–Esas nuevas ecuaciones suyas tienen algunas soluciones curiosas. Está la vieja onda de probabilidad para los lazos causales, de acuerdo, pero… -Siguió hablando de una forma soñadora mientras al mismo tiempo un rincón de su mente esperaba quejan llegara pronto. La había llamado a última hora desde el laboratorio, cuando Renfrew le había dicho que aquella reunión era en parte una informal fiesta de despedida para desearle a él buen viaje. Renfrew había puesto todas sus esperanzas de resolver el problema del ruido en el equipo de Brookhaven, y en la destreza de Markham para arrancárselo.
–Parece que la lluvia ha amainado, ¿eh? – observó Renfrew, mirando por la ventana. Era cierto. Una intensa oscuridad había seguido a la violenta y repentina lluvia. Peterson, conduciendo de vuelta de Cambridge, había tenido que bajar su ventanilla y asomar la cabeza para ver la verja. Markham se dirigió hacia la ventana y captó el fuerte olor de la tierra empapada y las goteantes hojas. Haladas semillas de sicómoros caían en espirales sobre los húmedos setos. Parecía un mundo sumergido.
Marjorie Renfrew flotaba en torno al triángulo Peterson-Wickham-Markham, incapaz de integrarse en la casual charla científica. John Renfrew iba de un lado para otro de la habitación, empujando las bandejitas de pequeños canapés un centímetro más hacia el centro de las mesillas. Su rostro estaba enrojecido y parecía haber bebido un poco más de la cuenta.
Sonó el timbre de la entrada. Ninguno de ellos había oído acercarse un coche en la martilleante lluvia. Marjorie se apresuró a responder, con una expresión de alivio. Markham oyó su voz en el vestíbulo, hablando sin hacer ninguna pausa.
–¡Oh, qué tarde tan terrible! ¿No es absolutamente espantosa? Entre, ¿no ha traído impermeable? Oh, si viviera usted aquí debería tener siempre uno a mano. Me alegra que Greg haya conseguido localizarla. Fue en el último minuto, lo sé, pero estoy completamente rodeada de científicos, y necesito a alguien con quien hablar.
Markham vio las gotas de lluvia caer regularmente del alero del porche detrás dejan, antes de que Majorie cerrara la puerta, empujándola con el hombro para hacerla encajar en la jamba.
–Hola, amor. – La besó con un afecto casual-. Ven a secarte un poco. – Ignoró los revoloteos de Marjorie y condujo a Jan hacia la sala de estar.
–¡Un auténtico fuego de leña! – dijo Jan-. Qué encantador.
–Creí que alegraría un poco las cosas -confió Marjorie-, pero la verdad es que en cierto modo resulta deprimente, hace que nos sintamos como en otoño cuando en realidad sólo estamos en agosto, por el amor de Dios. El tiempo parece haberse vuelto loco.
–¿Conoces a todo el mundo? – preguntó Greg-. Veamos, ésta es Cathy Wickham.
Cathy, que se hallaba sentada en el sofá con John Renfrew, le dirigió una inclinación de cabeza.
–Oh, estar en California, con el agosto que nos hace aquí, ¿eh?
–Y éste es Ian Peterson. Ian, ésta es mi esposa, Jan. Peterson estrechó su mano.
–Bien, ¿cómo va el experimento? – preguntó Jan a todos.
–Oh, cielos, no volvamos a eso de nuevo -dijo Marjorie rápida mente-. Esperaba que pudiéramos hablar de alguna otra cosa, ahora que está usted aquí.
–Bien y mal al mismo tiempo -dijo Greg, ignorando a Marjorie-. Tenemos gran cantidad de ruido, pero la detallada explicación de Cathy del nivel de ruido y del espectro parece buena, así que con un mejor equipo electrónico que parece que John podrá conseguir tal vez logremos eliminar algo del problema.
–Me sorprende que Peterson no pueda conseguirlo por usted simplemente alzando un dedo ante el teléfono -dijo Cathy seca mente. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Agitó nerviosa mente su mandíbula, un movimiento lateral intenso e inconsciente.
–Se sobreestima mi omnipotencia -dijo Peterson calmada mente.
–Es impresionante ver la cola científica meneando al perro de la CIA.
–Creo que no comprendo lo que quiere decir.
–La gente debería volver a dejar los archivos allá donde los encontró.
–Le aseguro que no tengo la menor idea de lo que está usted…
–¿Piensa usted ocultarse siempre tras esa frase aprendida de memoria?
Marjorie los miró a los dos, horrorizada, prendida por la chispa de la tensión.
–¿Quiere usted algo de beber, Jan? – intervino desesperada mente, con voz un poco demasiado alta. La seca observación de Peterson ahogó la suave respuesta dejan.
–Aquí en Inglaterra todavía seguimos pensando que la discreción y la urbanidad lubrican las ruedas de las relaciones sociales, se ñorita Wickham.
–Doctora Wickham, si debemos ser formales, señor Peterson.
–Doctora Wickham, por supuesto. – Convirtió la palabra en un insulto. Cathy se envaró, sus hombros rígidos por la furia-. Los de su clase no pueden soportar el ver a una mujer que sea algo más que una fornicadora sin seso, ¿verdad?
–Le aseguro que éste no es el caso en relación con usted -dijo Peterson sedosamente. Se volvió a Renfrew, que parecía como si deseara hallarse a un millar de kilómetros de distancia. Markham dio un sorbo a su bebida, mirando de uno a otra con despierto interés. Aquello era mejor que la charla habitual de cualquier fiesta…
–Curioso, ésa no ha sido la impresión que he sacado esta tarde -prosiguió Cathy obstinadamente-. Pero sin duda no ha aprendido usted a aceptar bien los rechazos, ¿verdad?
La mano de Peterson se crispó en su vaso; sus nudillos se pusie ron blancos. Se volvió con lentitud. Marjorie dijo débilmente:
–Oh, Dios mío.
–Creo que debe de haber interpretado usted mal algo de lo que dije, doctora Wickham -dijo Peterson finalmente-. Difícilmente me atrevería a plantear el tema con una mujer de su… esto… persuasión.
Por un momento nadie se movió ni dijo nada. Luego John Renfrew se dirigió hacia la chimenea y se detuvo frente a ella, las piernas abiertas firmemente plantadas, sujetando su jarra de cerveza. Frunció el ceño, cada centímetro de su figura la imagen de un sólido hacendado inglés.
–Miren -dijo-, ésta es mi casa, y espero que mis invitados se comporten civilizadamente en ella.
–Tiene usted toda la razón, Renfrew -respondió rápidamente Peterson-. Le pido disculpas. Atribuyalo a una provocación intolerable. – Aquello tuvo el efecto de echarle toda la culpa a Cathy.
–Oh, Dios mío -dijo ella desconsoladamente-. John, lamento que me haya visto arrastrada a esto en su casa. No me ha gustado tampoco verme obligada a ser ruda con él…
–Ya basta -declaró Renfrew-. No sigamos. – Hizo un gesto con su jarra de olvidarlo todo.
–Bien hecho, John -le dijo Jan-. Defiende tus derechos. Ahora, si alguien pudiera proporcionarme esa copa… -Avanzó hacia él, sonriendo. El rígido círculo se rompió, la tensión se disipó. Él la tomó del brazo y se dirigieron hacia el aparador. Peterson se fue a hablar con Marjorie. Greg se quedó sentado en el sofá junto con Cathy Wickham.
–Bien, creo que he pisado la lona en este asalto -dijo ella alegremente-. Pero ese minuto o dos han valida la pena.
–¿Le hizo realmente alguna proposición? – preguntó Greg-. Yo estaba allí y no noté nada. – Jan se les unió, inclinándose sobre el borde del sofá.
–¿Está usted bromeando? – Cathy se echó a reír-. Por su puesto que me la hizo.
–Por intentarlo no se pierde nada, por supuesto. Pero directa mente, así, sin conocerse siquiera, y…
–Oh, fue muy sutil y discreto al respecto. Dejó margen suficiente para un gracioso rechazo, para salvar su ego y todo lo demás. Es un bastardo vanidoso. Pero Jan desaprueba mi comportamiento, ¿verdad, Jan?
–Bueno, sí. Creo que ha hecho usted que la situación se pusiera un poco incómoda para John y Marjorie. Francamente, yo tengo la misma opinión de él que usted, pero…
–Esto es fascinante -dijo Greg-. Presenciemos como las dos clavan sus garras en el pobre tipo.
–¿Pobre tipo? Es un asqueroso sapo que ha conseguido el éxito, que se siente seguro de sí mismo y que desprecia a las mujeres. ¿Va a ponerse de su lado como un machista más?
–¿Que desprecia a las mujeres? – murmuró Greg, sorprendido-. Creía que era precisamente al revés. Jan y Cathy intercambiaron miradas.
–Nos detesta, a todas. Y no puede soportar el rechazo de un ser inferior. ¿Por qué cree que dio a entender que yo era homo?
–¿Lo es?
Ella se alzó de hombros.
–En realidad soy bi. Pero es cierto, tiendo a preferir a las mujeres. No mire ahora, pero el viejo Ian está apretándole fuertemente los tornillos a nuestra querida anfitriona. Ella está enrojeciendo como una loca.
Markahm se retorció en su silla y miró al otro lado de la habitación, curioso.
–Cristo, no puedo imaginarme esto. Es una mujer que no me atrae en absoluto sexualmente. Además, probablemente debe pasarse todo el tiempo hablando.
–¿Quién está siendo chismoso ahora? Al menos ella es obvia mente heterosexual… eso es todo lo que Peterson necesita para curar su ego herido. Luego le tocará el turno a Jan.
Jan alzó una ceja.
–Oh, vamos. ¿Con Greg aquí en la habitación? De todos modos, él tiene que saber ya que no me atrae particularmente.
–¿Piensa que todo eso va a importarle algo? Vaya a hablar con él… Apuesto a que no pasarán cinco minutos antes de que empiece a hacerle insinuaciones. Entonces será el momento de ponerle de nuevo en su lugar.
Jan agitó la cabeza.
–Prefiero evitar la experiencia.
–Dios, esto es demasiado -dijo Greg-. No puedo creer que sea tan mala persona.
Cathy le obsequió con una mueca.
–Bueno, es su problema. Voy a ir a hablar con John acerca de su experimento. – Se levantó y se fue.
–¿Y bien? – preguntó Greg.
–¿Y bien, qué?
–¿No crees que ella se está pasando un poco con Peterson? ¿Piensas que realmente le hizo proposiciones?
–Estoy segura de que se las hizo. Pero pienso que lo que a ella le molesta es haber sido arrancada de su propio trabajo por alguien que ni siquiera la trata como a una científica. Y no debe ser en absoluto agradable saber que los archivos personales de una pueden estar al alcance de cualquiera.
–Oh, al infierno con ello. Peterson me parece una persona completamente razonable, comparada con el resto de la compañía. Renfrew se vuelve apático apenas sale del laboratorio, Marjorie es una estúpida y Cathy es insoportable. Jesús. Sólo somos tres, y el único normal soy yo.
–E incluso tú eres un poco raro -dijo ella irónicamente-. Pensaba que todo iba bien en el experimento. ¿Por qué todo el mundo está de un humor tan terrible?
–Tienes razón… Todos estamos un poco salidos de tono, ¿ver dad? No se trata del experimento. Personalmente, no me hace la menor gracia tener que tomar el avión a Washington.
–¿Que tienes qué?
–Oh, Dios claro… Todavía no he tenido oportunidad de decírtelo. Espera, te prepararé otro vaso y te lo explicaré.
–Pero habíamos planeado…
–Lo sé, pero esto tomará tan sólo unos cuantos días, y…
Los otros huéspedes evitaron prudentemente el sofá mientras Jan y Greg ordenaban su logística familiar. Luego los Markham se relajaron un poco y escucharon el fluir de conversación inglesa en torno suyo, las aes largas, las agudas inflexiones. Cathy había salido al patio, anunciando que la lluvia había cesado, cosa que no había sido advertida en su momento debido a la tensión en la sala de estar. Un buen humor tenso y artificial parecía agarrotar las gargantas de Peterson y Renfrew mientras hablaban. Sus palabras eran entrecortadas y ligeramente elevadas de tono. Marjorie intercalaba alguna frase entre las de los dos hombres con una especie de pitido. Peter son estaba describiendo la enorme e inútil campaña de prensa que había rodeado el salvamento de las especies de rinocerontes de Sumatra y Java. El Consejo Mundial había decidido reorientar los fondos hacia aislar en una reserva los rinocerontes de Java. El ecoinventario había dictado esta medida como parte del plan de estabilización orientado a salvaguardar especies. La única especie que sobraba era, por supuesto, la humana. La política del Consejo había sido aplaudida por los tipos ambientalistas, que no habían mencionado en absoluto el hecho de que, al nivel cero de recursos, esto significaba menos tierra disponible y menos dinero para la gente.
–Cuestión de elegir -dijo Peterson en forma distanciada, haciendo girar el líquido ambarino en su vaso. Todos asintieron juiciosamente.
–No, no -le dijo Greg Markham a Marjorie Renfrew-, olvide esa escena entre Cathy e Ian. No significa nada. Todos nos hemos dejado llevar últimamente por los nervios.
Estaban de pie en el patio, al límite de la anaranjada luz que llegaba de dentro.
–Pero los científicos son menos emocionales, tenía entendido, y verlos atacarse así…
–En primer lugar, Peterson no es un científico, En segundo lugar, todo eso acerca de suprimir las emociones es más bien una leyenda convencional. Cuando Newton y Hooke tuvieron su famosa disputa acerca de quién descubrió la ley de la inversa del cuadrado, estoy seguro de que ambos estaban lívidos de rabia. Pero se necesitaban dos semanas para que una carta llegara del uno al otro. Newton tenía tiempo de pensar su respuesta. Con eso la discusión se mantenía a un alto nivel, naturalmente. En nuestros días, si un científico escribe una carta, hace que la publiquen. El tiempo intermedio es muy corto y los temperamentos estallan. Sin embargo…
–¿No cree usted que eso explica la irritabilidad en nuestros tiempos? – observó Marjorie sagazmente.
–No, hay algo más, una sensación… -Greg agitó la cabeza-. Oh, mierda, debería quedarme dentro de los límites de la física. Aunque incluso ahí, por supuesto, no sabemos realmente mucho de lo que es básico.
–¿De veras? ¿Por qué?
–Bueno, tomemos el hecho desnudo de que todos los electrones poseen la misma masa y carga. E igual hacen sus antipartículas, los positrones. ¿Por qué? Uno puede hablar acerca de campos y fluctuaciones del vacío y de todo lo demás, pero me gusta la antigua idea de Wheeler… tienen la misma masa porque todos ellos son la misma partícula.
Marjorie sonrió.
–¿Cómo es eso posible?
–Entiéndalo, sólo hay un electrón en el universo. Un electrón viajando hacia atrás en el tiempo se parece a una antipartícula, el positrón. De modo que usted lanza un electrón hacia delante y hacia atrás en el tiempo, y tenemos que todo sale de una sola partícula… perros y dinosaurios, piedras y estrellas.
–¿Pero por qué debería viajar hacia atrás en el tiempo?
–¿Una colisión con un taquión? No lo sé. – La frivolidad de Greg desapareció-. Mi idea es que los fundamentos de todo son frágiles. Incluso la lógica está llena de agujeros. Las teorías están basadas en imágenes del mundo… imágenes humanas. – Alzó la vista y los ojos de Marjorie siguieron su mirada. Las constelaciones colgaban en el cielo como parpadeantes velas. Un lejano avión zumbó. Una luz verde se encendía y apagaba en su cola.
–Prefiero las cosas antiguas y seguras -empezó ella, con un hilo de voz.
–¿Para que lleguen a convertirse en arcaicas y podamos digerirlas? – pregunto Greg aviesamente-. ¡Tonterías! Debemos seguir adelante. Pero por ahora volvamos dentro…
Markham se dirigió a la ventana y miró al cielo, que se estaba aclarando.
–Me preguntó qué tipo de nubes nos habrá arrojado toda esta agua -murmuró, casi para sí mismo, Giró ligeramente su cabeza, contemplando ociosamente el patio, y de pronto se inmovilizó-. Hey, ¿quiénes son ésos?
John Renfrew acudió junto a la ventana y miró hacia la oscuridad.
–¿Dónde…? ¡Hey, están en nuestro garaje! Markham se apartó de la ventana, pensando en el hombre en la parada del autobús el otro día.
–¿Qué es lo que tienes ahí?
Renfrew vaciló, estudiando las oscuras siluetas que ahora habían abierto de par en par las puertas del garaje.
–Herramientas, trastos viejos, yo…
–¡Comida! – exclamó Marjorie-. Mis conservas, almacené algunas allí. Y cosas enlatadas.
–Eso es lo que están buscando -dijo Markham con decisión.
–Los intrusos de ahí abajo -murmuró Renfrew para sí mismo-. Llama a la policía, Marjorie.
–Oh, Dios mío -dijo ella, sin moverse.
–Vamos -John le dio un ligero empujón.
–Yo lo haré -dijo Jan. Echó a correr hacia el vestíbulo.
–Vamos a echarlos -dijo Markham. Tomó un atizador de la chimenea, con un movimiento casual.
–No -dijo John-. La policía…
–Cuando lleguen, esos tipos habrán desaparecido hará horas -dijo Markham. Se dirigió rápidamente hacia la puerta delantera y la abrió-. ¡Vamos!
–Puede que estén armados -dijo la voz de Peterson tras él. Markham salió y se detuvo en mitad del césped. Renfrew le siguió. – ¡Eh! – gritó una voz en el garaje-. ¡Larguémonos!
–¡Fuera! – gritó Markham.
Corrió hacia el oscuro rectángulo del abierto garaje. Pudo distinguir a un hombre inclinado, alzando una caja de cartón. Otros dos llevaban cosas. Vacilaron cuando Markham se dirigió directa mente hacia ellos. Alzó el atizador y gritó en dirección a la casa:
–¡Eh, John! ¿Has cogido tu revólver?
Los hombres recuperaron su movimiento. Dos de ellos se lanzaron hacia el sendero. Greg cargó y les cortó el camino hacia la verja. Agitó violentamente el atizador. Un sonoro fuzzz hendió el aire. Los hombres se detuvieron. Retrocedieron un poco, mirando los setos a ambos lados del patio.
Renfrew corrió hacia el tercer hombre. La oscura silueta hizo una finta y lo eludió. En aquel momento Cathy Wickham bajaba los escalones del porche. Renfrew resbaló en la mojada hierba.
–¡Cristo! – juró.
El hombre aceleró su marcha, mirando hacia atrás a Renfrew. Cathy Wickham, intentando descubrir quién era quién en las sombras, se detuvo en mitad del sendero. La figura chocó con ella. Ambos cayeron sobre las piedras.
Markham agitaba el atizador a uno y otro lados ante él. Los hombres parecían paralizados por el sonido de hendir el aire que hacía. En la oscuridad no podían decir cuan cerca estaba de ellos. Markham tampoco podía calcular la distancia. Ejércitos ignorantes enfrentándose en la noche, pensó atolondradamente. ¿Debía cargar contra ellos?
–Vuestro amigo ya ha sido atrapado -dijo con voz clara.
Los dos se volvieron para mirar. El amarillento rectángulo de la puerta de la casa arrojaba una mancha de luz sobre el brillante césped. En ella, John Renfrew estaba tirando del hombre caído para obligarlo a ponerse en pie, mientras decía:
–¿Quién demonios…?
Markham avanzó tranquilamente y lanzó el atizador, crac, contra la pierna del hombre que tenía más cerca.
–¡Hau! – El hombre golpeado se derrumbó. Su compañero vio a Markham retroceder, hundiéndose en las sombras. De pronto se volvió y echó a correr en diagonal, cruzando el césped. Markham intentó mantener controlados a los dos hombres que ya tenían. dos capturados, uno fugado.
–¡Cuidado, Greg, tiene un cuchillo! – gritó Cathy Wickham. El hombre se volvió, deslumbrado por la amarillenta luz en el centro del césped. El metal se reflejó en su mano.
–Ahora, simplemente déjennos irnos -dijo jadeante. Markham avanzó hacia él, fuzzz, fuzzz. El sonido llamó la atención del hombre. Ian Peterson avanzó trotando.
–Déjelo irse -le dijo a Markham.
–¡Infiernos, no! – respondió Markham enérgicamente.
–No vale la pena arriesgarse…
–Ya los tenemos -insistió Markham.
–¡Ése de ahí se escapa! – gritó Cathy Wickham. El hombre tendido en el camino se había ido arrastrando hacia la verja. Cuando ella habló, se puso en pie de un salto y echó a correr y saltó por en cima de la verja.
–¡Maldita sea! – exclamó Markham, disgustado-. Hubiera debido vigilarle.
–No nos pongamos melodramáticos -dijo suavemente Peter son-. La policía estará aquí en unos minutos. Markham miró a Renfrew.
–¡Eric! – gritó el hombre con el cuchillo-. ¡Desaparece!
Bruscamente, antes de que Markham pudiera captar la señal, los dos hombres se movieron. El cautivo de Renfrew se apartó de él de un empellón y echó a correr hacia el garaje. Markham le siguió. No podía ver nada. De pronto el hombre reapareció, una sombra. Markham pudo ver que llevaba algo largo en la mano. Retrocedió unos pasos, dudando. Vio que el hombre con el cuchillo se dirigía hacia la verja. Una maniobra elemental para distraerle. La sombra avanzó más hacia la luz y agitó un rastrillo hacia la cabeza de Markham. Markham se agachó y saltó hacia atrás.
–Cristo, alguien…
Ambos hombres echaron a correr de pronto hacia la verja. El del garaje se volvió y lanzó el rastrillo directamente contra Markham. Éste se echó a un lado.
–¡Bastardos! – gritó, y arrojó el atizador contra ellos en la oscuridad. Oyó sus pisadas alejarse.
–No vale la pena ir tras ellos -dijo Renfrew a su lado.
–Dejemos eso a la policía, Greg -confirmó Cathy Wickham.
–Sí, de acuerdo -murmuró torpemente.
Volvieron con lentitud a la casa. Hubo un momento de silencio, y luego todo el mundo empezó a hablar del incidente. Markham observó que aquellos que se habían quedado dentro y habían observado desde la puerta tenían un punto de vista distinto de los detalles. Creían que Renfrew había dominado a su hombre, cuando de hecho el tipo simplemente había aguardado la mejor ocasión para escapar. La relatividad de la experiencia, pensó Markham. Aún jadeaba por el esfuerzo, sus venas llenas de adrenalina.
De lejos les llegó el ulular bitono de una sirena.
–La policía -dijo rápidamente Peterson-. Tarde, como siempre. Miren, voy a marcharme antes de que lleguen aquí. No tengo ningún deseo de responder preguntas durante todo el resto de la noche. Ustedes, amigos, son los héroes, después de todo. Gracias por las copas, y adiós a todo el mundo.
Se fue a toda prisa. Markham lo contempló irse. Pensó en el hecho de que su primera respuesta inconsciente había sido suponer que aquellas oscuras siluetas eran ladrones. No había habido ninguna vacilación, nadie suponiendo que podía tratarse de algún error, de gente que se había equivocado de casa. Veinte años antes, ése hubiera sido el caso. Ahora…
Los demás estaban de pie en el centro de la sala de estar, brindando por el éxito de la aventura. La sirena estaba cada vez más cerca.
Cooper escuchó, asintió, dijo muy poco. En algunos momentos parecía taciturno. Sus nuevos datos llegaban continuos y claros: sin señales.
Gordon sentía una desilusión cada vez que examinaba los libros de laboratorio de Cooper y veía las curvas normales y ordinarias. ¿Acaso el efecto podía aparecer y desaparecer simplemente así? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿O tal vez simplemente Cooper estaba desechando todas las resonancias que no encajaran con su tesis? Si uno está condenadamente seguro de que no está buscando nada, hay muchas probabilidades de que no lo vea aunque se le presente.
Pero Cooper lo registraba todo en sus blocs de notas, como hace todo buen experimentador. Los libros estaban embrollados, pero absolutamente completos. Gordon los examinaba diariamente, buscando inexplicables lagunas o anotaciones inconcretas. Nada parecía fuera de lo normal.
Sin embargo, recordaba a los físicos de los años treinta que habían bombardeado sustancias con neutrones. Habían ajustado cuidadosamente sus contadores Geiger a fin de que, cuando se detuviera el bombardeo de neutrones, éstos se detuvieran también… a fin de evitar algunas fuentes de error experimental. Si hubieran dejado sus contadores en funcionamiento, hubieran descubierto que algunas sustancias emitían partículas de alta energía durante mucho tiempo después… radiactividad artificialmente inducida. Mostrándose cuidadosos se habían perdido lo inesperado, y se habían perdido también el premio Nobel.
El ejemplar de julio de Physics Today llevaba un artículo en la sección de «Investigaciones y Descubrimientos» que trataba de la resonancia espontánea. Había un extracto de los datos, tomados del artículo de la Physical Review Letters. Lakin era citado extensa mente. El efecto, afirmaba, «promete mostrarnos un nuevo tipo de las interacciones que pueden ocurrir en los compuestos del Tipo III-V tales como el antimoniuro de indio… y quizás en todos los compuestos, si los experimentos son lo suficientemente sensitivos como para captar este efecto». No había ninguna mención de la aparente correlación entre los intervalos a los cuales aparecía la resonancia espontánea.
Gordon decidió atacar de nuevo el fenómeno de la «resonancia espontánea». La idea del mensaje tenía sentido para él -al me nos, allí había algo-, pero la repulsa de sus colegas no podía ser ignorada. De acuerdo, quizá tuvieran razón. Quizás una serie de extrañas coincidencias lo llevaran a creer que había palabras codificadas en las señales del osciloscopio. En ese caso, ¿cuál era la explicación? Lakin temía que el concentrarse en la idea del mensaje pudiera oscurecer el auténtico problema. De acuerdo, digamos que Lakin tenía razón. Digamos que tenía toda la razón. ¿Qué otra explicación era posible?
Trabajó durante varias semanas en alternativas. La teoría que gobernaba el experimento original de Cooper no era particular mente profunda; Gordon la examinó profundamente, sopesando las suposiciones, rehaciendo las integrales, comprobando cada pa so. Algunas ideas nuevas surgieron de todo ello. Las fue estudiando una a una, intentando hacerlas encajar con las ecuaciones y las estimaciones de orden de magnitud. La primitiva teoría dejaba de lado algunos términos matemáticos; los investigó, buscando formas en que pudieran dejar de pronto de ser despreciables y trastornaran toda la teoría. Nada parecía encajar con sus necesidades. Releyó los artículos originales, con la esperanza de encontrar algún nuevo indicio. Pake, Korringa, Overhauser, Feher, Clark… los artículos eran clásicos, inatacables. No había ninguna escapatoria visible de la teoría canónica. Estaba realizando algunos cálculos en su escritorio, esperando la llegada de Cooper para tener una charla con él, cuando sonó el teléfono.
–¿Doctor Bernstein? – preguntó la voz de la secretaria del departamento.
–Hum -dijo, distraído.
–Al profesor Tulare le gustaría verle.
–Oh, está bien. – Tulare era el presidente-. ¿Cuándo, Joyce?
–Ahora, si es posible.
Cuando Joyce le hizo pasar a la enorme y austera estancia, el presidente estaba leyendo lo que Gordon reconoció como un dossier personal. Los acontecimientos confirmaron pronto que se trataba del suyo.
–En pocas palabras -dijo Tulare-, tengo que decirle que su promoción por méritos ha sido, esto, sujeta a controversia.
–Creí que esto era algo automático. Quiero decir…
–Normalmente lo es. El departamento se reúne tan sólo para considerar las promociones del profesor ayudante a profesor ad junto, es decir a un puesto fijo, o de profesor adjunto a profesor titular.
–Oh, sí.
–Una promoción por méritos, como en su caso, de profesor ayudante escalón II a profesor ayudante escalón III, no requiere el voto de todo el departamento. Habitualmente pedimos la opinión del personal más antiguo en el grupo del candidato… en su caso, el grupo de resonancia de spin y estado sólido… para formarnos una opinión. Me temo…
–Lakin lo vetó, ¿no? Tulare lo miró alarmado.
–Yo no he dicho eso.
–Pero lo ha dado a entender.
–No voy a discutir comentarios individuales. – Tulare pareció preocupado por un instante, luego se echó hacia atrás en su asiento estudiando la punta de su lápiz como si la solución estuviera ahí-. De todos modos, se dará cuenta usted de que… los acontecimientos… de los últimos meses no han inspirado mucha confianza en los miembros de la facultad compañeros suyos.
–Lo sospechaba.
Tulare inició una serie de reflexiones acerca de la credibilidad científica, manteniendo la discusión en un terreno lo suficiente mente vago como para ser seguro. Gordon escuchó, deseando oír algo de lo que pudiera extraer alguna enseñanza. Tulare no era el tipo normal de administrador, enamorado de su propia voz, y su pequeño discurso era más un mecanismo de defensa que una conferencia. Pese a su anterior alarde, Gordon empezó a sentir que una extraña debilidad se apoderaba de sus piernas. Aquello era serio. Una promoción por méritos era pura rutina, sólo los casos real mente cuestionables se encontraban con problemas. La gran prueba era el salto de profesor ayudante a profesor adjunto, lo cual significaba la titularidad. Gordon había empezado como profesor ayudante I y había avanzado al II en menos de un año, lo cual era rápido; la mayor parte de los miembros de la facultad se pasaban dos años en cada escalón. Una vez alcanzara el ayudante III podía ser promocionado a adjunto I, aunque el camino normal era pasar por ayudante IV antes de dar el salto a la titularidad. Pero ahora no iba a dar el salto normal previsto de II a III en el tiempo estipulado. Aquello no iba a ser una buena nota para cuando tuviera que presentarse para su titularidad.
La frialdad había ascendido de sus piernas hasta su pecho cuan do Tulare dijo:
–Naturalmente, tiene que ser usted muy prudente en lo que haga en todos los campos, Gordon. – Y se puso a discurrir acerca de la necesaria cautela que un científico tenía que tener siempre, la cualidad de mostrarse escéptico acerca de sus propios descubrimientos. Luego, increíblemente, Tulare se lanzó a recitar la historia de Einstein y del cuaderno de notas donde escribir todos los pensamientos que se le ocurrieran a uno, terminando con la frase-: Y Einstein dijo: «Lo dudo. Sólo he tenido dos o tres buenas ideas en mi vida.» -Tulare dio una palmada en su escritorio con genuino buen humor, aliviado de haber sido capaz de convertir una entrevista difícil en algo más ligero-. De modo que entienda, Gordon… no toda idea es una buena idea.
Gordon sonrió débilmente. Le había contado esa misma historia a Boyle y a los Carroway, y ellos se habían echado a reír. Indudablemente la habían oído antes. Simplemente estaban riéndole el chiste a un joven miembro de la facultad que debía parecerles como un bufón.
Se puso en pie. Sus piernas apenas le sostenían. Se dio cuenta de que estaba respirando rápidamente, pero no había ninguna causa claramente discernible. Gordon murmuró algo a Tulare y se dio la vuelta. Sabía que su principal preocupación tenía que ser la promoción por méritos, pero en aquel momento en todo lo que podía pensar era en los Carroway y en sus sonrisas y en su propia enorme es tupidez.
Saul Shriffer llamó a mediados de julio. Había terminado las observaciones de la 99 de Hércules, utilizando el radiotelescopio de Green Bank. Los resultados eran negativos. No llegaba ninguna señal coherente aparte el habitual chisporroteo estelar. Gordon sugirió utilizar frecuencias más altas y bandas más estrechas. Saul dijo que ya había intentado algunas. Sin mayores resultados a sus esfuerzos, no podía seguir utilizando más tiempo el instrumento. Los proyectos convencionales de investigación tenían prioridad. Hablaron durante algunos minutos de alternativas, pero no había ninguna. El grupo del Cavendish había rechazado la petición de Saul de algo de tiempo del telescopio. Saul dijo algunas palabras tranquilizadoras, y Gordon las aceptó mecánicamente. Cuando Saul colgó, Gordon sintió una inesperada depresión. Se dio cuenta de que, sin querer admitírselo, había estado manteniendo sus esperanzas en la idea de la escucha por radio. Aquella noche, cuando se reunió con Penny para cenar en el Buzzy's, no mencionó la llamada. Al día siguiente le escribió una carta a Saul pidiéndole que no publicara ningún resumen de la búsqueda por radio. Esperemos hasta que se produzca algo positivo, argumentó. Pero más que eso, Gordon deseaba mantenerse tranquilo. Quizá todo aquello desapareciera. Quizá finalmente se olvidara.
Cuando Penny fue a practicar un poco el surf a la playa Scripps, Gordon se sentó en la arena y miró. Hacía eso muy a menudo en los últimos tiempos… sentarse, pensar, dejar que los demás disfrutaran del verano. Le gustaba correr por la playa y sabía que debería intentar cabalgar las olas, ahora que tenía a alguien para enseñarle, pero algo se lo impedía. Observaba a las damas de La Jolla embadurnarse con sus carísimos bronceadores, y empezó a conocer los tipos: la gente que trabajaba al aire libre estaba pálida por encima de las rodi llas, mientras que la que podía dedicar muchas horas a la playa go zaba de un color chocolate uniforme, una consumación cuidadosa mente conseguida. Penny surgió de entre las olas, la tabla apoyada sobre la cadera, el pelo chorreando. Se dejó caer al lado de él, echó su pelo hacia atrás, miró de reojo su absorta expresión.
–De acuerdo -dijo finalmente-, suéltalo.
–¿Soltar qué?
–Oh, vamos, Gordon, Estás haciendo de nuevo tu imitación de un zombi.
Gordon se había enorgullecido siempre de ser directo en sus respuestas; ahora se encontró buscando algo que decir.
–Mira… he estado revisando las revistas en la biblioteca. Las re vistas de astronomía, quiero decir. Mercury, Scientific American, Science News. La mayoría de ellas ignora olímpicamente el trabajo de resonancia planetaria de Saul. Incluso si lo mencionan, no reproducen la imagen. Y ninguna da las coordenadas de Hércules.
–Entonces publícalo tú. Gordon agitó la cabeza.
–No servirá de nada.
–¿Desde cuándo empezaste a sentirte tan inferior?
–Desde los diez años -dijo Gordon, con la esperanza de desviar de alguna forma aquella conversación-. Cuando empecé a sospechar que no era Mozart.
–Oh.
–Yo era ese mito americano, el debilucho de cuarenta y cinco kilos. Esos anuncios de Charles Atlas, ¿recuerdas? Cuando iba a la playa, los fanfarrones no me pateaban arena al rostro… me pateaban directamente el rostro. La eliminación de los intermediarios.
–Oh. – Ella lo estudió, frunciendo el ceño-. ¿Sabes que esto es lo primero que me cuentas de todo ese asunto de Saul desde hace, veamos, un mes?
Él se alzó de hombros.
–De todos modos, ya nunca me cuentas nada.
–No quiero meterte en esto a fin de que la gente no pueda preguntarte nada al respecto. Así no tendrás que defenderme ante tus amigos. – Hizo una pausa-. O tratar con chiflados.
–Gordon, de todos modos me gustaría saber qué es lo que pasa. De veras. Si tengo que hablar con la gente de la universidad, me encuentro en inferioridad de condiciones.
El volvió a alzarse de hombros.
–No importa. De todos modos, es muy probable que me vaya de la Universidad de La Jolla.
–¿Qué?
Gordon le contó lo de no conseguir la promoción por méritos.
–Mira -terminó-, trabajar como profesor ayudante es siempre arriesgado. Puede que tengas que irte si las cosas no resultan bien. Ya te he hablado otras veces de eso, recuérdalo.
–Sí, bueno, finalmente… -Miró hacia el núcleo urbano de La Jolla, el rostro inexpresivo-. Quiero decir, a la larga, si no publicas…
–Ya he publicado -murmuró él defensivamente, en un soplo.
–Entonces, ¿porqué?
–Ese asunto con Lakin, No puedo investigar en un grupo con dos tipos que me caen bien, Feher y Schultz, y uno con el que soy incompatible, Lakin. Las personalidades son…
–Creía que los científicos estabais por encima de todas esas disputas. Eso es lo que me dijiste en una ocasión.
–Esto es más que una disputa, ¿acaso no te das cuenta?
–Ja.
–Lakin pertenece en cuerpo y alma a la vieja escuela. Es escéptico. Piensa que estoy buscándole deliberadamente problemas. – Fue enumerando motivos con sus dedos-. Quizá todo sea debido a que se está haciendo viejo y se siente un poco inseguro, no sé. Pero infiernos, no puedo trabajar en un grupo dominado por un tipo así. Ya te lo he comentado antes.
–Ah. – Su voz tenía un filo cortante-. De modo que hemos hablado antes de todo esto.
–Oh, Cristo.
–Me alegro de que me estés confiando todos estos problemas. Tus problemas.
–Mira… -abrió las manos, un gesto amplio-, no sé qué voy a hacer. Simplemente estaba diciéndotelo.
–Eso significará abandonar La Jolla. Abandonar California, donde he vivido toda mi vida. Si eso ocurre, dame al menos unos cuantos minutos para pensármelo, ¿de acuerdo?
–Claro. Claro.
–Pero sigues pudiendo quedarte aquí, ¿no? La elección es tuya.
–Sí. Decidiremos juntos.
–Estupendo. ¿Justa y equitativamente? ¿De forma abierta? ¿Sin ninguna abstención por tu parte?
–Un hombre, un voto.
–Eso es lo que me temo.
–Una persona, un voto.
–Eso está mejor.
Gordon se tendió boca arriba y abrió un arrugado ejemplar del Time contra el intenso sol. Intentó olvidar las bullentes alternativas en su cabeza y concentrarse en un artículo de la sección científica sobre las misiones Apolo a la Luna. Avanzaba lentamente; una dé cada de leer el denso lenguaje de la física le había robado toda velocidad de lectura. Por otra parte, le hacía más consciente del estilo.
Gradualmente empezó a tener la impresión de que las animadas simplicidades del Time ocultaban más de lo que revelaban. Estaba rumiando este punto cuando notó una sombra sobre él.
–Sí, te he reconocido -dijo una ronca voz de hombre. Gordon parpadeó a la brillante luz del sol. Era Cliff, en traje de baño, y llevando un cartón de seis botellas de cerveza. Gordon se sentó bruscamente.
–Creía que vivías en California del Norte.
–¡Eh! ¡Cliffie! – Penny se había dado la vuelta y lo había visto-. ¿Qué haces aquí? – Se sentó también.
Cliff se puso de cuchillas en la arena, mirando a Gordon.
–Dando un paseo. Es mi día libre. Encontré un trabajo en Oceanside.
–¿Y nos has visto aquí? – dijo Penny alegremente-. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí? ¿Por qué no me has telefoneado?
–Sí -dijo Gordon secamente-, es una notable coincidencia.
–Hace poco más de una semana. Conseguí el trabajo en dos días.
Cliff estaba de cuclillas, no sentado en la arena si no apoyado en su cartón de cervezas con las dos manos metidas entre sus piernas y sus posaderas sólo a unos centímetros de la playa, Gordon recordó haber visto a los japoneses en aquella misma postura durante horas, en alguna película, en algún lugar. Era una pose curiosa, como si Cliff no deseara sentarse realmente con ellos.
Penny seguía hablando, pero Gordon no escuchaba. Estudiaba a Cliff, su cuerpo indolente tostado por el sol, y buscaba algo detrás de sus ojos, algo que explicara aquella improbable coincidencia. No la creía ni por un instante, por supuesto. Cliff sabía que Penny practicaba el surf, y aquélla era la mejor playa más cercana. La única cuestión interesante ahora era si Penny sabía también que aquello iba a producirse.
No había ninguna señal entre ellos, ninguna pequeña sonrisa inexplicable, ningún gesto, ninguna falsa nota que Gordon pudiera captar. Pero eso no significaba mucho… él nunca había sido bueno en ese tipo de cosas. Y mientras los observaba hablar con su lenta y fácil gracia, tuvo la impresión de que eran tan parecidos, tan familia res a esos miles de películas y anuncios de cigarrillos, y tan extraños a la vez. Gordon permaneció sentado, blanco como la barriga de un pez en comparación, un blando y sucio alabastro con mechones de pelo negro. Sintió un lento fluir de emociones, una oleada de sentimientos a los que ni siquiera podía poner nombre. No sabía si todo aquello no sería algún juego gracioso y elaborado que ellos dos estaban jugando, pero si lo era…
Gordon se puso bruscamente en pie. Penny lo miró. Sus labios se abrieron sorprendidos en una expresión de desconcierto. Él se debatió buscando las palabras, algo que llenara el vacío entre el conocimiento y la sospecha, algo que fuera correcto, y finalmente murmuró:
–No, no os preocupéis por mí.
–Hey, chico, yo…
–Juegos de goyim. – Gordon agitó una mano como despedida, el rostro enrojecido. Las palabras habían brotado de él más amargas de lo que había pretendido.
–Gordon, vamos, de veras… -empezó Penny, pero él se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas, casi corriendo. Oyó su voz por encima del rumor de las olas, pero era cada vez más débil y final mente desapareció. De acuerdo, pensó, no ha sido un final a lo Gran Gatsby, pero me ha sacado de ese… de ese…
Sin terminar la frase, sin desear pensar más en nada de aquello, echó a correr hacia las distantes colinas.
–¿Qué significa eso?
–Trabajar en el laboratorio de investigación de una compañía. La General Electric, los laboratorios Bell… -Se lanzó directamente a un panegírico de las virtudes de un trabajo donde contaban los resultados, donde las ideas evolucionaban rápidamente a soluciones concretas. De hecho, no creía que los laboratorios industriales fueran superiores a los grupos universitarios, pero tenían un aura. Las cosas se hacían de una forma más rápida allí. Abundaban los ayudantes y los técnicos. Los salarios eran superiores. También se de jaba llevar por la inevitable presunción de los científicos, que sabían que siempre existía una vida más allá de la académica. No mera mente un trabajo, sino una profesión. Auténtica investigación, y por un salario decente también. Quizás algo más allá del laboratorio si era necesario… como Herb York y su cargo de consultor para la «posición defensiva» y las nebulosas teorías del desarme. El gobierno Podía utilizar a los científicos de mente despierta, argumentó.
–Gordon, todo esto no son más que tonterías.
–¿Eh? – Se la quedó mirando, inmóvil, por unos instantes.
–Tú no deseas ir a trabajar para una compañía.
–Estoy pensando muy seriamente…
–Tú deseas ser un profesor. Investigar. Tener estudiantes. Dar conferencias. Eso es lo tuyo.
–¿De veras?
–Por supuesto. Cuando todo va bien te pasas toda la mañana canturreando, y sigues canturreando por la noche cuando vuelves a casa.
–Sobreestimas los placeres del trabajo.
–No estoy estimando en absoluto. He comprobado que el profesorado es lo que te va.
–Oh. – Perdido su empuje, se admitió reluctante a sí mismo que ella le conocía muy bien.
–Así que en vez de hablar de una escapatoria temporal como el ir a la industria, lo que deberías plantearte es hacer algo.
–¿Como qué?
–Algo diferente. Mueve un poco tus equis y tus yes y tus zetas. Intenta…
–Otra aproximación -terminó él por ella.
–Exactamente. Pensar en los problemas desde un ángulo diferente es… -Se interrumpió, vaciló, luego se metió de cabeza-. Gordon, podría decirte todo lo que ocurre con Cliff. Podría tranquilizarte y pasar por toda la rutina habitual, pero no estoy segura de que tú me creyeras.
–Oh.
–Recuerda esto -dijo Penny firmemente-. Yo no te pertenezco, Gordon. Ni siquiera estamos casados, por el amor de Dios.
–¿Es eso lo que te está preocupando?
–¿Preocupándome a mi? Dios, eres tú quien…
–… Porque si lo es, quizá debiéramos hablar un poco de ello y ver si…
–Gordon, espera. Cuando empezamos todo esto, cuando empezamos a vivir juntos, acordamos que íbamos a realizar un ensayo, eso fue todo.
–Seguro. Seguro -asintió vigorosamente, olvidada ya la comida-. Pero estoy dispuesto, si quieres seguir jugueteando de esa forma con Cliff… y eso fue realmente infantil, Penny, amañar ese encuentro, realmente infantil… estoy dispuesto a hablar de ello, ya sabes, e intentar buscar…
Penny alzó una mano, la palma hacia él.
–No. Espera. Dos puntos, Gordon. – Los marcó con los dedos-. Uno, no amañé ningún encuentro. Quizá Cliff estaba buscándonos, pero yo no lo sabía. Infiernos, ni siquiera sabía que estaba por aquí. Dos… Gordon, ¿crees que casarnos resolverá algo?
–Bueno, tengo la impresión de que…
–Porque yo no deseo hacerlo, Gordon. No tengo ninguna intención de casarme contigo.
Salió de los sofocantes apretujones del metro en pleno verano y emergió al calor sólo ligeramente menos comprimido de la calle 116. Aquella boca de metro era relativamente nueva. Recordaba vaga mente un viejo quiosco de hierro fundido que, hasta principios de los cincuenta, sorbía a los estudiantes hacia las resonantes profundidades. Se detuvo entre dos rápidas corrientes de tráfico, que proporcionaban una presión de clara selección darwiana contra la desmedida concentración mental. Allí, estudiantes con sus mentes repletas a rebosar de Einstein y Mendel y Hawthorne veían a menudo sus trayectorias bruscamente alteradas por los Hudson y los De-Soto y los Ford.
Gordon caminó a lo largo de la calle 116, observando su reloj. Había rechazado participar en un seminario para realizar aquel su primer regreso a su Alma Mater desde que recibiera su doctorado; no deseaba llegar tarde a su cita con Claudia Zinnes. Ella era una mujer afable que había escapado a duras penas de Varsovia cuando los nazis entraron allí, pero recordaba su impaciencia con los estudiantes que llegaban tarde. Se apresuró hacia el Campo Sur. A su izquierda los estudiantes se arracimaban en los amplios peldaños en la entrada de la Biblioteca de Abajo. Gordon se encaminó hacia el edificio de física, transpirando por el esfuerzo de arrastrar su enorme maleta marrón. Entre un grupo de estudiantes creyó ver un rostro familiar.
–¡David! ¡Eh, David! – llamó. Pero el hombre se volvió rápida mente y caminó en dirección opuesta. Gordon se alzó de hombros. Quizá Selig no deseara ver a un antiguo compañero de clase; siempre había sido un tipo raro.
De hecho, si pensaba en ello, todo allí parecía ahora un poco extraño, como una fotografía de un amigo que alguien hubiera reto cado. A la amarillenta luz del verano los edificios parecían un poco más deteriorados, la gente pálida y descolorida, los canales ligeramente más llenos de basura. Una manzana más allá había un borracho sentado en uno de los peldaños inferiores de una entrada, bebiendo algo envuelto en una bolsa de papel marrón. Gordon apresuró el paso y entró rápidamente. Quizás había estado demasiado tiempo en California; todo lo que no era nuevo y reluciente le parej cía excesivamente gastado.
Claudia Zinnes no había cambiado en absoluto. Tras sus cálidos ojos brillaba la chispa de la inteligencia, distante e irónica. Gordon pasó la tarde con ella, describiendo sus experimentos, comparando sus aparatos y técnicas con el laboratorio de ella. Sabía todo lo de la resonancia espontánea y Saul Shriffer y lo demás. Lo encontraba «interesante», dijo, la palabra estándar que no comprometía a nada Cuando Gordon le pidió que intentara duplicar la experiencia con Cooper al principio ella desechó la idea. Tenía trabajo, había muchos estudiantes, el tiempo en los grandes imanes de resonancia nuclear estaba totalmente ocupado, no había dinero. Gordon señaló lo similar que era una de sus actuales instalaciones a la suya propia, unas modificaciones sencillas la harían idéntica. Ella argumentó que no tenía ninguna muestra de antimoniuro de indio lo suficiente mente buena. Él sacó cinco buenas muestras, pequeñas tabletas de color gris; aquí están, utilícelas como mejor desee. Ella arqueó una ceja. Él se encontró deslizándose en el interior de una persona que había olvidado… un insistente escolar yid hostigando a su profesor para obtener mejores notas. Claudia Zinnes conocía estas rutinas tan bien como cualquier otra persona, pero gradualmente la insistencia de Gordon captó su interés. Quizás hubiera algo en el efecto! de resonancia espontánea, después de todo. ¿Quién podía decirlo, ahora que las aguas a su alrededor habían sido enlodadas? Lo miró con sus cálidos ojos marrones y dijo:
–No es por eso por lo que desea que yo haga una comprobación. No simplemente para aclarar un poco ese revoltijo. – Y él asintió, sí, esperaba que ella pudiera descubrir algo más. Pero -un dedo admonitorio- dejemos que las curvas hablen por sí mismas. Él sonrió e hizo pequeños chistes y se sintió un poco alegre, viviendo de nuevo dentro de su persona de estudiante, pero de alguna j forma todo estaba yendo bien y funcionaba. Claudia Zinnes pasó del «quizás» y el «si» al «cuando» y luego, aparentemente sin darse cuenta de la transición, estaba arreglando algo de tiempo en el pro grama de resonancia nuclear para septiembre y octubre. Luego le preguntó acerca de algunos de sus compañeros de clase, dónde estaban, qué clase de trabajo hacían. De pronto Gordon se dio cuenta de que ella sentía un auténtico afecto hacia todos los jóvenes que habían pasado por sus manos antes de enfrentarse al mundo. Cuando sé fue, ella palmeó cariñosamente su brazo y le quitó una mota de su sudada chaqueta de verano.
Mientras se alejaba cruzando el Campo Sur, Gordon recordó la sensación de maravilla que había llenado sus cuatro largos y duros primeros años. Columbia era impresionante. Su facultad era famosa en todo el mundo, los edificios y laboratorios imponían. Nunca había llegado a sospechar que el lugar podía ser un molino diseñado para triturar inteligencias enanas y hacerlas capaces de bobinar circuitos, trazar diagramas, hacer girar las zumbantes ruedas de la industria. Nunca se le había ocurrido pensar que esas instituciones podían permanecer o derrumbarse a causa de los caprichos de algunos pocos individuos, algunas tensiones inesperadas. Nunca. Las religiones no enseñan la duda.
Tomó un taxi hacia el centro. El vehículo se bamboleaba en los baches de las calles secundarias, un desagradable contraste con los bien pavimentados bulevares de California. Se alegraba de que Penny no hubiera querido acompañarle; la ciudad no estaba en su mejor forma en el horno de agosto.
Se habían mostrado tensos el uno con el otro desde que había sido desvelado el asunto del matrimonio. Quizás una corta separación ayudara. Dejar que el tema fuera derivando corriente abajo hacia el pasado. Gordon observaba la imprecisa sucesión de rostros que desfilaban fuera. Había como un zumbido subterráneo allí, como el sonido del IRT pasando por debajo de Broadway. Aquel hueco y profundo rumor le parecía extrañamente amenazante, haciéndole pensar en toda aquella gente que vivía su propia vida completamente ignorante de la resonancia magnética nuclear y de los enigmáticos y bronceados californianos. Su obsesión era mera mente suya, no universal. Y se dio cuenta de que cada vez que in tentaba centrar sus pensamientos en Penny su mente se retiraba, se refugiaba en el seguro escondrijo del enigma de la resonancia espontánea. No era el controlador de su propio destino.
Dejó el taxi en la calle donde había crecido, parpadeando a la acuosa luz del sol. Los mismos abollados cubos de la basura esparciendo sus olores, las mismas verjas, el mismo colmado Grundweiss allá abajo en la esquina. Jóvenes amas de casa de ojos negros cargadas con sus cestos y arrastrando a sus parloteantes niños. Las mujeres iban conservadoramente vestidas, el único asomo de la moda reflejándose en sus labios más anchos, más pintados, más sensuales. Los hombres se apresuraban en sus grises trajes de negocios, su cabello negro cortado muy corto.
Su madre estaba en el descansillo, los brazos abiertos, cuando subió. Gordon le dio un beso de buen hijo. Cuando penetró en la vieja sala de estar con sus extraños aromas familiares -«Está en los muebles, en el relleno de los sillones, perdurará mientras vivamos», decía ella, como si el relleno de los sillones fuera algo inmortal-, se sintió invadido por todo ello. Decidió simplemente dejar que las cosas pasaran como tenían que pasar. Dejó que ella le pusiera al corriente de los meses de habladurías almacenadas, le mostrara las fotos de los parientes lejanos, le preparara «una buena cocina casera por una vez»… hígado picado y kugel y flanken. Escucharon los ritmos del calipso en la vieja Motoroll marrón del rincón. Después bajaron para ver a los Grundweiss -«Me lo ha dicho insistentemente, haz bajar a tu chico, le daré una manzana como en otros tiempos»- y un paseo en torno a Ja manzana, saludando a los amigos, discutiendo seria mente las estadísticas de los temblores de tierra, devolviéndoles la pelota a una pandilla de chicos que jugaban en un solar a la menguante luz del sol de verano. Al día siguiente, a causa de ese único lanzamiento -«¿Puedes creerlo?»-, le dolía el brazo.
Se quedó dos días. Su hermana fue a verle, alegre y ajetreada y sorprendentemente tranquila. Sus negras cejas se arqueaban con cada inflexión de una frase, con cada gesto de su rostro, como subrayando danzantes paréntesis. También acudieron amigos. Gordon iba hasta la calle 70 para comprar un poco de vino de California para tales ocasiones, pero era el único que bebía más de un vaso. Sin embargo, hablaban y bromeaban con la misma animación que en cualquier cóctel de La Jolla, demostrando que el alcohol era un lubricante innecesario.
Excepto su madre. Pronto acabó con los chismorreos de la vecindad, y ahora recurría a sus amigos y a su hermana para que mantuviesen la conversación. A solas con él, hablaba poco. Gordon se dio cuenta de que se estaba ahogando lentamente en aquel vacío. El apartamento había estado lleno de voces durante todo su camino hacia la adolescencia, excepto en los últimos momentos de su padre, y el silencio de ahora le ponía nervioso. Le habló a su madre de la controversia en torno a su trabajo. De Saul Shriffer. (No, no había visto aquel noticiario en la televisión, pero le habían hablado de él. Le había escrito al respecto, ¿no lo recordaba?) De la resonancia espontánea. De la advertencia de Tulare. Y, finalmente, de Penny. Su madre no creía, no quería creer, no podía creer, que una chica cual quiera pudiera alejarse así de un hombre como su hijo. ¿Qué era lo que pensaba, para actuar de ese modo? Gordon halló su reacción inesperadamente agradable; había olvidado la habilidad de las ma dres para curar el ego herido de sus hijos. Le confesó que, de algún modo, él había llegado a pensar que él y Penny terminarían estableciendo unas relaciones más convencionales («respetables», le corrigió su madre). Había sido una sorpresa descubrir que Penny no pensaba del mismo modo. Algo había ocurrido entonces entre ellos. Intentó explicárselo a su madre. Ella emitió los familiares sonidos de ánimo. «Quizá, no sé, es como… como si deseara aferrar a Penny a mi lado, ahora que todo lo demás se esta desmoronando…» Pero no era eso lo que quería decir exactamente, tampoco. Sabía que las palabras eran falsas apenas las pronunciaba. Su madre las aceptó, sin embargo. «Así que ella no comprende nada de nada. ¿Y eso es una sorpresa? Intenté decírtelo.» Gordon agitó la cabeza, sorbiendo su té, confuso. Se daba cuenta de que aquello no servía de nada. Todo estaba embrollado en su interior, y de pronto sintió deseo de no hablar más de Penny. Empezó de nuevo con la física, y su madre hizo resonar las cucharillas y la tetera con una renovada energía, sonriendo. «Buen trabajo, sí, eso es bueno para ti ahora. Mostrarle a ella lo que se pierde…», y así siguió, mucho más tiempo de lo que Gordon hubiera deseado. Sintió crecer en él un impulso, una urgencia. Se apartó de todos aquellos empantanados asuntos de las mujeres. Mientras la voz de su madre resonaba en el pesado aire, pensó en Claudia Zinnes. Revolvió números y componentes de equipo en su cabeza. Estaba haciendo ya algunos planes cuando las frases de su madre penetraron gradualmente: ella suponía que él iba a dejar a Penny. «¿Eh?», exclamó, y ella dijo inexpresivamente: «Bueno, des pués de que esa chica te rechazara…» Siguió una discusión. Le recordó en gran parte aquellas pelas cuando él volvía a casa tras una cita, y acerca de como vestía, y acerca de todas aquellas otras pequeñas cosas que finalmente lo habían impulsado a alquilar un apartamento para él solo. Ella terminó con el mismo triste agitar de cabeza, el mismo «Eres fartootst, Gordon, fartootst…». Él cambió de tema, deseaba llamar al tío Herb. «Está en Massachusetts. Compró una partida barata de sombreros, y ahora está allí para venderlos. El mercado se hundió, kapoosh, cuando Kennedy dejó de llevar sombrero, ya sabes, pero tu tío cree que en Nueva Inglaterra los hombres tienen frío en la cabeza.» Hizo más té, luego salieron a dar un paseo. Los silencios se iban haciendo mayores entre ellos. Gordon no hizo ningún intento de reducirlos. Su madre estaba bullendo todavía acerca de Penny, podía darse cuenta, pero ya había tenido bastante de aquello. Podía quedarse más tiempo, pero los silencios cada Vez más prolongados prometían mayores problemas. Se quedó una noche más, la llevó a una función off-Broadway, y remató la velada llevándola a comer crepés al Henry VIII. A la mañana siguiente tomó el avión de la United de las 8:28 para la costa Oeste.
–¿Cree que es suficiente?
–Por ahora, sí. ¿Quién sabe? – Gordon se alzó de hombros-. Quizás incluso sea definitivo.
–Al menos debería completar algunas de las observaciones en el campo de alta intensidad.
–No es tan importante.
–Después de lo que me ocurrió con el comité, quiero asegurarme…
–Más datos no constituyen una respuesta. Necesitas leer más teoría fundamental, hacer un mayor análisis de tus datos, cosas así. No sirve de nada acumular más números surgidos del laboratorio.
–¿Está usted seguro?
–Puedes cerrar esta serie mañana mismo.
–Hummm. Está bien, de acuerdo.
En realidad, probablemente Cooper podría robustecer su caso con más datos. Pero a Gordon nunca le había gustado la práctica de sobremedir cualquier efecto, principalmente porque sospechaba que esto mataba la imaginación. Al cabo de un tiempo uno veía tan sólo lo que esperaba ver. ¿Cómo podía estar seguro de que Cooper estaba tomando realmente todos los datos que llegaban?
Aquélla era una razón justificable para apartar a Cooper del experimento de resonancia nuclear, pero Gordon tenía otro motivo para hacerlo. Claudia Zinnes iba a empezar en septiembre. Si ella descubría algo anómalo, Gordon deseaba estar tomando datos al mismo tiempo. Gordon regresó a casa del laboratorio hambriento. Penny había cenado ya, y estaba viendo las noticias de las once.
–¿Quieres alguna cosa? – preguntó él desde la cocina.
–No.
–¿Qué es lo que estás viendo?
–La marcha sobre Washington.
–¿Eh?
–Martin Luther King. Ya sabes.
Llevaba un tiempo que no prestaba demasiada atención a las noticias. No preguntó nada más; discutir de política con Penny lo único que haría sería sacarla de sus casillas. Ella se había mostrado elaboradamente indiferente desde su regreso. Había una curiosa tregua entre ellos, no una paz.
–Eh -dijo, entrando en la sala de estar, iluminada tan sólo por el pálido resplandor de la televisión-. El lavavajillas no funciona.
–Oh. – Ella ni siquiera giró su cabeza.
–¿Has llamado?
–No. Hazlo tú, por una vez.
–La última vez lo hice yo.
–Bueno, yo no pienso hacerlo. Es algo que odio. Déjalo tal cual.
–Tú lo utilizas más tiempo que yo.
–Eso va a cambiar también.
–No voy a perder más tiempo haciendo comidas.
–No creo que hayas perdido demasiado.
–¿Cómo lo sabes? Ni siquiera sabes freír un poco de mantequilla.
–Dos puntos menos a cuenta de tu credibilidad -dijo él jovial mente-. Sabes que me defiendo cocinando algunas cosas.
–Oh, vamos.
–Hablo en serio -dijo él secamente-. Voy a estar mucho tiempo en el laboratorio, y…
–Largos y prolongados aplausos.
–Por el amor de Dios.
–Yo tampoco voy a estar mucho por aquí.
–Ni yo, excepto entrar y salir.
–Al menos estarás haciendo algo.
–Mierda, ésa no es tu forma habitual de refunfuñar.
–¿Refunfuños metafóricos?
–Refunfuños reales, refunfuños metaloquesea… ¿cómo quieres que lo sepa?
–Pensé que creías realmente que mis refunfuños eran auténticos. Eso explicaría el porqué no me has tocado desde que volviste.
–Oh.
–No te diste cuenta, ¿verdad? Hoscamente:
–Me di cuenta.
–De acuerdo. ¿Por qué?
–Creo que no pensé en ello.
–Entonces piensa.
–Ya sabes, he estado ocupado.
–¿Crees que no lo sé? Vamos, Gordon, vi tu rostro cuando saliste de aquel avión. Teníamos que ir a tomar una copa a El Cortez, dar una vuelta por la ciudad. Comer.
–De acuerdo. Mira, necesito cenar algo.
–Muy bien, cena. Yo escucharé el debate.
–De acuerdo. ¿Un poco de vino?
–Por supuesto. ¿Quedará para después?
–¿Para después?
–Mi madre tendría que haberme enseñado a ser más directa. Para después, cuando hayamos jodido.
–Oh, sí. Cuando hayamos jodido.
Lo hicieron. No resultó muy satisfactorio.
Gordon desmontó todo el experimento de Cooper a sus componentes básicos. Luego volvió a remontarlo. Comprobó el aislamiento de cada pieza, buscando cualquier forma de que alguna señal inesperada pudiera penetrar en el circuito. Lo tenía casi todo remontado cuando Saul Shriffer apareció, sin anunciarse, en el laboratorio.
–¡Gordon! He tenido que ir a la UCLA, y pensé que debía dejarme caer por aquí.
–Oh, hola -murmuró Gordon, secándose las manos en un trapo sucio de aceite.
Un hombre con una cámara siguió a Saul dentro del laboratorio.
–Éste es Alex Paturski, de Life. Están preparando un artículo sobre exobiología.
–Me gustaría hacer unas cuantas fotos -dijo Paturski. Gordon murmuró un oh sí, seguro, y Paturski desplegó rápidamente pantallas reflectoras y sacó accesorios para la cámara. Saul habló de las reacciones a su anuncio por televisión.
–Un terrible ejemplo de cerrazón mental -dijo-. Nadie ha seguido el camino que abrimos. No he conseguido que nadie de la comunidad astrónoma conceda ni cinco segundos a la idea.
Gordon asintió, y decidió no hablarle a Saul de Claudia Zinnes Paturski daba vueltas en torno a ellos, disparando su cámara y agitando la cabeza.
–Vuélvase un poco hacia este lado, ¿quiere? – Y Saul hacía lo indicado. Gordon le seguía, deseando vestir algo más que una camiseta y unos tejanos. Este día precisamente no se había puesto sus pantalones habituales y su chaqueta de Oxford.
–Excelente, caballeros, sencillamente excelente -dijo Paturski como conclusión. Saul inspeccionó por un instante el experimento. Gordon le mostró algunos de los registros preliminares de precalentamiento que había tomado. La sensibilidad era baja, pero las curvas eran obviamente claras lineas de resonancia.
–Una lástima. Ya sabe, unos mejores resultados podrían abrir de nuevo todo este asunto. – Saul estudió a Gordon-. Hágamelo saber si descubre algo, ¿quiere?
–No contenga el aliento esperándolo.
–No, supongo que no debo hacerlo. – Saul pareció momentáneamente desalentado-. Realmente, pensé que había algo aquí.
–Puede que lo haya.
–Sí. Sí, por supuesto, puede que lo haya. – Su rostro se iluminó-. No se deje desalentar por la idea de que todo ha terminado, ¿eh? Cuando todo esto se haya calmado, y la gente deje de reírse de la idea… bueno, podemos hacer un buen artículo con ello. Quizás algo para Science, titulado «Golpeando los molinos de viento de la ortodoxia.» Podría resultar.
–Hum.
–Bien, Alex y yo tenemos que marcharnos. Debemos ir a Palo mar, pasando por Escondido.
–¿Está realizando alguna observación allí? – preguntó Gordon en tono casual.
–No. No, no me dedico directamente a la observación, ya sabe. Soy más bien un hombre de ideas. Alex desea tomar algunas fotos, eso es todo. Es un lugar impresionante.
–Oh, sí.
Se fueron inmediatamente, y Gordon pudo volver a dedicarse a su experimento.
El primer día Gordon conectó el equipo de resonancia nuclear y se enfrentó con problemas de ruido en la señal. Al segundo día, olea das parásitas ofuscaron los resultados. Una de las muestras de antimoniuro de indio actuaba de una forma extraña, y tuvo que ajustar de nuevo toda la instalación, vaciar el baño de frío y cambiar la muestra defectuosa. Aquello tomó horas. Sólo al tercer día las curvas de resonancia empezaron a comportarse como era de esperar. Eran tranquilizadoramente exactas. Encajaban perfectamente con la teoría, dentro de los límites del error experimental. Hermoso, pensó Gordon. Hermoso y aburrido. Dejó la instalación funcionando durante todo el día, en parte para asegurarse de que la electrónica se mantenía estable. Descubrió que podía ocuparse de sus asuntos habituales -preparar a Cooper; tomar notas para las clases del próximo semestre; cortar las delgadas láminas del gris antimoniuro de indio en el dispositivo de hilo al rojo inmerso en aceite-; y echar un vistazo cada hora o dos al laboratorio para tomar unas rá pidas mediciones de la resonancia. Convirtió aquello en una rutina. Las cosas iban resultando. Las curvas se mantenían normales.
–¿Profesor Bernstein? – dijo la mujer, con voz aguda y chirriante. Se preguntó vagamente si su acento sería del Medio Oeste.
–Sí -dijo por teléfono.
–Aquí Adele Morrison, del Sénior Scholastic Magazine. Vamos a dedicar un gran artículo a… esto… el descubrimiento que usted y el profesor Shriffer han hecho. Le daremos el tratamiento de un ejemplo de lo que es la controversia científica. Me preguntaba…
–¿Porqué?
–¿Perdón?
–¿Por qué remover el asunto? Preferiría que se olvidara todo.
–Bueno, profesor Bernstein, no sé, yo… El profesor Shriffer fué más cooperativo. Dijo que creía que nuestros lectores, todos ellos universitarios del grado superior, ya sabe, podrían aprender mucho de un estudio así.
–Yo no estoy tan seguro de ello.
–Bueno, profesor, me temo que yo solamente soy una ayudante de redacción aquí, no me corresponde a mí decidir. Creo que el artículo es… sí, aquí tengo ya unas primeras galeradas. Principal mente es una entrevista con su colega, el profesor Shriffer.
–Oh.
La voz elevó un poco más el tono.
–Me han pedido que le preguntara si tiene usted algún comentario final que hacer acerca de… esto… el estado actual de la controversia. Podríamos añadirlo al artículo si…
–No. No tengo nada que decir.
–¿Está usted seguro? El director me pidió que…
–Estoy seguro. Déjelo todo tal cual está.
–Bien, de acuerdo. Tenemos los coméntanos de algunos otros profesores en el artículo, y debo decirle que son unos comentarios más bien críticos. Pensé que debía usted saberlo.
Por un momento aquello le tentó. Podía preguntar sus nombres y escuchar sus comentarios, y preparar alguna respuesta.
La mujer estaba esperando, mientras el teléfono emitía ese leve zumbido de la larga distancia. Parpadeó. La mujer era buena: casi lo había atrapado.
–No, pueden decir lo que quieran. Deje que Saul tome la responsabilidad de todo. – Colgó. «Dejemos que los grandes cien tíficos de esta gran nación piensen lo que quieran.» Lo único que deseaba era que el artículo no incrementara las visitas de chiflados.
El sol del verano lo descoloría todo hasta una uniformidad carente de perspectiva. Penny regresó de practicar el surf y se dejó caer al lado de Gordon.
–Demasiado mar de fondo -explicó-. Y mucha resaca también. No hacía más que ir contra los pilotes.
–Correr es mucho más seguro -observó él.
–Y aburrido.
–Pero no inútil.
–Quizás. Oh, eso me recuerda… pronto voy a tener que ir a ver a mis padres. Lo haré antes de que empiecen de nuevo las clases, pero papá está ahora en viaje de negocios.
–¿Qué es lo que te ha hecho recordar eso?
–¿Eh? Oh. Bien, has dicho que correr no era inútil, y eso me ha hecho recordar que tuve un estudiante el último semestre que utilizo deliberadamente la palabra más larga que jamás haya leído en nuestro idioma en una prueba que yo debía puntuar. «Floxinaucinihiliplificación.» Quiere decir «el acto de estimar la inutilidad». – Hum. ¿De veras?
–Sí, y tuve que consultar la maldita palabra. No está en ningún diccionario, pero la encontré en el Oxford.
–¿Y?
–Es el diccionario que me regaló mi padre.
Gordon sonrió y se tendió en la arena, alzando el ejemplar del Esquire de modo que protegiera su rostro del sol.
–Eres una mujer altamente no lineal.
–Signifique eso lo que signifique.
–Es un cumplido, créeme. – ¿Y?
–¿Y qué?
–¿Deseas venir a Oakland conmigo o no?
–¿De eso se trata?
–A pesar de tus constantes intentos de evitarlo, sí.
–¿Intentos de…? Penny, has estado leyendo demasiado a Kafka, Sí, por supuesto que iré.
–¿Cuándo?
–¿Cómo quieres que lo sepa? Es tu viaje, son tus padres.
Ella asintió. Una curiosa expresión contraída apareció en su rostro, luego se desvaneció. Gordon se preguntó qué era lo que estaba pensando, pero no había forma sencilla de saberlo. Abrió la boca para iniciar una tanteante aproximación, luego volvió a cerrarla. El ir a Oakland, ¿formaba parte del ritual de cortejar, el llevar al chico a casa para que lo conocieran? Quizás ése fuera únicamente un fenómeno de la costa éste; no estaba seguro. Después de anunciar que no deseaba casarse con él, y luego quedarse a su lado y seguir viviendo con él como si las cosas pudieran seguir simplemente de esta forma, Penny se había convertido en un auténtico misterio. Gordon sus piró para sí mismo, decidido a olvidar todo el tema.
Leyó durante algunos minutos, y luego dijo:
–Hey, aquí dice que el Tratado de no proliferación de pruebas nucleares ha entrado en vigor.
–Seguro -murmuró Penny, saliendo vagamente de su modorra provocada por el sol-. Kennedy lo firmó hace meses.
–Debí perdérmelo. – Gordon pensó en Dyson y el proyecto Orion, un sueño extrañamente atractivo que ahora había muerto.
Nadie iba a dar el gran salto a los planetas de momento; el programa espacial debería quedar limitado a los cohetes de combustible liquido. Se sintió impresionado de que los acontecimientos se produjeran ahora de una forma tan acelerada. Nuevas ideas y nueva gente estaban llegando a la vieja La Jolla de los tiempos de Chandler. El mismo Kennedy que había promovido el Tratado de no Proliferación y matado así Orion estaba federando al mismo tiempo la Guardia Nacional de Alabama a fin de impedir que George Wallace la utilizara contra el programa de integración. Medger Evers había sido asesinado hacía apenas unos meses. Todo el país estaba sacudido por la sensación de que las cosas tenían que cambiar.
Gordon echó a un lado la revista. Se volvió de lado bajo el ardiente sol y cerró los ojos. La brisa marina traía el acre olor de un banco de algas que estaba pudriéndose en el extremo más alejado de la playa. Frunció la nariz. Al infierno con la acelerada presión de los tiempos. La política es para el momento, había dicho Einstein en una ocasión, una ecuación es para la eternidad. Si tenía que elegir, Gordon se ponía del lado de las ecuaciones.
Aquella noche llevó a Penny a cenar fuera y luego a bailar a El Cortez. No era el tipo de cosa que hiciera habitualmente, pero la extraña y dilatada tensión que se había establecido entre ellos necesitaba un poco de atención. Hablaron durante la cena. Mientras tomaban luego unas copas, él empezó:
–Penny, lo que está ocurriendo entre nosotros, es complicado…
–No, es complejo -respondió ella. El vaciló, y luego murmuró:
–Bueno, sí, pero…
–Hay una diferencia -dijo ella secamente.
Y por alguna razón, aquello le hizo sentirse irritado. Decidió callar, dejar que la velada tanscurriera de forma automática, la forma breve-salida-agradable-con-la-esposa que a ella parecía gustarle. Era extraño cómo en un momento podía ser una muy inteligente y luchadora intelectual especializada en literatura y luego al momento siguiente convertirse en una vulgar y prosaica americana media. Quizás ella formaba parte también de aquel tiempo donde todas las cosas cambiaban.
Bailaron solamente las piezas lentas. Ella se movía hábil, suave mente, ataviada con un ligero traje rosa. Él llevaba unos pesados zapatos negros que se había traído de Nueva York, y de tanto en tanto perdía el ritmo. El vocalista masculino cantaba, con una voz típica de blues: La gente se queda, sólo un poquitito más. Sigamos gozando, sólo un poquitito más. Repentinamente, Penny se apretó contra él, rodeándolo con unos brazos sorprendentemente fuertes. – Sam Cooke -murmuró en su oído. Él no supo lo que quería significar. La idea de saber quién había compuesto una determinada canción pop parecía, bueno, ligeramente increíble.
–¿Gordon? Aquí Claudia Zinnes.
–Oh, hola. No esperaba oírla tan pronto.
–Hemos tenido algunos retrasos. Nada fundamental, pero deseaba que supiera que estaremos en el aire dentro de una semana.
–Estupendo. Espero…
–Sí. Sí.
Un viento procedente de Santa Ana soplaba fuera. Deslizaba su seca y pesada mano por entre los pasos de las bajas montañas coste ras, trayendo la mordedura del desierto. Se produjeron algunos incendios de maleza en las colinas. El viento rojo, lo llamaban algunos del lugar. Para Gordon, encerrado en el aire acondicionado del laboratorio, representó una ligera sorpresa cuando salió hacia su casa a última hora de la noche; el aire parecía denso y racheado revol viendo su pelo.
Recordó su cálido y seco contacto al día siguiente, mientras caminaba en dirección al edificio de química. Ramsey, ante la imposibilidad de verlo en su oficina, le había dejado un mensaje a Joyce, la secretaria del departamento. Gordon cruzó entre los edificios cruzando el puente adornado con hileras de hexágonos. Al entrar en los dominios de la química fue recibido por un olor agridulce, demasiado intenso y complejo como para que el sistema de renovación de aire pudiera eliminarlo. Encontró a Ramsey en medio de un bosque de redomas y tubos, hablando rápida y concisamente con un estudiante. Ramsey estaba tirando una solución mientras hablaba, señalando los cambios de color, añadiendo una gota de una sustancia lechosa en un momento crucial. Gordon se dejó caer agradecido en una silla. Aquella jungla de abrazaderas y válvulas y frascos parecía poseer más vida que un laboratorio de física; el golpeteo de las bombas y el tictaqueo de los cronómetros era como un complicado corazón, acompasando la intensa investigación de Ramsey. En la pared colgaba un diagrama de la gigantesca cadena molecular que descendía del anhídrido carbónico hasta convertirse en hidratos de carbono; una escalera forjada por los fotones. Un contador de destellos murmuraba, cliqueteando por entre una serie de etiquetados frascos de isótopos. Gordon se agitó en la silla, buscando una postura más cómoda, y volcó una copa cónica. No se derramó nada. La inspeccionó, y descubrió un poso de café, espeso como cola y punteado de moho. Todas las cosas estaban vivas allí. Tuvo una repentina visión de aquel palacio de cristal como una selva de ácidos nucleicos, respondiendo al seco soplo del viento rojo del exterior. Su laboratorio de resonancia nuclear parecía silencioso y estéril en comparación. Sus experimentos estaban aislados del pulso del mundo. Para los bioquímicos, en cambio, la vida cooperaba en el estudio de sí misma. El propio Ramsey parecía más vital, mirando a uno y otro lados y agitándose y hablando, un animal deslizándose por los senderos de su jungla química.
–Lo siento, Gordon, tenía que terminar esto… Hey, pareces agotado. ¿No te prueba el clima, muchacho?
Gordon agitó la cabeza y se puso en pie, siguiendo a Ramsey a una oficina en un rincón. Se sentía ligeramente aturdido. Debe de ser el aire de aquí dentro, pensó. Eso, y el de Santa Ana, y su escaso e incómodo dormir de la noche antes.
Ramsey estaba ya varias frases por delante de él antes de que Gordon registrara el hecho.
–¿Qué? – dijo, y su voz era un seco croar.
–Te decía que todos los indicios estaban ahí. Simplemente es taba demasiado ciego como para verlos.
–¿Indicios?
–Al principio no hice más que buscar datos preliminares. Ya sabes, algo para conseguir una subvención para lograr que alguna fundación se interesara. O el Departamento de Defensa incluso. Pero ése es precisamente el quid de la cuestión. Gordon… esto va mucho más allá que el propio Departamento de Defensa. La FNC debería intervenir en ello.
–¿Porqué?
–Porque es grande, por eso. Esa línea, «entra en régimen simulación molecular empieza a imitar anfitrión»… ésa es la clave. Preparé una solución como la que describe el mensaje. Ya sabes, todo lo que arrojamos a los ríos: pesticidas, algunos metales pesados… cadmio, níquel, mercurio. Le metí también algunas moléculas de cadenas largas. Hice que se encargara uno de mis estudiantes. Una cadena de latticina, como dice el mensaje. Conseguí que un amigo de U DuPont me proporcionará algunas de sus muestras experimenta les de cadena larga.
–¿Descubriste las referencias comerciales que daba el mensaje? Ramsey frunció el ceño.
–No, eso es lo desconcertante. Ese amigo mío dice que no tienen nada con esa denominación. Y Springfield afirma que no tienen ningún pesticida identificado como AD45 tampoco. Tu señal debió llegar embrollada aquí.
–Así que no puedes duplicarlo.
–No exactamente… ¿pero quién necesita exactitud? Esas cadenas largas son versátiles.
–¿Cómo puedes estar…?
–Mira, llevé todo eso a Scripps. Me llevé a Hussinger a comer, le hablé del proyecto. Conseguí que me diera alguna de esas bateas para realizar pruebas con agua de mar. Son de primera clase… temperatura y salinidad constantes, comprobación permanente, todo eso. Montones de luz solar, además. Y… -hizo una pausa, reprimiendo una sonrisa- toda esa maldita cosa es cierta. Hasta el último detalle.
–¿La parte de la floración de las diatomeas, quieres decir?
–Seguro, sólo que en un estadio posterior. Esas malditas cadenas largas no hay por donde cogerlas, ya te lo he dicho. Esa agua de mar reaccionó al principio normalmente, supersaturada de oxigeno. Al cabo de dos meses, empezamos a obtener curiosas lecturas en la columna de oxígeno. Se trata de una medición del contenido de oxígeno en una columna vertical de agua de quizá treinta metros de altura. El plancton empezó a desaparecer. Así, simplemente… moría, o adoptaba nuevas y curiosas formas.
–¿Cómo?
Ramsey se alzó de hombros.
–Tu mensaje dice «impregnación virus». Tonterías, pensé. ¿Qué tienen que ver los virus con el agua del mar?
–¿Qué tiene que ver un pesticida con el plancton?
–Aja, un buen punto. No lo sabemos. Esa otra frase… «puede convertirse neuroenvoltura de plancton a su propia química utilizando oxígeno ambiental hasta que nivel oxígeno caiga a valores fa tales para mayor parte de la cadena alimentaria superior»… suena como si alguien supiera, ¿no?
–Aparentemente.
–Sí, porque eso es precisamente lo que hemos descubierto.
–¿Utiliza el oxígeno?
–Y de qué manera. – Frunció el ceño-. Y se esparce como una hijaputa también. Esa mezcla convierte el plancton en parte de ella misma, al parecer. También produce algunos elementos secundarios completamente letales… cloruros de benzeno, policloruros de bifenilos, todo tipo de mierda. Échale una ojeada a esto.
Una fotografía, sacada con un floreo de una carpeta. Un pez estilizado sobre una superficie de cemento, los ojos vidriados. Sus labios estaban hinchados, verdes y estriados con filamentos azules. Una ulceración pálida se destacaba bajo sus branquias.
–Cáncer de labio, asimetrías, tumores… Hussinger se puso blanco cuando vio lo que le había ocurrido a sus muestras. Entiéndelo, normalmente no se preocupan de los agentes patógenos que incluyen en sus bateas. El agua del mar es fría y salada. Mata a los gérmenes portadores de enfermedades, todos excepto algunos…
Gordon se dio cuenta de la pausa.
–¿Excepto qué?
–Excepto algunos virus, dice Hussinger.
–Oh. «Impregnación virus.» Y esos peces…
–Hussinger aisló mis bateas y lo detuvo todo. La totalidad de mis peces murieron.
Los dos hombres se miraron.
–Me pregunto quién estará usando eso en el Amazonas -dijo Ramsey suavemente.
–¿Los rusos? – La posibilidad le parecía ahora completamente real a Gordon.
–¿Cuál es la ventaja estratégica?
–Quizá se trate de algún tipo de accidente.
–No creo… ¿Sigues sin saber por qué están enviando esos mensajes a través de tu instalación de resonancia nuclear?
–No.
–Esa estupidez de Saul Shriffer…
Gordon lo desechó con un gesto de la mano.
–No fue idea mía. Olvídalo.
–No podemos olvidar esto. – Ramsey agitó la foto del pez.
–No, no podemos.
–Hussinger desea publicarlo inmediatamente.
–Adelante.
–¿Estás seguro de que no estás trabajando en algo para el Departamento de Defensa?
–No, mira… eso fue idea tuya.
–No me contradijiste.
–Digamos que no deseaba divulgar la fuente. Mira lo que ocurrió cuando Shriffer metió la mano en ello.
–Aja. – Ramsey le miró atentamente, una mirada distante y evaluativa-. Eres más bien elusivo.
Gordon pensó que aquello no era justo.
–Tú sacaste a relucir el Departamento de Defensa. Yo no dije nada.
–De acuerdo, de acuerdo. Pero fue un truco.
Gordon se preguntó si Ramsey estaría pensando para sí mismo: Mañosos judíos. Pero se reprochó a sí mismo aquel pensamiento apenas le vino a la cabeza. Cristo, vaya paranoia. Estaba empezando a actuar como su madre, siempre segura de que los no judíos eran los eternos perseguidores de los judíos.
–Lo lamento -dijo Gordon-. Temía que tú no quisieras trabajar en ello si yo, bueno…
–Hey, está bien. No hablemos más del asunto. Infiernos, me has metido entre las manos algo fantástico. Realmente importante.
Ramsey dio unas palmadas a la fotografía. Ambos hombres la miraron, reflexionando. Hubo un silencio entre ellos. Los labios del pez eran como globos hinchados, los colores horriblemente fuera de lugar. En la quietud, Gordon oyó los sonidos del laboratorio fuera de la pequeña oficina. El regular traqueteo y tactaqueo rodeaba indiferente a los dos hombres, ritmos y fuerzas, voces. Los ácidos nucleicos se perseguían los unos a los otros en los capilares de cristal. Un aroma ácido flotaba en el aire. Una luz como esmaltada lo inundaba todo. Tictoc, tictoc.
Saul Shriffer le miraba desde la portada del Life con una casual seguridad en sí mismo, un brazo apoyado en el telescopio de Monte Palomar. Dentro, el artículo se titulaba CONTROVERSIA EN EL CAMPO DE LA EXOBIOLOGÍA. Había fotos de Saul mirando a una fotografía de Venus, Saul inspeccionando un modelo de Marte, Saul ante el panel de control del radiotelescopio de Green Bank. Un párrafo trataba del mensaje de resonancia nuclear. Junto a los grandes imanes estaba Saul, con Gordon un poco más atrás. Gordon estaba mirando desde el espacio entre los polos del imán, aparentemente sin hacer nada. La mano de Saul estaba suspendida sobre unos cables, como si fuera a conectarlos. Las señales de la resonancia magnética eran descritas como «controvertidas» y «puestas en duda por la mayor parte de los astrónomos». Se citaba a Saul: «Hay que co rrer algunos riesgos en este campo. A veces pierdes. Otras puedes ganar la inmortalidad.»
–Gordon, tu nombre está ahí una sola vez. Eso es todo -dijo Penny.
–El artículo se refiere a Saul, recuérdalo.
–Es por eso por lo que él está ahí. Está aprovechándose de tu… Burlonamente:
–De mi éxito.
–Bueno, no, pero…
Gordon dejó caer el dibujo sobre el escritorio de Ramsey.
–¿Te he dado alguna copia de esto?
–No. ¿Qué es?
–Otra parte de la señal.
–Oh, sí. Ahora lo recuerdo. Salió por televisión.
–Exacto. Shriffer la mostró.
Ramsey estudió las curvas interconectadas.
–Mira, en aquel momento no pensé en nada concreto. Pero…
–¿Sí?
–Bueno, me da la impresión como de algún tipo de cadena molecular. Esos puntos…
–¿Los que yo conecté entre sí?
–Sí, supongo. ¿Fuiste tú quien dibujó primero esto?
–No. Saul lo transcribió de una secuencia codificada. ¿Qué hay con ellos?
–Bueno, quizá no se trate de un conjunto de curvas. Quizá los puntos sean moléculas. O átomos. Nitrógeno, hidrógeno, fósforo.
–Como en el ADN.
–Bueno, esto no es el ADN. Es más complicado.
–¿Más complicado, o más complejo?
–Mierda, no lo sé. ¿Cuál es la diferencia?
–¿Crees que tiene alguna relación con esas moléculas de cadena larga?
–Podría ser.
–Esos nombres comerciales. DuPont y Springalgo.
–DuPont Analagan 58. Sringfield AD45.
–¿Podría esto ser uno de ellos?
–Esos productos no existen, ya te lo he dicho.
–De acuerdo, de acuerdo. Pero ¿podría ser ese tipo de cosa?
–Quizá. Quizá. Mira, ¿por qué no vemos si puedo sacar algo en limpio de ello?
–¿Cómo?
–Bueno, intentando asignar átomos en los lugares adecuados de las cadenas. Ver si funciona.
–¿Del mismo modo que Crick y Watson hicieron el ADN?
–Bueno, sí, algo parecido.
–Estupendo. Quizás eso desentrañe algo de…
–No cuentes con ello. Mira, lo más importantes es el experimento. La pérdida de oxígeno, los peces. Hussinger y yo vamos a publicar eso inmediatamente.
–Sí, estupendo, y…
–¿No te importa?
–¿Eh? ¿Por qué?
–Quiero decir, Hussinger dice que cree que deberíamos publicarlo juntos. Si tú y yo deseamos hacer un artículo sobre el mensaje y su contenido, dice Hussinger, eso es otro…
–Oh, entiendo. – Gordon se reclinó en su silla. Se sentía cansado.
–Quiero decir, yo no estoy de acuerdo con él respecto a eso pero…
–No, no importa. A mi no me preocupa. Publícalo, por el amor de Dios.
–¿De veras no te importa?
–Todo lo que te dije fue oye, échale una ojeada a esto. De modo que tú le echaste una ojeada, y descubriste algo. Estupendo.
–Eso de Hussinger no ha sido idea mía.
–Lo sé.
–Bueno, gracias. De veras. Mira, seguiré adelante con ese di bujo de una cadena que acabas de traerme.
–Si es una cadena.
–Aja. Pero quiero decir, quizá podamos publicar eso. Tú y yo juntos.
–Oh, estupendo. Estupendo.
Las curvas de resonancia seguían siendo regulares. Sin embargo, el nivel de ruido continuaba ascendiendo. Gordon pasaba cada vez más tiempo en el laboratorio, intentando eliminar el chisporroteo electrónico. Había terminado ya la mayor parte de sus notas de clase para el curso superior de electromagnetismo clásico, de modo que estaba libre para proseguir sus investigaciones. Abandonó la preparación de muestras, sin embargo, en favor de más tiempo en el montaje de resonancia. Cooper seguía dirigiendo sus propios datos. El ruido no desaparecía.
1998
Echó a un lado su mal humor y pulsó el Sec sobre su escritorio. Primero una lista de llamadas, ordenadas según su prioridad. Peter son había anotado cuidadosamente listas de nombres, de modo que al responder el ordenador del Sec supiera si debía tomar en consideración la llamada o no. Las listas variaban semanalmente, a medida que pasaba de un problema a otro. La gente que en una ocasión había trabajado con él en un proyecto tenía una irritante tendencia a suponer que podían seguir llamándole acerca de cosas secundarias, meses e incluso años más tarde.
Segundo, los memorándums llegados, con fechas límite para su respuesta.
Tercero, los mensajes personales. Nada esta vez, excepto una nota de Sarah acerca de su maldita fiesta.
Cuarto, noticias de interés, convertidas en resúmenes. Final mente, los detalles menores inclasificables. Hoy no había tiempo para ellos. Revisó la categoría Uno.
Hanschman, probablemente quejándose acerca del problema de los metales. Peterson lo trasladó a uno de sus ayudantes tecleando un símbolo de tres letras. Ellehlouh, el norteafricano, con una última y desesperada súplica de más envíos de ayuda a las nuevas regiones alcanzadas por la sequía. Lo trasladó a Opuktu. Era el oficial encargado de seleccionar a quién debía enviar los embarques de grano y azúcar; él se encargaría. Una llamada de aquel Kiefer de La Jolla, calificada urgente. Peterson tomó el teléfono y pulsó el número. Ocupado. Apretó la tecla de repetición y dijo «Doctor Kiefer», para que la cinta añadiera lo de «el señor Peterson del Consejo Mundial está intentando comunicarse urgentemente con usted», e intentar la comunicación con el número de Kiefer cada veinte segundos a partir de entonces.
Peterson pasó a los memorándums. Pulsó para proyección en pantalla su propio memorándum, que había dictado mientras conducía hacia su trabajo aquella mañana para que el ordenador lo pasara a máquina. Nunca antes había probado aquel sistema.
…¿seguro que es esto?… Oh, si, veo que esta encendida / entendida la luz verde, por Dios ¿por que no ponen correctamente todas las indicaciones y asi no me haré / mearé un lío? Seguro que no habrá espacio para adscribir / escribir / inscribir otra carta, está bien, ahí va, hay que pulsar este botón, no hay tecla de opción contextual / con textual, en fin, veamos. Resumen para sir Martin relativo a la Proposición Coriolis. El Comité esta de acuerdo en que el sitio lógico para desarrollar / des arrollar, si, esto, desarrollar el sistema es en la Corriente del Golfo, espero que las mayúsculas salgan en su sitio, ya lejos de la costa Atlántica de Miami, punto y aparte, sí.
Ayuna / Hay una corriente de oh, este es el botón especial de pronunciación, supongo, una corriente de cuatro nudos firme y segura. Esa corriente es la que puede hacer girar las hélices de las gigantescas turbinas, produciendo suficiente electricidad como para toda Florida. Las turbinas son enormes, hay que admitirlo, 500 metros de diámetro. Sin embargo, parafraseando la definición técnica, diré que básicamente se corresponden a una ingeniería victoriana. Grandes y sencillas. Su casco mide 345 metros de largo, y que dan suspendidas a 25 metros por debajo de la superficie. Esto es suficiente como para que los barcos que pasen por encima puedan hacerlo con toda seguridad. Los cables de anclaje deben sumergirse hastacerca de tres kilómetros en algunos lugares. Esto es poco con parado / comparado, si, comparado, con los comparado cables que deberán traer la energía hasta tierra firme, pero los servicios técnicos dicen que probablemente no habrá efectos secundarios.
Según nuestras proyecciones, los candidatos más inmediatos -gas natural procedente de las algas y energía de conversión térmica del océano- se hallan terriblemente detrás de Coriolis. El nombre, como usted in dudablemente sabrá y yo no sabía, procede de un matemático francés que demostró por qué las corrientes oceánicas actúan como actúan. Los efectos de la rotación de la Tierra y todo lo demás.
Los obstáculos son obvios. Instalar 400 de estas turbinas frenando la Corriente del Golfo puede ser arriesgado. El clima de gran parte del océano Atlántico depende de esa corriente, que pasa junto a Estados Unidos y Canadá y luego se adentra en el mar y desciende hasta el Caribe, sí, con be. Una simulación numérica a escala en el ordenador omni, no, todo mayúsculas, OMNI, muestra un efecto registrable de un uno por ciento. Completamente seguro, según los parámetros actuales.
El impacto político negativo es mínimo. El destinar 40 gigavatios de producción a esa zona silenciará las posibles críticas por la interrupción de la pesca, creo. Me permito aconsejar por lo tanto una aprobación rápida. Sinceramente, etc. etc.
Peterson sonrió. Notable. Incluso asignaba los homónimos más probables. Corrigió el texto y lo envió a través del laberinto electrónico a sir Martin. Los detalles y las menudencias del comité eran para los ayudantes; sir Martin reservaba su tiempo para las decisiones, el delicado acto de equilibrio por encima del flujo de información. Había enseñado mucho a Peterson, hasta los detalles más nimios tales como el modo en que debía hablar en un comité donde tus oponentes estaban aguardando al acecho. Sir Martin hacía una pausa y respiraba en mitad de sus frases, luego se pasaba rápida mente el punto y aparte y se metía de lleno en la frase siguiente. Nadie sabía cuándo interrumpir.
Peterson pidió una revisión a su Sec. Descubrió que la llamada a Kiefer aún seguía dando como respuesta comunicando, y que dos de sus subordinados habían dejado mensajes grabados que revisaría más tarde.
Se reclinó en su sillón y estudió la pared de su oficina. Bien de corada, sí. Diplomas en pseudopergamino de sus excelencias burocráticas. Fotos suyas al lado de varios carismáticos fabricantes de eslóganes con sus biblias de palabrería. Profesionales del liderazgo, sonriendo a la cámara.
La reunión del comité de aquella mañana había contado con buena parte de ellos, junto con dedicados bioquímicos y meteorólogos numéricos. Sus informes sobre la distribución de las nubes eran inquietantes pero vagos. Las nubes eran nuevos ejemplos de la «función biológico cruzada», un término válido para todo que significaba interrelaciones en las que nadie había pensado todavía. Aparentemente el vórtice de vientos circumpolar, que había derivado hacia el ecuador en los últimos años, estaba absorbiendo algo en la región cercana a la floración. Los agentes biológicos desconocidos que eran arrastrados por las nubes habían ocasionado el marchitamiento de las más recientes cosechas de la Revolución Verde. Además de proporcionar cosechas uniformemente abundantes, la Revolución Verde proporcionaba plantas uniformemente débiles. Si una de ellas enfermaba, todas enfermaban. Lo devastadoras que podían llegar a ser las extrañas nubes de color amarillo oscuro era algo que no se sabía todavía. Se estaba produciendo algo extraño en el biociclo, pero las investigaciones aún no habían podido poner en su sitio todas las piezas del rompecabezas. La reunión se había sal dado con riachuelos de indecisión. Los biólogos belgas se habían enfrentado a los categóricos desastrólogos, sin que ninguno de ellos exhibiera pruebas concluyentes.
Peterson meditaba en lo que podía significar esto, mientras hojeaba algunos informes. Inventarios, evaluaciones, cálculos especulativos, verdades innegables. Algunos de ellos estaban escritos en recios caracteres cirílicos, o en las volutas de la escritura arábiga, o en las patas de mosca asiática, o en el cuadrado tipo de ordenador del moderno inglés. Un tracto del Erdwissenschaft convertía al hombre en una pequeña molestia estadística, un insecto deslizándose sobre un mundo reducido a nombres y números. Peterson se sentía a veces maravillado por la mezcla de mentes que existía en el Consejo Mundial, el poder enciclopédico que representaban. Voces, una babel de voces. Ahí estaba la furiosa energía de los alemanes; la austera y finalmente asfixiante lógica de la belle France; los japoneses, ahogados ahora en su exceso industrial; los extrañamente tristes americanos, aún fuertes pero cada vez más parecidos a un boxeador envejecido, lanzando puñetazos a unos contrincantes que ya no estaban allí; los brasileños, que acababan de entrar en el esce nario del mundo y parpadeaban ante los focos, deslumbrados. Hacía varios años, Peterson había efectuado una gira por Etiopía con un cloqueante grupo internacional de prospectistas del futuro, y observado como sus cálculos colisionaban con la vida real. En las polvorientas gargantas de rojiza piedra había visto a los hombres atacando y destruyendo hormigueros para apoderarse de las migajas de grano almacenadas allí. Mujeres desnudas, del color del barro y con pechos que parecían escuálidos sacos, colgantes, trepando por las mimosas para recoger los brotes verdes con los que hacer una sopa. Niños recolectando brezos y zarzas que masticar en busca de algo de humedad. Arboles despojados de su corteza, roí dos en sus raíces. Esqueletos vueltos blancos y quebradizos por el sol junto a pozos secos desde hacía tiempo.
Los metodologistas de la previsión habían palidecido y habían dado media vuelta.
Cuando era un muchacho había contemplado los programas del National Geographic en la televisión, y había llegado a pensar en los casi míticos animales de África como en distantes amigos, jugueteando en el horizonte del mundo. Leones, enormes y perezosos. Jirafas, con sus largos cuellos balanceándose en la distancia. Había sentido un amor de adolescente hacia todos ellos. Ahora estaban a punto de desaparecer. Había aprendido una lección allí, en África. Pronto no habría nada más grande que un hombre en el planeta que no fuera un proveedor de carne o un animal doméstico. Sin los animales gigantes, la humanidad se hallaría sola, con las ratas y las cu carachas. Peor quizá, se hallaría sola consigo misma. Este incierto desenlace no había preocupado a los futurólogos. Se habían limitado a cloquear acerca de montañas de mantequilla aquí contra hambrunas allí, y habían rellenado sus propias recetas. Amaban más sus teorías que al mundo. Forrester, haciendo resonar sus fantasías numéricas como si fueran cuentas; Heilbroner, empujando a la humanidad hacia una prisión a fin de asegurar su sustento; Tinbergen, que creía que una buena crisis nos despertaría de nuestro le targo; Kosolapov, cuyo optimismo marxista permanecía paciente mente sentado esperando que el hacha de la historia cortara el ultimo lazo con el capitalismo, como si la pobreza fuera únicamente un resfriado de la humanidad, no una enfermedad; sus contrario los seguidores de Kahn, con la engreída seguridad de que unas cuantas guerras y algunas hambrunas no afectarían demasiado a la renta media percápita; el discípulo de Schumacher, con su ingenua fe de que los cártels de los hidrocarburos decidirían que las pequeñas industrias eran lo mejor después de todo; y Remuloto, el partidario de la Tercera Revolución Industrial, viendo la salvación en nuestros satélites artificiales.
Peterson recordó con una sonrisa que el Departamento del Interior de Estados Unidos había hecho una minuciosa predicción de las tendencias en 1937, y había olvidado la energía atómica, los ordenadores, el radar, los antibióticos y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, seguían probando una y otra vez, con sus simplistas extrapolaciones lineales que seguían siendo, pese a los bancos de ordenadores para pulir los números, simplemente una nueva forma de mostrar su estupidez a un gran coste. Y estaban llenos de recetas. Un poco más de espíritu solidario, decían, y todo irá mejor. Para sobrevivir ahora, el Hombre ha de ser más paciente, prefiriendo las soluciones racionales a largo plazo a los problemas globales y dejando a un lado las viejas e irracionales demandas de soluciones a corto plazo. Todos ellos contemplaban un sueño de futuro en cierto modo lockeano, una ley natural que determinara simultáneamente los derechos humanos y las obligaciones humanas. Una ley no escrita, pero alcanzable a través de la razón. Una mitología de estoica resistencia podría conseguirlo, podría sacarnos del apuro. ¿Pero quién podía vendérnosla? La fe secular en las soluciones tecnológicas se había ido perdiendo en favor de la astrología y de otras cosas peores. Los descendientes de Jefferson estaban royendo sus últimas libertades y dejando para la posterioridad un deteriorado cubo de la basura. ¡Au revoir, Etats-Unis! Comprueben su nublada visión a la salida. Peterson miró a lo único en su pared que estaba fuera de lugar, un cartel con un siglo de antigüedad:
Toda la, naturaleza no es más que arte, a tus ojos ignorado;
Todo azar, orientación, que tú no puedes ver;
Todo discordia, armonía, que no puedes comprender,
Todo maldad parcial o bondad universal;
Y pese al orgullo, pese a los extravíos de la razón,
Una verdad es clara; sea como sea, todo es correcto.
Se echó a reír en el momento en que sonaba el teléfono.
–¿Hola, Ian? – La voz de Keffer era lejana y aguda.
–Me alegra oírle -dijo Peterson, con una cordialidad artificial.
–No creo que se sienta tan alegre dentro de un minuto.
–¿Oh? – Keffer no había respondido con la esperada jovialidad con la que normalmente abría las conversaciones profesionales.
–Hemos establecido el proceso fundamental de esa floración de diatomeas.
–Estupendo, entonces podrán combatirla.
–En principio, sí. El problema es que se está volviendo incontrolable. El proceso está entrando en una fase en la que está tomando la envoltura del plancton y transformándola en las moléculas originales del pesticida base.
Peterson se sentó muy rígido y pensó intensamente.
–Como un movimiento religioso -dijo, por decir algo.
–¿Eh?
–Convirtiendo a los gentiles en apóstoles.
–Bueno… sí. El asunto es que eso hace que se extienda muy rápidamente. Nunca vi algo como esto. Ha preocupado a gran número de los chicos del laboratorio.
–¿No pueden encontrar ningún… antídoto?
–Con un poco de tiempo, probablemente sí. El problema es que no tenemos mucho tiempo. El proceso es exponencial.
–¿Cuánto tiempo?
–Meses. En un término de meses se esparcirá por todos los de más océanos.
–Cristo.
–Sí. Mire, no sé en qué medida puede hacer usted algo ahí, pero me gustaría que esos resultados llegaran directamente a la cumbre.
–Yo me encargo, por supuesto.
–Estupendo. Tengo aquí un informe técnico en clave. Se lo transmito a continuación, ¿de acuerdo?
–De acuerdo. Tengo preparado el receptor.
–Estupendo. Ahí va.
Fue sir Martin quien vio la relación. Había muy poca transferencia de vapor desde la superficie del océano hasta las formaciones nubosas. Pero supongamos que las impurezas en la floración podían transformar las envolturas celulares en microorganismos vivos independientes. A partir de ahí una pequeña cantidad de esa materia con tiempo suficiente, podía diseminarse a través de las nubes. El transporte a través del aire era rápido. Evidentemente mucho más rápido que a través del contacto con la zona interfacial biológica, en la superficie de interacción entre la floración y la vida marina.
Peterson se abrió camino en la penumbra que prevalecía dentro del restaurante. O al menos se llamaba a sí mismo restaurante; todo lo que podía ver era a gente sentada en el suelo. El incienso ascendía en volutas hacia su nariz, haciéndole sentir deseos de estornudar.
–¡Ian! ¡Aquí!
La voz de Laura le llegó desde algún lugar a su izquierda. Tanteó el camino hasta que pudo distinguirla, sentada sobre almohadones y sorbiendo algo lechoso con una pajita. Una música oriental flotaba por la estancia. Había sabido tan pronto como había dicho que sí que era un error acudir al encuentro de una chica con la que se había acostado una vez, simplemente porque ella estaba atravesando alguna especie de crisis. Las noticias de California y la agitación que habían causado en el Consejo lo habían mantenido clavado a su escritorio durante toda la noche. Los tipos del departamento técnico estaban histéricos. Algunos de los altos mandos habían hecho resaltar el hecho de que los técnicos ya se habían alarmado muchas veces antes, y se habían equivocado por completo. Esta vez Peterson no estaba seguro de que esta lógica fácil tuviera algún sentido.
–Hola. Realmente hubiera preferido que nos encontráramos en mi club. Quiero decir, esto está bien, pero…
–Oh, no, Ian. Yo deseaba verte en un lugar que yo conociera. No en algún club lleno de hombres.
–Realmente es muy agradable, no está lleno en absoluto. Podemos ir a dar una vuelta y cenar algo ligero…
–Pero quería mostrarte el lugar donde trabajo.
–¿Tú trabajas aquí? – Miró incrédulo a su alrededor.
–Hoy es mi día libre, por supuesto. Pero es un trabajo, ¡y un buen paso hacia mi independencia!
–Oh. La independencia.
–Sí, eso es exactamente lo que tú me dijiste que hiciera. ¿Re cuerdas? Me he ido de casa de mis padres. He dejado Bowes Bowes, y he venido a Londres. Y he conseguido un trabajo. La semana próxima empezaré mis clases de arte dramático.
–Oh. Oh, eso es estupendo.
Un camarero se materializó de la penumbra.
–¿Qué desea, señor?
–Oh, sí. Whisky. Y algo de comida, supongo.
–Los curries de aquí son muy buenos.
–Ternera, entonces.
–Lo siento, señor, no tenemos platos de carne.
–¿No tienen carne?
–Este es un restaurante vegetariano, Ian. Realmente estupendo. Todo es fresco, traído el mismo día. Pruébalo.
–Oh, Cristo. Un biryani, entonces. Con huevo.
–Ian, quiero contártelo todo acerca de mí, de mi marcha de mis padres, y de mis planes. Y deseo tu consejo respecto a convertirme en actriz. Estoy segura de que tú conoces a mucha, mucha gente que sabe cómo conseguirlo.
–Realmente no. Estoy en el gobierno, ya sabes.
–Oh, pero debes conocerla, estoy segura de que la conoces. Si simplemente piensas un poco, estoy segura… -Y mientras seguía hablando, Peterson decidió que realmente había cometido un error. Había sentido la necesidad de romper la tensión en el centro del Consejo, y la llamada telefónica de Laura había llegado en el momento preciso para tentarle. Había permitido que aquel instante dominara su buen juicio. Ahora se veía obligado a comer alguna comida horrible en un restaurante mantenido casi a oscuras porque no deseaban que uno viera toda la suciedad, y al mismo tiempo se veía arrastrado por aquella pequeña vendedora. Peterson hizo una mueca, seguro de que ella no se daría cuenta de su gesto bajo aquella luz. Bueno, al menos iba a comer algo; un poco de combustible para el trabajo que estaba seguro iba a venir a continuación. Y necesitaba apartar un poco sus pensamientos de sir Martin.
–¿Vives cerca de aquí? – preguntó.
–Sí, en Banbury Road. Pero me temo que el apartamento es poco menos que un armario.
–Estoy seguro de que no me importará. – Sonrió en la oscuridad.
–El almuerzo, señor -murmuró la profesionalmente inexpresiva azafata.
Aceptó educadamente una cajita de cartón y la depositó sobre la tablilla con un murmullo inconcreto de agradecimiento. Abrió los bordes doblados de la cajita. Una lluvia de paquetitos cayó entre sus papeles. Eran las ahora universales y cómodas (para ellos) unidades modulares de comida. Desenvolvió una, y se encontró con el obligatorio y correoso pollo. Dio un reluctante mordisco. Pastoso y agrio. Lo único que salvaba todo aquello era la ausencia de una envoltura de plástico, pensó. El bombardeo de los campos petrolíferos saudíes hacía varios años había puesto un brusco fin a la era del plástico, y un regreso al humilde cartón. La pulposa superficie gris de la caja le recordaba sus años de muchacho, antes de que los hidrocarburos dominaran el mundo. El lado humano de los contenedores de papel era el simple hecho de que aceptaban el contacto de una pluma, podían recibir un mensaje; la hoja de plástico rechazaba incluso la huella de sus usuarios temporales. Ociosamente, garabateó las nuevas ecuaciones cuánticas de campo en la caja de la comida. Las elegantes epsilones y deltas pronto rodearon marcialmente las letras de imprenta de la UNITED AIRLINES. Masticó con aire ausente. Pasó el tiempo. Markham vio un camino para separar los elementos tensores en varias ecuaciones reducidas. A golpes de reducciones emparejó las componentes del campo. Realizó unos cuantos cálculos colaterales para comprobar su trabajo. Los demás pasajeros se agitaban en la distancia. En un instante las cinco nuevas ecuaciones se alinearon en la acanalada superficie de la caja de la comida. Sospechó que tres de ellas eran viejas amigas: las ecuaciones de Einstein, con modificaciones para los efectos cuánticos cuando la escala de longitud era lo suficientemente pequeña. Las tres eran bien conocidas. Las otras dos parecían implicar más. Una acentuación de los efectos cuánticos añadía un nuevo término aquí, una mezcla de tensores allí. Parecía no haber forma de reducir más el sistema. Markham tambaleó sobre ellas con su pluma, frunciendo el ceño.
–¡Hey, mire eso! – exclamó de pronto el hombre que estaba a su lado. Markham miró por su ventanilla. Una inmensa nube, de un color amarillo sulfuroso y veteada de naranja, colgada frente a ellos-. Es la primera vez que la veo -dijo el hombre excitadamente. Markham se preguntó si el piloto iba a volar a través de ella. En unos segundos la ventanilla se vio velada por jirones de nubes, y Markham se dio cuenta de que estaban pasando ya a través de un segmento inferior de la masa amarillenta que gravitaba sobre sus cabezas. Un peso inesperado tiró de su estómago hacia abajo; el avión estaba ascendiendo.
–Directamente frente a ustedes, amigos, tienen una de esas nubes de las que todos hemos oído hablar. Estoy llevándoles hasta en cima de ella, para que puedan verla mejor.
Aquella explicación le pareció diáfanamente falsa a Markham. Los pilotos no variaban su altitud por una cosa así. La nube parecía grávida, de alguna forma mucho más sólida que los algodonosos cúmulos blancos que la rodeaban. Rizados filamentos de un color oscuro emergían de su parte superior, formando como una especie de domo.
Markham murmuró algo y volvió a sus papeles. Copió las nuevas ecuaciones de la caja de cartón en una hoja y las estudió, intentando aislar el agudo lamento de los motores. En una ocasión, un ingeniero le había dicho que la nueva generación de motores superrápidos chillaban a niveles insoportables. La Rockwell International había tenido que gastar mucho dinero en investigación para paliar un poco aquel terrible sonido que se clavaba como lanzas en los oídos. Habían sido necesarios seis meses para envolver el aullido en una sábana de tranquilizador sonido bajo, de modo que los seres de sangre caliente que habían pagado por sus billetes y que iban en su interior pudieran viajar ofuscadamente tranquilos en aquel metálico abrazo. Bueno, aquello no servía de nada para él. Siempre había sido muy sensible al ruido. Encontró los tapones para los oídos en el compartimiento elástico frente a él y se los puso. Una bendita pantalla lo aisló. El único remanente del chillido de los motores era un temblor acústico que trepaba por sus piernas y se asentaba en sus dientes.
Pasó una hora comprobando las nuevas ecuaciones. Proporcionaban soluciones coherentes a los problemas límite que conocía. Limitando la longitud de la escala y dejando a un lado los efectos gravitatorios, encontró las ecuaciones estándar de la teoría relativista de partículas. El trabajo de Einstein emergió fácilmente, con unos cuantos trazos fáciles de la pluma. Pero cuando las ecuaciones de Wickham eran contempladas de frente, sin ningún paso lateral hacia un terreno más familiar, se presentaban opacas.
Estudió con ojos entrecerrados las cortas y gruesas anotaciones. Si cortaba por la mitad ese amasijo de términos aquí, y simplemente los dejaba a un lado… pero no, eso no era correcto. No podía limitarse a dar una desapasionada vuelta de manivela. Debía proceder con habilidad y buen juicio, para seguir avanzando con el impulso adquirido. Más allá de los estándares lógicos, estaban las cuestiones estéticas. Los nuevos desarrollos en física siempre te proporcionaban, primero, una estructura lógica que era más elegante. Segundo, una vez la comprendías, la estructura no era solamente elegante, sino que era más simple. Tercero, de la estructura surgían consecuencias que eran más complejas que antes. La omnipresente trampa en buscar nuevos caminos eran invertir los pasos. Era difícil explicarle eso a un filósofo; había algo en el arte de las matemáticas que lo eludía a uno, a menos que lo buscaras. Platón había sido un gran filósofo, y había decidido que deseaba que los planetas se movieran en conjuntos de círculos, todos ellos interrelacionados entre sí para que dieran las órbitas observadas. Pero como descubrió Tolomeo, las leyes necesarias para conseguir esos círculos preestablecidos eran horriblemente complejas. Eso significaba leyes complejas conduciendo a consecuencias sencillas, el camino equivocado. De modo que todos los esfuerzos de Tolomeo dieron como resultado una teoría que chirriaba y gemía, con esferas cristalinas dando vueltas gracias a una compleja maquinaria llena de piñones y de ruedas y de cadenas transmisoras crujiendo y zumbando.
Por otra parte, la teoría de Einstein era lógicamente más elegante que la de Newton. Sutil, pero simple. Sus consecuencias eran mucho más difíciles de definir, lo cual era el camino correcto. Markham se rascó con aire ausente la barba. Si uno tenía esto en cuenta, podía desechar muchas propuestas antes incluso de empezar, sabiendo que a fin de cuentas terminarían en fracaso. En realidad, no había elección entre belleza y verdad. Uno tenía que aceptarlas las dos. En arte, la elegancia era como una mujer fácil, a la que cada generación de críticos daba una imagen distinta. En física, sin embargo, había una frágil lección que aprender de los milenios pasa dos. Las teorías eran más elegantes si podían ser transformadas matemáticamente a otras formulaciones por otros observadores. Una teoría que permanecía invariable bajo la transformación más general era la más hábil, la más cercana a una forma universal. La simetría SU(3) de Gell-Mann había alineado las partículas en hileras universales. El grupo de Lorentz; el isospín; el catálogo de propie dades etiquetadas Peculiaridades y Color y Atractivo… todo ello transformaba unos Guarismos inconcretos en una Cosa concreta. Así, para ir más allá de Einstein, uno debía seguir las simetrías.
Markham garabateó ecuaciones en un bloc de papel amarillo, buscando. Había pretendido pasar su tiempo elaborando su táctica con FNC, pero la política era basura comparada con la ciencia. Intentó distintas aproximaciones, retorciendo la compacta notación tensorial, escrutando el laberinto matemático. Tenía un principio guía: a la naturaleza parecían gustarle las ecuaciones ex presadas en formas diferenciales covariantes. Encontrar las expresiones correctas…
Elaboró las ecuaciones que gobernaban a los taquiones en un espaciotiempo plano, realizando el ejercicio como un caso límite. Asintió. Allí estaban las familiares ecuaciones de onda de mecánica cuántica, sí. Sabía a dónde conducían. Los taquiones podían ocasionar una onda de probabilidades que se reflejara hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Las ecuaciones hablaban de cómo actuaba esta función ondulatoria, del pasado al futuro, del futuro al pasado, un desconcertado viajero. Crear una paradoja significaba que la onda no tenía fin, sino que al contrario formaba una especie de es quema de onda estacionaria, como las olas de un océano en torno a un espigón, creando sus valles y crestas pero siempre regresando, un orden impuesto al inexpresivo rostro del agitado mar. La única forma de resolver la paradoja era penetrar en ella, romper el esquema, como una barca cortando las olas, dejando una agitada estela detrás. La barca era el observador clásico. Pero ahora Markham añadía los términos de Wickham, haciendo las ecuaciones simétricas bajo el intercambio de taquiones. Rebuscó en su maletín el artículo de Gott que Cathy le había dado. Allí estaba: Una cosmología de taquiones, antimateria, materia y simetría temporal. Arduo y difícil de aprehender. Pero las soluciones de Gott estaban allí, ante sus ojos, luminosas. Las fuerzas Wheeler-Feynman estaban también allí, mezclando las soluciones de los taquiones adelantados y retardados con las sumas no euclidianas. Markham parpadeó. En su aislado silencio algodonoso, se sentó muy envarado, sus ojos recorriendo línea tras línea, su imaginación saltando hacia delante para ver dónde las ecuaciones se abrían y apartaban para mostrar nuevos efectos.
Las ondas seguían allí, enigmáticamente confusas. Pero no había ningún papel para la barca, para el observador clásico. La vieja idea de la mecánica cuántica convencional había sido dejar que el resto del universo fuera el observador, dejarle que obligara a las ondas a colapsarse. En estos nuevos términos tensoriales, sin embargo, no había ninguna forma de regresión, ninguna forma de dejar que el universo en su conjunto fuera un lugar estable desde el cual todas las cosas podían ser medidas. No, el universo estaba firmemente emparejado. El campo de taquiones unía cada fragmento de materia con todos los demás. Incluir más partículas en la red lo único que hacía era empeorar las cosas. Los viejos teóricos cuánticos, desde Heisenberg y Bohr, habían llegado a alcanzar la metafísica en este punto, recordó Markham. La función ondulatoria se colapsaba, y éste era el hecho irreductible. La probabilidad de alcanzar una solución cierta era proporcional a la amplitud de dicha solución dentro de la totalidad de la onda, de tal modo que al final únicamente se conseguía una estimación estadística de lo que podía resultar de un experimento. Pero con los taquiones este toque metafísico tenía que desaparecer. Los términos de Wickham…
Un repentino movimiento llamó su atención. Un pasajero en la siguiente fila de asientos se aferraba a una azafata, con ojos vidriosos. Su rostro estaba crispado por el dolor. Una boca contorsionada, unos labios pálidos, unos dientes marrones. Sus mejillas estaban salpicadas de manchas rosas. Markham se quitó los tapones de los oídos. Un agudo grito le sobresaltó. La azafata consiguió que el hombre se tendiera en el suelo en medio del pasillo y sujetó sus frenéticas y engarfiadas manos.
–¡No… puedo… respirar! – La azafata murmuró algo tranquilizador. El hombre se agitó como presa de un ataque, sus ojos girando alocadamente. Entre dos azafatas lo arrastraron hasta más allá de Markham. Notó un olor agrio procedente del hombre enfermo y frunció la nariz, echando hacia arriba sus gafas. El hombre jadeaba a la esmaltada luz. Markham volvió a colocarse sus tapones.
Se sumergió de nuevo en la embalsamada quietud, consciente tan sólo del tranquilizador zumbido de los motores. Sin picos y valles de sonido, el mundo proporcionaba una sensación amortiguada, esponjosa, como si el clásico éter de Maxwell fuera una realidad, pudiera ser captado por las yemas de los dedos. Markham se relajó por un momento, pensando en lo mucho que le gustaba aquel estado. La concentración en un problema intrincado podía sumergirlo a uno en una aislada y densa perspectiva. Había muchas cosas que uno solamente podía ver desde un cierto distanciamiento. Desde su infancia había buscado esa sensación de libre desliza miento, de sentirse suavemente alejado del comprometido agitarse del mundo. Había utilizado su oblicuo humor para distanciarse de la gente, sí, para mantenerse seguramente apartado del centro de don de vivía. Incluso de Jan, a veces. Uno tenía que formarse un lenguaje lúcido para el mundo, para superar el asalto de la experiencia, para reemplazar el dolor y la dureza y las debilidades de la vida cotidiana con… no, no con una seguridad, sino con una ignorancia con la que uno pudiera vivir. Una profunda ignorancia, pero pese a todo de un tipo que conociera sus propios límites. Los límites eran cruciales. Los cubos de Galileo deslizándose por encima del mármol de los salones italianos, su suave resbalar obedeciendo a la inercia de la mano que los lanzaba… eran realmente caricaturas del mundo. Aristóteles había comprendido en sus entrañas el horrible hecho de que la fricción era la que lo gobernaba todo, todas las cosas se arrastraban hacia su detención. Ése era el mundo del hombre. Sólo el juego infantil de los planos infinitos y de los cuerpos lisos, la realidad sin aristas, proyectaba una trama de consolador orden, de trayectorias infinitas, de armónica vida. Era preciso alejarse constantemente de ese mundo caricaturesco, desplegar estimulantes vuelos de estilo deductivo, respetable. Pero eso no significaba, cuando los artículos científicos aparecían bajo su disfraz de abstracciones y manierismos germánicos, que uno no hubiera estado en otro lugar, el lugar del que uno raramente hablaba.
Hizo una pausa en el sosegado silencio, y luego siguió adelante.
Se preguntó distantemente si su primera intuición habría sido la correcta; esas nuevas ecuaciones de la Wickman no permitían ningún escape a la paradoja, puesto que todo el universo estaba englobado en el experimento. La consecuencia de dar estabilidad a la onda era enviar a los taquiones hacia delante y hacia atrás en el tiempo, sí, pero también esparcirlos a velocidades superiores a la de la luz a través de todo el universo. En un instante, cada ápice de materia en el universo sabía de la paradoja. La estructura global del espaciotiempo se entrelazaba en una sola unidad, instantánea mente. Ése era el elemento nuevo con los taquiones; hasta su descubrimiento, la física asumía que los trastornos en la métrica del es-pacio-tiempo tenían que propagarse hacia el exterior a la velocidad de la luz.
Markham se dio cuenta de que había permanecido mucho rato inclinado hacia delante, garabateando representaciones matemáticas de aquellas ideas. Su espalda le dolió como si tuviera clavados infinidad de pequeños cuchillos al rojo. La mano con la que había estado escribiendo protestó con un suave dolor. Se echó hacia atrás, reclinándose en su asiento. Bajo él vio la grisácea llanura del mar como si fuera una enorme pizarra para que Dios escribiera en ella sus ociosas ecuaciones. Un carguero dejaba tras él una estela que se curvaba con las corrientes, plata bajo el sol. Estaban descendiendo hacia el Dulles International en una suave y larga parábola.
Markham sonrió con serena fatiga. Los problemas te atrapan y te conducen a lo largo de impensadas corrientes. ¿Había alguna forma de resolver la paradoja? Sabía intuitivamente que allí estaba el núcleo de la física, la forma de demostrar de una manera rigurosa que podía alcanzarse el pasado. La lacónica nota en la caja fuerte del banco de Peterson probaba que había ocurrido algo, pero ¿qué?
Markham se agitó incómodo, irritado por el angosto asiento. El viaje en avión se estaba convirtiendo de nuevo en la forma de viajar privilegiada de los hombres ricos, sólo que esta vez sin alharacas. Luego volvió a alejar de su mente aquellos recuerdos pasados del inexorable mundo real. El problema aún no estaba resuelto, y toda vía quedaba algo de tiempo.
¿Pero es posible decidir la existencia de la paradoja?, pensó. El matemático alemán Gódel había demostrado que incluso los sistemas aritméticos sencillos contenían cosas que eran ciertas, pero imposibles de probar. De hecho, uno ni siquiera podía demostrar que la propia aritmética fuera consistente… es decir que no contuviera paradojas. Gódel había obligado a la aritmética a describirse en su propio lenguaje. La había atrapado en su propia caja, la había prohibido probarse a sí misma mediante referencias a cosas exteriores a ella misma. ¡Y esto con la aritmética, el más simple de los sistemas lógicos conocidos! ¿Qué ocurriría con el universo, con los taquiones yendo de un lado para otro, tejiendo la trama del espacio-tiempo? ¿Cómo podían todos los garabatos de todos los blocs de papel amarillo del mundo atrapar ese enorme tramado en las antiguas cajas del sí/no, verdadero/falso, pasado/futuro? Markham se relajó en su rebosante entusiasmo. El avión hizo clunk, y se inclinó hacia el suelo.
El punto que seguía desconcertándole era por qué Renfrew necesitaba enviar un mensaje, crear una paradoja. Los taquiones eran producidos constantemente por la colisión natural de las partículas de alta energía… así era como habían sido descubiertos. ¿Por qué esos taquiones naturales no producían alguna paradoja en algún lugar? Frunció el ceño. El avión hundió más el morro, dando la impresión de estar asomándose al borde de un pozo, con las piernas colgando. Los taquiones naturales… la respuesta tenía que ser que se necesitaba un impulso mínimo para desencadenar una paradoja. Algún volumen crítico de espaciotiempo tenía que ser retorcido, y entonces la alteración se propagaba instantáneamente hacia fuera, con la suficiente amplitud como para ser apreciable. Uno podía cambiar el pasado a voluntad, siempre que no creara paradojas que tuvieran la suficiente amplitud. Una vez se franqueaba el umbral, la onda de taquiones tenía un impacto significativo en todo el universo. Pero si era así, ¿cómo podía uno decir que eso había ocurrido realmente? ¿Cuál era su firma? ¿Cómo hallaba el universo una forma de resol ver la paradoja? Sabían que habían alcanzado el pasado… Peterson lo había probado. ¿Pero qué más podía ocurrir?
Markham sintió un súbito aguijonazo de percepción. Si el universo era un sistema completamente entramado sin ningún mítico observador clásico para colapsar la función de onda, entonces la función de onda no tenía por qué colapsarse en absoluto. Y entonces…
Un golpe dislocante. Markham alzó la vista sorprendido, y vio el suelo girar bruscamente. Delante estaban los pacíficos campos verdes de Maryland. Un grupo de árboles se deslizaba bajo las alas. En la cabina, un maremágnum de voces. Gritos. Un resonante zumbido. El bosque estaba cada vez más cerca. Los árboles se destacaban nítidos, precisos, con la claridad de las grandes ideas. Los observó pasar velozmente mientras el avión se convertía en algo ligero, aéreo, una telaraña de metal que caía con él, materia muda atrapada por la curva geométrica de la gravedad. Schriiiiii. Los árboles eran pálidas varillas en la oblicua luz, cada uno de ellos con una bola verde estallando en la copa. Pasaban más y más aprisa, y Markham pensó en un universo con una función de onda, diseminándose en nuevos estados de existencia a medida que una nueva paradoja se estaba formando en su interior como la semilla de una idea… Si la función de onda no se colapsaba… Había mundos ante él, y mundos detrás. Hubo un seco crac, y repentinamente vio lo que hubiera debido ser.
De todos modos, ella le oyó. Un rostro redondo con gafas y un gorro blanco entró en su campo de visión.
–Oh, ¿se ha despertado? Estupendo. Pronto estará bien de nuevo.
–Frío… -Cerró los ojos. Sintió que arreglaban las sábanas a su alrededor. Quitaron la sonda de su nariz.
–¿Puede mantener un termómetro en su boca? – dijo la enérgica voz-. ¿O probamos el otro extremo?
La miró de reojo, sintiendo un repentino odio.
–Boca… -Su lengua parecía peluda y enorme. Algo frío se deslizó dentro de su boca. Unos fríos dedos sujetaron su muñeca en busca del pulso.
–Bien, se está recuperando estupendamente. Es usted de los afortunados, de veras. Conseguimos darle algo de Infalaithin-G antes de que le afectara realmente.
Frunció el ceño.
–¿Hay… otros?
–Oh, sí -dijo ella alegremente-. Estamos desbordados. No quedan camas en ningún lado. Ahora los están poniendo en urgencias. Pero pronto eso estará repleto también, se lo aseguro. Usted tiene una habitación particular, pero tendría que oírlos quejarse y gemir en la sala E. Sesenta camas han metido allí. Todos a causa de lo que han comido, como usted. Aunque la mayoría de los casos son peores. Como le he dicho, usted es de los afortunados. Ahora es preciso que le demos un poco de comida.
–¿Comida? – dijo horrorizado. El recuerdo de su última cena con Laura lo abrumó con una náusea-. ¡Enfermera!
–¿Quiere vomitar? – Sonaba tan alegre como siempre. Deslizó diestramente una palangana en forma de riñón bajo su barbilla y sujetó su cabeza. Peterson vomitó miserablemente. Una baba verduzca se deslizó por su barbilla y dejó un sabor amargo en su boca. El estómago le dolía como un infierno.
–¿Lo ve?, no tiene nada dentro. Así que tiéndase tranquila mente y no vuelva a excitarse, ¿de acuerdo?
–Dijo usted comida -acusó él rasposamente. Ella se echó a reír.
–Bueno, sí, lo dije, pero no quería decir exactamente comida. Hay que cambiarle la botella de suero, eso es todo…
El volvió a cerrar los ojos. Su cabeza pulsaba dolorosamente. La oyó ajetrearse por la habitación. Luego la puerta se cerró. En la distancia, a través de las dobles ventanas, oía el zumbido del tráfico de Londres. ¿Dónde estaba? ¿En el hospital Guy, quizás? Ahora recordaba más claramente. Le había ocurrido de pronto. Se había sentido bien al volver a casa. Se había despertado tras apenas una hora de sueño, sintiendo una vaga náusea, y se había levantado de la cama. La terrible parálisis se había apoderado de él apenas dar unos cuantos pasos. Recordaba haber permanecido tendido, enroscado en el suelo de su dormitorio, incapaz de gritar, sin atreverse apenas a respirar. Sarah, por supuesto, estaba fuera. Imaginó que podía haber muerto si aquélla hubiera sido también la noche libre de la criada.
Cuando despertó, se sintió más lúcido. La cabeza le pulsaba con un latente dolor. Llamó con el timbre a la enfermera. Era otra distinta, una chica india esta vez. Supo que estaba mejor cuando se dio cuenta de que estaba intentando medir el tamaño de sus pechos bajo el almidonado uniforme.
–¿Cómo se siente hoy, señor Peterson? – preguntó con una voz cantarina, inclinándose sobre él.
–Mejor. ¿Qué hora es?
–Las cinco y media.
–Me gustaría que me devolvieran mi reloj. Y tengo hambre. Creo que podré tomar algo muy ligero.
–Veré si podemos dárselo -dijo ella, y abandonó silenciosa mente la habitación.
Con algún esfuerzo, consiguió sentarse en la cama. La enfermera entró de nuevo, con una radio y una nota.
–Ha tenido usted una visita, señor Peterson -dijo, sonriendo-. No podía quedarse, pero ha dejado esto. Y puede usted tomar algo de caldo. Se lo traeré.
Reconoció los amplios y elegantes trazos y fiorituras de Sarah en el sobre, y abrió la nota.
Ian… qué terrible fastidio para ti. No puedo soportarlos hospitales, así que no voy a venir a visitarte, pero creo que podrás sacarle partido a esta radio. El viernes me voy a Cannes. Espero verte antes de entonces. Si no, llámame. Probablemente estaré en casa el miércoles por la noche. Adiós. Sarah.
Arrugó la nota y la tiró a la papelera. Conectó la radio, un práctico aparato a pilas, pequeñito. Parecía no haber más que música en todas partes. Miró automáticamente su reloj, y se dio cuenta de que no lo llevaba. ¿Qué hora había dicho la enfermera que era? Su estómago gruñía fuertemente. De pronto, tres pitidos interrumpieron la música.
–«Aquí Radio Cuatro de la BBC -anunció una voz de mujer-, y éstas son las noticias de las seis. Primero, los titulares: cincuenta personas resultaron muertas anoche tras unos violentos disturbios por las calles de París. Un avión de las United Airlines en vuelo de Londres a Washington se estrelló a primera hora de esta mañana; no hay supervivientes. La floración que se está extendiendo por el océano Atlántico ha avanzado varios kilómetros en un solo día. El Consejo Mundial ha aprobado un plan de energía pese al veto de los países de la OPEP. Cortes de energía de más de seis horas de duración han obligado a cerrar hoy varias fábricas en los Midlands. El partido de criket en Lord ha debido ser cancelado hoy, cuando diez miembros del equipo australiano han tenido que ser hospitalizados a causa de envenenamiento alimentario. Tiempo para mañana: soleado en algunos lugares, riesgo creciente de tormentas. – Una pausa-. Los disturbios provocados por los estudiantes franceses en París han tenido el apoyo de los trabajadores…»
Peterson no escuchó. Se sentía como flotando. La enfermera entró con una bandeja. Le indicó que le dejara en una mesa al lado de la cama. Algo en las noticias lo había alterado, y no estaba completamente seguro de lo que era. Debían de ser las noticias de la floración. Y sin embargo, no había reaccionado en absoluto cuando ha vía vuelto a pensar en ella.
–«El vuelo 347 de las United Airlines, de Londres a Washington, D.C., encontró algunas turbulencias a su aproximación al aeropuerto Dulles, y se estrelló a última hora de la tarde, hora local. Las transmisiones del piloto son inconexas. Parece que tanto el piloto como el copiloto sufrieron un ataque un momento antes del accidente. Algunos testigos han afirmado que el aparato pareció estallar cuando colisionó contra los árboles. No hay supervivientes. Éste es el último de una serie de desastres aéreos que…»
¡Jesús! Sus palmas estaban empapadas. Pulsó el timbre llaman do a la enfermera. No acudió inmediatamente. Mantuvo el timbre pulsado y gritó:
–¡Enfermera!
Llegó apresuradamente, dejando la puerta abierta.
–¿Qué le ocurre ahora? Vamos, ni siquiera ha tocado usted su caldo.
–Al diablo el caldo. ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles?
–Sí, Pero usted…
–Necesito un teléfono. ¿Por qué no hay aquí ningún teléfono?
–Lo retiramos para que nadie le molestara.
–Bien, tráigalo de nuevo.
–No sé si puedo hacerlo…
–¿Qué ocurre aquí? – La enfermera jefe entró apresurada mente.
–Hermana, el señor Peterson pide un teléfono.
–Oh, no, no lo necesitamos para nada aquí. No queremos que nadie le moleste, señor Peterson.
–Ya estoy lo suficientemente molesto -gritó Peterson-. ¡Traigan un teléfono!
–Vamos, vamos, señor Peterson, no podemos…
–Escuche, estúpido coño -dijo con una voz clara y tensa-, quiero un teléfono aquí inmediatamente, ¡o voy a hacer que la despidan!
Hubo un impresionado silencio, y las dos mujeres salieron de la habitación, mirándole cautelosamente. Se dejó caer en la cama, temblando. A través de la puerta, que habían dejado abierta, pudo oír gemidos.
Al cabo de un momento entró un enfermero con un teléfono y lo conectó. Peterson tomó un sorbo de agua y luchó contra la creciente náusea. Marcó el número de su secretaria.
Penny llevó a casa un ejemplar del National Enquirer, y se lo dejó para que pudiera verlo cuando regresara a casa. En la primera página había un titular: LLAMADA NUCLEAR DEL ESPACIO EXTE RIOR, y debajo: Prominentes científicos contactan con otro mundo. Había dos fotografías de Saul y Gordon, tomadas por el fotógrafo del Life. Gordon lo tiró a la basura sin siquiera leerlo.
Al principio de las clases hubo una fiesta para la facultad de ciencias físicas, para celebrar la inauguración del nuevo edificio del instituto de geofísica. El personal esterilizó la taza de una fuente en medio del césped. Hugh Bradner y Harold Urey la llenaron con una potente mezcla de vodka y zumos de frutas. Gordon había tirado su invitación con las demás informaciones universitarias; Penny la descubrió, e insistió en que fueran. Él deseaba descansar un poco, pero su insistencia le hizo ponerse su chaqueta más ligera y, por primera vez, ir sin corbata. En California tales detalles carecían de importancia. Penny se puso un sombrero flexible de paja… «para dar un toque de distinción», dijo. Tras él podía ocultar parte de su rostro. Aquella sensación de misterio adicional encendió de nuevo un poco su interés hacia ella. Se dio cuenta de que aquellas últimas semanas había estado muy atareado, entre la preparación de sus clases y pasando la mayor parte de su tiempo con el equipo de resonancia nuclear. Aquella idea lo impresionó. Los placeres del principio de su vida en común habían ido desapareciendo poco a poco. La abrasión entre ellos había ido limando las ilusiones cosméticas.
Habló con varios miembros del departamento de física, pero sin comprometerse en ninguna conversación interesante. Penny encontró algunos tipos del área de literatura, pero no se sentía con humor, y fue yendo de un grupo de académicos a otro. La gente del departamento de inglés parecía ya un poco borracha, citando poetas modernos y antiguas películas. Había gente refinada y brillante a la que nunca había visto, princesas goyin, rubias e insoportablemente seguras de sí mismas, el tipo de gente que tiene las neveras llenas de yogures y champaña. Gordon vio a un visitante de Berkeley entre la multitud, alto y bien vestido, uno de los ganadores de un Nobel hacía unos años. Habían sido presentados en una ocasión anterior. Se abrió camino en el semicírculo de gente que se había formado en torno al hombre y, cuando los ojos del laureado con el Nobel se posaron en él, lo saludó con la cabeza. Pero los ojos pasaron de largo. Ningún saludo, nada. Gordon se quedó allí de pie, la copa de plástico en una mano, una helada sonrisa en su rostro. Los ojos del otro volvieron a cruzarse con los suyos. Ninguna pausa, ningún parpadeo de reconocimiento. Gordon se apartó del charloteante semicírculo, el rostro enrojecido. Quizá no me ha reconocido, pensó, alejándose. Se sirvió otra copa de vodka. Por otra parte, quizá si lo hizo.
–Buen juego para emborracharse, ¿eh? – dijo un hombre junto a él-. Intente decir «espectroscopio» tres veces, muy rápido.
–Gordon probó el ejercicio, y fracasó. El hombre resultó llamarse Book y, por supuesto, haciendo honor a su nombre, parecía aficionado a los libros. Era de la General Atomic, y resultó ser mucho más amistoso que la gente universitaria. Se detuvieron bajo un cartel que proclamaba: SI PUEDE USTED LEER ESTO, DÉLE LAS GRA CIAS A SU MAESTRO. Nada de la frivolidad de Book consiguió penetrar en el ánimo de Gordon. El vodka, sin embargo, empezó a aliviar al mundo de su horrible concreción. Empezó a comprender por qué los goyim bebían tanto. Book se fue a algún lado y Gordon inició una conversación con un físico de partículas, un visitante, Steingruber. Ambos compartían una cada vez más profunda inclinación hacia el vodka. Empezaron a discutir del tema eterno: las mujeres. Gordon hizo varias afirmaciones acerca de Penny. De una forma curiosa, que no pudo llegar a comprender en absoluto, invirtió sus roles, de modo que Penny había sido la estudiante sexual iniciada al mundo adulto por él, el refinado neoyorquino. Steingruber aceptó aquello como algo razonable. Gordon se dio cuenta de que el otro era a todas luces un tipo estupendo, capaz de un profundo discernimiento. Tomaron otra copa juntos. Steingruber señaló hacia una rubia de pie a poca distancia y preguntó:
–¿Cuál es su opinión sobre esa de ahí? Gordon miró y se pronunció:
–Su aspecto es más bien vulgar. Sí. Steingruber miró severamente a Gordon.
–Es mi mujer -dijo. En un momento, antes de que Gordon pudiera encontrar una respuesta adecuada, se había ido.
Lakin se le acercó, sonriendo amistosamente. Iba con Bernard Carroway.
–He oído decir que está usted repitiendo el experimento de Cooper -dijo Lakin sin ningún preámbulo.
–¿Dónde ha oído usted eso?
–He podido darme cuenta por mí mismo. Gordon se tomó su tiempo. Fue a dar un sorbo a su copa, y des cubrió que estaba vacía. Luego miró a Lakin.
–Vayase al diablo -dijo con voz clara. Y se marchó. Encontró a Penny en un numeroso grupo rodeando a Marcuse.
–¿El recién nombrado comunista residente? – preguntó Gordon cuando fue presentado. Para su sorpresa, Marcuse se echó a reír. Una estudiante negra de pie cerca de él no lo encontró en absoluto divertido. Le hizo saber que su nombre era Ángela y que la revolución no iba a hacerla la gente en los cócteles; eso fue todo lo que Gordon pudo sacar en claro de la conversación, o al menos todo lo que pudo recordar.
Tomó la mano de Penny y se alejaron.
Jonas Salk estaba solo en un rincón. Gordon dudó en acercársele. Quizá pudiera averiguar lo que pensaba Salk acerca de Sabin… ¿quién había desarrollado realmente la vacuna? Una interesante pregunta, por supuesto.
–Una parábola de la ciencia -murmuró Gordon para sí mismo.
–¿Qué? – preguntó Penny.
En vez de responder, él la condujo hacia un grupo de físicos. Una voz insistente dentro de él le ordenaba que se mantuviera callado, de modo que dejó que Penny se llevara su parte de la conversación. La gente a su alrededor parecía distante y vaga. Intentó decir si era debido a él o a ellos. El eterno problema relativista. Quizá Marcuse supiera la respuesta. Algunos franceses le preguntaron acerca de sus experimentos, y él intentó resumir lo que creía. Le resultó sorprendentemente difícil. El extraño grosor de su lengua había desaparecido, pero quedaba el problema de si lo que él pensaba era cierto. Los franceses le preguntaron acerca de Saul. Gordon eludió la cuestión. Intentó mantener la discusión enfocada en los resultados de sus experimentos.
–Como dijo Newton, «no construyo hipótesis»… no todavía, al menos. Pregúntenme tan sólo acerca de datos. – Se alejó en busca de más vodka, pero la taza de la fuente estaba vacía. Tristemente, tomó la última de las galletas saladas con páté. Cuando regresó, Penny estaba de pie a poca distancia de los franceses, contemplando la vista de La Jolla y el satinado resplandor del mar. Los franceses estaban hablando en francés.
Penny parecía irritada. El la apartó de allí y ella le siguió, mirando furiosa hacia atrás.
Penny insistió en conducir de vuelta a casa, aunque Gordon no podía ver ninguna razón por la que no pudiera hacerlo él. Mientras pasaban junto a los clubs de la playa y las irregulares casas particulares, Penny dijo:
–Esos bastardos -con una repentina vehemencia.
–¿Eh? ¿Qué? – murmuró él. Ella hizo una mueca.
–Después de que te fueras, dijeron que eras un chapucero. Gordon frunció el ceño.
–¿Te lo dijeron a ti?
–No, tonto. Empezaron a hablar en francés. Debían suponer que naturalmente ningún americano comprende otro idioma más que el suyo.
–Oh.
–Te llamaron farsante. Un fraude, dijeron.
–Oh.
–Dijeron que todo el mundo iba diciendo lo mismo de ti.
–¿Todo el mundo?
–Sí -dijo ella amargamente.
Se llevó una mano a los labios, como para ahogar un grito. Las oscilantes líneas prosiguieron. Gordon pensó que podía tratarse de una alucinación. Se mordió un dedo. No, las líneas irregulares pro seguían. Rápidamente, enterrando su excitación bajo la urgencia de ser metódico, empezó a tomar datos.
ACCIÓN DE LOS ULTRAVIOAMSLDUZ SUNEYDUFK OM CADENAS PARECEN RETRASAR DIFUSIÓN EN CAPAS SUPERFICIE DE AMSUWLDOP PERO CRECIMIENTO
AR 18 5 36 DEC 30 29.2
–¿Claudia? ¿Es usted? – Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila.
–Sí, sí, ¿es usted, Gordon?
–Soy yo. He estado trabajando en paralelo con usted. ¿Estaba usted ahí ayer por la noche?
–¿Qué?
–¿Estaba en el laboratorio ayer por la noche?
–Yo… no, no estaba… mi estudiante estaba efectuando algunas mediciones. Creo que terminó hacia las seis.
–Mierda.
–¿Qué? Lo siento, no creo haberte oído correctamente.
–Lo siento, no importa. Yo, esto, estaba en el laboratorio ayer por la noche alrededor de las once, y conseguí algunos efectos de resonancia anómalos.
–Entiendo. Bien, eso deberían ser las dos de la madrugada aquí.
–Oh, sí. Por supuesto.
–¿Cuánto tiempo duró el efecto?
–Más de dos horas.
–Bien, déjeme ver, el estudiante tiene que llegar pronto aquí; son un poco más de las ocho. Gordon, está usted levantado a las cinco de la madrugada.
–Oh, sí. Estaba intentando entrar en contacto con usted.
–¿Ha dormido?
–No, yo… Estaba viendo si había algo más del… del efecto.
–Gordon, vayase a dormir. Hablaré con el estudiante. Vamos a realizar algunos experimentos hoy. Pero necesita dormir un poco.
–Sí, claro.
–Le prometo que efectuaré las mediciones. Pero duerma, ¿eh?
–Está bien. Está bien. Eso es todo lo que deseo.
–Gordon, la señora Evelstein me trajo ese ejemplar del Life ¿Por qué no me lo dijiste? Ahí estaba el nombre de mi hijo, grande, en letras de imprenta… ¡y en el Life!… y tú no me dices nada. Hace ya semanas de ello, y…
–Mira, mamá, lamento no habértelo dicho. Yo…
–Y eso en el National Enquirer, la señora Evelstein también lo tenía. Aunque no le gustó tanto como el otro.
Gordon respiraba penosamente en el auricular del teléfono. ¿Qué hora era? Cristo, las cinco de la tarde. ¿Qué estaba haciendo el grupo de Zinnes?
–Mira, mamá, estaba durmiendo, yo…
–¿Durmiendo? ¿A esta hora?
–Estuve trabajando toda la noche en el laboratorio.
–No deberías, arruinarás tu salud.
–Estoy bien.
–Pero quería decirte eso del Life, ha sido una sorpresa tan grande…
–Mamá, tengo que volver a la cama. Estoy agotado.
–Está bien, de acuerdo. Deseaba oír de nuevo tu voz, Gordon. Últimamente casi no la oigo nunca.
–Lo sé, mamá. Mira, te llamaré dentro de unos días.
–De acuerdo, Gordon.
Colgó, y regresó inmediatamente a la cama.
El grupo de Zinnes no encontró nada. Gordon no pudo captar la señal de nuevo. Siguió efectuando comprobaciones durante toda la semana. El viernes había el coloquio del departamento sobre física de plasmas, conducido por Norman Rostoker. Gordon asistió y se sentó muy atrás. La primera diapositiva de Rostoker era:
Siete fases del Programa de Fusión Termonuclear:
I Exaltación
II Confusión
III Desencanto
IV Búsqueda del culpable
V Castigo del inocente
VI Recompensa para los no implicados
VII Entierro de los cuerpos/Dispersión de las cenizas
La audiencia se echó a reír. Gordon también. Se preguntó en qué estadio se hallaba él. Pero no, el asunto del mensaje no era un proyecto de investigación dirigido, era un descubrimiento. El hecho de que él fuera la única persona en el mundo que creyera en él no representaba ninguna diferencia. «Búsqueda del culpable», pensó, parecía encajar. Durante un momento meditó en ello y luego, en mitad de la charla de Rostoker, se durmió.
Respondió a la llamada de la oficina de Ramsey, acudió y encontró a Ramsey en el laboratorio. El químico había descompuesto la cadena interconectada en una configuración plausible. Fósforo, hidrógeno, oxígeno, carbono.
Tenía sentido. Más todavía, encajaba en una clase parecida a los pesticidas. Más compleja, sí… pero un claro descendiente lineal. Gordon sonrió, aún soñoliento del coloquio.
–Buen trabajo -murmuró. Ramsey estaba radiante. En su camino al exterior, Gordon cruzó el bosque de cristal del laboratorio. Había empezado a gozar con sus ritmos. Los biólogos al extremo del vestíbulo tenían jaulas de animales para sus pruebas, y Gordon se dirigió hacia allá, sintiéndose oscuramente feliz. En un carrito en el corredor había varias bandejas. En ellas había hileras de hamsters marrones eviscerados, como patatas reventadas. La vida al servicio de la vida. Se alejó rápidamente.
Su teléfono sonó a las seis de la tarde, mientras estaba colocando papeles y libros en su maletín para el fin de semana. El edificio de física estaba casi completamente desierto, y el timbre resonó más fuerte de lo habitual.
–Gordon, aquí Claudia Zinnes.
–Oh, hola. ¿Ha conseguido…?
–Tenemos algo. Interrupciones. – Empezó a describirlas.
–Mire, esto, ¿me hará un favor? Intente descomponerlas en es quemas. Quiero decir, sé que es tarde, las, esto, las nueve de la noche ahí, pero si usted…
–Creo que le entiendo. Suspirando:
–Vea si encajan con el código Morse. Una suave risa.
–Lo miraré, Gordon.
Gordon le pidió que le llamara a su casa, y le dio el número.
–Te lo dije la semana pasada -dijo Penny-. Íbamos a tomar el Air Cal a Oakland el sábado en el aeropuerto Lindbergh.
–No lo recuerdo.
–Oh, mierda, te lo dije.
–Penny, tengo un montón de trabajo este fin de semana. Un montón de cosas en las que pensar.
–Piensa en ellas en Oakland.
–No puedo. Por favor, llama a tus padres y diles que nosotros… Sonó el teléfono.
–¿Claudia?
–¿Gordon? Lo comprobé y, sí, tenía usted razón. Se sintió invadido por un repentino aturdimiento.
–¿Qué es lo que dice?
–Esas coordenadas astronómicas de las que me habló usted. Es todo lo que tengo. Llenan páginas y páginas.
–Estupendo. Es sencillamente estupendo.
–¿Qué significa, Gordon?
–No lo sé.
Hablaron unos momentos más. Claudia iba a mantener su experimento funcionando constantemente. La fuerza de la señal parecía llegar e irse de forma irregular. Gordon escuchaba, asentía, daba su conformidad. Pero su mente no estaba en los detalles. En vez de ello, una extraña sensación había empezado a trepar por sus piernas hasta alcanzar su pecho. Colgó el teléfono después de decir buenas noches, y sintió que el pelo de su nuca se erizaba. Era real. Durante todo el tiempo había albergado un cierto temor ante la posibilidad de que él fuera un potzer, que el experimento estuviera equivocado, que estuviera haciendo montañas de granos de arena, como le había dicho una vez Penny, bromeando. Pero ahora estaba seguro: alguien estaba intentando ponerse en contacto con él.
–¿Gordon? Gordon, ¿quién era?
–Zinnes, de Nueva York. – Alzó la vista, todavía aturdido-. Lo han encontrado.
Ella le besó, y juntos dieron unos cuantos pasos de baile. No, no era un potzer. Gordon se puso a pasear arriba y abajo por la sala de estar, murmurando jubilosos ¡Ja! y ¡Correcto! Al cabo de un momento, se sintió un poco mareado y se sentó. De pronto se sintió terriblemente cansado. Araña una hipótesis, apunta un hecho. ¿Pero qué debía hacer a continuación?
–Penny, tienes razón… nos vamos a Oakland.
1998
Se detuvo tan sólo un instante. Sin mirar ni a uno ni a otro lado, cruzó los cuadrados de mármol blancos y subió la amplia y curvada escalinata. Era generalmente cierto que la gente no te interceptaba si pasabas rápidamente por su lado, sin permitir que tu mirada se cruzara con la de nadie. Era perfectamente razonable que él estuviera allí, después de todo; era su propia casa. Algún invitado podía pensar que tanto él como Sarah estaban haciendo los honores de aquella maldita fiesta que él había olvidado por completo, y que Peterson iba a atender algún asunto doméstico arriba.
Avanzó silenciosamente por la gruesa alfombra, cruzando el descansillo. La puerta del cuarto de baño del vestíbulo mostraba una rendija de luz junto al suelo; probablemente había alguien dentro. Se quedaría en el dormitorio el tiempo suficiente para que se fuera, pero debía tener presente las corrientes de tráfico hacia uno y otro lados cuando se dirigiera hacia la salida. Iba a tener que seguir exactamente el mismo itinerario que a la ida; para alcanzar la salida trasera a través de la cocina debería cruzar toda la fiesta.
Cerró la puerta del dormitorio y se dirigió al armario. Una hilera de abrigos disimulaba con efectividad las dos maletas a todo el mundo excepto a los encargados de la limpieza anual en la prima vera. Las sacó. Un poco pesadas, pero manejables. Las colocó en posición junto a la puerta y luego miró a su alrededor. En el lado opuesto, las tres largas ventanas georgianas mostraban un paisaje de techos puntiagudos. La mayoría de los edificios exhibía muy pocas ventanas iluminadas; recordó que era la hora del corte del suministro de energía. Otros estaban completamente a oscuras. ¿Celoso cumplimiento del deber, se preguntó, o gente que ya se había marchado de la ciudad? No importaba… no iba a dejar que estas cosas siguieran preocupándole. Entre las ventanas había espejos de cuerpo entero, enmarcados con terciopelo marrón que a su vez estaba enmarcado en negro; el último estilo de Sarah. Peterson vaciló, estudiando su reflejo. Su aspecto era aún un poco cansado, círculos blancos en torno a los ojos, pero básicamente se había recuperado. Se había marchado del hospital tan pronto como se había sentido capaz de sostenerse en pie. Había ido directa mente a su oficina. El Consejo se hallaba en un estado de completa crisis, y nadie se había dado cuenta de su presencia mientras tomaba algunos documentos de sus archivos, dejaba algunas órdenes de último minuto por teléfono, y daba algunas instrucciones a su abogado. Revisó con sir Martin la situación general, y entonces se dio cuenta de que sus preparativos no habían sido tomados demasiado pronto. Las nubes estaban arrastrando claramente el material de la floración mucho más lejos y mucho más ampliamente. La forma nubosa era ligeramente distinta de la forma oceánica, pero ambas compartían el mismo efecto sobre la neuroenvoltura que Kiefer había descubierto hacía tan sólo unos días. Los datos de Kiefer eran de una gran utilidad, pero unas contramedidas efectivas resultaban todavía un problema para los laboratorios. Las nubes arrojaban el producto allá donde llovía. Las plantas terrestres resistían generalmente al mecanismo de la neuroenvoltura, pero no siempre. La celulosa de las plantas permanecía intacta, pero las partes más complejas eran vulnerables. Rápidas pruebas habían puesto a punto un método para limpiar algunas plantas, para frenar el proceso antes de que el producto pudiera difundirse a través de la piel de la planta. Lavar las plantas recolectadas con unas de terminadas soluciones parecía factible, prometía un 70 por ciento de éxitos. Peterson pensó amargamente en Laura: «Oh, los vegeta les y todo aquí es perfectamente fresco. Lo mejor de lo mejor. Lo traen directamente del campo cada día.» Sí, y ahí era donde había atrapado aquella maldita cosa. En el tracto digestivo humano, atacaba indiscriminadamente a todos los tipos de procesos metabólicos… a veces de una forma fatal, si no se recibía a tiempo un trata miento adecuado.
Nadie sabía cuáles podían ser los efectos más sutiles y secundarios en la cadena alimentaria. Los biólogos habían efectuado algunas proyecciones decididamente sombrías.
Y lo peor era que el mecanismo de las nubes estaba extendiendo mucho más rápidamente la floración. Puntos rojizos estaban apareciendo ya en el Atlántico Norte.
Con sorprendente energía, sir Martin estaba maniobrando con los recursos del Consejo, pero incluso él parecía preocupado. Estaban enfrentándose a un proceso exponencial, y nadie podía decir cuándo el efecto alcanzaría su saturación.
Peterson miró por última vez la habitación que lo rodeaba. Todo ello había sido modelado según sus costumbres, desde el elegante zapatero en forma de acordeón hasta su biblioteca artística mente dispuesta, con su centro de comunicaciones oculto. Era una lástima tener que abandonarlo, realmente. Pero lo importante era irse antes de la embestida, y teniendo una razón plausible para estar algunos días ausente del Consejo. Recuperarse en algún hospital de las afueras podía ser una excelente excusa. Sir Martin lo había estudiado durante un largo momento cuando Peterson le anunció su partida, pero aquél era un riesgo inevitable. Los dos hombres se comprendían probablemente muy bien el uno al otro. Era una lástima que las cosas no hubieran ido mejor entre ellos, pensó Peter son, y abrió la puerta del dormitorio.
Alguien volvía abajo, descendiendo las escaleras tras un viaje al lavabo. Peterson aguardó hasta que quien fuera se hubo desvanecido al otro lado del vestíbulo de mármol. Acabó de abrir la puerta con el hombro y arrastró las maletas hasta el arranque de las escaleras. Cristo, eran pesadas. Nunca había pensado en la posibilidad de que pudiera hallarse enfermo cuando tuviera que realizar aquel movimiento.
Descendió las escaleras con suaves pasos, sujetando sólidamente el peso de las maletas y asegurando cada vez su equilibrio antes de dar el siguiente paso. Tenía que vigilar cuidadosamente dónde ponía los pies. La escalinata era inmensamente larga. Empezó a jadear. La música latina estalló de pronto, llena de sonido de trompetas que inundó sus oídos e hizo tambalearse su concentración. Por el rabillo del ojo captó un movimiento. Un hombre y una mujer, acercándose desde el salón. Bajó rápidamente los últimos tres peldaños, y estuvo a punto de resbalar en el encerado suelo.
–¡Ian! Dios mío, parece como si te fueras de viaje. Creí que Sarah había dicho que estabas en el hospital.
Pensó rápidamente. Una sonrisa, sí, eso era.
–De hecho, allí estoy -empezó, dando la vuelta al mismo tiempo a una esquina en dirección a un pequeño armario auxiliar. Tenía que quitar aquellas maletas del camino antes de que viniera alguien más-. Estoy en plena recuperación, de modo que me dije que era un buen momento para retirarme un poco de la vida pública. Ir a algún lugar en el campo para acabar de recobrarme, ya sabes.
–Oh, Cristo, sí -dijo el hombre-. Los hospitales de la ciudad son lo peor de lo peor. ¿Puedo ayudarte con eso?
–No, no, sólo es un poco de ropa. – Había metido las maletas en el armario, y ahora estaba cerrando firmemente la puerta.
–¿Sabes?, nosotros también estábamos buscando un lugar para, ya sabes, tener un poco de intimidad durante un cierto tiempo.– La mujer lo miró expectante. Era una de las amigas de Sarah, del tipo que no podía recordar con claridad de una ocasión a la siguiente. Se volvió para hacer un gesto escaleras arriba, sin duda pensando que la escasa imaginación de él necesitaba la ayuda de un diagrama. Vio la puerta de su dormitorio, abierta de par en par-. ¡Oh, eso será perfecto! Puede cerrarse por dentro, ¿verdad?
Peterson sintió una fría irritación.
–Creo que sería mejor que…
–No va a ser muy largo. No te importa, ¿verdad? Sí, te importa. Le importa, Jeremy. – Apoyó un pie en el peldaño inferior de las es caleras y miró al hombre que iba con ella, pasándole claramente el problema.
–Yo, realmente, Ian, sería muy, muy amable de tu parte, si nos ayudaras un poco en esto.
Peterson se sintió repentinamente febril y débil. Tenía que terminar rápidamente con todo aquello, liberarse. Había reaccionado automáticamente ante la idea de alguien utilizando su dormitorio para una estúpida fornicación, pero ahora se dio cuenta de que no valía la pena. Acababa de decirle adiós al lugar, después de todo.
–Sí, entiendo, id. No importa. – Fue capaz de decirlo incluso casi alegremente.
La pareja le dio las gracias y subió las escaleras con lo que a Peterson le pareció una deliberada lentitud. Miró al salón e inspiro profundamente varias veces. Podía tomar las maletas y desaparecer sin levantar comentarios con sólo…
Sarah. Le había visto mientras pasaba junto a un grupo de gente charlando. Iba sujeta del brazo a un hombre, e inclinó la cabeza en dirección a Peterson. Cruzaron los cuadrados de las baldosas del vestíbulo, como piezas de ajedrez avanzando. El caballero errante y la reina al ataque, pensó Peterson. Observó remotamente que ella llevaba uno de sus propios elegante trajes largos, una creación estampada con motivos selváticos, con un pañuelo de seda a juego anudado en torno a su cabeza y colgando artísticamente a su izquierda. Miró al hombre que iba con ella y sintió una fría conmoción. Era el príncipe Andrés. Jesús, no iba a empezar de nuevo con aquello. ¿O sí? Bien, ahora ya ni le importaba.
–¡Ian! ¿Ya has salido? ¡Oh, exquisito! – exclamó Sarah, toman do su mano.
–Sólo he venido a buscar algunas cosas. Van a trasladarme a un lugar en el campo. – Tendió una mano a Andrés-. Buenas noches, señor.
–¡Por el amor de Dios, Ian, no me llames señor aquí!
–Andrés nos invita al baile de la coronación… el pequeño. ¿No es encantador por su parte?
–Sí, mucho. ¿Cómo se encuentra su hermano, Andrés?
–Oh, no le visto desde hace una semana. Siempre está atareado ahora. Me alegra no tener su trabajo. De todos modos, está mejor preparado para él que el resto de nosotros.
–Oh, estoy segura de que podrías hacerlo magníficamente -murmuró Sarah.
Andrés agitó la cabeza de una forma bamboleante.
–No. Lo dudo. A menudo me he preguntado si era debido al azar que el heredero tenga esta personalidad, o si tiene esa personalidad precisamente porque él es el heredero.
Peterson reprimió un movimiento nervioso de sus manos e in tentó pensar en algo que decir. ¿Era irreal aquella conversación, o el irreal era él?
–Se está tomando su trabajo muy en serio -dijo suavemente-. Las veces que he consultado con él, ha ido directo al grano.
–Tiene sentido del humor, ya sabes -respondió Andrés, como si se disculpara por la severidad de su hermano. Parpadeó como un búho.
Peterson se dio cuenta de que Andrés estaba borracho, precisa mente en el grado en que puede estar borracha la realeza sin suscitar comentarios. Lo cual quería decir bastante borracho. Sarah tiró de la manga de Peterson, arrastrándole hacia la fiesta. Él dudó por un instante, y luego la siguió. No deseaba que nadie se diera cuenta del tamaño o peso de las maletas que llevaba cuando se fuera. Era mejor ir con Sarah y Andrés y mezclarse con la multitud y desaparecer discretamente más tarde. Permitió a Sarah que le llevara de un lado para otro, presentándolo a alguna gente nueva que podía ser potencialmente útil a la carrera de ella. Sonrió, hizo inclinaciones de cabeza, habló muy poco. Gradualmente fue llegando a la convicción de que todo el mundo allí estaba colocado de alguna manera… borracho, repleto de droga, o simplemente histérico con una frenética energía. Y todos ellos estaban hablando también de las estupideces más superficiales. Había esperado un montón de preguntas acerca de la floración o de las nubes, pero absolutamente nadie le preguntó. Se descubrió a sí mismo observándolos desde un cierto distanciamiento. Tan elegantes e ignorantes como cisnes. Sin embargo, sabía que algunos de ellos debían estar atormentados por las dudas. De nuevo la sensación de irrealidad.
Pasó más de una hora antes de encontrar su oportunidad. Deseaba estar condenadamente seguro de que Andrés no viera las maletas, de modo que esperó hasta que Sarah estuvo agarrada al brazo de Andrés y empezó a contarle una de sus escandalosas historias. Entonces Peterson fue deslizándose de grupo en grupo, pareciendo participar en sus charlas pero de hecho no escuchando a nadie, observando tan sólo para ver si alguien importante se daba cuenta de su salida. En el momento preciso se dirigió rápidamente hacia el vestíbulo. Sacó las maletas. Mientras se volvía, la puerta de su dormitorio se abrió y un rostro enrojecido y de ojos turbios se asomó. Antes de que la mujer pudiera decirle algo, abrió de golpe la puerta de entrada y salió. No era la discreta partida que había imaginado, pero tampoco estaba tan mal. Ahí delante estaba Cambridge y entonces, por el amor de Dios, podría descansar.
–¿No hay nada, que pueda hacer? – preguntó, con un ligero tono de exasperación.
Jan se detuvo y apartó un mechón de pelo de sobre sus ojos.
–Bueno, ahora que pienso en ello, podrías guardar los trajes de Greg. ¿Por qué no tomas esta caja grande y subes arriba? Sólo sus trajes y zapatos. Intentaré venderlos en la tienda de ropas usadas de Petty Cury. Oh, y mira también en el armario del vestíbulo. Creo que allí está su impermeable. Y su bata está detrás de la puerta del cuarto de baño. – Esbozó una ligera sonrisa-. Creo que será mejor que compruebes en todas las habitaciones. Nunca conseguí que no dejara sus cosas un poco por todas partes.
Marjorie se la quedó mirando, incrédula. Ella misma había evitado cuidadosamente mencionar el nombre de Greg.
–¿Cómo puedes estar tan tranquila? – estalló. Jan meditó un momento.
–Creo que es debido a que hay tanto que hacer. No he tenido tiempo de derrumbarme. No te preocupes, Marjorie, me llegará en cualquier momento, más pronto o más tarde. Supongo que real mente aún no puedo llegar a creerlo.
Marjorie observó que Jan guardaba sus ropas siguiendo un estricto ritual. Primero las faldas, dobladas cuidadosamente a lo largo y luego por las caderas. Las medias en precisas bolas. Jan se con centraba en su tarea con una absoluta energía. Extendía las blusas con movimientos precisos y definidos, las mangas formando tensas líneas paralelas. Abrochaba los botones del cuello y de la parte delantera con dedos rítmicos. Luego doblaba las mangas. Alisaba diestramente las arrugas. Las suaves prendas formaban precisos rectángulos, cada una de ellas un paquete. Jan las alineaba en una maleta, apretándolas contra las esquinas. La tapa apretadamente cerrada.
–¿No preferirás quedarte con nosotros hasta que salga tu avión? No creo que debas quedarte aquí sola.
–Estaré bien. Tengo que ir a Londres a confirmar mi vuelo. Hay evidencias de que el vuelo de Greg tropezó con alguna forma virulenta de eso que hay en las nubes… creen que fue eso lo que le ocurrió al piloto. Nada oficial, por supuesto. Pero eso significa que las compañías aéreas están reduciendo sus vuelos hasta tanto el Consejo se pronuncie en una u otra forma. Han cancelado todos los itinerarios que puedan cruzar los bancos de nubes realmente densos. – Jan se alzó de hombros.
–¿Estás segura de que debes volver a casa? ¿A California?
–Creo que es lo mejor. – Un débil cansancio apareció en el rostro dejan-. No soy de ninguna utilidad aquí.
–Sigo creyendo que deberías quedarte un tiempo con nosotros. Los niños están en casa… cerraron los colegios, ya sabes… y podemos hacer excursiones, y…
–No. Lo siento, no. Gracias de todos modos. – Jan tomó la caja. Miró por unos instantes su interior-. Espero que pueda llegar a California.
Renfrew recorría el laboratorio arriba y abajo, golpeando el puño de una mano contra la palma de la otra. Su ayudante Jason es taba reclinado contra un armario gris, mirando malhumoradamente al suelo.
–¿Dónde está George? – preguntó de pronto Renfrew.
–En casa, enfermo.
–Bueno, supongo que no importa. No hay nada que podamos hacer, de todos modos. Malditos cortes de energía. Ni siquiera he conseguido ponerme en comunicación con Peterson. Su secretaria dice que está enfermo. ¡Vaya momento para elegir ponerse enfermo!
Caminó arriba y abajo un poco más. Las bombas permanecían silenciosas a su alrededor. El laboratorio estaba en penumbra, iluminado tan sólo por la luz exterior. Los débiles rayos del sol del atardecer penetraban oblicuamente por las ventanas.
–Dios, Markham hubiera debido estar de vuelta mañana, y hubiéramos tenido el equipo de Brookhaven. ¿Quién va a hablar por nosotros ahora?
–El señor Peterson dijo que estaba preparado para ayudar, la última vez que estuvo aquí.
–No confío en ese hombre. Pero si al menos pudiera ponerme en contacto con él. ¡Maldita sea!
Se dirigió hacia el distribuidor de agua y pulsó el botón. No ocurrió nada. Le dio una patada.
–Nunca pensé vivir para ver el agua racionada en Inglaterra -dijo-. Y está lloviendo a cántaros. Agua, agua por todas partes, y ni una gota para beber. Recuerdo haber aprendido este verso en la escuela. Y cosas viscosas se arrastrarán sobre sus patas fuera del legamoso mar, sí. – Se echó a reír-. Pronto los acantilados de Dover serán rojos.
–¿Por qué no se va a casa? – sugirió Jason-. Yo me quedaré aquí en caso de que haya una llamada de Londres.
–¿A casa? – dijo vagamente Renfrew. Hubo un tiempo en el que Marjorie había sido la primera persona a quien dirigirse en tiempos difíciles. Su eficiente presencia maternal y su sencillo optimismo lo habían tranquilizado siempre. Pero ahora ella estaba constante mente nerviosa y fuera de sí. Sospechaba que estaba bebiendo demasiado. Se lo había insinuado en una ocasión, pero ella no había agarrado la mano que él le tendía, así que no había vuelto a insistir. Su innato buen juicio la ayudaría a salir de aquello, estaba seguro. Y los chicos. Ni siquiera los había visto, excepto brevemente, durante un mes. Se levantaban tarde, puesto que no había escuela, de modo que ni siquiera los veía en el desayuno. Sí, quizá debiera ir a casa. Intentar entrar en contacto de nuevo con su familia.
Al abandonar el laboratorio, descubrió que alguien había cortado la cadena y le había robado su bicicleta.
Era ya tarde y oscuro cuando llegó a su casa. Se detuvo cansada mente en el porche y sacudió la lluvia de su impermeable. Su llave giró en la cerradura, pero la puerta estaba asegurada por dentro. Golpeó la hoja, pero nadie acudió. Pulsó el timbre, dándose cuenta mientras lo hacía de que no había luces en la casa, por lo que el timbre no funcionaría tampoco. Subiéndose el cuello del impermeable, abandonó el refugio del porche y dio la vuelta hacia la parte de atrás. La puerta de la cocina estaba cerrada por dentro también. Mirando a través de la ventana, vio a Marjorie sentada a la mesa, a la vacilante luz de una vela. Golpeó la ventanilla. Ella alzó la vista, gritó. La vela se apagó, y hubo un golpe.
–¡Marjorie! – gritó-. ¡Marjorie, soy yo, John! Un ruido de pasos. La cadena interior resonó. Ella abrió la puerta de atrás.
–No hagas eso -protestó-. Dios mío, casi me hiciste sufrir un ataque al corazón. Ahora no puedo encontrar la maldita vela. Cayó al suelo por alguna parte. – Cerró de nuevo la puerta por dentro tras ellos-. Iré a buscar otra.
La oyó rebuscar en la oscuridad, haciendo resonar las puertas de los armarios. Sus pies pisaron algo que sonó como cristales rotos sobre el suelo. Olió a whisky. Ella nunca ha bebido whisky. El destello anaranjado de una cerilla; la débil luz de una vela envió sus sombras danzantes a las paredes de la cocina.
–En nombre de Dios, ¿por qué no enciendes más de una vela?
–Porque puedes estar seguro de que ésa será la próxima cosa de la que va a haber escasez.
–¿Dónde están los chicos?
–Cielos, John, están con mi hermano. Te lo dije. No hacían otra cosa más que ir de un lado para otro de la casa, metiendo las narices en todas partes, de modo que pensé que se lo pasarían mejor con sus primos. Pueden ayudar con la cosecha. Si la lluvia no lo pudre todo completamente.
Se inclinó para recoger los trozos de cristales rotos del suelo.
Él empezó a preguntar si había algo para cenar, luego refraseó tácticamente:
–¿Ya has cenado?
–No. – Ella dejó escapar una risita-. Me bebí mi cena. Crea menos problemas.
Su risita le recordó la antigua y alegre Marjorie. Con una extraña sensación brotándole de muy adentro, tomó sus manos.
–¡Maldita sea! – Se echó hacia atrás, chupándose el pulgar, allá donde un fragmento de vidrio le había producido un corte.
–Pedazo de tonto- dijo ella, sin la menor simpatía-. Viste lo que estaba haciendo. – Echó los trozos de cristal en el cubo de la basura, y secó el suelo con una esponja.
–Tú nunca bebías whisky -dijo él, observándola.
–Es más rápido. Ya sé lo que estás pensando. Tienes miedo de que me convierta en una alcohólica. Pero yo sé cuando detenerme. Sólo bebo lo suficiente como para ablandar un poco las cosas.
–¿Qué te parece entonces si comiéramos algo?
–Come tú si quieres. – Se alzó de hombros-. Puedes abrir una lata de judías y calentártelas en el hornillo de gas. O hay un poco de queso en la despensa.
–¿Sabes?, no resulta divertido llegar a casa en una noche lluviosa para encontrarse un hogar frío y a oscuras y nada siquiera para cenar.
–No veo que puedas echarme la culpa de que la casa esté fría y a oscuras. Qué se supone que debo hacer, ¿quemar los muebles? Y es la primera vez que llegas tan temprano a casa desde Dios sabe cuándo, y puesto que no me lo comunicaste, difícilmente puedes esperar que te tenga preparada la cena. John, no sabes lo horrible que es ir a comprar comida estos días. Tienes que hacer horas de cola, literalmente, y luego no encuentras prácticamente nada que puedas llevarte a casa.
–No sé, Marjorie. Tú siempre te las habías arreglado muy bien. Parecía como si las cosas nos fueran mejor a nosotros que a los de más. Podíamos matar un pollo, y luego estaba tu huerto.
–Dios, John, a veces tengo la impresión de que has estado fuera meses. Los pollos fueron robados hace semanas. Todos. Y sé que te lo dije. En cuanto al huerto, ¿se supone que debo ir chapoteando por ahí en medio de la lluvia, rebuscando la patata o dos que puedan haber quedado? Estamos a finales de septiembre. En estos momentos todo el jardín no es más que un pantano.
Las luces volvieron bruscamente. La nevera se puso en marcha con un chirrido. Parpadearon, dos personas frente a frente sin unas sombras que las protegieran. Se produjo un silencio. John se agitó.
–La madre de Heather murió -dijo ella bruscamente-. Bien, casi es un alivio. No como Greg Markham. Dios, eso fue conmocionante. Es difícil creer que esté muerto. Parecía tan… bueno, tan vivo. Y Heather y James perdieron sus trabajos, ya sabes.
–No me cuentes más malas noticias -dijo él ásperamente, y desapareció en la despensa.
A medio cruzar la habitación se detuvo, captando un sonido oído a medias. Lottie estaba ladrando furiosamente, encerrada en el lavadero. Vaciló, luego apagó la radio y el estéreo. Esta vez era sin lugar a dudas el timbre de la entrada. Permaneció inmóvil en mitad de la estancia. ¿Quién podía…? El timbre sonó de nuevo. Luego alguien golpeó con los nudillos. ¡Oh, estúpida! Como si un merodeador fuera a llamar a la puerta. Probablemente se trataba de un amigo. Sí, gracias a Dios, alguien con quien hablar, con quien pasar la tarde. Se apresuró hacia el vestíbulo, encendió la luz del porche. A través del panel de cristal opaco a la izquierda de la puerta vio la silueta de un hombre. De nuevo se sintió presa del pánico. Un distante trueno retumbó. Inspiró profundamente, luego se apoyó contra la puerta y dijo, tan calmadamente como le fue posible:
–¿Quiénes?
–Ian Peterson.
Permaneció reclinada por un instante contra la puerta, la mente hecha un torbellino. Lentamente, retiró la cadena y los dos cerrojos interiores y abrió unos centímetros la puerta. El pelo del hombre estaba revuelto. Su chaqueta mostraba arrugas, y no llevaba cor bata. Se sintió bruscamente azarada al pensar en el aspecto que ella misma debía presentar también, con el cabello sin peinar, sujetando un vaso vacío en una mano y vestida, por el amor de Dios, con un viejo traje playero porque hacía tanto calor. Se alisó el traje con una mano pegajosa e intentó ocultar el vaso detrás con la otra.
–Oh, señor Peterson. Hum, me temo que John no está aquí. Todavía, se halla, hum, trabajando en el laboratorio.
–¿Oh? Esperaba encontrarlo aquí.
–Bueno, estoy segura de que si va usted… Una repentina ventolera sopló a través del patio, arrojando hojas contra los hombros de Peterson.
–¡Oh! – exclamó Marjorie. Automáticamente, Peterson dio un paso hacia el interior de la casa. Ella cerró la puerta de golpe tras él-. Dios mío, vaya ráfaga -dijo.
–Se está acercando una tormenta.
–¿Cómo le fue en la carretera?
–Difícil. En realidad, he estado alojado en un hotel al sur de aquí durante varios días. Cuando me sentí un poco recuperado, decidí llegarme hasta aquí para ver si John tenía algo nuevo.
–Bueno, me temo que no, señor Peterson. Él…
–Ian, por favor.
–Bueno, Ian, John ha estado sacando combustible de donde ha podido para el grupo auxiliar del laboratorio. Dice que no puede confiar ya en el servicio comercial. Eso le ha estado tomando mucho tiempo. Sigue transmitiendo, eso puedo asegurárselo.
Peterson asintió.
–Bien. Supongo que es todo lo que puede llegar a esperarse. Fue un experimento interesante. – Sonrió-. Supongo que medio llegué a creer que podía realizarse, ya sabe.
–¿Pero cree que ya no es posible? Quiero decir…
–Pienso que hay algo en el proceso que no comprendemos. Debo admitir que, en su mayor parte, me sentí interesado en el trabajo simplemente por su aspecto científico. Una última debilidad mía, supongo. Como jugar a cartas en el Titanic. He tenido oportunidad de pensar en ello durante estos últimos días. Abandoné Londres, pensando que yo estaba en lo cierto, y luego la enfermedad me golpeó de nuevo. Intenté acudir a un hospital y fui rechazado. No había sitio. Así que me quedé en un hotel, soportando los últimos efectos secundarios. No tomar comida, ésa es la cura. Así que pensé en el experimento para distraerme.
–Dios mío. Pase y siéntese. – Marjorie observó mientras avanzaban hacia la luz que Peterson estaba pálido y más delgado. Había una mirada hundida y hueca en sus ojos-. Esa enfermedad, ¿era…?
–Si, eso que traían las nubes. Incluso después de que consigues librar tu organismo de ella, quedan algunas irregularidades metabólicas residuales.
–Nosotros hemos estado consumiendo comida enlatada. La radio dice que es lo mejor.
Peterson hizo una mueca.
–Sí, eso es lo que dicen. Significa que no disponen todavía de todos los productos de tratamiento que necesitan para salvar la cosecha actual. Hoy telefoneé a mi Sec y me enteré de unas cuantas perlas que supongo que no han sido hechas públicas.
–¿Tan malo es?
–¿Malo? No, desastroso. – Se dejó caer pesadamente en el sofá-. No importa cuántas previsiones hagas, la realidad siempre parece curiosamente, bueno, irreal.
–Creí que no había habido previsiones para esto. Él parpadeó, como si estuviera reorientándose.
–Bueno, no, quiero decir… esas constantes proyecciones que se hacen… tan matemáticas… no de esta forma… -Agitó la cabeza y prosiguió-: Le aconsejo que coma tan poco como le sea posible. Tengo una sospecha… y también la tienen los expertos, esos malditos desgraciados… de que los efectos de todo esto van a cambiar completamente nuestras vidas. Hay escasez de los medicamentos que necesitamos para restaurar nuestros sistemas y… algunos creen que la biosfera va a resultar permanente alterada.
–Bueno, sí -dijo ella preocupadamente, sintiendo que una extraña sensación la atravesaba-. Si sus compañeros no pueden…
Peterson pareció arrancarse del sombrío humor que lo había invadido.
–Pero no nos dejemos abrumar por ello, ¿quiere, Marjorie? ¿Puedo llamarla Marjorie?
–Por supuesto.
–¿Y cómo se siente usted?
–A decir verdad, en estos momentos un poco achispada. Estaba nerviosa aquí sola y me tomé un par de copas. Me temo que se me han subido a la cabeza.
–Bueno, eso es probablemente lo mejor que uno puede hacer. ¿Puedo tomar yo también algo y situarnos así en igualdad de condiciones?
–Por favor. ¿Se sirve usted mismo? Ni siquiera sé lo que tenemos. Yo he estado tomando Pernod.
Lo observó mientras Peterson cruzaba la habitación. Mientras él le daba la espalda, se sintió libre de contemplarlo a voluntad. Él se inclinó ligeramente ante el aparador, haciendo tintinear las botellas mientras leía las etiquetas. Apoyó la cabeza contra su mano. Tuvo consciencia de que él regresaba cruzando la habitación, se detenía ante ella, se inclinaba.
–¿Está segura de que se encuentra bien, Marjorie?
No se atrevió a enfrentarse a su mirada. Se sabía enrojecida. La mano de él se apoyó en el brazo de su sillón. Ella contempló su reloj de oro, la esbelta muñeca, el negro vello del dorso de su pálida mano. Se sintió incapaz de moverse. Siguió mirando la mano.
–¿Marjorie?
–Lo siento. Noto un terrible calor, Ian.
–Déjeme abrir una ventana. El aire aquí dentro está muy cargado. La mano desapareció de su vista, y al cabo de un momento sintió que el aire enfriaba su húmeda frente.
–Oh, eso está mejor. Gracias.
Se echó hacia atrás, se sintió capaz de mirarle. Después de todo, él no era nada tan especial. Era apuesto, pero no excesivamente. Le sonrió.
–Lo siento. Me noto un poco extraña esta tarde. Debe haber sido esa nube, y luego lo de Greg Markham, y… bueno, a veces las cosas pueden parecer tan sin sentido. Y sin embargo una debe sentirse… feliz de seguir con vida… Lo siento, lo que estoy diciendo no tiene mucho sentido, ¿verdad? Pero es que somos tan impotentes. Me gustaría poder seguir haciendo algo.
–Lo que está diciendo tiene mucho sentido, Marjorie. Un trueno retumbó bruscamente, sacudiendo la casa.
–¡Cristo, eso fue cerca! – exclamó ella, y luego intentó dominarse. No debía ser tan excitable. Sintió que un estremecimiento re corría toda su piel-. Me pregunto si más de esos organismos de las nubes están llegándonos con esta lluvia.
–Probablemente.
–Había una mujer por aquí, tengo entendido, que mantenía una casa para gatos. Les dio toda su comida enlatada a los gatos, pensando que las latas de comida para gatos que tenía para ellos habían resultado contaminadas. Supongo que va a morirse de hambre.
–Está loca -dijo Peterson. Dio un buen sorbo a su bebida.
–¿Ha oído usted algo de la coronación? Han cancelado los preparativos.
–Espero que el país se revolucione ante esa medida -dijo Peterson sarcásticamente.
Marjorie sonrió. Un relámpago, luego el retumbante sonido de un trueno. Marjorie se puso en pie de un salto, asustada. Se miraron el uno al otro, y bruscamente se echaron a reír.
–Mientras pueda oírlos, está usted a salvo -dijo él-. Por aquel entonces el rayo ya ha pasado.
Repentinamente, Marjorie se sintió muy bien. Se sintió feliz de tenerlo a él allí, manteniendo a raya la soledad y el miedo.
–¿Tiene usted hambre? ¿Quiere comer algo?
–No, de veras. Relájese. No interprete el papel de anfitriona. Si deseo algo, ya lo tomaré yo mismo.
Y le dirigió una lánguida sonrisa. ¿Había un doble sentido en sus palabras? Debía estar acostumbrado a conseguir todo lo que deseaba. Esta noche, sin embargo, parecía menos seguro de sí mismo, más…
–Estoy contenta de que esté usted aquí -dijo-. He estado tan sola últimamente, con los chicos fuera y John trabajando hasta tan tarde.
–Sí, imagino… -No terminó la frase. Las luces se apagaron, acompañadas dramáticamente por el resonar de un trueno.
–Ahora estoy realmente contenta de que esté usted aquí. Me hubiera sentido espantosamente asustada yo sola, pensando que alguien había cortado las líneas de la casa o algo así.
–Oh, estoy seguro de que se trata tan sólo de un corte de corriente. Algún tendido derribado por el viento, seguro.
–Esto ha estado ocurriendo muy a menudo recientemente. Tengo algunas velas en la cocina.
Marjorie cruzó la habitación, evitando los muebles en la oscuridad gracias a su larga familiaridad con su disposición. En la cocina, rebuscó las velas y las cerillas en la alacena. Automáticamente, encendió tres y las colocó en sendas palmatorias.
El reloj de cuerda sobre uno de los estantes hizo clic, seguido por un traqueteo cuando sus ruedas dentadas se movieron. Se volvió y descubrió a Ian en el umbral. Entró en la cocina. El reloj sonaba como un engranaje mal ajustado.
–Oh, lo encontré en el garaje, mientras ordenaba un poco las cosas -dijo ella-. Con tantos cortes de corriente, un viejo reloj de cuerda es siempre mejor que… -Tic-. De todos modos hace un ruido extraño, ¿no?
–Quizá si lo engrasara un poco…
–Oh, ya lo hice. Es algo que necesita reparación, seguro. De todos modos, va bastante exacto.
El se inclinó sobre la encimera y la observó volver a guardar las cerillas. Ella tuvo la impresión de que las estanterías de pino pare cían gravitar sobre ellos a las sombras arrojadas por las velas. Las cosas de la estancia oscilaban y ondulaban, excepto las rectas estanterías. Tic.
–Es interesante -murmuró Ian- como seguimos deseando saber la hora que es, en medio de todo lo que está pasando.
–Sí.
–Como si tuviéramos citas importantes a las que acudir.
–Sí.
Se estableció un silencio entre ellos, un abismo. Marjorie buscó algo que decir. Tic. Los estantes parecían ahora más sustanciales que las paredes, con el reloj anidado en medio de ellos, rodeado por las conservas.
Miró a Ian. A aquella débil luz sus ojos eran muy oscuros. Se reclinó contra la alacena, menos nerviosa ahora. Tendría que llevar las velas hasta la sala de estar, pero por el momento lo más correcto parecía permanecer allí, no había ninguna prisa.
Ian avanzó cruzando la pequeña cocina. Distantemente, ella se preguntó si iba a tomar unas de las velas. Tic.
Él tendió una mano y acarició su mejilla.
Ninguno de los dos se movió. Ella sintió un cierto calor. Apenas respiraba. Hizo una profunda inspiración, y pareció necesitar mucho tiempo para llenar sus pulmones.
Muy lentamente, él se inclinó y la besó. Fue un contacto ligero, casi casual.
Ella se apoyó en la alacena. Tic. Exhaló el aliento. En el silencio reinante, se preguntó si él podría oír el aire entrando y saliendo de sus pulmones. Observó mientras él tomaba una vela. Una mano tocó su hombro. Se dejó llevar hacia fuera, saliendo de la cocina y de las estanterías y del reloj, hacia la sala de estar.