detrás de la puerta, iban prendiendo uno tras otro formando una cadena de explosiones que no se podía detener.

Se preguntó, encogido en posición fetal dentro del horno, qué estaría sucediendo en la catedral. Vio mentalmente las llamas rojizas, los fustes como antorchas, y entonces se oyó una explosión mayor y se dio cuenta de que la cadena había alcanzado la pólvora almacenada en la parte superior de las escaleras, y había acabado todo. Nada podía evitarlo. Los guardias de la catedral ya estaban muertos; el gran crucifijo miraría hacia abajo por última vez; la presencia eterna quedaría pronto aplastada.

Otra bomba francesa explotó, los fragmentos chocaron contra las paredes de la panadería, y el sonido quedó amortiguado por un rugido creciente y terrorífico, y en la primera cripta, canasta a canasta, cartucho a cartucho, la munición de Almeida iba explotando. Las llamas punzantes alcanzaban la cortina debilitada; los hombres de la profunda cripta estarían de rodillas, o espantados, con la pólvora para los cañones grandes a su alrededor.

Había pensado que el sonido tan sólo crecería hasta convertirse en el último de la tierra, pero se fue desvaneciendo en lo que era el mero crujir de las llamas, y Sharpe, sabiendo que era una tontería, estiró la cabeza y miró por el hueco entre el horno y la puerta de hierro, y no podía creer que la cortina de cuero hubiera aguantado y entonces la colina se movió. El sonido se percibió, no por el aire, sino por la misma tierra, como el gruñido de una roca, y la catedral entera se convirtió en polvo, humo y llamas que eran el color de la sangre que abrasaba la oscuridad total.

Los artificieros franceses se detuvieron con las bombas en las manos, saltaron a la parte elevada de los pozos y miraron más allá de las almenas grises y se santiguaron. El centro de la ciudad había desaparecido, ahora era una llamarada gigante que se enroscaba una y otra vez, y se volvió una nube bullente de oscuridad. Los hombres podían ver entre las llamas grandes piedras, vigas, elevadas como si fueran plumas, y entonces la sacudida alcanzó a los artilleros como un viento gigante y caliente que se acercaba con el ruido. Era como si todos los truenos de todo el mundo fueran lanzados sobre una ciudad en un momento; una visión fugaz del fin del mundo.

La catedral desapareció, envuelta en llamas, y el castillo quedó segado del suelo, las piedras se desplomaban como juguetes. Las casas se convertían en cascotes: la explosión alcanzó al norte de la ciudad, derribó los tejados de la mitad de las casas de la ladera sur, y la panadería se derrumbó sobre los hornos, y Sharpe, ensordecido y jadeante, se atragantaba con el humo y el aire caliente, y la muchacha se agarró a él, rezando por su alma, y la explosión pasó de largo como el hálito del Apocalipsis.

En las almenas los portugueses murieron cuando el viento los arrojó al exterior. Las grandes defensas, cercanas a la catedral, quedaron aplastadas, y los escombros rellenaron los fosos, de manera que se abrió un camino llano y enorme en el corazón de la fortaleza, y la pólvora seguía prendiendo. Nuevas llamas bullentes y humo se retorcían con horror sobre Almeida, temblor a temblor, un espasmo convulso de la cima de la colina y las explosiones monstruosas murieron, dejando solamente fuego y oscuridad, el hedor del infierno, un silencio donde los hombres estaban ensordecidos por la destrucción.

Un veterano artillero francés, que hacía muchos años le había enseñado a un joven teniente corso cómo preparar un cañón, se escupió en las manos y tocó con ellas la boca caliente del cañón que había disparado el último tiro. Los franceses permanecían silenciosos, incrédulos, y en el campo de la muerte que se extendía ante ellos, piedras, tejas y carne quemada caían como lluvia del diablo.

A veinticinco millas de distancia, en Celorico, oyeron el ruido y el general dejó el tenedor en la mesa, fue hacia la ventana y entendió, con un certeza terrible, lo que había ocurrido. No había oro. Y ahora la fortaleza que podía haberle proporcionado seis semanas de esperanza ya no existía. El humo llegó más tarde, una cortina enorme y gris que nubló el cielo al este, el sol del atardecer la convirtió en neblina, y bordeaba las colinas fronterizas de carmesí como un presagio de los ejércitos que seguirían a la nube hasta el mar. Almeida estaba destruida.