PRESENTACIÓN

Con la presente edición de CRONOPAISAJE en NOVA ciencia ficción se completa uno de mis objetivos más deseados. Con esta novela de Gregory Benford, aparecida en 1980, se abría la década de los ochenta en la ciencia ficción con una obra que la historia considerará (considera ya) de gran importancia y un libro fundamental en el género. Una década que podríamos considerar cerrada con otro hito indiscutible de la ciencia ficción, HYPERION de Dan Simmons (1989, NOVA ciencia ficción, número 41). Dos novelas que representan la más evidente constatación de que la ciencia ficción, al contrario de lo que algunos agoreros intentan propagar, sigue viva y con gran fuerza, siendo capaz, además, de superarse a sí misma con novelas inolvidables que, tan sólo con aparecer, exigen inevitablemente el calificativo de clásicas. Ambas habrán sido publicadas en esta colección y pueden dar idea del elevado nivel de exigencia que nos hemos propuesto siempre en NOVA ciencia ficción.

No es éste el momento para hablar de Simmons (a sus libros me remito), y es seguro que el lector de NOVA ya conoce mi admiración e interés por la obra de Gregory Benford. En NOVA ciencia ficción hemos publicado hasta hoy casi todo lo que Benford ha escrito en su interesantísima y sugerente multiserie sobre el enfrentamiento entre los humanos y una civilización galáctica de máquinas. Una rama de esta magna obra, la protagonizada por Walsmley, se inició con EN EL OCÉANO DE LA NOCHE (1978, NOVA ciencia ficción, número 7), continuó con A TRAVÉS DEL MAR DE SOLES (1984, NOVA ciencia ficción, número 10) y, a falta de su conclusión definitiva todavía inédita, Benford ha añadido historias complementarias como la novela corta Soon Comes Night (1993), que fue finalista del Premio UPC de ciencia ficción en 1993. La otra rama, la protagonizada por Killeen, nacía con GRAN RÍO DEL ESPACIO (1987, NOVA ciencia ficción, número 20) para continuar con MAREAS DE LUZ (1989, NOVA ciencia ficción, número 43) y seguir, como la anterior, pendiente de conclusión. Pero de todo ello ya les be hablado, y con profusión, en las presentaciones de estos libros, cuya presencia en NOVA sigue siendo uno de los hechos de los que me siento más orgulloso.

Pues bien, mi interés por Gregory Benford y por su obra surgió precisamente con CRONOPAISAJE, la novela que hoy presentamos. Una novela muy destacada en la ciencia ficción como atestigua, entre otros muchos hechos, una reciente encuesta entre diversos especialistas españoles del género. En dicha encuesta, realizada por la revista Blade Runner, esta novela de Benford fue considerada el mejor libro de ciencia ficción, una de esas novelas imprescindibles para acompañar aun lector en esa tan periodística estancia en una isla desierta (Blade Runner Magazine, número 8, junio 1991). Curiosamente, los mayores defensores de esta impresionante novela de Gregory Benford fueron las personas más directamente involucradas en la presente edición de la novela: el traductor, Domingo Santos, el editor, Miquel Barceló, y la persona que nos ha ayudado a revisar la traducción desde el punto de vista técnico, el especialista Pedro Jorge.

Mi relación con CRONOPAISAJE se inició a través de la versión francesa, publicada en dos volúmenes en la prestigiosa colección Présence du Futur, en 1981. Aun en esa versión, inevitablemente insuficiente como veremos, la novela me produjo gran impacto y una grata sorpresa como quedó patente en la larga reseña crítica que publiqué en la primavera de 1982 en mi fanzine KANDAMA y que no me resisto a copiar a continuación;

«Poco puede decir un comentarista de un libro tan bueno como TIMESCAPE, de Gregory Benford, excepto: Háganme caso, es excepcional. Léanlo.»

Son palabras de Thomas Disch y por ello uno se imagina algo al estilo de las novelas del autor de 334. Pero cuando uno se encuentra con que la novela de Benford trata de una temática no frecuente en Disch y se centra en la ciencia, en los científicos y en un problema ecológico bajo una perspectiva de viaje en el tiempo, llega a darse cuenta de que la admiración de Disch por esta novela reside, ante todo, en su extraordinaria calidad literaria.

Calidad que le mereció, sin ningún tipo de dudas, el premio Nébula de 1980 otorgado por la Asociación Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción (SFWA) y, también, el noveno John Campbell Award. No era el primer premio de Benford, ya que había obtenido también el Nébula de 1975 de novela corta por If the Stars are Gods escrita en colaboración con Gordón Eklund.

Benford nació en Alabama en 1941 y se graduó en física por la Universidad de Oklahoma en 1963, para doctorarse en 1967 en la Universidad Irvine de California, de la que hoy día es profesor. Investiga en los campos de la física del estado sólido, la física del plasma y la astrofísica de altas energías. Fue un fan activo antes que escritor y publicó durante años el fanzine Void, compartiendo la labor editorial con Ted White y Terry Carr.

En la mayoría de sus obras se hace patente su experiencia como científico, junto a un cuidadoso estilo y una depurada técnica de escritor. Pero el aficionado español ha tenido hasta el momento [primavera de 1982, recordemos…] pocas oportunidades para conocer a esta autor: cinco relatos y una única novela (EN EL OCÉANO DE LA NOCHE, en Pomaire) son todo lo traducido hasta ahora. En el futuro, KANDAMA intentará deshacer el entuerto. Palabra.

Volviendo a TIMESCAPE ("Un paisaje en el tiempo", en la acertada traducción francesa de título), se trata de una larga novela que sorprende por lo riguroso de su planteamiento científico pero, también y sobre todo, por la riqueza del tratamiento de sus personajes. En el fondo, estamos ante una novela sobre la ciencia y los científicos, con las grandezas y miserias de un mundo muy particular: intereses científicos aunados a las dificultades de obtener fondos para las investigaciones. Y aunque un tema corno éste no sea quizá muy apreciado por Disch, uno entiende las alabanzas del comentarista dado que la riqueza del tratamiento de las situaciones y personajes hace perfectamente posible que la novela se hubiese publicado en una colección de mainstream para convertirse en un best-seller. De momento, el título de la novela de Benford ha dado ya nombre a una colección de ciencia ficción que publica Pocket Books, una división de Simón and Shuster.

Como fue Disch con su comentario quien nos impulsó a leer esta maravillosa novela, vamos a recurrir al principio de autoridad implícito en la cita de un autor y comentarista famoso y volvemos a Disch:

«TIMESCAPE no se adapta tan sólo a las tareas específicas de la ciencia ficción sino que salta las barreras de la novela mainstream con su consistencia, su gracia y su distinción intelectual. Su prosa es lúcida, flexible y elocuente sin que sean forzados sus efectos "poéticos". La caracterización de los personajes tiene una precisión y una amplitud que es rara incluso en la mejor ciencia ficción.»

La historia está contada en forma de episodios que se alternan. En primer lugar conocemos los intentos de un grupo de físicos de Cambridge que, en 1998, intentan enviar un mensaje al pasado con un haz de taquiones. El destino del mensaje es 1962, cuando un físico, Gordon Bernstein, está haciendo experimentos en la Universidad de California. El mensaje quiere advertir de los peligros del uso de ciertos productos químicos que han supuesto un grave peligro en el mundo de 1998, desesperadamente falto de recursos.

Junto a la paradoja temporal (brillante y elegantemente resuelta en los capítulos finales del libro), el acento se centra en los problemas de John Renfrew en 1998 ante la escasez de recursos y ante la dificultad de su entendimiento con el político Peterson. Ese catastrófico mundo de 1998 se hace patente a medida que avanzamos en la lectura del libro y se compara con ese cotidiano mundo de 1962 que nos parece ya un tanto antiguo. Allí, Bernstein sufrirá los problemas derivados de la incomprensión de sus colegas, más interesados en obtener fondos para el funcionamiento del departamento, que en los datos reales, aunque extraños, que Gordon obtiene de su experimento y que revelan una interferencia con textos preocupantes que van siendo, poco a poco, descifrados. Veremos también la aparición del científico sin escrúpulos que orienta su trabajo a la resonancia periodística de las pocas evidencias que posee, y que actúa de contrapunto al teórico Markham de 1998.

La trama se sigue fácilmente, y el escaso suspense en torno a descifrar o no en 1962 el mensaje que procede de 1998 es suficiente para que sigamos las peripecias de unos personajes sólidamente construidos y que muestran casi todas las facetas del mundo de la ciencia o, mejor, de los científicos.

No faltan explicaciones tecnológicas adecuadas respecto a la posibilidad real del haz de taquiones como portador de mensajes al pasado, ni tampoco disquisiciones en torno al verdadero sentido del tiempo y de las paradojas que, inevitablemente, va a crear el intento de los científicos de 1998.

El conjunto son más de 500 páginas (que, ay, van a asustar al editor español…) que se leen fácilmente y que dejan un inmejorable recuerdo y muchas ganas de seguir leyendo obras del autor que nos ha deparado tan maravillosa novela.

Si ese comentario elogioso lo motivaba la versión francesa de la novela, cuando pude leer el original en inglés mi admiración creció, si cabe, muchos enteros. A los que no tenemos el inglés como lengua materna, tampoco se nos puede escapar la riqueza literaria, estilística y de vocabulario que la obra de Benford contiene en su versión original. El hecho de que la novela se desarrolle en dos ámbitos lingüísticos parecidos pero distintos: la Norteamérica de los años sesenta y una futura Gran Bretaña de fines de siglo, permite a Benford mostrar hábilmente dos formas distintas de usar la lengua inglesa, algo que, indefectiblemente, debe perderse en una traducción.

Debo reconocer que, en algunos momentos, he llegado a pensar en la peregrina idea de una traducción que usara el español de la península para uno de esos mundos lingüísticos y, por ejemplo, la versión del español que se habla en Argentina para el otro. Pero debo aceptar que se trata de una locura imposible que haría inverosímil la trama y los mismos personajes del libro. No hay solución, una traducción debe aceptarse con todas sus inevitables limitaciones y, en realidad, cronopaisaje tiene suficiente riqueza argumental para que el recurso estilístico al doble lenguaje norteamericano y británico pueda perderse sin mengua apreciable de la calidad de la novela.

Asilo comprobé cuando, en septiembre de 1994, apareció la versión española de CRONOPAISAJE publicada por Ultramar. La digna traducción de Domingo Santos bastaba para apreciar la riqueza de la novela, aun cuando se perdiera la variedad lingüística. Además, descubrí que los editores españoles eran capaces de superar incluso a sus colegas franceses: Présence du futur había titulado el libro Un paysage du temps recogiendo el sentido del original pero no la habilidad lingüística de un Benford quien, poco después de publicada la novela, llegó incluso a vender los derechos del titulo original Time-scape para que se convirtiera en el de una colección especializada en la ciencia ficción. Algo parecido podría hacerse con ese CRONOPAISAJE de la edición española, tan brillante como el original inglés.

Como el lector puede deducir, mi «vicio» con esta novela es ya excesivo. La cuenta indica tres lecturas confesadas que, además, se han visto incrementadas con la relectura en la versión que hoy presentamos: la traducción de Domingo Santos con sólo ligeros retoques realizados por Pedro Jorge para garantizar la total corrección de las referencias a las ciencias físicas. Pero debo decirles que no es sólo «vicio» y que la novela lo merece. Cada lectura me descubre nuevas cosas.

Conviene también incluir aquí un pequeño comentario en torno a las fechas. La novela, publicada en 1980, utiliza dos períodos del tiempo en el presente siglo: 1962 y 1998, ambos distantes 18 años de la fecha de publicación del libro. Con toda seguridad, 1962 se corresponde con el período universitario del mismísimo Benford, y 1998 es, simplemente, el año que permite que 1980 (cuando apareció la novela por primera vez) sea justamente el punto medio de esos dos momentos en el tiempo. Hoy, en 1994, nos puede parecer que el 1998 que imagina Benford es demasiado apocalíptico, aun cuando en una óptica no tan etnocentrista, es posible que, para gran parte de la población del planeta (Somalia, por ejemplo), la realidad resulte incluso peor que la imaginada por Benford para 1998.

En cualquier caso, a todos los libros de ciencia ficción que se atreven a fijar fechas para sus narraciones del futuro les llega o llegará indefectiblemente el momento en que el calendario alcance esa fecha. Si las predicciones no se han cumplido, la novela no tiene por qué perder con ello. Tal vez, simplemente, el autor fijó demasiado pronto el horizonte temporal de los sucesos que narra, aunque su advertencia pueda seguir viva.

Si para muestra basta un botón, hay uno evidente: pasado el 1984 con que nos advirtiera Orwell, su novela sigue vigente como denuncia del totalitarismo, sin perder nada de su fuerza. El lector inteligente es muy capaz de recoger el mensaje y percibir el peligro denunciado por Orwell. Algo parecido le ocurre a este libro de Benford cuando ya estamos tan cerca del 1998 que él usa en la novela. Las posibilidades depredadoras de la civilización tecnológica del homo sapiens siguen siendo muchas, y la amenaza que representamos para el planeta sigue vigente. Y, en cualquier caso, por lo que yo sé del mundo de la ciencia, el retrato de Benford es francamente certero.

Finalizaré este ya largo comentario recordando que CRONOPAISAJE es «nuestro clásico de 1994». Ya he indicado en otras introducciones que una colección como NOVA ciencia ficción, inciada en 1988, carece en gran medida de títulos clásicos del género ya publicados en su momento por otros editores. Pero, poco a poco, vamos incorporando títulos inolvidables en la historia del género. Aunque a veces pueda tratarse de una operación arriesgada en el aspecto comercial, considero imprescindible poder incluir también en NOVA ciencia ficción algunos clásicos indiscutibles del género. De ahí las reediciones, concebidas a veces como homenaje, que aparecen en NOVA ciencia ficción con una cierta periodicidad.

Homenaje fue la publicación de CIUDADANO DE LA GALAXIA (1957) de Robert A. Heinlein publicada en NOVA ciencia ficción, número 18, en 1989, un año después de la muerte de Heinlein, un autor de gran importancia en el género.

También un homenaje, aunque de otro tipo, fue CÁNTICO POR LEIBOWITZ de Walter M. Miller Jr., publicada en NOVA ciencia ficción, número 47, en 1992. Es ocioso decir que es una de las mejores novelas que ha ofrecido la ciencia ficción de todos los tiempos.

Cuando, en 1991, emprendimos la publicación íntegra y ordenada de la serie de LOS SEÑORES DE LA INSTRUMENTALIDAD de Cordwainer Smith (iniciada en NOVA ciencia ficción, en los números 37 y 38) incluyendo textos basta entonces inéditos, ya no se trataba de una simple reedición, sino de una labor editorial que me pareció de estricta necesidad para rendir justicia a una de las obras y uno de los autores más sugerentes de la ciencia ficción de todos los tiempos.

En 1993 el clásico fue una novela sorprendente inédita en español, MISIÓN DE GRAVEDAD de Hal Clement, que se publicó en el número 55 de NOVA ciencia ficción, precisamente tras 40 años de exitosa historia editorial en todo el mundo, que le han merecido la consideración de novela emblemática de la ciencia ficción hard.

Como puede verse, desde 1989 hemos publicado un título clásico cada año. Para los curiosos diré que el de 1990 fue RADIX de A. A. Attanasio, en el número 27 de la colección, un libro al que tal vez sólo yo me atreva a otorgar la consideración de clásico… ¡privilegios de editor!

En 1994, nuestro clásico es este CRONOPAISAJE de Gregory Benford y, para 1995, les puedo anunciar ya la edición íntegra, en un único volumen, de todos los relatos de la serie de el LIBRO DEL PUEBLO de Zenna Henderson. Una emotiva saga de la que sólo se conoce en España la primera parte: Peregrinación, editada en 1975 por Minotauro. Por si hace falta una justificación, les diré que, además de ser uno de mis títulos preferidos, esta obra de Zenna Henderson es una de las más importantes como precedente de un autor también ya clásico de los años ochenta como es Orson Scott Card. A esa futura edición les remito.

Estoy convencido de que la perspectiva ofrecida por estos títulos «clásicos» permite apreciar mejor la, riqueza de la moderna ciencia ficción y apreciar también su evolución construida precisamente en torno a los hitos que ciertos títulos, ya históricos, representaron en su tiempo. En cualquier caso, la publicación de CRONOPAISAJE en NOVA ciencia ficción no es ningún riesgo. La edición de Ultramar se agotó hace ya varios años, nuevos lectores han llegado al género y, lo más sorprendente de todo, la fama de esta novela de Gregory Benford ha traspasado todas las fronteras: hoy en día me consta que, incluso en nuestro país, CRONOPAISAJE se utiliza como amena lectura complementaria en cursos universitarios tan dispares como «Metodología de las ciencias sociales» o «Historia de la ciencia y la tecnología». Ahí es nada.
MIQUEL BARCELÓ

AGRADECIMIENTO ESPECIAL

Deseo agradecer afectuosamente la contribución brindada por mí cuñada, Hilary Foister Benford, a este libro. Contribuyó significativamente al manuscrito, aportando sus especiales cualidades de comprensión e interés en la gente. Algunos personajes son en parte creación suya. Natural de Inglaterra y graduada en la Universidad de Cambridge, proporcionó una ayuda inapreciable en el desarrollo y mantenimiento de un idioma británico consistente. Sin su contribución, éste hubiera sido un libro muy distinto.

GREGORY BENFORD

Cambridge Agosto de 1979

AGRADECIMIENTOS

Me siento en deuda, por su asesoramiento técnico, a los doctores Riley Newman, David Book y Sidney Coleman.

Muchas facetas de esta obra han resultado mejoradas por mi esposa, Joan Abbe. Su paciencia y apoyo, así como el de mis hijos Alyson y Mark, fueron inestimables.

Por la corrección y redacción final del último borrador debo darle las gracias a Asenath Hammond. También me siento en deuda con David Curtis y Marilee Samuelson, Charles Brown, Malcolm Edwards, Richard Curtis, Lawrence Littenberg y especialmente David Hartwell, por sus comentarios acerca del manuscrito.

Muchos de los elementos científicos en esta novela son ciertos. Otros son especulativos, y ésos puede demostrarse, a la larga, que son falsos. Mi intención ha sido arrojar algo de luz a algunas notables dificultades filosóficas que presenta la física. Si el lector termina esta obra con la convicción de que el tiempo representa un enigma fundamental en la física moderna, entonces este libro habrá cumplido con su propósito.

gregory benford

Cambridge

Agosto de 1979

A Richard Curtís, con mi

agradecimiento

El tiempo absoluto, cierto y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin relación alguna con nada externo.

newton

Para nosotros los que creemos en la física, la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión, incluso aunque sea una ilusión tenaz.

EINSTEIN, 1955

¿Cómo es posible explicar la diferencia entre pasado y futuro cuando un examen de las leyes de la física revela únicamente la simetría del tiempo…? La física actual no prevé ni un tiempo que fluye, ni un momento presente en movimiento.

P. C. W. DAVIES

La física de la asimetría del tiempo, 1974

1

Primavera de 1988

Recuerda sonreír mucho, pensó John Renfrew malhumoradamente. Eso parecía gustarle a la gente. Nunca se preguntaban por qué estabas sonriendo, sin importar lo que se dijera. Era una especie de signo general de buena voluntad, supuso, uno de esos trucos que él nunca llegaría a dominar.

–Papi, mira…

–¡Maldita sea, fíjate en lo que haces! – gritó Renfrew-. Quita ese periódico de mi porridge, ¿quieres? Marjorie, ¿qué están haciendo los malditos perros en la cocina mientras desayunamos?

Tres figuras en animación suspendida lo miraron. Marjorie, volviéndose de la cocina con una espátula en la mano. Nicky, alzando una cuchara hacia una boca que formaba una O de sorpresa. Johnny, a su lado, tendiéndole un periódico escolar, su rostro empezando a ensombrecerse. Renfrew supo lo que estaba pasando por la cabeza de su mujer. John tiene que estar realmente preocupado. Nunca se irrita de ese modo.

Era cierto, nunca se irritaba así. Era otro lujo que no podía permitirse.

La fotografía cobró movimiento. Marjorie avanzó bruscamente, sacando con los pies a los protestantes perros por la puerta trasera. Nicky hundió la cabeza entre los hombros y se puso a estudiar su plato de cereales. Luego Marjorie condujo a Johnny a su sitio en la mesa. Renfrew inspiró profunda y ruidosamente y dio un mordisco a su tostada.

–No molestes a papá hoy, Johnny. Tiene una reunión muy importante esta mañana.

Un sumiso asentimiento con la cabeza.

–Lo siento, papi.

Papi. Todos ellos le llamaban papi. No papá, como el padre de Renfrew había exigido que él le llamara. Ese era un nombre para padres con manos callosas, que trabajaban con casco.

Renfrew miró malhumoradamente en torno a la mesa. A veces se sentía fuera de lugar aquí, en su propia cocina. Y sin embargo aquél era su hijo, sentado allí con la chaqueta de la escuela Perse, hablando con su clara voz característica de la clase superior. Renfrew recordaba la confusa mezcla de desprecio y envidia que había sentido hacia tales chicos cuando tenía la edad de Johnny. A veces miraba casualmente a Johnny y el recuerdo de esos tiempos volvía a él. Entonces Renfrew esperaba encontrar aquella misma familiar indiferencia bien educada en el rostro de su hijo… y se emocionaba al descubrir, en vez de ella, admiración.

–Soy yo quien tiene que pedir perdón, muchacho. No tenía intención de gritarte así. Tu madre tiene razón, hoy estoy un poco preocupado. ¿Qué es eso que quenas mostrarme, eh?

–Bueno, se trata de ese concurso para premiar al mejor artículo… -empezó tímidamente Johnny-, sobre cómo los chicos de la escuela pueden ayudar a limpiar el entorno y lo demás y ahorrar energía y todas esas cosas. Me gustaría que lo vieras antes de entregarlo.

Renfrew se mordió el labio.

–No tengo tiempo hoy, Johnny. ¿Cuándo tienes que entregarlo? Intentaré leerlo esta noche sí puedo, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. Gracias, papi. Lo dejaré aquí. Ya sé que estás haciendo un trabajo terriblemente importante. El profesor de inglés así lo dijo.

–Oh. ¿Lo hizo? ¿Qué es lo que dijo?

–Bueno, realmente… -El muchacho vaciló-. Dijo que fueron los científicos quienes nos metieron en ese tremendo lío, y que si hay alguien que puede llegar a sacarnos alguna vez de él, sólo son ellos.

–No es el primero en decir eso, Johnny. Eso es un truismo.

–¿Truismo? ¿Qué es un truismo, papi?

–Mi señorita de sociales dice precisamente lo contrario -intervino de pronto Nicky-. Dice que los científicos ya han causado bastantes problemas. Dice que Dios es el único que podría sacarnos de esto, y que probablemente no querrá hacerlo.

–Oh, Señor, otra profeta de la fatalidad. Bueno, supongo que es mejor que los primitivos y todas sus tonterías de la vuelta-a-la-edad-de-las-cavernas. Excepto que los profetas de la fatalidad se quedan por los alrededores y nos deprimen a todos.

–La señorita Crenshaw dice que los primitivos tampoco escaparán al juicio de Dios, por muy rápido que corran -dijo Nicky con acento definitivo.

–Marjorie, ¿qué es lo que está ocurriendo en esa escuela? No quiero que le llenen a Nicky la cabeza con esas ideas. La mujer parece más bien desequilibrada. Hablale de ello a la directora.

–Dudo que eso sirva de mucho -respondió Marjorie tranquilamente-. Hay muchos más «profetas de la fatalidad», como tú los llamas, por estos lugares en nuestros días de lo que puedes llegarte a imaginar.

–La señorita Crenshaw dice que lo que deberíamos hacer es simplemente rezar -prosiguió Nicky obstinadamente-. La señorita Crenshaw dice que se trata de un juicio. Y probablemente del fin del mundo.

–Bueno, todo eso son sólo tonterías, querido -dijo Marjorie-. ¿Qué conseguiríamos simplemente sentándonos y poniéndonos a rezar? Hay que enfrentarse a las cosas. Hablando de lo cual, muchachos, será mejor que empecéis a moveros o llegaréis tarde al colegio.

–La señorita Crenshaw dice: «Tened en cuenta los linos del campo» -murmuró Nicky mientras abandonaba la estancia.

–Bueno, yo no soy ningún maldito lirio del campo -dijo Renfrew, echando su silla hacia atrás y levantándose-, así que será mejor que me vaya a mi trabajo un día más.

–¿Dejándome que yo me ocupe de todo? – sonrió Marjorie-. Es la única forma, ¿no? Aquí está tu almuerzo. Esta semana tampoco hay carne, pero conseguí un poco de queso en la granja y conseguí también unas cuantas zanahorias tempranas. Creo que este año tendremos algunas patatas. Te gustarían, ¿no? – Se puso de puntillas y le besó-. Espero que esa entrevista vaya bien.

–Gracias, amor. – Sintió de nuevo aquella vieja sensación familiar que estrujaba su corazón. Tenía que conseguir esa subvención. Había invertido enormes sumas de tiempo y cavilaciones en aquel proyecto. Tenía que lograr el equipo. Al menos, tenía que intentarlo.

Renfrew abandonó la casa y montó en su bicicleta. Se había desprendido ya de su caparazón de padre de familia, ahora sus pensamientos estaban dirigidos al laboratorio, a las instrucciones dianas a los técnicos, a la inminente entrevista con Peterson.

Empezó a pedalear, abandonando Grantchester y rodeando Cambridge. Había llovido durante la noche. Una ligera bruma colgaba baja por encima de los arados campos, suavizando la luz. Gotas de rocío salpicaban las nuevas hojas verdes de los árboles. La humedad brillaba en la alfombra de campánulas que cubrían los prados. La carretera seguía en aquel lugar el curso de un pequeño riachuelo flanqueado de alisos y ortigas. En la superficie del riachuelo podía ver las pequeñas olas formadas por los escarabajos de agua con sus patas parecidas a remos. Los ranúnculos florecían dorados a lo largo de las orillas, y enormes y blandas candelillas colgaban de los sauces. Era una fresca mañana de abril, el tipo de mañana que siempre le había gustado cuando era un muchacho en el Yorkshire, mientras observaba la bruma disiparse sobre los marjales al pálido sol matutino y las liebres salían huyendo al acercarse él. El camino que estaba recorriendo con la bicicleta se había hundido profundamente con los años, y su cabeza estaba casi al nivel de las raíces de los árboles a ambos lados. El olor a tierra mojada y a hierba empapada por la lluvia llegaba hasta él, mezclado con el ácido y penetrante olor del humo de carbón.

Un hombre y una mujer lo miraron indiferentemente cuando pedaleó junto a ellos. Estaban apoyados con indolencia en una medio derrumbada valla de madera. Renfrew hizo una mueca. Cada vez llegaban más intrusos a aquella zona, pensando que Cambridge era una ciudad rica. A su derecha estaban las ruinas de una vieja granja. La semana pasada las bostezantes y negras ventanas habían sido cubiertas con papeles de periódicos, cartones y trapos. Era sorprendente que los intrusos hubieran tardado tanto en descubrir aquel lugar.

El último tramo de su trayecto, cortando camino a través de los suburbios de Cambridge, era el peor. Era difícil circular por las calles, con coches abandonados aparcados por todas partes. Se había establecido un programa nacional para reciclarlos, pero todo lo que había visto Renfrew de aquel programa era un montón de charlas por la televisión. Se abrió camino por entre los coches, que parecían escarabajos sin ojos y sin patas, desprovistos de todas sus partes recuperables. Había estudiantes viviendo en algunos de ellos. Soñolientos rostros se volvieron tras los parabrisas para observarle mientras cruzaba por su lado.

Frente al Cavendish, aparcó su bicicleta junto a las demás y la ató. Observó que había un coche en el aparcamiento. ¿Era posible que aquel tipo, Peterson, hubiera llegado tan pronto? Ni siquiera eran las ocho y media. Subió apresuradamente las escaleras y cruzó la entrada y el vestíbulo.

Para Renfrew, el actual complejo de tres edificios era completamente anónimo. El Cavendish original, donde Rutherford había descubierto el núcleo atómico, era un viejo edificio de ladrillo en el centro de Cambridge, un museo. Desde la calle Madingley, a doscientos metros de distancia, aquel lugar podía ser tomado fácilmente por la sede central de una compañía de seguros o una fábrica o un complejo de oficinas. Cuando se había inaugurado a principios de los años setenta, el «nuevo Cav» era inmaculado, pintado con colores armoniosos, con moqueta en la biblioteca y estanterías bien clasificadas. Ahora los corredores estaban pobremente iluminados y muchos laboratorios completamente vacíos, despojados de todo su equipo. Renfrew se dirigió directamente a su propio laboratorio, en el edificio Mott.

–Buenos días, doctor Renfrew.

–Oh, buenos días, Jason. ¿ Ha llegado alguien?

–Bueno, George vino a poner en marcha las bombas cebadoras, pero…

–No, no, me refiero a un visitante. Estoy esperando a un tipo de Londres. Su nombre es Peterson.

–Oh, no. No ha venido nadie con ese nombre. ¿Desea que empiece, entonces?

–Sí, adelante. ¿Cómo va el equipo?

–Muy bien. El vacío está bajando. Actualmente estamos a diez micrones. Hemos recibido una nueva carga de nitrógeno líquido y hemos comprobado toda la electrónica. Parece como si uno de los amplificadores estuviera a punto de fallar. Estamos haciendo algunas calibraciones, y el equipo debería estar comprobado en una hora aproximadamente.

–De acuerdo. Mire, Jason, ese tipo Peterson ha sido enviado por el Consejo Mundial. Están estudiando aumentar nuestra subvención. Tenemos que presentarle un caramelo, mostrarle los aparatos limpios y pulidos dentro de unas pocas horas. Procure hacer que todo parezca reluciente y en orden, ¿quiere?

–Correcto. Haré que todo brille.

Renfrew descendió por la estrecha pasarela hasta el nivel del laboratorio y penetró ágilmente por entre la maraña de hilos y cables. La estancia era de cemento desnudo, equipada con conexiones eléctricas pasadas de moda y cables de apariencia mucho más moderna recorriendo las distancias entre los aparatos. Renfrew saludó a todos los técnicos a medida que pasaba por su lado, hizo preguntas acerca del funcionamiento de los localizadores de iones, y dio sus instrucciones. Conocía perfectamente su equipo, había reunido penosamente sus piezas y lo había diseñado. El nitrógeno líquido palpitaba y burbujeaba en su matraz. Los elementos sometidos a tensión zumbaban allá donde se producía algún ligero desajuste de voltaje. Los rostros verdes de los osciloscopios danzaban y se agitaban con suaves curvas amarillas. Se sintió en casa.

Renfrew rara vez se daba cuenta de la austeridad de las paredes y de lo atestado de su laboratorio; para él era un confortable conjunto de elementos familiares trabajando al unísono. No podía comprender el aborrecimiento a las cosas mecánicas que ahora se había puesto tan de moda; sospechaba que se trataba de una cara de la moneda, la otra era la admiración. Pero ambas carecían de sentido. Uno podía experimentar las mismas emociones frente a un rascacielos, por ejemplo, y sin embargo el edificio no era más grande que un hombre… puesto que los hombres lo habían hecho, no a la inversa. El universo de artefactos era un universo humano. Mientras Renfrew avanzaba por entre las hileras de voluminoso equipo electrónico, a veces tenía la impresión de ser un pez nadando en las cálidas aguas de su propio océano, llevando consigo el elaborado esquema del experimento como un diagrama de múltiples capas en su mente, que comprobaba enfrentándolo a la nunca perfecta realidad ante él. Le gustaba ese modo de pensar, corrigiendo constantemente, y buscando ese fallo ignorado que podía destruir la totalidad del efecto que buscaba.

Había reunido la mayor parte de su aparato recogiendo los componentes entre los desechos de los restantes grupos de investigación del Cav. La investigación había sido siempre un lujo muy evidente, susceptible de ser interrumpido con enorme facilidad. Los últimos cinco años habían sido un desastre. Cuando un grupo había sido cerrado, Renfrew había recuperado todo lo que le había sido posible. Había empezado en el grupo de resonancia nuclear como especialista en producir haces de iones de alta energía. Éste había sido un elemento importante en el descubrimiento de una partícula subatómica completamente nueva, el taquión, sobre cuya existencia se había teorizado durante décadas. Renfrew se había trasladado a ese campo. Había mantenido su pequeño equipo a flote maniobrando hábilmente con los fondos de que disponía y utilizando el hecho de que los taquiones, lo más nuevo de entre lo nuevo, poseían un claro reclamo intelectual ante los fondos de que disponía todavía el Consejo Nacional para la Investigación. Pero el CNI había sido disuelto el año anterior.

Este año la investigación era una marioneta cuyos hilos eran manejados por el propio Consejo Mundial. Las naciones occidentales habían alineado sus investigaciones en un gesto hacia la economía de medios. El Consejo Mundial era un animal político. Renfrew tema la impresión de que la política del Consejo iba encaminada a apoyar los esfuerzos más visibles y muy poco más. El programa del reactor a fusión seguía llevándose la parte del león, pese a que sus progresos eran casi nulos. Los mejores grupos del Cav, como la radioastronomía, habían sido disueltos el año pasado, cuando el Consejo decidió que la astronomía como conjunto era poco práctica y que sus trabajos debían ser suspendidos «hasta nueva orden». El momento en que esta orden sería dada de nuevo era un extremo que el Consejo eludía sin reparos. La idea general era que en el momento actual de profunda crisis las naciones occidentales tenían que prescindir de sus investigaciones de lujo en beneficio de una concentración hacia los ecoproblemas y los variados desastres que ocupaban constantemente los titulares de los periódicos. Pero uno tenía que navegar al viento que soplase, Renfrew lo sabía muy bien. Así que había encontrado una forma de conseguir que los taquiones tuvieran una finalidad «práctica», y esa maniobra había hecho que su grupo siguiera todavía a flote.

Renfrew terminó de calibrar algunos elementos electrónicos -últimamente no dejaban de desajustarse a cada momento- e hizo una pequeña pausa, escuchando el zumbido febril del laboratorio a su alrededor.

–Jason -llamó-. Voy a ir a tomar un café. Cuide que todo siga funcionando, ¿quiere?

Tomó su vieja chaqueta de pana de una percha y se desperezó, mostrando las medias lunas de sudor en su camisa bajo las axilas. En uno de sus movimientos observó a los dos hombres en la plataforma. Uno de los técnicos estaba señalando hacia Renfrew mientras hablaba, y cuando Renfrew bajó sus brazos el otro hombre empezó a descender por la estrecha pasarela hacia el laboratorio.

Renfrew tuvo un repentino recuerdo de sus días de estudiante en Oxford. Estaba caminando por un pasillo, y los ecos de sus pasos tenían esa cualidad que sólo el suelo de piedra puede dar. Era una hermosa mañana de octubre y estaba vibrando de ansiedad por empezar esa nueva vida que tanto había anhelado, la nieta de sus largos años de estudiante. Sabía que era inteligente; allá, entre sus iguales intelectuales, había hallado al fin su lugar. Había llegado en tren desde York la noche antes, y ahora deseaba salir al sol matutino y absorberlo completamente.

Eran dos, y venían paseando hacia él desde el otro lado del corredor. Llevaban su corta toga académica que les daba el aspecto de antiguos cortesanos, y avanzaban como si el edificio fuera suyo. Hablaban en voz alta mientras se aproximaban, y le miraron por encima del hombro como si fuera un irlandés. Cuando se cruzaron, uno de ellos dijo, pronunciando lentamente las palabras:

–Oh, Dios, otro de esos malditos patanes con una beca.

Eso había marcado el tono que presidió sus años en Oxford. Por supuesto, había obtenido matrícula de honor en sus estudios, y había conseguido hacerse un nombre en el mundo de la física. Pero siempre había tenido la sensación de que, aunque estuvieran perdiendo su tiempo, aquellos dos muchachos estaban gozando de la vida mucho más de lo que nunca podría hacerlo él.

El recuerdo de todo aquello le golpeó de nuevo mientras observaba a Peterson caminar hacia él. A aquella distancia en el tiempo, ni siquiera podía recordar los rostros de aquellos dos estudiantes esnobs, y probablemente no había el menor parecido físico, pero aquel hombre exhibía la misma fácil y arrogante seguridad en sí mismo. También observó la forma en que vestía Peterson, y sintió el mismo desagrado que sentía siempre cuando detectaba la elegancia en las ropas de otro hombre. Peterson era alto y esbelto y de pelo oscuro. A aquella distancia, daba la impresión de un dandy joven y atlético. Caminaba suavemente, no como el jugador de rugby que había sido Renfrew en su juventud, sino como un jugador de tenis o de polo o quizás incluso un lanzador de jabalina. Visto de cerca, exhibía unos cuarenta y pocos años y era sin lugar a dudas un hombre acostumbrado a manejar el poder. Era agraciado de una forma un tanto severa. No había desprecio en su expresión, pero Renfrew pensó amargamente que lo más probable era que hubiera aprendido a ocultarlo en sus años adultos. Mantente firme John, se advirtió silenciosamente a sí mismo. Tú eres el experto, no él. Y sonríe.

–Buenos días, doctor Renfrew. – La suave voz era exactamente lo que había esperado.

–Buenos días, señor Peterson -murmuró, tendiendo su enorme y cuadrada mano-. Encantado de conocerle. – Maldita sea, ¿por qué había dicho esto? Casi había sonado como la voz de su padre: «Gusto de conocerte, chico.» Se estaba volviendo paranoico. No había nada en el rostro de Peterson que indicara nada excepto dedicación a su trabajo.

–¿Es éste el experimento? – Peterson miró a su alrededor con una expresión remota.

–Sí. ¿Le gustaría que echáramos una mirada primero?

–Por favor.

Pasaron junto a algunos viejos armarios grises de fabricación inglesa y otro equipo más reciente alojado en compartimientos brillantemente coloreados de la Tektronics, Physics International, y otras firmas americanas. Aquellas resplandecientes unidades rojas y amarillas procedían de las pequeñas apropiaciones del Consejo. Renfrew condujo a Peterson a un complejo grupo alojado entre los polos de un enorme imán.

–Un montaje superconductor, por supuesto. Necesitamos la fuerza de un campo de gran intensidad para conseguir una línea recta y bien definida durante la transmisión.

Peterson estudió el amasijo de cables e indicadores. Módulos de elementos electrónicos se alineaban hilera tras hilera sobre sus cabezas. Señaló a uno de ellos en particular y preguntó cuál era su función.

–Oh, no pensé que deseara saber usted mucho del lado técnico del asunto -dijo Renfrew.

–Intentémoslo.

–Bien, ahí tenemos una gran muestra de antimoniuro de indio, véala… -Renfrew señaló a la masa encajada entre los polos del imán-. La bombardeamos con iones a alta energía. Cuando los iones golpean el indio, producen taquiones. Es una reacción ión-núcleo muy compleja, muy delicada. – Miró a Peterson-. Los taquiones son partículas que viajan más rápidas que la luz, ya sabe. Por el otro lado… -señaló más allá del imán, conduciendo a Peterson a un largo tanque cilíndrico azul que surgía a unos diez metros de distancia del imán- bombeamos los taquiones y los focalizamos en un rayo. Tienen una energía y un spin particulares, de modo que entran en resonancia únicamente con los núcleos del indio en un campo magnético fuerte.

–¿Y qué ocurre cuando golpean contra algo en el camino?

–Ése es precisamente el asunto -dijo secamente Renfrew-. Los taquiones tienen que golpear contra un núcleo precisamente con la energía y el spin correctos antes de que pierdan toda su energía en el proceso. Pasan directamente a través de la materia ordinaria. Es por eso por lo que podemos lanzarlos a lo largo de años luz sin temer que se dispersen en su camino.

Peterson no dijo nada. Frunció el ceño ante el equipo.

–Pero cuando uno de nuestros taquiones golpee un núcleo de indio precisamente en las condiciones adecuadas… una situación que no se produce naturalmente muy a menudo… será absorbido. Eso hace alterarse el spin del núcleo de indio, desviándolo del lugar hacia donde estuviera orientado. Piense en el núcleo de indio como en una pequeña flecha que fuera golpeada lateralmente. Si todas las pequeñas flechas estuvieran apuntando en una misma dirección antes de que llegaran los taquiones, se verían desordenadas. Eso sería detectable, y…

–Entiendo, entiendo -dijo Peterson desdeñosamente. Renfrew se preguntó si no se habría pasado con su ejemplo de las pequeñas flechas. Sería fatal que Peterson pensara que le estaba hablando como a un profano… lo cual por supuesto era-. Supongo que se trata del indio de alguna otra persona, ¿no?

Renfrew contuvo el aliento. Allí estaba la parte difícil.

–Sí. El de un experimento que se llevó a cabo en el año 1963 -dijo lentamente.

–Leí el informe preliminar -dijo Peterson fríamente-. Esos preliminares suelen ser a menudos engañosos, pero comprendí ése. El personal técnico me dijo que tenía sentido, pero no puedo creer algunas de las cosas que usted ha escrito. Este asunto de alterar el pasado…

–Mire, pronto vendrá Markham… él sabrá explicárselo mucho mejor.

–Si puede.

–De acuerdo. Entienda, la razón de que nadie haya intentado nunca enviar mensajes al pasado es obvia, si uno piensa en ella. Podemos construir un transmisor, comprenda, pero no hay ningún receptor. Nadie en el pasado construyó jamás uno.

Peterson frunció el ceño.

–Bueno, naturalmente…

–Nosotros hemos construido uno, por supuesto -prosiguió Renfrew con entusiasmo-, para llevar a cabo nuestros experimentos preliminares. Pero la gente allá en 1963 no sabía nada acerca de taquiones. Así que el truco es interferir con algo que ellos estuvieran haciendo. Todo reside ahí.

–Hum.

–Estamos intentando concentrar salvas de taquiones y dirigirlas hacia ellos, de modo que…

–Un momento -dijo Peterson, alzando una mano-. ¿Dirigirlas para qué? ¿Y dónde está 1963?

–Bastante lejos, por lo que parece. Desde 1963, la Tierra ha seguido girando en torno al Sol, mientras que el mismo Sol ha seguido girando en torno al centro de la galaxia, y así sucesivamente. Sume todo esto, y descubrirá que 1963 está más bien lejos.

–¿Con relación a qué?

–Bueno, con relación al centro de la masa del grupo local de galaxias, por supuesto. Recuerde que el grupo local está también en movimiento con relación al conjunto de referencias proporcionado por las radiaciones de fondo de microondas, y…

–Mire, deje a un lado toda esa jerga; ¿quiere? ¿Está hablando usted de 1963 en algún lugar en el cielo?

–Exactamente. Enviamos un haz de taquiones para que golpeen ese lugar. Barremos el volumen de espacio ocupado por la Tierra en aquel momento en particular.

–Suena imposible. Renfrew midió sus palabras.

–Creo que no. El truco consiste en crear taquiones con una velocidad esencialmente infinita…

Peterson esbozó una cansada y tensa sonrisa.

–Ah… «esencialmente infinita». Una definición técnica más bien cómica.

–Quiero decir, con una velocidad tan enorme que es imposible medirla -precisó Renfrew-. Le pido disculpas por la terminología, si es eso lo que le molesta.

–Bueno, mire, simplemente estoy intentando comprender.

–Sí, sí, lo siento, puede que aquí me haya desbocado un poco. – Renfrew se recompuso visiblemente para un nuevo ataque-. Entienda, lo esencial aquí es conseguir esos taquiones de gran velocidad. Luego, si podemos alcanzar el punto preciso del espacio, podremos enviar un mensaje directamente hacia atrás en el tiempo.

–¿Esos haces de taquiones pueden cruzar directamente a través de una estrella?

Renfrew frunció el ceño.

–Realmente, no lo sabemos. Existe una posibilidad de que otras reacciones, entre esos taquiones y otros núcleos además de los del indio, sean muy intensas. Todavía no tenemos datos acerca de esas otras interacciones. Si existen, entonces un planeta o una estrella cruzándose en el camino pueden ser un problema.

–¿Pero han intentado ustedes tests más simples? Leí en el informe…

–Sí, sí, y han sido muy positivos.

–Bien, pero sin embargo… -Peterson hizo un gesto hacia el amasijo del equipo-. Esto es realmente un experimento físico apasionante. Recomendable. Pero… -agitó la cabeza-, bueno, me siento sorprendido de que haya conseguido usted el dinero para seguir adelante con él.

El rostro de Renfrew se tensó.

–Realmente no ha sido tan difícil. Peterson suspiró.

–Mire, doctor Renfrew. Seré franco con usted. He venido aquí para evaluar esto para el Consejo, porque algunos nombres más bien importantes han dicho que esto que está llevando usted a cabo puede ser importante. No creo poseer los conocimientos técnicos suficientes como para evaluarlo adecuadamente. Nadie en el Consejo los posee. Somos en nuestra mayoría ecólogos y biólogos y analistas.

–Tal vez tuvieran que ampliar ustedes sus bases.

–Oh, por supuesto. Nuestra idea en el pasado fue ir incorporando especialistas a medida que fuera necesario. Ásperamente:

–Entonces contacten con Davies en el King's College de Londres. El está muy versado en esto, y…

–No tenemos tiempo para ello. Estamos tomando medidas de urgencia.

–¿Tan mal están las cosas? – dijo Renfrew lentamente. Peterson hizo una pausa, como si hubiera dicho demasiado.

–Sí. Así parece.

–Puedo activar las cosas, si eso es lo que quieren -dijo Renfrew rápidamente.

–Es posible que tenga que hacerlo.

–Las cosas irían mejor si pudiéramos disponer de una nueva generación de equipo aquí dentro. – Renfrew abarcó todo el laboratorio con un gesto de la mano-. Los americanos han desarrollado nuevos equipos electrónicos que podrían mejorar las cosas. Para estar realmente seguros de llegar a algo concreto, necesitamos a los americanos. La mayor parte de los circuitos que necesitamos están siendo desarrollados en sus laboratorios nacionales, Brookhaven y los demás.

Peterson asintió.

–Así lo informó usted. Es por eso por lo que deseo a Markham aquí hoy.

–¿Tiene él el peso necesario como para hacer que las cosas sigan adelante?

–Creo que sí. Se me ha dicho que está bien considerado, y es el americano en este asunto. Es por eso por lo que su Fundación Nacional para la Ciencia necesita cubrirse en caso de que…

–Oh, entiendo. Bien, Markham llegará aquí en cualquier momento. Venga a tomar un poco de café en mi oficina.

Peterson lo siguió hasta su atiborrado estudio. Renfrew despejó una silla de libros y papeles, yendo de un lado para otro con esa nerviosa actitud de la gente cuando se da cuenta de pronto, al entrar con un visitante, de que su oficina está hecha un desorden. Peterson se sentó, tirando ligeramente de sus pantalones a la altura de las rodillas y luego cruzando las piernas. Renfrew se empleó más de lo necesario para preparar el fuerte café, porque quería un poco de tiempo para pensar. Las cosas habían empezado mal; Renfrew se preguntó si los recuerdos de Oxford lo habían puesto automáticamente en contra de Peterson. Bien, no podía hacer nada al respecto; de todos modos, todo el mundo estaba excesivamente nervioso estos días. Quizá Markham pudiera suavizar un poco las cosas cuando llegara.

2

Marjorie cerró tras ella la puerta de la cocina y rodeó la casa, llevando un cubo de comida para los pollos. El césped detrás de la casa estaba dividido en cuatro senderos de ladrillo, con un reloj de sol en su intersección. Por la fuerza de la costumbre, siguió el sendero sin pisar la húmeda hierba. Más allá del césped había un pequeño jardín de rosas, su proyecto y su lugar preferidos. Mientras lo cruzaba, rompiendo con su cuerpo las telas de araña cubiertas de rocío, se detuvo aquí y allá para cortar una flor ya seca u oler un capullo. El año aún no estaba muy avanzado, pero ya habían florecido unas cuantas rosas. Le iba hablando a cada rosal mientras pasaba por su lado.

–Charlotte Armstrong, te estás portando muy bien. Mira todos esos capullos. Vas a estar absolutamente maravillosa este verano. Tiffany, ¿cómo te encuentras? He visto que tienes algo de pulgón verde. Tendré que pulverizarte. Buenos días, Reina Elizabeth, te ves muy sana, pero te estás metiendo demasiado en el camino. Hubiera debido podarte más de este lado.

En algún lugar a lo lejos pudo oír el sonido de alguien llamando a alguna casa. Se alternaba con el trinar de un herrerillo azul perchado en el seto. Con un sobresalto se dio cuenta de que la llamada procedía de su propia casa. No podía ser ni Heather ni Linda; hubieran dado la vuelta y hubieran acudido a la parte de atrás. Se volvió. Las gotas de rocío la salpicaron cayendo de las hojas cuando cruzo apresuradamente la rosaleda. Corno por el césped y rodeó la casa, dejando el cubo en el suelo junto a la puerta de la cocina.

Una mujer andrajosamente vestida, con una jarra en la mano, se alejaba de la puerta delantera. Parecía como si hubiera dormido al raso toda la noche su pelo estaba enredado y su rostro lleno de manchas. Era casi de la misma altura que Marjorie, pero delgada y de hombros caídos.

Marjorie vaciló. La mujer también. Se miraron la una a la otra a través del sendero de grava en forma de U. Luego Marjorie se adelantó.

–Buenos días. – Estuvo a punto de decir: «¿Puedo hacer algo por usted?», pero se contuvo, sin saber si deseaba hacer algo por aquella mujer o no.

–Buenos días, señora. ¿ Me podría proporcionar usted un poco de leche? He acabado toda la que tenía y los chicos aún no han tomado su desayuno. – Sus modales eran los de alguien seguro de sí mismo y no demasiado cordiales.

Marjorie entrecerró los ojos.

–¿De dónde viene? – preguntó.

–Acabamos de mudarnos a la vieja granja al final de la carretera. Sólo un poco de leche, señora. – La mujer se acercó un poco a ella, tendiendo la jarra.

La vieja granja… pero si es una ruina, pensó Marjorie. Deben de ser ocupantes ilegales… intrusos. Su intranquilidad aumentó.

–¿Por qué ha venido aquí? Las tiendas están abiertas a esta hora del día. Hay una granja siguiendo la carretera, donde podrá comprar usted leche.

–Vamos, señora, no me querrá hacer usted andar kilómetros mientras los pequeños están aguardando, ¿verdad? Se la devolveré. ¿No me cree?

No, pensó Marjorie. ¿Por qué no había acudido la mujer a alguien de su propia clase? Había algunas casitas del Consejo unos pocos metros más allá de sus tierras.

–Lo siento -dijo firmemente-, pero la tengo justa para mis hijos.

Se miraron la una a la otra por un momento. Luego la mujer se volvió hacia los arbustos.

–Aquí, Rog -llamó. Un hombre alto y flaco emergió de entre los rododendros, llevando a un niño pequeño de la mano. Con esfuerzo, Marjorie consiguió no exteriorizar su alarma. Permaneció rígida, la cabeza un poco echada hacia atrás, intentando controlar la situación. El hombre avanzó con un paso arrastrante hasta situarse al lado de la mujer. Las aletas de la nariz de Marjorie se agitaron ligeramente cuando captó un agrio olor a sudor y a humo. El hombre llevaba un surtido de ropas que debían proceder de los más variados lugares, una gorra de tela, un largo pañuelo universitario a rayas, guantes de lana con agujeros en todos los dedos, un par de alpargatas de color azul chillón con una de las suelas bostezante, unos pantalones que eran varios centímetros demasiado cortos y demasiados anchos, e, incongruentemente, un lujoso chaleco bordado bajo una vieja y polvorienta chaqueta de vinilo. Probablemente tenía la misma edad que Marjorie pero parecía al menos diez años más viejo. Su rostro era curtido, sus ojos hundidos, y llevaba una barba de varios días. Marjorie fue consciente del contraste que ofrecía con ellos, de pie allí, rolliza y bien alimentada, su corto pelo esponjoso tras un reciente lavado, su piel protegida por cremas y lociones, enfundada en lo que ella llamaba sus «viejas» ropas de jardinería, una suave falda azul de lana, un jersey hecho a mano y una chaquetilla de ante.

–No esperará que nos creamos que no tiene usted nada de leche en la casa, ¿verdad, señora? – gruñó el hombre.

–Yo no he dicho eso. – La voz de Marjorie era seca y rápida-. Tengo suficiente para mi propia familia, pero no más. Hay muchas otras casas por ahí donde pueden probar, pero les sugiero que vayan hasta el pueblo y compren un poco. Es sólo un kilómetro. Lamento no poder ayudarles.

–Un infierno lamenta usted. Simplemente no quiere ayudarnos. Orgullosa, como todos los tipos ricos. Desean quedárselo todo para ustedes. Mire lo que tienen… una casa enorme y lujosa, apostaría a que para ustedes solos. No sabe lo dura que es la vida para nosotros. Llevo cuatro años sin trabajo, ni un lugar donde vivir, mientras usted se lo pasa bien…

–Rog -advirtió la mujer. Tendió una mano para sujetarle por el brazo. Pero él se sacudió de la presa y avanzó un paso hacia Marjorie. Ella no retrocedió, mientras sentía la ira brotar en su interior. ¿Qué derecho tenían a venir hasta allí e insultarla, maldita sea, en su propio jardín?

–Ya le he dicho que tengo tan sólo suficiente para mi propia familia. Estos tiempos son duros para todo el mundo -dijo fríamente. Pero yo nunca me atrevería a mendigar, pensó. Esa gente no tiene moral ni amor propio.

El hombre se acercó más. Instintivamente ella retrocedió, manteniendo el espacio entre ambos.

–Tiempos duros para todo el mundo -dijo el hombre, imitando el acento de ella-. Qué pena, ¿verdad? Duros para todos los demás, pero usted tiene una hermosa casa y comida y quizá también un coche y una televisión. – Sus ojos estaban escrutando la casa, clavándose en el garaje, en la antena de la televisión en el techo, en las ventanas. Gracias a Dios las ventanas estaban cerradas y aseguradas por dentro, pensó, así como la puerta principal.

–Miren, no puedo ayudarles. ¿Harán el favor de irse? – Se dio la vuelta y echó a andar rodeando la casa. El hombre la siguió, manteniendo la distancia, con la mujer y el niño silenciosamente detrás.

–Sí, de acuerdo, limítese a dar media vuelta y a meterse en su gran casa. Pero no se librará tan fácilmente de nosotros. Llegará el día en que tendrá que echar a un lado esos aires tan altaneros y…

–Les agradeceré que…

–¡Ya basta, Rog!

–La gente como usted va a saber lo que es bueno. Vendrá la revolución, y entonces serán ustedes quienes mendigarán ayuda. ¿Y cree que la van a conseguir? ¡Ni lo sueñe!

Marjorie incrementó su paso hasta convertirlo casi en un trote, intentando librarse del hombre antes de alcanzar la puerta de la cocina. Estaba rebuscando la llave en su bolsillo cuando él se acercó a sus espaldas. Temerosa de que fuera a tocarla, se dio la vuelta bruscamente y se enfrentó a él.

–Márchese de aquí. Vayase. Deje de molestarme. Vaya a las autoridades. ¡Pero salga de mis tierras!

El hombre retrocedió un paso. Ella alzó el cubo de la comida de los pollos, no queriendo dejar nada fuera que él pudiera robar. La llave giró fácilmente, gracias a Dios, y cerró tras ella de un portazo justo en el momento en que él llegaba al umbral. Puso el pasador con un golpe brusco. Él gritó a través de la puerta:

–¡Maldita puta orgullosa! ¡Te importa un huevo que nos muramos de hambre!, ¿eh?

Marjorie se puso a temblar violentamente, pero gritó en respuesta:

–¡Voy a llamar a la policía sí no se marchan de aquí inmediatamente!

Recorrió toda la casa, comprobando las ventanas. No resultaba difícil violentarlas. Se sintió vulnerable, atrapada en su propio casa. Ahora su respiración era muy rápida y jadeante. Sintió náuseas. El hombre seguía gritando allá fuera, y su lenguaje era cada vez más y más obsceno.

El teléfono estaba en la mesa del vestíbulo. Lo tomó y lo llevó a su oído. Nada. Pulsó la barra del receptor varias veces. Nada. Maldita sea maldita sea, maldita sea. Vaya momento para estropearse. Claro que esto ocurría a menudo. Pero no ahora, por favor, rogó. Agitó el teléfono. Silencio todavía. Estaba completamente incomunicada. ¿Y si el hombre decidía entrar por la fuerza en la casa? Su mente buscó armas potenciales, el atizador, los cuchillos de la cocina… Oh, Dios, no, mejor no empezar ninguna violencia, ellos eran dos y el hombre parecía un mal enemigo. No, saldría por detrás. A través de las puertas vidrieras de la sala de estar. Correría hasta el pueblo en busca de ayuda.

Ya no le oía gritar, pero temía mostrarse en la ventana para ver si aún seguía allí. Probó de nuevo el teléfono. Nada todavía. Lo volvió a colgar de golpe. Centró su atención en las puertas y ventanas, escuchando por si oía algún sonido de rotura. Luego volvieron a llamar a la puerta delantera. Se sintió aliviada al saber dónde estaba y que aún se hallaba fuera. Aguardó, aferrada al borde de la mesa del vestíbulo. Márchate, maldito seas, deseó. La llamada se repitió. Tras una pausa, se oyó ruido de pasos en la grava del camino. ¿Por fin se iba? Luego hubo una llamada en la puerta de la cocina. ¡Oh, Cristo! ¿Cómo podía librarse de él?

–¡Marjorie! ¡Hey, Marjorie!, ¿estás ahí? – llamó una voz. El alivio la inundó, haciendo brotar casi lágrimas de sus ojos. Se sentía demasiado fláccida para moverse.

–¡Marjorie! ¿Dónde estás? – La voz se estaba alejando. Se irguió y avanzó hacia la puerta de la cocina, y la abrió. Su amiga Heather se dirigía al cuarto del jardín.

–Heather -gritó-. Estoy aquí. Heather se volvió y regresó junto a ella.

–¿Qué te ocurre? – dijo-. Tienes un aspecto horrible. Marjorie salió fuera y miró a su alrededor.

–¿Se ha ido? – preguntó-. Había un hombre horrible aquí fuera.

–¿Un tipo andrajoso con una mujer y un niño? Estaban marchándose cuando yo llegué. ¿Qué ha ocurrido?

–Deseaba que le prestara un poco de leche. – De pronto se echó a reír, un poco histéricamente. Todo aquello sonaba tan vulgar-. Luego se irritó y empezó a gritar. Son intrusos. Se trasladaron la pasada noche a esa granja vacía que hay al final de la carretera, y la han ocupado. – Se dejó caer en una silla de la cocina-. Dios, me asusté tanto, Heather.

–Te creo. Pareces completamente alterada. No eres tú misma, Marjorie. Y eso no es propio de ti. Creía que eras capaz de enfrentarte a cualquier cosa, incluso a unos fieros y peligrosos intrusos. – Había adoptado un tono ligeramente burlón, y Marjorie respondió a él.

–Bueno, soy capaz, por supuesto. Iba a probar de hundirle el cráneo con el atizador, y luego apuñalarle con el cuchillo de la cocina, si hubiera intentado entrar.

Estaba riendo, pero su risa no tenía nada de alegre. ¿Había pensado realmente en hacerlo?

3

Otoño de 1962

Tenía que encontrar una forma de librarse de aquel maldito ruido en el experimento, pensó Gordon malhumorado, tomando su gastado maletín. El maldito asunto no funcionaba. Si no conseguía hallar la dificultad y corregirla, entonces todo el experimento iba a convertirse en puro viento.

La palmera lo detuvo, como siempre. Cada mañana, después de que Gordon Bernstein hubiera cerrado la amarilla puerta delantera del bungalow un poco demasiado fuerte, se daba vuelta y miraba a la palmera, y se detenía. La pausa era un momento de reajuste. Estaba realmente allí, en California. No era un decorado; era la realidad. La silueta de la palmera lo confirmaba, extendiendo sus frondas de afiladas agujas en un cielo sin nubes, silenciosamente exótica. Aquella prosaica planta era mucho más impresionante que las extrañamente vacías autopistas o el constante clima benigno.

La mayor parte de las noches, Gordon permanecía sentado hasta tarde con Penny, leyendo y escuchando discos folk. Las cosas eran exactamente iguales a sus años en Columbia. Mantenía los mismos hábitos, y casi olvidaba que a media manzana de distancia estaba la playa de Wind'n Sea con su incesante oleaje. Cuando dejaba sus ventanas abiertas, el rumor de las olas se parecía al ruido del tráfico en la Segunda Avenida, un distante eco de las vidas de otra gente que siempre había conseguido evitar, allí en su apartamento. Por ello cada mañana representaba una pequeña impresión cuando se aventuraba fuera, haciendo tintinear nerviosamente las llaves de su coche, murmurando mentalmente para sí mismo, y la palmera lo devolvía otra vez a su nueva realidad.

Los fines de semana era más fácil recordar que se hallaba en California. Entonces se despertaba para descubrir el largo y rubio cabello de Penny esparcido por la almohada a su lado. Durante la semana ella tenía sus clases a primera hora de la mañana y se marchaba cuando él aún seguía durmiendo. Se movía tan ligera y silenciosamente que nunca lo despertaba. Cada mañana, era como si ella nunca hubiera estado allí. No dejaba nada tirado a su alrededor. Ni siquiera había una arruga en la cama allá donde había dormido.

Gordon deslizó las tintineantes llaves en su bolsillo y caminó a lo largo del seto espinoso en dirección a las amplias avenidas de La Jolla. Aquello también resultaba un poco extraño para él. Las calles estaban llenas de espacio suficiente como para aparcar su Chevy del 58 y quedaba aún cemento suficiente como para dejar dos amplios carriles centrales de circulación. Las calles eran tan grandes como los edificios; parecían definir el paisaje, como vastos terrenos de recreo para la especie dominante, el automóvil. Comparado con la Segunda Avenida, que era más bien como un pozo de ventilación entre enormes losas de ladrillos marrones, aquello era un exceso extravagante. En Nueva York, Gordon siempre se preparaba cuando descendía los peldaños, sabiendo que cuando abriera la puerta delantera de cristal reforzado con alambre iba a encontrarse con docenas de personas ante su vista, moviéndose bruscamente de un lado para otro, un agitarse de vidas. Siempre podía contar con una presión así de carne a su alrededor. Aquí, nada. La calle Nautilus era una plana llanura blanca cociéndose al sol de la mañana, desprovista de gente. Subió a su Chevy, y el rugir del motor de arranque rompió el silencio, pareciendo conjurar en su espejo retrovisor un Chrysler largo y bajo que apareció a una manzana de distancia y pasó por su lado haciendo un ruido sibilante.

Camino al campus, condujo con una mano y buscó una emisora de radio con la otra, pasando de largo los discordantes bloques de sonido que por allí eran considerados como música pop. En realidad prefería la música folk, pero sentía un extraño afecto hacia algunas de las viejas canciones de Buddy Holly, y últimamente se había descubierto tarareando algunas de ellas en la ducha: Cada día estás un poco más cerca… Bien, ése será el día… Consiguió encontrar una canción de los Beach Boys y dejó el dial. El tenor susurraba acerca de arena y de sol y describía perfectamente el paisaje que estaba circulando a sus lados. Bajó por el bulevar La Jolla y observó los distantes y pequeños puntos que se agitaban junto a la línea ribeteada de blanco de las olas. Muchachos, que evidentemente no habían ido a la escuela pese a que las clases habían empezado hacía dos semanas.

Descendió la colina y se metió en la hilera de lentos coches, la mayor parte de ellos Lincolns y Cadillacs negros. Frenó, y observó que se estaban construyendo nuevos edificios en el monte Soledad. La tierra había sido arañada y removida para formar terrazas, y los camiones iban arriba y abajo por el revuelto suelo como insectos. Gordon sonrió ásperamente, sabiendo que aunque tuviera éxito en el experimento, y produjera un resultado brillante, y consiguiera una promoción, y en consecuencia obtuviera un mejor sueldo, seguiría sin poder permitirse ninguna de las casas de cedro y cristal que se alineaban en aquella colina. No a menos que aceptara un montón de trabajos consultivos adicionales y además ascendiera rápidamente en la universidad, quizás incluso encontrara un medio de actuar como decano a tiempo compartido para incrementar su cheque mensual. Pero eso era infernalmente difícil.

Hizo una mueca detrás de su densa barba negra, cambió de marcha mientras la canción de los Beach Boys se apagaba y el coche avanzó por entre el tráfico con un profundo y tranquilizador rugido en dirección a la Universidad de California en La Jolla.

Gordon tabaleó ausentemente sobre el vaso de Dewar lleno de nitrógeno líquido, intentando pensar cómo decir lo que deseaba, y se dio cuenta confusamente de que lo que ocurría era que no podía apreciar a Albert Cooper. El tipo parecía agradable, con su pelo color arena y su habla lenta que a veces hacía que se perdiera alguna de sus palabras, y obviamente musculoso debido a sus deportes preferidos, la inmersión con escafandra autónoma y el tenis. Pero la taciturna calma de Cooper frenaba el empuje de Gordon, una y otra vez. Sus modales sonrientes y despreocupados parecían reflejar alguna distante o pensativa tolerancia hacia Gordon, y éste consideraba eso irritante.

–Mira, Al -dijo, apartándose rápidamente de la humeante boquilla del vaso de Dewar-. Llevas conmigo más de un año, ¿no?

–Exacto.

–Te llevabas muy bien con el profesor Lakin, cuando yo me uní al departamento; Lakin estaba demasiado atareado, de modo que viniste a mí. Y yo te acepté. – Gordon se balanceó sobre sus talones, hundiendo las manos en sus bolsillos traseros-. Porque Lakin dijo que eras bueno.

–Seguro.

–Y ahora llevas rompiéndote la cabeza sobre este experimento con antimoniuro de indio desde hace… ¿cuánto tiempo?… un año y medio fácilmente.

–Exacto -dijo Cooper, con una ligera ironía.

–Creo que ya es tiempo de dejarnos de tonterías. Cooper no reflejó ninguna reacción visible.

–Hummm. No… esto… no comprendo lo que quiere decir.

–He venido aquí esta mañana. Te he preguntado acerca del trabajo que te encargué. Me has dicho que has revisado todos los amplificadores, todos los componentes, y que todo funciona a la perfección.

–Oh, sí. Lo he hecho.

–Y el ruido sigue todavía aquí.

–Lo he comprobado. He verificado toda la secuencia.

–Eso es imposible.

Cooper suspiró elaboradamente.

–De modo que se ha enterado, ¿eh? Gordón frunció el ceño.

–¿Enterado de qué?

–Sé que es usted muy estricto respecto a realizar todos los experimentos, de la A a la Z, sin ninguna pausa, doctor Bernstein. Lo sé muy bien. – Cooper se alzó de hombros como disculpándose-. Pero la noche pasada no pude terminarlo todo de una sola vez. Así que salí a tomar un poco de aire y unas cuantas cervezas con los chicos. Luego volví y lo terminé.

Gordon frunció el ceño.

–No hay nada malo en eso. Siempre puedes tomarte una pausa. Siempre que lo mantengas todo controlado, que no dejes que los preamplificadores o los osciloscopios pierdan su ajuste a cero.

–No. Todos seguían correctamente.

–Entonces… -Gordon abrió las manos, exasperado- te has confundido en alguna parte. No es de ir a beber unas cervezas de lo que me preocupo, es del experimento. Mira, la sabiduría convencional dice que se necesitan cuatro años como mínimo para llegar al final. ¿Deseas hacerlo en ese plazo de tiempo?

–Por supuesto.

–Entonces haz lo que digo y no te distraigas.

–Pero si no me he distraído.

–Tienes que haberlo hecho. Simplemente no has comprobado lo que tenías que comprobar. Yo puedo…

–El ruido sigue todavía aquí -dijo Cooper, con una seguridad que cortó a Gordón a media frase. Gordón se dio cuenta bruscamente de que estaba amilanando a aquel hombre, sólo tres años más joven que él, sin ninguna razón en absoluto, excepto su frustración.

–Mira, yo… -empezó Gordón, pero se dio cuenta de que la siguiente palabra se le pegaba a la garganta. Se sintió de pronto azarado-. De acuerdo, te creo -dijo, haciendo que su voz sonara viva y eficiente-. Veamos esas gráficas que tomaste.

Cooper había permanecido reclinado contra el macizo imán que envolvía el núcleo de su experimento. Se volvió y se abrió camino por entre los senderos de cables y guías de microondas. El experimento estaba todavía en curso. El frasco plateado, suspendido entre los polos del imán y casi oculto por los cables que penetraban en él, había formado una capa de hielo a su alrededor. Dentro de él el helio líquido burbujeaba y hervía a temperaturas apenas unos cuantos grados por encima del cero absoluto. El hielo era agua congelada de la humedad del aire en torno a la envoltura, y restallaba ocasionalmente cuando el equipo se expandía y se contraía para aligerar la tensión. El laboratorio brillantemente iluminado zumbaba con vida electrónica. Unos pocos metros más allá el calor de las bancadas sobre bancadas de detectores transistorizados formaban una cálida pared de aire. Desde el helio, sin embargo, Gordón podía sentir una suave brisa helada. Pese al frío, Cooper llevaba una vieja camisa y unos téjanos. Gordón prefería una camisa de manga larga con botones, de algodón de Oxford, con unos pantalones de pana que se cerraban por detrás y una chaqueta de Tweed. Aún no se había adaptado a la informalidad de los laboratorios de allí. Si eso significaba llegar hasta los extremos de Cooper, estaba seguro de que nunca lo haría.

–Tomé un montón de datos -dijo Cooper en tono conversacional, ignorando la tensión que había colgado en el aire hacía apenas unos momentos. Gordón avanzó por entre el conjunto de osciloscopios y consolas móviles hasta donde Cooper iba clasificando Metódicamente los gráficos que se registraban automáticamente. El Papel estaba milimetrado en un color rojo brillante, de modo que la quebrada línea verde de las señal destacaba enormemente, haciendo que la página casi pareciera en tres dimensiones a causa del contraste-. ¿Ve? – Los gruesos dedos de Cooper rastrearon los picos y valles de color verde-. Aquí es donde debería estar la resonancia nuclear del indio. Gordon asintió.

–Un hermoso y ancho pico, eso es lo que deberíamos encontrar -dijo. Pero allí había tan sólo un caos de apretadas líneas verticales, trazadas a medida que la punta registradora oscilaba arriba y abajo sobre el papel, bajo la acción de impulsos aleatorios.

–Únicamente un lío -murmuró Cooper.

–Sí -admitió Gordon, dándose cuenta de que expelía el aire mientras decía eso y sus hombros se hundían.

–Sin embargo, obtuve ése -dijo Cooper, tendiéndole el rectángulo verde de otro registro. Mostraba un esquema mezclado. A la derecha había un claro pico, con sus lados lisos y sin perturbaciones. Pero la parte central e izquierda de la página era un amasijo de garabatos sin significado.

–Maldita sea -murmuró Gordon para sí mismo. En aquellos gráficos la frecuencia de las emisiones de la muestra de antimoniuro de indio se incrementaba de izquierda a derecha-. El ruido borra las altas frecuencias.

–No siempre.

–¿Eh?

–Aquí hay otra muestra. La tomé apenas unos minutos después de esa otra.

Gordon estudió el tercer gráfico. En éste había un pico razonablemente delimitado en el lado izquierdo, en las bajas frecuencias, y luego el ruido a la derecha.

–No lo comprendo.

–Le aseguro que yo tampoco.

–Antes siempre habíamos obtenido un ruido plano y constante.

–Aja. – Cooper le miró inexpresivamente. Gordon era el profesor allí; Cooper estaba pasándole el acertijo. Gordon le miró de soslayo, pensativo.

–Estamos obteniendo los picos, pero solamente parte del tiempo.

–Eso es lo que parece.

–Tiempo. Tiempo -murmuró Gordon, distante-. Hey, la punta necesita digamos treinta segundos para recorrer la hoja, ¿no?

–Bueno, podemos cambiar eso, si cree…

–No, no, escucha -dijo Gordon rápidamente-. Supon que el ruido no está siempre ahí. En este caso… -volvió a la hoja del sendo gráfico- hay alguna fuente de ruido en el momento en que la punta está registrando las bajas frecuencias. Aproximadamente diez segundos más tarde ha desaparecido. Aquí… -clavó un grueso dedo en el tercer gráfico- el lío aparece en el momento en que la punta alcanza las altas frecuencias. El ruido está regresando.

Cooper frunció el ceño.

–Pero… Creía que éste era un experimento de régimen constante. Quiero decir, nada cambia, ésa es la base de todo el asunto. Mantenemos la temperatura baja pero constante. Los osciloscopios y amplificadores y rectificadores son todos calentados y confirman el esquema. Ellos…

Gordón le hizo un gesto con la mano para que guardara silencio.

–Eso no es nada que nosotros estemos haciendo. Hemos pasado semanas controlando los elementos electrónicos; no es que estén funcionando mal. No, es algo distinto, ésa es mi opinión.

–¿Pero qué?

–Algo exterior. Una interferencia.

–¿Cómo puede…?

–¿Y quién lo sabe? – dijo Gordón con una nueva energía. Empezó a pasear nerviosamente, uno de sus gestos característicos. Las suelas de sus zapatos chirriaban contra el suelo a cada una de sus vueltas-. Lo que está ocurriendo es que hay otra fuente de señales en el antimoniuro de indio. O en caso contrario el indio está captando una emisión de modulación temporal procedente de fuera del laboratorio.

–No comprendo.

–Infiernos, yo tampoco. Pero algo nos está embrollando la detección de la resonancia nuclear. Tenemos que rastrear lo que es.

Cooper miró con el rabillo del ojo las erráticas líneas, como si estuviera midiendo con su ojo mental las alteraciones que había que hacer para estudiar más a fondo el problema.

–¿Cómo?

–Si no podemos extirpar el ruido, estudiémoslo. Encontremos de donde procede. ¿Está ocurriendo en todas las muestras de antimoniuro de indio? ¿Se filtra desde algún otro laboratorio de aquí? ¿O se trata de algo nuevo? Eso es lo que hemos de buscar.

Cooper asintió lentamente. Gordón empezó a esbozar algunos diagramas de circuitos en la parte de atrás de una de las hojas, señalando los componentes con un lápiz. Ahora podía ver nuevas posibilidades. Un ajuste aquí, una nueva pieza de equipo allí. Podían conseguir algunos componentes de Lakin, y probablemente podrían convencer a Feher de que les dejara su analizador de espectro por un día o dos. El lápiz de Gordon hacía un débil sonido rasgueante por encima del resoplar de las bombas y el penetrante zumbido de los componentes electrónicos, pero él no oía nada. Las ideas parecían estar encadenándose a creciente velocidad en su mente y derramarse directamente en la página a través del lápiz, saltar al papel casi antes de que hubiera tenido tiempo de pensar en ellas, y tenía la sensación de hallarse tras la huella de algo concreto en aquel problema del ruido. Podía existir una nueva estructura oculta tras los datos, como una gran pieza de caza tras una densa maleza. Iba a descubrirla; estaba seguro de ello.