4

1998

Gregory Markham pedaleó en su bicicleta más allá de los edificios llenos de olores de medicina veterinaria y se metió por el camino que conducía al laboratorio Cavendish. Le gustaba el suave azote del húmedo aire al girar las curvas, ir alternando su peso a uno y otro lados en un ritmo cuidadoso. Su meta era descubrir una curva mínima que lo depositara en la entrada del laboratorio, una geodésica para aquella curvatura local del espacio en particular. Un último esfuerzo de pedaleo, y desmontó a una respetable velocidad, trotando al lado de la máquina, utilizando la energía de la bicicleta para conducirla hasta una de las separaciones de cemento para bicicletas y encajar las ruedas en ella.

Tironeó de su chaqueta irlandesa marrón y subió los peldaños de dos en dos, una costumbre que le daba la apariencia de estar llegando siempre tarde a algo. Se subió con aire ausente las gafas sobre el puente de su nariz, donde habían dejado una marca rojiza, y se pasó los dedos por la barba. Era una barba bien recortada, siguiendo el trayecto convencional a lo largo de su enjuta mejilla desde las patillas hasta el bigote, pero parecía alborotarse cada hora o así, lo mismo que su cabello. Estaba jadeando más de lo habitual tras la carrera. O bien había ganado algo de peso la última semana, dedujo, o la simple erosión de la edad había llegado un poco más profundo. Tenía cincuenta y dos años, y se mantenía en unas moderadas buenas condiciones. La investigación médica había demostrado suficientemente que existía una correlación entre el ejercicio y la longevidad, de modo que él se atenía a ello.

Abrió la puerta de cristal y se encaminó hacia el laboratorio de Renfrew. Cada semana o así acudía a echar un juicioso vistazo al equipo y efectuar algunos asentimientos con la cabeza, pero la verdad es que aprendía muy poco en aquellas visitas. Su interes residía en la teoría que se hallaba detrás de aquel laberinto electrónico. Penetró cautelosamente en la ajetreada bola de sonido que era el laboratorio.

Pudo ver a Renfrew a través de la ventana de su oficina… rechoncho, desgreñado como de costumbre, su camisa desabotonada, su pelo color rata cayendo revuelto sobre su frente. Estaba revolviendo papeles en su atestado escritorio. Markham no conocía al otro hombre que estaba con él. Supuso que se trataba de Peterson, y se sintió divertido por el contraste entre los dos. El oscuro cabello de Peterson estaba perfectamente peinado en su sitio, y su traje era tan caro y tan elegantemente cortado. Parecía suave y seguro de sí mismo, y, pensó Markham, debía de ser un tipo duro para tratar con él. La experiencia le había enseñado que era difícil salirse con bien de una confrontación con ese tipo de inglés frío y reservado.

Abrió la puerta de la oficina, permitiéndose una rutinaria llamada al mismo tiempo que entraba. Los dos hombres se volvieron hacia él. Renfrew pareció aliviado y saltó en pie, derribando un libro de su escritorio.

–Ah, Markham, ya estás aquí -dijo sinceramente-. Este es el señor Peterson, del Consejo.

Peterson se levantó suavemente de su silla y extendió una mano.

–¿Cómo se encuentra, doctor Markham? Markham estrechó vigorosamente su mano.

–Encantado de conocerle. ¿ Ha echado ya un vistazo al experimento de John?

–Sí, hace un momento. – Peterson parecía ligeramente aturdido por la velocidad con que Markham había entrado de lleno en el asunto-. ¿Qué opinión tiene la Fundación Nacional para la Ciencia respecto a esto, lo sabe usted?

–Por el momento, ninguna opinión. Aún no he presentado ningún informe. Hasta la semana pasada no me pidieron que actuara como enlace. ¿Nos sentamos?

Sin aguardar la respuesta, Markham cruzó la habitación, despejó la única otra silla que había, y se sentó, cruzando las piernas. Los otros dos hombres volvieron a sus asientos, un poco más ceremoniosamente.

–Es usted físico de plasma, ¿es eso correcto, doctor Markham?

–Sí. Actualmente estoy en vacaciones sabáticas. La mayor parte de mi trabajo se ha dedicado a los plasmas hasta estos últimos años. Escribí un artículo sobre la teoría de los taquiones hace mucho tiempo, antes de que fueran descubiertos y se pusieran de moda Supongo que es por eso que la FNC me pidió que viniese.

–¿ Leyó usted la copia de la propuesta que le envié? – preguntó Peterson.

–Sí, lo hice. Es buena -dijo Markham terminantemente-. La teoría es excelente. Llevo algún tiempo trabajando en las ideas que hay detrás del experimento de Renfrew.

–¿Cree que este experimento funcionará, entonces?

–Sabemos que la técnica funciona. Si lograremos realmente comunicarnos con el pasado… eso es algo que no sabemos.

–Y esa instalación de ahí… -Peterson agitó un brazo hacia el laboratorio- ¿puede hacer eso?

–Si tenemos mucha suerte, sí. Sabemos que se están llevando a cabo algunos experimentos similares sobre la resonancia nuclear en el Cavendish y en algunos otros lugares, en Estados Unidos y en la Unión Soviética, y que están en marcha desde los años cincuenta. En principio podrían captar señales coherentes inducidas por taquiones.

–¿Así que podemos enviarles telegramas?

–Sí, pero eso es todo. Es una forma altamente restringida de viaje temporal. Es el único medio en el que nadie haya conseguido pensar para enviar mensajes al pasado. No podemos transmitir objetos ni gente.

Peterson agitó la cabeza.

–Yo obtuve mi título en conflictos sociales y ordenadores. Incluso yo…

–¿En Cambrige?-interrumpió Markham.

–Sí, en el King's College. – Markham asintió para sí mismo, y Peterson vaciló. Le desagradaba que el americano lo hubiera situado obviamente en una categoría determinada. Él había hecho lo mismo, por supuesto, pero con una razón más genuina. Ligeramente irritado, tomó la iniciativa-. Mire, incluso yo sé que hay una paradoja implicada en algún lugar, aquí. Ese viejo asunto acerca de pegarle un tiro a tu abuelo, ¿no? Pero si él muere, usted no existiría. Alguien en el Consejo sacó eso a colación, ayer. Casi estuvimos a punto de rechazar todo el asunto a causa de eso.

Un buen punto. Yo cometí el mismo error en uno de mis artículos, allá por 1992. Parece evidente que existen paradojas y luego, si examinas las cosas desde el ángulo correcto, las paradojas desaparecen. Puedo explicarlo, pero tomará tiempo.

–No ahora, si no le importa. El asunto, si lo comprendo bien, es enviar esos telegramas y decirle a alguien allá en los años sesenta o así cuál es nuestra situación aquí.

–Bueno, algo así. Advertirles contra los hidrocarburos clorados, describirles los efectos sobre el fitoplancton. Controlando los efectos de algunos tipos de investigación podríamos disponer del margen que necesitamos ahora para…

–Dígame, ¿cree que este experimento puede ser de alguna ayuda real?

Renfrew se agitó impacientemente pero no dijo nada.

–Sin ponerme melodramático -dijo Markham lentamente-, creo que puede llegar a salvar millones de vidas. A la larga.

Hubo un momento de silencio. Peterson volvió a cruzar sus piernas y se quitó un invisible hilo de su rodilla.

–Es una cuestión de prioridades, entienda -dijo finalmente-. Tenemos que ver globalmente las cosas. El Consejo de Emergencia ha permanecido en sesión desde las nueve de esta mañana. Ha habido otra terrible mortandad en el norte de África debido a la sequía y a la falta de reservas alimenticias. Oirán hablar más de ello en los noticiarios a su debido tiempo, sin la menor duda. Mientras tanto, esta y otras emergencias tienen que tener prioridad. El norte de África no es el único lugar con problemas. También se ha producido una gran propagación de diatomeas a lo largo de la costa sudamericana. Miles de personas están muriendo en ambos lugares. Y ustedes nos están pidiendo que pongamos dinero en un experimento aislado que puede o no puede funcionar… un experimento que es esencialmente la teoría de un solo hombre…

–Es más que eso -interrumpió rápidamente Markham-. La teoría de los taquiones no es nueva. Precisamente ahora hay un grupo en el Caltech, el grupo de la teoría gravitatoria, trabajando en el mismo problema desde otro ángulo. Están intentando ver cómo encajan los taquiones en las cuestiones cosmológicas… ya sabe, la teoría del universo en expansión y todo eso.

Renfrew volvió a asentir con la cabeza.

–Sí, había un artículo en la Physical Review muy recientemente, acerca de enormes fluctuaciones de densidad.

–En Los Ángeles también tienen problemas -dijo Peterson, pensativo-. Principalmente el gran incendio, por supuesto. Si el viento cambia, puede ser desastroso. No sé qué efecto tendrán esas cosas en la gente del Caltech. Pero no podemos permitirnos esperar durante años.

Renfrew carraspeó.

–Pensé que la financiación de los experimentos científicos iba a tener prioridad absoluta. – Sonó ligeramente malhumorado. La respuesta de Peterson tuvo un asomo de condescendencia.

–Oh, se está refiriendo usted al discurso del rey por televisión el otro día. Sí, bueno, por supuesto, él no sabe nada de ciencia, ni siquiera es un político. Aunque es un tipo muy bienintencionado, por supuesto. Nuestro comité le aconsejó sin embargo que en el futuro se limitara a hablar de generalidades que no comprometieran a nada. Con un toque de humor. Es bueno en eso. Sea como fuera, el hecho básico es que andamos escasos de dinero, y que tenemos que elegir muy cuidadosamente. Todo lo que puedo prometer en este estadio es que presentaré un informe al Consejo. Les haré saber tan pronto como me sea posible su decisión acerca de garantizar su prioridad de emergencia. Personalmente, creo que es un proyecto demasiado a largo plazo. No sé si podemos permitirnos correr el riesgo.

–Lo que no podemos permitirnos es no correrlo -dijo Markham con repentina energía-. ¿De qué sirve tapar brechas aquí y allá, enterrar dinero en fondos de ayuda contra la sequía y las epidemias? Pueden ustedes colocar todos los parches que quieran, pero finalmente el globo estallará. A menos…

–¿A menos que trasteen ustedes con el pasado? ¿Están seguros de que los taquiones pueden alcanzar el pasado, en primer lugar?

–Lo hemos hecho -dijo Renfrew-. Hicimos algunos experimentos a pequeña escala. Funcionaron. Está en el informe.

–Entonces, ¿los taquiones son recibidos? Renfrew asintió secamente.

–Podemos utilizarlos para calentar una muestra en el pasado, asi que sabemos que son recibidos. Peterson arqueó una ceja.

–¿Y si, después de medir este incremento de calor, deciden ustedes no enviar los taquiones después de todo?

–Esa opción no está realmente disponible en esos experimentos. Vea, los taquiones tienen que viajar un largo camino si han de llegar tan lejos en el tiempo.

–Un momento, por favor -murmuró Peterson-. ¿Qué tiene que ver el viajar más rápido que la luz con el viaje por el tiempo? Markham se dirigió hacia una pizarra.

–Es algo que se deriva directamente de la relatividad restringida. Vea… -Y se lanzó a una descripción. Markham trazó diagramas espaciotemporales y le dijo a Peterson cómo entenderlos, haciendo hincapié en la elección de coordenadas oblicuas. Peterson mantuvo una expresión de profunda intensidad a través de todo aquello. Markham trazó líneas onduladas para representar a los taquiones partiendo de un determinado lugar, y mostró cómo, si eran reflejados en el interior del laboratorio, podían alcanzar otra porción del laboratorio en un tiempo anterior.

Peterson asintió lentamente.

–¿Así que su opinión acerca de los experimentos que han hecho es que no existe tiempo que reconsiderar? Ustedes disparan los taquiones, y éstos calientan esa muestra de indio que tienen ustedes, unos cuantos nanosegundos antes de que ustedes hayan apretado el gatillo.

Renfrew asintió.

–Lo esencial es que nosotros no deseamos tampoco crear una contradicción. Mire, si conectáramos el detector de calor al disparador de taquiones, la aparición del calor bloquearía la emisión de los taquiones.

–La paradoja del abuelo.

–Correcto -intervino Markham-. Hay algunos puntos sutiles implicados en hacer eso. Creemos que todo ello conduce a una especie de estado intermedio, en el cual es generado un poco de calor y son emitidos unos cuantos taquiones. Pero no estoy seguro.

–Entiendo -Peterson se debatió con aquellas ideas, frunciendo el ceño-. Me gustaría profundizar un poco más en todo eso algo más tarde, una vez haya leído todo el material técnico. En realidad, todo esto no depende de mi único y exclusivo juicio… -miró a los dos hombres a su lado, que le contemplaban a su vez intensamente-, como probablemente habrán supuesto ustedes. Sir Martin, del Consejo, y ese hombre, Davies, que mencionaron ustedes, me dieron su evaluación. Según ellos vale la pena seguir adelante.

Markham sonrió; Renfrew radió. Peterson alzó una mano.

–No vayan tan aprisa. En realidad he venido aquí para captar el aroma de las cosas, no para tornar una decisión definitiva. Tengo que presentar mi caso al Consejo. Ustedes desean equipo electronico de los laboratorios americanos, y eso significa luchar con la FNC.

–¿Acaso están los americanos trabajando en la misma línea?

–preguntó Renfrew.

–No lo creo. La actitud del Consejo es que deberíamos unir nuestros recursos. Voy a urgir que se les destinen los fondos que necesitan, y los americanos colaborarán.

–¿Y los soviéticos? – preguntó Markham.

–Dicen que no están haciendo nada en esta línea. – Peterson resopló desdeñosamente-. Probablemente mienten de nuevo. No es ningún secreto que nosotros los ingleses tenemos un papel importante en el Consejo únicamente porque los soviéticos se mantienen en un plano de estricta discreción.

–¿Por qué razón? – preguntó inocentemente Renfrew.

–Imaginan que todos nuestros esfuerzos van a estallarnos en la cara -dijo Peterson-. Así que se limitan a contribuir en los gastos y probablemente estén guardando recursos para más tarde.

–Cínico -dijo Markham.

–Absolutamente -admitió Peterson-. Miren, tengo que regresar a Londres. Tengo un cierto número de otras proposiciones, la mayor parte asuntos convencionales, pero el Consejo desea un informe de cada una de ellas. Haré todo lo que pueda por ustedes.

–Estrechó formalmente sus manos-. Doctor Markham, doctor Renfrew.

–Le acompañaré -dijo Markham rápidamente-. ¿John?

–Por supuesto. Aquí hay un dossier de nuestros artículos sobre los taquiones, puede que le interese. – Se lo tendió a Peterson-. Junto con algunas ideas acerca de cosas que pueden ser transmitidas, si tenemos éxito.

Los tres hombres abandonaron juntos el edificio e hicieron una pausa en el desierto aparcamiento. Peterson se dirigió hacia el coche que Renfrew había observado al llegar aquella mañana.

–Así que ése era su coche -exclamó Renfrew, involuntariamente-. No creí que hubiera podido llegar tan pronto esta mañana desde Londres.

Peterson alzó una ceja.

–Pasé la noche con un viejo amigo -dijo.

El resplandor de agradable recuerdo que cruzó por un momento sus ojos indicó claramente a Markham que el viejo amigo era una mujer. Renfrew no se dio cuenta de ello, atareado en ponerse sus pinzas para su bicicleta en los pantalones. Además, sospechaba Markham, aquél no era el tipo de pensamiento que pudiera ocurrírsele a Renfrew. Era un buen hombre, pero básicamente lento en comprender. En cambio Peterson, aunque con toda seguridad no era en absoluto un buen hombre, se mirara por donde se mirara, tampoco era en absoluto lento en comprender.

5

Marjorie estaba en su elemento. Los Renfrew no acostumbraban invitar a menudo a gente, pero cuando lo hacían, Marjorie siempre daba a John y a sus huéspedes la impresión de una apresurada actividad e incluso de desastres domésticos evitados en el último minuto. De hecho, Marjorie no era tan sólo una excelente cocinera, sino también una organizadora altamente eficiente. Cada paso de aquella cena había sido meticulosamente planificado por anticipado. Una subconsciente sensación de que no debía intimidar a sus huéspedes mostrándose como una perfecta anfitriona era la única causa por la que entraba y salía constantemente de la cocina, charlando sin cesar, y echándose hacia atrás el cabello como si todo aquello fuera un poco demasiado para ella.

Heather y James, como sus amigos más antiguos, fueron los que llegaron primero. Luego los Markham, unos correctos diez minutos después. Heather lucía sorprendentemente sofisticada con su traje negro largo. Con tacones altos, era igual de alta que James, que media tan sólo metro cincuenta y cinco y se sentía acomplejado por ello. Como de costumbre, él también iba impecablemente vestido.

Estaban bebiendo todos jerez, excepto Greg Markham, que se había decantado por una Guinness. Marjorie pensó que era un tanto extraño para inmediatamente antes de cenar, pero Markham parecía ser hombre de sólido apetito, así que probablemente era normal. Lo encontró un poco desconcertante. Cuando John se lo presentó, él se habia mantenido un poco demasiado cerca de ella y le había formulado algunas preguntas bruscas y más bien poco convencionales.

Luego, cuando ella se había retirado un poco -tanto física como de las respuestas directas a sus preguntas-, él había parecido descartarla. Cuando más tarde ella le había ofrecido algunos carísimos frutos secos para picar, él había cogido un gran puñado mientras seguía hablando, sin apenas haberse dado cuenta de la presencia de ella a su lado.

Marjorie decidió no dejar que nada la turbara. Hacía ya más de una semana desde el horrible incidente con los intrusos y… barrió el pensamiento de su memoria. Centró resueltamente su atención en su brillante y espléndida fiesta y en la esposa de Markham, Jan. Jan era una mujer discreta, por supuesto… lo cual no era sorprendente, puesto que su esposo había estado dominando la conversación desde que habían llegado. Su técnica era hablar muy rápidamente, saltando de uno a otro temas a medida que se le ocurrían, en una especie de carrera de obstáculos verbal. Mucho de lo que decía era interesante, pero Marjorie no tenía tiempo de pensar en un tema y elaborar un comentario antes de que la conversación hubiera derivado en otra dirección. Jan sonreía ante aquellos saltos verbales, una sonrisa más bien juiciosa que Marjorie interpretaba como una significativa profundidad de carácter.

–Tiene usted un ligero acento inglés -sondeó Marjorie-. ¿Ya se le está pegando?

Aquello sirvió para aislarlas un poco del círculo de conversadores.

–Mi madre es inglesa. Lleva décadas viviendo en Berkeley, pero el acento permanece.

Marjorie asintió receptivamente, y la llevó un poco más aparte de los demás. Descubrió que la madre de Jan vivía en la Arcología que se estaba construyendo en el Área de la Bahía. Podía permitírselo porque se ganaba la vida escribiendo novelas.

–¿Qué tipo de novelas escribe? – interrumpió Heather, uniéndose a ellas.

–Góticas. Novelas góticas. Escribe bajo el absurdo seudónimo de Cassandra Pye.

–Dios de los cielos -dijo Marjorie-. He leído un par de sus libros. Son muy buenos, para ese tipo de literatura. Oh, qué excitante es pensar que es usted su hija.

–Su madre es una vieja dama maravillosa -intervino Greg-. Bueno, no tan vieja, realmente. Tiene… ¿cuántos, Jan?… unos sesenta años, y probablemente nos sobrevivirá a todos nosotros. Con una salud de caballo, y un poco loca. Ocupa un cargo importante en el Movimiento Cultural de la Tercera Edad. Berkeley está lleno de gente así en estos días, y ella ha sabido encajar. Va por todas partes en su bicicleta, duerme con todo tipo de personas, es aficionada a todo tipo de tonterías místicas. Aceite de serpiente trascendental. Una mujer un poco loca, de hecho, ¿no es así, Jan?

Aquél era obviamente un chiste personal entre ellos. Jan se echó a reír de buen grado como respuesta.

–Eres un científico incorregible, Greg. Tú y mamá simplemente no vivís en el mismo universo. Piensa solamente en la impresión que recibirías si descubrieras después de tu muerte que mamá tenía razón en todo. Aunque reconozco que se está volviendo un tanto excéntrica últimamente.

–Como el mes pasado -añadió Greg-, cuando decidió entregar todas sus posesiones terrenales a los pobres de México.

–¿Para qué? – preguntó James.

–Para mostrar su apoyo a la causa Hispánica Regionalista -explicó Jan-. Se trata de la gente que desea hacer de México y de la parte occidental de Estados Unidos una región libre, de modo que la gente pueda desplazarse por ella según los dictados de la economía.

James frunció el ceño.

–¿No significa eso simplemente que los mexicanos se trasladarán en masa al norte?

Jan se alzó de hombros.

–Probablemente. Pero la facción de habla hispánica en California es tan fuerte que quizás incluso lo consigan.

–Una extraña clase de estado del bienestar -dijo en voz baja Heather.

–Es más probable un estado del adiós muy buenas -apuntó Greg.

El coro de risas que señaló aquella observación casi sorprendió a Marjorie. Había como un toque de energía comprimida siendo liberada.

Un poco más tarde, Markham llevó a Renfrew a un lado y le preguntó acerca de los progresos en el experimento.

–Me temo que nos veamos muy limitados si no conseguimos un mejor tiempo de respuesta -dijo John.

–Aja, la electrónica americana -asintió Markham-. Mira, he estado haciendo los cálculos que discutimos… cómo enfocar los taquiones en 1963 con una buena fiabilidad y todo eso. Creo que funcionara bien. Los inconvenientes no son tan terribles como pensábamos.

–Excelente. Espero que tengamos alguna posibilidad de usar la técnica.

–También he estado metiendo un poco la nariz por todas partes. Conozco a sir Martin, el jefe de Peterson, de los días en que él estaba en el Instituto de Astronomía. Lo llamé por teléfono. Me prometió que muy pronto tendríamos noticias.

Renfrew se iluminó y, por un momento, perdió su aire de anfitrión ligeramente nervioso.

–¿Por qué no tomamos nuestros vasos y salimos afuera a la terraza? Hace una noche encantadora, más bien cálida, y aún no es completamente oscuro.

Marjorie abrió las puertas vidrieras y gradualmente consiguió conducir a sus huéspedes afuera, donde los Markham se maravillaron, como esperaba que lo hicieran, ante el jardín. La intensa fragancia de las madreselvas en el seto llegó hasta ellos. Los pies crujieron sobre la gravilla cuando cruzaron la terraza.

–California se está desenvolviendo bien, ¿verdad? – preguntó James, y Marjorie, escuchando a los demás que también estaban hablando, oyó fragmentos de la respuesta de Greg Markham.

–El gobernador mantiene el campus de Davis abierto… El resto de nosotros… Yo estoy cobrando actualmente la mitad de mi sueldo, y la única razón de haberlo conseguido es que el sindicato… las presiones… los profesores están aliados ahora con los empleados administrativos… los malditos estudiantes desean tomar cursos prácticos… -Cuando volvió a mirar en su dirección, la conversación se había extinguido.

Greg se apartó del grupo y se dirigió hacia el extremo del patio, con rostro preocupado. Marjorie le siguió.

–No tenía idea de que las cosas hubieran llegado hasta ese extremo -dijo.

–Está ocurriendo en todas partes -respondió él con un tono llano y resignado.

–Bueno -dijo ella, poniendo un acento alegre y confiado en su voz-, aquí todos esperamos que las cosas se arreglen un poco y los laboratorios vuelvan a abrir. Los universitarios se sienten completamente optimistas acerca de…

–Si los deseos fueran caballos, hasta los mendigos irían montados -dijo él amargamente. Luego, dirigiéndole una mirada, pareció librarse un poco de su taciturno humor-. O, si los caballos fueran indomables, habría que mendigar para montarlos. – Sonrió-. Me gusta transmutar clichés, ¿sabe?

Esta manera de pensar, repentina e incisiva, era lo que Marjorie había llegado a asociar con una clase de científicos, los de tipo teórico. Eran difíciles de comprender, de acuerdo, pero mucho más interesantes que los experimentadores, como su John. Le devolvió la sonrisa.

–Seguramente su año aquí en Cambridge estará libre de preocupaciones presupuestarias, ¿no?

–Hum. Sí. Supongo que es mejor vivir aquí en el pasado de alguna otra persona que en el tuyo propio. Es un lugar encantador para olvidar el mundo de fuera. He gozado de los placeres de la clase teórica.

–¿En su torre de marfil? Ésta es una ciudad de espiras de sueño, como creo que dice el poema.

–Oxford es la ciudad de las espiras de sueño -la corrigió él-. Cambridge es más la de los sueños sudorosos.

–¿La ambición científica? El hizo una mueca.

–La regla empírica dice que no se efectúa mucho trabajo realmente importante pasados los cuarenta años. Lo cual es completamente falso, por supuesto. Hay montones de grandes descubrimientos efectuados en los últimos años de la vida. Pero en general, sí, uno tiene la impresión de que tus habilidades te van abandonando a medida que envejeces. Es como los compositores, supongo. La inspiración viene de todas partes cuando eres joven, y… y luego aparece más bien una sensación de consolidación, de las cosas afirmándose en su sitio, cuando te vas haciendo viejo.

–Esta cosa de comunicación a través del tiempo en la que usted y John están trabajando parece realmente excitante. Hay muchas posibilidades ahí.

A Greg se le iluminó la cara.

–Sí, es una gran oportunidad. Un campo nuevo y sólo yo para explorarlo. Si no hubiesen cerrado la mayor parte del departamento de matemática aplicada y física teórica, habría un montón de jóvenes brillantes encima nuestro.

Marjorie se alejó del resto de los reunidos, en dirección a las húmedas masas de vegetación que cercaban su jardín.

–Desde hace tiempo he estado deseando preguntarle a alguien que lo sepa -empezó con un toque de inseguridad- simplemente qué es esa cosa del taquión de John. Quiero decir, él me lo ha explicado, pero me temo que mi educación enfocada más bien a las artes me ha impedido entenderlo demasiado.

Greg unió sus manos tras su espalda en un gesto estudiado, alzó la vista hacia el cielo. Marjorie observó otro repentino cambio en él; su expresión se hizo remota, como si estuviera examinando algún persistente enigma interior. Siguió mirando hacia arriba, como si no se diera cuenta del excesivo silencio que se había formado entre ellos. Allá arriba, vio Marjorie, un avión trazó un arco, la luz verde de la cola destellando, y notó una sensación curiosa e inquietante. El vapor despedido por sus chorros se abrió, un frío color plata en un cielo de pizarra.

–Creo que lo más difícil de comprender -dijo Greg, empezando a hablar como si estuviera dictando mentalmente un artículo- es por qué las partículas viajando más rápido que la luz tienen algo que ver con el tiempo.

–Sí, eso es. John siempre habla de eso, diciendo un montón de cosas incomprensibles acerca de receptores y focalizadores.

–La miopía de un hombre que tiene que conseguir que esa maldita cosa funcione realmente. Comprensible. Bien mirado, ¿recuerda usted lo que demostró Einstein hace un siglo… que la luz era una especie de límite de velocidad?

–Sí.

–Bien, la descripción automática y popular de la relatividad es… -aquí arqueó sus cejas, como para hacer visible su desdén acerca de la siguiente frase- que «todo es relativo». Una afirmación que no significa nada, por supuesto. Un resumen mejor es que no hay observadores privilegiados en el universo.

–¿Ni siquiera los físicos son privilegiados? Greg sonrió ante la pulla.

–Especialmente los físicos, puesto que nosotros sabemos de qué se trata. El asunto es que Einstein mostró que dos personas yendo la una al encuentro de la otra no pueden ponerse de acuerdo sobre dos acontecimientos que se produzcan al mismo tiempo. Ello es debido a que la luz necesita un tiempo finito para viajar desde los acontecimientos hasta las dos personas, y ese tiempo es distinto para cada una de ellas. Puedo demostrarle eso con algunas matemáticas sencillas…

–Oh, no hace falta, de veras -se echó a reír Marjorie.

–De acuerdo. Esto es una fiesta, después de todo. El asunto es que su esposo está yendo aquí detrás de un pez grande. Su experimento con los taquiones lleva las ideas de Einstein un paso más allá, en un cierto sentido. El descubrimiento de partículas viajando más rápidas que la luz significa que esos dos observadores que se están moviendo tampoco se pondrán de acuerdo acerca de cuál de los dos acontecimientos llegó primero. Es decir, el sentido del tiempo resulta también embrollado.

–Pero seguramente esto es tan sólo una dificultad de comunicación. Un problema con el haz de taquiones y todo eso.

–No, absolutamente falso. Es fundamental. Mire, la «barrera de la luz», como era llamada, nos mantenía en un universo que poseía un sentido desordenado de lo que es simultáneo. ¡Pero al menos podíamos decir en qué sentido fluía el tiempo! Ahora ni siquiera eso podemos hacer.

–¿Usando esas partículas? – dijo Marjorie dubitativamente.

–Sí. Raramente se producen de forma natural, creemos, de modo que no hemos visto antes sus efectos. Pero ahora…

–¿No sería más excitante construir una espacionave a taquiones? ¿Ir a las estrellas?

Él agitó fuertemente la cabeza.

–En absoluto. Todo lo que John puede crear son haces de partículas, no objetos sólidos. De todos modos, ¿cómo viajaría usted en una espacionave que se moviera más rápido que la luz? La idea en sí es un absurdo. No, el auténtico impacto aquí es la transmisión de señales, un campo completamente nuevo dentro de la física. Y yo… yo tengo la suerte de estar metido en ello.

Instintivamente, Marjorie adelantó su mano y palmeó el brazo del hombre, sintiendo una oleada de tranquila alegría ante aquella ultima frase. Era bueno ver a alguien totalmente comprometido con algo más allá de sí mismo, especialmente en esos días. John era igual que él, por supuesto, pero con John era algo distinto. Sus emociones estaban encapsuladas por una obsesión con la maquinaria y con alguna turbulencia interna, casi una desafiante irritación ante el universo por guardar sus secretos. Quizás ésa fuera la diferencia entre meramente pensar acerca de los experimentos, como nacía Greg, y tener realmente que ver con ellos. Podía ser difícil creer en serenas bellezas matemáticas cuando uno tenía las manos sucias.

James se les acercó.

–Greg, ¿tienes alguna información acerca del clima político de Washington? Estaba preguntándome…

Marjorie vio que el momento de comunicación entre ella y Greg se había roto, de modo que se apartó, observando la geometría de sus huéspedes. James y Greg discutían ya de política. Greg cambió inmediatamente de engranajes conversacionales. Rápidamente tomaron partido acerca de las incesantes huelgas, echando la mayor parte de la culpa sobre el Consejo de Sindicatos de Comercio. James preguntó cuándo iba a abrir de nuevo el gobierno americano el mercado de valores. John estaba flotando por ahí, sin objetivo fijo. Qué extraño, pensó Marjorie, que un hombre se sintiera tan incómodo en su propia casa. Se dio cuenta, por el fruncimiento de sus cejas, que estaba dudando acerca de si unirse o no a los dos hombres. No sabía nada del mercado de valores y casi lo despreciaba como si fuera una forma de juego. Suspiró y sintió piedad por él.

–John, ven y échame una mano, ¿quieres? Voy a poner el primer plato en la mesa.

Él se volvió, aliviado, y la siguió al interior de la casa. Ella echó un vistazo al páté moteado de gris y adornó los platos con rizos de zanahoria y lechuga del huerto. John la ayudó a preparar los moldes de mantequilla y las tostadas Melba hechas con pan horneado en casa. Luego abrió algunas botellas de vino hecho en casa.

Marjorie se introdujo entre los retazos de conversación, conduciendo a sus invitados con gentiles invitaciones a la mesa. Se sentía casi como un perro ovejero, volviendo sobre sus pasos para insistir a aquellos que habían llegado a un punto interesante en su conversación y se habían retrasado en el jardín. Hubo murmurados comentarios de apreciación ante la mesa, adornada con flores del jardín y velas individuales hábilmente dispuestas dentro de las servilletas dobladas. Los organizó alrededor de la mesa, Jan cerca de James ya que parecían entenderse perfectamente, Greg se sentó junto a Heather; ella pareció un poco nerviosa ante ese detalle.

–Marjorie, eres una maravilla -declaró Heather-. Este páté es delicioso… y este pan es horneado en casa, ¿no? ¿Cómo te las arreglas, con el racionamiento de energía y todo lo demás?

–Dios, sí. Es terrible, ¿no? – exclamó Greg-. Quiero decir el racionamiento de energía -añadió rápidamente-. El páté es excelente. Buen pan, también. Pero tener electricidad únicamente cuatro horas al día… increíble. No comprendo corno la gente puede vivir así.

Y la mesa se desencadenó en una serie de comentarios: «Es una medida experimental, hay que comprenderlo»… «¿Crees que durará?»- «Demasiadas desigualdades»… «Las fábricas siguen teniendo energía, por supuesto»… «Los horarios de trabajo se han visto alterados»… «Aquellos que están enfermos, los viejos excéntricos como nosotros»… «Los pobres no se preocupan por ello, ¿verdad?»… «Mientras puedan abrir una lata de judías y una cerveza»… «Los ricos que poseen todos los aparatos eléctricos que»… «Es por eso que va a ser fulminantemente cesado»… «Yo sencillamente lo hago todo a la vez, pongo la lavadora y paso el aspirador y»… «Entre las diez y las doce del mediodía y durante las horas nocturnas»… «El mes próximo será peor, cuando cambie de nuevo el horario»… «La Anglia Oriental está siguiendo el mismo esquema que los Midlans, de doce a dos y de ocho a diez»…

–¿Cuánto tiempo pasará antes de que la Anglia Oriental vuelva de nuevo al esquema de seis a ocho? – intervino John-. Al menos es un buen horario para tener invitados.

–No hasta noviembre -respondió Marjorie-. El mes de la coronación.

–Oh, sí -murmuró Greg-. Danzando en la húmeda oscuridad.

–Bueno, puede que hagan una excepción -dijo Heather, algo amilanada por el sarcástico tono de Greg.

–¿Cómo?

–No cortando la energía. A fin de que la gente de todo el país pueda ver la ceremonia.

–Sí -dijo Marjorie-. Londres no necesitará siquiera un suplemento de energía para ponerlo todo en marcha. Si pensamos en ello, una coronación es un acontecimiento completamente ecológico.

–Al decir «ecológico» quieres dar a entender «virtuoso», ¿no?

–preguntó Greg.

–Bueeeno -Marjorie dejó arrastrar la palabra mientras intentaba juzgar qué era exactamente lo que quería decir Greg-. Sé que es un mal empleo de la palabra, pero realmente, en la coronación, siempre se utilizan carrozas tiradas por caballos, y la abadía está iluminada con velas. Y no necesitarán calefacción, con todas aquellas personas con sus ropas recubiertas de pieles.

–Sí, me gustaría verlo -dijo Jan-. Todo tan lleno de colorido.

–Siempre preocupados por el interés público, los pares -afirmó James juiciosamente-. Han sido de una gran ayuda al gobierno. Acelerando la legislación y todo lo demás.

–Oh, sí -sonrió Greg-. Harán todo lo que sea por los trabajadores, excepto convertirse en uno de ellos.

A un coro de risitas de asentimiento, Heather añadió:

–Bueno, sí, todo el mundo prefiere hablar antes que trabajar. Los pares simplemente llenan el aire con sus discursos.

–Y por lo que he visto, viceversa -respondió Greg.

El rostro de James se puso rígido. Marjorie recordó de pronto que tenía un influyente familiar en la Cámara de los Lores. Se puso rápidamente en pie y murmuró algo acerca de ir a buscar el pollo. Mientras se iba, Markham inició una frase acerca del punto de vista americano sobre el partido de la oposición, y la tensa boca de James se distendió. Un extremo de la mesa se centró en los dardos políticos de Greg, y en el otro James preguntó:

–Aún resulta extraño decir «el rey», después de toda una vida diciendo «la reina», ¿no?

Marjorie regresó con un gran recipiente de pollo a la crema con verduras tiernas y arroz pilaff. Unos murmullos apreciativos dieron la bienvenida a la aromática vaharada cuando ella alzó la tapa. Mientras servía el pollo, la conversación se fragmentó, James y Greg hablando de las leyes laborales, los demás hablando de la inminente coronación. La reina Isabel había abdicado a favor de su hijo mayor en las últimas Navidades, y él había elegido ser coronado el día de su cincuenta aniversario, en noviembre.

John había ido a buscar más vino, esta vez un blanco también hecho en casa.

–Creo que es un terrible derroche de dinero -declaró Heather-. Hay tantas cosas mejores en las que podríamos gastar nuestro dinero antes que en una coronación. ¿ Qué hay acerca del cáncer, por ejemplo? Las estadísticas son aterradoras. Uno de cada cuatro, ¿no es así? – Se calló de pronto.

Marjorie sabía la causa, y sin embargo le pareció carente de sentido eludirla. Se inclinó hacia delante.

–¿Cómo está tu madre?

Heather no vaciló en seguir la conversación; Marjorie se dio cuenta de que necesitaba hablar de ello.

–Mamá sigue bien, teniendo en cuenta todos los aspectos. Quiero decir, se está deteriorando, por supuesto, pero realmente parece haberlo aceptado. Estaba terriblemente asustada de que tuvieran que drogaría al final, ya sabes.

–¿No va ha ser así? – preguntó John.

–No, los doctores dicen que no. Ha salido un nuevo tipo de anestésico electrónico.

–Simplemente actúa sobre los centros superficiales del cerebro -añadió James-. Bloquea la percepción del dolor. Mucho menos arriesgado que los anestésicos químicos.

–Y menos adictivo también, supongo -dijo Greg. Heather parpadeó.

–No había pensado en eso. ¿Puede uno volverse adicto?

–Quizá no, si simplemente eliminan el dolor -dijo Jan-. ¿Pero y si descubren una forma de estimular también los centros del placer?

–Ya la han descubierto -murmuró Greg.

–¿De veras? – dijo Marjorie-. ¿La están utilizando también?

–No se atreven. – James dijo aquello con aire definitivo.

–Bueno, en cualquier caso -prosiguió Heather-, todo eso ya no influye para nada en mamá. Los doctores no tienen ni idea de cómo detener el cáncer que tiene.

Antes de que el interés se centrara en los detalles del pronóstico, Marjorie se apresuró a hablar de otros temas.

Cuando sonó el teléfono, contestó John. Una voz chillona se identificó como Peterson.

–Deseaba hacérselo saber antes de marcharme esta noche -dijo-. Estoy en Londres; la reunión del Consejo Europeo acaba de terminar. Creo que he conseguido lo que necesitan ustedes, o al menos parte de ello.

–Espléndido -dijo John rápidamente-. Maravilloso.

–Digo «parte», porque no estoy seguro de que los americanos vayan a enviar todo lo que necesitan ustedes. Dicen que tienen en mente otros usos. Usos distintos a ese asunto de los taquiones, quiero decir.

–¿Podría conseguir yo una lista de lo que tienen?

–Estoy trabajando en ello. Escuche. Tengo que colgar. Solamente deseaba que usted lo supiera.

–De acuerdo. Estupendo. ¡Ah, y gracias!

La noticia cambió el ambiente de la velada. Heather y James no sabían nada del experimento de John, de modo que hubo que explicar mucho antes de que pudieran comprender la importancia de la llamada telefónica. Renfrew y Markham se turnaron explicando la idea básica, evitando cuidadosamente la parte más complicada de las transformaciones de Lorentz y cómo los taquiones podían propagarse hacia atrás en el tiempo; para intentarlo hubieran necesitado una pizarra. Marjorie entró procedente de la cocina, secándose las manos en un delantal. Las voces de los hombres eran enérgicas, resonando en el pequeño comedor. La luz de las velas bañaba los rostros en torno a la mesa con un pálido resplandor amarillo. Las mujeres hablaban con crecientes inflexiones, preguntando.

–Parece extraño pensar en la gente del pasado de una como en algo real -dijo Marjorie distantemente. Las cabezas se volvieron hacia ella-. Es decir, imaginarla como personas vivas y susceptibles de ser cambiadas de alguna forma…

Los reunidos permanecieron en silencio por un momento. Varios de ellos fruncieron el ceño. La forma de Marjorie de plantear el problema los había pillado desequilibrados. A menudo aquella noche habían hablado de las cosas cambiando en el futuro. Imaginar el pasado tan vivo también, una cosa viva y maleable…

El momento pasó, y Marjorie volvió a la cocina. Regresó no con uno sino con tres postres. Cuando los depositó sobre la mesa, el plato fuerte -un merengue a base de frambuesas tempranas y crema batida- creó la oleada de ahs que había anticipado. Al cabo de un momento siguió con moldes de mousse de fresas y un gran bol de cristal con bizcocho borracho al jerez cuidadosamente decorado.

–Marjorie, eres realmente extraordinaria -protestó James.

John se sentó y radió orgullo silenciosamente mientras sus huéspedes cantaban alabanzas a su esposa. Incluso Jan se sirvió dos veces, aunque rechazó el bizcocho borracho.

–Creo -comentó Greg- que los dulces deben ser el sustituto inglés para el sexo.

Después de los postres, los invitados se trasladaron cerca de la chimenea, mientras Greg y John retiraban los platos de postre. Marjorie sintió una cálida relajación por todo su cuerpo mientras preparaba el servicio de té. La habitación se había enfriado a medida que se acentuaba la oscuridad; añadió un pequeño y resplandeciente hornillo a vela para calentar las tazas. El fuego de la chimenea chisporroteó y arrojó una chispa naranja sobre la gastada moqueta.

–Sé que se supone que el café es malo para ustedes, pero debo decir que es lo que va mejor con los licores -observó Marjorie-. ¿Alguien quiere un poco? Tenemos Drambuie, Cointreau y Grand Marnier. No caseros.

Sintió una relajada sensación de la tarea bien terminada ahora que la comida había llegado a su final. Sus deberes terminaban tendiendo las tazas. Fuera empezaba a alzarse el viento. Las cortinas estaban abiertas y pudo ver las silueteadas ramas de los pinos agitarse al otro lado de las ventanas. La sala de estar era un oasis de luz, paz y estabilidad.

Como si estuviera leyendo sus pensamientos, Jan observó suavemente:

–¿Al pie del reloj de la iglesia a las tres menos diez? ¿Y queda todavía un poco de miel para el té?

Todos ellos exageraban, pensó Marjorie, especialmente la prensa. La historia estaba formada por una serie de crisis, después de todo, y hasta ahora todos ellos habían sobrevivido. John se preocupaba por todo aquello, se daba cuenta, pero realmente las cosas tampoco habían cambiado tanto.

6

25 de septiembre de 1962

Gordon Bernstein bajó su lápiz con una deliberada lentitud. Lo sujetó entre el índice y el pulgar y observó la punta temblar en el aire. Era un test infalible; cuando acercó la punta del lápiz al sobre de fórmica de la mesa, el temblor de su mano creó un rítmico tic-tic-tic. No importaba lo fuerte que tensara su mano para mantenerla inmóvil, el sonido continuaba. Mientras lo escuchaba, pareció crecer y hacerse más fuerte que el sordo latir de las bombas de drenaje a su alrededor.

Bruscamente, Gordon aplastó el lápiz contra la mesa, haciendo un agujero negro en su superficie, partiendo la punta y esparciendo pequeños fragmentos de madera y de pintura amarilla.

–Hey, esto…

Gordon alzó sobresaltado la cabeza. Albert Cooper estaba de pie junto a él. ¿ Cuánto tiempo llevaba allí?

–Yo, esto, lo he verificado con el doctor Grundkind -dijo Cooper, apartando la vista del lápiz-. Todo su equipo ha sido desconectado.

–¿Lo comprobaste personalmente? – La voz de Gordon era sorda, excesivamente controlada.

–Sí, bueno, están empezando a cansarse de verme constantemente por ahí -dijo Cooper tímidamente-. Esta vez incluso desenchufaron todos sus aparatos de las tomas de corriente de la pared.

Gordon asintió en silencio.

–Bien, creo que ya no podemos hacer nada más.

–¿Qué quieres decir? – dijo Gordon suavemente.

–Mire, llevamos trabajando en esto desde hace… ¿cuánto?… cuatro días.

–¿Y?

–Hemos llegado a un callejón sin salida.

–¿Porqué?

–El grupo de baja temperatura de Grundkind era el último candidato de nuestra lista. Hemos hecho parar todo lo que había en el edificio.

–Correcto.

–Así que ese ruido… no puede venir de ellos.

–Aja.

–Y sabemos que no viene de fuera.

–La tela metálica que hemos instalado alrededor del aparato lo prueba -asintió Gordón, señalando con la cabeza a la jaula metalica que rodeaba ahora todo el conjunto del imán-. Debería detener todas las señales extraviadas.

–Sí. De modo que debe haber algo que va mal en nuestro equipo electrónico.

–No.

–¿Por qué no? – preguntó Cooper, impaciente-. Infiernos, quizá la Hewlett-Packard esté a punto de jugarnos una mala pasada, ¿cómo podemos saberlo?

–Hemos comprobado los montajes nosotros mismos.

–Pero eso tiene que venir de ahí.

–No -dijo Gordón, con comprimida energía-. No, ha de haber algo más. – Alzó la mano y tomó un montón de gráficos-. Durante dos horas he estado tomando eso. Mira.

Cooper hojeó las hojas milimetradas en rojo.

–Bueno, parece un poco menos ruidoso. Quiero decir, el ruido está empezando a mostrar algunos picos regulares.

–He sintonizado al máximo la recepción. Ahora es más nítida.

–¿De veras? Sigue siendo un ruido -dijo Cooper irritadamente.

–No, no lo es.

–¿Eh? Claro que lo es.

–Mira esos picos que he señalado. Observa sus intervalos. Cooper esparció las hojas sobre la fórmica de la mesa. Al cabo de un momento dijo:

–Me estoy quemando los ojos en ello, pero… bien, parece como si simplemente hubiera dos intervalos distintos.

Gordon asintió con energía.

–Correcto. Eso es lo que observé. Lo que estamos viendo aquí es un montón de ruido de fondo, y que me condene si sé de dónde procede, con algo regular sobreimpreso.

–¿Cómo ha conseguido esos diagramas?

–Utilicé el correlacionador incorporado para eliminar el genuino ruido. Esta estructura, estos intervalos… probablemente han estado aquí todo el tiempo.

–Simplemente no lo hemos mirado lo suficientemente de cerca.

–«Sabíamos» que era ruido de fondo, así que ¿por qué estudiar el ruido de fondo? Es estúpido. – Gordon agitó la cabeza, sonriéndose amargamente a sí mismo.

La frente de Cooper se frunció mientras miraba a un punto inconcreto del espacio.

–No acabo de comprenderlo. ¿Qué tienen que ver esos impulsos con la resonancia nuclear?

–No lo sé. Quizá nada.

–Pero infiernos, eso es precisamente el experimento. Estoy midiendo los picos de la resonancia nuclear cuando invertimos los spins de los núcleos atómicos. Esos pulsos…

–No son resonancias. No del modo que nosotros entendemos una simple resonancia, al menos. Algo está golpeando esos spins nucleares, de acuerdo, pero… espera a ver.

Gordon fijó nuevamente la vista en los gráficos. Su mano izquierda retorció ausentemente un botón de su arrugada camisa azul.

–No creo que esto sea ninguna clase de efecto dependiente de la frecuencia.

–Pero eso es lo que hemos estado buscando. La intensidad de la señal recibida, contra la frecuencia observada en ella.

–Sí, pero presupone que todo es estable.

–Bueno, así es.

–¿Quién sabe? Supongamos que el ruido llega a ráfagas.

–¿Por qué debería hacerlo?

–¡Maldita sea! – Gordon dio un puñetazo sobre la mesa, enviando el roto lápiz al suelo-. ¡Intenta desarrollar la idea por una sola vez! ¿Por qué todos los estudiantes desean que se lo den todo masticado?

–Bueno, está bien. – Cooper frunció el entrecejo en una expresión preocupada.

Gordon pudo darse cuenta de que el hombre estaba obviamente demasiado cansado como para pensar realmente en algo. Incidentalmente, él también lo estaba. Llevaban rompiéndose la cabeza sobre aquel pesadillesco problema desde hacía muchos días, durmiendo lo mínimo y saliendo a comer a grasientos tugurios de comidas rápidas. Infiernos, ya no sabía ni cuanto tiempo hacía que no había bajado a la playa a hacer jogging. Y Penny… Cristo, apenas la había visto desde hacía una eternidad. Ella le había dicho algo brusco e hiriente la pasada noche, justo antes de que él se quedara dormido, y él no se había dado cuenta de ello hasta que estuvo vestido, solo, esta mañana. Así que eso era algo que iba a tener que arreglar, cuando volviera a casa. Si alguna vez volvía a casa, añadió, porque no iba a dejar abandonado aquel rompecabezas hasta que…

–Hey, probemos esto -dijo Cooper, arrancando a Gordon de su meditaciones-. Supongamos que tenemos aquí una entrada a variación temporal, del tipo que dijo usted que era hace unos días… ya sabe, cuando empezamos a buscar fuentes de ruido procedentes del exterior. Nuestra punta transcriptora se mueve a una velocidad constante a través del papel, ¿no? – Gordon asintió-. Así que esos picos de aquí están espaciados aproximadamente un centímetro, y luego esos dos espaciados medio centímetro. Luego un intervalo de un centímetro, tres a medio centímetro, y así sucesivamente.

Gordon se dio cuenta de pronto de a dónde quería ir el otro, pero dejó a Cooper terminar.

–Ésa es la forma en que llega la señal, teniendo en cuenta el factor tiempo. No la frecuencia, sino el tiempo.

Gordon asintió. Era obvio, ahora que miraba los valles y picos que había formado la punta registradora.

–Algo nos llega a ráfagas, a todo lo ancho del espectro de frecuencias que estamos estudiando. – Frunció los labios-. Ráfagas con largos intervalos entre ellas, luego otras con intervalos más cortos.

–Correcto -asintió Cooper entusiásticamente-. Eso es.

–Cortas, largas… Corto, largo, corto, corto. Como…

–Como un maldito código -terminó Cooper. Se pasó la mano por la boca y miró a los gráficos.

–¿Conoces el código Morse? – le preguntó suavemente Gordon-. Yo no.

–Bueno, sí. Lo sabía cuando chico, al menos.

–Entonces vamos a ordenar estas hojas, en el orden de llegada.

–Gordón se puso en pie con renovada energía. Tomó el otro lápiz del suelo y lo metió en la máquina sacapuntas y empezó a hacer girar la manivela. Hizo un ruido crudo y chirriante.

Cuando Isaac Lakin entraba en el laboratorio de resonancia nuclear, cualquiera, incluso un visitante casual, podía afirmar que era propiedad suya. Por supuesto, la Fundación Nacional para la Ciencia pagaba por lo esencial allí, excepto el material electrónico excedente de la guerra adquirido a la Marina, y la Universidad de California era la propietaria del inmenso imán cedido temporalmente, pero en cualquier otro sentido del término el laboratorio pertenecía a Isaac Lakin. Había establecido su reputación en el MIT a través de una década de intenso trabajo, una década de investigación punteada por los destellos de brillantes logros. De ahí había pasado a la General Electric y luego a los laboratorios Bell, y cada uno de esos pasos lo había llevado más arriba. Cuando la Universidad de California empezó a edificar un nuevo campus en torno al Instituto de Oceanografía Scripps, Lakin se convirtió en uno de sus primeros «hallazgos». Tenía contactos en Washington y podía conseguir un buen montón de dinero con ellos, dinero que se convertía en equipo y espacio para laboratorios y puestos para jóvenes investigadores. Gordón había sido uno de los primeros en cubrir esos puestos, pero desde el principio él y Lakin no habían congeniado. Cuando Lakin entraba en el laboratorio de Gordón, normalmente encontraba algo fuera de lugar, un montón de cables en los que tropezaba, un vaso de Dewar deficientemente asegurado, algo para agriar su humor.

Lakin hizo una inclinación de cabeza en dirección a Cooper y murmuró un hola a Gordón, mientras sus ojos rastreaban el laboratorio. Rápidamente, Gordón le hizo a Lakin un resumen de su proceso de eliminación. Lakin asintió, sonriendo débilmente, mientras Cooper le detallaba las semanas que había pasado comprobando y volviendo a comprobar todo el equipo. Mientras Cooper hablaba, Lakin iba de un lado para otro, comprobando un mando aquí, estudiando un circuito allá.

–Estos contactos están invertidos -declaró, señalando unos cables con pinzas de cocodrilo en sus terminales.

–No estamos utilizando esa unidad -respondió suavemente Gordon. Lakin estudió los circuitos de Cooper, hizo una observaron acerca de ensamblarlos mejor, y se trasladó a otro sitio. La voz de Cooper fue siguiéndole a través de todo el laboratorio. Para Cooper, describir un experimento era como desmontar un rifle, cada parte en su lugar y tan necesaria como cualquier otra. Era bueno y era concienzudo, pero carecía de la experiencia de ir al fondo del problema, de ofrecer sólo lo esencial. Bueno, pensó Gordón, era por eso por lo que Cooper era un estudiante, y Lakin un profesor.

Lakin accionó un conmutador, estudió el danzante rostro de un osciloscopio, y dijo:

–Hay algo fuera de alineación.

Cooper entró en acción inmediatamente. Encontró con rapidez el fallo, y lo corrigió en unos segundos. Lakin asintió aprobadoramente. Gordon sintió una curiosa constricción en su caja torácica, como si fuera él quien estuviera siendo sometido a prueba, no Cooper.

–Muy bien -dijo Lakin finalmente-, ¿Los resultados?

Ahora era el turno de Gordon. Expuso primero sus ideas, luego siguió con la exposición de los datos. Concedió a Cooper el mérito de suponer que había un mensaje codificado en aquel ruido. Tomó una hoja de gráfico y se la mostró a Lakin, señalando los intervalos y cómo la distancia entre todos ellos era siempre cercana al centímetro y al medio centímetro, sin ningún otro intervalo. Lakin estudió las oscilantes líneas con sus ocasionales puntas afiladas, como torres surgiendo de un brumoso paisaje urbano. Impasible, dijo:

–Tonterías.

Gordon hizo una pausa.

–Eso pensé yo también, al principio. Luego iniciamos la decodificación, asignando a los intervalos de medio centímetro el valor de «cortos» y a los de un centímetro el de «largos», dentro del código Morse.

–Esto es absurdo. No existe ningún efecto físico que pueda producir datos como éstos. – Lakin miró a Cooper, claramente exasperado.

–Pero observe la traducción del Morse -dijo Gordon, escribiendo en la pizarra: ENZIMA INHIBE B. Lakin frunció el ceño ante las letras.

–¿Esto corresponde a una hoja de gráfico?

–Bueno, no. A tres hojas unidas.

–¿Dónde están las separaciones?

–ENZIM estaba en la primera, A INH en la segunda, IBE B en la tercera.

–Así que no hay ninguna palabra completa en ninguna.

–Bueno, son secuenciales. Las tomamos una después de la otra, con tan sólo la pausa suficiente para cambiar el papel.

–¿Cuánto tiempo?

–Oh… veinte segundos.

–Tiempo bastante como para que varias de sus «letras» hayan quedado sin detectar.

–Bueno, quizá. Pero la estructura…

–Aquí no hay ninguna estructura, solamente suposiciones. Gordón frunció el ceño.

–Las posibilidades de obtener una serie de palabras a partir de un ruido al azar, dispuestas de esta forma…

–¿Y cómo espacia usted las palabras? – dijo Lakin-. Incluso en el código Morse hay un intervalo, para decirle a uno dónde termina una palabra y empieza la otra.

–Doctor Lakin, eso es exactamente lo que hemos descubierto. Hay intervalos de dos centímetros en los gráficos entre cada palabra. Eso corresponde a…

–Entiendo. – Lakin se lo estaba tomando estoicamente-. Muy convincente. ¿Hay otros… mensajes?

–Algunos -dijo Gordón-. No tienen demasiado sentido.

–Lo sospechaba.

–Oh, son palabras. «Esto» y «saturado»… ¿cuáles son las posibilidades de obtener una palabra de ocho letras como ésa, enmarcada con espacios de dos centímetros a cada lado?

–Hummm -dijo Lakin. Gordón siempre había tenido la sensación de que, en tales momentos, Lakin tenía alguna expresión en su idioma natal, el húngaro, pero que no podía traducirla al inglés-. Sigo creyendo que todo esto son… tonterías. No existe ningún efecto físico como éste. Interferencias desde el exterior, sí. Puedo creer en eso. Pero esto, este código Morse a lo James Bond… no.

Con lo cual Lakin agitó rápidamente la cabeza, como si borrara el asunto de su interior, y se pasó una mano por su escaso cabello.

–Creo que han malgastado su tiempo aquí.

–No creo que…

–Mi consejo es que se centren en su auténtico problema, es decir encontrar la fuente del ruido en sus aparatos electrónicos. No llego a comprender por qué aún no lo han conseguido. – Lakin se dio la vuelta, hizo una inclinación de cabeza hacia Cooper, y se fue.

Una hora después de la marcha de Lakin, una vez el equipo fue desconectado o dejado en situación de mantenimiento para la noche, los datos recogidos, los registros del laboratorio anotados y los detalles completados, Gordón le dijo adiós a Cooper y salió al largo corredor que conducía afuera. Se sintió sorprendido; las puertas de cristal reflejaban una creciente oscuridad, y Venus brillaba en el cielo. Gordon había supuesto que sería media tarde. El cristal opaco de todas las oficinas estaba oscuro; todo el mundo se había ido a casa, incluso Shelly, con quien había esperado charlar un rato.

Bueno, mañana. Siempre habría tiempo mañana, pensó Gordon. Caminó rígidamente por el corredor, inclinándose ligeramente hacia el lado cuando su maletín golpeaba contra su rodilla. Los laboratorios estaban en el sótano del nuevo edificio de física. Debido a la inclinación de la colina donde había sido edificado, aquel extremo del edificio daba a pie de terreno. Más allá de las puertas de cristal al extremo del corredor se agazapaba la noche, un cuadrado negro. Gordon tuvo la impresión de que el corredor oscilaba ante él, y se dio cuenta de que estaba más cansado de lo que había creído. Realmente debería hacer ejercicio, mantenerse en forma.

Mientras miraba, Penny se recortó en el cuadrado de oscuridad y entró.

–Oh -dijo él, mirándola vagamente. Recordó que aquella mañana había murmurado la promesa de volver temprano a casa y hacer la cena-. Oh, maldita sea.

–Sí. Finalmente me cansé de esperar.

–Dios, lo siento; yo, simplemente… -Hizo un gesto torpe. El hecho desnudo era que lo había olvidado por completo, pero no parecía juicioso decirlo.

–Amor, te lo estás tomando demasiado en seno. – La voz de ella se suavizó mientras estudiaba su rostro.

–Sí, lo sé; yo… lo siento realmente; Dios mío, yo… -Pensó, acusándose a sí mismo: Ni siquiera puedo encontrar una excusa. Se la quedó mirando y se maravilló de su belleza, de su esbelta silueta, femenina y delicada, que lo hacía sentirse pesado y torpe. Tenía que explicarle sin más dilaciones lo que ocurría, cómo los problemas lo estaban absorbiendo cada vez más mientras trabajaba en ellos, no dejando sitio para otra cosa… ni siquiera para ella, en un cierto sentido. Sonaba duro, pero así era la realidad, y pensó en una forma de decírselo sin…

–A veces me pregunto cómo puedo querer a un tonto como tú -dijo ella agitando la cabeza, con una pequeña sonrisa floreciendo en su rostro.

–Bueno, lo siento, pero… déjame contarte la que he tenido hoy con Lakin.

–Sí, cuéntamelo. – Le tomó el maletín. Estaba en plena forma y aquel peso no le causó ninguna dificultad, echó a andar contoneando las caderas. Pese a su cansancio, Gordón se halló contemplando su movimiento. Su ajustada falda hacía que sus caderas se marcaran bajo la tela-. Vamos, lo que tú necesitas es comer algo. – Él empezó a contarle su historia. Ella fue asintiendo antes sus palabras mientras le conducía pasando al lado de la estación de nitrógeno líquido hacia el pequeño aparcamiento, donde las luces de guardia arrojaban sombras de las verjas de seguridad, formando como un enrejado extrañamente distorsionado sobre el cemento del suelo.

7

Penny arrancó el coche y la radio cobró vida, gritando estruendosamente: ¡Pepsi-Cola le da más! Treinta y cinco centilitros, eso es mucho… Gordón adelantó una mano y la apagó.

Penny sacó el coche del aparcamiento y lo dirigió hacia el bulevar. El frío aire nocturno agitaba sus cabellos. Los mechones eran marrón claro en su raíz, pero se iban aclarando hacia el rubio de las puntas, decolorados por el sol y el cloro de las piscinas. Un olor a mar llenaba la suave brisa.

–Llamó tu madre -dijo Penny prudentemente.

–¡Oh! ¿Le dijiste que ya la llamaría yo? – Gordon esperó que aquello cerrara el tema.

–Va a tomar pronto el avión para venir a vernos.

–¿Qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

–Dice que ya no le escribes nunca, y que de todos modos tiene ganas de conocer la costa Oeste. Está pensando mudarse aquí. – Penny mantuvo su voz tranquila e inexpresiva mientras conducía con rápidos y precisos movimientos.

–Oh, Cristo. – Gordon tuvo una repentina imagen mental de su madre, vestida toda de negro, caminando por la avenida Girard bajo la amarilla luz del sol, contemplando los escaparates de las tiendas, una cabeza entera más baja que cualquier otra persona que pasara por allí. Estaría tan fuera de lugar como una monja en una colonia nudista.

–Ella no sabía quién era yo.

–¿Eh? – La imagen de su madre frunciendo el ceño ante las muchachas escuetamente vestidas de la avenida Girard lo distrajo.

–Me preguntó si era la mujer de la limpieza.

–Oh.

–No le has dicho todavía que estamos viviendo juntos, ¿verdad? Una pausa.

–Lo haré.

Penny sonrió sin humor.

–¿Por qué aún no lo has hecho?

El miró por la ventanilla, que se había manchado de grasa de su piel cuando había reclinado la cabeza contra ella, y estudió el destellar como joyas de las luces. La Jolla, la joya. Estaban bajando por el serpenteante cañón que formaba la carretera, y el fresco y mentolado aroma de los eucaliptos inundaba el coche. Intentó situarse a sí mismo de vuelta a Manhattan y observó las cosas desde aquel ángulo, para anticipar lo que pensaría su madre de todo aquello, y descubrió que le resultaba imposible.

–¿Es debido a que no soy judía?

–Buen Dios, no.

–Pero si tú le hubieras dicho eso, hubiera venido corriendo aquí como un relámpago, ¿no? Él asintió a regañadientes.

–Oh…

–¿Piensas decírselo antes de que llegue?

–Mira -dijo él con una repentina energía, dándose la vuelta en el bajo asiento para mirarla directamente-, no deseo decirle nada. No quiero que se mezcle en mi vida. En nuestra vida.

–Va a hacer preguntas, Gordón.

–Deja que las haga.

–¿No las vas a contestar?

–Mira, ella no se va a quedar en nuestro apartamento, no va a tener que saber que tú vives ahí también. Penny abrió mucho los ojos.

–Oh, entiendo. Aún no ha llegado aquí, y ya estás pensando en que quizá yo debiera recoger todas mis cosas que están tiradas por ahí en el apartamento. Quizás incluso retirar mis cremas faciales y mis pastillas anticonceptivas del botiquín. Sólo unos cuantos toques sutiles.

El se amilanó ante su tono decepcionado. No había pensado claramente en nada de aquello, pero sí, alguna idea parecida había estado flotando por su mente. El viejo juego: defiende lo que tengas que defender, pero oculta el resto. ¿Durante cuánto tiempo había seguido esa táctica con su madre? ¿Desde la muerte de papá? Cristo, ¿cuándo dejaría de ser un niño?

–Lo siento, yo…

–Oh, no seas idiota. Estaba bromeando.

Los dos sabían que no estaba bromeando, sino que todo aquello estaba colgando en algún lugar en ese espacio entre fantasía y realidad a punto de materializarse, y que si ella no hubiera dicho nada él mismo hubiera terminado finalmente sugiriéndolo. De la forma más inesperada, ella parecía estar viendo lo que pensaba la mente de él, lo que estaba elaborando con sus toscas herramientas, y saltaba siempre más allá del lugar que él había alcanzado en sus pensamientos, lo cual le hacía quererla aún más en esos momentos. El alzar la roca para mostrarle los gusanos que se retorcían bajo ella hacía las cosas mucho más fáciles para él; no había otra alternativa más que ser honesto.

–Buen Dios, te quiero -dijo, sonriendo bruscamente. La sonrisa de ella adoptó un aspecto amargo. Mantuvo sus ojos intensamente fijos en la carretera, bajo las brillantes luces.

–Ése es el problema de las parejas. Te juntas con un hombre y muy pronto, cuando él dice que te quiere, oyes por debajo de sus palabras que te está dando las gracias. Está bien, aceptadas.

–Qué es eso, ¿la vieja sabiduría anglosajona protestante blanca?

–Sólo he hecho una observación.

–¿Cómo lo hacéis, vosotras las chicas de la costa Oeste, para ser tan listas tan rápido? – Se inclinó hacia delante, como si estuviera formulando la pregunta al paisaje californiano de fuera.

–Acostarnos con hombres desde jovencitas ayuda mucho -dijo ella, sonriendo.

Aquél era otro punto doloroso para él. Ella había sido la primera chica con la que se había acostado, y cuando se lo dijo ella no quiso creerle al principio. Cuando ella hizo un chiste acerca de dar lecciones a un profesor, él sintió que su barniz de refinamiento de la costa Este se hacía pedazos. Entonces empezó a sospechar que había estado utilizando aquel caparazón intelectual para protegerse del roce contra las irregularidades de la vida, y particularmente de los aguijones de la sensualidad. Mientras observaba las casitas de estuco desfilar a ambos lados, Gordón pensó, un poco amargamente, que reconocer uno de sus defectos no significaba en absoluto que lo hubiese corregido. Seguía sintiendo una cierta intranquilidad ante el enfoque directo, sin reservas, que Penny hacía de todas las cosas. Quizás era por eso por lo que no podía pensar en ella y en su madre compartiendo un mismo mundo, y mucho menos compartiendo su apartamento, con las ropas de Penny en el armario como mudo testimonio.

Impulsivamente, adelantó una mano y conectó la radio. Una aguda voz cantó: Las chicas crecidas no lloran…, y la apagó de nuevo.

–Déjala -dijo Penny.

–No cantan más que tonterías.

–Llenan el aire -dijo ella significativamente.

Volvió a conectarla con una mueca. Sobre el estribillo de Las chicas crecidas, dijo:

–Hey, estamos a 25, ¿no? – Ella asintió-. Hoy es el combate Liston-Patterson. Espera un segundo. – Manejó el dial, y localizó a un locutor de voz entrecortada dando los pronósticos del combate-. Aquí está. No van a televisarlo. Mira, conduce hasta Pacific Beach. Vamos a comer fuera. Quiero oír esto. – Penny asintió en silencio, y Gordon sintió una extraña sensación de alivio. Sí, era bueno apartarte de tus propios problemas y escuchar como dos tipos se daban de puñetazos hasta hacerse papilla. Desde la edad de diez años había adquirido el hábito de su padre de seguir los combates de boxeo. Se sentaban los dos en los mullidos sillones de la sala de estar y escuchaban las excitadas voces que brotaban de la vieja Motorola instalada en el rincón. Los ojos de su padre iban de un lado para otro, vacíos, siguiendo los puñetazos y las fintas descritos por el locutor y que se estaban produciendo a miles de kilómetros de distancia. Papá estaba ya muy gordo en aquella época, y cuando inconscientemente lanzaba un puñetazo imaginario en lo más ardiente del combate, adelantando su codo derecho, la grasa temblaba en todo su brazo. Gordon podía ver la carne agitarse incluso a través de la camisa blanca de su padre, y observaba para comprobar si la ceniza de su cigarro iba a caerse y a formar una mancha gris en la alfombra. Siempre ocurría, al menos una vez, y su madre acudía en lo más interesante de la pelea y cloqueaba acerca del desastre y volvía al cabo de un momento con la escobilla y la pala. Papá guiñaba un ojo cada vez que se producía algún buen puñetazo o que alguien pisaba la lona, y Gordon sonreía. Ahora lo recordaba como algo que ocurría siempre en verano, mientras el tráfico zumbaba entre la calle Doce y la Segunda Avenida, y su padre exhibía siempre medias lunas de sudor bajo sus sobacos cuando el combate había terminado. Entonces bebían coca-colas. Aquellos habían sido buenos tiempos.

Cuando entraron en el Limehouse, Gordon señaló hacia una mesa apartada y dijo:

–Hey, ahí están los Carroway. ¿En qué promedio nos coloca eso?

–Siete sobre doce -declaró Penny.

Los Carroway eran unos eminentes astrónomos, una pareja inglesa recientemente reclutada por el departamento de física de la facultad. Estaban trabajando en la vanguardia de la especialidad, investigando los recientes descubrimientos sobre las fuentes cuasi-estelares. Elizabeth era la observadora de la pareja, y pasaba una buena parte de su tiempo en Palomar, tomando placas del espacio profundo y buscando más puntos rojos de luz. El corrimiento hacia el rojo indicaba que la fuente estaba muy lejos y por lo tanto era increíblemente luminosa. Bernard, el teórico, pensaba que no era probable en absoluto que se tratasen de galaxias distantes. Estaba trabajando en un modelo que consideraba que esas fuentes no eran más que fragmentos expelidos por nuestra propia galaxia, alejándose de nosotros a velocidades muy próximas a la de la luz, y por ello derivaban al rojo. Fuera como fuese, ninguno de los dos tenía tiempo de dedicarse a la cocina, y parecían preferir los mismos restaurantes que frecuentaban Gordon y Penny. Gordón había observado la correlación, y Penny era quien se encargaba de llevar la estadística.

–El efecto de resonancia parece mantenerse -dijo Gordon a Bernard mientras se acercaban.

Elizabeth se echó a reír, y presentó al tercer miembro de su grupo, un hombre robusto con una penetrante forma de mirar a la gente mientras hablaba. Bernard les pidió que se sentaran a su mesa, y muy pronto la conversación derivó a la astrofísica y a la controversia del corrimiento hacia el rojo. Mientras hablaban, encargaron los platos más exóticos que pudieron encontrar en el menú. El Limehouse era un restaurante chino de segunda categoría, pero era el único en la ciudad y todos los científicos tenían la firme creencia de que incluso un restaurante chino de segunda categoría era preferible a un restaurante americano de primera categoría. Gordon estaba preguntándose futilmente si aquello sería una consecuencia del internacionalismo de la ciencia, cuando de pronto se dio cuenta de que no había captado correctamente el nombre del otro hombre. Era John Boyle, el famoso astrofísico que tenía en su haber una larga lista de éxitos. Eran las sorpresas como aquélla, la posibilidad de conocer a lo mejor de lo mejor de una comunidad científica, lo que hacía de La Jolla lo que era. Se sintió muy complacido cuando Penny hizo algunas observaciones divertidas y Boyle se echó a reír, mientras sus ojos la estudiaban. Ése era el tipo de cosas, conocer a gente importante, que impresionaban a su madre; por esa razón decidió instantáneamente no hablarle de ellas. Gordon escuchó atentamente el flujo y reflujo de la conversación, intentando detectar qué cualidad hacía que esos colegas sobresalieran por encima de los demás. Había evidentemente una agilidad mental, así como un despreocupado escepticismo acerca de la política y de la forma en que funcionaba el mundo. Aparte esto, se parecían enormemente a todas las demás personas. Decidió intentar algo distinto.

–¿Que opináis de la victoria de Listón sobre Patterson? Miradas inexpresivas.

–Lo derribó a los dos minutos del primer asalto.

–Lo siento, pero no sigo ese tipo de cosas -dijo Boyle-. Supongo que los espectadores se sintieron en cierto modo estafados, puesto que habían pagado su buen dinero por sus localidades.

–Cien dólares por una silla de pista -dijo Gordon.

–Casi un dólar por segundo -rió Bernard, y aquello les condujo a una estadística de tiempo por dólar en todos los acontecimientos humanos, clasificándolos por ello. Boyle intentó delimitar cuál era el más caro de todos, y Penny propuso el sexo: cinco minutos de placer y, si uno no era cuidadoso, un costoso niño que mantener toda la vida. Boyle parpadeó varias veces y dijo:

–¿Cinco minutos? Esto no es muy halagador para usted, Gordon.

En el rápido estallido de risas, nadie se dio cuenta de que los músculos de la mandíbula de Gordon se encajaban. Se sentía ligeramente sorprendido de que Boyle supusiera que dormían juntos, y que luego hiciera un chiste casual sobre ello. Era algo más que irritante. Pero la conversación derivó a otros temas, y la tensión se relajó rápidamente.

Llegó la comida, y Penny siguió proponiendo temas, ante el regocijo de Boyle. Gordon la admiró en silencio, maravillándose de que pudiera desenvolverse tan fácilmente en aguas tan profundas. Él, por su parte, encontraba mentalmente algo original que decir un minuto o dos después de que la conversación se hubiera trasladado a otro tema. Penny se dio cuenta de aquello y le tendió un cable, volviendo sobre el tema abandonado cada vez que se daba cuenta de que él tenía alguna respuesta ingeniosa que decir. El Limehouse estaba lleno del ámbito de conversaciones y del aroma de las salsas.

Cuando Boyle sacó del bolsillo de su chaqueta un bloc de notas y anotó algo en él, Gordón describió como un físico en Princeses y Einstein, sentado cerca de él, le preguntó por qué. «Siempre que tengo una buena idea, me aseguro de no olvidarla -dijo el hombre-. Quizá debería intentarlo usted también… es práctico». Einstein agitó tristemente su cabeza y dijo: «Lo dudo. Sólo he tenido dos o tres ideas realmente buenas en mi vida.»

Aquello provocó una carcajada general. Gordón miró radiante a Penny. Ella había tirado de él, y ahora estaba plenamente integrado en el círculo.

Tras la cena, los cinco hablaron de ir juntos al cine. Penny deseaba ir a ver El año pasado en Mariembad, y Boyle se inclinaba por Lawrence de Arabia, pretextando que, puesto que solamente veía una película al año, tenía que elegir la mejor. Votaron a favor de Lawrence, cuatro a uno. Cuando abandonaron el restaurante, Gordon abrazó a Penny en el aparcamiento, pensando, mientras se inclinaba para besarla, en el olor que ella desprendía en la cama.

–Te quiero -dijo.

–Aceptadas -respondió ella, sonriendo.

Más tarde, mientras permanecía tendido en la cama al lado de ella, tuvo la impresión de haberla moldeado a la luz que entraba por la ventana, de haberla transformado en una imagen que era nueva y distinta cada vez. La había moldeado con sus manos y con su lengua. Ella, a su vez, lo había guiado y lo había moldeado a él. Creyó poder captar en ella sus movimientos y sus vacilaciones, primero de esta forma y luego de esa otra, huellas pasadas de los amantes que había conocido antes. Extrañamente, pensó que aquello no le importaba, aunque tenía la impresión de que en alguna forma sí hubiera debido importarle. A través de ella le llegaban ecos de otros nombres. Pero todos habían desaparecido ya y ahora ella estaba allí, y eso parecía suficiente.

Jadeó ligeramente, recordándose a sí mismo que tenía que bajar a la playa y correr un poco más a menudo, y estudió el rostro de ella a la débil luz grisácea de la calle que penetraba en el dormitorio. Las lineas de su rostro eran relajadas, sin artificios, sus únicas curvas unos cuantos mechones húmedos de cabello pegados a su mejilla. Diplomada en literatura, digna hija de un inversionista de Oakland, lirica y práctica por turnos, con una óptica política que veía virtudes tanto en Kennedy como en Goldwater. A veces cínica, luego tímida luego insensible, desconcertada por la ignorancia sensual de él, tranquilizadoramente sorprendida por sus repentinos estallidos de dulce energía, y luego relajándose con una fluida gracia cuando él se derrumbaba, enrojecido y jadeante, a su lado.

En algún lugar, alguien estaba tocando una aguda canción, Peter, Paul y Mary, Limonero.

–Maldita sea, has estado bien -dijo Penny-. En una escala del uno al diez, te concedería un once.

Él frunció el ceño, pensando, sopesando su nueva hipótesis.

–No, somos nosotros los que hemos estado bien. No puedes separar el espectáculo de los actores.

–Oh, eres tan analítico.

Él frunció el ceño. Sabía que con las conflictivas chicas allá en el este todo hubiera sido distinto. El sexo oral hubiera sido un asunto complejo, requiriendo mucha negociación previa y falsos inicios y palabras que no hubieran encajado con lo que había que hacer: «¿Y si nosotros… bueno…?», y: «Si eso es lo que tú quieres…», todo ello conduciendo a un escabroso incidente, todo codos y posiciones incómodas, algo que, una vez asumido, uno teme cambiar por miedo a estropearlo todo. Con las vehementes chicas que había conocido, hubiera ocurrido todo aquello. Con Penny, no.

La miró, y luego a las inexpresivas paredes más allá. Una expresión desconcertada cruzó por su rostro. Sabía que aquél era el momento en que debía mostrarse educado y casual, pero no, parecía más importante ser sincero.

–No, no somos tú o yo -repitió-. Somos nosotros. Ella se echó a reír y le lanzó un puñetazo cariñoso.

8

14 de octubre de 1962

Gordon revisó el correo que había encontrado en su buzón. Publicidad de una nueva obra musical, Parad el mundo que me apeo, enviada por su madre. No era probable que pudiera asistir al estreno de la temporada en Broadway aquel año; la echó al cubo de la basura. Algo llamado los Ciudadanos Pro Una Literatura Decente le había enviado un opúsculo detallando los excesos de Los aventureros y del Trópico de Capricornio de Miller. Gordon leyó los fragmentos con interés. En el bosque de muslos entrelazados, naufragantes orgasmos y francos ejercicios gimnásticos, no pudo ver nada que pudiera corromper al cuerpo político. Pero el general Edwin Walker creía que sí, y Barry Goldwater hacía una brillante aparición como un sabio a través de una cuidadosamente elaborada advertencia acerca de la erosión de la voluntad pública a través del vicio privado. Todo ello mezclado con la habitual estúpida analogía entre Estados Unidos y la decadencia del Imperio romano. Gordon dejo escapar una risita y lo tiró también. Aquello era otra civilización completamente distinta, allí en el oeste. Ningún grupo censor hubiera solicitado jamás el apoyo del personal universitario en la costa Este; sabían que era inútil, un desperdicio de envíos postales. Quizás esos estúpidos de aquí pensaran que la analogía con el Imperio romano atraería a los universitarios. Gordon hojeó rápidamente el último ejemplar de la Physical Review, anotando los artículos que debería leer más tarde. Claudia Zinnes hablaba de osas interesantes acerca de resonancias nucleares, con datos muy precisos; el viejo grupo de Columbia estaba haciendo honor a su reputación.

Gordón suspiró. Quizás hubiera debido quedarse en Columbia tras su doctorado, en vez de aceptar tan pronto el puesto de profesor ayudante. La Jolla era un lugar competitivo, lleno de energías, hambriento de fama y de «eminencia». Una revista local tenía una sección titulada «Una universidad en su camino a la grandeza», llena de bombo y platillos, con fotos de profesores inclinados sobre complicados instrumentos o rumiando sobre una ecuación. California en su camino a las estrellas, California siempre adelante, California cambia dólares por cerebros. Habían conseguido a Herb York, que había sido subsecretario del Departamento de Defensa, como primer canciller del campus. Y también habían venido Harold Urey, y los Mayer, y luego Keith Brueckner en teoría nuclear, un riachuelo de talentos que ahora se había convertido en un torrente. En tales aguas, un profesor ayudante tenía las mismas seguridades de empleo que un cebo al extremo de una caña.

Gordón recorrió los pasillos del tercer piso, contemplando los nombres en las puertas. Rosenbluth, el teórico de plasma que algunos consideraban que era el mejor del mundo. Matthias, el artista de las bajas temperaturas, el hombre que ostentaba el récord de superconductibilidad a las más altas temperaturas operativas. Kroll y Suhl y Piccioni y Feher, nombres que evocaban como mínimo una incisiva intuición, un cálculo brillante, un notable experimento. Y allí, al final del corredor embaldosado e iluminado como todos los demás: Lakin.

–Ah, recibió usted mi nota -dijo Lakin cuando respondió a la llamada de Gordón-. Estupendo. Tenemos que tomar algunas decisiones.

–¿Oh? – dijo Gordón-. ¿Por qué? – Y se sentó al otro lado del escritorio de Lakin, junto a la ventana. Fuera, los bulldozers estaban arrancando algunos de los eucaliptos preparando la construcción del nuevo edificio de química, gruñendo mecánicamente.

–Mi subvención de la Fundación Nacional para la Ciencia está a punto de ser renovada -dijo Lakin significativamente.

Gordón observó que Lakin no decía «nuestra» subvención de la FNC, pese a que tanto él como Shelly y Gordón eran todos investigadores sujetos a los mismos fondos. Lakin era el hombre que autorizaba todos los cheques, el I. P. como lo llamaban siempre las secretarias: el Investigador Principal. Aquélla era la diferencia.

–Pero la proposición de renovación no está prevista hasta Navidad -dijo Gordón-. ¿Debemos empezar a escribir tan pronto nuestros informes?

–No estoy hablando de escribir nuestros informes. Lo que me preocupa es: ¿acerca de qué vamos a escribir nuestros informes?

–Sus experimentos sobre spins localizados… Lakin agitó la cabeza, con el ceño fruncido. – Están aún en un estadio exploratorio. No pueden utilizarse como informe base.

–Los resultados de Shelly…

–Sí, son prometedores. Un buen trabajo. Pero son convencionales, una simple proyección lineal de un trabajo anterior.

–Eso me deja a mí.

–Sí. Usted. – Lakin unió sus manos frente a él sobre el escritorio. El sobre del escritorio estaba ostensiblemente limpio, cada hoja de papel cuidadosamente alineada con las demás, los lápices ordenados paralelamente.

–Todavía no he conseguido nada claro.

–Le confié a usted el problema de la resonancia nuclear, junto con un excelente estudiante, Cooper, para acelerar las cosas. A estas alturas esperaba un conjunto completo de resultados.

–Sabe los problemas que hemos tenido con el ruido.

–Gordon, no le confié ese problema por accidente -dijo Lakin, sonriendo ligeramente. Su alta frente se frunció en una expresión de preocupada amistad-. Creí que sería un buen impulso para su carrera. Admito que no es precisamente el tipo de trabajo al que está usted acostumbrado. El problema de su tesis era más directo. Pero un resultado definido podría ser publicable en la Phys Rev Letters, y eso nos ayudaría mucho en nuestra subvención. Y a usted, en su posición en el departamento.

Gordón miró por la ventana, a las grandes máquinas que devoraban el paisaje, y luego de vuelta a Lakin. La Physical Review Letters era la revista de física de más prestigio en aquellos momentos, el lugar donde eran publicados los resultados más importantes apenas unas semanas después de haberse producido, antes que esperar a ser publicados en la Physical Review o en otras revistas de física menos importantes, mes tras mes. El flujo de información obligaba a los científicos a reducir sus lecturas a unas pocas revistas, puesto que todas ellas se hacían más y más gruesas. Era como intentar beber en la boca de una manguera de incendios. Para ahorrar tiempo uno empezaba a confiar en los resúmenes de la Physical Review Letters, prometiéndose leer con más calma todas las demás revistas cuando se dispusiera de un poco más de tiempo.

–Estoy de acuerdo con todo eso -dijo Gordón suavemente-. Pero todavía no dispongo de ningún resultado publicable.

–Oh, sí lo tiene -murmuró calurosamente Lakin-. Ese efecto del ruido. Es de lo más interesante. Gordón frunció el ceño.

–Hace unos pocos días decía usted que era simplemente un fallo técnico.

–Ese día me mostré un poco temperamental. No aprecié completamente sus dificultades. – Pasó sus largos dedos por sus ralos cabellos, echándolos hacia atrás y revelando un blanco cuero cabelludo que contrastaba fuertemente con su intenso bronceado-. El ruido que descubrió usted, Gordón, no es una simple alteración. Después de pensar un poco en ello, creo que tiene que tratarse de un nuevo efecto físico.

Gordón lo miró incrédulo.

–¿Qué tipo de efecto? – dijo lentamente.

–No lo sé. Evidentemente, algo está perturbando el proceso normal de resonancia nuclear. Sugiero que lo llamemos «resonancia espontánea», simplemente para disponer de un nombre de trabajo. – Sonrió-. Más tarde, si comprobamos que es algo tan importante como sospecho, el efecto puede recibir su propio nombre, Gordón… ¿quién sabe?

–¡Pero Isaac, no lo comprendemos! ¿Cómo podemos darle un nombre como ése? «Resonancia espontánea» significa que algo dentro del cristal está ocasionando que el spin magnético varíe hacia uno y otro lados.

–Sí, eso es lo que hace.

–¡Pero no sabemos lo que está ocurriendo!

–Es el único mecanismo posible -dijo Lakin fríamente.

–Quizá.

–Todavía no está usted seguro de esa teoría suya de las señales, ¿verdad? – dijo Lakin sarcásticamente.

–Estamos estudiándolo. Precisamente ahora Cooper está tomando más datos.

–Eso son tonterías. Está malgastando usted el tiempo de ese estudiante.

–No a mi modo de ver.

–Me temo que su «modo de ver» no sea el único factor que intervenga en este caso -dijo Lakin, lanzándole una pétrea mirada.

–¿Qué significa eso?

–Posee usted poca experiencia en estos asuntos. Estamos trabajando a plazo fijo. La renovación de la subvención de la FNC es más importante que sus objeciones. No me gusta plantear el asunto tan brutalmente, pero…

–Sí, sí, usted mira por los intereses del grupo.

–No creo necesario que nadie termine las frases por mí. Gordon parpadeó y miró por la ventana.

–Lo siento.

Hubo un silencio, roto tan sólo por el gruñir de los bulldozers, interrumpiendo la concentración de Gordon. Sus ojos se clavaron en un grupo de jacarandas que había más allá, y contempló como unas mandíbulas mecánicas se clavaban en una vieja cerca semipodrida y la arrancaban. Parecía como un corral, un antiguo elemento del viejo Oeste que estaba desapareciendo. Aunque por otra parte lo más probable era que se tratara de un remanente de los terrenos de la Marina que la universidad había adquirido, Camp Matthews, donde los soldados de infantería habían sido adiestrados para la guerra de Corea. Un centro de entrenamiento desaparecía, y otro ocupaba su lugar. Gordon se preguntó para luchar contra qué estaban siendo entrenados allí. ¿Contra los enigmas de la ciencia? ¿O contra las subvenciones?

–Gordon -empezó Lakin, su voz reducida a un tranquilo murmullo-. No creo que aprecie usted realmente el significado de este «problema de ruido» que tiene entre manos. Recuerde, no tiene que comprenderlo todo acerca de un nuevo efecto para descubrirlo. Goodyear descubrió accidentalmente cómo hacer caucho vulcanizado mezclando caucho con azufre en un horno caliente. Roentgen descubrió los rayos X mientras estaba realizando un experimento con descargas eléctricas en un medio gaseoso.

Gordon hizo una mueca.

–Eso no significa que todo lo que no comprendemos sea importante, sin embargo.

–Por supuesto que no. Pero crea en mi opinión en este caso. Este es exactamente el tipo de misterio que publicará la Phys Rev Letters. Y nos dará una buena imagen ante la FNC. Gordon agitó la cabeza.

–Creo que se trata de una señal.

–Gordon, este año su puesto va a ser revisado también. Podemos promocionarle a un grado superior al de profesor ayudante. Incluso podríamos promocionarle a una titularidad.

–¿De veras? – Lakin no había mencionado que él también podía conseguir, burocráticamente hablando, una «nominación definitiva».

–Un buen artículo en la Phys Rev Letters tiene mucho peso.

–Oh, sí.

–Y si su experimento sigue sin producir nada concreto, me temo que no voy a disponer, lamentablemente, de muchos argumentos que presentar a su favor.

Gordon estudió a Lakin, sabiendo que no había nada más que decir. La suerte estaba echada. Lakin se reclinó en su sillón de ejecutivo, agitando la cabeza con controlada energía, observando el impacto de sus palabras. Su camisa de banlón comprimía un pecho atlético, sus pantalones de punto se ajustaban a unas piernas musculosas. Se había adaptado bien a California, extrayendo todo lo que podía de su clima y de su sol. Había sido un largo camino desde los atestados y oscuros laboratorios del MIT. Lakin era feliz allí, y deseaba gozar del lujo de vivir en una ciudad de ricos. Haría todo lo que fuera necesario por mantener su posición; deseaba quedarse allí.

–Pensaré en ello -dijo Gordon con voz inexpresiva. Al lado de Lakin, fuerte y musculoso, se sentía demasiado grueso, demasiado pálido, demasiado torpe-. Y seguiré reuniendo datos -terminó.

En el camino de vuelta del Campo Lindbergh, Gordon mantuvo la conversación en un seguro terreno neutral. Su madre no dejó de charlotear de los vecinos de la calle Doce cuyos nombres él ni siquiera recordaba, y mucho menos sus intrincados problemas familiares, sus matrimonios, sus nacimientos y muertes. Su madre suponía que captaría instantáneamente la importancia de la compra por parte de los Goldberg de una casa en Miami, al fin, y comprendería por qué su hijo Jeremy había preferido la Universidad de Nueva York antes que la Yeshiva. Todo aquello formaba parte de la enorme comedia de la vida. Cada episodio de aquel inacabable folletín tenía su significado. Algunos recibirían su merecido castigo. Otros, tras muchos sufrimientos, se harían acreedores de su recompensa final. En el caso de su madre, él representaba una recompensa, al menos en vida. Ella lanzó ohs y ahs a cada maravilla que cruzaban a la menguante luz del atardecer, mientras avanzaban por la carretera número 1 en dirección a La Jolla. Las palmeras que crecían libremente al borde de la carretera. La blanca arena de la Mission Bay, libre de gente y de basura. No era como Coney Island. Nada de aceras atiborradas de gente, nada de gritos y empujones. Una visión del océano desde monte Soledad, extendiéndose hasta el azul infinito, en vez de la visión gris que se terminaba en el revoltijo de Nueva Jersey. Ella se mostró impresionada ante todo, todo le recordaba lo que la gente decía de Israel. Su padre había sido un sionista ferviente, que siempre había contribuido económicamente a la causa. Gordon estaba seguro de que ella seguía haciéndolo, aunque nunca le había pedido que él lo hiciera también; quizá sentía que él necesitaba todo su gelt[1] para mantener su imagen profesional. Bueno, era cierto. La Jolla era un lugar caro. Pero Gordon dudaba de que ahora sintiera la necesidad de contribuir a las tradicionales causas judías. Su traslado desde Nueva York había cortado sus conexiones con todos aquellos rituales de leyes alimentarias y verdades talmúdicas. Penny le había dicho que él nunca le había parecido demasiado judío, pero él sabía que eso era debido simplemente a la ignorancia de ella. Penny había crecido en un ambiente protestante blanco anglosajón, donde no le habían enseñado ninguno de los pequeños indicios reveladores. Claro que la mayor parte de la gente en California era probablemente igual de indiferente acerca de esos asuntos, lo cual convenía perfectamente a Gordon. Nunca le había gustado que los desconocidos hicieran suposiciones sobre él antes incluso de estrecharle la mano. Liberarse del claustrofóbico ambiente judío de Nueva York era una de las razones principales que le habían impulsado a venir a La Jolla.

Estaban acercándose a casa, girando hacia la calle Nautilus, cuando su madre dijo, demasiado casualmente:

–Esa Penny, deberías hablarme un poco de ella antes de conocerla, Gordon.

–¿Qué quieres que te diga? Es una chica californiana.

–¿Y eso qué significa?

–Que juega al tenis, camina por las montañas, ha estado cinco veces en México pero nunca ha ido más lejos hacia el este que Las Vegas. También practica el surf. Ha intentado que yo lo practique también, pero antes quiero recuperar mi forma física. Estoy haciendo de nuevo mis ejercicios de las fuerzas aéreas canadienses.

–Eso suena estupendo -dijo ella, dudosa.

Gordón la inscribió en el Surfside Motel, a dos manzanas de su apartamento, y luego la condujo a éste. Entraron en una habitación llena del aroma de un estofado cubano que Penny había aprendido a cocinar cuando compartía su habitación con una chica latinoamericana. Salió de la cocina, quitándose un delantal y con un aspecto más de ama de casa de lo que Gordon recordaba haberle visto nunca. Así que Penny estaba poniendo todo lo posible de su parte, pese a sus objeciones. Su madre se mostró efusiva y entusiasta. Se precipitó a la cocina para ayudarla con la ensalada, inspeccionando la receta del estofado de Penny y moviendo todos los cacharros. Gordon se dedicó al ritual del vino, que apenas acababa de aprender. Hasta su llegada a California no conocía otra cosa más que la cepa Concord. Ahora tenía una pequeña bodega comprada en Krug y Martini en un armario, y podía comprender la jerga acerca de cuerpo y bouquet, aunque en realidad no estaba muy seguro de lo que significaban esos términos.

Su madre salió de la cocina, puso la mesa con una rápida y resonante eficiencia, y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Gordon se lo dijo. Cuando se volvió hacia Penny captó su mirada y su sonrisa. Le sonrió también. Dejemos que tus pildoras anticonceptivas sean el estandarte de la independencia.

La señora Bernstein estaba más tranquila cuando regresó. Caminaba balanceándose más de lo que Gordon recordaba, su invariable ropa negra agitándose al compás mientras cruzaba la habitación. Tenía una mirada distraída. La cena empezó y transcurrió con pocas noticias en la conversación. El primo Irv se había dedicado a la lencería en algún lugar en Massachusetts, el tío Herb estaba haciendo dinero a manos llenas como de costumbre, y su hermana -aquí su madre hizo una pausa, como si de repente recordara que aquél era un tema que no debía ser tocado- seguía yendo con aquel grupo de chalados en el Village. Gordon sonrió; su hermana, dos años mayor que él y mucho más atrevida, estaba viviendo por su cuenta. Hizo una observación acerca de su arte, y de como era necesario un cierto tiempo para imponerse en los medios artísticos, y su madre se volvió hacia Penny y dijo:

–Supongo que tú también estás interesada en las artes, ¿no?

–Oh, sí -dijo Penny-. Literatura europea.

–¿Y qué opinas del nuevo libro del señor Roth?

–Oh -dijo Penny, evidentemente buscando ganar tiempo-. Creo que aún no he terminado de leerlo.

–Deberías hacerlo. Te ayudaría a comprender mucho más a Gordon.

–¿Eh? – dijo Gordon-. ¿Qué quieres decir?

–Bueno, querida -dijo la señora Bernstein, con un tono bajo y afectuoso-, podría darte alguna idea acerca de… bueno… creo que el señor Roth es, supongo que estarás de acuerdo conmigo, Penny, un escritor muy profundo.

Gordon sonrió, preguntándose si podía permitirse una franca risa. Pero antes de que pudiera decir nada Penny murmuró:

–Considerando que Faulkner murió en julio, y Hemingway el año pasado, supongo que eso pone a Roth en algún lugar entre los cien mejores novelistas americanos, pero…

–Oh, pero ellos escribían sobre el pasado, Penny -insistió la señora Bernstein obstinadamente-. Su nuevo libro, Liberándose, está lleno de…

En aquel punto, Gordon se echó hacia atrás en su silla y dejó vagar su mente. Su madre volvía a incidir en su teoría acerca del resurgimiento y la preeminencia de la literatura judía, y Penny estaba respondiéndole con precisión, tal como había predicho. Las teorías de su madre se confundieron rápidamente en su mente con los hechos revelados. Sin embargo, en Penny tenía a una terca oponente, que no estaba dispuesta a transigir para obtener la paz. Podía sentir la tensión aumentando entre ellas. No había nada que él pudiera hacer para detenerlo. El problema no era en absoluto la teoría literaria, se trataba de shiksa[2] contra amor materno. Observó el rostro de su madre ponerse tenso. Las arrugas de su rostro se hicieron más profundas. Podía intervenir, pero sabía lo que ocurriría entonces: su voz se haría más y más aguda sin que él se diera cuenta de ello, hasta que de pronto estaría hablando con la misma voz de un adolescente apenas salido de la Bar Mitzvah. Su madre siempre conseguía eso de él, desencadenar esa respuesta. Bien, esta vez iba a eludir esta trampa.

Las voces de las dos mujeres se hicieron más fuertes. Penny citó libros, autores; su madre los barrió con un gesto y un sonido despectivo, confiadamente persuadida de que unas cuantas clases en la escuela nocturna la autorizaban a tener opiniones indiscutibles. Gordon terminó su comida, saboreó lentamente el vino, miró al techo, y finalmente intervino:

–Mamá, se te está haciendo tarde, con la diferencia horaria y todo eso.

La señora Bernstein hizo una pausa a media frase y le miró inexpresivamente, como si saliera de un trance.

–Simplemente estamos teniendo una pequeña discusión, querido, no necesitas ponerte tan nervioso. – Sonrió. Penny consiguió una pálida imitación de sonrisa. La señora Bernstein se llevó una mano a su peinado en forma de colmena, un castillo de pelo que resistía cualquier cambio. Penny se puso en pie y retiró los platos, haciendo más ruido del necesario. El opresivo silencio entre ellos se hizo mayor.

–Vamos, mamá. Será mejor que nos vayamos.

–Los platos. – Empezó a recoger los cubiertos.

–Penny se encargará.

–Oh, entonces…

Se levantó, se sacudió unas invisibles migas de pan de su lustroso traje negro, recogió su bolso. Descendió los peldaños exteriores a paso rápido, clump clump, más rápido al final, como si estuviera huyendo de una incierta batalla. Tomaron un atajo que Gordón conocía, sus pasos resonando a su alrededor. Las olas murmuraban en la playa, a una manzana de distancia. Dedos de bruma derivaban y se enroscaban bajo las luces de la calle.

–Bueno, ella es diferente, ¿no? – dijo la señora Bernstein.

–¿En qué?

–Bueno…

–No, realmente. ¿En qué? – Creía saberlo ya.

–Estáis… -hizo un signo, no confiando en las palabras: engarfió el dedo mayor por encima del índice, uniéndolos- así, ¿no?

–¿Es eso diferente?

–Allí donde nosotros vivimos sí lo es.

–Ya soy mayor.

–Hubieras podido decírmelo. Advertir a tu madre.

–Preferí que primero la conocieras.

–Tú, un científico.

Suspiró. Su bolso trazaba largos arcos mientras caminaban, que la inclinación de las luces de la calle transformaba en alargadas sombras. Gordón llegó a la conclusión de que ella se había resignado a lo inevitable.

Pero no:

–¿No has conocido a ninguna chica judía en California?

–Vamos, mamá.

–No estoy hablando de tomar clases de rumba o algo así. – Se detuvo en seco-. Esto es toda tu vida. Él se alzó de hombros. – Es la primera vez. Aprenderé.

–¿Aprenderás qué? ¿A ser algo distinto?

–¿No es demasiado obvio el que te muestres tan hostil hacia todas mis amigas? No se necesita demasiado análisis para comprender eso.

–Tu tío Herb diría…

–Al diablo el tío Herb. Filosofía de mangante.

–Qué lenguaje. Si le dijera que tú has dicho…

–Dile que tengo dinero en el banco. Comprenderá.

–Tu hermana, al menos tu hermana está cerca de casa.

–Sólo geográficamente.

–Tú no sabes.

–Está embadurnando lienzos con óleo para curar su psicosis. Eso. Su psi-co-sis.

–No.

–Es cierto.

–Estás viviendo con ella, ¿verdad?

–Por supuesto. Necesito practicar.

–Desde que murió tu padre…

–No empieces con eso. – Hizo un gesto cortante con la mano-. Escucha, has visto como son las cosas. Así es como seguirán siendo.

–Por el amor de tu padre, Dios dé descanso a su alma…

–No puedes… -estuvo a punto de añadir empujarme con un fantasma, y eso es lo que pensó, pero dijo- comprenderme ahora.

–¿Una madre no puede?

–Exacto, a veces no.

–Te lo digo, te lo suplico, no rompas el corazón de tu madre.

–Haré lo que crea mejor. Ella es lo que más me conviene.

–Ella es… una chica que hace eso, vivir contigo sin matrimonio…

–No estoy seguro de que yo lo desee tampoco.

–Y ella, ¿qué es lo que desea?

–Mira, ya lo descubriremos nosotros. Sé razonable, mamá.

–¿Tú me pides que sea razonable? ¿Que me calle y me quede tranquila y me muera y no diga nada? No puedo quedarme aquí y contemplar como os hacéis arrumacos.

–Entonces no mires. Tienes que aprender a conocerme, mamá.

–Tu padre hubiera… -pero no terminó la frase. A la fría luz de la calle, se envaró-. Déjala. – Su rostro estaba rígido.

–No.

–Entonces acompáñame a mi habitación.

Cuando regresó a su bungalow, Penny estaba leyendo el Time y comiendo almendras.

–¿Cómo ha ido? – sonrió amargamente por una comisura de la boca.

–No vas a ser elegida Miss Israel.

–Tampoco lo pretendía. Jesús, he visto estereotipos antes, pero…

–Aja. Todas esas tonterías suyas acerca de Roth.

–No era eso exactamente lo que ella pretendía decir.

–No, no lo era -admitió él.

A la mañana siguiente su madre telefoneó desde el motel. Tenía intención de pasar el día paseando por la ciudad, viendo las cosas interesantes. Dijo que no deseaba robarle su tiempo en la universidad, así que iría sola. Gordón admitió que probablemente era lo mejor, puesto que tenía un día ajetreado ante él: una cíase, un seminario, llevar al conferenciante del seminario a comer, dos reuniones del comité por la tarde, y una entrevista con Cooper.

Regresó al apartamento más tarde de lo habitual aquella tarde Llamó al motel donde estaba su madre, pero no obtuvo respuesta Penny llegó a casa y cenaron juntos. Ella estaba teniendo algunos problemas con el trabajo de su curso y necesitaba consultar algunos libros. A las nueve terminaron con los platos y Gordon desplegó parte de sus notas sobre la mesa del comedor para preparar sus próximas clases. Terminó cuando eran casi las once, y sólo entonces se acordó de su madre. Llamó al motel. Le dijeron que había dado órdenes de «no molesten», y que no deseaba que le pasaran ninguna llamada. Gordon pensó en ir hasta allí y llamar a su puerta. Pero e; taba cansado, y decidió ir a verla a primera hora de la mañana siguiente.

Se despertó tarde. Se preparó un bol de cereales mientras revisaba sus notas para la clase de mecánica clásica, comprobando los pasos de los problemas que debería desarrollar. Estaba metiendo los papeles en su maletín cuando pensó en llamar al motel. De nuevo su madre ya había salido.

A media tarde su conciencia le estaba remordiendo. Regresó temprano a casa y lo primero que hizo fue dirigirse al motel. No hubo respuesta a su llamada. Fue a preguntar a recepción, y el empleado miró en la pequeña casilla del correo bajo el número de su habitación. El hombre extrajo un sobre blanco y se lo tendió a Gordon.

–¿Doctor Bernstein? Sí. Dejó esto para usted, señor. Pagó ya su cuenta.

Gordón abrió el sobre, sintiéndose aturdido. Dentro había una larga carta, repitiendo los temas de su última discusión con más detalle. No podía comprender cómo un hijo, tan devoto hasta entonces, podía herir a su madre de aquel modo. Se sentía mortificada. Aquello que él estaba haciendo era moralmente erróneo. Enredarse con una chica tan diferente, vivir así… un horrible error. Y hacer aquello por una chica como ella, ¡por una shtunk de chica! Su madre estaba llorando, su madre estaba llena de preocupación por él. Sabía que no podía hacerle cambiar fácilmente de opinión. De modo que iba a dejarle solo. Iba a dejar que recuperara por sí mismo su cordura. Ella estaría bien. Iba a ir a Los Ángeles a ver a su prima Hazel, Hazel que tenía tres espléndidos hijos y a la que no había visto en siete años. Desde Los Ángeles volaría de vuelta a Nueva York. Quizá dentro de algunos meses pudiera acudir a visitarle de nuevo. Mejor aún, quizás él decidiera ir a visitarla antes a ella. Ver a sus amigos en Columbia. Ir a ver a la gente de la vecindad, que se alegraría enormemente de verle, la gran personalidad de toda la manzana. Hasta entonces, no dejaría de escribirle y de esperar. Una madre siempre espera.

Gordón se metió la carta en el bolsillo y se dirigió a casa. Se la mostró a Penny, y hablaron un rato acerca de ello, y luego él decidió archivarla en la parte de atrás de su mente, enfrentarse a su madre mas tarde. Normalmente esas cosas se curaban por sí mismas, si se les daba un poco de tiempo.

9

1998

–Bien, ¿dónde demonios esta? – estalló Renfrew. Paseó arriba y abajo por su oficina, cinco pasos en una dirección, cinco pasos en la otra.

Gregory Markham permanecía sentado en silencio, observando a Renfrew. Había estado meditando durante media hora aquella mañana, y se sentía relajado y centrado. Miró más allá de Renfrew, al otro lado de las grandes ventanas del Cav que daban el máximo toque de lujo a su construcción. Los amplios campos más allá se extendían llanos y tranquilos, increíblemente verdes en la primera acometida del verano. Los ciclistas se deslizaban silenciosamente a lo largo de las pistas de la Cotón, con paquetes sujetos en sus partes traseras. El aire matutino era ya cálido y pesado. Una bruma azul rodeaba las distantes agujas de Cambridge y formaba un anillo en torno al amarillo sol aposentado sobre la ciudad. Aquél era el mejor momento del día, pensó Markham, cuando parecía que una extensión infinita de tiempo se abría ante ti, y que cualquier cosa podía realizarse en el mar de tranquilos minutos que se extendían por delante.

Renfrew seguía paseando arriba y abajo. Markham se agitó.

–¿A qué hora dijo que estaría aquí?

–A las diez, maldita sea. Salió hace horas. Tuve que llamar a su oficina con pretexto de cualquier cosa para preguntar si aún estaba allí. Me dijeron que se había marchado por la mañana, antes de la hora punta. Así que, ¿dónde está?

–Solamente son las diez y diez -señaló Markham conciliadoramente.

–Sí, pero infiernos, no puedo empezar hasta que él llegue. Tengo a todos los técnicos esperando. Estamos todos preparados. Está malgastando el tiempo de todo el mundo. A él no le importa este experimento, y nos está haciendo sufrir.

–Obtuviste la subvención, ¿no? Y ese equipo de Brookhaven.

–Una subvención limitada. Lo suficiente para seguir adelante, pero sólo lo justo. Nos están estrangulando. Tú sabes y yo sé que ésta puede ser la única oportunidad de sacarnos de este agujero. ¿Y ellos qué es lo que hacen? Me obligan a proseguir el experimento con una miseria y luego ese estúpido ni siquiera se preocupa en llegar a tiempo para presenciarlo.

–Es un administrador, no un científico. De acuerdo, su política de subvenciones es corta de miras. Pero mira, la FNC no enviará nada más excepto bajo presión. Probablemente lo están usando para otras cosas. No puedes esperar que Peterson haga milagros.

Renfrew dejó de pasear y se lo quedó mirando.

–Supongo que resulta evidente que no me cae bien en absoluto. Espero que el propio Peterson no se haya dado cuenta de ello, o podría ponerse en contra del experimento.

Markham se alzó de hombros.

–Estoy seguro de que lo sabe. Resulta claro para todo el mundo que vuestras personalidades son muy diferentes, y Peterson no es estúpido. Mira, puedo hablar con él, si quieres… lo haré, de hecho. En cuanto a ponerse en contra del experimento… tonterías. Debe estar acostumbrado a no caerle bien a la gente. No creo que le importe en absoluto. No, pienso que puedes contar con su apoyo. Pero solamente un apoyo parcial. Está intentando cubrir todas sus apuestas, y eso significa tener que repartir mucho su apoyo.

Renfrew se sentó en su silla giratoria.

–Lo siento si estoy un poco tenso esta mañana, Greg. – Se pasó unos gruesos dedos por su cabello-. Llevo varios días trabajando día y noche… mientras puedo utilizar la luz… y probablemente estoy cansado. Pero principalmente me siento frustrado. No dejamos de captar ese ruido, y embrolla todas las señales.

Una repentina agitación de actividad en el laboratorio llamó su atención. Los técnicos que hacía un minuto estaban charlando tranquilamente tenían ahora un aspecto absorto y preparado. Peterson estaba abriéndose camino a través del laboratorio. Llegó a la puerta de la oficina de Renfrew y saludó brevemente a los dos hombres con una ligera inclinación de cabeza.

–Lamento llegar tarde, doctor Renfrew -dijo, sin ofrecer ninguna explicación-. ¿Podemos empezar inmediatamente?

Mientras Peterson se volvía de nuevo hacia el laboratorio, Markham observó con una ligera sorpresa las manchas de barro en sus elegantes zapatos, como si hubiera estado caminando por un campo recién arado.

Eran las 10.47 de la mañana cuando Renfrew empezó a pulsar lentamente la palanca de señales. Markham y Peterson permanecían de pie tras él. Los técnicos comprobaban todas las demás mediciones del experimento y efectuaban los ajustes necesarios.

–¿Tan fácil es enviar un mensaje? – preguntó Peterson.

–Simple Morse -dijo Markham.

–Entiendo, para maximizar las probabilidades de que sea decodificado.

–¡Maldita sea! – Renfrew se puso bruscamente en pie-. El nivel de ruido se ha incrementado de nuevo.

Markham se inclinó hacia delante y observó la pantalla del osciloscopio. El trazado danzaba y saltaba, una línea marcando un rastro al azar.

–¿Cómo puede haber tanto ruido en una muestra enfriada de indio? – preguntó Markham.

–Cristo, no lo sé. Hemos tenido problemas durante todo el tiempo.

–No puede ser térmico.

–¿La transmisión es imposible con esto? – indicó Peterson.

–Por supuesto -dijo Renfrew, irritado-. Amplía la línea de resonancia de los taquiones y embrolla la señal.

–¿Entonces el experimento no puede funcionar?

–Infiernos, yo no he dicho eso. Es tan sólo un inconveniente. Estoy seguro de que podremos resolver el problema. Un técnico llamó desde la plataforma de arriba.

–¿Señor Peterson? Le llaman al teléfono, dicen que es urgente.

–Oh, de acuerdo. – Peterson se apresuró por la escalerilla metálica y desapareció. Renfrew conferenció con algunos técnicos, comprobó personalmente las lecturas, y se apresuró arriba y abajo durante varios minutos. Markham permaneció observando la señal del osciloscopio.

–¿Alguna idea de lo que puede ser? – preguntó Renfrew.

–Una fuga de calor, posiblemente. Quizá la muestra no esté bien aislada de los choques.

–¿Quieres decir de gente yendo de un lado para otro por la habitación, ese tipo de cosa?

Renfrew se alzó de hombros y siguió con su trabajo. Greg se frotó pensativamente el labio inferior con un dedo y estudió el amarillo espectro del ruido en la verde pantalla del osciloscopio. Al cabo de un momento preguntó:

–¿Disponéis de algún correlacionador que podáis usar en esta instalación?

Renfrew se detuvo por un momento, pensando.

–No, aquí no. Nunca hemos necesitado uno.

–Me gustaría ver si podemos extraer alguna estructura de ese ruido.

–Bueno, supongo que podríamos conseguir uno. Aunque tomará un cierto tiempo conseguir algo que pueda irnos bien. Peterson apareció encima de ellos.

–Lo siento, tengo que ir a un teléfono de seguridad. Ha ocurrido algo.

Renfrew se volvió sin decir nada. Markham subió la escalerilla.

–Aun así creo que el experimento va a sufrir un cierto retraso.

–Oh, estupendo. No deseo volver a Londres sin haberlo visto. Pero tengo que hablar con algunas personas en una línea telefónica confidencial. Hay una en Cambridge. Probablemente me tomará una hora o así.

–¿Tan mal están las cosas?

–Parece que sí. Esa enorme floración de diatomeas en la costa sudamericana, del lado del Atlántico, parece estar extendiéndose fuera de control.

–¿Floración?

–Una expresión de biología. Significa que el fitoplancton ha entrado en combinación con los hidrocarburos clorados que hemos estado utilizando como fertilizantes. Pero hay algo más. Los técnicos están rompiéndose la cabeza para descubrir cómo este caso difiere de los anteriores, cuyos efectos en la cadena alimentaria del océano eran más pequeños.

–Entiendo. ¿Podemos hacer algo al respecto?

–No lo sé. Los americanos han realizado algunos experimentos controlados en el océano Indico, pero creo que los progresos son más bien lentos.

–Bien, no quiero retrasar sus llamadas telefónicas. Tengo algo sobre lo cual trabajar, una idea acerca del experimento de John. Dígame, ¿conoce usted el Whim?

–Sí, está en la calle Trinity. Cerca de Bowes Bowes.

–Probablemente necesitaré una copa y algo de comida dentro de una hora o así. ¿Por qué no nos encontramos allí?

–Buena idea. Lo veré al mediodía.

El Whim estaba lleno de estudiantes. Ian Peterson se abrió camino por entre la multitud que se apiñaba junto a la puerta y se detuvo por un momento, intentando orientarse. Los estudiantes cerca de él se estaban pasando jarras de cerveza por encima de sus cabezas, y una de ellas lo salpicó. Peterson sacó un pañuelo y se limpió con un gesto de desagrado. Los estudiantes ni siquiera se dieron cuenta. Era el final del año académico y estaban de un humor más bien festivo. Unos cuantos estaban borrachos. Hablaban con voz fuerte en latín macarrónico, una parodia de alguna ceremonia oficial a la que acababan de asistir.

–Eduardus, dona, mihi plus beerus! – gritó uno.

–Beerus? O Deus, quid dicit? Ecce sanguinus barbarus! – declamó otro.

–Mea culpa, mea máxima culpa! – respondió el que había hablado primero, en burlona contrición-. ¿Pero cómo demonios se dice cerveza en maldito latín?

–Alum! – respondieron varias veces-. Vinum barbaricum! Imbibius hopius! – Hubo risotadas. Se sentían todos muy ingeniosos. Uno de ellos, hipando, se deslizó suavemente hasta el suelo y se quedó allí. El segundo orador extendió su brazo sobre él y entonó solemnemente:

–Requiesecat in pace. Et lux perpetua y lo que venga a continuación.

Peterson se apartó de ellos. Sus ojos estaban empezando a acostumbrarse a la comparativa semipenumbra después de la brillante luz de Trinity. En la pared un cartel amarillento anunciaba que algunos platos del menú habían sido suprimidos… temporalmente, por supuesto. En el centro del local una enorme cocina de carbón crujía y silbaba. Un ajetreado cocinero la presidía, pasando cacharros de los ruegos pequeños a los más grandes y viceversa. Cada vez que retiraba un cacharro de uno de los fuegos, un resplandor de luz del interior de la cocina iluminaba momentáneamente sus manos y su sudoroso rostro, dándole el aspecto de un ajetreado demonio naranja. Los estudiantes sentados en las mesas alrededor de la cocina lo animaban con sus voces.

Peterson se abrió camino a través de la atestada sección del restaurante, cruzando azuladas volutas de humo de pipa que llenaban el aire. El acre aroma de la marihuana llegó a su olfato, mezclado con el olor del tabaco, del aceite de cocina, de la cerveza y del sudor. Alguien pronunció su nombre. Miró a su alrededor hasta ver a Markham en un reservado a un lado.

–Es difícil encontrar a alguien aquí, ¿eh? – dijo Peterson mientras se sentaba.

–Iba a pedir. Hay un montón de ensaladas, ¿ha visto? Y platos llenos de asquerosos hidratos de carbono. No parece que haya mucha cosa que valga la pena comer en estos días.

Peterson estudió el menú.

–Creo que voy a pedir lengua, aunque es increíblemente cara. Cualquier tipo de carne se ha puesto imposible.

–Sí, es cierto. – Markham hizo una mueca-. No comprendo como puede usted comer lengua, sabiendo que procede de la boca de algún animal.

–¿Prefiere usted un huevo a cambio? Markham se echó a reír.

–Supongo que todas las procedencias son iguales de malas. Pero creo que voy a echar la casa por la ventana y voy a pedir salchicha. Eso va a sentarle muy bien a mi presupuesto.

El camarero trajo una ale para Peterson y una stout Mackeson para Markham. Peterson dio un largo sorbo.

–¿Autorizan aquí la marihuana?

Markham miró a su alrededor y olisqueó el aire.

–¿Droga? Seguro. Todos los euforizantes suaves son legales aquí, ¿no?

–Lo son desde hace uno o dos años. Pero pensé que los convencionalismos sociales, si es que queda alguno, hacían que no se fumara en lugares públicos.

–Ésta es una ciudad universitaria. Supongo que los estudiantes la fumaban ya en público mucho antes de que fuera legalizada. De todos modos, si el gobierno desea distraer a la gente de las noticias, no tiene objeto el que exija que lo hagan sólo en casa -dijo Markham suavemente.

–Hummm -murmuró Peterson.

Markham detuvo su stout Mackeson a medio camino de su boca y se lo quedó mirando.

–Está usted evasivo. ¿He supuesto bien, entonces? ¿Tiene eso en mente el gobierno?

–Digamos que la cuestión ha sido planteada. – Entonces, ¿qué es lo que el gobierno liberal piensa hacer acerca de esas drogas que incrementan la inteligencia humana?

–Desde que fui asignado al Consejo no he tenido muchos contactos con esos problemas.

–Se rumorea que los chinos están adelantados en este aspecto.

–¿Oh? Bien, eso puedo desmentirlo. El Consejo dispone de un informe de Inteligencia hablando precisamente de esto el mes pasado.

–¿Realmente reciben informes de Inteligencia acerca de sus propios miembros?

–Los chinos son miembros formales, pero… Bueno, mire, los problemas de los últimos años han sido técnicos. Pekín tiene bastantes cosas entre manos sin necesidad de mezclarse en temas para los cuales no disponen de suficiente capacidad de investigación.

–Creí que se las estaban arreglando bastante bien. Peterson se alzó de hombros.

–Tan bien como puede hacerlo alguien con mil millones de almas de las que ocuparse. En estos tiempos los asuntos extranjeros les importan mucho menos. Están intentando partir a partes exactamente iguales un pastel que cada vez es más pequeño.

–Finalmente puro comunismo.

–No tan puro. El repartir partes iguales frena la inquietud provocada por la desigualdad. Están volviendo al cultivo en terrazas, aunque eso intensifique el tiempo de trabajo para aumentar la producción de alimentos. El opio de las masas en China son los alimentos. Siempre lo han sido. También están parando el uso de productos químicos para incrementar el rendimiento de la agricultura. Creo que tienen miedo de los efectos secundarios.

–¿Como la floración sudamericana?

–En la diana. – Peterson hizo una mueca-. ¿Quién hubiera podido prever…?

De la multitud brotó un repentino y estrepitoso grito. Una mujer se levantó de una mesa cercana, aferrándose la garganta. Estaba intentando decir algo. Otra mujer junto a ella preguntó:

–Elionor, ¿qué te ocurre? ¿Te has atragantado con algo?

La mujer jadeó, un sonido áspero. Se aferró a una silla. Varias cabezas se volvieron. Sus manos descendieron hasta su vientre, y su rostro se contrajo en un espasmo de dolor.

–Yo… duele tanto… -De pronto vomitó sobre la mesa. Se derrumbó hacia delante, mientras varias manos intentaban sujetarla. Un chorro de bilis se esparció sobre las bandejas de comida. Los que estaban más cerca, inmovilizados hasta aquel momento por la sorpresa, se apresuraron a apartarse frenéticamente, derribando sus sillas. Algunos vasos se estrellaron contra el suelo; la multitud creó un círculo a su alrededor.

–¡A… ayuda! – gritó la mujer. Una convulsión la sacudió. Intentó ponerse en pie y vomitó sobre sí misma. Se volvió hacia su compañera, que había retrocedido hasta la siguiente mesa. Se miró a sí misma, los ojos vidriosos, apretando las palmas de sus manos contra su vientre, Vacilante, se apartó de la mesa. De pronto se relajó y se derrumbó al suelo.

Peterson se había quedado inmovilizado por la impresión, al igual que Markham. Cuando la mujer cayó, saltó en pie y se lanzó hacia delante. La multitud murmuró y no se movió. Se inclinó sobre la mujer. Su pañuelo estaba enrollado en torno a su cuello. Estaba retorcido y manchado de su propio vómito. Peterson se lo arrancó, utilizando ambas manos. El tejido se rasgó. La mujer jadeó. Peterson agitó el aire en torno a ella, creando un poco de corriente. Ella aspiró con avidez. Sus ojos aletearon. Alzó la vista hacia él.

–Duele… duele… tanto…

Peterson miró hacia la multitud que lo rodeaba.

–Llamen a un doctor, ¿quieren? ¡Infiernos, llamen a un doctor!

La ambulancia se había ido. El personal de Whim estaba atareado limpiándolo todo. La mayor parte de los clientes se había marchado, alejados por el olor. Peterson volvió de la ambulancia, a la que había ido para asegurarse de que los enfermeros habían recogido muestras de la comida de la mujer.

–¿Qué es lo que han dicho que era? – preguntó Markham.

–Ni idea. Les he entregado la salchicha que había estado comiendo. El médico dijo algo acerca de envenenamiento alimentario, pero ésos no eran síntomas de envenenamiento como los que yo haya oído hablar nunca.

–Todo lo que hemos estado oyendo acerca de impurezas…

–Quizá. – Peterson apartó la idea con un gesto de su mano-. Puede ser cualquier cosa, en estos días.

Markham sorbió meditativo su stout. Se les acercó un camarero, trayendo su comida.

–Lengua para usted, señor -le dijo a Peterson, colocando ante él una bandeja-. Y salchicha aquí.

Los dos hombres se quedaron mirando su comida.

–Creo… -empezó a decir lentamente Markham.

–Estoy de acuerdo -le siguió rápidamente Peterson-. Creo que pasaremos de esto. ¿Puede traerme una ensalada? Él camarero se quedó mirando dubitativo las bandejas.

–Pero ustedes pidieron esto.

–Sí, lo hicimos. Pero seguramente no prentenderá usted que lo engullamos después de lo que ha ocurrido, ¿no? En un restaurante como éste.

–Bueno, yo, el director, él dice…

–Dígale al director que vigile los productos que emplea o por todos los infiernos que voy a hacer que le cierren el local. ¿Me comprende?

–Cristo, no hay razón para…

–Simplemente dígale esto. Y tráigale a mi amigo otra stout.

Cuando el camarero se hubo alejado, obviamente sin ningún deseo de enfrentarse ni con su director ni con Peterson, Markham murmuró:

–Espléndido. ¿Cómo sabía usted que yo preferiría otra stout?

–Intuición -dijo Peterson con desenvuelta camaradería.

Llevaban varias cervezas más cuando Peterson dijo:

–Mire, sir Martin es el tipo que se ocupa realmente de los asuntos técnicos en la delegación británica. Yo soy un no especialista, como lo llaman. Lo que quiero saber es cómo infiernos piensan eludir esa paradoja del abuelo. Ese tipo, Davies, me explicó lo suficiente acerca del descubrimiento de los taquiones, y yo acepté que pueden viajar a nuestro pasado, pero sigo sin ver cómo uno puede cambiar lógicamente el pasado.

Markham suspiró.

–Hasta que fueron descubiertos los taquiones, todo el mundo pensaba que la comunicación con el pasado era imposible. Lo más increíble es que la física de la comunicación a través del tiempo ha estado funcionando antes, casi por accidente, hasta tan atrás como los años 1940. Dos físicos llamados John Wheeler y Richard Feynmann elaboraron la descripción correcta de la naturaleza de la luz, y mostraron que se difundían dos ondas cuando uno intentaba crear una onda de radio.

–¿Dos?

–Exactamente. Una de ellas es la que recibimos en nuestros aparatos de radio. La otra viaja hacia atrás en el tiempo… la «onda avanzada», tal como la llamaron Wheeler y Feynmann.

–Pero nosotros no recibimos ningún mensaje antes de que haya sido emitido. Markham asintió.

–Cierto… pero la onda avanzada está ahí, matemáticamente hablando. No hay otra alternativa. Las ecuaciones de la física son todas ellas temporalmente simétricas. Ése es uno de los enigmas de la física moderna. ¿Cómo es que percibimos el tiempo que pasa, y sin embargo todas las ecuaciones de las física dicen que el tiempo puede transcurrir en cualquier dirección, hacia delante o hacia atrás?

–¿Las ecuaciones están equivocadas, entonces?

–No, no lo están. Pueden predecir cualquier cosa que podamos medir… pero solamente si utilizamos la «onda retardada», como la llamaron Wheeler y Feynmann. Ésa es la que oye usted a través de su receptor de radio.

–Bueno, mire, seguramente hay una forma de variar la ecuación hasta que uno obtenga únicamente la parte retardada.

–No, no la hay. Si usted hace esto a las ecuaciones, no hay forma de conservar la onda retardada sin modificación. Tiene que tener la onda avanzada.

–De acuerdo, ¿dónde están esos programas de radio hacia atrás en el tiempo? Muéstreme cómo puedo sintonizar las noticias del próximo siglo.

–Wheeler y Feynmann demostraron que no pueden llegar hasta aquí.

–¿No pueden llegar hasta este año? ¿Quiero decir, hasta nuestro tiempo presente?

–Exacto. Vea, la onda avanzada puede interactuar con todo el universo… se mueve hacia atrás, hacia nuestro pasado, de tal modo que finalmente llega a golpear toda la materia que jamás haya existido. Lo importante es que la onda avanzada golpea toda esa materia antes de que la señal haya sido enviada.

–Si, por supuesto. – Peterson reflexionó acerca del hecho de en este momento, para seguir adelante con la discusión, estaba reptando una «onda avanzada» que hacía apenas unos momentos había rechazado.

–De modo que la onda golpea toda esa materia, y los electrones en su interior son sacudidos con anticipación al momento en que esa onda de radio será enviada.

–¿El efecto precediendo a la causa?

–Exactamente. Parece contrario a la experiencia, ¿no?

–Absolutamente.

–Pero la vibración de esos electrones en todo el resto del universo debe ser tenida en cuenta. Ellos a su vez nos envían tanto ondas avanzadas como retardadas. Es como arrojar dos piedras a un estanque. Ambas crean ondas. Pero las dos ondas no se interrelacionan de una forma sencilla.

–¿De veras? ¿Por qué no?

–Se interfieren entre sí. Crean una red entrecruzada de picos y valles locales. Donde los picos y valles de los sistemas separados coinciden, se refuerzan los unos a los otros. Pero donde los picos de la primera piedra se encuentran con los valles de la segunda, se anulan. El agua no se mueve.

–Oh, de acuerdo, sí.

–Lo que Wheeler y Feynmann demostraron fue que el resto del universo, allá donde es golpeado por una onda avanzada, actúa como todo un conjunto de piedras arrojadas a ese estanque. La onda avanzada retrocede en el tiempo, crea todas esas otras ondas. Se interfieren entre sí, y el resultado es cero. Nada.

–Ah. Y al final la onda avanzada se anula a sí misma. Bruscamente, un chorro de música brotó por los altavoces del Whim: Y el Demonio, bum, bum, bailo con Juana de Arco…

–¡Bajen eso, ¿quieren?! – gritó Peterson. La música disminuyó de volumen. Peterson se inclinó hacia delante.

–Muy bien. Me ha mostrado usted por qué no funciona la onda avanzada. La comunicación a través del tiempo es imposible. Markham sonrió.

–Toda teoría tiene hipótesis ocultas. El problema con el modelo de Wheeler y Feynmann era que todos esos electrones danzantes en el pasado en el universo pueden no enviar de vuelta las ondas correctas. Para las señales de radio, lo hacen. Para los taquiones, no lo hacen. Wheeler y Feynmann no sabían nada acerca de los taquiones; no fueron imaginados hasta mediados los años sesenta. Los taquiones no son absorbidos de la forma correcta. No interaccionan con la materia de la misma forma que las ondas de radio.

–¿Por qué no?

–Son tipos diferentes de partículas. Unos tipos llamados Feinberg y Sudarshan imaginaron los taquiones hace décadas, pero nadie pudo encontrarlos. Parecían tan improbables. Por una parte, poseen masa imaginaria.

–¿Masa imaginaria?

–Sí, pero no se lo tome demasiado en serio.

–Parece una dificultad seria.

–No realmente. La masa de esas partículas no es lo que nosotros llamamos un observable. Eso significa que no podemos parar un taquion, puesto que siempre viaja más rápido que la luz. De modo que, si no podemos detenerlo en nuestro laboratorio, no podemos medir su masa en estado estático. La única definición de masa es la que uno puede establecer a partir del tamaño y peso… cosas que uno no puede medir, si el objeto se halla en movimiento. Con los taquiones, todo lo que puedes medir es el momento… es decir, el impacto.

–¿Tiene usted alguna queja acerca de la comida, señor? Soy el director.

Peterson alzó la vista para descubrir a un hombre alto, vestido con un conservador traje gris, de pie junto a su mesa, las manos unidas a su espalda al estilo militar.

–Sí, la tengo. En primer lugar, preferiría no comerla, visto lo que le hizo a esa señora hace un momento.

–No sé lo que esa señora estaba comiendo, señor, pero creo que su…

–Bueno, entienda, yo sí lo sé. Era algo muy parecido a lo que había pedido mi amigo, y eso es suficiente como para que él se sienta… incómodo.

El director se contuvo ligeramente ante la forma de actuar de Peterson. Estaba sudando ligeramente, y su expresión era preocupada.

–No acabo de ver por qué una clase similar de comida debería…

–Yo en cambio puedo verlo claramente. Es una lástima que usted no pueda.

–Me temo que vamos a tener que cobrarle…

–¿Ha leído usted las recientes directrices del Ministerio del Interior respecto a los alimentos importados? Yo intervine en su redacción. – Peterson le concedió al hombre el beneficio de una mirada evaluativa-. Me atrevería a decir que probablemente buena parte de su comida importada procede de un proveedor local, ¿correcto?

–Bueno, por supuesto, pero…

–Entonces presumiblemente sabe usted que existe una rígida limitación al tiempo de almacenamiento de esos productos antes de su uso.

–Sí, estoy seguro… -empezó el director, pero luego dudó ante la expresión del rostro de Peterson-. Bueno, en realidad, no he leído mucho sobre esto últimamente, porque…

–Creo que debería ser usted más cuidadoso en el futuro.

–No estoy seguro de que la señora hubiera comido siquiera ningún producto importado…

–Si yo fuera usted, lo comprobaría.

Bruscamente, el hombre perdió parte de su actitud militar. Peterson lo miró con todo su aplomo.

–Bueno, creo que podemos olvidar ese malentendido, señor, en vista de…

–Por supuesto -asintió Peterson, haciéndole un gesto de que se fuera. Se volvió nuevamente hacia Markham-. Pero sigue usted sin haber explicado esa historia del abuelo. Si los taquiones pueden transmitir un mensaje al pasado, ¿cómo evita usted las paradojas? – Peterson no mencionó que había estado discutiendo sobre aquello con Paul Davies en el King's, pero que no comprendió nada. No creía que ninguna de aquellas ideas tuviera ningún sentido.

Markham hizo una mueca.

–No es fácil de explicar. La clave fue sospechada hace algunas decadas, pero nadie la transformó en una teoría física concreta. Hay incluso una frase en el artículo original de Wheeler-Feynmann… «Lo único que se requiere es que la descripción sea lógicamente autoconsistente.» Con eso querían dar a entender que nuestra sensación del fluir del tiempo, siempre yendo en una sola dirección, es un prejuicio. Pero las actuaciones de la física no comparten ese prejuicio nuestro… son temporalmente simétricas. El único estándar que podemos imponer a un experimento es pues que sea lógicamente consistente.

–Pero por supuesto es ilógico que uno siga viviendo después de haber matado a su abuelo. Antes de haber engendrado al padre de uno, quiero decir.

–El problema es que estamos acostumbrados a pensar en estas cosas como si en ellas hubiera implicada alguna especie de interruptor que únicamente tuviera dos posiciones. Quiero decir, que el abuelo de uno esté muerto, o no lo esté.

–Bueno, eso es algo evidente. Markham negó con la cabeza.

–No del todo. ¿Y si resulta herido, pero se recupera? En ese caso, si sale del hospital a su debido tiempo, puede llegar a conocer a la abuela de uno. Todo depende de la puntería.

–No entiendo…

–Piense en enviar mensajes, antes que en dispararle a abuelos. Todo el mundo supone que el receptor, allá en el pasado, puede estar conectado a, digamos, un interruptor. Si una señal de futuro llega hasta él, el interruptor está programado para desconectar el transmisor… antes de que sea enviada la señal. Esa es la paradoja.

–Correcto. – Peterson se inclinó hacia delante, sintiéndose cautivado pese a sus dudas. Había algo que le atraía en la forma en que los científicos resolvían los problemas corno otras tantas experiencias intelectuales, creando un mundo nítido y seguro. Los resultados de los problemas sociales eran siempre más embrollados y menos satisfactorios. Quizás era por eso por lo que muy pocas veces se resolvían.

–El problema es que no existe ningún interruptor que tenga sólo dos posiciones, conectado y desconectado… con nada entre ellas.

–Oh, vamos. ¿Y el conmutador que pulso para encender la luz?

–De acuerdo, usted lo pulsa. Hay un tiempo en el cual ese conmutador se halla como colgando en algún lugar intermedio, ni en el conectado ni en el desconectado.

–Puedo accionarlo en un tiempo muy breve.

–Seguro, pero no puede reducir usted ese tiempo a cero. Y también hay un cierto impulso que tiene usted que aplicar a ese conmutador para hacerlo saltar de desconectado a conectado. De hecho, es posible accionar el conmutador sólo con la fuerza suficiente como para que recorra la mitad de su camino y se quede parado allí… pruébelo. Es algo que tiene que haberle ocurrido alguna vez. El conmutador se queda a medio camino, suspendido entre sus dos posiciones.

–De acuerdo, admitido -dijo Peterson impacientemente-.

¿Pero cuál es la conexión con los taquiones? Quiero decir, ¿qué hay de nuevo en todo ello?

–Lo nuevo es pensar en todos esos hechos, enviar y recibir, corno en una cadena, un lazo. Mire, enviamos hacia atrás una instrucción diciendo: «Cierre el transmisor.» Piense en el interruptor recorriendo el camino hacia el «cerrado». Este acontecimiento es como una onda avanzando del pasado hacia el futuro. El transmisor está cambiando de «abierto» a «cerrado». Esa… bueno, llamémosla esa onda de información, avanza hacia delante en el tiempo. Y la señal original aún no ha sido emitida.

–Correcto. Es una paradoja.

Markham sonrió y alzó un dedo. Estaba disfrutando de aquello.

–¡Pero espere! Piense en todos esos tiempos formando como una especie de lazo. Causa y efecto no significan nada en ese lazo. Hay tan sólo acontecimientos. Ahora, mientras el interruptor se mueve hacia el «cerrado», la información se propaga hacia delante en el futuro. Piense en ello como en el transmisor haciéndose cada vez más y más débil a medida que el interruptor se acerca a la posición «cerrado». Y el haz de taquiones que ese transmisor está enviando se hace también más y más débil.

–¡Ah! – Peterson lo comprendió de pronto-. Del mismo modo, el receptor recibe a su vez una señal más y más débil del futuro. El interruptor no es accionado tan bruscamente debido a que la señal que va hacia atrás en el tiempo es también más débil. Así que no avanza tan rápidamente hacia la posición «cerrado».

–Eso es. Cuanto más se acerca a la posición «cerrado», más lentamente se mueve. Hay una onda de información viajando hacia delante hacia el futuro, y, como un reflejo, el haz de taquiones yendo hacia atrás hacia el pasado.

–Entonces, ¿qué es lo que hace el experimento?

–Bien, digamos que el interruptor se acerca al «cerrado», y entonces el haz de taquiones se hace más débil. El interruptor no recorre realmente todo el camino hasta el «cerrado», como ese conmutador controlando las luces, sino que empieza a volver hacia el «abierto». Pero cuanto más se acerca al «abierto», más fuerte es la transmisión que llega al futuro.

–De modo que el haz de taquiones se hace también más fuerte -terminó Peterson por él-. El cual empuja de nuevo al interruptor de vuelta desde la posición «abierto» a la posición «cerrado». El interruptor queda en suspenso a mitad de camino.

Markham se inclinó hacia delante y vació su stout. Su bronceado, empalidecido por el invierno de Cambridge, se cuarteó en una retorcida sonrisa.

–Oscila ahí, en el medio.

–Y no hay ninguna paradoja.

–Bueno… -Markham se alzó imperceptiblemente de hombros-. No hay contradicciones lógicas, sí. Pero seguimos sin saber realmente qué significa ese estado intermedio, impreciso. Sin embargo, evita las paradojas. Uno puede aplicar a ello una buena parte del formalismo de la mecánica cuántica, pero no estoy seguro de los resultados que pueda dar un genuino experimento.

–¿Por qué no?

Markham volvió a alzarse de hombros.

–No se han realizado experimentos. Renfrew no ha tenido tiempo, o dinero, para efectuarlos.

Peterson ignoró la crítica implícita; ¿o era su imaginación? Lo que resultaba obvio era que los trabajos en estos campos se habían visto interrumpidos en los últimos años. Markham estaba simplemente estableciendo un hecho. Tenía que recordar que un científico se mostraba siempre inclinado a presentar las cosas tal cual eran, sin calcular el impacto que podían causar sus afirmaciones. Para cambiar de tema, Peterson preguntó:

–¿Ese encallamiento a medio camino no les impedirá enviar información a 1963?

–Mire, el punto crucial en este asunto es que nuestras distinciones entre causa y efecto son una ilusión. Este pequeño experimento que hemos estado discutiendo es un lazo causal… no tiene principio ni fin. Eso es lo que querían significar Wheeler y Feynmann exigiendo tan sólo que nuestra descripción fuera lógicamente consistente. La lógica es lo que domina la física, no el mito de causa y efecto. Imponer un orden a los acontecimientos es nuestro punto de vista. Un punto de vista pintorescamente humano, supongo. A las leyes de la física no les importa. Ese es el nuevo concepto de tiempo que tenemos ahora… como un conjunto de acontecimientos completamente interrelacionados, unidos consistentemente entre sí. Creemos que estamos moviéndonos hacia delante en el tiempo, pero eso es tan sólo un prejuicio.

–Pero sabemos que las cosas ocurren ahora, no en el pasado ni en el futuro.

–¿Cuándo es «ahora»? Decir que «ahora» es «este instante» es dar vueltas en círculos. Cada instante es «ahora» en el momento en que «ocurre». La cuestión es, ¿cómo medir la velocidad de movimiento de un instante al siguiente? Y la respuesta es: no puede medirse. ¿Cuál es la velocidad del paso del tiempo?

–Bueno, es… -Peterson se interrumpió, pensando.

–¿Cómo puede pasar el tiempo? ¡La velocidad es un segundo de movimiento por segundo! No hay ningún sistema concebible de coordenadas en física por el cual podamos medir el tiempo que pasa. Así que no existe el paso del tiempo. El tiempo está inmóvil, en lo que al universo se refiere.

–Entonces… -Peterson alzó un índice para ocultar su confusión, frunciendo el ceño. El director apareció como surgido de ninguna parte.

–¿Sí, señor? – dijo el hombre, con una extremada educación.

–Oh, otra ronda.

–Sí, señor. – Se alejó rápidamente, a cumplir él mismo el encargo.

Peterson gozó con aquel pequeño juego. Conseguir una respuesta así con un despliegue tan mínimo de poder era algo viejo en él, pero seguía siendo satisfactorio.

–¿Pero usted sigue creyendo -dijo Peterson, volviéndose de nuevo a Markham- que el experimento de Renfrew tiene sentido? Todo eso de lazos y no ser capaces de accionar los interruptores…

–Naturalmente que funcionará. – Markham aceptó el oscuro vaso lleno de la densa stout.

El director depositó cuidadosamente la ale ante Peterson y empezó:

–Señor, desearía discul…

Peterson le hizo callar con un movimiento de su mano, impaciente por oír a Markham.

–Perfectamente, de acuerdo -dijo con rapidez. Markham observó al director retirarse.

–Muy efectivo. ¿Enseñan eso en las mejores escuelas? Peterson sonrió.

–Por supuesto. Primero las clases teóricas, luego ejercicios sobre el terreno en algunos restaurantes representativos. Lo esencial es el juego de muñeca.

Markham hizo un saludo con la stout. Tras el silencioso brindis, dijo:

–Oh, sí, Renfrew. Lo que Wheeler y Feynmann no observaron fue que si uno envía, un mensaje hacia atrás que no tiene nada que ver con cerrar el transmisor, no hay ningún problema. Digamos que deseo hacer una apuesta en una carrera de caballos. He decidido que enviaré los resultados de la carrera hacia atrás en el tiempo a un amigo. Lo hago. En el pasado, mi amigo hace la apuesta y gana el dinero. Eso no cambia el resultado de la carrera. Después, mi amigo me entrega parte de sus ganancias. Esa recepción del dinero no me impedirá de ningún modo enviar la información… de hecho, puedo arreglar fácilmente las cosas de modo que no reciba el dinero hasta después de haber enviado el mensaje.

–Con lo cual no hay ninguna paradoja.

–Exacto. De modo que uno puede cambiar el pasado, pero solamente si no intenta crear una paradoja. Si lo intenta, el experimento se sitúa inmediatamente en ese estado intermedio.

Peterson frunció el ceño.

–¿Pero a qué se parecerá eso? Quiero decir, ¿a qué se parecerá el mundo si uno efectúa cambios en él?

–Nadie lo sabe -dijo Markham despreocupadamente-. Nadie lo ha intentado todavía.

–No han existido transmisores a taquiones hasta ahora.

–Y ninguna razón para intentar alcanzar el pasado tampoco.

–Déjeme decirlo francamente. ¿Cómo conseguirá Renfrew evitar el crear una paradoja? Si les ofrece la suficiente información, ellos resolverán el problema, y no habrá ya ninguna razón para que él envíe el mensaje.

–Ése es el truco. Evitar la paradoja, a fin de evitar bloquear el interruptor. De modo que Renfrew enviará una parte de la información vital… la suficiente como para iniciar las investigaciones, pero no la suficiente como para resolver completamente el problema.

–¿Pero qué ocurrirá con respecto a nosotros? ¿El mundo cambiará a nuestro alrededor?

Markham se mordisqueó el labio inferior.

–Creo que sí. Nos hallaremos en una situación distinta. El problema se verá reducido, los océanos no se hallarán tan gravemente afectados.

–¿Pero cuál es esta situación? Quiero decir, ¿nosotros sentados aquí? Sabemos que los océanos tienen problemas.

–¿Lo sabemos? ¿Cómo sabemos que éste no es el resultado del experimento que vamos a iniciar? Es decir, si Renfrew no hubiera existido y pensado en su idea, quizá nos halláramos mucho peor. El problema con los lazos causales es que nuestra noción del tiempo no los acepta. Pero piense de nuevo en nuestro interruptor bloqueado. Peterson agitó la cabeza, como para aclararla.

–Es difícil pensar en ello.

–Es como intentar hacer nudos en el tiempo -admitió Markham-. Lo que le he ofrecido aquí es una interpretación matemática. Sabemos que los taquiones son reales; lo que no sabemos es lo que implican.

Peterson miró a su alrededor al Whim, ahora casi desierto.

–Es extraño, pensar que todo esto puede ser una consecuencia de lo que aún no hemos hecho. Todo entrelazado junto, como los hilos de una alfombra. – Parpadeó, pensando en el pasado, cuando había acudido a comer allí-. Esa cocina de carbón… ¿cuánto tiempo hace que la tienen?

–Años, supongo. Parece como una especie de marca de la casa. Mantiene el lugar caliente en el invierno, y es más económica que el gas o la electricidad. Además, pueden cocinar a cualquier hora del día, no solamente en las horas en que se conecta la energía. Y proporciona a los clientes algo a lo que mirar mientras están aguardando lo que han pedido.

–Sí, el carbón es el combustible a largo plazo para la vieja Inglaterra -murmuró Peterson, aparentemente más para sí mismo que para Markham-. Resulta muy voluminoso, sin embargo.

–¿Cuándo estudió usted aquí?

–En los años setenta. No he vuelto muy a menudo después. – ¿Han cambiado mucho las cosas? Peterson sonrió reminiscentemente.

–Me atrevería a decir que mis habitaciones no habrán cambiado demasiado. Una vista pintoresca del río, y todas mis ropas enmoheciendo por la humedad… -Apartó de sí su ensoñación-. Voy a tener que regresar pronto a Londres.

Se abrieron camino a codazos entre los estudiantes que ocupaban el bar, hacia la puerta, y salieron a la calle. El sol de junio era demasiado brillante tras el penumbroso interior del local. Se detuvieron por un momento, parpadeando, en la estrecha acera. Los peatones bajaban a la calzada para pasar por su lado, y los ciclistas los esquivaban haciendo sonar sus timbres. Giraron hacia la izquierda y caminaron en dirección al King's Parade. En la esquina opuesta a la iglesia, hicieron una pausa para mirar el escaparate de la librería Bowes Bowes.

–¿Le importa si entro un momento? – preguntó Peterson-. Hay algo a lo que quiero echarle un vistazo.

–Por supuesto. Yo entraré también. Soy un animal de librería, nunca paso ante ninguna sin entrar.

La Bowes Bowes estaba casi tan atestada como el Whim cuando habían entrado en él, pero las voces eran más bajas. Rodearon cuidadosamente los grupos de estudiantes con togas negras y las pirámides de libros exhibidos. Peterson se dirigió hacia una de las mesas más discretas hacia el final de la tienda.

–¿Ha visto usted esto? – preguntó, tomando un libro y tendiéndoselo a Markham.

–¿El libro de Holdren? No, aún no lo he leído, aunque he hablado con su autor. ¿Es bueno? – Markham observó el título, impreso en rojo sobre una portada negra: La geografía de la calamidad: geopolítica del retroceso humano, por John Holdren. En la esquina inferior derecha había una reproducción de un grabado medieval mostrando a un sonriente esqueleto con una guadaña. Lo hojeó, hizo una pausa, empezó a leer-. Mire esto -dijo, tendiéndole el libro a Peterson.

Peterson posó sus ojos en el cuadro y asintió.

Markham silbó suavemente. – ¿Son exactas estas cifras?

–Oh, sí. En todo caso subestimadas.

Peterson se dirigió hacia la puerta de atrás de la tienda. Una chica estaba perchada en un taburete alto, añadiendo una columna de cifras a un autocontador. Su largo cabello le caía hacia delante, ocultando su rostro. Peterson la estudió de reojo mientras fingía rebuscar entre los libros que tenía ante él. Unas hermosas piernas. Bien vestida, en ese estilo rizado campesino que él detestaba. Un pañuelo Liberty azul artísticamente anudado en torno a su cuello. Delgada, aunque no por muchos años más, probablemente. Aparentaba unos diecinueve años. Como si se diera cuenta de que la estaban mirando, dirigió la vista directamente hacia él. Él siguió mirándola. Sí, diecinueve años, muy hermosa, y plenamente consciente de ello también. Bajó del taburete y, sujetando defensivamente un fajo de papeles contra su pecho, se dirigió a él.

–¿Puedo ayudarle en algo?

–No lo sé -dijo él con una ligera sonrisa-. Quizás. En todo caso, se lo haré saber.

Ella aceptó aquello como una insinuación directa y respondió con una rutina que probablemente, reflexionó Peterson, era infalible con los muchachos de allí. Se dio la vuelta y se alejó y, mirando por encima de su hombro, le dijo con voz ronca:

–Sí, hágamelo saber. – Le dirigió una larga mirada bajo sus aleteantes pestañas, luego sonrió descaradamente y se dirigió hacia la parte delantera de la tienda.

Se sintió divertido. Al principio, había creído realmente que ella se estaba tomando en serio su rutina de coquetería, lo cual hubiera sido ridículo si ella no fuera tan hermosa. Pero su sonrisa demostraba que estaba representando. Peterson se sintió repentinamente de buen humor, y casi inmediatamente divisó el libro que había estado buscando.

Lo tomó y buscó a Markham. La chica estaba con otras dos compañeras, dándole la espalda. Las otras estaban riendo y mirándole. Evidentemente les habían dicho que estaba mirándolas, porque se volvió para echarle una ojeada. Realmente era muy hermosa. Tomó una repentina decisión. Markham estaba curioseando en el apartado de ciencia ficción.

–Todavía tengo un par de cosas que hacer -le dijo Peterson-. ¿Por qué no se adelanta y le dice a Renfrew que estaré allí dentro de media hora?

–Oh, de acuerdo -dijo Markham.

Peterson lo observó mientras se dirigía a la puerta, caminando atléticamente, y desaparecía en el callejón de la parte de atrás del edificio conocido como Las Escuelas.

Peterson buscó de nuevo a la chica. Estaba atendiendo a alguien, un estudiante. Observó mientras se dedicaba a otra rutina, inclinándose hacia delante más de lo necesario para redactar la nota, lo suficiente como para permitirle al estudiante mirar por el escote de su blusa. Luego se irguió y le tendió de la forma más natural del mundo su libro envuelto en una bolsa blanca de papel. El estudiante salió de la tienda, con una expresión desconcertada en su rostro. Peterson llamó la atención de la chica alzando el libro en su mano. Ella cerró de un golpe la caja registradora y acudió hacia él.

–¿Sí? – preguntó-. ¿Ha hecho ya su elección?

–Creo que sí. Me llevaré este libro. Y quizá pueda ayudarme en algo más. Vive usted en Cambridge, ¿verdad?

–Si ¿Usted no?

–No, soy de Londres. Formo parte del Consejo. – Se despreció inmediatamente a sí mismo. Era como dispararle a un conejo con un cañón. No era en absoluto artístico. De todos modos, había conseguido despertar toda su atención, así que lo mejor era sacar ventaja de ello-. Me preguntaba si podría recomendarme usted algún buen restaurante por los alrededores.

–Bueno, está el Blue Boar. Y hay uno francés en Grantchester que se supone que es bueno, Le Marquis. Y uno italiano nuevo, Il Pavone.

–¿Ha comido usted en alguno de ellos?

–Bueno, no… -Enrojeció ligeramente, y él se dio cuenta de que lamentaba mostrarse en inferioridad de condiciones. Se dio cuenta de que había mencionado los tres restaurantes más caros. Su propio favorito no había sido mencionado; era menos lujoso y menos caro, pero su comida era excelente.

–Si tuviera usted que elegir, ¿a cuál iría?

–Oh, a Le Marquis. Parece un lugar encantador.

–La próxima vez que venga de Londres, si no tiene usted ningún compromiso, me encantaría que accediera usted a comer allí conmigo. – Le dirigió una sonrisa íntima-. Es terriblemente aburrido viajar solo, comer solo.

–¿De veras? – exclamó ella-. Oh, quiero decir… -Luchó furiosamente por contener la excitación de su triunfo-. Sí, realmente me encantaría.

–Estupendo. Si dispusiera de su número de teléfono… Ella vaciló, y Peterson supuso que no tenía teléfono. – O, si lo prefiere, puedo simplemente pasar por aquí un poco antes a recogerla.

–Oh, sí, eso será lo mejor -dijo ella, aferrándose a aquella solución.

–Está bien. Vendré a buscarla.

Caminaron juntos hasta la caja, donde pagó su libro. Cuando salió de Bowes Bowes, dobló la esquina hacia la Market Square. A través del escaparate lateral de la librería pudo ver a la chica en consulta con sus dos compañeras. Bueno, había sido fácil, pensó. «Buen Dios, ni siquiera sé cuál es su nombre.»

Cruzó la plaza y caminó cruzando Petty Cury con su apresurada multitud de gente que iba de compras, hasta salir al lado opuesto del Christ's. A través de su abierta puerta era visible el verde cuadro de su césped y, tras él, los vividos colores de unos macizos herbáceos contra la gris pared del Pabellón del Director. En la puerta, el portero estaba sentado leyendo el periódico. Un grupo de estudiantes comprobaba, unas listas en el tablón de anuncios. Peterson siguió caminando y giró en el Hobson's Alley. Finalmente encontró el lugar que estaba buscando: Foster y Jagg, comerciantes de carbón.

10

John Renfrew pasó la mañana del sábado colocando una nueva estantería en la pared más larga de su cocina. Marjorie llevaba meses tras él para que lo hiciera. Sus ligeras insinuaciones acerca de que colocara las tiras de madera «cuando tuviera un poco de tiempo libre» se habían ido acrecentando lentamente hasta adquirir peso, convirtiendo el trabajo en una tarea inevitable libremente aceptada. Los mercados estaban abiertos tan sólo unos cuantos días a la semana -«para evitar las fluctuaciones en el aprovisionamiento», era la explicación habitual, dada por las noticias de la noche-, y con los cortes de energía, la refrigeración era imposible. Marjorie había empezado a poner las verduras en conserva, y estaba reuniendo una cantidad importante de frascos herméticos. Aguardaban por el momento en cajas de cartón las prometidas estanterías.

Renfrew reunió sistemáticamente sus herramientas, con el mismo cuidado que en el laboratorio. Su casa era vieja y ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera dominada por algún invisible viento. Renfrew descubrió que su plomada, colocada en la parte superior de la pared, se desplazaba sus buenos ocho centímetros de ella al llegar a la parte inferior. El suelo estaba ondulado por una leve fatiga, como un colchón muy usado. Se apartó de las ladeadas paredes, cerró un ojo, y vio que las líneas de su casa se burlaban de los ángulos rectos. Invertías algo de dinero en un lugar, reflexionó, y todo lo que obtenías era un laberinto de jambas y vigas y cornisas, todo ello ligeramente fuera de sitio a causa del peso de la historia. Un ángulo fuera de lugar en aquel rincón, una diagonal falseada por aquel otro lado. Tuvo un repentino recuerdo de cuando era chico, mirando desde el embaldosado de piedra a su padre, que alzaba la vista hacia el enyesado del techo como preguntándose cuándo iba a caerse sobre sus cabezas.

Mientras estudiaba el problema, sus propios chicos iban de un lado para otro por la casa.

Sus pies resonaban en los arrimaderos de madera barnizada que enmarcaban las moquetas. Llegaron a la puerta delantera y salieron al exterior, jugando al escondite. Se dio cuenta de que para ellos debía exhibir la misma expresión preocupada de su padre, el rostro concentradamente fruncido.

Preparó sus herramientas y empezó a trabajar. El montón de planchas de madera en el porche trasero fue disminuyendo gradualmente a medida que iba cortándolas, formando el tramado necesario. Para encajarlas al techo tuvo que cortarlas oblicuamente con una sierra. La madera se astillaba bajo los dientes de la sierra, pero mantuvo la línea del corte. Johnny apareció, cansado de jugar al escondite con su hermana mayor. Renfrew lo puso a trabajar dándole las herramientas a medida que las necesitaba. A través de la ventana, una pequeña radio anunció que Argentina se había unido al club nuclear.

–¿Qué es un club nuclear, papi? – preguntó Johnny, con los ojos muy abiertos.

–Gente que puede arrojar bombas -respondió. Johnny jugaba pasándose una lima por la yema del dedo pulgar, frunciendo el ceño ante las finas líneas blancas que quedaban en la piel.

–¿Yo puedo unirme también?

Renfrew hizo una pausa, se humedeció los labios, miró hacia un cielo de un color azul profundo.

–Sólo los estúpidos se unen a él -dijo, y siguió con su trabajo.

La radio detalló el rechazo de Brasil a una serie de acuerdos comerciales preferenciales que hubieran establecido una Gran Zona Americana con Estados Unidos. Había informes acerca de que los americanos habían votado a favor de un trato preferencial en las importaciones como parte de su programa de ayuda al problema de la floración en el Atlántico sur.

–¿Una floración, papi? ¿Cómo puede haber en el océano algo parecido a una flor?

–Se trata de otro tipo de floración -dijo Renfrew ásperamente. Tomó unas cuantas maderas bajo el brazo, y las llevó al interior.

Estaba lijando los ásperos bordes cuando Marjorie entró procedente del jardín para su inspección. Se había llevado consigo la radio accionada a pilas.

–¿Por qué la estantería sale más de abajo que de arriba? – preguntó a modo de saludo. Últimamente se llevaba la radio consigo a todas partes, observó Renfrew, como si no pudiera soportar estar a solas sin oír ningún ruido.

–La estantería está a plomo. Son las paredes las que están inclinadas.

–Da una impresión extraña. ¿Estás seguro…?

–Compruébalo tú misma. – Le tendió su nivel de carpintero. Ella lo colocó sobre unos de los bordes de la madera aún por lijar. La burbuja de aire se inmovilizó exactamente entre las dos líneas señaladas- ¿Ves? Exactamente a nivel.

–Bueno, supongo que sí -concedió Marjorie, reluctante.

–No te preocupes, tus frascos no van a caerse. – Colocó vanos de los frascos en uno de los estantes. Aquel acto ritual completaba el trabajo. El cuadriculado de madera destacaba en la cocina, pino funcional contra viejos paneles de roble. Johnny palpó tentativamente las hojas de madera, como si se maravillara de haber participado en aquella construcción.

–Creo que voy a dar una vuelta por el laboratorio -dijo Renfrew, recogiendo la sierra y el escoplo.

–Espera, todavía tienes que cumplir con tus deberes de padre. Tienes que llevar a Johnny a la caza del mercurio.

–Oh, infiernos. Lo había olvidado. Mira, creí que…

–Que ibas a pasarte la tarde haciendo bricolaje -terminó Marjorie por él, con un ligero tono de reproche-. Me temo que no.

–Bueno, mira, sólo voy a pasar un momento por allí a recoger unas notas, algo relativo al trabajo de Markham.

–Entonces mejor ve con Johnny. De todos modos, ¿no puedes dejar el laboratorio ni siquiera por un fin de semana? Creí que lo habías dejado todo arreglado ayer.

–Elaboramos un mensaje con Peterson. Acerca de los problemas oceánicos, en su mayor parte. Dejamos a un lado todo lo referido a la fermentación en masa de la caña de azúcar para la obtención de combustible.

–¿Qué hay de malo en ello? Quemar alcohol es más limpio que quemar ese horrible petróleo que nos están vendiendo ahora. Renfrew se lavó las manos en la fregadera.

–Cierto. El problema estriba en que los brasileños cortaron buena parte de su jungla para crear campos de caña de azúcar. Eso disminuye el número de plantas que pueden absorber anhídrido carbónico del aire. Piensa un poco en ello, y descubrirás que eso explica las variaciones del clima mundial, el efecto de invernadero, las lluvias y todo lo demás.

–¿El Consejo decidió eso?

–No, no, los equipos investigadores de todo el mundo fueron quienes lo hicieron. El Consejo simplemente decide la política a seguir para enfrentarse a todos esos problemas. El mandato de las Naciones Unidas, poderes extraordinarios, y todo eso.

–Tu señor Peterson debe ser un hombre muy influyente. Renfrew se alzó de hombros.

–Dicen que es pura suerte que el Reino Unido haga oír su voz. La única razón de ello es que seguimos manteniendo equipos de investigación trabajando en los problemas más visibles. De otro modo, tendríamos un asiento más apropiado al lado de Nigeria o de la Unión Vietnamita o de alguna otra nulidad.

–Lo que tú estás haciendo es algo…, «visible», ¿no? Renfrew dejó escapar una risita.

–No, es más bien malditamente transparente. Peterson ha desviado alguna ayuda en mi dirección, pero lo está haciendo como una especie de travesura personal, me atrevería a apostar.

–Es muy considerado por su parte.

–¿Considerado? – Renfrew se secó las manos, pensativo-. Está interesado intelectualmente, eso puedo decirlo, aunque no es el tipo de intelectual de los que a mí me gustan. Digamos que se trata de una especie de acuerdo. Él se está divirtiendo un poco con ello, y yo recibo dinero a cambio.

–Pero tiene que pensar que vas a tener éxito.

–¿Tiene? Quizá. No estoy seguro de creerlo yo mismo. Marjorie pareció desconcertada.

–Entonces, ¿por qué lo haces?

–Es un magnífico experimento de física. No sé si podemos alterar el pasado. Nadie lo sabe. La física es un caos al respecto. Si no hubieran cerrado por completo los fondos para la investigación, estoy seguro de que habría montones de personas trabajando en el problema. Yo, aquí, he tenido la suerte de poder llevar a cabo los experimentos definitivos. Ésa es la razón. La ciencia, amor.

Marjorie frunció el ceño ante aquello, pero no dijo nada. Renfrew contempló su obra. Ella empezó a alinear rápidamente tarros en los estantes. Cada uno de ellos estaba sellado por una anilla de caucho y una abrazadera de metal. Dentro nadaban vagas formas vegetales. Renfrew encontró aquella visión muy apetitosa.

Bruscamente Marjorie se dio la vuelta de su trabajo, el rostro crispado por la preocupación, y dijo: -Tú le estás engañando, ¿verdad?

–No, amor. Estoy… ¿cuál es la frase?… manteniendo en alto sus esperanzas.

–Él espera…

–Mira, Peterson está interesado en el problema. Yo no soy responsable por adivinar sus auténticos motivos. Cristo, la próxima vez lo querrás tener en el diván hablándonos de su infancia.

–No lo he conocido nunca -dijo ella rígidamente.

–Exactamente, esta conversación no tiene ningún sentido.

–Pero estamos hablando precisamente de ti. Tú…

–Alto. Lo que tú no te das cuenta, mi pequeña Mary, es que nadie sabe realmente nada acerca de esos experimentos. Todavía no puedes acusarme de alimentar falsas esperanzas en nadie. Y en cuanto a eso, Peterson parecía más preocupado que yo con la interferencia que estamos recibiendo, así que quizá lo haya calificado mal.

–¿Alguien está interfiriendo?

–No, no, algo está interfiriendo. Un montón de ruido no deseado. Lo filtraremos, sin embargo. Había planeado trabajar en ello esta tarde.

–La caza del mercurio -dijo Marjorie firmemente.

Conectó la radio, que aulló una cuña publicitaria: ¡Su amor es di-ne-ro, en el nuevo plan de trabajo compartido! Es cierto: una pareja compartiendo un trabajo puede ayudar a…

Renfrew la cortó.

–Por favor, vete un rato fuera de la casa -dijo significativamente.

Pedaleó hacia el Cav con Johnny. Pasaron junto a las granjas ocupadas por los intrusos y Renfrew hizo una mueca. Había ido a algunas de ellas, intentando encontrar a la pareja que había asustado a Marjorie. Le habían lanzado una hosca mirada y le habían dicho que se largara sin más contemplaciones. El alguacil tampoco había sido de mucha ayuda.

Mientras pasaban junto a las desmoronadas paredes de una granja, Renfrew captó el acre olor de humo de carbón. Alguien allí dentro estaba quemando material de baja calidad prohibido por la ley, pero no había ni la más ligera voluta azul para llamar la atención del alguacil. Aquello era típico. Se gastaban un buen dinero para suprimir la emisión visible, y luego recuperaban rápidamente el costo comprando combustibles barato: Renfrew había oído a gente, por otra parte respetable, alardeando de hacer precisamente esto, como niños dedicándose a algún delicioso vicio que sus padres les habían prohibido. Eran el mismo tipo de personas que arrojaban también sus botellas y latas en grandes montones en los bosques, en vez de preocuparse de que fueran recicladas. A veces pensaba que la única gente que obedecía las reglas era la clase media, cada vez menos numerosa.

En el Cav, Johnny vagabundeó por los oscuros corredores mientras Renfrew reunía algunas notas. Johnny insistió en ir luego hasta el Instituto de Astronomía al otro lado de la calle Madingley. El muchacho había jugado muy a menudo allí, y ahora que estaba cerrado apenas iba. Había enormes agujeros en la Madingley, allá donde los tanques habían tenido que acudir para sofocar los disturbios del 96. Renfrew se metió en uno de ellos y se manchó de barro toda la pernera. Pedalearon junto al largo y bajo edificio administrativo del instituto, con sus ventanales demasiado grandes, el tipo de edificio americano antiguamente popular, en la época de la riqueza petrolífera. Siguieron hasta el edificio principal, una construcción de arenisca color tostado del siglo XIX, con su anticuado domo astronómico en la parte superior de las plantas que albergaban la biblioteca, las oficinas, y los miradores de observación astronómica. Se deslizaron junto al pequeño domo del telescopio de noventa milímetros y luego más allá del cobertizo de reparaciones, donde las ventanas habían sido invadidas por las hierbas. Sus neumáticos escupieron piedrecitas mientras pedaleaban subiendo el largo sendero. Los batientes de color blanco brillante de las ventanas enmarcaban un negro interior. Renfrew daba la vuelta al sendero circular para descender por la suave pendiente hasta Madingley cuando las enormes puertas delanteras se abrieron de golpe. Un hombre de corta estatura miró al exterior. Llevaba un traje formal, con chaleco y corbata de ordenanza, bien anudada. Tendría unos sesenta años, y los estudió a través de unas gafas bifocales.

–Usted no es el alguacil -dijo el hombre, con viva sorpresa. Renfrew, pensando que aquello resultaba obvio, se detuvo pero no dijo nada.

–¡Señor Frost! – gritó Johnny-. ¿No me recuerda?

Frost frunció el ceño, luego su rostro se iluminó.

–Johnny, sí, hace años que no te veía. Venías a nuestras noches de observación tan regularmente como las estrellas.

–Hasta que ustedes dejaron de celebrarlas -acusó el muchacho.

–El instituto cerró -dijo Frost como disculpándose, doblándose por la cintura para situar su rostro al nivel del de Johnny-. No había dinero.

–Usted sigue aquí.

–Sí, es cierto. Pero nos han cortado la electricidad, y no se puede dejar entrar al público a un lugar donde uno puede caerse en la oscuridad.

–Incidentalmente, soy John Renfrew… el padre de Johnny -intervino Renfrew.

–Sí. Creí que era usted el alguacil. Le mandé aviso esta mañana -dijo Frost, señalando hacia la ventana cercana. El batiente estaba roto-. Entraron simplemente de una patada.

–¿Se llevaron algo?

–Un montón de cosas. Intenté conseguir que cambiaran los batientes, cuando pusimos alambre espinoso en el corredor de dentro. Les dije que la biblioteca era una invitación al alcance de cualquiera. ¿Pero iban a hacerme caso a mí, un simple ordenanza? No, por supuesto que no.

–¿Se han llevado el telescopio? – preguntó Johnny.

–No, carece casi por completo de valor. Arrambaron con los libros.

–¿Entonces podré seguir mirando por el telescopio?

–¿Qué libros? – Renfrew no podía llegar a imaginar qué referencias científicas podían tener valor ahora.

–Los ejemplares de colección, por supuesto -dijo Frost, con el orgullo propio de un celador-. Se llevaron una segunda edición de Kepler, una segunda de Copérnico, el original del atlas astrométrico del siglo XVI… en realidad todo. Eran especialistas, eso es lo que eran. Despreciaron los tomos más nuevos. También sabían distinguir las quintas ediciones de las terceras, sin tener que sacarlas de sus fundas protectoras. No es nada fácil, cuando uno trabaja apresuradamente y con una linterna de bolsillo.

Renfrew se sintió impresionado, principalmente porque era la primera vez que oía a alguien utilizar la palabra «tomos» en una conversación.

–¿Por qué iban con prisas?

–Porque sabían que yo iba a volver. Acababa de salir para mi paseo del atardecer, hasta el cementerio de víctimas de la guerra y vuelta.

–¿Vive usted aquí?

–Cuando el instituto cerró no tenía ningún lugar a donde ir -Frost se irguió con dignidad-. Somos varios. Antiguos astrónomos principalmente, rechazados por sus colegas. Viven abajo en el otro edificio… es más caliente en invierno. Estos ladrillos conservan el frío. Se lo diré, hubo un tiempo en el que las universidades se preocupaban por sus antiguos miembros. Cuando Boyle fundó el instituto, teníamos de todo. Ahora todo ha ido a parar a la basura, junto con el pasado, lo que importa es esta crisis, y…

–Mire, ahí viene el alguacil -señaló Renfrew, observando la distante figura en bicicleta, para cortar el chorro de lamentos académicos. Había oído tantas veces aquellas mismas palabras en los últimos años que habían dejado de causarle ningún efecto, excepto aburrimiento. La llegada del contable, jadeante y cansado, permitió a Frost sacar el único volumen que los ladrones no se habían llevado con ellos, una antigua edición de Kepler. Renfrew estudió por un momento el libro mientras Frost se dirigía hacia el alguacil, exigiendo una alarma general para atrapar a los ladrones, en la carretera si era posible. Las páginas eran secas y quebradizas, y crujían a medida que Renfrew las pasaba. Su prolongado contacto con los nuevos métodos de confeccionar libros le habían hecho olvidar cómo una línea de imprenta podía dejar la huella de su impresión al otro lado de la página, como si la prensa de la historia estuviera detrás de cada palabra. Las gruesas letras eran anchas, y la tinta de un negro profundo. Los amplios márgenes, los preciosos grabados celestes, el peso del volumen en sus manos, todo aquello parecía hablarle de un tiempo en el cual la confección de un libro era un hito en un supuesto camino hacia el porvenir, una presión hacia el futuro.

La multitud de padres tenía un aire festivo, hablando y riendo. Unos cuantos pateaban un balón de fútbol sobre el empedrado gris. Era una excursión, y también una forma de reunir algo de dinero para el renqueante ayuntamiento de Cambridge. Un funcionario había leído de tales búsquedas en las ciudades americanas, y el mes pasado Londres había iniciado una de ellas.

Descendieron a las cloacas, con brillantes linternas eléctricas horadando la oscuridad. Debajo de los laboratorios científicos y los emplazamientos industriales, los pasadizos de piedra eran lo suficientemente grandes como para que un hombre pudiera caminar de pie. Renfrew apretaba la mascarilla de aire contra su rostro, sonriéndole a Johnny a través de la transparente copa moldeada. Las lluvias primaverales habían limpiado el lugar; olía soportablemente. Sus compañeros cazadores se esparcieron ante él, zumbando excitadamente.

El mercurio era ahora un metal raro que valía mil nuevas libras el kilo. En los tiempos de alegre desperdicio a mitad del siglo, el mercurio comercial había sido arrojado despreocupadamente por canales y desagües. Era más barato por aquel entonces tirar el mercurio usado y comprarlo nuevo. Siendo como era el más pesado de los metales, se había ido depositando en los lugares más bajos del sistema de alcantarillado y acumulándose allí. Incluso la recuperación de un solo litro justificaba el esfuerzo.

Muy pronto se abrieron camino por conducciones más estrechas, apartándose de los demás. Sus linternas despertaban chispeantes reflejos en la alterada piel del agua atrapada en charcos.

–Hey, por aquí, papi -llamó Johnny. La acústica de los túneles daba a cada palabra un punto de resonancia. Renfrew se volvió y de pronto resbaló. Cayó en medio de la espuma de un charco, maldiciendo. Johnny se inclinó. El cono de luz de la linterna captó una quebrada línea de deslustrado mercurio. La bota de Renfrew había tropezado con la intersección de dos tuberías mal unidas. El mercurio brillaba como si estuviera vivo bajo la capa de agua. Lanzaba un cálido y tiznado reflejo, una delgada serpiente atrapada que valía un centenar de guineas.

–¡Un hallazgo! ¡Un hallazgo! – canturreó Johnny. Sorbieron el metal al interior de botellas a presión. Haber descubierto el luminoso metal levantó sus ánimos; Renfrew se echó a reír con impetuoso buen humor. Siguieron caminando, descubriendo cavernas inexploradas y oscuros secretos en los subterráneos, barriendo las curvadas paredes con rayos amarillentos. Johnny descubrió un nicho allá en lo alto, una oquedad en la pared amueblada con un mohoso colchón.

–El hogar de algún vagabundo, supongo -murmuró Renfrew. Encontraron cabos de velas y raídos libros de bolsillo.

–Eh, éste es de 1968, – dijo Johnny. Renfrew tuvo la impresión de que era pornográfico; lo arrojó boca abajo sobre el colchón.

–Deberíamos volver -dijo.

Usando el mapa que les habían dado, encontraron una escalerilla de hierro. Johnny salió el primero, parpadeando a la luz del sol de última hora de la tarde. Hicieron la cola como todos los demás para entregar la plateada sustancia que habían encontrado al Acompañador de la Caza. Siguiendo las teorías al uso, observó Renfrew, los grupos sociales eran ahora acompañados, no conducidos. Renfrew, un poco apartado, observó a Johnny charlar y avanzar arrastrando los pies y seguir todos los rituales de aproximación con otros dos chicos de la cola. Johnny estaba dejando atrás ya la edad en la que los padres influyen profundamente en él. Pronto iba a entrar en el mundo de la competición, con sus reglas inmutables: impresionar a los compañeros; desdeñar a las chicas; establecer su rol a medio camino entre los dominantes y los dominados; fingir una algo grosera pero necesariamente vaga familiaridad con el sexo y el funcionamiento de esos misteriosos órganos, raras veces vistos pero profundamente sentidos. Pronto debería enfrentarse a los devoradores problemas de la adolescencia… cómo desenvolverse con una chica y franquear las llamas que conducen a la edad adulta, evitando las trampas que la sociedad tiende por el camino. O quizá su más bien cínico punto de vista estuviera ya pasado de moda en la actualidad. Quizá la oleada de libertad sexual que había barrido a las generaciones anteriores hubiera hecho las cosas mucho más fáciles. De algún modo, sin embargo, Renfrew sospechaba que no era así. Peor aún, no podía pensar en nada directo que él pudiera esperar hacer sobre el asunto. Quizá confiar que la intuición del propio muchacho fuera el mejor camino. Porque, ¿qué guía podía ofrecerle a Johnny? «Mira, hijo, recuerda una cosa… no hagas caso de ningún consejo.» Podía ver los ojos de Johnny abrirse mucho, y al muchacho replicar: «Pero eso es una tontería, papá. Si hago caso de su consejo, tengo que hacer precisamente lo contrario de lo que tú me digas.» Renfrew sonrió. Las paradojas brotaban por todas partes.

Una pequeña banda de estudiantes hizo mucho ruido ante el anuncio del resultado de la caza, varios kilos en total. Los muchachos lanzaron vítores. Un hombre cerca de ellos murmuró:

–Vivimos del pasado.

–Completamente cierto -añadió Renfrew secamente.

Tenía la sensación de que estaban recuperando los conocimientos y las materias del pasado, sin hacer absolutamente nada nuevo. Como el propio país, pensó.

Pedaleando de vuelta a casa en la bicicleta, John quiso pararse y ver el Bluebell Country Club, un nombre insuperablemente adecuado para un edificio de piedra del siglo XVIII cerca del Cam. En él, una cierta señorita Bell había instalado un hotel para gatos, para propietarios que estaban fuera. En una ocasión Marjorie había adoptado a un desagradable gato que Renfrew había alojado finalmente allí de forma permanente, pues no tenía corazón para simplemente arrojarlo al Cam. Las habitaciones de la señorita Bell olían a orina de gato y estaban permanentemente húmedas.

–No tenemos tiempo -le gritó Renfrew a Johnny como respuesta a su pregunta, y pedalearon más allá de la ciudadela de los gatos. A partir de ahí, Johnny pedaleó más lentamente que antes, con rostro inexpresivo. Renfrew lamentó haber sido demasiado brusco. Se dio cuenta de que aquello era algo que cada vez le ocurría con más frecuencia últimamente. Tal vez en parte su ausencia de casa, siempre trabajando en el laboratorio, lo hiciera mucho más sensible a la proximidad de Marjorie y de los chicos. O quizás había un momento en la vida de uno en el que te dabas cuenta de forma imprecisa de que te ibas volviendo cada vez más como tus propios padres, y que tus relaciones no eran totalmente originales. Los genes y el entorno tenían su propio ímpetu.

Renfrew divisó una curiosa nube amarilla ensanchándose sobre el horizonte, y recordó las tardes de verano que él y Johnny habían pasado contemplando a los escultores de nubes trabajar sobre Londres.

–¡Mira ahí! – exclamó, señalando. Johnny dirigió una mirada a la nube amarilla-. Los ángeles se están preparando para hacer pipí -explicó Renfrew-, como solía decir mi padre. – Impulsados por ese fragmento de historia familiar, ambos sonrieron.

Se detuvieron en una panadería en el King's Parade, la Fitzbillies. Johnny se convirtió en un hambriento escolar inglés cumpliendo valientemente con su deber. Renfrew consiguió obtener dos panes, no más. Una puerta más abajo la pizarra de un agente de prensa proclamaba, escrita con tiza, la terrible noticia de que el suplemento literario del Times había sido eliminado, una noticia que Renfrew consideró tan sólo algo menos interesante que la producción de plátanos en Borneo. Los titulares no daban ningún indicio acerca de si la supresión había sido debida a dificultades financieras o -lo cual le parecía mucho más probable a Renfrew- a la casi total ausencia de libros interesantes.

Johnny entró en tromba en la casa, provocando en respuesta el llanto de su hermana. Renfrew le siguió, sintiéndose un poco cansado por la bicicleta, y extrañamente deprimido. Se sentó en la sala de estar por un momento, intentando por una vez no pensar absolutamente en nada, y fracasando. Media habitación le parecía absolutamente no familiar. Antiguos pisapapeles de cristal, sospechosamente deslucidos, candelabros, rizadas pantallas estampadas con flores, una reproducción de un Gauguin, un cerdo de porcelana china extravagantemente listado en la chimenea, un bajorrelieve con cobre de una dama medieval, un cenicero beige de porcelana china representando un gato con una inscripción poética escrita con florida letra a todo su alrededor. Apenas un centímetro cuadrado que fuera realmente hermoso. Estaba registrando todo aquello cuando le llegó la persistente vocecilla de lo inevitable radio de Marjorie, hablando ahora de Nicaragua. Los americanos estaban intentando obtener de nuevo la aprobación del heterogéneo racimo de gobiernos vecinos para abrir un nuevo canal. Competir con el de Panamá parecía algo extremadamente fácil, teniendo en cuenta que estaba embotellado más de seis meses al año. Renfrew recordaba una entrevista de la BBC acerca precisamente de este tema, en la cual el imbécil de Argentina o de algún otro país parecido había atacado al embajador americano acerca del porqué los americanos eran llamados americanos y los del sur de Estado Unidos no. La lógica fue desarrollándose gradualmente hasta incluir la suposición de que, puesto que los estadounidenses se habían apropiado del nombre de americanos, también podían apropiarse de cualquier nuevo canal. El embajador, poco habituado a las entrevistas por televisión, había respondido con una explicación racional. Hizo notar que ninguna nación sudamericana incluía la palabra «América» en su nombre, y que por lo tanto no podían reclamar nada al respecto. La trivialidad de su punto de vista, frente a la avalancha de energía psíquica del argentino, puso al embajador en lo más profundo de la apreciación general cuando los espectadores empezaron a telefonear dando sus opiniones sobre el tema. Ante lo cual el embajador permaneció en silencio ante la cámara, apenas sonriendo o haciendo muecas, o apretando los puños sobre la mesa ante él. ¿Cómo podía esperar tener algún impacto entre los media?

Se dirigió a la cocina, para encontrar a Marjorie arreglando de nuevo los frascos de conserva, por lo que parecía ser la tercera vez.

–¿Sabes?, de alguna manera, no parece estar derecha -le dijo, con una distraída irritación. Él se sentó en la mesa de la cocina y se sirvió un poco de café, que, como era de esperar, sabía más bien a pelo de perro. Siempre tenía el mismo sabor últimamente.

–Estoy seguro de que lo está -murmuró. Pero luego la estudió mientras ella disponía los cilindros de pálido ámbar, y por supuesto los estantes parecían un poco torcidos. Los había fijado partiendo de una exacta línea radial que se extendía directamente hasta el centro del planeta, geométricamente impecable y absolutamente racional, pero eso ya no importaba. Su casa se había movido y deformado a medida que habían ido pasando los años. La ciencia se estaba convirtiendo en algo frustrante en estos días. Aquella cocina era la auténtica referencia local, la invariable galileana. Sí. Observando a su esposa cambiar y mezclar los tarros, rigideces prusianas erguidas sobre maderas de pino, vio que ahora eran las estanterías las que estaban inclinadas; las paredes estaban bien.

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