Capítulo 16

El agua de las cantimploras era salobre, de comida sólo quedaban las últimas migajas mohosas, y una hora antes del amanecer el suelo estaba resbaladizo por el rocío. Hacía frío. Los hombres de la compañía, malhablados y de mal humor, resbalaban y se caían al bajar la oscura ladera hacia el valle negro. Kearsey, con la funda de su espada chocando contra las rocas, intentaba alcanzar a Sharpe.

—Almeida, Sharpe. ¡No hay otro camino!

Sharpe se detuvo, elevándose por encima del mayor.

—Maldita Almeida, mayor.

—No hace falta maldecir, Sharpe.

Kearsey parecía irritado. Llegó al caer la noche, y se enfrascó en una estudiada condena de Sharpe que fue desvaneciéndose cuando vio a Teresa intacta que los observaba en calma. Ella le habló en español, echando por tierra sus objeciones, hasta que el mayor, confundido por la velocidad de unos acontecimientos que no podía controlar, se hundió en un triste silencio. Más tarde, cuando el viento nocturno agitaba la hierba y los centinelas se crispaban porque las rocas negras parecían moverse, había intentado convencer a Sharpe de volver al sur. Ahora que el amanecer avanzaba, insistía en el mismo tema.

—Los franceses, Sharpe. No lo entiende. Bloquearán el Coa. Debe ir al sur.

—¡Y malditos los franceses de mierda, mayor!

Sharpe se volvió y se fue; resbaló y renegó cuando una bota se le cayó, y se sentó dolorido sobre una piedra. No iría a Almeida. Los franceses estaban a punto de iniciar el sitio y estarían concentrando fuerzas. Iría hacia el oeste, hacia el Coa, y le llevaría el oro al general.

La hierba del valle era suave, se caminaba por ella fácilmente, pero Sharpe se agachó y les siseó a sus hombres que mantuvieran silencio. No se oía nada, no se veía nada, y su instinto le decía que los guerrilleros habían partido. El sargento Harper se puso en cuclillas junto a él.

—Los cabrones se han ido, capitán.

—Están en alguna parte.

—Aquí no.

Y si así era, ¿por qué se habían ido? El Católico no abandonaría el oro, ni Moreno la ocasión de castigar al hombre que él creía que había mutilado a su hija; entonces ¿por qué estaba el valle tan desierto y silencioso? Sharpe iba abriendo camino a través de la hierba, con el fusil levantado, y miraba la colina rocosa que tenía delante, se imaginaba los mosquetes tendiéndoles una emboscada mientras ascendían. La ladera podía ocultar a unos mil hombres.

Se detuvo de nuevo, al pie de la montaña, y un misterioso sentimiento de soledad le sobrevino de nuevo, como si, al caminar por el cerro el día anterior, el fin del mundo hubiera llegado y el Ángel Exterminador se hubiera olvidado de la compañía ligera. Sharpe aguzó el oído. Oía el respirar de sus hombres, pero nada más. Ni el escarbar de una lagartija en las rocas, ni el porrazo de un conejo asustado, ni pájaros, ni siquiera el viento sobre las piedras. Encontró a Kearsey.

—¿Qué hay al otro lado de la colina, mayor?

—Pastos de verano para ovejas. Un manantial, dos refugios. Tierra de pastoreo.

—¿Al norte?

—Un pueblo.

—¿Al sur, mayor?

—La ruta hacia Almeida.

Sharpe se mordió los labios, miró fijamente la pendiente, y se quitó de encima la sensación de estar solo. Su instinto le indicaba que el enemigo estaba cerca, ¿pero qué enemigo? Al otro lado había pasto, patrullas enemigas; Kearsey había asegurado que los franceses mantendrían las fuerzas para poder despojarla de alimentos. ¿Y si los franceses no estuvieran allí? Miró hacia atrás, al valle, y estuvo tentado de quedarse abajo, pero ¿dónde estaba el Católico? ¿Esperando valle arriba? ¿O tal vez sus hombres habían escondido los caballos y habían subido la colina? Sabía que la compañía estaba nerviosa, asustada tanto por la quietud como por la cautela de Sharpe, y se puso en pie.

—¡Fusiles! Línea de tiradores. ¡Teniente! Continúe con la compañía. ¡Adelante!

Al menos éste era un trabajo que conocían, y los fusileros se separaron en parejas de tiradores y se abrieron formando una fina y elástica cortina que protegía la principal línea de batalla en un combate. Los fusileros estaban entrenados para esto, para pensar de forma independiente y luchar por iniciativa propia, sin recibir órdenes de un oficial. Un hombre se movía mientras su compañero lo cubría; lo mismo que en la batalla un hombre recarga su arma mientras el otro vigila si el enemigo apunta a su compañero durante el manejo vulnerable y torpe de la baqueta y el cartucho. A cincuenta yardas por detrás de los casacas verdes, torpes y ruidosos, los casacas rojas subieron la colina, y Teresa se quedó con Knowles y observó las sombras huidizas, los resplandores fugaces de los fusileros. Ella llevaba el gabán de Sharpe, sobre el vestido blanco, y sintió la aprehensión que se extendía entre los hombres. Parecía que el mundo estuviera vacío; el amanecer avanzaba sobre las rocas grises y la hierba sin límites, pero Teresa sabía, incluso mejor que Sharpe, que sólo una cosa podía haber alejado a los guerrilleros, y que el mundo no estaba vacío. En alguna parte, observándolos, había franceses.

El sol se elevó detrás de ellos, proyectando su luz sobre el cerro por el que caminaron el día anterior, y Sharpe, a la cabeza de los fusileros, vio delante de él setenta yardas doradas de cumbre. La roca estaba cubierta de luz y, en la base, medio oculta por las sombras de los arbustos, había una bandera roja mortecina y él se giró, despreocupadamente, e indicó a sus hombres que se echaran como si tuvieran que descansar. Bostezó, exageradamente, estiró los brazos, atravesó la línea paseando hasta donde Harper hizo detener a las parejas de la izquierda. Miró cuesta abajo, se dirigió a Knowles, indicándole lacónicamente que el grupo que cargaba con todo el peso se echara, y entonces le hizo una señal amistosa al sargento.

Voltigeurs de mierda en la cima.

Voltigeurs, los tiradores franceses, la infantería ligera que luchaba contra las compañías ligeras británicas. Sharpe se sentó en cuclillas en el suelo, de espaldas al enemigo, y le habló en voz baja.

—He visto la charretera roja.

Harper miró por encima del hombro de Sharpe, deslizando los ojos hacia la cima, y maldijo en voz baja. Sharpe arrancó una brizna de hierba y se la metió entre los dientes. Veinte yardas más y hubieran estado a tiro de los mosquetes franceses. Él también soltó un taco.

Harper se puso en cuclillas.

—Y si hay infantería, capitán…

—También hay la maldita caballería.

Harper movió la cabeza a ambos lados, cuesta abajo, hacia el valle vacío y todavía en sombras.

—¿Allí?

Sharpe sacudió la cabeza.

—Nos debieron ver ayer. Caminando sobre el cerro maldito como vírgenes. —Escupió la hierba, se rascó irritado por el agujero roto de la manga izquierda—. Españoles de mierda.

Harper bostezó en beneficio de los observadores enemigos.

—Es hora de mantener un verdadero combate —dijo suavemente.

Sharpe frunció el ceño.

—Si pudiéramos escoger dónde. —Se puso en pie—. Vamos hacia la izquierda.

La ladera de la izquierda, hacia el sur, ofrecía más cobertura, pero él sabía, con terrible certeza, que la compañía ligera estaba en desventaja numérica respecto al enemigo. Sopló el silbato, señaló hacia el sur, y la compañía se desplazó por el lado de la colina mientras Sharpe y Harper, en silencio y lentamente, avisaron a los fusileros de la presencia de tiradores enemigos arriba.

Kearsey se acercó.

—¿Qué estamos haciendo, Sharpe?

Sharpe le dijo que había tiradores arriba. Kearsey parecía victorioso, como si se hubiera demostrado que tenía razón.

—Se lo dije, Sharpe. Pastos, pueblo. Están cercando la comarca y los alimentos. ¿Y ahora qué harán?

—Lo que haremos ahora, mayor, es salir de ésta.

—¿Cómo?

—No tengo ni idea, mayor, ni idea.

—¡Se lo dije, Sharpe! Capturar águilas imperiales está muy bien, pero aquí en territorio enemigo las cosas son diferentes, ¿no? ¡Al Católico no lo han cogido! Debe haber olido a los franceses y ha desaparecido. Somos una presa fácil.

—Sí, mayor.

No tenía ningún sentido discutir. Si el Católico tuviera el oro ni siquiera hubiera llegado tan lejos, pero mientras se iba abriendo camino por la colina, él sabía que en cualquier momento el trayecto tocaría a su fin, los hombres con el oro cogidos entre los tiradores franceses y la caballería, y, pasado un mes, alguien en el cuartel general del ejército se preguntaría inútilmente qué habría sido del capitán Sharpe y de la compañía ligera que habían enviado a la misión imposible de traer el oro de los españoles. Se volvió hacia Kearsey.

—¿Y dónde está el Católico?

—Dudo que él vaya a ayudarle, Sharpe.

—Pero no abandonará el oro, ¿no es así, mayor? Supongo que está encantado de dejar que los franceses nos tiendan la emboscada, y entonces él se la tenderá a ellos, ¿no?

Kearsey asintió con la cabeza.

—Es su única esperanza.

El fusilero Tongue, educado y amigo del razonamiento, se dio la vuelta.

—¡Capitán!

Ese fue su último grito; la detonación de un mosquete lo acalló, el humo quedó suspendido de una roca tan sólo a veinte yardas de él, y Tongue siguió girando y cayendo, Sharpe no hizo caso de Kearsey y corrió hacia adelante. Harper estaba en cuclillas y buscaba al hombre que le había disparado a Tongue. Sharpe pasó corriendo, se puso de rodillas junto al fusilero y le levantó la cabeza.

—¡Isaiah!

La cabeza le pesaba; tenía los ojos vidriosos. La bala de mosquete le había entrado limpiamente entre dos costillas y lo había matado mientras gritaba el aviso. Sharpe oyó el ruido de la baqueta mientras el tirador enemigo empujaba la siguiente bala en el cañón; entonces el compañero invisible del enemigo disparó, fallando el tiro, y la bala pasó solamente a unas pulgadas de Sharpe porque el francés había visto de repente a Harper. La bala del rifle del sargento levantó al francés del suelo; abrió la boca para gritar, pero sólo le brotó sangre y cayó de espaldas. Sharpe todavía oía el roce de la baqueta de hierro; se puso en pie con el fusil de Tongue y corrió hacia adelante. El voltigeur vio cómo se acercaba, se asustó, corrió hacia atrás, Sharpe le disparó en la base de la columna y observó que el hombre soltaba el mosquete y caía con gran dolor por la ladera.

Parry Jenkins, el compañero de Tongue, estaba a punto de llorar. El galés se inclinó sobre el cuerpo de Tongue, le desabrochó la bolsa de municiones y la cantimplora, y Sharpe le lanzó el rifle del muerto.

—¡Aquí!

Una bala francesa le dio en la mochila produciendo un ruido sordo, lo impulsó hacia adelante, y se dio cuenta de que la línea de tiradores enemiga había girado colina abajo, cortándoles el avance por el sur, y les hizo una señal a sus hombres para que bajaran y regresó corriendo hacia Jenkins.

—¿Lo tiene todo?

—Sí, capitán. Lo siento, capitán. Dios, sí que lo siento, capitán.

Sharpe le dio una palmada en el hombro.

—Vamos, Parry. No tiene la culpa. ¡Al suelo!

Bajaron la colina, las balas de los mosquetes silbaron sobre su cabeza y encontraron abrigo en unas rocas. El cuerpo de Tongue tendría que quedarse allí, otro fusilero perdido en España, o acaso era Portugal. Sharpe no lo sabía, pero pensó en el colegio de la región central de Inglaterra donde Tongue enseñó lenguas bastante bien, hacía ya algún tiempo, y se preguntó si alguien recordaría al joven inteligente con ojos amigos al que le dio por beber.

—¡Capitán!

Knowles señalaba detrás, Sharpe dio la vuelta y miró por donde habían venido. Tiradores franceses con casacas azul pálido y charreteras rojas bajaban por la colina detrás de ellos. Se puso de cara a sus hombres.

—¡Rifles! ¡Bayonetas!

Los franceses entenderían esto perfectamente y sentirían miedo. Contó inconscientemente las balas que no le habían alcanzado cuando se adelantó hasta el cuerpo de Tongue y sabía, aunque no lo pensó, que la ladera de enfrente apenas estaba tomada. Los franceses empezaron a desplegar una línea de tiradores allí, delgada y espaciada, creyendo que sería suficiente para que los británicos descendieran colina abajo, allí donde, todavía invisible, debía aguardarles la caballería.

—¡Teniente!

—¿Capitán?

—Síganos.

«Deberíamos salimos de su cordón —pensó— y deberíamos encontrar un lugar para defender.» Sabía que era un acto desesperado, pero era mejor esto que ser conducidos como ovejas. Desenvainó la espada, tocó el filo, y listo.

—¡Adelante!

Un hombre de cada pareja vigilaba, el otro corría, y Sharpe oía los Baker que rasgaban la mañana con sus chasquidos, mientras los franceses estiraban las cabezas para disparar al grupito de hombres diseminados, vestidos de verde, que gritaban y llevaban veintitrés pulgadas de acero ajustadas en sus rifles. Los pocos tiradores que tenían enfrente corrían o, si no, morirían con las balas de los rifles que no podían fallar a cincuenta pasos, y la compañía siguió corriendo. Sharpe iba delante, con la espada atravesada y el rifle golpeándole la espalda. Vio tiradores al pie y en la cima de la ladera, pero los mosquetes eran un instrumento terrible para los trabajos de precisión, y dejó que el enemigo disparara: sabía que la compañía jugaba con ventaja. Un hombre se derrumbó, le habían dado en el trasero, pero lo levantaron a rastras y cubrieron el hueco, tan sólo tenían delante unos pocos franceses asustados, que huían porque no habían tenido la vista de escalar la colina.

Uno se giró, alcanzó el mosquete, y se encontró de cara con el gigante irlandés que lo atravesó limpiamente entre las costillas, estiró de la hoja y siguió adelante. Sharpe dio un corte a un hombre con su espada, sintió el choque contra el hueso cuando el francés paró con su mosquete, y entonces siguió corriendo.

—¡Vamos! ¡Colina arriba!

Esto era inesperado para los franceses, así que era la única forma de seguir. La compañía había aplastado el cordón, sólo había tenido una baja, y ahora obligaban a sus piernas cansadas a subir la cuesta, hacia la cima oeste; detrás de ellos se oían las órdenes de los franceses, los oficiales con casacas azules volvían a alinear a sus hombres, y no había tiempo más que para obligar a sus piernas a subir la cuesta, sentir el dolor de los pulmones al respirar; entonces Sharpe alcanzó la cima y, sin detenerse, se giró y siguió corriendo. Los malditos franceses estaban allí, no esperando a los británicos, pero allí, formando filas y esperando órdenes. Sharpe vislumbró un suave declive, cubierto de hierba, y un batallón francés formado en compañías. Éste observó, sorprendido, cómo los británicos pasaban delante de ellos corriendo, solamente a unos cien pasos de distancia, y ni un mosquete disparó.

No había salida hacia el oeste, ni hacia el norte donde los tiradores los perseguían, y Sharpe vio que tenían que dirigirse hacia el sur y el este, donde la caballería los esperaba. Era la única dirección que les permitiría ganar tiempo, y el tiempo era su única esperanza. Se giró, hizo una señal a los fusileros hacia abajo, y empujó a Knowles y a los casacas rojas cuesta abajo.

—¡Formen cien pasos abajo!

—¡Capitán!

Knowles saludó, saltó por encima de un canto, y la compañía partió.

—¡Rifles! ¡Aguanten!

Esta era la mejor manera de luchar, dejar que el enemigo se les acercara, y matarlos cuando aún estuvieran demasiado lejos para responder al fuego de fusil. Sharpe luchaba como un soldado, metiendo las balas por el rayado, escogiendo los objetivos y esperando a que las víctimas se le echaran encima. Apuntaba bajo, nunca se esperaba a ver si el hombre caía, sino que sacaba otro cartucho, mordía la bala, y volvía a recargar.

Oía los rifles a su alrededor, disparando tan rápidamente como podían, y aun así no era suficiente, y sabía que los franceses recobrarían el juicio pronto, los arrollarían con blancos y les azuzarían con las bayonetas. Oyó que Harper daba instrucciones, se preguntó qué fusilero necesitaba que le explicaran que hay que engrasar una bala, y era tanta su curiosidad que se escabulló por entre el humo que los envolvía y vio a Teresa, con el fusil de Tongue y con el rostro ya ennegrecido por el humo de la pólvora, que se arrodillaba para disparar a los franceses. Entonces el enemigo desapareció y Sharpe entendió que venía lo peor.

—¡Dejen de engrasar!

Era más rápido cargar una bala desnuda, aunque el rifle perdiera en precisión, y entonces les silbó, haciendo que se retiraran, sin levantarse mucho, de manera que el enemigo disparara contra un pedazo de terreno vacío y se encontrara bajo el fuego procedente de una nueva cobertura.

—¡Espérenlos!

Esperaron. Se oyeron voces de los franceses, gritos, y los hombres vestidos de azul y rojo se acercaban zigzagueando hacia ellos, con los mosquetes y las bayonetas reflejando la luz, seguían llegando y Sharpe vio que eran mucho más numerosos, pero siempre resultaba mejor esperar.

—¡Esperen! ¡Esperen!

Vio a un oficial enemigo confundido, buscando a los británicos, y supo que el hombre estaba a punto de perder los nervios.

—¡Fuego!

Fue una descarga ligera, pero la última que iban a disparar con trozos engrasados, y era mortífera. El enemigo se lanzó de cabeza en busca de cobertura, se tiraron tras las rocas o hacia la muerte, y los fusileros recargaron, escupiendo las balas al interior de las armas, las encajaban golpeando las culatas contra el suelo sin utilizar las baquetas.

—¡Atrás!

Había un centenar de tiradores frente a ellos, presionando hacia adelante, y los fusileros reculaban, recargando, disparando al enemigo, y siempre perdiendo terreno, yendo colina abajo hacia el resto de la compañía, que se iba acercando cada vez más hacia el terreno abierto del valle.

—¡Atrás!

Éste no era un sitio para morir, no mientras no apareciera la caballería y cabía la posibilidad, aunque leve, de que la compañía pudiera ir retrocediendo hacia el otro extremo del valle. Pero no había tiempo para pensar en esto, sino sólo para mantener a los fusileros lejos del alcance de los mosquetes, mover con rapidez a la compañía colina abajo, deteniéndose y disparando, corriendo, recargando, y encontrando nuevas coberturas. No le causaban daño al enemigo, pero los franceses, aterrorizados por los rifles, se mantenían a distancia y parecía que no se daban cuenta de que las balas ya no giraban; que, desprovistos de los pedacitos de cuero engrasado, los rifles eran menos precisos que un mosquete ordinario. Para los franceses bastaba con que sus oponentes fueran vestidos de verde, los «saltamontes» del ejército británico que podían matar a trescientos pasos de distancia y arrancarle el corazón a una línea de tiradores enemiga.

Haciendo una pausa para ver cómo retrocedían los hombres, Sharpe echó una mirada colina arriba y vio que en la cima se dibujaban las compañías francesas. Vio que sus uniformes eran brillantes, que no estaban descoloridos por el sol, y entendió que se trataba de un regimiento recién llegado, uno de los regimientos nuevos que Bonaparte había enviado para terminar de una vez por todas con la guerra en España. Su coronel les estaba ofreciendo una vista de tribuna del combate, y esto molestaba a Sharpe. ¡Ningún maldito recluta francés iba a contemplar su muerte! Miró a los tiradores enemigos para ver si encontraba alguno a quien apuntar, y le chocó, mientras golpeaba la culata de su rifle contra el suelo, que solamente veinte minutos antes se hubiera sentido totalmente solo en la faz de la tierra. Ahora los superaban en una proporción de diez a uno, los muy cabrones seguían llegando; más atrevidos ahora que los ingleses llegaban al pie de la pendiente, y una bala chasqueó en una roca junto a él y rebotó hacia arriba yendo a golpear la axila izquierda de Sharpe. Le dolió como si un perro le mordiera la carne, y lanzando el rifle hacia arriba para realizar un tiro rápido, de repente se dio cuenta de que el rebote le había dañado. Apenas podía sostener el rifle, pero apretó el gatillo y siguió adelante, aguantando el ritmo de sus hombres y mirando detrás de ellos, para ver que Knowles se detenía justo en el borde del valle como un hombre temeroso de alejarse de la orilla. ¡Maldita sea! No había otra elección.

—¡Atrás! ¡Atrás!

Corrió hacia Knowles.

—Vamos. ¡Atraviese el valle!

Knowles le miraba el brazo.

—¡Capitán, le han dado!

—¡No es nada! ¡Vamos! —Se volvió hacia los fusileros, cuyos ojos rojos contrastaban en sus caras ennegrecidas.

—¡Formen, muchachos!

La muchacha se alineó como un fusilero más y él le sonrió, amándola por luchar como un hombre, por sus ojos que brillaban intensamente, y entonces levantó el brazo derecho.

—¡En marcha!

Se alejaron de las rocas, de los tiradores franceses, hacia la calma que les ofrecía la hierba. La infantería francesa no los siguió sino que se detuvo al pie de la pendiente como si la compañía ligera hubiera embarcado y ellos no pudieran seguirlos. El mayor Kearsey bailaba de la emoción, con el sable desenvainado, pero perdió la sonrisa cuando vio a Sharpe.

—¡Está herido!

—No es nada, mayor. Un rebote.

—Tonterías, hombre.

Kearsey le tocó a Sharpe en el hombro, y ante la sorpresa del fusilero la mano le quedó roja y brillante.

—Las he tenido peores. Se curará.

Sin embargo le dolía, y detestaba la idea de despojarse de la casaca y de la camisa para ver dónde estaba la herida. Kearsey dirigió la mirada hacia la infantería francesa inmóvil.

—¡No nos siguen, Sharpe!

—Lo sé, mayor.

El tono de su voz era sombrío y Kearsey miró a Sharpe bruscamente.

—¿Caballería?

—Seguro, mayor. Esperan a que nos metamos en el centro del valle.

—¿Y qué hacemos? —Kearsey le hizo la pregunta a Sharpe como si fuera lo más normal.

—No lo sé, mayor. Usted rece.

Kearsey se ofendió y echó la cabeza hacia atrás.

—¡Ya he rezado, Sharpe! De todo, durante estos días.

Tan sólo habían sido unos días, pensó Sharpe, y ¿iba a terminar todo así, entre un batallón francés y la caballería? Sharpe sonrió burlón al mayor y le habló suavemente.

—Siga rezando, mayor.

El pasto estaba bajo, bien segado y duro, y Sharpe miró la hierba y pensó que al cabo de un año las ovejas volverían como si no hubiera habido tiradores. El sol ya había alcanzado el fondo del valle y los insectos se afanaban entre los tallos de hierba, ausentes de la batalla que se libraba sobre sus cabezas; Sharpe levantó la vista y pensó que el valle era bonito. Serpenteaba hacia el sur y el este, subiendo entre colinas escarpadas, y delante de él, a lo lejos, había un cauce que en primavera convertiría el lugar en un pequeño paraíso. Miró hacia atrás, vio a los tiradores sentados junto a las rocas, las restantes compañías francesas bajaban lentamente la colina, y sabía que en algún lugar del valle tortuoso les aguardaba la caballería. Ahora ya estaba seguro de que vendrían por detrás; el camino por seguir no mostraba ningún escondite, y comprobó que la compañía estaba atrapada. Miró el suelo, llano y firme, e imaginó a los caballos caminando las primeras cien yardas, trotando las siguientes cincuenta, a medio galope, las espadas levantadas, y el galope final de veinte yardas que sería interrumpido por el fuego del pequeño cuadrado; pero cuarenta soldados de infantería no resistirían mucho. Se elevó humo de pipa por entre la infantería francesa sentada, primera línea para la matanza. Patrick se alineó junto a él.

—¿Cómo está? —le preguntó mirando el hombro.

—Se curará.

El sargento le agarró el hombro y, haciendo caso omiso de las protestas de Sharpe, estiró del brazo hacia arriba.

—¿Le duele?

—¡Dios!

El hombro le crujía, pero allí estaban las manos del enorme irlandés, estrujándolo y lastimándolo. Harper dejó caer el brazo.

—No hay ningún hueso roto, capitán. La bala está atrapada. ¿Un rebote?

Sharpe asintió. Un golpe de lleno le hubiera roto el hombro y la cabeza del húmero. Le dolía. Harper miró a la muchacha y luego a Sharpe.

—Esto impresionará a la chiquita.

—Vete a la mierda.

—Sí, capitán.

Harper estaba preocupado e intentaba no mostrarlo.

Se oyeron unas trompetas y Sharpe se detuvo, se giró, y mientras la compañía seguía marchando vio aparecer los primeros caballos por el norte. El corazón le dio un vuelco. Otra vez lanceros, siempre los lanceros de mierda; sus uniformes verdes y parapetos rosados se rieron de sus pobres esperanzas. Las lanzas llevaban en la punta banderines rojos y blancos, con garbo, iban formados y al trote por el valle y miraban fijamente al grupito de infantería británica. Harper volvió a acercarse.

—¿Doscientos, capitán?

—Sí.

Les había oído decir a los hombres que preferían morir de una lanza que de un sablazo, que éste dejaba cortes terribles que se infectaban y hacían sangrar a un hombre durante semanas de agonía, mientras que una lanza era rápida y profunda. Sharpe escupió en el suelo; nada le importaba, y miró a derecha e izquierda.

—Por aquí —dijo señalando hacia el lado este del valle, por el camino por donde habían llegado, lejos de la infantería británica.

Corrieron, tambaleándose, tropezando, inútilmente, porque aunque los lanceros esperaran dos minutos completos antes de que les ordenaran avanzar, aun así alcanzarían a la compañía ligera y cargarían su peso en las hojas plateadas. Entonces sí que habría acabado todo, todo habría sido inútil, y Sharpe recordó las historias de grupitos de soldados que luchaban en situaciones imposibles. Había cometido un error. Había un sitio donde esconderse más allá, valle arriba, un pliegue profundo hacia el sur tapado por la sombra y oculto, pero de repente vio que unos jinetes salían de él, hombres con uniforme extranjero, con los sables desenvainados, y que no estaban esperando como los lanceros. Éstos avanzaban al trote, rodilla contra rodilla, y Sharpe vio que todo había terminado.

—¡Alto! ¡Cuadrado! —Colocó a la muchacha en el centro, con Kearsey—. ¡Bayonetas!

Lo hicieron con calma y él se sintió orgulloso. El hombro le producía un dolor de mil demonios y de repente se acordó del rumor que había corrido por el ejército de que los franceses envenenaban las balas de los mosquetes. Él nunca se lo había creído, pero algo le pasaba, todo se volvía borroso, sacudió la cabeza para ver mejor y le dio su rifle a Kearsey.

—Lo siento, mayor. No puedo aguantarlo.

Todavía con la espada desenvainada, se abrió camino hasta la primera línea del cuadrado, hizo un gesto inútil de desafío, y de repente se dio cuenta de que sus hombres sonreían burlonamente. Lo miraban, lo empezaron a vitorear, él intentó ordenar que se callaran. Quizás era un buen día para morir, para vitorear al enemigo con las bayonetas, pero para Sharpe eso carecía de sentido. Tenían que reservar las fuerzas para la matanza. Los sables estaban cerca, los hombres cabalgaban como veteranos, sin entusiasmo ni prisa, y Sharpe intentó situar al regimiento francés con su uniforme azul, con una raya amarilla en los pantalones, y gorro alto de piel marrón. ¡Mierda! ¿Quiénes eran? Al menos uno debería saber contra quien luchaba. Sharpe intentó ordenar que levantaran los mosquetes, para que apuntaran, pero no sucedió nada. Su voz se desvaneció; apenas veía. Harper lo cogió y lo sujetó suavemente.

—Aguante, capitán, por el amor de Dios, aguante.

El capitán Lossow, resplandeciente con su uniforme azul y amarillo, vio que Sharpe caía, maldijo que su escuadrón se hubiera retrasado, y entonces, como el buen profesional de la Legión Alemana del Rey que era, se olvidó de Sharpe. Había mucho que hacer.