–Aquí está el nuevo material -dijo Cooper junto a él. Gordon tomó las hojas de los gráficos.
–¿Más señales?
–Sí -dijo Cooper llanamente-. Llevaba recibiendo buenas curvas de resonancia desde hacía unas semanas, y de repente… clac.
–¿Lo has decodificado?
–Por supuesto. Hay un montón de repeticiones, por alguna razón.
Gordón siguió al otro hasta la zona de trabajo de Cooper, donde estaban esparcidos los libros de notas de laboratorio. Se dio cuenta de que estaba deseando que los resultados no dieran nada concreto de sí, fueran simple interferencia. Hubiera sido todo mucho más fácil así. No tendría que preocuparse acerca de ningún tipo de mensajes. Cooper podría seguir adelante con su tesis. Lakin se sentiría feliz. Su vida no necesitaba más complicaciones precisamente ahora, y había esperado que todo aquel asunto de la resonancia espontánea desapareciera. Su nota en la Physical Review Letters había despertado un cierto interés, y nadie en el campo había criticado el trabajo; quizá fuera mejor dejar las cosas así.
Sus esperanzas se desvanecieron cuando estudió la gruesa letra de Gordón.
CAMBE19983ZX
AR 18 5 36 DEC 30 29.2
AR 18 5 36 DEC 30 29.2
DEBERÍA APARECER COMO FUENTE PUNTUAL EN EE ESPECTRO DE TAQUIONES 263 KEV PICO PUEDE VERIFICARSE CON DIRECCIONALIDAD RMN SIGUE MEDICIÓN ZPASUZC AKSOWLP INTERRUPCIÓN EN SMISION COORDMZALS RECTANGULARES DE 19BD 1998COORGHQE
A partir de ahí no había nada comprensible. Gordón estudió los datos de Cooper.
–El resto del material parece como simplemente un encendido y apagado. No hay ningún código en él.
Cooper asintió, y se rascó la pierna por debajo de sus téjanos cortos.
–Sólo puntos y rayas -murmuró Gordón-. Curioso.
Cooper asintió de nuevo. Gordón se había dado cuenta últimamente de que Cooper se limitaba a tomar los datos, sin aventurar opiniones. Quizá su confrontación con Lakin le había enseñado que lo mejor era una postura agnóstica. Cooper parecía bastante feliz cuando recibía tan sólo señales de resonancia convencionales; eran las piedras angulares que le permitirían edificar su tesis.
–Este primer material… AR y DEC. – Gordon se frotó la mandíbula-. Suena como algo astronómico…
–Hummm -murmuró Gordón-. Quizá sí.
–Sí… Ascensión Recta y Declinación. Se trata de coordenadas, fijando un punto en el espacio.
–Huh. Podría ser.
Gordón miró irritadamente a Cooper. Aquello era pasarse con la prudencia.
–Mira, deseo echarle una buena mirada a esto. Sigue tomando mediciones.
Cooper asintió y se alejó, obviamente aliviado de desentenderse de los desconcertantes datos. Gordón abandonó el laboratorio y subió dos pisos hasta el 317, la oficina de Bernard Carroway. No hubo respuesta a su llamada. Fue a la oficina del departamento, asomó la cabeza y preguntó:
–Joyce, ¿dónde está el doctor Carroway? – Por costumbre, el personal de las oficinas era llamado por sus nombres de pila, mientras que los universitarios siempre tenían título. Gordón siempre se había sentido incómodo siguiendo aquella práctica.
–¿El grande o el pequeño? – preguntó la morena secretaria del departamento, alzando las cejas; casi nunca las dejaba descansar.
–El grande. En masa, no en altura.
–En el seminario de astrofísica. Tiene que estar a punto de volver.
Se deslizó discretamente en el seminario, donde John Boyle estaba terminando su conferencia; las pizarras verdes estaban cubiertas con ecuaciones diferenciales sobre la nueva teoría gravitatoria de Boyle. Boyle terminó con una fioritura, en la que introdujo un chiste de escoceses, y el seminario se quebró en riachuelos de conversación. Bernard Carroway se alzó y se lanzó a una discusión con Boyle y un tercer hombre al que Gordón no conocía. Se inclinó hacia Bob Gould y le preguntó:
–¿Quién es ése? – señalando hacia el hombre alto de pelo ensortijado.
–¿Ése? Saul Shriffer, de Yale. Él y Frank Drake fueron quienes prepararon ese proyecto Ozma, escuchando señales de radio procedentes de otras civilizaciones.
–Oh. – Gordon se reclinó y observó a Shriffer discutir con Boyle acerca de algún detalle técnico. Sintió que una zumbante energía crecía en él, el olor de la caza. Había echado a un lado todo el asunto de los mensajes durante varios meses, frente a la indiferencia de Lakin y a la desaparición del efecto. Pero ahora estaba de vuelta y repentinamente estaba seguro de que se estaban acercando a alguna conclusión.
Boyle y Shriffer estaban discutiendo acerca de la validez de una aproximación que John había efectuado para simplificar una ecuación. Gordon observaba con interes. No era una fría argumentación intelectual entre hombres razonables, como los legos lo pintaban a menudo. Era una discusión acalorada, con exclamaciones reprimidas y gestos. Estaban disputando sobre ideas, pero bajo esa superficie chocaban las personalidades. Shriffer era con mucho el más ruidoso de los dos. Apretaba tan fuertemente la tiza que terminó partiéndola por la mitad. Agitaba los brazos, se alzaba de hombros, fruncía el ceño. Escribía y hablaba rápidamente, refutando frecuentemente lo que él mismo había dicho hacía tan sólo unos momentos. Efectuaba errores de cálculo a lo que no daba la menor importancia, corrigiéndolos a medida que se iba dando cuenta mediante rápidos golpes de borrador. Los errores triviales no eran importantes… estaba intentando aprehender la esencia del problema. La solución exacta podía venir más tarde. Sus rápidos garabatos llenaban todo el tablero.
Boyle era totalmente distinto. Hablaba con una voz mesurada, casi monótona, en contraste con el rápido y quebrado tono que Gordon recordaba del Limehouse. Aquélla era su personalidad científica. Ocasionalmente, su voz descendía tanto de volumen que Gordon tenía que aguzar el oído para entenderle. Los que estaban más cerca habían dejado de hablar entre sí para escuchar también… una táctica hábil para llamar la atención. Nunca interrumpía a Shriffer. Empezaba sus frases con un «Creo que si intentamos esto…», o «Saul, ¿no ves lo que ocurriría si…?». Una forma del arte de superar a los demás. Nunca hacía una afirmación positiva, enérgica, era el desapasionado perseguidor de la verdad. Pero gradualmente el esfuerzo de mantenerse en su contenido papel fue haciéndose evidente. No podía probar de forma rigurosa que su aproximación fuera justificada, de modo que se veía reducido a una acción defensiva. En suma, su actitud no era más que una repentina invitación a «pruebe que estoy equivocado». Gradualmente, su voz fue haciéndose más fuerte. Su rostro fue tensándose en una actitud de terquedad.
Repentinamente, Saul proclamó que sabía cómo refutar la aproximación de John. Su idea era resolver un problema test particularmente simple, del que conocían ya la respuesta. Saul se lanzó a calcular precipitadamente. Sólo dentro de un estrecho margen de condiciones físicas la aproximación de John daba la respuesta correcta.
–¡Aquí está! ¿Lo ves?… No es buena. John agitó la cabeza.
–Tonterías… funciona precisamente para el caso más interesante.
Saul se encendió.
–¡Absurdo! Lo único que has hecho ha sido prescindir completamente de las longitudes de ondas largas.
Pero las cabezas estaban asintiendo a su alrededor. John había vencido. Puesto que la aproximación en discusión no era totalmente inútil, era aceptable. Saul lo admitió a regañadientes, y un momento más tarde estaba sonriendo y discutiendo alguna otra cosa, completamente olvidado del asunto. No tenía ninguna utilidad permanecer excitado acerca de algo que podía ser probado. Gordon sonrió también. Aquél era un ejemplo de lo que él llamaba la ley de la controversia: la pasión era inversamente proporcional al conjunto de información real disponible.
Se acercó a Carroway y le tendió las coordenadas de su mensaje.
–Bernard, ¿tienes alguna idea de dónde está esto en el cielo? Carroway parpadeó como un búho mientras miraba las cifras.
–No, no, yo nunca recuerdo tales detalles. ¿Saul? – Le mostró el papel.
–Cerca de Vega -dijo Saul-. Lo comprobaré con más exactitud, si quieres.
Tras su clase de electrodinámica clásica, Gordon tenía intención de ir en busca de Saul Shriffer, pero cuando pasó por su oficina para dejar sus notas había alguien esperándole. Era Ramsey, el químico.
–He venido un momento porque tenía algo pendiente contigo -dijo Ramsey-. Le he echado un vistazo a aquel pequeño rompecabezas que me dejaste.
–¿Oh?
–Creo que hay algo jugoso ahí. Todavía nos falta mucho que comprender acerca de las cadenas moleculares largas, ya sabes, pero estoy interesado en ese acertijo. La parte donde dice «en régimen de simulación molecular empieza a imitar anfitrión». Eso suena como un mecanismo autorreproductor del que no sabemos absolutamente nada.
–¿Se produce eso con las fórmulas moleculares que tú conoces? Ramsey frunció el ceño.
–No. Pero he estado estudiando las formas especiales de fertilizantes con los que están experimentando algunas compañías y… bueno, es demasiado pronto para decirlo. En realidad se trata tan sólo de una corazonada. Lo que he venido a decirte es que no he olvidado lo que me dijiste. Las clases y todo mi trabajo habitual, ya sabes… me llevan de cabeza. Pero sigo pensando en ello. Quizá vaya a ver a Walter Munk para la relación con la oceanografía. De todos modos… -se puso en pie, haciendo un irónico saludo de adiós- agradezco la información. Puede salir algo de ella. Gratzs.
–¿Eh?
–Gratzs… gracias. Es español.
–Oh, claro. – La desenvuelta apropiación californiana del español convirtiéndolo en una jerga parecía muy apropiada para Ramsey. Sin embargo, bajo aquellos modales de vendedor de coches usados había una mente rápida y ágil. Gordon se alegraba de que el hombre siguiera estudiando el primer mensaje, y no lo hubiera echado a la papelera. Aquél parecía ser un día afortunado; los diversos hilos parecían estar empezando a tejerse. Sí, era un día de suerte. Por de pronto le daré un sobresaliente, se dijo para sí mismo, y fue en busca de Shriffer.
–Se lo he localizado -dijo Saul con decisión, clavando un dedo en un punto marcado en una carta estelar-. Es un punto muy cercano a una estrella normal F7, llamada la 99 de Hércules.
–¿Pero no se corresponde con ella?
–No, pero está muy cerca. De todos modos, ¿qué hay detrás de todo eso? ¿Para qué necesita un físico especializado en estado sólido la posición de una estrella?
Gordon le habló de las persistentes señales, y le mostró la última decodificación de Cooper. Saul se mostró rápidamente excitado. Él y un ruso, Kadarski, estaban escribiendo juntos un artículo sobre la detección de civilizaciones extraterrestres. Su suposición operativa era que las señales de radio eran la elección natural. Pero si las señales de Gordon eran a todas luces inexplicables en términos de transmisiones terrestres, sugirió Saul, ¿por qué no considerar la hipótesis de un origen extraterrestre? Las coordenadas apuntaban claramente en esa dirección.
–Mire… la Ascensión Recta es 18 horas, 5 minutos, 36 segundos. Ahora bien, la 99 Hércules es este punto a 18 horas, 5 minutos, 8 segundos, un poco desplazada. La declinación de su señal es 30 grados, 29'2 minutos. Eso concuerda.
–Bueno, en conjunto, no exactamente.
–¡Pero están condenadamente cerca! – Saul agitó sus manos-. Unos pocos segundos de diferencia no son nada.
–¿Cómo demonios puede conocer un extraterrestre nuestro sistema de medidas astronómicas? – dijo Gordon escépticamente.
–¿Cómo conocen nuestro idioma? Escuchando nuestros viejos programas de radio, por supuesto. Mire… el paralaje de la 99 de Hércules es 0'06. Eso significa que está a más de dieciséis parsecs.
–¿Y eso significa?
–Oh, aproximadamente unos cincuenta y un años luz.
–Entonces, ¿cómo pueden estar emitiendo señales? La radio no hace más de sesenta años que empezó a funcionar. La luz no ha tenido tiempo de ir y volver… eso tomaría más de un siglo. Así que no pueden estar respondiendo a nuestras propias estaciones de radio.
–Cierto. – Saul pareció momentáneamente desanimado-. ¿Dice que hay algo más en el mensaje? – Su rostro volvió a iluminarse-. Déjeme ver.
Al cabo de un momento, dio una palmada al mensaje impreso y exclamó:
–¡Correcto! Eso es. ¿Ve esta palabra?
–¿Cuál?
–Taquion. De origen griego. Significa «el rápido», apostaría a que sí. Eso significa que están utilizando algún tipo de transmisión más rápido que la luz.
–Oh, vamos.
–Gordon, use usted su imaginación. ¡Concuerda, maldita sea!
–Nada viaja más rápido que la luz.
–Este mensaje dice que hay algo que sí lo hace.-Tonterías. Absolutamente tonterías.
–De acuerdo, entonces ¿cómo explica esto? «Debería aparecer como fuente puntual en el espectro de taquiones 263 KEV pico.» KEV… kilovoltios. Están usando taquiones, sean lo que fueren, de una energía de 263 kilovoltios.
–Lo dudo -dijo Gordon secamente.
–¿Y el resto? «Puede verificarse con direccionalidad RMN. Sigue medición.» RMN… Resonancia Magnética Nuclear. Luego algo incomprensible, unas cuantas palabras más, luego incomprensible de nuevo. SMISION RECTANGULARES DE 19BD 1998COORGHQE y así.
–No todo incomprensible. Mire… el resto son simplemente puntos y rayas.
–Hummm. – Saul contempló el esquema-. Interesante.
–Mire, Saul, aprecio el…
–Espere un segundo. La 99 de Hércules no es simplemente una estrella, ya lo sabe. La he estudiado. Encaja en el tipo de estrellas que creemos pueden contener vida.
Gordon frunció los labios y se mostró escéptico.
–Sí, es una F7. Ligeramente más pesada que nuestro sol… con una mayor masa, quiero decir… y con una gran región a su alrededor capaz de albergar vida. Es una estrella binaria… espere, espere, sé lo que va a decir -dijo Saul dramáticamente, tendiendo la mano con su palma abierta hacía Gordon, que no tenía la menor idea de lo que se suponía que iba a decir-. Las estrellas binarias no pueden tener planetas conteniendo vida a su alrededor, ¿correcto?
–Oh, ¿por qué no?
–Porque los planetas sufren gran número de perturbaciones. Sólo que la 99 de Hércules no tiene ese problema. Las dos estrellas giran la una en torno a la otra una vez cada 54,7 años. Están muy separadas, con espacios capaces de contener la vida en torno a cada una de ellas.
–¿Ambas son F7?
–Por todo lo que podemos decir, la mayor sí lo es. Tan sólo se necesita una -señaló sin convicción. Gordon agitó la cabeza.
–Saul, aprecio…
–Gordon, déjeme echarle una mirada a ese mensaje. Los puntos y rayas, quiero decir.
–Seguro, ¿por qué no?
–Hágame un favor. Creo que hay algo grande aquí. Quizá nuestras ideas acerca de las comunicaciones por radio y la línea de 21 centímetros del hidrógeno como elección natural… quizás estemos equivocados en todo ello. Deseo comprobar bien ese mensaje suyo. Simplemente no cambie de opinión, ¿de acuerdo?
–De acuerdo -dijo Gordon, reluctante.
Cuando Gordon metió su pesado maletín en su oficina a la mañana siguiente, Saul estaba aguardándole. La visión del ansioso rostro de Saul, con sus ojos marrones que bailaban mientras hablaba, le llenaron con una premonición.
–Lo resolví -dijo Saul concisamente-. El mensaje.
–¿Qué…?
–Los puntos y rayas del final. Que no deletreaban palabras. No son palabras… ¡son una imagen!
Gordon le dirigió la más escéptica de sus miradas y dejó su maletín.
–Conté las rayas en esa larga transmisión. «Ruido», dijo usted. Había 1.537 rayas.
–¿Sí?
–Frank Drake y yo y un montón de otra gente hemos estado pensando en formas de transferir imágenes mediante simples señales de abierto-cerrado. Es simple… envía una rejilla base rectangular.
–¿Esa parte embrollada del mensaje? ¿COORDMZALS RECTANGULARES y todo lo demás?
–Correcto. Para establecer una rejilla base uno necesita saber cuántas líneas van en cada lado. Intenté hallar una combinación que multiplicada entre sí diera 1.537. Todas dan un resultado confuso, excepto una rejilla de 29 por 53. Disponiendo las rayas en esta cuadrícula, se obtiene una imagen. Y 29 y 53 son ambos números primos… la elección obvia, cuando uno piensa en ello. Sólo existe una forma de descomponer 1.537 en un producto de números primos.
–Hummm. Muy agudo. ¿Y ésta es la imagen?
Saul tendió a Gordon una hoja de papel cuadriculado con un cuadrado lleno representando cada raya de la transmisión. Mostraba un complejo entretejido de curvas avanzando de derecha a izquierda. Cada curva estaba formada por grupos de puntos, dispuestos en un esquema regular pero complicado.
–¿Qué es? – preguntó Gordon.
–No lo sé. Todos los problemas prácticos que hemos elaborado Frank y yo muestran sistemas solares, con un planeta destacado de todos los demás… cosas así. Esto no se parece en nada a lo que nosotros hayamos hecho.
Gordon dejó caer el dibujo en su escritorio.
–Entonces, ¿qué utilidad tiene?
–Bueno… ¡infiernos! Una inmensa utilidad, cuando lo hayamos descifrado.
–Bien…
–¿Qué ocurre? ¿Cree que esto está equivocado?
–Saul, sé que posee usted una gran reputación en pensar en cosas… ¿cómo lo llama Hermann Kahn?… impensables. ¡Pero esto…!
–¿Piensa que he manipulado todo eso?
–¿Yo? ¿Yo? Saul, yo detecté este mensaje. Yo se lo mostré a usted. ¡Pero su explicación…! Señales telegráficas más rápidas que la luz procedentes de otra estrella. ¡Pero las coordenadas no encajan enteramente! Una imagen surgiendo del ruido. ¡Pero la imagen no tiene sentido! Vamos, Saul.
El rostro de Saul enrojeció, y retrocedió un paso, las manos en las caderas.
–Es usted ciego, ¿se da cuenta de eso? Ciego.
–Digamos más bien… escéptico.
–Gordon, no me está dando ninguna oportunidad.
–¿Oportunidad? Admito que ha encontrado usted algo aquí. Pero hasta que comprendamos este dibujo suyo, nada de eso se mantiene a flote.
–De acuerdo. De a-cuer-do -dijo Saul dramáticamente, golpeando la palma de su mano izquierda con el puño de la otra-. Descubriré lo que significa esta imagen. Aunque tendremos que acudir a toda la comunidad académica para resolver el acertijo.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Que tendremos que hacerlo público.
–¿Y por qué no preguntar?
–¿Preguntar a quién? ¿A qué especialidad? ¿Astrofísica? ¿Biología? Cuando no lo sabes, tienes que mantener tu mente abierta.
–Sí… pero… -De pronto Gordon recordó a Ramsey-. Saul, hay otro mensaje.
–¿Qué?
–Lo obtuve hace meses. Aquí. – Rebuscó en los cajones de su escritorio, y sacó la transcripción-. Intenté esto para probar. Saul estudió las largas líneas impresas. – No lo comprendo.
–Yo tampoco.
–¿Está seguro de que esto es válido?
–Tan seguro como lo estoy acerca de lo que usted ha descifrado.
–Mierda. – Saul se dejó caer en una silla-. Esto confunde realmente las cosas.
–Sí, lo hace, ¿verdad?
–Gordon, esto no tiene sentido.
–Como tampoco lo tiene su imagen.
–Mire, quizás esté recibiendo mensajes incompatibles. Cuando sintonizas distintas estaciones de radio, obtienes música en una, deportes en otra, noticias en una tercera. Quizá tenga usted aquí un receptor que simplemente las reciba todas a la vez.
–Hum.
Saul se inclinó hacia delante en su silla y apretó las palmas de sus manos contra sus sienes. Gordon se dio cuenta de que el hombre estaba cansado. Probablemente había permanecido en pie toda la noche descifrando aquella imagen. Sintió una repentina oleada de simpatía hacia él. Saul era bien conocido como defensor de la idea de la comunicación interestelar, y un montón, de astrónomos pensaban de él que era demasiado alocado, demasiado especulativo, demasiado joven e impulsivo. Bien, pero… eso no significaba que estuviera equivocado.
–De acuerdo, Saul, aceptaré su idea de la imagen… provisionalmente. No puede tratarse de un accidente. De modo que… ¿qué es? Tenemos que descubrirlo.
Le habló a Saul de Ramsey. Aquello simplemente complicaba un poco más las cosas, pero se daba cuenta de que Saul tenía derecho a saberlo.
–Gordon, sigo pensando que tenemos algo aquí.
–Yo también.
–Creo que deberíamos hacerlo público.
–¿Con la bioquímica también? ¿Con el primer mensaje?
–No… -Saul quedó pensativo-. No, solamente con este segundo mensaje. Es claro. Se repite a sí mismo durante páginas y páginas. ¿Cuántas veces obtuvo esa primera señal?
–Una vez.
–¿Eso es todo?
–Eso es todo.
–Entonces olvidémoslo.
–¿Porqué?
–Puede tratarse de un error de decodificación. Gordon recordó la historia de Lakin acerca de Lowell.
–Bien…
–Mire, tengo mucha más experiencia con todas esas cosas que usted. Sé lo que dirá la gente. Si enlodas el agua en torno al tema, nadie saltará a ella.
–Pero estaremos ocultando información.
–Ocultándola, sí. Pero no para siempre. Sólo hasta que descubramos lo que significa el dibujo.
–No me gusta.
–Les daremos sólo un problema a la vez. – Saul alzó un dedo-. Un solo problema. Luego, contaremos toda la historia.
–No me gusta.
–Gordon, mire. Creo que ésta es la forma en que debemos hacerlo. ¿Aceptará mi consejo?
–Quizá.
–Yo me ocuparé de ello, lo haré público. Soy conocido. Soy el tipo raro que juguetea con señales de radio interestelares y todas estas cosas. Una autoridad indiscutible sobre un tema no existente. Puedo conseguir llamar la atención de la comunidad académica.
–Sí, pero…
–Un solo problema a la vez, Gordon.
–Bueno…
–Primero, la imagen. Luego, el resto.
–Bien… -Gordon tenía una clase a punto de empezar. Saul ejercía una cualidad hipnótica sobre él, la habilidad de hacer que las cosas parecieran plausibles e incluso obvias. Pero, pensó Gordon, una oreja de cerdo con un lazo a su alrededor seguía siendo una oreja de cerdo. Sin embargo…-. De acuerdo. Usted entra en el ring. Yo me quedo en el rincón.
–Eh, gracias. – De pronto Saul estaba estrechando su mano-. Le agradezco eso. De veras. Es una gran cosa.
–Sí -dijo Gordon. Pero no se sentía entusiasmado.
Las «Noticias de la noche» de la CBS con Walter Cronkite empezaron mientras Gordon y Penny estaban terminando de cenar. Ella había hecho un soufflé y Gordon había descorchado una botella de vino beaujolais blanco; ambos se sentían un tanto eufóricos. Se trasladaron a la sala de estar para seguirlas. Penny se quitó la blusa, revelando sus bien moldeados pechos con grandes pezones.
–¿Cómo sabes que lo darán ahora? – preguntó perezosamente.
–Saul llamó esta tarde. Le hicieron una entrevista en Boston esta mañana. La grabó la estación local de la CBS allá, pero dijo que la iban a transmitir por la red nacional. Quizá no tengan mucha otra cosa que ofrecer. – Miró a su alrededor para asegurarse de que las cortinas estaban cerradas.
–Hummm. No me extrañaría. – Sólo había una noticia importante… el submarino nuclear Thresher había desaparecido en el Atlántico sin una sola señal de socorro. Efectuaba una inmersión de prueba. La marina había dicho que probablemente un fallo de los sistemas había creado una inundación progresiva del interior del aparato. La interferencia de los circuitos eléctricos había provocado la pérdida de energía, y el submarino se había hundido hacia aguas profundas y finalmente había implosionado. Había 129 hombres a bordo.
Aparte de esta deprimente noticia había muy poco más. Un recordatorio de que la Mona Lisa estaba efectuando una gira por Estados Unidos y sería exhibida en Nueva York y Washington, D.C. Un avance del despegue del mayor L. Gordon Cooper, Jr., que iba a ser lanzado a un viaje de dos días y veintidós órbitas en torno a la Tierra en la Faith 7, el vuelo final del Proyecto Mercury. Una declaración de la Casa Blanca de que la ayuda al Vietnam del Sur proseguía, y que la guerra podía ser ganada a finales de 1965 si la crisis política que se estaba desarrollando allí no afectaba significativamente el esfuerzo militar. Los generales sonreían a la cámara, prometiendo un firme esfuerzo junto al ejército regular vietnamita y una rápida operación de limpieza en la región del delta. En Nueva York, los esfuerzos por salvar la estación de Pennsylvania habían fracasado, y el clásico edificio empezaba a derrumbarse ante la gran bola de los equipos de demolición para dejar paso al nuevo Madison Square Garden. El edificio de la Pan Am, inaugurado hacia un mes, parecía ya un ejemplo de la plaga urbanística del futuro. Delante de la cámara, un crítico denunció la demolición de la estación Penn y declaró que el Pan Am era una atrocidad arquitectónica, contribuyendo a congestionar una zona ya de por sí atestada. Gordon se mostró de acuerdo. El crítico cerró su intervención con una aguda observación acerca de que citarse debajo del reloj del hotel Biltmore, justo a otro lado de la calle del Pan Am, ya no iba a representar ninguna emoción especial. Gordon se echó a reír sin saber exactamente por qué. De pronto sus simpatías se invirtieron. Nunca se había citado con ninguna chica en el Biltmore; eso formaba parte del tipo de ritual vacío de los anglosajones blancos protestantes, abierto a los de Yale y a los chicos que se identificaban con El guardián en el centeno. Aquél no era su mundo ni nunca lo había sido.
–Si ése es el pasado, al diablo -murmuró para sí mismo. Penny le lanzó una mirada interrogadora pero no dijo nada. Gruñó, impaciente. Quizás el vino le estaba haciendo demasiado efecto.
Entonces apareció Saul.
–Desde la universidad de Yale, esta misma tarde, un anuncio sorprendente -empezó Cronkite-. El profesor Saul Shriffer, un astrofísico, dice que existe una posibilidad de que recientes experimentos hayan detectado un mensaje de una civilización de más allá de nuestra Tierra.
Cambiaron a un plano de Saul señalando a un punto en un mapa estelar.
–Las señales parecen llegar de la estrella 99 de Hércules, similar a nuestro propio Sol. La 99 de Hércules se halla a 51 años luz de distancia. Un año luz es la distancia…
–Le están dedicando mucho tiempo -dijo Penny, sorprendida.
–¡Chissst!
–… luz recorre en un año, a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo. – Un plano de Saul de pie junto a un pequeño telescopio-. El posible mensaje fue detectado de una forma que los astrónomos no habían anticipado… en un experimento realizado por el profesor Gordon Bernstein…
–Oh, Jesús -gruñó Gordon.
–… en la Universidad de California en La Jolla. El experimento implicaba una medición a bajas temperaturas de cómo se alinean los átomos en un campo magnético. Los experimentos de Bernstein siguen realizándose todavía… no hay ninguna certeza, de hecho, de que estén recogiendo alguna señal de una distante civilización. Pero el profesor Shriffer, un colaborador de Bernstein que descubrió el código en la señal, dice que desea alertar a la comunidad científica.
–Una imagen de Saul escribiendo ecuaciones en la pizarra-. Ésta es una sorprendente parte del mensaje. Una imagen… Una bien dibujada versión de las entrelazadas curvas. Saul permanecía de pie junto a ella hablando a través de un micrófono que sostenía en su mano.
–Comprendan -dijo- que no estamos efectuando ninguna afirmación específica por el momento. Pero desearíamos la ayuda de la comunidad científica para desentrañar lo que puede significar esto. – Luego siguió una breve explicación de cómo se había producido la decodificación.
De nuevo Cronkite:
–Algunos astrónomos interrogados hoy por las «Noticias» de la CBS para que dieran su opinión han expresado escepticismo. Si lo que dice el profesor Shriffer se demuestra correcto, sin embargo, eso puede representar evidentemente una gran noticia. – Cronkite elaboró su tranquilizadora sonrisa-. Y eso es todo por hoy, doce de abril…
Gordon apagó el aparato.
–Maldita sea -dijo, aún impresionado.
–Creo que lo han presentado muy bien -dijo Penny juiciosamente.
–¿Muy bien? ¡Se suponía que mi nombre no aparecería en absoluto!
–¿Por qué, no quieres ningún crédito por el descubrimiento?
–¿Crédito? ¡Cristo…! – Gordon dio un puñetazo contra la pared gris, que resonó sordamente-. Lo hizo todo mal, ¿no te das cuenta? Tuve esa sensación cuando me lo dijo, y ahí está la prueba… ¡mi nombre, mezclando a esa absurda teoría!
–Pero son tus mediciones…
–Se lo dije, le dije que dejara mi nombre fuera.
–Bueno, fue Walter Cronkite quien dijo tu nombre. No Saul.
–¿Y a quién le importa quién lo dijo? Ahora estoy metido en ello, con Saul.
–¿Por qué no te llevaron a ti a la televisión? – preguntó inocentemente Penny, a todas luces incapaz de comprender los motivos de toda aquella irritación-. No hicieron más que sacar un montón de fotos de Saul.
Gordon hizo una mueca.
–Ése es su lado fuerte. Simplificar la ciencia a unas cuantas frases, retorcerlas para que digan lo que tú deseas, reducirlo todo al más bajo común denominador… pero ante todo asegurarse de que el nombre de Saul Shriffer esté en primera línea. En enormes y chillonas letras de neón. Mierda. Simplemente…
–Así que te ha arrebatado todo el crédito, ¿no? Gordon la miró, desconcertado.
–¿Crédito…? – Dejó de ir arriba y abajo por la habitación. Se dio cuenta de que ella creía sinceramente que su irritación era debida a que su rostro no había aparecido por la televisión-. Por todos los diablos. – Repentinamente se dio cuenta de que estaba acalorado. Empezó a desabrocharse su camisa de seda azul y pensó en lo que debía hacer. No servía de nada hablar de ello con Penny… estaba a años luz de comprender lo que sentían los científicos acerca de algo así.
Se arremangó la camisa, resoplando, y se dirigió hacia la cocina, donde estaba el teléfono.
Gordon empezó con:
–Saul, estoy loco furioso.
–Ah… -Gordon pudo imaginar a Saul seleccionando exactamente las palabras correctas. Era bueno en ello, pero esta vez no iba a servirle de nada-. Bueno, sé como se siente, Gordon, de veras. Vi la grabación de la emisión hace dos horas, y me sentí tan sorprendido como haya podido sentirse usted. El vídeo local de Boston estaba limpio, en ningún momento se mencionaba explícitamente su nombre, tal como usted quería. Les llamé inmediatamente después de ver lo de Cronkite, y me dijeron que se había efectuado un montaje nuevo para su difusión a nivel nacional.
–¿Cómo podía esa gente saberlo? Saul, si usted no…
–Bueno, mire, tuve que decírselo a la gente de la emisora local. Para información de base, ya sabe.
–Usted dijo que no diría ni una palabra.
–Hice lo que pude, Gordon. Iba a llamarle.
–¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué me permitió verlo sin…?
–Pensé que quizá no le importaría tanto, después de ver todo el tiempo que conseguimos. – La voz de Saul cambió de tono-. ¡Ha sido una gran emisión, Gordon! La gente se habrá envarado y habrá escuchado.
–Sí, habrá escuchado -dijo Gordon agriamente.
–Vamos a conseguir algo de acción con ese dibujo. Vamos a descubrir qué es esa cosa.
–Lo más probable es que ella nos descubra a nosotros. Saul, dije que no quería verme implicado. Usted dijo…
–¿No se da cuenta de que eso no era realista? – La voz de Saul era tranquila y razonable-. Sé que se ha puesto de mal humor por culpa mía, pero de todos modos hubiera salido igualmente a la luz.
–No de esta forma.
–Créame, así es como funcionan las cosas, Gordon. Antes no estaba llegando usted a ninguna parte, ¿verdad? Admítalo. Inspiró profundamente.
–Si alguien me pregunta, Saul, voy a decir que no sé de dónde proceden las señales. Ésta es la verdad simple y llana.
–Pero no es toda la verdad.
–¿Usted me está hablando a mide toda la verdad? ¿Usted, Saul? ¿No me dijo usted que ocultáramos el primer mensaje?
–Eso era diferente. Primero deseaba aclarar el resultado…
–¡El resultado, mierda! Escuche, a todo el mundo que me pregunte, le diré que no comparto su interpretación.
–¿Difundirá el primer mensaje?
–Yo… -Gordon vaciló-. No, no deseo complicar aún más las cosas. – Se preguntó si Ramsey iría a continuar trabajando con los experimentos si él hacía público el mensaje. Infiernos, por todo lo que sabía, había realmente algún tipo de elemento de seguridad nacional mezclado en todo aquello. Gordon sabía que no deseaba participar en nada de ello. No, era mejor dejarlo correr.
–Gordon, puedo comprender cómo se siente -dijo cálidamente la voz al otro lado de la línea-. Todo lo que le pido es que no obstaculice lo que estoy intentando hacer. Yo no voy a atravesarme en su camino, no se atraviese usted en el mío.
–Bien… -Gordon hizo una pausa, sintiendo que su primer impulso se había esfumado.
–Y créame que realmente siento lo de Cronkite y su nombre mezclado en ello y todo lo demás. ¿De acuerdo?
–Yo… sí, de acuerdo -murmuró Gordon, sin saber realmente a qué daba su aprobación.
1998
Renfrew avanzó entre los bancos y pasillos de instrumentos, yendo de un problema a otro. Markham sonrió ante la energía del hombre. En parte procedía de la tranquila presencia de Ian Peterson, que permanecía reclinado hacia atrás en una silla y estudiaba la pantalla del osciloscopio donde se reflejaba la señal principal. Renfrew se agitaba, consciente de que detrás de la velada calma de Peterson el hombre nunca perdía su ojo atento.
Renfrew llegó a toda prisa junto al osciloscopio central y lanzó una mirada al danzante revoltijo de ruido.
–¡Maldita sea! – dijo vehementemente-. Esa maldita cosa nova a desaparecer por mucho que hagamos.
–Bueno, no es absolutamente necesario que siga mandando usted nuevas señales mientras yo estoy mirando -condescendió Peterson-. Simplemente me detuve para ver cómo iban las cosas.
–No, no. – Renfrew alzó torpemente los hombros bajo su chaqueta marrón. Markham observó que los bolsillos de la chaqueta estaban repletos de componentes electrónicos, aparentemente metidos allí y olvidados-. Ayer todo fue bien. No hay ninguna razón por la que hoy no tenga que ser lo mismo. Transmití esa parte astronómica sin problemas durante tres horas consecutivas.
–Debo decir que no veo la necesidad de transmitir eso -dijo Peterson-, considerando la dificultad de enviar lo realmente importante…
–Es para ayudar a cualquiera que lo reciba al otro lado -dijo Markham, adelantándose un paso. Mantuvo su rostro resueltamente neutro, aunque de hecho estaba distantemente divertido ante la forma en que los otros dos hombres parecían alcanzar inmediatamente una zona de desacuerdo, como si fueran arrastrados hacia ella-. John cree que eso puede ayudarles a saber dónde es más fácil detectar nuestro haz. Las coordenadas astronómicas…
–Comprendo perfectamente -le interrumpió Peterson-. Lo que no comprendo es por qué no dedican ustedes sus períodos de tranquilidad al material esencial.
–¿Como cuál?-preguntó rápidamente Markham.
–Decirles lo que estamos haciendo, y repetir toda la información relativa al océano, y…
–Hemos hecho todo eso hasta el agotamiento -estalló Renfrew-. Pero si ellos no pueden recibirlo, ¿qué infiernos…?
–Mire, mire -dijo Markham suavemente-, hay tiempo suficiente para hacerlo todo, ¿no? ¿De acuerdo? Cuando el ruido descienda, la prioridad exclusiva será enviar ese mensaje suyo del banco, y luego John puede…
–¿No lo han enviado todavía? – exclamó Peterson sorprendido.
–Oh, no -dijo Renfrew-, aún no he terminado con el otro material, y…
–¡Bien! – Peterson pareció excitado ante aquello; se puso rápidamente en pie, y caminó enérgicamente por el reducido espacio ante los imponentes armarios grises de los instrumentos-. Les dije que había encontrado una nota… cosa muy sorprendente, debo admitirlo.
–Sí -concedió Markham. Había habido considerable agitación cuando apareció Peterson aquella mañana, exhibiendo el amarillento papel. De pronto, todo el asunto les había parecido algo tremendamente real a todos ellos.
–Bien -prosiguió Peterson-, estaba pensando acerca de intentar… esto… ampliar el experimento.
–¿Ampliar? – preguntó Renfrew.
–Sí. No envíen el mensaje.
–Por los clavos de Cristo -fue todo lo que pudo decir Markham.
–Pero, pero ¿no ve usted que…? – La voz de Renfrew se apagó.
–Pensé que podía ser un experimento interesante.
–Seguro -dijo Markham-. Muy interesante. Pero provocará una paradoja.
–Ésa es mi idea -dijo rápidamente Peterson.
–Pero una paradoja es precisamente lo que no queremos -dijo Renfrew-. Enviará al infierno todo el asunto.
–Ya le expliqué eso -dijo Markham a Peterson-. El interruptor colgado a medio camino entre el abierto y el cerrado, ¿recuerda?
–Sí. Comprendo eso perfectamente bien, pero…
–¡Entonces no sugiera absurdos! – gritó Renfrew-. Si desea usted alcanzar el pasado y saber que lo ha conseguido, mantenga sus manos quietas.
–La única razón -dijo Peterson, con una calma glacial- de que ustedes sepan esto es porque yo fui al banco en La Jolla. La forma en que yo veo todo el asunto es que yo he confirmado su éxito.
Hubo un incómodo silencio.
–Oh… sí -murmuró Markham, para llenar la pausa. Tuvo que admitir que Peterson tenía razón. Era precisamente el tipo sencillo de comprobación que él o Renfrew debieran haber intentado. Pero habían sido educados para pensar en experimentos mecánicos, llenos de instrumentos que operaban sin intervención humana. La noción de pedir una señal confirmatoria simplemente no se les había ocurrido. Y ahora Peterson, el ignorante administrador, había probado que todo el esquema era correcto, y lo había hecho sin ninguna clase de pensamiento complicado en absoluto.
Markham inspiró profundamente. Era embriagador, darte cuenta de que estabas haciendo algo que jamás se había realizado ames, algo más allá de tu propia comprensión, pero innegablemente real. A menudo se había dicho que la ciencia te ponía en una especie de contacto con el mundo muy distinto al contacto que podría darte cualquier otra cosa. Esta mañana, y aquella simple hoja de Peterson habían hecho el milagro, pero de una forma extrañamente distinta.
El triunfo de un experimento se producía cuando alcanzabas una nueva meseta de conocimiento. Con los taquiones, sin embargo, no disponían de una auténtica comprensión. No tenían más que aquella simple nota en un trozo de amarillento papel.
–Ian, sé cómo se siente. Sería condenadamente interesante omitir su mensaje. Pero nadie sabe lo que eso puede significar. Puede impedirnos conseguir lo que usted desea… hacer llegar la información acerca del océano.
–¡Condenadamente exacto! – subrayó Renfrew, y se volvió hacia el aparato.
Peterson entrecerró los párpados, como si estuviera sumido en profundos pensamientos.
–Un buen tanto. ¿Saben?, por un momento pensé que aquí podía haber alguna forma de aprender algo más sobre todo esto.
–Podríamos -admitió Markham-. Pero a menos que hagamos tan sólo lo que comprendemos…
–Correcto -dijo Peterson-. Fuera las paradojas, de acuerdo. Pero después… -Su rostro adquirió una expresión soñadora.
–Después, seguro -murmuró Markham. Era extraño, pensó, cómo los jugadores habían invertido allí sus papeles. Se suponía que Peterson era el administrador prepotente, exigiendo resultados por encima de todo lo demás. Y sin embargo, ahora era Peterson quien deseaba empujar hacia delante los parámetros del experimento y descubrir alguna nueva física.
Y oponiéndose a ello estaban Renfrew y él mismo, de pronto inseguros de lo que podía producir una paradoja. Abundaban las ironías.
Una hora más tarde, los puntos más sutiles de la lógica se habían desvanecido, como solían hacer a menudo, ante los resbaladizos detalles del propio experimento. El ruido emborronaba la plana pantalla del osciloscopio. Pese al concienzudo trabajo de los técnicos, la agitación en el experimento no disminuía. A menos que lo hiciera, el haz de taquiones sería inútilmente difuso y débil.
–¿Sabe? – murmuró Markham, echándose hacia atrás en su silla de laboratorio de madera-. Creo que su material del Caltech podrá hacer algo aquí, Ian.
Peterson alzó la vista del dossier con un sello de CONFIDENCIAL en rojo cruzando su tapa que estaba leyendo. Durante las pausas, había seguido trabajando en los papeles que llevaba en su maletín.
–¿Eh? ¿Cómo?
–Esos cálculos cosmológicos… son un buen trabajo. De hecho, muy brillante. Universos arracimados. Ahora, supongamos que alguien dentro de uno de ellos está enviando hacia fuera señales de taquiones. Los taquiones pueden salir fuera de esos universos más pequeños. Todo lo que los taquiones tienen que hacer es cruzar el horizonte de sucesos de la micro geometría cerrada. Luego estarán libres. Escaparán de las singularidades gravitatorias, y nosotros podremos captarlos.
Peterson frunció el ceño.
–Esos… microuniversos… ¿son otros… otros lugares donde se puede vivir? ¿Qué pueden estar habitados? Markham sonrió.
–Seguro. – Sentía la serena confianza de un hombre que siempre ha trabajado las matemáticas hallando las soluciones. Era esa despreocupada certeza que brota de la primera comprensión de todas las ecuaciones de campo de Einstein, arabescos de letras incomprensibles llenando tenuemente toda la página, una fina telaraña. Parecían insustanciales cuando uno las veía por primera vez, una hilera de garabatos. Sin embargo, seguir los delicados tensores a medida que se contraían, a medida que los superíndices se emparejaban con los subíndices, colapsándose matemáticamente hasta convertirse en entidades clásicas concretas -potencial; masa; fuerzas vectoriales en una geometría curva-, ésa era una experiencia sublime. El puño de hierro de lo real, dentro del guante de terciopelo de unas etéreas matemáticas. Markham vio en el rostro de Peterson el vacilante asombro que flota sobre las personas cuando luchan por visualizar ideas que están más allá de las confortables tres dimensiones y las certezas euclidianas que constituyen su mundo. Tras las ecuaciones había inmensidades de espacio y polvo, materia muerta pero furiosa sometida a la voluntad geométrica de la gravedad, estrellas como cabezas de fósforos estallando en una vasta noche, destellos anaranjados que iluminaban tan sólo un delgado anillo de planetas recién nacidos. Las matemáticas eran quienes habían edificado todo aquello; las imágenes que llevaban los hombres dentro de sus cabezas eran útiles pero burdas, dibujos animados en un mundo que era tan sutil como la seda, infinitamente más suave y variado. Una vez uno había visto esto, lo había visto realmente, el hecho de que podían existir mundos dentro de los mundos, que podían medrar universos dentro del universo propio, no era tan difícil de aprehender. Las matemáticas ayudaban a sostenerlo a uno.
–Creo -dijo Markham- que ésa puede ser una explicación para el anómalo nivel de ruido. No es generado técnicamente, en absoluto, si es que estoy en lo cierto. De hecho, el ruido procede de los taquiones. La muestra de antimoniuro de indio no está simplemente transmitiendo taquiones, también los está recibiendo. Hay un fondo de taquiones que no hemos tenido en cuenta.
–¿Un fondo? – preguntó Renfrew-. ¿Procedente de dónde?
–Veámoslo. Probemos el correlacionador.
Renfrew hizo algunos ajustes y se apartó del osciloscopio.
–Eso debería conseguirlo.
–¿Conseguir qué? – preguntó Peterson.
–Éste es un analizador de coherencia en circuito cerrado -explicó Markham-. Recoge y elimina el genuino ruido de la muestra de indio, el ruido de la onda de sonido, quiero decir, y deja intactas todas las señales procedentes del fondo errático.
Renfrew miró intensamente la pantalla del osciloscopio. Una compleja forma ondulada osciló a través de la escala.
–Parece ser una serie de impulsos generados a intervalos regulares -dijo-. Pero la señal decae en el tiempo. – Señaló a una línea fluida que se desvanecía en el nivel de ruido a medida que se acercaba al lado derecho de la pantalla.
–Completamente regular, sí -dijo Markham-. Aquí hay un pico, luego una pausa, luego dos picos juntos, luego nada de nuevo, luego cuatro casi uno encima del otro, luego nada. Extraño.
–¿Qué creen que es? – preguntó Peterson.
–No un ruido de fondo ordinario, eso está claro -respondió Renfrew.
–Es coherente, no puede ser natural -dijo Markham.
–No -era Renfrew-. Más bien parecido a…
–Un código -terminó Markham-. Tomemos nota de algo de esto. – Empezó a escribir en un bloc-. ¿La imagen es a tiempo real?
–No. Simplemente lo ajusté para tomar una muestra del ruido en un intervalo de cien microsegundos. – Renfrew avanzó hacia los mandos del osciloscopio- ¿Prefieres otro intervalo?
–Espera a que termine de copiar éste.
–¿Por qué no simplemente lo fotografiamos? – preguntó Peterson.
Renfrew lo miró significativamente.
–No tenemos película. Hay escasez, y la prioridad no la tienen los laboratorios en estos días, ya sabe.
–Ian, tome nota de esto -dijo Markham.
Al cabo de una hora, los resultados eran obvios. El ruido era de hecho la suma de varias señales, cada una de ellas sobreponiéndose a las demás. Ocasionalmente aparecía un tartamudeante grupo de impulsos, sólo para ser tragado en una tormenta de rápido zangloteo.
–¿Por qué hay tantas señales contrapuestas? – preguntó Peterson.
Markham se alzó de hombros. Frunció la nariz en un esfuerzo inconsciente por remontar sus gafas. Aquello le dio una no intencionada expresión de enorme y repentino desagrado.
–Supongo que es posible que procedan de un lejano futuro. Pero también me gusta la idea de los universos de bolsillo.
–Yo no me apoyaría mucho en una nueva teoría astrofísica -dijo Renfrew-. Esos tipos especulan con las ideas como los bolsistas con las acciones.
Markham asintió.
–Estoy de acuerdo, a menudo toman un granito de verdad y lo hinchan como si fuera un grano de arroz metido en agua intelectual. Pero esta vez tienen algo a su favor. Hay fuentes inexplicadas de emisión infrarroja, muy lejos entre las galaxias. Los microuniversos podrían tener ese aspecto. – Unió sus dedos formando como una tienda y los miró sonriendo, su gesto académico favorito. En momentos como ése era reconfortante tener un toque de ritual al que poder acudir-. Este osciloscopio tuyo muestra un centenar de veces el ruido ordinario que esperabas, John. Me gusta la idea de que no somos los únicos, y aquí hay un fondo de señales de taquiones. Señales de distintos tiempos, sí. Y de esos universos microscópicos también.
–Sin embargo, vienen y van -observó Renfrew-. Aún puedo seguir transmitiendo durante una fracción del tiempo.
–Estupendo -dijo Peterson. Llevaba un rato sin hablar-. Siga con ello, entonces.
–Espero que los tipos allá en 1963 no hayan empleado el detector de sensibilidad para estudiar este ruido. Si se mantienen enfocados a nuestras señales, que tienen que mantenerse por encima de este ruido de fondo cuando estamos transmitiendo adecuadamente, todo irá bien.
–Greg -musitó Peterson, los ojos remotos-, hay otro asunto.
–¿Oh? ¿Cuál?
–No deja de hablar usted de los universos más pequeños dentro del nuestro y de cómo estamos captando sus mensajes de taquiones.
–Correcto.
–¿No es eso un poco egocéntrico? ¿Cómo sabemos que nosotros, a nuestra vez, no somos un universo de bolsillo dentro del universo de alguien?
Gregory Markham se escabulló del Cav a primera hora de la tarde. Peterson y Renfrew seguían siendo incapaces de resistir el aguijonearse mutuamente. Peterson se sentía obviamente atraído por el experimento, pese a su automático hábito de distanciarse. Renfrew apreciaba el apoyo de Peterson, pero seguía pidiendo más. Markham encontraba cómico el complicado ballet entre los dos hombres, principalmente debido a que en realidad era inconsciente. Con su forma de hablar típica de la oratoria, ambos se peleaban a la primera divergencia. Si Renfrew hubiera sido simplemente un hijo de obrero, sin duda se hubiera llevado perfectamente con Peterson, puesto que cada uno hubiera sabido cuál era su papel ordenado por los tiempos. Siendo sin embargo un hombre nadando en las exóticas aguas académicas, Renfrew no tenía puntos de referencia. La ciencia tenía una forma propia de originar tales conflictos. Uno podía salir de la nada y conseguir un gran logro sin haber aprendido ninguno de los nuevos hábitos sociales. La estancia de Fred Hoyle en Cambridge había sido un caso ejemplar. Hoyle había sido un astrónomo moldeado al viejo estilo del excéntrico-buscador-de-la-verdad, avanzando controvertidas teorías y echando a un lado los fríos y racionales hábitos cuando no encajaban con su talante. Renfrew podía muy bien revelarse como un Hoyle, un esforzado salmón nadando todo su camino contracorriente, si su experimento tenía éxito. La mayor parte de los científicos surgidos de entornos humildes adoptaba por aquel entonces un exterior afable, neutral; era más seguro. Renfrew no lo hacía así. Los grandes equipos modernos de investigación dependían para su progreso de bien organizadas y cuidadosamente calculadas operaciones a gran escala cuya estabilidad exigía un mínimo de trastornos -ésa era la jerga- «en relaciones interpersonales». Renfrew era un solitario con una psique de papel de lija. Lo más sorprendente era que Renfrew era enormemente cortés con la mayor parte de la gente; sólo el deliberado exhibicionismo de los símbolos de clase de alguien como Peterson lo sacaba de sus casillas. Markham había observado que las fricciones de clase llevaban décadas empeorando en Inglaterra, y captaba atisbos de ello en cada una de sus ocasionales visitas. La época parecía fortalecer el sentimiento de clase, para gran confusión de los condescendientes marxistas que tendían a aceptar los densos programas gubernamentales. La explicación le parecía clara a Markham: en la pronunciada cuesta económica, posterior a los años prósperos del petróleo del mar del Norte, la gente marcaba cada vez más sus diferencias a fin de mantener vivo su sentimiento de valía. Nosotros contra ellos era algo que agitaba la sangre. Mejor jugar ese antiguo y derivativo juego que enfrentarse a la tenaza gris del próximo futuro.
Markham se alzó de hombros, rechazando aquellos pensamientos, y caminó a lo largo del sendero peatonal que conducía a las solemnes torres de la ciudad. Él era un americano y por lo tamo estaba exento de los sutiles rituales de clase, no era más que un visitante con un pasaporte temporal. Un año aquí lo había habituado a las diferencias del idioma; las frases típicamente británicas que aparecían en medio de sus lecturas ya no le hacían volver los ojos atrás para releer el párrafo en busca de algún error de interpretación. Ahora reconocía el escéptico arco de las cejas de Peterson alzándose y su seco «¿Hummm?» como una bien estudiada arma social. El preciso y elegante tono de voz de Peterson en palabras como «asentimiento» o «socialmente» era a todas luces mucho mejor que el mecánico graznido de los administradores americanos, que llamaban a cualquier información una «entrada de datos», siempre estaban «orientando un problema», sometían sus proposiciones como un «paquete» pero no siempre «lo compraban», y entablaban «diálogo» con su público; si uno ponía objeciones a ese deliberado charloteo robotico, su respuesta era siempre que se trataba tan sóio de «una cuestión semántica».
Markham metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y apresuró el paso. Llevaba varios días agotándose con elusivos cálculos de física matemática, y deseaba un largo paseo en solitario para que le ayudara a desembarazarse de su irritación. Pasó ante un edificio en construcción, donde chimpancés vistiendo monos llevaban ladrillos de un lado para otro y hacían todo el trabajo pesado. Era notable lo que el trastear con el ADN había conseguido en los últimos años. Mientras se acercaba a una cola para el autobús, algo llamó su atención. Un hombre negro con zapatillas de tenis estaba de pie al final de la cola, los ojos bailoteando, la cabeza bamboleándose como si estuviera manejada por hilos. Markham se acercó a él y murmuró:
–Hay un bobby al otro lado de la esquina -y siguió su camino.
El hombre se quedó helado.
–¿Eh? ¿Qué? – Miró alocadamente a su alrededor. Echó una ojeada a Markham. Una vacilación, luego se decidió… echó a correr en dirección opuesta. Markham sonrió. La táctica estándar era aguardar hasta que llegara el autobús, y la atención de la cola se centrara en subir a el. Entonces agarrabas los bolsos de unas cuantas mujeres, y salías corriendo a toda velocidad. Antes de que la gente hubiera podido centrar en ti su atención, ya estabas a varias calles de distancia. Markham había visto aquella maniobra en Los Angeles. Se dio cuenta, un poco apesadumbrado, de que tal vez no la hubiera reconocido si el hombre no hubiera sido negro.
Bajó por High Street. Las manos de los mendigos aparecieron como por arte de magia cuando vieron su chaqueta americana, y luego desaparecieron rápidamente cuando él frunció el ceño. En la esquina de St. Andrews y Market estaba la peluquería de Barrett, con un cartel proclamando: «Barrett está dispuesto a afeitar únicamente a los hombres que se sienten incapaces de afeitarse a sí mismos.» Markham se echó a reír. Se trataba de un chiste privado de Cambridge, una referencia a la astucia de Bertrand Russell y los matemáticos de hacía un siglo. Aquello lo devolvió al problema que estaba preocupándole, a la maraña de razonamientos que rodeaban los experimentos de Renfrew.
La pregunta obvia era: «¿Pero y qué pasa con Barrett? ¿Quién puede afeitar al pobre viejo Barrett?» Si Barrett era capaz de afeitarse a sí mismo, y si el cartel era cierto, entonces no era capaz de afeitarse a sí mismo. Y si Barrett no podía afeitarse a sí mismo, entonces, según el cartel, era capaz de afeitarse a sí mismo. Russell había imaginado esta paradoja, y había intentado resolverla inventando lo que él llamaba un «metacartel» que decía: «Barrett queda excluido del tipo de hombres a los que se refiere el primer cartel.» Eso arreglaba el problema para Barrett, pero en el mundo real las cosas no eran tan sencillas. La sugerencia de Peterson de aquella mañana, acerca de no enviar el mensaje referente al banco, había alterado a Markham más de lo que había querido evidenciar. El problema con la teoría de los taquiones era que aquella idea del lazo causal no encajaba con nuestra propia percepción del tipo avanzando hacia delante. ¿Qué ocurriría si ellos no enviaban el mensaje del banco? El nítido pequeño lazo, con flechas yendo del futuro al pasado y de vuelta de nuevo, se desmoronaba. No había seres humanos en ello. El objetivo de la moderna teoría física era hablar acerca de la realidad como algo independiente del observador… al menos mientras fuera dejada de lado la mecánica cuántica. Pero si Peterson se hallaba implicado en el lazo causal, tenía la posibilidad de cambiar de opinión en cualquier momento, y cambiar todo el maldito asunto. ¿Podía realmente? Markham hizo una pausa, mirando a través del cristal coloreado a un muchacho haciéndose recortar su ambarino pelo. ¿Existía el libre albedrío humano en aquel rompecabezas?
Las ecuaciones eran mudas. Si Renfrew tenía éxito, ¿cómo cambiarían las cosas a su alrededor? Markham tuvo una repentina y aprensiva visión de un mundo en el cual la floración del océano simplemente no se había producido. El y Renfrew y Peterson saldrían del Cav para descubrir que nadie sabía de qué estaban hablando. ¿Floración del océano? Resolvimos eso hace años. Así que se convertirían en unos chiflados, un curioso trío compartiendo una ilusión común. Sin embargo, para ser consecuentes, las ecuaciones decían que enviar el mensaje no podía tener unos efectos tan grandes. En primer lugar, no podían anular la auténtica razón de enviar los taquiones. De modo que tenía que haber un esquema consistente, en el cual Renfrew siguiera teniendo su idea inicial y contactara al Consejo Mundial, y sin embargo…
Markham agitó la cabeza para liberarse de aquellos pensamientos, sintiendo un extraño estremecimiento recorrer todo su cuerpo. Había algo más profundo allí, alguna laguna crucial en física.
Se apartó rápidamente de la barbería, turbado. Una partida de críquet se estaba desarrollando perezosamente a lo largo de la tarde en el gran terreno en forma de tarta conocido como el Lugar de Parker. El matemático G. H. Hardy había contemplado a otra gente jugar allí mismo, hacía un siglo. Y a menudo, pensó Markham, había haraganeado también por aquellos lugares a lo largo de la tarde, exactamente como él lo estaba haciendo ahora. Markham podía comprender la motivación del juego, pero no los detalles. Nunca había comprendido la jerga del cricket, y todavía era incapaz de darse cuenta de cuándo se realizaba una buena jugada. Caminó por detrás de las hileras de espectadores, sentados en sus sillas de lona, y se preguntó qué hubieran pensado los espectadores de críquet de hacía un siglo de la Inglaterra de hoy. Sospechaba, sin embargo, que, como la mayor parte de la gente incluso hoy, hubieran supuesto que el mañana sería aproximadamente igual al presente.
Markham giró hacia Regent Street y pasó el jardín botánico de la universidad. Más allá había una escuela de niños. Disponiendo las normas y gracias de las clases superiores, según una antigua frase real. Cruzó el arco de la entrada y se detuvo en el tablero de anuncios de la escuela. Los siguientes alumnos han perdido sus posesiones personales. Serán llamados al Estudio del Prefecto el jueves día 4 de junio.
No «se ruega que se presenten». Nada de innecesarios circunloquios: simplemente una afirmación directa. Markham podía imaginar la breve conversación. «Lo siento, yo…» «Castigo estándar. Cincuenta líneas, con su mejor caligrafía. Me las traerá mañana en el recreo.» Y el estudiante saldría murmurando: A partir de ahora seré más cuidadoso con mis cosas personales.
El hecho de que el estudiante pudiera utilizar una de las recientes máquinas vocoescritoras para casi todo su trabajo en la escuela no importaba; el principio persistía.
Era extraño cómo se mantenían las formas, cuando todo lo demás -edificios, política, fama- se desmoronaba. Quizá fuera aquélla la fuerza de aquel lugar. Había como una intemporalidad allí, demasiado frágil como para que el seco aire de California pudiera mantenerla. Ahora que había llegado el pleno verano, los amaneramientos de las escuelas y facultades parecían todavía más antiguos, una rebanada de tiempo caduco. Descubrió que su propio espíritu se elevaba ante el final del interminable invierno, con las lluvias de primavera.
Sintió que su mente se despegaba del problema de los taquiones, buscando refugio en aquella confortable aura del pasado. Se dio cuenta de que todo era diferente para él, allí. Los ingleses eran peces nadando en aquel mar del pasado. Para ellos era como una presencia palpable, una extensión viva, comentando los acontecimientos como un susurro a medias oído desde un escenario. Los americanos contemplaban el pasado como un paréntesis en el torrente de frases del presente, un apartado, algo independiente del fluir general.
Caminó de vuelta hacia las facultades, dejando que sus sensaciones acerca de las presiones del tiempo se infiltraran en él. Él y Jan habían estado en la mesa de profesores en varias de aquellas facultades, la experiencia anglofila definitiva. La placa conmemorativa que brillaba como mercurio, y los tazones descascarillados en el borde. En la sala de descanso de madera pulida, los dorados marcos contenían ceñudos retratos de los fumadores de la universidad. En el gran salón comedor, Jan se había mostrado sorprendida al descubrir la evidente segregación: los de Eton en una mesa, los de Harrow en otra, los alumnos de las escuelas públicas en una tercera, y finalmente, los graduados de las escuelas estatales y todos los demás en una heterogénea última mesa. Para un americano llegado a una tal ciudadela de la educación, tras décadas de feroz política de igualdad-a-toda-costa, todo aquello parecía extraño. Allí persistía una confianza en las ventajas heredadas, e incluso la idea de que un sistema como aquél era también una virtud heredada. El pasado resistía. Uno podía estar rabiosamente al día, conocer absolutamente todos los tugurios de moda de los placeres carnales, y sin embargo permanecer tranquila y confortablemente sentado en las sillas del coro en la capilla del King's College, escuchando a los querubines con gorgueras isabelinas hacer vibrar las vidrieras emplomadas con sus agudos. Parecía como si en un cierto confuso sentido el pasado estuviera aún allí, que todos ellos estuvieran conectados a él, y que la percepción del futuro como algo tangible viviera también en el presente.
Markham se relajó por un momento, dejando que la idea derivara fuera de su subconsciente. Caminar era el suave ejercicio que su mente necesitaba; había utilizado antes sus efectos. Algo… algo acerca de la realidad necesitando ser independiente del observador… Alzó la vista. Una enorme nube amarillenta, avanzando rápida y baja sobre las grises torres, apretaba las sombras contra los flancos de la iglesia de St. Mary. Las campanas repiqueteaban una cascada de sonido a través del momentáneamente frío aire; la nube parecía estar sorbiendo el calor de la brisa.
Observó los remolineantes dedos de neblina que se disolvían sobre su cabeza en el rastro de la nube. Luego, bruscamente, lo captó. El quid del problema era el observador, el tipo que tenía que ver objetivamente las cosas. ¿Quién era él? En mecánica cuántica, las propias ecuaciones no te decían nada acerca de en qué sentido fluía el tiempo. Una vez efectuabas una medición, había que pensar en el experimento en curso como en algo que generaba probabilidades. Todo lo que las ecuaciones podían decirle era cuan probable podía ser un acontecimiento «posterior». Ésa era la esencia del cuanto. La ecuación de Schródinger podía hacer que las cosas evolucionaran hacia delante en el tiempo, o hacia atrás. Sólo cuando el observador metía su dedo y efectuaba una medición surgía algo que fijaba la dirección del flujo del tiempo. Si el todopoderoso observador medía una partícula y la hallaba en una posición x, entonces la partícula recibía un pequeño empuje del observador, por el hecho mismo de la observación. Ése era el principio de incertidumbre de Heisenberg. Uno no podía decir exactamente cuánto del empuje había sido proporcionado por el observador a la infeliz partícula, de modo que en un cierto sentido su posición futura era incierta. La ecuación de Schródringer describía el abanico de posibilidades acerca de dónde podría aparecer la partícula a continuación. Las probabilidades aparecían bajo la imagen de una onda, moviéndose hacia delante en el tiempo y haciendo posible que la partícula apareciera en varios lugares diferentes en el futuro. Una onda de probabilidad. La vieja imagen de la bola de billar, en la cual la partícula se movía con certidumbre newtoniana hasta su siguiente punto, era simplemente falsa, engañosa. La localización más probable de la partícula era, de hecho, exactamente la misma que en la posición newtoniana… pero eran posibles otros caminos. Muy poco probables, cierto, pero eran posibles. El problema surgía cuando el observador volvía a meter su dedo y efectuaba una segunda medición. Encontraba la partícula en un lugar, no diseminada en un conjunto de lugares posibles. ¿Por qué? Porque el observador se consideraba esencialmente a sí mismo newtoniano… un «medidor clásico», según el modo de hablar técnico.
Markham sonrió ampliamente mientras giraba por King's Parade arriba. Había una trampa en esa argumentación. El observador clásico no existía. Todo en el mundo era regido por la mecánica cuántica. Todo se movía de acuerdo con ondas de probabilidad. De modo que el masivo e intocado experimentador era empujado a su vez. Recibía un empuje de incierta intensidad de la ultrajada partícula, y eso significaba que el observador también era regido por la mecánica cuántica. El formaba parte del sistema. El experimento era mayor, y más complejo, que las simples ideas del pasado. Todos formaban parte del experimento; nadie podía quedar separado de él. Uno podía hablar acerca de un segundo observador, mayor que el primero, que no resultara afectado por el experimento… pero eso simplemente llevaba el problema un paso más allá. El último recurso consistía en considerar a todo el universo como el «observador», de modo que todo se convirtiera en un sistema coherente, pero eso significaba que uno tenía que resolver inmediatamente el problema completo del movimiento del universo, sin dividirlo en experimentos separados más convenientes.
La esencia del problema era, ¿qué es lo que hace que la partícula aparezca en un solo lugar? ¿Por qué elige uno de los posibles estados y no todos? Era como si el universo tuviera varias formas posibles de actuar, pero que algo le hiciera elegir una en particular.
Markham se detuvo, estudiando la vertiginosa altura de la Great St. Mary. Un estudiante se asomó allá arriba, una minúscula cabeza contra el cielo azul.
¿Cuál era la analogía correcta?
El haz de taquiones planteaba el mismo problema. Si sus ideas eran correctas, había una especie de onda de probabilidad viajando hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Estableciendo una paradoja se conseguía convertir la curva en un lazo, fijando el sistema en una especie de atónito frenesí, incapaz de decidir hacia qué estado decantarse. Algo debía efectuar la elección. ¿Había alguna analogía allí, algún tipo de observador inmóvil, que hacía que el tiempo fluyera hacia adelante en vez de hacia atrás?
Si era así, entonces la paradoja tenía una respuesta. De alguna manera, las leyes de la física tenían que proporcionar una respuesta. Pero las ecuaciones permanecían mudas, inescrutables. Como era siempre el caso, la cuestión básica que respondían las matemáticas era el cómo, no el porqué. ¿Había que hacer intervenir pues al movedor inmóvil? ¿Y quién era… Dios? Era posible.
Markham agitó frustrado la cabeza. Las ideas zumbaban como enjambres de abejas, pero no podía atraparlas. Bruscamente gruñó y cruzó por entre una fila de estudiantes en bicicleta, entrando en Bowes Bowes.
La sección de novedades era cada vez más escasa; el negocio editorial estaba en crisis, acosado por la oleada de la televisión. Una mujer en la caja registradora atrajo su atención; muy sexy. Pero estaba más allá de las posibilidades de su edad, pensó amargamente. Estaba llegando al estadio en el que las ambiciones casi siempre superaban las posibilidades de éxito.
El asunto de los taquiones volvió a preocuparle mientras se dirigía a casa, cruzando el Cav y las piscinas. Una extensión de césped, llamada Lammas Land, Tierras del Primero de Agosto, por alguna antigua razón, probablemente derivada de la fiesta de recolección de la cosecha, se extendía ante él en la húmeda y cálida tarde. Todo parecía como inmóvil, como si el año se hubiera detenido al final de la larga cuesta que había trepado para escapar del invierno, y ahora estuviera dudando antes de empezar a descender por el otro lado. Se volvió hacia el sur, hacia Grantchester, donde el reactor nuclear era aún un edificio en construcción. Parecía como si con todos los retrasos nunca fueran a terminar la pelota de squash que formaba el aislamiento del reactor. Las praderas que lo rodeaban eran una bolsa de paz rural. Las vacas se refugiaban en la oscura sombra de los árboles agitando sus colas para alejar a las moscas. Había amodorrados sonidos, el reclamo de palomas torcaces, el zumbido de un avión, murmullos y chasquidos. El aire estaba lleno con el aroma de cardos, milenrama, hierba cana, tanaceto. Los colores brotaban entre la densa hierba: el amarillo de la manzanilla, el azul de las campánulas, el escarlata de la pimpinela a la que había dado fama la literatura.
Jan estaba leyendo cuando llegó a casa. Hicieron perezosamente el amor en el dormitorio de arriba con los postigos cerrados, empapando las sábanas. Más tarde, la imagen de la mujer en Bowes Bowes destelló en su medio adormiladamente. Un intenso olor almizcleño flotaba en el aire. El largo día se arrastraba hasta casi las diez, rechazando la noche. Markham recordó, mientras se dedicaba a unos rápidos cálculos a la pálida luz del anochecer, que en algún lugar del planeta alguien debía estar pagando por esos largos días de verano un alto precio en heladas noches de invierno. Las deudas se compensan, pensó. Y mientras contemplaba aquel anochecer, tuvo la sensación de que otro anochecer mucho más largo se estaba acercando.
–Oh, Gordy, necesito hablar contigo. – Algo en el tono de Bernard hizo que Gordon se detuviera-. He oído hablar de esa cosa que llevas adelante con Shriffer. Vi algo de ello en las noticias de última hora… uno de mis estudiantes me telefoneó para decirme que lo viera. – Carroway unió sus manos tras su espalda, un gesto que le daba el aspecto de un juez.
–Bueno… sí, creo que Saul fue un poco demasiado lejos…
–¡Me alegra oírte decir eso! – Bernard se mostró repentinamente jovial-. Yo también pensé en ello. Bueno, Saul suele pasarse con ese tipo de cosas, ya sabes. – Escrutó a Gordon, buscando su confirmación.
–A veces.
–Ni yo mismo puedo imaginar algo más improbable que eso… ¿experimentos de resonancia nuclear, dijo? Una forma malditamente extraña de comunicarse.
–Saul piensa que parte de… del mensaje… lo constituyen coordenadas astronómicas. Recordarás cuando vine a preguntarte…
–¿Esa era la base de todo el asunto, entonces? ¿Simplemente unas cuantas coordenadas?
–Bueno, él descifró los impulsos convirtiéndolos en esa imagen -admitió Gordon sin convicción.
–Oh, eso. A mí me parecen como los garabatos de un crío.
–No, hay una estructura. En cuanto al contenido, no podemos…
–Creo que tienes que ser cuidadoso con todo esto, Gordy. Compréndelo, me gusta algo del trabajo de Shriffer. Pero yo y algunos otros de la comunidad astronómica tenemos la impresión de que él, bueno, quizá se pasó ya un poco con eso de las radiocomunicaciones. ¡Y ahora esto…! ¡Encontrar mensajes en experimentos de resonancia nuclear! Creo que Shriffer ha ido mucho más allá de los límites.
Bernard asintió seriamente y miró a sus pies. Gordon se preguntó qué decir. Bernard exhibía una gravedad al respecto que frenaba cualquier contradicción directa. Llevaba su exceso de peso con una energía agresiva que parecía desanimar a cualquiera a enfrentársele. Era bajo, con un pecho en forma de barril que, cuando se relajaba, se revelaba de pronto tan sólo como un estómago demasiado alto, mantenido deliberadamente allí. Ahora, mientras Gordon observaba, se relajó; Bernard lo había olvidado, en su concentración sobre los pecados de Shriffer. Su chaqueta en punto de espiga se hinchó, los botones se tensaron. Gordon imaginó poder oír el cinturón de Bernard crujir bajo la nueva presión. Pero esa tortura de sus ropas parecía redimida por el inconsciente flujo de placer que se extendió por el serio rostro de Bernard mientras su estómago descendía.
–Eso pone una mancha negra en todo el asunto, ya sabes -dijo bruscamente Bernard, alzando la vista-. Una mancha muy negra.
–Creo que hasta que lleguemos al fondo…
–Al fondo precisamente es hasta donde te ha arrastrado Shriffer con él, Gordy. Estoy seguro de que nada de eso fue idea tuya. Lamento que nuestro departamento haya de verse mezclado en todo ese asunto. Si eres inteligente, salta lo antes que puedas de él.
Y una vez dado este consejo, Bernard hizo un gesto de saludo con la cabeza y se fue.
Cooper alzó la vista cuando Gordon entró en el laboratorio.
–Buenos días -dijo-. ¿Cómo se encuentra?
Gordon reflexionó sobriamente que la gente solía preguntarle a uno rutinariamente cómo se encontraba, como una fórmula establecida de saludo, cuando de hecho no le importaba en lo más mínimo.
–Me encuentro como una mosca ahogada en un vaso de sifón -murmuró Gordon. Cooper frunció el ceño, desconcertado-. ¿Viste la televisión ayer por la noche? – preguntó Gordon.
Cooper frunció los labios.
–Sí -dijo, como si le costara reconocerlo.
–Yo no quería que las cosas se nos escaparan de las manos de esta forma. Shriffer me quitó la pelota y echó a correr con ella.
–Bueno, quizá marcó un gol.
–¿Realmente lo crees así?
–No -admitió Cooper. Se inclinó hacia delante y ajustó un mando en un osciloscopio, como si obviamente hubiera dicho todo lo que deseaba decir. Gordon se alzó de hombros como si enormes pesos gravitaran sobre ellos. No tenía intención de pinchar la despreocupada impertinencia no judía de Cooper, tan bien oculta bajo la capa de la indiferencia.
–¿Algún dato nuevo? – preguntó Gordon, metiendo los puños en los bolsillos de sus pantalones y recorriendo el laboratorio, inspeccionando, sintiendo un cierto placer privado ante el pensamiento de que allí, al menos, sabía qué era lo que estaba ocurriendo y lo que importaba.
–He obtenido algunas buenas líneas de resonancia. Estoy trabajando con las mediciones que decidimos que debíamos tomar.
–Oh, bien. – Mire, estoy haciendo únicamente lo que usted y yo decidimos que debíamos hacer. No va a sorprenderme con ningún resultado inesperado, no, señor.
Gordon caminó un poco más por el laboratorio, comprobando los instrumentos. El Dewar con el nitrógeno hervía con su burbujeante frío, los transformadores zumbaban, las bombas resoplaban bovinamente. Gordon examinó el cuaderno de notas de laboratorio de Cooper, buscando posibles fuentes de error. Recordó de memoria las simples expresiones teóricas que los datos de Cooper debían confirmar. Las cifras se alineaban tranquilizadoramente cerca de los límites teóricos. Al lado de la precisión universitaria de las anotaciones de Cooper, los garabatos de Gordon parecían una burda intrusión humana a la nítida y perfecta rectangularidad de las páginas cuadriculadas. Cooper trabajaba con un preciso bolígrafo de punta fina; Gordon utilizaba una pluma Parker, incluso para los cálculos rápidos como aquéllos. Prefería el elegante deslizarse y la repentina muerte por obstrucción de las plumas, y el toque de importancia que sus gruesas líneas azules daban a una página. Una de las razones por las cuales había cambiado de las camisas blancas a las azules era la inútil esperanza de que las manchas de tinta en el bolsillo de la izquierda del pecho fueran más fáciles de disimular.
Trabajar de este modo, de pie en medio de la descuidada maraña del experimento en curso y trazando sus garabatos en el bloc de notas, lo relajaba. Por un momento estaba de nuevo de vuelta en Columbia, un hijo de Israel leal a la causa de Newton. Pero de pronto hubo comprobado ya la última de las cifras de Cooper, y ya no había nada más que hacer. El momento había pasado. Se sumergió de nuevo en el mundo.
–¿Tienes ya el resumen que te pedí que escribieras para tu examen de candidatura? – preguntó a Cooper.
–Oh, sí. Está ya casi listo. Se lo traeré mañana.
–Bien, bien. – Dudó, no deseando irse-. Esto, oye… no has obtenido más que curvas de resonancia normales, ¿verdad? Ningún…
–¿Mensaje? – Cooper sonrió-. No, ningún mensaje. Gordon asintió, miró ausentemente a su alrededor, y se fue.
No regresó a su oficina, sino que en vez de ello tomó un camino lateral que pasaba por la biblioteca de ciencias físicas. Estaba situada en la planta baja del edificio B y tenía un aspecto difuso, provisional. Todo en la Universidad de La Jolla daba esta impresión, comparado con los austeros corredores de Columbia, y ahora se hablaba incluso de que el nombre de campus iba a ser cambiado. La Jolla iba a ser anexionada por el follón de San Diego. El consejo de la ciudad hablaba de ahorro en el servicio contra incendios y en la protección policial, pero Gordon tenía la impresión de que no se trataba más que de un nuevo paso en el camino de la homogeneización, la Losangelización de lo que hasta entonces había sido una agradable y singular distinción. De modo que la Universidad de La Jolla iba a convertirse en la Universidad de San Diego, e iba a perderse algo más que un hombre.
Dedicó una hora a hojear los últimos números de las revistas de física, y luego buscó algunas referencias relativas a una antigua idea que había dejado a un lado hacía tiempo. Al cabo de un rato ya no tenía ningún auténtico motivo para seguir allí, y todavía faltaba una hora para la comida. Con una cierta reluctancia volvió a su oficina, sin pasar por el tercer piso para recoger el correo de la mañana, sino cruzando por entre los edificios de física y de química, pasando bajo el orgásmico sueño arquitectónico de un puente que enlazaba ambos edificios. El hermoso esquema de hexágonos entrelazados atraía ciertamente la atención, tenía que admitirlo. De todos modos, sin embargo, daban la inquietante impresión del andamiaje para algún enorme nido de insectos, un diseño para algún futuro panal.
No se sorprendió al ver abierta la puerta de su oficina, puesto que normalmente siempre la dejaba así. La principal distinción que había notado en los esquemas de comportamiento de los humanistas en relación a los científicos residía precisamente en las puertas: los humanistas las cerraban, desanimando así los encuentros casuales. Gordon se preguntó si aquello tendría algún profundo significado psicológico, o más probablemente significaba que los humanistas se ocultaban cuando estaban en el campus. Por todo lo que Gordon podía decir, la respuesta era: difícilmente. Todos ellos parecían trabajar en sus casas.
Isaac Lakin estaba de pie en la oficina de Gordon, de espaldas a la puerta, estudiando el panal que se extendía allí abajo.
–Ah, Gordon -murmuró, volviéndose-. Estaba buscándole.
–Puedo imaginar por qué.
Lakin se sentó en el borde del escritorio de Gordon; Gordon permaneció de píe.
–¿Oh?
–El asunto de Shriffer.
–Sí. – Lakin alzó la vista hacia las luces fluorescentes y frunció los labios, como si estuviera seleccionando cuidadosamente las palabras más adecuadas.
–Se me escapó de las manos -dijo Gordon servicialmente.
–Sí. Me temo que sí.
–Shriffer dijo que nos mantendría a mí y a la Universidad de La Jolla fuera de todo el asunto. Su única intención era divulgar aquel dibujo.
–Bueno, hizo mucho más que eso.
–¿Cómo?
–He recibido un cierto número de llamadas. También las hubiera recibido usted, si hubiera permanecido en su oficina.
–¿De quién?
–Colegas. Gente que trabaja en el campo de la resonancia nuclear. Todos ellos desean saber qué es lo que pasa. Y, debo admitirlo, yo también.
–Bueno… -Gordon hizo un resumen del segundo mensaje, y de como Shriffer se había visto implicado en ello-. Me temo que Saul se tomó las cosas hasta mucho más allá de lo que debiera haber hecho, pero…
–Yo también opino lo mismo. Nuestro auditor llamó también.
–¿Y qué?
–¿Y qué? De acuerdo, él no tiene demasiado poder real. Pero nuestros colegas sí. Han emitido su juicio.
–¿De veras? ¿Y? Lakin se alzó de hombros.
–Tendrá que refutar usted las conclusiones de Shriffer.
–¿Eh? ¿Porqué?
–Porque son falsas.
–Eso es algo que no sé.
–No debería hacer usted afirmaciones que no puede probar que sean ciertas.
–Pero negarlas tampoco se ajusta a la verdad.
–¿Considera usted probable esa hipótesis?
–No. – Gordon se agitó, inquieto. Había esperado no tener que afirmar nada, ni en uno ni en otro sentido.
–Entonces niéguese a seguir adelante con ello.
–No puedo negar que hemos recibido ese mensaje. Llegó claro y fuerte.
Lakin alzó sus cejas con un desdén europeo, como diciendo: ¿Cómo puedo razonar con una persona así? En respuesta, Gordon metió los pulgares en el cinturón de sus pantalones y encorvó los hombros. De un modo absurdo, tuvo una repentina visión de Marión Brando en la misma pose, clavando sus ojos en el matón con el que acababa de cruzarse. Parpadeó y pensó en qué decir a continuación.
–¿Se da cuenta -dijo Lakin cuidadosamente- de que todas esas habladurías acerca de un mensaje, además de hacerle aparecer a usted como un estúpido, van a arrojar un montón de dudas sobre el efecto de la resonancia espontánea?
–Quizá.
–Algunas de mis llamadas telefónicas se referían específicamente a ese punto.
–Quizá.
Lakin miró duramente a Gordon.
–Creo que tendría que reflexionar sobre esto.
–Brillar es mejor que reflejar -murmuró Gordon aviesamente. Lakin se envaró.
–¿Qué demonios…?
Sonó el teléfono. Gordon lo cogió, aliviado. Respondió a la llamada con monosílabos:
–Estupendo. A las tres, entonces. El número de mi oficina es el 118.
Cuando colgó, miró a Lakin francamente y dijo:
–Era el San Diego Union.
–Un periódico peligroso.
–Por supuesto. Deseaban saber algo más acerca de toda esta historia.
–¿Va usted a recibirles?
–Naturalmente. Lakin suspiró.
–¿Qué les va a decir?
–Les diré que no sé de dónde demonios puede haber venido todo eso.
–Imprudente. Muy imprudente.
Cuando Lakin se hubo ido, Gordon se preguntó acerca de la repentina frase que había salido casi por voluntad propia de su boca: Brillar es mejor que reflejar. ¿Dónde la había oído antes? Penny, probablemente; sonaba como alguna cita literaria. ¿Pero qué significaba? ¿Iba él detrás de la fama, como Shriffer? Estaba condicionado a aceptar un cierto grado de culpabilidad sobre algo como aquello… ése era el cliché, ¿no?, los judíos se sienten culpables, es algo que va de madres a hijos. Pero allí no había ninguna culpabilidad; su intuición se lo decía. Su intuición le decía que había algo en el mensaje, que era real. Había vuelto sobre aquel tema un centenar de veces, y aún seguía creyendo en su propio juicio, sus propios datos. Y si para Lakin el tema era una tontería, si Gordon parecía ser un fraude… bueno, entonces peor para él.
Metió sus pulgares en el cinturón de sus pantalones y miró por la ventana, a la ingeniería insectoide de California, y se sintió bien, condenadamente bien.
Después de que el periodista del San Diego Union se fuera, Gordon seguía sintiéndose confiado, aunque con algún esfuerzo. El periodista le había hecho un montón de preguntas estúpidas, pero esto era algo previsible. Gordon se aferraba a las incertidumbres; el Union deseaba respuestas claras a preguntas cósmicas, preferiblemente en frases que se pudieran citar textualmente. Para Gordon el punto más importante era como trabajar la ciencia, como las respuestas eran siempre provisionales, siempre aguardando el resultado de futuros experimentos. El Union esperaba aventura y excitación y más pruebas del avance de aquella universidad hacia la fama y grandeza. A través de aquel abismo fluía algo de información, pero no mucha. Estaba separando su correo, metiendo algunas cartas en su maletín para leerlas por la noche, cuando entró Ramsey.
Al cabo de unos breves preliminares -Ramsey parecía profundamente interesado en la climatología-, sacó una hoja de un sobre y dijo:
–¿Es ésa la imagen que Shriffer mostró ayer por la noche? Gordon la estudió.
–¿Dónde la has conseguido?
–Me la dio tu estudiante, Cooper.
–¿Y de dónde la consiguió el?
–De Shriffer, dice.
–¿Cuándo?
–Hace algunas semanas. Shriffer acudió a él para comprobar los puntos y las rayas, dice.
–Hum. – Gordon supuso que era lógico que Shriffer acudiera a comprobarla. Era una precaución razonable-. De acuerdo, eso no tiene importancia. ¿Qué hay con ello?
–Bueno, no creo que esto tenga ningún sentido, pero todavía no he tenido demasiado tiempo para… Mira, lo que quiero decir es, ¿qué demonios está haciendo ese tipo Shriffer?
–Decodificó un segundo mensaje. Cree que procede de una estrella llamada la 99 de Hércules, que…
–Sí, sí, lo sé. El asunto es, ¿qué estaba haciendo en televisión?
–Dar publicidad a esa imagen.
–¿No sabe nada del primer mensaje, de ese en el que estoy trabajando?
–Por supuesto que lo sabe.
–Bueno, infiernos… todo eso de la televisión es pura mierda, ¿no? Gordon se alzó de hombros.
–Yo soy agnóstico. No sé lo que significa, eso es exactamente lo que acabo de decirle a un periodista. Ramsey pareció preocupado.
–Entonces todo eso no es más que sensacionalismo barato, ¿no? ¿Pero eso en lo que estoy trabajando es correcto?
–Es correcto.
–¿Y Shriffer es tan sólo un idiota?
–Soy agnóstico -dijo Gordon, repentinamente tenso. Todo el mundo estaba pidiéndole la eterna y absoluta Verdad, y él no tenía nada que vender.
–Está bien. Algo de la bioquímica de todo esto está empezando a tener un poco de sentido, ¿sabes? Por todo lo que sé, alguno de los experimentos en los que he puesto a trabajar a mis estudiantes está dando resultados, al parecer. Y ahora, de pronto, aparece esto…
–No te preocupes por ello. El mensaje de Shriffer puede ser pura mierda, por lo que sé. Mira, en cierto modo me han engañado y… -Gordon se secó la frente-, la cosa se me ha escapado de las manos. Sigue con los experimentos, ¿quieres?
–Sí, claro. ¿Engañado por quién?
–Shriffer. Cree que ha decodificado algo, y se ha apresurado a acudir a la televisión. No fue idea mía.
–Oh, Oh, sí. Eso cambia las cosas. – Ramsey pareció ablandarse. Luego su rostro se volvió a ensombrecer-. ¿Qué hay acerca del primer mensaje?
–¿Respecto a qué?
–¿Piensas difundirlo?
–No. No es mi intención.
–Bien. Bien.
–Puedes disponer de todo el tiempo que necesites para trabajar en él.
–Estupendo. – Ramsey tendió su mano, como si acabaran de hacer un trato-. Estaremos en contacto. Gordon estrechó la mano solemnemente.
La pequeña comedia que había representado con Ramsey le preocupó al principio, pero pronto se dio cuenta de que formaba parte del tratar con la gente: uno tenía que adoptar su modo de hablar, ver las cosas desde su punto de vista, si deseaba establecer una comunicación. Ramsey veía todo aquello como un juego en el cual el primer mensaje era una información privilegiada, y Shriffer era simplemente un entrometido. Bien, para los propósitos del universo de Ramsey, que fuera así. En una cierta época, cuando era más joven, Gordon no hubiera dudado en ser rudamente cínico en adoptar una postura determinada simplemente para convencer a alguien. Ahora las cosas parecían distintas. No le estaba mintiendo a Ramsey. No estaba ocultando información. Simplemente estaba modelando la forma de describir los acontecimientos. Los clichés adolescentes acerca de la verdad y la belleza y la honestidad no eran más que basura, una forma simplista de pensar. Cuando había algo que hacer, uno debía decir lo necesario. Así eran las cosas. Ramsey seguiría con los experimentos sin preocuparse de lo que desconocía y, con un poco de suerte, conseguirían algo.
Estaba alejándose a pie del edificio de física, encaminándose hacia la Torrey Pines Road, donde estaba estacionado su Chevy, cuando una esbelta figura alzó la mano en un saludo. Gordon se volvió y reconoció a Maria Goeppert Mayer, la única mujer del departamento. Había sufrido un ataque de apoplejía hacía poco tiempo, y ahora se la veía muy raramente por allí, caminando como un fantasma por los corredores, parcialmente paralizada de un lado, hablando confusamente. Su rostro se mostraba fláccido y parecía cansada, pero en sus ojos Gordon pudo ver una inteligencia activa que jamás se apagaba.
–¿Cree usted en sus re… resultados? – preguntó.
Gordon vaciló. Bajo su penetrante mirada se sintió como debajo del microscopio de la historia; aquella mujer había salido de Polonia, había pasado los años de la guerra, había trabajado en la separación de los isótopos del uranio para el Proyecto Manhattan en Columbia, efectuado investigaciones con Fermi justo antes de que el cáncer acabara con él. Había pasado a través de todo aquello y de más aún: su esposo, Joe, era un brillante químico que ocupaba un puesto de profesor en Chicago, mientras que a ella se le había denegado una posición académica y había tenido que contentarse con un puesto de investigadora asociada. De pronto se preguntó si ella se habría sentido irritada por todo aquello mientras efectuaba el trabajo sobre el modelo del núcleo atómico que la había hecho famosa. Comparado con todo lo que había tenido que enfrentarse antes, sus problemas de ahora no eran nada. Se mordió el labio.
–Sí. Sí, creo que sí. Hay algo… algo que está intentando llegar hasta nosotros. No sé qué.
Ella asintió. Había confianza en la forma en que lo hizo, pese a su lado paralizado, que despertó ecos en Gordon. Parpadeó sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.
–Bien, bien -murmuró ella con un tono entrecortado, y se alejó, sonriendo todavía.
Llegó a casa inmediatamente después que Penny, y la encontró cambiándose de ropa. Dejó su maletín a un lado, lleno con todas las preocupaciones del día.
–¿Dónde vas? – preguntó.
–A practicar un poco de surf.
–Cielos, se está haciendo oscuro.
–Las olas no lo saben.
Se apoyó contra la pared. La energía de Penny lo abrumaba. Aquella era la faceta de California que le resultaba más dura de asimilar: la energía física, el impulso.
–Vente conmigo -dijo ella, poniéndose un sucinto bikini y una camiseta encima-. Te enseñaré. Tú también puedes practicarlo.
–Oh -dijo él, no deseando mencionar que había deseado tomarse un vaso de vino blanco y ver las noticias de la noche. Después de todo, pensaba, y repentinamente el pensamiento no le gustó, podía haber alguna secuela de la historia de Shriffer.
–Anda, vamos.
En la playa de Wind'n Sea la observó abrirse camino en la ladera descendente de una ola, y se maravilló ante ello: una chica frágil, dominando una simple plancha y venciendo el ciego impulso del océano, suspendida en el aire como gracias a algún milagro de la dinámica newtoniana. Parecía un misterio líquido, y sin embargo tenía la sensación de que no debía sorprenderse; se trataba, después de todo, de un asunto de dinámica clásica, La pandilla que solía merodear en torno a la caseta de la bomba de agua estaba allí al completo, cabalgando en sus planchas mientras aguardaban la perfecta sincronización con las crestas de las olas, cuerpos bronceados en equilibrio sobre sus blancas planchas. Gordon sudaba bajo la inflexible rutina de los ejercicios de la Reales Fuerzas Aéreas Canadienses, convenciéndose a sí mismo de que aquello era tan bueno como el obvio placer que extraían los que practicaban el surf rompiendo el empuje de las olas. Una vez realizados los ejercicios de flexiones y tracciones, corrió un poco por la franja de arena, resoplando e intentando al mismo tiempo, de alguna forma, desentrañar los acontecimientos del día: rechazaron su simplista aproximación, el día no iba a descomponerse en un simple paradigma. Se detuvo, jadeando en el salino aire, las cejas empapadas del sudor que resbalaba de su frente. Penny se deslizaba hacia la playa en su plancha, pareciendo colgar en el denso aire, y agitó una mano hacia él. Tras ella, el océano se alzó como un muro y atrapó su plancha con su lisa mano, inclinándola hacia adelante. Penny se tambaleó, vaciló, agitó los brazos en el aire: cayó. La espumosa ola la tragó. La blanca plancha dio un vuelco, se giró del revés, fue arrastrada por el impulso de la ola. La cabeza de Penny apareció, el cabello aplastado contra su cráneo como si fuera una gorra, parpadeando, sus dientes brillando blancos. Se echó a reír.
Mientras se vestían, Gordon dijo:
–¿Qué hay para cenar?
–Lo que tú quieras.
–Ensalada de alcachofas, luego faisán, luego un bizcocho borracho de coñac.
–Espero que seas capaz de hacer todo eso.
–De acuerdo, ¿qué es lo que quieres tu?
–Voy a salir. No tengo hambre.
–¿Eh? – Un breve asomo de sorpresa. Él sí tenía hambre. – Voy a una reunión.
–¿De que?
–Una reunión. Un mitin, más bien.
–¿Para qué? – insistió él.
–Di más bien para quién. Para Goldwater.
–¿Qué?
–Supongo que habrás oído hablar de él. Se presenta a las elecciones para presidente.
–Estás bromeando. – Se detuvo, un pie a medias alzado, a medio camino de ponerse sus pantalones cortos. Luego, dándose cuenta de lo cómico que debía parecer en aquella postura, bajó la pierna y acabó de ponérselos-. Es un simple de espíritu…
–¿Como Babbitt?
No, Sinclair Lewis nunca se le hubiera ocurrido.
–Dejémoslo en un simple de espíritu.
–¿Has leído alguna vez La conciencia de un conservador? Tiene muchas cosas que decir en ese libro.
–No, no lo he leído. Pero ten en cuenta lo que conseguisteis con Kennedy, con el tratado de no proliferación de pruebas nucleares y algunas ideas realmente nuevas en política exterior, la Alianza para el Progreso…
–Además de la Bahía de los Cochinos, el muro de Berlín, ese hermano suyo con sus ojos de cerdito…
–Oh, vamos. Goldwater es un mero peón del gran capital.
–Hará frente a los comunistas. Gordon se sentó en la cama.
–Tú no crees en todas esas tonterías, ¿verdad? Penny frunció la nariz, un gesto que Gordon sabía que quería decir que no pensaba cambiar de idea.
–¿Quién envió a nuestros hombres a Vietnam del Sur? ¿Qué les ocurrió a Cliff y Bernie?
–Si Goldwater llega a la presidencia habrá millones de Cliffs y Bernies por todas partes.
–Goldwater ganará esa guerra, no se limitará a hacer tonterías.
–Penny, lo único que hay que hacer es detener nuestras pérdidas. ¿Por qué apoyar a un dictador como Diem?
–Todo lo que sé es que muchos amigos míos están muriendo.
–Y el gordo Barry va a cambiar todo eso.
–Por supuesto, creo que tiene fuerza suficiente para ello. Detendrá el socialismo en nuestro propio país.
Gordon se dejó caer de espaldas en la cama, lanzando un resignado uf de incredulidad.
–Penny, sé que tienes la impresión de que yo soy una especie de comunista neoyorkino, pero no acabo de comprender…
–Se me hace tarde. Linda me invitó a ese cóctel en honor de Goldwater, y voy a ir. ¿Quieres venir tú también?
–Buen Dios, no.
–De acuerdo. Me voy, entonces.
–¿Tú, una estudiante de literatura, a favor de Goldwater? Vamos…
–Sé que no encajo con tus estereotipos, pero ése es tú problema, Gordon.
–Señor.
–Volveré en un par de horas. – Se echó el cabello hacia atrás y se arregló su falda plisada, y salió del dormitorio, firme y enérgica. Gordon se quedó tendido en la cama contemplándola irse, incapaz de decir si ella estaba hablando en serio o no. La oyó cerrar la puerta delantera con un portazo tan enérgico que hizo retemblar las paredes, y decidió que sí estaba hablando en seno.
Desde un principio parecía una unión improbable. Se habían conocido en una fiesta de vino y patatas fritas en un cottage de la playa en Prospect Street, a un centenar de metros del Museo de Arte de La Jolla. (La primera vez que Gordon fue al museo no vio la placa, y supuso que se trataba simplemente de otra galería, algo mejor que la mayoría; llamar a esto y al Metropolitano museos, equipararlos, parecía un chiste deliberado.) La primera impresión que tuvo de ella fue de absoluto orden: dientes perfectos; piel escrupulosamente limpia; pelo suave. Un contraste con las mujeres delgadas y llenas de conflictos de Nueva York a las que había conocido, «frecuentado» -una palabra favorita por aquel entonces-, y que finalmente le habían intimidado. Penny parecía luminosa y abierta, capaz de una conversación genuinamente ligera, no ensombrecida por las opiniones del New York Times o del último seminario académico acerca de Qué Es Lo Importante. Vestida con un traje de cóctel estampado a flores con un escote cuadrado, cuyas angulosas líneas quedaban mitigadas por un redondo collar de perlas, su resplandeciente bronceado emitía cálidas radiaciones doradas que lo empaparon a la suave luz, como vida procedente de una distante estrella. Él estaba en compañía de una botella de vino tinto barato y probablemente por ello sobreestimó la magia de la ocasión, pero ella no parecía formar parte de las penumbrosas conversaciones que llenaban la habitación. En circunstancias de una mejor iluminación tal vez no se hubiera producido nada entre ellos. En aquella ocasión, sin embargo, ella se mostró más rápida y hábil y completamente distinta a cualquier otra mujer que hubiera conocido nunca. Su suave acento californiano era un alivio de los congestionados acentos del este, y sus frases brotaban con una fácil perfección que él consideraba fascinante. Aquello era lo principal: la naturalidad, el fervor femenino, la claridad de visión. Y además, ella poseía unos muslos amplios y atléticos que se movían bajo su sedoso vestido como si todo su cuerpo estuviera constreñido por la tela, capaz de una alegre escapatoria. Él no sabía mucho de mujeres -la notoria deficiencia de Columbia-, y mientras engullía más vasos de vino y seguía conversando se preguntó sobre sí mismo, sobre ella, sobre lo que estaba ocurriendo. Se parecía demasiado a un sueño largo tiempo acariciado. Cuando se marcharon juntos, subieron a un Volkswagen y partieron a toda prisa de la fiesta aún en plena efervescencia, su respiración se hizo afanosa por las implicaciones… que rápidamente se revelaron ciertas. A partir de ahí los momentos que pasaron juntos, los restaurantes alegremente compartidos, los discos y libros redescubiertos, parecieron inevitables. Aquélla era la clásica relación. Todo lo que había sabido nunca de las mujeres era que en una relación tenia que existir magia, y ahí estaba, sin anunciar, todavía formándose. Se aferró a ella.
Y ahora, en la metafórica mañana siguiente, resultaba que ella tenía amigos llamados Cliff y unos padres en Oakland y una tendencia hacia Goldwater. De acuerdo, pensó, no todos los detalles pueden ser perfectos. Pero quizás, en un cierto sentido, eso formara también parte de la magia.