17

15 de abril de 1963

Gordon desayunó en el café de Harry en Girard, intentando repasar las notas de su clase e inventar algunos problemas que incluir en unos trabajos para casa. Era difícil trabajar allí. El entrechocar de los platos no dejaba de interrumpir, y una pequeña radio cantaba canciones del Kingston Trio, que nunca le habían gustado. Lo único en música pop que podía tolerar era Dominique, un extraño hit grabado por una monja belga de voz angelical. De todos modos, no se sentía con humor para concentrarse en cosas académicas. El artículo del San Diego Union sobre la espectacular presentación de Saul en la televisión era peor de lo que había esperado, sensacionalista más allá de los límites de toda razón. Algunos del departamento se lo habían recriminado fuertemente.

Rumió sobre todo aquello mientras conducía subiendo Torrey Pines, sin llegar a ninguna conclusión. Fue distraído por un Cadillac con todos sus faros encendidos. El conductor era el típico hombre de cuarenta años, exhibiendo un sombrero de ala ancha y una expresión ofuscada. Allá a finales de los años cincuenta, recordó, el Consejo de Seguridad Nacional había hecho una gran publicidad sobre aquello. En una de las principales fiestas nacionales, había fomentado la idea de conducir con los faros encendidos durante todo el día, para recordarle a todo el mundo que había que conducir con prudencia. De alguna forma la idea había prendido en los conductores partidarios de la-lentitud-es-la-seguridad, y ahora, años más tarde, todavía podía vérseles renqueando por entre el tráfico, seguros de que su lentitud significaba invulnerabilidad, con sus faros brillando inútilmente. Había algo en aquella estupidez refleja que siempre lo irritaba.

Cooper estaba ya en el laboratorio. Mostrándose más y más industrioso a medida que se aproxima su examen, pensó Gordon, sintiéndose luego culpable por su cinismo. Cooper parecía realmente más interesado ahora, probablemente porque todo el asunto del mensaje había quedado al margen de su tesis.

–¿Has probado las nuevas muestras? – preguntó Gordon, con una cordialidad alimentada por los residuos de su culpabilidad.

–Sí. Están respondiendo muy bien. Tengo la impresión de que el añadido de impurezas de indio lo ha conseguido.

Gordon asintió. Había estado desarrollando el método de dopar las muestras a fin de conseguir la adecuada concentración de impurezas, y aquélla era la primera confirmación de que varios meses de esfuerzo estaban empezando a dar resultado.

–¿Ningún mensaje?

–Ningún mensaje -dijo Cooper, con evidente alivio. Una voz desde la puerta dijo:

–Oigan, yo, me dijeron…

–¿Sí? – dijo Gordon, volviéndose. El hombre iba vestido con unos pantalones sueltos y una chaqueta estilo Einsenhower. Parecía tener más de cincuenta años, y su rostro estaba profundamente bronceado, como si trabajara al aire libre.

–¿Es usted el profesor Bernstein?

–Sí. – Gordon estuvo tentado de añadir uno de los viejos chistes de su padre: «Sí, tengo este honor», pero la ansiosa expresión del hombre le decidió a no hacerlo.

–Yo… yo soy Jacob Edwards, de San Diego. He hecho un trabajo que creo puede interesarle. – La entonación de sus frases las convertía casi en preguntas.

–¿Qué tipo de trabajo?

–Bueno, sus experimentos y el mensaje y todo eso. Dígameles aquí donde recibe usted las señales?

–Oh, sí.

Edwards entró en el laboratorio, tocando algunos de los aparatos con expresión maravillada.

–Asombroso. Realmente asombroso. – Estudió algunas de las nuevas muestras colocadas sobre el banco de trabajo.

–Eh -dijo Cooper, alzando la vista de la registradora-. ¡Eh, esas muestras están revestidas con… mierda!

–Oh, no se preocupe, mis manos ya estaban sucias. Tienen ustedes un buen equipo aquí, ¿eh? ¿Cómo pagan por todo ello?

–Tenemos una subvención de… Pero mire, señor Edwards, ¿qué es lo que podemos hacer por usted?

–Bueno, he resuelto su problema, ¿saben? Sí, lo he hecho. – Edwards ignoró la fulminante mirada de Cooper.

–¿Cómo, señor Edwards?

–El secreto -dijo el hombre, con aire confidencial- es el magnetismo.

–Oh.

–El magnetismo de nuestro Sol, eso es lo que buscan.

–¿Quiénes? – Gordon empezó a pensar en alguna forma de apartar a Edwards de los aparatos.

–La gente que les está enviando esas cartas. Vienen aquí para robarnos nuestro magnetismo. Eso es todo lo que hace que la Tierra gire alrededor del Sol… eso es lo que he probado.

–Mire, no creo que el magnetismo tenga nada que ver con…

–Su experimento… -palmeó una de las grandes bobinas- utiliza imanes, ¿no?

Gordon no vio ninguna razón para negarlo. Pero antes de que pudiera decir nada, Edwards prosiguió:

–Ellos se sienten atraídos por su magnetismo, profesor Bernstein. Están explorando en busca de más magnetismo, y ahora que han encontrado el suyo, van a venir a tomarlo.

–Entiendo.

–Y van a venir a tomar el magnetismo del Sol, también. – Agitó las manos y miró al techo, como si estuviera contemplando una visión-. Todo él. Caeremos al Sol.

–No creo…

–Puedo probar todo esto, ¿sabe? – dijo el hombre tranquilamente, en un tono de soy-una-persona-perfectamente-razonable-. Estoy ante usted como un hombre que ha resuelto, resuelto, el problema del campo unificado. ¿Sabe? El lugar de donde proceden todas las partículas, y de donde proceden estos mensajes. Yo lo he hecho.

–Cristo -dijo Cooper agriamente. Edwards se volvió hacia él.

–¿Qué quiere decir con esto, muchacho?

–Dígame -contraatacó Cooper-, ¿vienen a bordo de platillos volantes?

El rostro de Edwards se ensombreció.

–¿Quién se lo dijo?

–Sólo es una suposición -murmuró Cooper suavemente.

–¿Recibieron ustedes algo que no hayan dicho a los periódicos?

–No -dijo apresuradamente Gordon-. No, no hemos recibido nada.

Edwards clavó un dedo en Cooper.

–Entonces, ¿por qué ha dicho «¡Ah!»? – Se inmovilizó, mirando a Cooper-. No van a decirle nada a los periódicos, ¿verdad?

–No hay nada…

–No van a hablarles absolutamente nada acerca del magnetismo, ¿eh?

–Nosotros no…

–¡Bien, no van a quedárselo sólo para ustedes! La teoría del magnetismo unificado es mía, y ustedes, ustedes, educados… -se debatió buscando la palabra que necesitaba, no la encontró, y prefirió olvidarla-, en sus universidades, no van a impedirme…

–No hay nada que…

–… que yo vaya a los periódicos y les cuente mi visión del asunto. Yo también he recibido una educación, ¿saben?, y…

–¿Dónde estudió usted? – preguntó Cooper sarcásticamente-. ¿En el Instituto de Lucha Libre Verbal Americana?

–Usted… -De pronto Edwards pareció congestionarse con las palabras, una aglomeración tan grande de palabras que no podía extraerlas de una en una-. Usted…

Cooper se puso en pie casualmente, adoptando una actitud musculosa y en guardia.

–Vamos ya, amigo. Lárguese.

–¿Qué?

–Fuera de aquí.

–¡No pueden robarme mis ideas!

–No las querernos -dijo Gordon.

–Esperen a verlas en los periódicos. Simplemente esperen.

–Fuera -dijo Cooper.

–Tampoco les mostraré ni un ápice de mi motor magnético. Iba a mostrárselo…

Gordon apoyó las manos en sus caderas y caminó hacia el hombre, con Cooper cubriendo su flanco y dejando como única escapatoria el camino que conducía a la salida del laboratorio. Edwards retrocedió, sin dejar de hablar. Les miró, con ojos llameantes y se atragantó con la última frase, que se convirtió en una especie de ronquido. Se dio la vuelta gruñendo, y salió apresuradamente al corredor.

Gordon y Cooper se miraron el uno al otro.

–Una de las leyes de la naturaleza -dijo Gordon- es que la mitad de las personas deben hallarse por debajo de la media.

–Para una distribución gaussiana, sí -dijo Cooper-. Sin embargo, es triste. – Agitó la cabeza y sonrió. Luego volvió al trabajo.

Edwards fue el primero, pero no el último. Aparecieron a un ritmo regular, desde el momento en que la historia del San Diego Union fue reproducida por otros periódicos. Algunos acudieron en coche desde Fresno o Eugene, dispuestos a desentrañar el enigma de los mensajes, cada uno de ellos seguro de que sabía la respuesta antes de ver la evidencia. Algunos traían manuscritos donde habían reflejado sus ideas acerca del universo en general, o de una teoría científica en particular -Einstein era uno de los favoritos, y refutarle el tema más común-, u ocasionalmente sobre los experimentos de Gordon. La idea de escribir un tratado supuestamente erudito, utilizando tan sólo un vago artículo periodístico, divertía a Gordon. Algunos de los visitantes habían publicado incluso sus tesis, utilizando los canales privados de edición tan queridos por los aficionados. Se las presentaban, arropadas en horribles cubiertas chillonas. Dentro, un batiburrillo de términos que se daban codazos entre sí en busca de espacio dentro de frases que no significaban nada. Las ecuaciones aparecían a cada momento, festoneadas con nuevos símbolos parecidos a decoraciones de hermosos árboles de Navidad. Las teorías, cuando Gordon se tomaba el tiempo de escucharlas, empezaban y terminaban en el aire; no tenían conexión con nada conocido en física, siempre violaban la primera ley de un modelo científico: eran incomprobables. La mayor parte de aquellos chiflados parecía creer que construir una nueva teoría implicaba tan sólo la invención de nuevos términos. Junto con «energía», «campo», «neutrino», «superón» y «flujofuerza»… todos ellos sin definir, todos ellos rodeados por el aura mágica del creyente.

Gordon empezó a reconocerlos fácilmente. Aparecían en su oficina o en su laboratorio, o le llamaban a su casa, y en menos de un minuto podía distinguirlos de la gente normal. Los chiflados siempre empleaban un cierto número de palabras típicas que no tardaban en aparecer en su conversación. Proclamaban haberlo resuelto todo… haber globalizado todos los problemas de la humanidad en una gran síntesis. La «teoría unificada» era una clásica tarjeta de visita. Otra era la repentina e inexplicable aparición de las palabras del creyente tales como «superón». Al principio Gordon se echaba a reír cuando ocurría, despidiendo al chiflado de un modo casual, a veces incluso haciendo un chiste. Pero una tercera característica del chiflado era su nulo sentido del humor. Nunca reían, nunca se apeaban de sus baluartes. De hecho, la abierta exposición del ridículo sacaba a flote lo peor de ellos. Estaban uniformemente seguros de que cualquier científico en activo lo único que deseaba era robarles sus ideas. Algunos advertían a Gordon que ya habían solicitado la correspondiente patente (el hecho de que uno pudiera patentar un invento, pero no una idea, no les importaba en absoluto). En este punto, Gordon intentaba siempre terminar elegantemente la conversación; por teléfono era fácil, simplemente colgaba. Los chiflados en persona no eran tan sencillos. La resistencia frente a sus revolucionarias ideas los conducía inevitablemente a la abierta amenaza de que acudirían -y aquí venían las miradas ceñudas, la reluctante decisión de que tenían que utilizar la última, la definitiva arma- inmediatamente a los periódicos. De algún modo, para ellos, la prensa había sido siempre el juez de los asuntos científicos. Desde el momento en que Gordon había despertado la atención del San Diego Union, evidentemente se echaría a temblar ante la posibilidad de que su posición fuera atacada en aquellas mismas sacrosantas páginas.

Finalmente, Gordon desarrolló defensas. Por teléfono, colgaba rápidamente… tan rápidamente que en una ocasión cortó a su propia madre al no reconocer su voz y no poder comprender nada inteligente a través de la estática de la larga distancia. Los manuscritos y las cartas de los chiflados eran igualmente fáciles. Escribía una nota diciendo que, aunque las ideas de la persona en cuestión eran indudablemente «interesantes» (un término adecuado que no presuponía ningún juicio), estaban más allá de su competencia de modo que era incapaz de hacer ningún comentario sobre las mismas. Esto funcionaba; ninguno de estos casos le respondió. Los chiflados que se presentaban en persona eran los peores. Aprendió a ser brusco, incluso rudo. Esto lo libró de la mayor parte de ellos. Los del tipo más duro y persistente -tales como Edwards- tuvieron que enfrentarse a un Gordon que había aprendido a soslayar, a desviarse suavemente hacia otros asuntos. Luego los conducía a la puerta, murmurándoles palabras tranquilizadoras… pero nunca una promesa de leer un manuscrito, participar en una conferencia o dar su apoyo a una teoría. Esto último lo implicaba más, y le hacía perder una eran cantidad de tiempo. Finalmente conseguía llevarles hasta la puerta y entonces se iban… gruñendo y murmurando a veces, pero se iban.

Un efecto secundario de aquel tráfico de chiflados empezó a ver la luz a través de las observaciones casuales de otros miembros del departamento. Al principio observaban a los chiflados con interés. Luego siguió la diversión, y Gordon les proporcionó anécdotas de extrañas teorías e incluso más extraños comportamientos. Pero con el tiempo, el humor general cambió. Los demás miembros de la facultad empezaron a mostrar su desagrado de que el departamento fuera conocido por la equívoca imagen que de él había dado el San Diego Union. Dejaron de hacerle preguntas, en la pausa de la tarde para el café, acerca de cuántos chiflados habían acudido hoy. Gordon se dio cuenta del cambio.

18

24 de mayo de 1963

La zona de San Diego estaba creciendo y expandiéndose. Antes que seguir el caótico esquema de Los Ángeles, la más joven ciudad situada al sur eligió alentar a los patronatos de cuello blanco, las industrias «limpias» y los depósitos de cerebros. El más grande de esos depósitos de cerebros en la zona era la General Atomic, escasamente a kilómetro y medio de la bisoña universidad. Un considerable número de esos cerebros podían ser vistos nadando en aquellas aguas, buceando en problemas encargados y financiados por el gobierno. Notables nombres de Berkeley y del Caltech dedicaban agradables meses a llenar pizarras, mientras allá fuera las ardillas y los conejos de la General Atomic excavaban indolentemente sus madrigueras. Los animales formaban parte de un deliberado plan de los psicólogos para evocar el descanso, la quietud y el pensamiento profundo; el parecido con un filme de Disney podía ser algo accidental. El motivo ostensiblemente circular elegido por el arquitecto para las oficinas centrales de la General Atomic, con la ansiosamente cooperativa biblioteca en su centro, tenía una finalidad similar. Las calles circulares y los edificios recordaban las nociones orientales de realización, de serenidad, de descanso. Los curvados pasillos debían incrementar el contacto entre los investigadores. De hecho, sin embargo, la inescapable geometría significaba que nadie podía ver a más allá de seis metros de distancia en los curvados corredores. Eso tendía a evitar los encuentros accidentales de los científicos mientras iban de un lado para otro; desaparecían de la vista antes de que nadie pudiera reparar en ellos. Ir a casa o a la biblioteca significaba moverse radialmente, y por lo tanto no ver a nadie.

Como dijo Freeman Dyson aquel verano, «La distancia media de interacción aquí no es mayor que una portería de fútbol». Sin embargo, a menudo era suficiente; aquellos eran tiempos excitantes. Hacía tan sólo seis meses, el Mariner II había sobrevolado la superficie de Venus por primera vez. Gell-Mann y otros estaban explorando nuevas profundidades en la teoría de partículas. En abril, J. Robert Oppenheimer era nombrado vencedor del premio Fermi 1963 por la Comisión de Energía Atómica. Oppenheimer había sido, a los ojos de muchos científicos, la víctima propiciatoria pública de la era MacCarthy; había sido declarado un riesgo para la seguridad en 1954. Ahora, finalmente, el gobierno parecía estar compensando algo de su estupidez. A cambio, el resentimiento contra Edward Teller, que no había sabido defender a Oppenheimer, estaba empezando a menguar.

La sensación de apertura, de iniciar cosas nuevas, era ya un chicle en la escena política. El ambiente Kennedy era propicio al florecimiento de los media. El álbum de Vaughn Meader «La primera familia», que se burlaba del clan Kennedy, se había vendido rápidamente; el público tenía la sensación de que la burla era algo de lo más divertido. Los científicos, sin embargo, eran por su parte mucho más escépticos, fueran liberales o radicales, y estaban preocupados por el poco caso que Bobby Kennedy hacía generalmente de las sutilidades legales de las escuchas telefónicas. Pero el aumento del apoyo a la investigación científica parecía estarse convirtiendo ahora en un rasgo permanente, iniciándose con un repentino empujón tras el lanzamiento del Sputnik y ascendiendo de forma lineal. Todo el mundo sabía que habría un límite, pero no pronto; había mucho que hacer, y tan poca gente para hacerlo.

Freeman Dyson llegó a California cedido por el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, para trabajar en el proyecto Orion. Dyson poseía una inmensa reputación como físico teórico, y por ello fue invitado a dar uno de los últimos coloquios de primavera en el departamento de física de la Universidad de La Jolla. Gordon se sintió complacido por ello. Él tenía que dar el último coloquio del año, y tener a Dyson hablando antes que él acerca de algunas ideas especulativas podía apaciguar algunas de las reacciones hacia Gordon.

Dyson era delgado y de buen humor, y se movía con vivacidad ante la pizarra, como si estuviera sumido en un ligero trance, pensando intensamente en lo que deseaba decir y lanzando cada frase para que incidiera en un punto muy preciso. Un poco antes había sido muy cuidadoso corrigiendo a George Feher cuando éste lo presentó como «doctor». Dyson nunca había terminado su doctorado y ahora parecía ligeramente orgulloso de ello, con el orgullo inglés de ser, al menos en términos formales, un aficionado. Pero no hubo nada de aficionado en el coloquio de Dyson. Sus diapositivas eran claras, con gráficos precisos, algunos de ellos en color. Tenían ese profesional acabado aeroespacial que para Gordon subrayaba los agradables oropeles de la prosperidad; en sus días anteriores a su graduación en Columbia, los croquis hechos de cualquier manera y las diapositivas escritas a mano eran algo universal.

Dyson describió sus años de trabajo en el proyecto Orion, un plan para propulsar enormes espacionaves haciendo estallar bombas nucleares bajo ellas. El estallido golpearía a una «plataforma de empuje», que transferiría el golpe a través de amortiguadores a la nave en sí. La idea parecía al principio como un dibujo de Rube Goldberg, pero a medida que Dyson hablaba iba haciéndose plausible. La única forma de enviar cargas auténticamente grandes a través del sistema solar era utilizando impulsores nucleares de algún tipo. Orion era básicamente simple, y utilizaba algo en lo que ya éramos bastante buenos: la fabricación de bombas eficientes. ¿Por qué no utilizar la capacidad destructiva del hombre para algo útil? Dyson pensaba que un poderoso esfuerzo no solamente pondría al hombre en la Luna allá por 1970 -la meta de Kennedy-, sino incluso más allá, todo el camino hasta Marte. Los principios implicados en el proyecto habían sido probados en experimentos a pequeña escala, y funcionaban. El problema, por supuesto, era el primer estadio: alzar la nave desde la superficie de la Tierra mediante una serie de explosiones nucleares en cadena.

–¿Pero no van a cubrirnos ustedes con residuos radiactivos? – preguntó una voz entre la audiencia del coloquio.

Dyson frunció los labios. Era un hombre compacto, y sus afilados rasgos parecieron ensartar el problema como si fuera una mariposa.

–Mucho menos de lo que lo están haciendo las pruebas atmosféricas que nosotros y la Unión Soviética estamos llevando a cabo actualmente. Calculamos que Orion añadiría no más de un uno por ciento al nivel de radiación con que los políticos -pronunció cuidadosamente la palabra- ya nos han obsequiado.

En este punto Dyson se volvió melancólico, como si pudiera sentir a Orion escapársele de las manos. Los periódicos ofrecían reportajes diarios de los acuerdos en la Limitación de Pruebas Nucleares; los rumores de Washington decían que el acuerdo oficial sería firmado en cuestión de meses. Si era así, incluso la pequeña dosis de radiactividad de Orion debería ser desechada. Al final de la hora, tras las ecuaciones y los gráficos, sus palabras adquirieron una cierta amargura. La historia prescindiría de Orion. Era posible que algún día se pudiera volar por encima de la atmósfera, una vez los hombres lograran poner a punto una forma segura de alcanzar una órbita con cohetes químicos. Pero incluso entonces, muchos de los residuos encontrarían finalmente su camino de vuelta a la atmósfera. Quizá no hubiera ninguna forma completamente segura de dominar nuestro talento para construir bombas. Quizá no hubiera ningún atajo hacia los planetas.

El aplauso que rubricó la sombría conclusión de Dyson fue prolongado. Hizo una ligera inclinación hacia su auditorio, y sonrió conejos tristes.

Gordon dio el último coloquio del año. El público era incluso más numeroso que el de Dyson la semana antes, y más ruidoso. Gordon abrió su exposición con detalles del experimento, la historia del campo, diapositivas de las líneas normales de resonancia. Había compilado todos los resultados convencionales de Cooper hasta la fecha, y mostró como éstos confirmaban la teoría habitual. Fue una discusión satisfactoria pero relativamente carente de excitación. Gordon había decidido dejar el asunto así… ninguna referencia a los mensajes, ningún riesgo. Pero algo le hizo interrumpir en seco la sucesión de diapositivas. Murmuró:

–Sin embargo, hay algunos rasgos muy poco usuales en el ruido observado en nuestro trabajo… -Y ahí estaba ya, describiendo las interrupciones de las curvas de resonancia de Cooper, sus sospechas de que había un esquema definido bajo aquel ruido de fondo, luego la primera decodificación. Gordon utilizó el proyector de diapositivas, deslizando los rectángulos transparentes de modo que aparecieran a la vista de todos mientras hablaba, al tiempo que sus frases se hacían más rápidas, las palabras más secas, y su voz adquiría un cierto impulso. Mostró la descomposición del primer mensaje. Discutió las posibilidades de que un mensaje como aquél pudiera ser una casualidad, un accidente. De la atestada sala brotó entonces un murmullo sostenido. Describió sus esfuerzos por intentar descubrir una fuente local del ruido, su fracaso, y luego el segundo mensaje, Gordon no hizo mención de Saul y de la rejilla de 29 por 53; simplemente ofreció los datos. Las coordenadas AR 18 5 36 DEC 30 29.2 llenaron toda una diapositiva. Sólo entonces mencionó Gordon la «resonancia espontánea», concediéndole a Isaac Lakin todo el crédito por el término y la idea. Mantuvo su rostro inexpresivo y su voz suave y calmada mientras describía la «resonancia espontánea», daba las probabilidades estadísticas de que un efecto como aquél fuera consecuencia de un ruido al azar, y dejó las líneas repetidas de AR 18 5 36 DEC 30 29.2 en el proyector de diapositivas como mudo testimonio. Con tonos secos y precisos habló de sus reticencias hacia las señales procedentes del exterior, de las fluctuaciones de la «resonancia espontánea» -ahora utilizaba el término entre comillas, haciendo una pausa antes y después de las palabras como para rodearlas de una distinción verbal, al tiempo que sonreía muy ligeramente-, y caminó arriba y abajo delante de las pizarras, intentando recordar la actitud comedida de Dyson, la cabeza ligeramente inclinada.

La voz brotó de entre el público. Antes de que hubiera terminado la primera frase, la mayoría de las cabezas se habían vuelto para ver quién hablaba. Era Freeman Dyson.

–Supongo que se da cuenta usted de que Saul Shriffer ha organizado un buen follón con todo eso. Lo de la 99 de Hércules.

–Oh, sí -dijo Gordon, sorprendido. No había visto a Dyson entre el público-. Yo… yo no le autoricé…

–Y que nadie en la 99 de Hércules tiene ninguna posibilidad de responder todavía a nuestras estaciones comerciales de radio. Están demasiado lejos.

–Bueno, sí.

–De modo que, si se trata de un mensaje procedente de allí, tienen que estar utilizando un medio de comunicación más rápido que la luz.

La audiencia guardó silencio.

–Sí. – Gordon vaciló. ¿Debería apoyar la idea de Saul? ¿O mantenerse en su lugar?

Dyson agitó la cabeza.

–La semana pasada hablé acerca de un sueño. Es bueno soñar… pero hay que asegurarse de despertar luego.

Una oleada de risas brotó de la multitud y cayó sobre Gordon.

Retrocedió dos pasos, casi sin darse cuenta. El propio Dyson pareció sorprendido por la reacción, y luego sonrió allá en su posición en medio del auditorio en forma de cuenco, su rostro ablandándose mientras contemplaba a Gordon, como si deseara eliminar el mordiente de su observación. Alrededor de Dyson, algunos estaban palmeándose las rodillas y echándose hacia delante y hacia atrás en sus sillas, como si algo hubiera liberado en ellos una tensión y ahora, a una señal de Dyson, estuvieran seguros de cómo reaccionar.

–No me propongo… -empezó Gordon, pero fue ahogado por las constantes risas-. Yo no… -Vio a Isaac Lakin de pie, a unas pocas sillas de distancia hacia la izquierda. Algunos ojos de entre el público se desviaron de Gordon a Lakin. Las risas murieron.

–Desearía hacer una declaración -dijo Lakin con voz potente-. Inventé la idea de la resonancia espontánea para explicar unos hechos poco usuales. Lo hice de una forma completamente honesta. Creo que está ocurriendo algo en esos experimentos. Pero todo esto del mensaje… -agitó una mano en un gesto de rechazo-. No. No. Es un absurdo. Denuncio en este mismo momento cualquier asociación de mi nombre con ello. No deseo que mi nombre aparezca mezclado con tales… tales afirmaciones. Dejemos que Bernstein y Shriffer hagan lo que quieran… yo no cooperaré con ello.

Lakin se sentó con decisión. Hubo algunos aplausos.

–No propongo decidir lo que significa todo esto -empezó Gordon. Su voz era tenue, y le costaba pronunciar las palabras. Miró a Dyson. Alguien estaba murmurándole algo a Dyson y sonriendo ampliamente. Lakin, observó Gordon, estaba sentado con los brazos cruzados ante su pecho, mirando fijamente con ojos llameantes al AR y DEC. Gordon se volvió y miró a las coordenadas que gravitaban sobre su cabeza, grandes y anchas e indiferentes-. Pero creo que hay algo aquí. – Se volvió hacia el público-. Sé que suena ridículo, pero… -El zumbido en el auditorio se mantuvo. Tosió, pero no poseía la vibrante cualidad de llamar la atención que habían tenido las retumbantes palabras de Lakin. El ruido se hizo más intenso.

–Ah, Gordon… -Se sorprendió al descubrir al director del departamento a su lado. El profesor Glyer alzó una mano hacia el público, y el murmullo cesó-. Ya sabemos rebasado el tiempo previsto, y hay programada otra conferencia en este mismo lugar. Si hay más, esto, más cuestiones, pueden ser formuladas en el café que será servido arriba, en el salón. – El director recibió unos cuantos discretos aplausos, que fueron ahogados por un murmullo de voces mientras el público se levantaba para salir. Alguien pasó cerca de Gordon, diciéndole a su compañero.

–Bueno, quizá Cronkite lo crea, pero… -Y el compañero se echó a reír. Gordon se quedó inmóvil con la espalda apoyada contra la pizarra, observándoles marcharse. Nadie subió a hacerle ninguna pregunta. En torno a Lakin se había formado un núcleo de gente murmurante.

Dyson apareció al lado de Gordon.

–Lamento que las cosas hayan ido de este modo -dijo-. No pretendía…

–Lo sé -murmuró Gordon-. Lo sé.

–Sólo que todo esto parece tan condenadamente increíble…

–Shriffer piensa… -empezó Gordon, pero decidió dejarlo correr-. ¿Qué opina usted del resto del mensaje?

–Bueno, francamente, no creo que sea un mensaje. No tiene sentido.

Gordon asintió.

–Esto, la prensa no le ha ayudado mucho precisamente, supongo que ya se habrá dado cuenta. Gordon asintió.

–Bueno, iremos a tomar un poco de café, entonces. – Dyson se despidió con una incómoda inclinación de cabeza y se mezcló con la gente que salía. El coloquio se había trasladado al café con pastas que se había preparado escaleras arriba, y Gordon sintió que la tensión desaparecía de él, para ser reemplazada por el familiar sopor del final del día. Mientras recogía sus diapositivas, sus manos temblaban. Debería hacer más ejercido, pensó. Estoy en baja forma. Bruscamente, decidió saltarse la hora del café. Al infierno con todos ellos. Al infierno con aquel maldito hatajo de estúpidos.

19

29 de mayo de 1963

El maítre d'hótel en el restaurante El Mirador dijo:

–¿Cena, señog, s'il vous plait?

–Oh, sí.

Les condujo hasta un lugar con una excelente vista sobre la ensenada de La Jolla. Las olas se desmenuzaban en una línea de espuma blanca bajo los focos.

–¿Les aggada esta mesa? – Gordon asintió, mientras Penny miraba maravillada a su alrededor. Después de que el hombre les hubo traído la enorme carta y se fue, ella dijo:

–Dios mío, ¿por qué tienen que apoyarse tanto en ese horrible acento francés?

–¿Qué tienes que decig al gespecto, queguida? ¿No te aggada ese falso acento? – dijo Gordon.

–Mi francés no es muy bueno, pero… -Se interrumpió al ver que se acercaba el camarero. Gordon se sumergió en el ritual del vino, seleccionando uno cuya marca reconoció en el grueso volumen. Cuando miró a su alrededor, vio a los Carroway sentados a una cierta distancia, riendo y pasándoselo bien. Se los señaló a Penny; ella anotó la circunstancia en su estadística. Pero no fueron hasta su mesa para comunicarles las últimas cifras. Hacía cinco días que se había producido el coloquio, y ahora Gordon se sentía incómodo en el departamento. La salida de aquella noche a El Mirador había sido sugerencia de Penny, para animarle un poco.

Alguien golpeó discretamente su brazo.

–La abgige ahoga -dijo el camarero, mostrándole la botella-. Necesita gespigag un poco.

–¿Qué? – dijo Gordon, sorprendido.

–Abgigla al aige, ya sabe… gespigag.

–Oh.

–Gesulta aconsegable. – El camarero le dirigió una sonrisa ligeramente condescendiente.

Una vez se hubo ido, Gordon dijo:

–Al menos no ha abandonado ni por un momento su sonrisa. ¿Acaso todos los restaurantes de categoría de por aquí son como éste?

Penny se alzó de hombros.

–Aquí no poseemos la vieja cultura mundana de Nueva York. Pero habrás observado que tampoco nadie nos ha atacado con una navaja.

Normalmente, Gordon hubiera eludido la conversación de cómo-están-las-cosas-en-Nueva-York, pero esta vez murmuró:

–No krechtz acerca de lo que no conoces. – Y, sin darse cuenta, estaba hablando ya de los días después de que se fuera de casa de sus padres y empezara a vivir en un diminuto apartamento, estudiando intensamente y sintiendo realmente por primera vez la ciudad a su alrededor, respirándola. Su madre había encargado al tío Herb que cuidara de él de tanto en tanto, puesto que al fin y al cabo estaban viviendo en la misma vecindad. El tío Herb era un hombre delgado y emprendedor que siempre estaba metiéndose en nuevos negocios en el mundo de la confección. Mostraba un desdén de hombre práctico hacia la física. «¿Cuánto te pagan?», decía bruscamente, en medio de una discusión sobre cualquier otro asunto. «Lo suficiente, si me administro.» El rostro de su tío se crispaba mientras sopesaba aquella respuesta, e inevitablemente decía: «¿Te dan toda la física que puedas comer, y más?», y le daba una palmada en el muslo. Pero no era un ignorante. Utilizar su inteligencia para calcular los descuentos o valorar la comerciabilidad de una partida de suéteres de cuello vuelto… se necesitaba ser listo. Había convertido su único hobby también en un negocio. Todos los sábados y los domingos tomaba el metro hasta Washington Park Square para conseguir un asiento en una de las mesas de ajedrez de cemento cerca de las calles McDougal y Cuarta Oeste. Era un jugador profesional de ajedrez de fin de semana. Por un cuarto de dólar jugaba una partida contra quien se presentara, consiguiendo a veces incluso dos dólares en una hora. Al anochecer cambiaba de mesa para conseguir una cerca de una farola. En invierno jugaba en uno de los cafés del Village, sorbiendo café tibio con un audible ruido haciéndolo durar para que sus gastos no fueran demasiado elevados. Su único truco era hacer creer a sus oponentes que eran mejores que él. Puesto que cualquier jugador de ajedrez lo suficientemente mayor como para tener un cuarto de dólar que gastar en el juego era inevitablemente un caso avanzado de egolatría ajedrecística, eso no resultaba difícil. El tío Herb los llamaba «potzers»… jugadores tan malos como creí dos de sí mismos. Su forma de jugar tampoco era una maravilla. Estratégicamente era débil, pero era brillante en desplegar trampas destinadas a cazar a los potzers que veían en ellas una insospechada abertura para conseguir un rápido jaque mate. Las trampas le proporcionaban rápidas victorias, a fin de maximizar su rendimiento por hora. La visión del mundo del tío Herb era simple: los potzers o tontos, y los mensch o listos. Él, por supuesto, era un mensch.

–¿Sabes lo último que me dijo cuando me fui? – dijo Gordon bruscamente-. Me dijo: «No seas un potzer ahí donde vas.» Y me dio diez dólares.

–Un tío encantador -dijo Penny diplomáticamente.

–Y, ¿sabes?, el último viernes, en el Coloquio… empecé a sentirme como un potzer.

–¿Por qué? – preguntó Penny, con auténtica sorpresa.

–Me aferré firmemente a la fuerza de mis datos. Pero cuando los examinas atentamente… Cristo, Dyson me hubiera echado una mano, me hubiera apoyado, si hubiera habido algo de sentido en todo ello. Confío en su buen juicio. Estoy empezando a pensar que he cometido algún estúpido error en alguna parte, que he embrollado tanto el experimento que nadie puede descubrir ahora qué es lo que está mal.

–Deberías confiar en tu propio…

–Eso es lo que identifica el potzer, ¿entiendes? La incapacidad de aprender de la experiencia. Me he limitado a ir ciegamente hacia delante…

–Su compota, señoges -dijo suavemente el camarero.

–Oh, Dios -dijo Gordon, con tal irritación que el camarero dio un paso atrás, perdida su compostura. Penny se echó a reír, lo cual hizo que el camarero se sintiera aún más inseguro. Incluso Gordon sonrió, y su malhumor desapareció.

Penny hizo que la alegría estuviera presente en todo el resto de la cena. Sacó un libro de su bolso y se lo tendió.

–Es el nuevo Phil Dick.

Él echó una mirada a la llamativa portada. El hombre en el castillo.

–No he tenido tiempo de leerlo.

–Entonces busca algo de tiempo. Es realmente bueno. ¿Has leído alguno de sus otros libros?

Gordon se alzó de hombros, dejando a un lado el tema. Seguía deseando hablar de Nueva York, por razones que no podía comprender. Llegó a un compromiso contándole a Penny el contenido de la última carta de su madre. Aquella lejana figura parecía estarse acostumbrando a la idea de su hijo viviendo «en flagrante pecado». Pero había una curiosa vaguedad en aquellas últimas cartas que lo preocupaba. Cuando llegó a California, las cartas habían sido lar gas, llenas de chismes acerca de la rutina diaria, los vecinos, los rumores de la vida de Manhattan. Ahora ella le contaba muy poca cosa de lo que estaba haciendo. Y él notaba el vacío dejado por estos de talles, se daba cuenta de que su vida en Nueva York se estaba alejando progresivamente de el. Se sentía más seguro de sí mismo antes, el mundo le parecía más grande.

–Oh, vamos, Gordon. Deja de cavilar. Mira, te he traído algo más.

Gordon vio que ella había planeado metódicamente una alegre velada, completa, con regalos incluidos. Penny extrajo un precioso juego de pluma y lápiz Cross, una corbata estrecha estilo Oeste, y una pegatina para el coche: Au+H2O. Gordon la sujetó entre el índice y el pulgar, suspendiéndola delicadamente en el aire sobre su mesa, como si creyera que podía contaminar la piccata de ternera.

–¿Qué demonios es esto?

–Oh, vamos. Es sólo un chiste. Los símbolos químicos del oro y del agua: Gold+Water.

–Y la próxima vez me traerás ejemplares de La conciencia de un conservador, Cristo.

–No tengas tanto miedo a las nuevas ideas.

–¿Nuevas? Penny, están llenas de telarañas.

–Son nuevas para ti.

–Mira, Goldwater puede ser buen vecino… las verjas hacen buenos vecinos, ¿no es eso lo que dice Frost? Aquí tienes un pequeño toque literario. Pero, Penny, es un papanatas.

–No tan papanatas como el que nos hizo perder Cuba -dijo ella rígidamente.

–¿Eh? – Gordon se sintió honestamente desconcertado.

–El pasado octubre Kennedy la perdió definitivamente. Simplemente así. – Hizo chasquear sus dedos con energía-. Aceptó no hacer nada, respecto a Cuba si los rusos quitaban sus misiles de allí.

–Por «nada» quieres decir otra Bahía de Cochinos.

–Quizás -asintió ella firmemente-. Quizás.

–Kennedy ya ha ayudado a suficientes fascistas. Los exiliados cubanos, Franco, y ahora Diem en Vietnam. Pienso que…

–Tú no piensas absolutamente en nada, Gordon. De veras. Te has traído contigo todas esas ideas del este acerca de la forma en que funciona el mundo, y todas ellas son equivocadas. JFK se mostró débil en Cuba y tú simplemente te quedaste mirando… los rusos van a darles todas las armas que quieran, y empezarán a infiltrarse por todas partes, por toda Sudamérica. Son una auténtica amenaza, Gordon. ¿Quién va a impedirles ahora que envíen tropas incluso a África? ¿Al Congo?

–Tonterías.

–¿Es una tontería también el que Kennedy esté quitándonos cada día un poco más de nuestras libertades? ¿Obligando a las acerías a mantener sus precios, mientras que lo que deberían hacer sería aumentarlos? ¿Qué le ha ocurrido a la libre empresa?

Gordon alzó una mano en el aire.

–Mira, ¿firmamos una tregua?

–Simplemente estoy intentando que te liberes de estas ideas tuyas. Vosotros, la gente del este, no comprendéis cómo funciona real mente este país.

–Creo que hay algunos tipos del New York Times que han pensado un poco al respecto -dijo Gordon sarcásticamente.

–Demócratas izquierdistas -empezó ella- que no…

–Eh, eh. – Alzó de nuevo su mano hacia ella-. Creí que habíamos firmado una tregua.

–Está bien… de acuerdo. Lo siento.

Gordon estudió su plato por un momento, distraído, y luego dijo de pronto:

–¿Qué es esto?

–Una ensalada de alcachofas.

–¿Yo he pedido esto?

–Yo misma te lo oí.

–¿Después de la ternera? ¿En qué estaría pensando?

–Te aseguro que no lo sé.

–No lo quiero. Llamaré a uno de esos estrafalarios camareros.

–No son «estrafalarios», Gordon. Son raros.

–¿Qué? – preguntó él, sin comprender.

–Ya sabes. Homosexuales.

–¿Maricas? – Gordon tuvo la impresión de que había sido engañado durante toda la velada. Dejó caer la mano que estaba llamando al camarero, sintiendo una repentina timidez-. Deberías habérmelo dicho.

–¿Por qué? No tiene importancia. Quiero decir, están por todas partes en La Jolla… ¿no te has dado cuenta?

–Esto… no.

–La mayor parte de los camareros en cualquier restaurante lo son. Es un trabajo muy adecuado para ellos. Pueden viajar por todas partes y vivir en los mejores lugares. No tienen obligaciones familiares, la mayor parte del tiempo sus familias no desean saber nada de ellos, así que… -Se alzó de hombros. Gordon vio en su gesto una afectada sofisticación, un fácil contacto con el mundo, que de pronto envidió enormemente. La forma en que su conversación había derivado de tema en tema aquella noche le desconcertaba, le hacía sentirse desequilibrado. Se dio cuenta de que seguía sin poder captar la esencia de la auténtica Penny, la mujer que había realmente tras unos rostros tan distintos. La ridícula defensora de Goldwater vivía al lado de la literaria licenciada en artes que luego se unía a la chica de deshinibida sexualidad. Recordaba haber abierto la puerta del cuarto de baño en una fiesta de la facultad el año pasado, y habérsela encontrado sentada en la taza del váter, su falda azul abierta en abanico a su alrededor como un ramillete de flores. Ambos se mostraron sorprendidos; ella sujetaba un trozo de papel tisú amarillo en su mano alzada. Sus talones estaban apoyados en la unión de las baldosas triangulares del suelo, de modo que los dedos de sus pies se curvaban en el aire. El asiento bajo hacía que sus caderas parecieran más anchas. Entre sus pálidos muslos separados destacaba la abertura ovalada de la taza. La oscura funda de sus medias cubría la mayor parte de sus piernas, rematadas con las lenguas descendentes de sus portaligas. El se quedó allí indeciso, con la boca abierta, y luego entró, cerrándola a la posibilidad de un paso en falso. El espejo en la pared del fondo reflejó a un desconocido sorprendido y desconcertado. Cerró la puerta tras él, se acercó a ella. «Puedes ver esto en casa», dijo ella con picardía. Con una estudiada deliberación se secó, sin preocuparse de él, y arrojó el papel por la abertura del váter entre sus piernas. Se volvió a medias en el asiento, y apretó la palanca de cerámica del depósito. No se levantó hasta que oyó el gorgotear del agua. De pie, arreglándose las ropas, parecía más alta y en cierto modo desafiante, un problema exótico. En el blanco y embaldosado cuarto de baño parecía resueltamente luminosa, una Penny que nunca había conocido. «No podía esperar», dijo él con una voz ronca que le sonó extrañamente a sí mismo, considerando que no era cierto. Pasó junto a ella, bajándose la cremallera. El líquido chorro le hizo sentir un agradable alivio. «Como si estuviéramos en casa, ¿eh?» Penny alzó una comisura de su boca acentuada por el lápiz de labios en una media sonrisa, viendo el cambio de humor en él. «Sí, supongo que sí», dijo él indolentemente. Fuera, sus colegas estaban discutiendo de superconductividad, mientras sus esposas hacían comentarios sobre las últimas operaciones inmobiliarias del lugar; las mujeres parecían decantarse hacia todo lo que era real y sólido. La sonrisa de Penny se hizo más amplia, y él terminó con un último chorro que manchó parcialmente el borde de la taza. Dio unas breves sacudidas para desprender las últimas gotas, cerró la cremallera, y secó el asiento con otro trozo del tisú amarillo. Nunca se había sentido tan franco y abierto con una mujer antes, tan relajado. Sin desear prolongar el momento por miedo a estropearlo, la besó ligeramente y abrió la puerta. Fuera, Isaaz Lakin es taba apoyado contra la pared, estudiando las reproducciones de Brueghel en el débilmente iluminado pasillo y aguardando para entrar en el cuarto de baño. «Ah -dijo, al verlos aparecer juntos-, ocurren cosas…» Una simple deducción. Los ojos de Lakin fueron del uno al otro como si así pudiera captar el secreto, como si acabara de descubrir una nueva faceta de Gordon. Bueno, quizá fuera cierto. Quizá los dos acabaran de descubrirla.

–Gordon. – Penny lo devolvió al presente-. Has estado ausente durante toda la velada. – Parecía preocupada. Él sintió un breve asomo de irritación. La Penny de sus sueños era suave y femenina; la que tenía ahora ante él era una inoportuna-. Si vas a hacerlo de todos modos, ¿por qué simplemente no hablas de ello?

Él asintió. Aquella programada salida nocturna, llena de alegría forzada, estaba empezando a abrumarle. Del mismo modo que el repentino cambio en sus emociones. Normalmente se consideraba un hombre férreo, inamovible ante las emociones pasajeras.

–Hoy recibí una llamada de Saul -dijo rígidamente, huyendo de sus propios pensamientos-. Él y Frank Drake van a trabajar algún tiempo en el gran radiotelescopio de Green Bank, en Virginia del Oeste. Desean estudiar la 99 de Hércules.

–Si reciben alguna señal, «¿confirmará eso tu caso?

–Correcto. No tiene sentido pero… así es.

–¿Por qué no tiene sentido?

–Mira, quiero decir… -Gordon agitó exasperado una mano. Uno de los camareros tomó aquello como una señal y se dirigió hacia ellos. Apresuradamente, Gordon le hizo señas de que no acudiera-. Aunque aceptes toda la historia, los taquiones y todo lo demás… ¿por qué pensar que pueden haber señales de radio? ¿Por qué ambas cosas? La única razón de utilizar taquiones es que la radio es demasiado lenta.

–Bueno, al menos están haciendo algo.

–¿Tú también eras una animadora en los partidos de fútbol del instituto?

–Dios, a veces eres un tipo realmente odioso.

–Éstos son mis días malos del mes.

–Mira, Saul está intentando ayudar.

–No creo que ésa sea la forma de resolver el problema.

–¿Cuál es, entonces? – Cuando él apartó la pregunta con un gesto de la mano y una expresión ligeramente disgustada, ella insistió-: Realmente, Gordon, ¿cuál es?

–Olvidarlo. Ésta es la mejor manera. Lo único que deseo es que todo el mundo lo olvide también.

–No piensas realmente…

–Por supuesto que lo pienso. Deberías haber estado en aquel coloquio.

Ella dejó que él se enfriara unos momentos, y luego murmuró:

–Hace una semana estabas lleno de confianza.

–Eso era hace una semana.

–Al menos podías trabajar en ello.

–El examen de candidatura de Cooper es dentro de dos días. Voy a concentrarme en ayudarle a prepararse, y luego a salir con bien de él. Éste es mi trabajo.

Gordon agitó bruscamente la cabeza, como si el tener un trabajo que hacer resolviera todos los problemas.

–Quizá debieras intentar algo como lo que está haciendo Saul.

–No tiene objeto.

–¿Cómo puedes estar tan seguro? – Penny alzó los brazos, echándose hacia atrás en su silla de roten y mirándole directamente a los ojos-. ¿Has pensado alguna vez en la rígida forma de trabajar que tienen los científicos? Es como un entrenamiento militar.

–Tonterías.

–¿Qué es lo que os enseñan? A transcribir todo lo que sabéis acerca de un problema. A reducirlo a unas cuantas ecuaciones. La mayor parte de las veces es suficiente, ¿no? Simplemente les das unas cuantas vueltas a las ecuaciones, y ahí tienes la respuesta.

–No es tan sencillo -dijo Gordon, agitando la cabeza. Pero tenía que admitirse a sí mismo a regañadientes que había algo de ver dad en lo que ella estaba diciendo. Asignar símbolos, convertir las incógnitas en equis, yes y zetas, luego reordenarlo. Pensamiento a la medida. Todos estaban acostumbrados a ello, y quizás esto ocultara algunos de los elementos del problema, si uno no era cuidadoso. Dyson, con toda su sabiduría, podía estar completamente equivocado, simplemente a causa de sus hábitos de pensar.

–Tomemos un poco de mousse de chocolate -dijo Penny alegremente.

Él alzó la vista hacia ella. Estaba dispuesta a conseguir que la ve lada terminara agradablemente, de una u otra forma. La recordó sentada en la taza del váter, y sintió que una extraña ternura lo inundaba. La había visto a la vez vulnerable y serena sentada allí, realizando una función animal rodeada por unas ropas diáfanas. Graciosa, y curiosamente elegante.

–¿Les ha aggadado la comida, señoges?

Gordon alzó la vista hacia el camarero, intentando estimar si era realmente homosexual.

–Oh… sí. Sí. – Hizo una pausa-. Mucho mejor que en Chef Bo-yar-di.

La expresión en el rostro del camarero valió el precio de la comida.

20

31 de mayo de 1963

El examen de candidatura de Cooper empezó bastante bien. Gates, un físico de altas energías, empezó con un problema estándar.

–Señor Cooper, considere dos electrones en una caja unidimensional. ¿Puede escribirnos la función de onda para este estado?

Gates sonreía de una forma amistosa, intentando eliminar la tensión que siempre había en los exámenes orales. Los estudiantes casi siempre se encallaban en algún lugar, incapaces de desarrollar la menor noción de física simplemente a causa de su propio nervio sismo.

Cooper empezó con buen pie la resolución del problema, dibujando un esquema del estado más bajo de energía. Luego se encalló. Gordon era incapaz de decir si era un simple amilanamiento o una calculada táctica dilatoria. Últimamente, los estudiantes habían encontrado en el fruncimiento de cejas y el repentino silencio un método para extraer alguna ayuda del comité. A menudo funcionaba. Al cabo de un momento, Gates dijo:

–Bien… la parte espacial de la función de onda, ¿debe ser simétrica?

Cooper respondió finalmente:

–Oh., no… creo que no. Los spins deberían ser… -Y a partir de ahí, deteniéndose de tanto en tanto, elaboró con éxito todo el resto.

Gordon se sintió inquieto mientras Gates conducía a Cooper a través de una serie de preguntas de rutina, todas ellas destinadas a des cubrir si el candidato conocía el trasfondo general del problema que pretendía abordar en su tesis. El aire acondicionado zumbaba con suave energía; la tiza de Cooper chirriaba y rasgeaba en la pizarra. Gordon echó una ojeada a Bernard Carroway, el astrofísico. No había ningún problema por aquel lado. Carroway parecía aburrido, impaciente por terminar con aquel ritual y regresar a sus cálculos. El cuarto y último miembro del comité era el único problema; Isaac Lakin, Como el profesor más antiguo en el campo de las tesis de Cooper, su presencia era inevitable.

Gates terminó sus preguntas y Carroway, parpadeando soñoliento, pasó a Lakin. Aquí está, pensó Gordon.

Pero Lakin no era tan directo. Llevó a Cooper a una discusión de su propio experimento… normalmente un terreno seguro para el estudiante, puesto que era lo que mejor conocía. Lakin insistió en las bases teóricas de los efectos de la resonancia nuclear. Cooper escribió las ecuaciones, trabajando rápidamente. Cuando Lakin sondeó más profundamente, Cooper frenó su ritmo, luego se detuvo. Probó la táctica del encallamiento. Lakin lo adivinó y se negó a proporcionarle a Cooper ningún dato significativo. Carroway empezó a demostrar un cierto interés, sentándose erguido por primera vez durante el examen. Gordon se preguntó por qué un estudiante en dificultades provocaba una mayor atención del comité; ¿era el instinto de la caza? ¿O la preocupación propia del profesor de que el estudiante, presumiblemente capaz hasta que se demostrara lo contrario, revelara repentinamente una ignorancia fatal? Cualquiera de las dos respuestas era demasiado simplista, concluyó Gordon.

Por aquel entonces Lakin tenía ya a Cooper contra las cuerdas. Le hizo describir una imagen clara del modelo teórico, y describir las hipótesis subyacentes. Luego Lakin hizo trizas las explicaciones de Cooper. Sus afirmaciones eran vagas, su razonamiento lleno de lagunas. Había descuidado dos efectos importantes. Gordon permanecía sentado completamente inmóvil, sin deseos de interrumpir porque aún seguía aferrándose a la esperanza de que Cooper pudiera salirse por sí mismo tras ser derribado por aquella repentina tormenta, y empezara a responder correctamente. Esa esperanza fue desvaneciéndose. Gordon recordó un comentario que Lakin había escrito con respecto a una tesis, hacía años: «Joven, una parte de este trabajo es original, y una parte es correcta. Desgraciada mente, la que es correcta no es original, y la que es original no es correcta.»

Carroway intervino con algunas preguntas incisivas. Cooper pareció animarse, luego volvió a su táctica anterior, encallándose para ganar tiempo. Pero en un examen de dos horas hay tiempo más que suficiente para descubrir todas las debilidades. Carroway escuchó las vacilantes respuestas de Cooper, los ojos entrecerrados, pero obviamente alerta ahora, una agria expresión extendiéndose por todo su rostro. Gates observaba a Cooper como intentando comprender el motivo por el cual un estudiante que hacía tan sólo unos momentos había parecido tan brillante podía encontrarse ahora en tales problemas. Cuando Cooper se volvió para responder a una salida de Lakin, Gates agitó la cabeza.

Gordon decidió intervenir. No era una buena idea defender mucho al propio candidato en el examen de candidatura, precisamente a causa de que resultaba muy evidente, y eso implicaba que uno también le concedía defectos al estudiante. Gordon alzó la voz, interrumpiendo el fluir de las preguntas de Carroway. Señaló que en el tiempo que quedaba el comité debía tomar en consideración la forma y los detalles del experimento de Cooper, y que todavía no habían abordado ese tema. Dio resultado. Gates asintió. Cooper, que había permanecido de pie con su espalda apoyada contra la pizarra, sonrió con evidente alivio. La sala del comité se llenó con los pequeños ruidos de manos hojeando papeles, cuerpos cambiando de postura en incómodas sillas: la tensión de antes se había roto. Cooper podía reparar algo del daño.

Pasaron cinco fáciles minutos. Cooper explicó la forma como se había organizado el experimento, y detalló los aparatos que componían la instalación. Distribuyó copias de sus primeros resultados.

Lakin concedió a esos papeles apenas una ojeada. En vez de ello, pasó algunas páginas de su propio dossier y transmitió sus datos a Cooper.

–Lo que me preocupa aquí, señor Cooper, no es solamente los resultados fáciles de comprender. Estoy seguro de que el comité no encontrará en ellos ninguna sorpresa. Lo que deseo saber es si son correctos.

–¿Señor? – dijo Cooper, con un hilo de voz.

–Todos sabemos que hay… detalles curiosos en su trabajo.

–Esto, yo…

–¿Puede explicarnos esas cosas?

Lakin señaló hacia sus propias páginas, puestas boca arriba sobre la mesa. Había trazos subrayando la repentina interrupción de las regulares curvas de resonancia. Gordon las contempló con una sensación enfermiza.

El resto del examen pareció transcurrir muy rápidamente. Cooper perdió el tranquilo distanciamiento que había conseguido mantener con éxito durante todo el interrogatorio anterior. Explicó el efecto de la resonancia espontánea con frases entrecortadas. Dio una precipitada explicación de todo lo que sabía y, al llegar al final de ella, volvió hacia atrás, hacia sus implicaciones. Intentó eludir la cuestión de qué era lo que causaba el efecto. Carroway, visible mente interesado ahora, le hizo volver a ello. Las intervenciones de Gordon no sirvieron de nada. Gates empezó a secundar el escepticismo de Carroway, de modo que Cooper iba de Lakin a Carroway a Gates, encontrándose con nuevas objeciones cada vez que se volvía de derecha a izquierda.

–Esta cuestión es el núcleo de toda la tesis -dijo Lakin, y los otros asintieron-. Debe ser aclarada. Solamente el señor Cooper conoce la verdad del asunto.

Todos en la sala sabían que se estaba refiriendo a los mensajes y a Gordon y a Saul Shriffer, no solamente a la exactitud de los instrumentos electrónicos de Cooper. Pero aquel examen era una forma para la facultad de expresar su juicio profesional sobre todo el asunto, y la batalla debía ser librada sobre aquel terreno.

Gordon dejó que todo aquello prosiguiera durante tanto tiempo como le fue posible soportar, hasta haber consumido casi las dos horas. Finalmente dijo:

–Todo esto está muy bien, pero ¿estamos centrándonos en el tema? Ustedes han visto los datos…

–Por supuesto -respondió rápidamente Lakin-. ¿Pero son correctos?

–Opino que esta cuestión no es la que estamos considerando. Se trata del examen para una candidatura. Juzgamos el valor de una experiencia… no su resultado final.

Gates asintió. Luego, ante la sorpresa de Gordon, también lo hizo Carroway. Lakin permaneció en silencio. Como si la cuestión hubiera quedado solventada, Gates le hizo a Cooper una inocua pregunta acerca de su equipo. El examen estaba finalizando. Caraguay se reclinó de nuevo en su silla, los ojos medio cerrados hacia su propio mundo interior, el destello de interés desaparecido ya. Gordon se preguntó irónicamente qué pensarían los contribuyentes de aquel semidespierto servidor público, y luego recordó que Caraguay seguía el ritmo de trabajo de los teóricos. Llegaba al mediodía, listo para sustituir el almuerzo por el desayuno. Los seminarios y las discusiones con los estudiantes le tomaban hasta el anochecer. Por aquel entonces estaba preparando para iniciar sus cálculos… es decir, el auténtico trabajo. Aquel examen a primera hora de la tarde era, para él, un ejercicio para despertarse.

El auténtico trabajo de Gordon empezó cuando Cooper abandonó la estancia. Era entonces cuando el profesor de la tesis escuchaba atentamente los comentarios y críticas de sus colegas, ostensiblemente para un futuro uso en dirigir la investigación de tesis del candidato. Una sutil competencia entre dos bandos tirando de extremos opuestos de la cuerda.

Lakin abrió el fuego dudando de que Cooper comprendiera el problema. Cierto, admitió Gordon, Cooper tenía sus debilidades en la comprensión global de la teoría. Pero los estudiantes experimentales estaban tradicionalmente más preocupados por los detalles del trabajo de laboratorio -«dar achuchones a sus aparatos», lo llamó Gordon, para provocar algo de una cada vez más necesaria hilaridad- que con los aspectos sutiles de la teoría. Gates lo admitió; Carroway frunció el ceño.

Lakin se alzó de hombros, concediendo aquel punto. Hizo una pausa mientras Caraguay, y luego Gates, expresaban algunas dudas respecto al trabajo ocasionalmente descuidado de Cooper con respecto a los problemas de física básica… los dos electrones en una caja, por ejemplo. Gordon admitió aquello. Señaló, sin embargo, que el departamento de física únicamente podía exigir que los estudiantes tomaran los cursos pertinentes y esperar que luego el conocimiento quedara en sus cabezas. Cooper había pasado ya el examen de calificación del departamento… tres días de problemas escritos, seguidos por un examen oral de dos horas. El hecho de que la comprensión de Cooper de algunos puntos determinados fuera todavía deficiente era, por supuesto, lamentable. ¿Pero qué podía hacer al respecto este comité de candidatura? Gordon prometió presionar a Cooper sobre estos aspectos para, de una forma efectiva, obligar al estudiante a eliminar sus deficiencias. El comité aceptó esta respuesta más bien estándar con asentimientos.

Hasta aquel momento, Gordon había ido avanzando sobre hielo relativamente firme. Entonces Lakin golpeteó reflexivamente su pluma sobre la mesa, tic, y lentamente, casi lánguidamente, revisó los datos de Cooper. El auténtico test de un experimento, dijo, eran sus datos. El punto crucial de la tesis de Cooper era el efecto de resonancia espontánea. Y esto era precisamente lo que había que tomar en consideración.

–La tesis es un razonamiento, déjeme recordárselo, no un montón de páginas -dijo Lakin con una soñolienta suavidad.

Gordon contraatacó del mejor modo que pudo. El fenómeno de la resonancia espontánea era importante, sí, pero Cooper no estaba primariamente ocupado de él. Su objetivo en la prueba era mucho más convencional. El comité debía considerar la resonancia espontánea como una especie de cubierta que oscurecía ocasionalmente los datos mucho más convencionales que Cooper estaba intentando obtener. Lakin contraatacó a su vez con decisión. Extrajo el artículo de la Physical Review Letters, que llevaba los nombres de Lakin, Bernstein y Cooper. La tesis final debería mencionarlo.

–Y esto, por supuesto -dirigió una triste y fatigada mirada a Gordon-, significa que debemos tener en cuenta todos los resulta dos de la… interpretación… que le ha sido dada a esas… interrupciones… de las curvas de resonancia.

–No estoy de acuerdo -restalló Gordon.

–El comité debe considerar todos los hechos -dijo Lakin suavemente.

–El hecho es que Cooper se enfrenta aquí con un problema estándar.

–Eso no es lo que se nos ha dicho.

–Mire, Isaac, lo que yo haga no tiene ninguna conexión con su tesis y este comité.

–Sin embargo -intervino Gates-, yo creo más bien que deberíamos centrarnos en las posibilidades del experimento en sí…

–Completamente de acuerdo -murmuró Carroway, pareciendo despertar de su somnolencia.

–Cooper probablemente no trabajará con la, esto, teoría del mensaje, en absoluto -dijo Gordon.

–Pero debe hacerlo -dijo Lakin con tranquila energía.

–¿Porqué? – dijo Gordon.

–¿Cómo podemos estar seguros de que sus montajes electrónicos están funcionando correctamente? – señaló Gates.

–Exactamente -dijo Lakin.

–Miren, no hay nada excepcional acerca de su equipo.

–¿Quién puede decirlo? – murmuró Lakin-. Contiene algunas modificaciones por encima y más allá de un montaje normal para resonancias. Esas modificaciones, si las he comprendido correctamente… -había una ligera nota de sarcasmo allí, observó Gordon- fueron diseñadas para incrementar la sensibilidad. ¿Pero es eso todo lo que hacen? ¿No existirá ahí algún efecto no previsto? ¿Algo que haga que este experimento, este aparato, capte nuevos efectos en el sólido en cuestión… el antimoniuro de indio? ¿Cómo podemos saberlo?

–Una buena observación -murmuró Gates.

–¿En qué tipo de efecto está usted pensando, Isaac? – dijo Carroway, genuinamente perplejo.

–No lo sé -admitió Lakin-. Pero ahí está la cuestión. Precisamente ahí.

–No estoy de acuerdo -dijo Gordon.

–No, creo que Isaac tiene toda la razón -murmuró Carroway.

–Es justo -dijo Gates, reflexionando-. ¿Cómo podemos estar seguros de que se trata de un buen tema para una tesis hasta saber si el equipo dará los resultados que Cooper dice que dará? Quiero decir, tenemos aquí a Isaac, que expresa dudas. Usted, Gordon… usted piensa que todo está bien. Pero yo tengo la impresión de que deberíamos obtener más información antes de seguir adelante.

–Ésa no es la finalidad de este examen -dijo Gordon categóricamente.

–Me temo que se trata de una objeción legítima -añadió Carroway.

–Yo también -corroboró Gates.

Lakin asintió. Gordon se dio cuenta de que todos ellos estaban incómodos, sin deseos de abordar el problema enterrado bajo los detalles de los aparatos de Cooper y los elaborados extremos de su teoría. Sin embargo, Gates, Carroway y Lakin pensaban que la hipótesis del mensaje era pura y simplemente un fraude. No iban a dejarla de lado. Cooper no podía explicar todos sus datos, no los más interesantes, al menos. Mientras aquel enigma colgara en el aire, el comité no iba a dejar que se convirtiera en una tesis. Además, no era simplemente una cuestión de teorías en conflicto. Cooper estaba flojo en algunas áreas importantes. Necesitaba más estudio, más tiempo dedicado a los libros de texto. Nunca había sido un estudiante particularmente brillante en clase, y allí lo había demostrado con toda claridad. Eso, más las inconcreciones respecto a los mensajes, era suficiente.

–Opino que debemos rechazar al señor Cooper en su primer intento de examen de candidatura -dijo Lakin suavemente-. Necesita más preparación. Además, este asunto de la resonancia espontánea… -una rápida mirada a Gordon- debería ser resuelto.

–Correcto -dijo Gates.

–Hum -dijo Carroway, soñoliento, recogiendo ya sus diseminados papeles.

–Pero, miren…

–Gordon -murmuró Lakin, con una especie de cansada amistosidad-, hay mayoría en el comité. ¿No debemos respetar las formas?

Gordon tendió rígidamente el formulario de la universidad correspondiente al examen, en el cual los distintos miembros del tribunal debían firmar y escribir «sí» o «no» a la pregunta de si Cooper había pasado el examen. El formulario regresó a sus manos con tres noes. Gordon se lo quedó mirando, aún desconcertado, aún sin acabar de creer que todo hubiera terminado. Era la primera vez que preparaba a un estudiante para su examen, y el estudiante había fracasado… un acontecimiento muy poco usual. Se suponía que la candidatura era un examen putz, por el amor de Dios. Gordon pensó repentinamente en la teoría convencional de las revoluciones científicas, donde los paradigmas se daban alcance los unos a los otros, los viejos siendo reemplazados por los nuevos. En un cierto sentido, la teoría del mensaje y la teoría de la resonancia espontánea eran paradigmas, erigidos para explicar una serie de misteriosos datos. Dos paradigmas, discutiendo sobre unas migajas de pan experimental. Estuvo a punto de echarse a reír.

El roce de las sillas y el susurro de papeles le devolvieron a la realidad. Murmuró algo a cada uno de los hombres mientras se marchaban, todavía abrumado por el resultado. Lakin incluso le dio un apretón de manos y le dijo, antes de irse:

–Comprenda, tenemos que dejar todo esto bien claro.

Mientras Gordon observaba a Lakin alejarse, comprendió que para el otro hombre aquello no era más que un lamentable incidente relativo a un joven miembro del profesorado que se había salido por la tangente. Lakin había abandonado las formas suaves de persuasión. Ya no iba a acudir más a Gordon para indicarle, amablemente, que variara su línea de pensamiento. Ese tipo de conversación no conduciría a ningún lado… no había conducido a ningún lado. Sus personalidades no encajaban, y quizás eso era a fin de cuentas lo más importante en la investigación científica. Crick y Watson no habían congeniado con Rosalind Franklin, y eso había impedido su colaboración en el acto de desentrañar el misterio de la hélice de ADN. Juntos hubieran podido resolver mucho antes el problema. La ciencia estaba llena de violentos conflictos, muchos de los cuales habían bloqueado el progeso. Se habían perdido grandes oportunidades… si Oppenheimer hubiera podido romper el aislamiento cada vez mayor de Einstein, quizá los dos hombres juntos hubieran podido ir más allá del trabajo de Oppenheimer en 1939 sobre las estrellas de neutrones para dedicarse a fondo al problema general de la materia colapsada. Pero no había sido así, en parte porque Einstein había dejado de escuchar a los demás, se había encerrado en sus amodorrados sueños de la teoría del campo unificado…

Gordon se dio cuenta de que estaba sentado solo en la triste habitación. Abajo en las escaleras, Cooper estaba aguardando el resultado. Había alegrías en la enseñanza, pero de pronto Gordon se preguntó si compensaban los malos momentos. Dedicabas tres cuartas partes de tu tiempo a la cuarta parte de los estudiantes, precisamente a los peores; los realmente buenos no proporcionaban problemas. Ahora tenía que ir allá abajo y decírselo a Cooper.

Recogió sus papeles y salió. La luz del sol que entraba por las ventanas del corredor trazaba en el suelo puñales amarillentos. Los días se estaban haciendo más largos. Las clases habían terminado. Por un momento, Gordon olvidó a Cooper, Lakin y los mensajes, y dejó que un único pensamiento lo inundara: el largo y bendito ve rano estaba empezando.

21

Agosto de 1998

Cuando Marjorie oyó el crujir de los neumáticos del coche en la grava del sendero, ya lo tenía todo preparado. Había hielo en el congelador, cuidadosamente acumulado y conservado a través de las horas en que era cortada la electricidad. Estaba ansiando compañía, después de una aburrida y solitaria semana. La descripción que John había hecho de Peterson la había preparado a la antipatía in mediata; los miembros del Consejo eran figuras remotas, prohibi das. Tener a uno de ellos en casa representaba la amenaza de cometer algún enorme fallo social, pero también la compensadora excitación del contacto con alguien más importante que un rector de Cambridge.

John la había avisado hacía apenas dos horas, el clásico olvido de los esposos. Afortunadamente, la casa estaba razonablemente limpia, y de todos modos los hombres no se fijaban en esas cosas. El problema era la cena. Tenía la impresión de que debería invitarle a quedarse a cenar, por simple cortesía, aunque con un poco de suerte él quizá rechazara la invitación. Tenía un asado en el congelador accionado a baterías. Lo había estado reservando para alguna ocasión especial, pero no había tiempo para descongelarlo. Sabía que era importante quedar bien con Peterson; John no lo había invitado a casa por amistad. Un soufflé, quizás. Había rebuscado por los armarios de la cocina y encontrado una lata de langostinos. Sí, eso iría bien. Un soufflé de langostinos y una ensalada y pan francés. Seguido por fresas del jardín, y crema, Absolutamente elegante, teniendo en cuenta las circunstancias. Iba a gastar una buena parte de su presupuesto semanal de comida, pero al diablo la economía ante una ocasión como aquélla. Fue a buscar una botella de su caro chablis californiano y la metió en el pequeño congelador, la única forma de tenerlo frío a tiempo. Aquello sería todo un festín, pensó. Hacía días que apenas veía a John, que cada noche se quedaba a trabajar hasta tarde en el laboratorio. Había llegado a adquirir la costumbre de preparar una cena sencilla y rápida para los chicos y ella, dejando un cazo de sopa listo para calentar cuando John volviera a casa.

Fuera, las portezuelas del coche resonaron. Marjorie se puso en pie cuando los dos hombres entraron en la sala de estar. John lucía su habitual aspecto de oso de peluche, pensó con afecto. Viéndolo a la luz del día por primera vez aquella semana, se dio cuenta también de lo cansado que parecía, Peterson era ciertamente apuesto, decidió Marjorie, pero sus labios eran demasiado delgados, le daban una expresión dura.

–Ésta es mi esposa, Marjorie -estaba diciendo John mientras ella tendía la mano a Peterson. Sus ojos se cruzaron mientras se estrechaban la mano. Le recorrió una especie de estremecimiento. Luego apartó la vista de nuevo, y penetraron en la habitación.

–Espero que mi visita no le traiga demasiados problemas -dijo Peterson-. Su esposo me aseguró que todo estaba bien, y tenemos todavía algunos asuntos que discutir.

–No, en absoluto. Me alegra tener algo de compañía, para variar. Puede llegar a ser tremendamente aburrido el ser la esposa de un físico cuando está trabajando en un experimento.

–Sí, imagino que sí. – Le dirigió una breve y penetrante mirada y se acercó a la ventana-. Este es un hermoso lugar.

–¿Qué quiere para beber, Peterson? – preguntó John.

–Tomaré un whisky con soda, por favor. Sí, es encantador. A mí me entusiasma el campo. Sus rosas tienen un aspecto excelente.

–Hizo un gesto hacia el jardín, y siguió con algunos precisos comentarios acerca de las condiciones del suelo.

–¿Vive usted en Londres, señor Peterson?

–Sí, así es. Gracias. – Aceptó el vaso de John.

–¿Tiene también alguna casita de fin de semana en el campo?

–preguntó Marjorie.

Creyó ver por un segundo un ligero destello en los ojos del hombre antes de que respondiera.

–No, desgraciadamente. Me gustaría mucho tenerla. Pero probablemente no tendría tiempo de usarla. Mi trabajo me exije viajar mucho.

Ella asintió con simpatía y se volvió hacia su esposo.

–Yo ya he tomado algo, pero me gustaría otro, por favor, John -dijo, tendiendo su vaso.

–Jerez, ¿no? – Por su forma deliberadamente ligera de hablar, Marjorie se dio cuenta de inmediato del esfuerzo que estaba haciendo John por mantenerse a la altura de Peterson. Desde el primer instante había captado la tensión entre los dos hombres. John cruzó hacia el aparador y dijo con una voz cansadamente jovial-: El trabajo de Ian es cuidar de que no nos veamos obligados a engullir mucho de esto a fin de hacerle frente al mundo.

Esta observación no pareció causar ninguna impresión visible en Peterson, que murmuró:

–Desgraciadamente, los borrachines de antes no tenían la ex cusa de un Consejo Mundial a quien echarle las culpas de su evadirse de la realidad.

–¿Evadirse de la realidad? – murmuró Marjorie-. ¿No es ésa la nueva teoría terapéutica?

–Una enfermedad enmascarada como un tratamiento, diría yo -rió John.

Peterson se limitó a un «Hummm» y se volvió hacia Marjorie. Antes de poder cambiar de tema, como obviamente era su intención, ella dijo, en parte para no permitirle tomar la delantera:

–¿Cuál es la realidad detrás de esas extrañas nubes que estamos viendo últimamente? Oí algo en las noticias acerca de un francés que decía que eran de un nuevo tipo, algo…

–No sabría decirlo -murmuró Peterson bruscamente-. Realmente no sabría decirlo. No estoy muy al corriente, ya sabe. Un buen marrullero, sí, pensó Marjorie.

–¿Y de Brasil, entonces? ¿Qué puede decirnos el Consejo Mundial acerca de eso?

–La floración está extendiéndose, y estamos haciendo todo lo que podemos. – Peterson se mostró más a gusto en este tema, quizá porque ya era del dominio público.

–¿Se les ha escapado de las manos, entonces? – preguntó ella.

–Digamos más bien que no entra totalmente dentro de nuestras competencias. El Consejo identifica los problemas y dirige las investigaciones, integrándolas en las consideraciones políticas. Nos hacemos cargo de los puntos críticos relacionados con la tecnología tan pronto como se hacen visibles. La mayor parte de nuestra función consiste en integrar los ecoperfiles del satélite. Examinamos todos los datos en busca de cambios evidentes. En el momento en que aparece un problema a nivel supranacional, entonces es trabajo de los técnicos…

–… resolverlo -terminó John, volviendo con el jerez-. Es esa psicología de servicio contra incendios la que hace que el resolver los problemas se convierta en algo tan difícil, ya sabes. Sin una continuidad en la investigación…

–Oh, John, ya he oído este discurso antes -dijo Marjorie, con un tono alegre en su voz que realmente no sentía-. Seguro que el señor Peterson conoce ya tus puntos de vista.

–De acuerdo, ya me callo -aceptó suavemente John, como si recordara donde estaba-. De todos modos, deseaba enfocar el asunto sobre el problema del equipamiento. Estoy intentando con vencer a Ian de que llame por teléfono y me consiga ayuda de la gente de Brookhaven. Se necesita influencia, como dicen los americanos, y…

–Más de la que yo tengo, lamentablemente -interrumpió Peterson-. Tiene usted una idea equivocada de cuánta, o mejor de qué tipo de influencia poseo. A los científicos no les gusta que la gente del Consejo esté moviéndolos de un lado para otro como peones.

–Yo misma me he dado cuenta de ello -dijo Marjorie. John sonrió cariñosamente.

–No tiene objeto ser una prima donna si no puedes entonar un aria de tanto en tanto, ¿no? Pero no… -se volvió de nuevo hacia Peterson-, yo simplemente quería decir que algo del avanzado equipo de Brookhaven podría solucionar nuestro problema del ruido. Si usted…

Peterson apretó los labios y dijo rápidamente:

–Mire, presionaré por ese lado. Ya sabe lo que significa esto… memorándums y comités y deliberaciones y todo lo demás. A me nos que se produzca un milagro, tomará semanas.

–Pero seguramente -dijo Marjorie, deseando echar una mano- podrá ejercer usted alguna… alguna…

–Markham es quien puede hacerlo mejor -dijo Peterson, volviéndose hacia ella-. Le daré las bases de actuación por teléfono. Puede ir y ver a esos tipos en Washington y luego en Brookhaven.

–Sí -murmuró John-, sí, eso podría funcionar. Greg tiene contactos, creo.

–¿Realmente? – dijo Marjorie, dubitativa-. Parece, bueno…

Peterson sonrió divertido.

–¿Un poco al margen de todo? ¿Con un cierto mal gusto?

¿Algo inadecuado? Pero es americano, recuerde. Marjorie se echó a reír.

–Sí, es cierto. Jan parece mucho más encantadora.

–Más predecible, quieres decir -observó John.

–¿Piensas que eso es lo que quería decir?

–Creo -dijo Peterson- que eso es lo que generalmente que remos dar a entender. No es de las personas que hagan agitarse la barca.

Marjorie se sorprendió ante el repentino acuerdo entre los dos hombres. Había algo triste y amargo en ello. Vaciló por un momento mientras los dos, casi como a una señal, miraban a sus vasos. Ambos los agitaron, y los cubitos de hielo tintinearon contra las paredes. El líquido ambarino se agitó y giró. Marjorie alzó la vista hacia la silenciosa habitación que gravitaba sobre ellos. En la mesa del comedor la pulida madera reflejaba el centro de flores que había dispuesto en su centro, y la lustrosa visión invertida del jarrón parecía una mano cerrándose sobre el mundo.

¿Le había dicho Peterson a John algo antes de llegar a la casa, alguna noticia? Buscó alguna forma de alzar los ánimos.

–John, ¿un poco más de jerez?

–Sí, claro -dijo él, y se alzó para servirlo. Parecía irritado-. ¿Qué fue eso que me dijo en el coche acerca de la mujer del Caltech?

–preguntó a Peterson.

–Catherine Wickham -dijo Peterson con voz inexpresiva-. Es la que está trabajando en eso de los microuniversos.

–¿Los papeles que le mostró usted a Markham?

–Sí. Si eso explica su nivel de ruido, es importante.

–¿Así que es por eso por lo que llamó usted? – preguntó John sirviendo el jerez-. ¿Quiere otro? – mostró la botella de whisky.

–Sí, gracias. Conseguí ponerme en contacto con ella, y luego con Thorne, el tipo que dirige ese grupo. Ella vendrá en el primer vuelo.

John se detuvo a medio llenar el vaso.

–Bien. Debe haber apretado usted los botones adecuados.

–Conozco al supervisor del contrato de Thorne.

–Oh. – Una pausa-. Entiendo.

–Bueno, no aburramos a su esposa hablando de trabajo -dijo Peterson-. Me gustaría ver su jardín, si es posible. Paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o viajando, y debo decir que es real mente delicioso ver una auténtica casa unifamiliar como ésta.

Miró de soslayo a Marjorie mientras se levantaba. ¿Una acción deliberada para despertar su simpatía?, pensó ella.

–¿No viaja con usted su esposa?

–No, nunca.

–No, supongo que no puede, con su trabajo. Se desenvuelve muy bien en él.

–Sí, creo que está progresando. Normalmente Sarah siempre hace bien todo lo que emprende. – Su voz no dejaba implicar nada.

–¿Conoces a su esposa, Marjorie? – preguntó John, asombrado. Estaban fuera en la terraza, junto a los escalones que conducían al césped. El sol estaba aún alto.

–No, no personalmente, pero he oído hablar de ella. Antes se llamaba lady Sarah Lindsay-Stuart-Buttle. John se mostró desconcertado.

–Oh, tú no lo sabes. Es la diseñadora de esos maravillosos trajecitos. Sara Lindsay. ¿No tienen ustedes hijos, señor Peterson?

–No, ninguno.

Cruzaron el césped. En algún lugar a la derecha cantó un gallo.

–¿Sus pollos? – le preguntó Peterson.

–Sí, tenemos media docena de gallinas, por los huevos. A veces también para comer, aunque odio matar a esos estúpidos animales.

–¿Qué raza crían? Orpington o Leghorn, supongo, si los tienen fundamentalmente por los huevos. Ella lo miró sorprendida.

–¿También entiende usted de gallinas? Sí, tenemos alguna Orpington. Ninguna Leghorn. Son buenas ponedoras, pero me gustan más los huevos de cascara rubia que los de cáscara blanca.

–Correcto. Y las Leghorn son muy pendencieras, también. Tienden a armar un caos en un corral pequeño como el que supongo de be tener usted. ¿Qué le parecen las Rhode Island rojas? Ponen unos huevos deliciosamente dorados.

–Precisamente ahora tengo un par de pollitas. Todavía no han empezado a poner.

–Tiene intención de cruzarlas, ¿verdad? Ese gallo no sonaba como un Rhode Island rojo.

–Me sorprende que sepa usted tanto acerca de gallinas. Peterson le dirigió una sonrisa.

–Sé un montón de cosas que sorprende a la gente.

Ella le devolvió educadamente la sonrisa, pero intentó mantener sus ojos fríos. Era una mujer que no se dejaba seducir fácilmente. El hombre era despreciable, se dijo a sí misma. No sentía el menor interés hacia ella. Flirteaba automáticamente con ella simplemente porque era una mujer.

–¿Se quedará a cenar con nosotros esta noche, señor Peterson? – preguntó formalmente.

–Es muy amable de su parte, señora Renfrew. Gracias, pero ya tengo un compromiso para cenar. De hecho -añadió, mirando su reloj-, ya debería haberme ido. Se supone que tengo que encontrarme con alguien a las siete y media en Cambridge.

–Yo también me temo que voy a tener que volver a trabajar esta noche -dijo John.

–Oh, no -protestó ella-. No puedes hacerme esto. – Se sentía algo achispada ahora, con deseos de compañía. También se sentía llena de energías, casi crispada, como si hubiera bebido demasiado café-. No he sabido nada de ti desde hace no sé cuanto tiempo, e iba a hacer un soufflé de langostinos para cenar. Me niego absoluta mente a que me dejes de nuevo sola esta noche.

–Suena como una oferta tentadora. Yo no vacilaría ni un momento si fuera usted, John -dijo Peterson, con otra de sus insinuantes sonrisas.

John pareció azarado ante aquel estallido de ella en presencia de un desconocido.

–Bien, de acuerdo, si es tan importante, me quedaré a cenar. Pero probablemente tendré que irme por un par de horas luego. Regresaron a la casa. Peterson dejó su vaso.

–Gracias por la copa. Le haré saber la próxima vez que tenga que ir a California. Señora Renfrew, gracias por este agradable interludio.

Dejó que fuera John quien lo acompañara a la puerta, y se sirvió otro vaso mientras ellos estaban en el vestíbulo. Era decepcionante que Peterson no se quedara a cenar. Hubiera disfrutado flirteando ligeramente con él… aunque, suponía, el hombre debía poseer un carácter desagradable y carente de principios.

John regresó a la habitación, frotándose las manos.

–Bien, ya nos hemos librado de él. Me alegra que no se haya quedado, ¿y tú? ¿Qué piensas de él?

–Es como un reptil -dijo ella rápidamente-. Suave y viscoso. Yo no confiaría ni un ápice en él. Por supuesto, es muy atractivo.

–¿De veras? Me parece más bien ordinario. Me sorprendió que tú supieras todo eso acerca de su esposa. Nunca lo habías mencionado antes.

–Oh, por los cielos, John, me vino a la cabeza mientras él estaba aquí. ¿Acaso no lo recuerdas? Todo ese terrible escándalo acerca di ella y el príncipe Andrés. Déjame ver, yo tenía veinticinco años, así que debió ser en 1985. El príncipe Andrés tiene la misma edad que yo y ella tendría… oh, no sé… unos treinta, quizá. De todos modos puedo recordar que todo el mundo hablaba de ello. Andy el Calentorro, lo llamábamos todas.

–No lo recuerdo en absoluto.

–Oh, tienes que recordarlo. Salió en todos los periódicos. Y no sólo en las columnas de chismorreos. Montones de cartas de los lectores esperando un comportamiento más decente por parte de una miembro de la familia real, y todo eso. Y la reina nombró a Peterson embajador en… bueno, no recuerdo dónde, pero muy lejos. En África.

–¿Quieres decir que estaban casados, entonces?

–Bueno, por supuesto que estaban casados. Eso fue lo que motivó todo el escándalo. Había sido un matrimonio de la alta sociedad hacía apenas un año. En realidad, él no había sido nombrado todavía embajador. Era primer secretario, ya sabes, o un cargo así. De acuerdo, todas considerábamos al príncipe Andrés como algo súper. Fue una aventura terriblemente excitante. Creo que la última gota fue cuando ellos bebieron un poco demasiado una noche y él la llevó a una habitación del palacio de Buckingham y colgó un letrero j de «No molesten» en la puerta, un letrero que habían robado de algún hotel. Y luego ella les contó a los periodistas, cuando la historia j se hizo pública, que ella siempre había deseado hacerlo en palacio, ¡pero que las camas eran duras y estaban llenas de grumos!

–¡Santo cielo, Marjorie!

Ella dejó escapar una risita ante su expresión.

–Bueno, es algo más bien divertido, cuando vuelves a pensar en ello.

–Pero suena como si ella fuera completamente irresponsable. Es casi suficiente como para hacerme sentir pena por Peterson, aun que me atrevería a decir que se merecen el uno al otro. Supongo que él siguió con ella únicamente porque podría sacar ventaja en su carrera.

–Muy probablemente. Pero debo decir que a mí no me importa en absoluto-. Ahora que ya lo había dicho le parecía correcto. Ayudaba a explicar algo de la extraña tensión y confusión. El hombre parecía interesante, pero eso quizá fuera debido a las tres copas- Bien, voy a meter ese soufflé en el horno. ¿Puedes preparar la mesa, amor?

–Hum, sí -murmuró él con aire ausente, cruzando la habitación-. Pienso que podríamos escuchar también las noticias… Marjorie se volvió en redondo.

–Noticias, esto es. Hubo un momento curioso entre tú y Peterson antes… ¿en qué estabais pensando? John se detuvo.

–Oh, sí. Él tenía la misma expresión en su rostro que esta tarde, cuando recibió una llamada telefónica en el laboratorio. Me la hizo recordar. Oí parte de…

Se interrumpió, pensando.

–¿Y bien? – dijo Marjorie severamente-. ¿Acerca de qué?

–Las nubes. Un informe acerca de su composición. Y cuando él eludió tu pregunta, supe que estaba ocurriendo algo.

–¿Quieres decir que las noticias van a decir algo?

–Si Peterson no abrió la boca al respecto, lo dudo. Sin embargo…

Los chicos estaban viendo la ITV. John cambió a la BBC 1. Marjorie se quedó junto a la puerta, mirando. Sólo había un noticiario importante al día; el resto era entretenimiento, en su mayoría comedias, con los ocasionales westerns y películas antiguas. Poca gente deseaba ver algo serio por aquellos días.

–«… tumultos en Londres también hoy, aunque no se han registrado víctimas. Grupos de protesta de Cornualles que se manifestaban en Trafalgar Square se vieron envueltos en algunos enfrentamientos con la policía. Un portavoz de la policía manifestó que el grupo ignoró una orden de despejar las calles y dejar libre la circulación, de modo que las autoridades se vieron obligadas a dispersar los por la fuerza y a arrestar a aquellos que se resistieron. Hugh Caradoc, líder del Movimiento para la Independencia de Cornualles, ha declarado que la manifestación era pacífica y que la policía atacó sin haber sido provocada. – La pantalla mostró a un hombre con los ojos desorbitados y un puño alzado siendo arrastrado por dos policías. El locutor hizo una pausa y pareció más alegre-. Los preparativos para la coronación están yendo a buen ritmo. El rey y la reina visitaron la abadía de Westminster hoy y fueron recibidos por el reverendísimo Gerald Hawker, deán de la abadía. Permanecieron allí algo menos de una hora. – La familiar fachada de la abadía de Westminster apareció en la pantalla y, empequeñecida por el enorme portal, salió una pareja, saludó brevemente a algunos curiosos, y se metió en un coche que aguardaba enarbolando el estandarte real-. Han sido enviadas ya las invitaciones para la ceremonia del próximo noviembre a los jefes de estado de todo el mundo. En las caballerizas reales se han iniciado los trabajos de acondiciona miento de la carroza real tradicionalmente utilizada en las coro naciones. Va a ser enteramente dorada de nuevo, a un costo estimado de quinientas mil libras. El señor Alan Harmon, miembro del Parlamento por Huddersfield, ha dicho hoy en la Cámara de los Comunes que era «una carga escandalosa para los contribuyentes británicos». Un comunicado de palacio de fecha de hoy ha confirmado que el príncipe David, de catorce años, sufre de varicela y se halla en cuarentena en la escuela Gordonstoun. Según los informes el heredero del trono pasa su tiempo leyendo cómics de ciencia ficción. Y ahora las noticias deportivas del día. Al final del juego, el Kent se hallaba a 245 puntos por debajo en su partido contra el Surrey…»

Marjorie abandonó la habitación para preparar la cena, John Renfrew se quedó frente al aparato de televisión, aguardando el resultado del Yorkshire. Ya nunca tenía tiempo para los deportes, pero aún seguía los partidos de cricket del condado, y su equipo favorito era el Yorkshire.

En la cocina. Marjorie se ajetreaba de un lado para otro. Se sentía nerviosa. Maldito cricket. ¿Por qué John se sentaba allí a ver aquella porquería? Podía estar ayudándola o al menos hablando con ella, puesto que tenía intención de irse de nuevo. Se preguntó acerca del vino y decidió dejarlo. Era un derroche abrir la botella cuando iba a pasar la velada sola y ya se sentía un poco achispada. Preparó la en salada, sacó el pan y la mantequilla. El soufflé estaba ya casi a punto. Regresó a la sala de estar. John seguía todavía frente al televisor.

–Pensé que ibas a poner la mesa -dijo secamente. Él alzó vagamente la vista.

–Oh, ¿ya está lista la cena? La preparo dentro de un minuto.

–No, no dentro de un minuto. El soufflé está hecho y no puede esperar. Será mejor que lo hagas ahora.

Salió irritadamente de la habitación, y él se la quedó mirando, sorprendido. Se dirigió al aparador y sacó el mantel y algunos tenedores, y lo colocó todo sobre la mesa. Marjorie regresó con el soufflé.

–¿Debo llamar a eso poner la mesa? ¿Dónde están las servilletas? ¿Y los vasos? Y llama también a los chicos. Voy a servirlo antes de que se hunda. – Se sentó a la mesa.

–¿Qué te ocurre, cariño? – preguntó él inocentemente. – ¿Qué quieres decir con «qué te ocurre»? No me ocurre nada -respondió rápidamente ella.

–Pareces enfadada -aventuró el.

–Bueno, es para enfadarse. Todo lo que pido es que pongas la mesa mientras yo preparo todo lo demás, y me encuentro con que no has hecho absolutamente nada. Me paso trabajando todo el día y, ¿para qué? Limpio la casa, y ya nunca recibimos a nadie ni vamos a ver a nadie. Hago una espléndida cena y tú te limitas a engullirla y a marcharte. Igual hubiera podido abrir una lata de judías ya cocina das, y tú ni siquiera te hubieras dado cuenta. Y estoy harta de pasarme todas las noches sola hasta altas horas de la madrugada. Esto es lo que me ocurre. – Se puso en pie, enfrentándosele.

–Marjorie, lo siento, querida. No me había dado cuenta… Mira, me quedaré en casa esta noche, si tanto te importa. Pensé… quiero decir, sé que te he descuidado un poco últimamente, pero este trabajo significa mucho para mí… Es de una importancia vital, Marjorie, pero no puedo hacerlo sin saber que tú estás aquí detrás mío. Tú eres el elemento más estable de mi vida. No te lo digo porque doy por supuesto que tú lo sabes. Simplemente cuento contigo. No podría concentrarme en absoluto en mi trabajo si supiera que te ocurre algo.

Ella sonrió amargamente.

–Ahora haces que me sienta culpable. Te he abandonado un poco, ¿verdad? Tú quieres que yo mantenga encendido el fuego del hogar, ser tu apoyo, lo que hay detrás de todo gran hombre y todo lo demás. Bien, la mayor parte del tiempo soy feliz siendo todo esto, pero esta noche me siento un poco egoísta. No es solamente el que tú estés fuera todo el tiempo. Es que ha sido un día duro, una cosa detrás de otra. He tenido que hacer horas de cola, no había carne en ningún sitio. No encuentro a nadie que venga a arreglar el retrete desde hace toda una quincena. Y alguien ha forzado la cerradura del garaje hoy y nos ha robado un montón de herramientas.

–¿Eso han hecho? No me lo has dicho.

–No me diste oportunidad de hacerlo. Nunca puedo comunicarme contigo en ese maldito laboratorio. Y Nicky vino a casa de la escuela hecho un mar de lágrimas porque la señorita Crenshaw, sin decirle nada a nadie, se ha marchado a Tristan da Cunha, y ya sabes lo encariñado que estaba Nicky con ella. Creí que el gobierno iba a detener la emigración de los trabajadores que son imprescindibles aquí. Supongo que la señorita Crenshaw no estaba calificada como una trabajadora imprescindible. De todos modos, he tenido que consolar a Nicky. Y luego llamaste tú diciendo que traías a Peterson a casa. Honestamente, a veces me siento como una pelota de fútbol a la que todo el mundo le da patadas.

–¿Por qué no te tomas un día de descanso? ¿Por qué no te vas de tiendas a Londres? Cómprate un vestido que te guste. Ve al teatro.

–¿Sola?

–Elige tú el día, y te prometo que vendré temprano por la tarde y nos iremos a algún espectáculo. ¿Qué te parece? Siempre que no se trate de una de esas horribles obras apocalípticas. El mundo ya está lo suficientemente mal sin que nos lo recuerden constante mente.

Ella se echó a reír, más ablandada.

–Oh, las cosas no son tan malas como las pinta todo el mundo. El mundo ha pasado por tiempos peores. Piensa en la peste negra. O en la Segunda Guerra Mundial. Sobreviviremos a todo esto también. Sí, creo que un día en Londres es una buena idea. Llevo años sin comprarme un vestido nuevo. Oh, John, me siento mucho mejor ahora. Y, ¿sabes?, no es necesario que te quedes esta noche. Sé que estás muñéndote de ganas por volver a tu trabajo.

–Me quedaré -dijo él firmemente-. Cuéntame más de lo que se llevaron del garaje. ¿Sabes?, ya es tiempo de que instalemos un sistema de alarma. ¿Crees que fueron esos intrusos de la vieja granja?

–Oh, Dios mío, John -gimió ella de pronto-. ¡Mira el soufflé! ¡Está tan plano como una torta! – Se sentó pesadamente y se quedó mirándolo. Luego se echó a reír. Su risa se convirtió gradual mente en un sollozo. John se situó de pie tras ella, palmeándole torpemente la espalda.

–No te lo tomes así querida -murmuró. Finalmente, ella se secó los ojos y se puso en pie.

–Bueno, de todos modos tampoco tengo hambre ya. No tengo ganas de comerme esta horrible cosa. Estoy agotada. Pero los chicos tienen que cenar. Supongo que tendré que hacerles algo.

Fue a levantarse, pero John la empujó de nuevo a la silla.

–No, tú no. Yo abriré una lata de sopa para ellos o cualquier otra cosa. Vete a la cama. Parece que lo necesitas. No te preocupes por nada. Me quedaré en casa esta noche y me haré cargo de todo.

–Gracias, John, eres un encanto. Sí, realmente creo que voy a irme a la cama.

Lo contempló dirigirse a la cocina y se puso en pie débilmente. Luego casi se echó a reír de nuevo. Una o dos horas antes se había sentido ansiosa de sexo debido a que John estaba tan raramente en casa. Ahora él estaba en casa toda la noche, y ella se sentía tan cansada que a duras penas podía mantener los ojos abiertos el tiempo suficiente como para llegar a la cama. Irónicamente maravilloso, ¿verdad?

22

Ella apareció a tiempo en el lugar de encuentro que habían acordado, el murito bajo de piedra frente a King's. Peterson vaciló sólo un instante, rebuscando la frase que había memorizado para recordar su nombre. Ah, sí, Laura-la-de-Bowes.

–Espero no haberle hecho esperar -dijo ella, alisándose el vestido con afectadas manos.

Él murmuró una respuesta automática, se sintió sorprendido de nuevo por lo hermosa que era. Observó divertido que llevaba un sencillo vestido que era una copia de uno de los modelos de Sarah. Una buena copia. Hubiera engañado casi a cualquiera.

Laura se sintió impresionada por el coche, un último modelo decorado especialmente para él. Miró maravillada el tablero de instrumentos, todo él de madera, pero no dijo nada. Intentando aparentar estar de vuelta, de todo, pensó él. Incluso Sarah, que era ya una sofisticada a la edad de cinco años, había lanzado una exclamación de sorpresa al ver aquel interior. Por lo que recordaba, la única persona que no se había mostrado impresionada había sido Renfrew. Se preguntó qué significaría aquello.

Cuando entraron en el restaurante, a algunos kilómetros en las afueras de Cambridge, el jefe de camareros aparentemente lo reconoció. Los demás comensales masculinos no; era Laura quien atraía todas las miradas. Gintonics, lujosos manteles de lino, lo habitual. Laura miraba a su alrededor de una forma que sugería que estaba tomando notas mentales para sus amigas. Un lugar impresionante, supuso él, pero estilísticamente una absurda mezcolanza. Básicamente una posada campesina inglesa, con toques de elegancia francesa que no encajaban. Las llamativas cortinas, la enorme chimenea de piedra llena ahora en el verano con plantas, las vigas del techo, las bajas mesas redondas de roble, todo era confortablemente familiar, sólido. Los candelabros y los espejos tintados no encajaban. Menos encajaba aún la pantalla gigante de televisión que mostraba una falsa visión de una escena campesina francesa, con unas lejanas figuras moviéndose entre los campos, labriegos recogiendo aparentemente el heno. Y la espuria mesa auxiliar semirredonda estilo Luis XIV con sus torneadas patas doradas era simplemente una monstruosidad.

–¡Está todo en francés! – exclamó Laura.

–Sí -dijo él.

–Me pregunto lo buenos que estarán los rognons de veau flambes -observó ella, pronunciando muy deliberadamente las palabras francesas-. ¿Y las cotes d'agneau al' ail?

–Lo primero, probablemente será así. Aquí les encanta flambear. En cuanto a lo segundo, lo más probable es que se trate de cordero lechal en vez de auténtico cordero. Su francés es muy bueno. – Pensó que era conveniente un poco de halago. Lo re marcó con un cumplido en francés.

–Lo siento -dijo ella-. Sólo sé hablarlo en asuntos de comida.

El se echó a reír, complacido de descubrir una chispa de agudeza en ella.

Hablaron acerca de los robos en Bowes Peterson ha bía eludido la mayor parte de sus preguntas acerca de los asuntos del Consejo.

–¿Por qué no un guardia en la puerta, revisando los bolsos? – preguntó.

–El señor Smythe desea que nuestro establecimiento siga sien do un establecimiento para caballeros, donde los clientes nunca puedan llegar a sentir que se sospecha de ellos.

Peterson recordó los tiempos en que uno podía contar con conseguir una habitación en la universidad, y en los que le era ofrecido un jerez cuando acudía a ver a su tutor, y en los que había que llevar chaqueta blanca en los Bailes de Mayo. Actualmente todas las universidades admitían a mujeres, y las mujeres compartían sus habitaciones con los hombres si querían, e incluso había una universidad sólo para gays, y el atuendo universitario ya no era exigido en ningún lugar.

Laura señaló lo groseros que eran los estudiantes hoy en día. El asintió, suponiendo que aquél era el tipo de cosas que ella calculaba que a él le gustaría oír. No se equivocaba demasiado. Pero era su en canto lo que le interesaba, no sus opiniones.

Concentró su mente en la situación. Parecía un problema di recto en el eterno juego de los sexos. Quizás era su predecibilidad lo que explicaba la poca atención que él prestaba a los detalles; tenía que esforzarse para seguir el hilo de sus palabras. Ella deseaba entrar en el cine o quizás en el teatro, de acuerdo. Un apartamento en Londres, si tan sólo consiguiera alguna forma en que poder mudarse de allí, de acuerdo. Cambridge era un lugar triste, a menos que a una le gustaran las horribles diversiones académicas. Ella tenía la impresión de que realmente era necesario cambiar algo en la actual situación política, pero no tenía la menor sugerencia. No cabía esperar ninguna sorpresa por ningún lado, pero ella era endiabladamente hermosa y tenía una forma tan graciosa de moverse.

Aceptó todas las verduras que le fueron presentadas en platos de plata, cada una con su propia salsa. Probablemente no gozaba de mucha variedad en su casa, especialmente desde el hundimiento de los cultivos franceses. Peterson especuló por un momento acerca de si el Consejo ni hubiera debido intervenir en ello, controlando las nuevas técnicas y luego colocó el tema en su lugar: no servía de nada la mentarse de los errores pasados.

Puesto que tenía algunas dificultades en concentrarse, empezó a dirigir la conversación. Era fácil hablar de algún reciente acontecimiento de Estado, deslizar algunos nombres a la velocidad correcta para que fueran comprendidos, pero no lo suficientemente lenta como para que ella pudiera llegar a sospechar que los estaba nombrando deliberadamente. Luego hizo una referencia casual a Carlos, y ella saltó:

–¿Conoce usted realmente al rey? – En realidad, su trato con Carlos era únicamente respetuoso y profesional, pero no vaciló en exagerar las relaciones hasta el límite de lo creíble. Tuvo la seguridad de que ella ni siquiera se dio cuenta del discreto gesto con el cual ordenó otra media botella al sommelier. Ella empezaba a mostrarse ligeramente achispada. Él tomó ventaja de ello y probó con algunas historias un poco más atrevidas. En un momento determinado ella tapó su vaso con la mano, protestando que ya había bebido suficiente. Él retiró la botella y empezó a contarle algunos detalles escabrosos del reciente divorcio del duque de Shropshire. Rápidamente llegó a la escena del tribunal en donde fue mostrada la famosa foto «sin cabeza». Eady Pringle había jurado que era el duque, podía reconocerlo de cualquier forma. El juez había pedido ver la foto. Des cubrió que en el fondo no era más que un primer plano de los genitales de un hombre, aunque el rostro de su compañera era clara mente identificable. Laura estaba riéndose tan incontroladamente que él estuvo seguro de que no se dio cuenta de que volvía a llenarle el vaso. Cuando prosiguió contando como el juez le había preguntado a lady Pringle cómo podía estar tan segura de que se trataba del duque, alzó su vaso y Laura le imitó inconscientemente. Dejó que lo vaciara antes de contarle la respuesta de lady Pringle, que había convulsionado de tal modo la sala del tribunal que el juez tuvo que ordenar que fuera desalojada.

Se reclinó en su silla y la observó. Las cosas estaban yendo espléndidamente. Ella había abandonado ya su afectada actitud de flirteo y, momentáneamente, su refinado acento.

–Oh, siga hablándome de usted -dijo ella, arrastrando las vocales de los diptongos al estilo del este de Inglaterra.

El camarero había traído un carrito de repulsivamente elaborada pastelería francesa hasta su mesa. Como era de esperar, ella eligió entre los más cremosos, y los atacó con la desvergonzada glotonería de una chiquilla.

Con el café volvió a recuperar sus modales, cuidando sus vocales y preguntándole acerca de política. No hacía más que repetir las habituales habladurías de los periódicos acerca de las compañías irresponsables que lanzaban cuestionables nuevos productos al mundo sin más preocupación que obtener un éxito comercial. Peterson se resignó a soportar aquella conferencia estándar y luego, sin ni siquiera darse cuenta de ello, se encontró pensando en voz alta sobre temas que había estado guardando para sí durante mucho tiempo.

–No, no está usted equivocada -dijo de pronto-. Nuestro primer error fue cuando empezamos a ocuparnos con prioridad de la investigación de interés social. Aceptamos la idea de que la ciencia era como las demás áreas, donde creas un producto y puedes imponerlo desde arriba.

–Bueno, seguro que sí -dijo Laura-. Si arriba está la gente adecuada…

–No existe la gente adecuada -dijo él con energía-. Eso es algo de lo que apenas acabo de darme cuenta. Mire, acudimos a los científicos más importantes y les pedimos que hicieran una lista de los campos más prometedores. Luego apoyamos esos campos y dejamos de lado el resto, a fin de «enfocar nuestros esfuerzos». Pero la auténtica diversidad de la ciencia procede de abajo, no de los innovadores responsables de arriba. Estrechamos el abanico de la ciencia hasta que nadie vio nada más allá de los problemas sancionados, la sabiduría más convencional. Para ahorrar dinero, sofocamos la imaginación y la invención.

–Siempre he tenido la impresión de que disponíamos de demasiada ciencia.

–Demasiado trabajo aplicado sin una auténtica comprensión de él, sí. Sin principios básicos, no se obtiene más que una generación de técnicos. Eso es lo que tenemos ahora.

–Pero con más comprobaciones para ver los efectos secundarios no evidentes…

–Para verlos es necesario tener visión -dijo él seriamente-. Esto es algo de lo que también acabo de darme cuenta. Toda esa charlatanería acerca de lo que es «socialmente relevante» presupone que un burócrata en alguna parte es el mejor juez de lo que es útil. Así que ahora los problemas están superando a los tipos capaces de hacer cosas, a los tipos con horizontes limitados, y… y…

Se interrumpió, sorprendido consigo mismo por su estallido. Había alterado el cuidadosamente cultivado tono de la velada, quizá de una forma fatal. Tal vez la culpa fuera el haber pasado todo el día con Renfrew. Por un momento había estado argumentando fervientemente contra el modo de ver las cosas que lo había llevado tan rápidamente hasta la cumbre.

Tomó un largo sorbo de café y emitió una risita cálida.

–Me he dejado llevar un poco por mi temperamento, ¿verdad? Debe de haber sido el vino. – Bien jugado, aquel momentáneo estallido podía ser utilizado para demostrar que era un apasionado por los problemas del mundo, una persona preocupada, un pensador independiente, etc., todo lo cual podía realzar su atractivo. Empezó a trabajar en ello.

La Luna estaba alta sobre los árboles. Un búho se recortó silenciosamente en el trozo de cielo encima del claro. Con cuidado, ex trajo su brazo de debajo de la cabeza de ella y miró su reloj. Pasada la medianoche. Maldita sea. Se puso en pie y empezó a vestirse. Ella siguió tendida, con expresión ausente, las piernas abiertas, tal como él la había dejado.

Estaba tendida sobre la chaqueta de Peterson. El se inclinó para recogerla, y a la luz de la luna vio lágrimas en sus mejillas. Oh mierda. Aquello ya era demasiado.

–Será mejor que te vistas -dijo-, Se está haciendo tarde. Ella se sentó y trasteó con sus ropas.

–Tan -empezó, apenas con un hilo de voz-, esto es algo que nunca me había pasado antes.

–Vamos -dijo él, sin creerla-. No irás a decir que eras virgen.

–No quería decir eso.

Él intentó adivinar el significado.

–¿Acaso nunca…?

–Yo… nunca me había ocurrido con un hombre… no así… yo nunca… -Se trabó con sus propias palabras, las dejó perderse, azarada.

Así que era eso. Pero no hizo nada por ayudarla. Se sentía cansado e impaciente, no emocionado por el cumplido implícito. Consideraba un deber y un honor satisfacerlas, y eso era todo. Dios sabía que le había tomado mucho tiempo conseguirlo. De todos modos, éste había sido un trabajo mejor que con aquella japonesa ninfómana en La Jolla, la esposa de Kiefer. Ahora sentía un estremecimiento de desagrado cuando pensaba en ella. El había hecho lo habitual… más, de hecho. Y ella había vuelto sobre lo mismo una y otra vez, y parecía insaciable. Parecía estar dominada por una especie de febrilidad, algo que últimamente había notado en muchas mujeres. Pero eso era problema de ella, no suyo. Suspiró y apartó los pensamientos.

Sacudió su chaqueta, eliminando las briznas de hierba. Ahora ella estaba silenciosa, luchando todavía con el lazo de su vestido, probablemente intentando conseguir que tuviera el mismo aspecto que cuando había salido de casa. El abrió camino hasta fuera del claro, vacío de cualquier deseo de tocarla de nuevo. Cuando ella deslizó una mano en la de él, Peterson pensó que era político dejarla allí; después de todo, él iba a volver a Cambridge de nuevo. Ausentemente, se rascó una picadura de mosquito en el cuello que había recibido mientras retozaban en la hierba. Mañana iba a ser otro largo día. Flexionó sus hombros. Un frío dolor se había asentado en los músculos de la base de su cuello. Veamos, mañana tenía la reunión del subcomité, y algún discurso sobre la Guerra de la Vaca Sagrada que aún seguía expandiéndose por toda la India… Se dio cuenta con un sobresalto de que estos días estaba viviendo ligeramente en el futuro, y que eso se estaba convirtiendo cada vez más en un hábito. Con Renfrew se había sentido distraído pensando en la cena y en el vino. En el restaurante había observado el pelo de Laura y había pensado qué aspecto tendría esparcido sobre una almohada blanca. Luego, inmediatamente después del acto, su mente había derivado hacia el día siguiente y lo que tenía que hacer. Cristo, un mulo siendo conducido por una zanahoria.

Se sintió ligeramente sorprendido cuando surgieron de entre los húmedos árboles a la luz de la luna y recordó que todavía estaba en Cambridge.

23

Gregory Markham se sorprendió cuando Peterson apareció en el laboratorio, avanzando decidido por entre los callejones de equipo electrónico. Tras los saludos habituales, Greg dijo:

–Imaginé que no tendría usted mucho tiempo en estos días para esfuerzos secundarios como éste. Peterson miró a su alrededor.

–Estaba por aquí. Vi a Renfrew hace algunos días y luego he estado muy ocupado. Deseaba hablar con usted y ver a esa nueva mujer, Wickham.

–Oh, respecto a eso: no veo la necesidad de que yo tenga que ir a Estados Unidos precisamente ahora. Hay aquí… El rostro de Peterson se endureció.

–Lo he arreglado todo con la FNC y Brookhaven. He hecho todo lo posible desde mi lado. Pensé que no tendría ninguna objeción en ir allá para ayudar a Renfrew.

–Bueno, no la tengo, pero…

–Estupendo. Le veré en el avión mañana, tai como estaba previsto.

–Tengo un montón de interesante trabajo teórico que hacer aquí, cosas que trajo Cathy…

–Elévelo con usted.

Markham suspiró. Peterson no era el tipo de administrador des preocupado popular en Estados Unidos, abierto a todo tipo de su gerencias incluso después de haber sido tomada una decisión.

–Bien, eso retrasará un poco las cosas, pero…

–¿Dónde está Wickham?

–Oh, por ahí viene. Llegó ayer, y John aún está mostrándole las cosas.

Una mujer delgada, más bien huesuda, se les acercó.

–Acabamos de terminar la visita -le dijo a Markham-. Muy impresionante. Creo que no le conozco -prosiguió, volviendo sus enormes ojos marrones hacia Peterson.

–No, pero yo he oído hablar de usted. Ian Peterson.

–Así que es usted el tipo que me trajo hasta aquí a la fuerza.

–Más o menos. Se la necesita aquí.

–También se me necesitaba en Pasadena -dijo ella hosca mente-. Debe de haber puesto usted fuego bajo los culos de alguna gente muy importante.

–Deseaba saber algo más acerca de esos taquiones de los sub-universos y todo lo demás.

–Parece que está acostumbrado usted a conseguir muy aprisa lo que desea.

–A veces -murmuró gentilmente Peterson.

–Bien, Greg y John me han informado de lo que está ocurriendo aquí, y pienso que ese ruido tal vez pueda tener, esto, un origen cosmológico. Quizá microuniversos, quizá distantes galaxias Seyfert en nuestro propio universo. Es difícil de decir. Los núcleos de los quasars no pueden producir tanto ruido, eso es seguro. Los datos que se recogen en el Caltech y en el Kitt Peak parecen sugerir que hay una gran cantidad de materia negra en nuestro propio universo. La suficiente como para implicar que tal vez existan microuniversos.

–¿La suficiente como para cerrar nuestra geometría? – intervino Greg-. Quiero decir, ¿por encima de la densidad crítica?

–Es posible. – Dirigiéndose a Peterson, añadió-: Si la densi dad de la materia negra es lo suficientemente alta, nuestro universo se colapsará finalmente sobre sí mismo. Un universo cíclico y todo lo demás.

–Entonces, ¿no hay ninguna forma de evitar el ruido en el experimento de Renfrew? – preguntó Peterson.

–Probablemente no. Es un problema serio para John, que está intentando enfocar un haz pese a toda la emisión espontánea que este ruido de taquiones está causando. Pero eso no presenta ningún problema para 1963 o para ningún otro sitio. Ellos simplemente están recibiendo; eso es mucho más fácil.

Peterson murmuró una respuesta neutra para cortar la conservación, y dijo que tenía que efectuar algunas llamadas. Se marchó rápidamente, con aspecto más bien distraído.

–Un tipo curioso -dijo Cathy.

Markham se reclinó en la consola del ordenador.

–Es el hombre que abre la caja registradora. Hay que mantenerlo contento. Ella sonrió.

–Estoy sorprendida de que hayan conseguido ustedes fondos para todo esto… -Hizo un gesto con la mano. Sus ojos se clavaron en él, estudiando su rostro-. ¿Cree realmente que puede cambiar el pasado?

–Bueno -dijo Markham reflexivamente-, creo que Renfrew empezó simplemente buscando fondos para experimentación. Ya sabe, poniéndole un poco de glaseado a un pastel que en realidad es fundamental e «inútil». Nunca esperé que funcionara. Yo también pensé que era simplemente una buena experimentación en física pero nada más, y ambos nos vimos sorprendidos por el interés de Peterson. Ahora estoy empezando a pensar que John estaba empeñado en ello desde el principio. Mire, usted ha visto las ecuaciones. Si un experimento no produce un lazo causal, es admitido. Es decir, abierto y cerrado.

Cathy se sentó en una silla de laboratorio y se echó hacia atrás, poniendo sus pies sobre la consola. Su piel parecía extraordinariamente fina y tensa en torno a sus pómulos, seca y apergaminada, arrugada por el sol y por el cansancio. Unas profundas sombras trazaban semicírculos bajo sus ojos.

–Sí, pero esos experimentos de recalentamiento que efectuaron ustedes primero… Eso fue algo sencillo. Pero cuando se implica a gente, sin embargo…

–Está usted pensando de nuevo en paradojas -dijo Markham amablemente-. La presencia de gente en el experimento introduce el libre albedrío, y eso conduce al problema de quién es el observador en este experimento de pseudomecánica cuántica, y así.

–Aja.

–Y este experimento funciona. Recuerde el mensaje para Peter son en el banco.

–Sí. Pero enviar todo eso acerca del océano… ¿qué ocurrirá si tienen éxito? ¿Nos despertaremos un día y la floración habrá desaparecido?

–Estamos pensando de nuevo en términos de paradojas. Se está apartando usted del experimento. Como el buen viejo observador clásico. Mire, las cosas no tienen por qué ser causales, únicamente necesitan ser autoconsistentes.

Ella suspiró.

–No sé lo que dicen las nuevas ecuaciones de campo al respecto. Aquí hay un ejemplar de mi artículo sobre las soluciones emparejadas, quizás ustedes…

–¿Combinando supersimetría mecánico cuántica y relatividad general? ¿Con taquiones incluidos?

–Aja.

–Hey, eso vale la pena verlo. – Los ojos de Markham se iluminaron.

–Todavía hay un montón de antiguas características en estas ecuaciones. Eso al menos puedo asegurarlo, cada acontecimiento mecanicocuántico, es decir implicando taquiones en un lazo productor de paradojas, sigue conduciendo a una especie de dispersión en una familia de acontecimientos-probabilidades.

–Una especie de oleaje entre pasado y futuro. El interruptor de la luz suspendido entre «encendido» y «apagado».

–Sí.

–De modo que seguimos teniendo predilecciones probabilísticas. No seguridades.

–Creo que sí. O al menos, el formalismo que se ocupa de ello. Pero hay algo más… Aún no he tenido tiempo de ponerlo en claro.

–Si dispusiéramos de tiempo para pensar… -Markham se inclinó perplejo sobre las páginas de ecuaciones nítidamente impresas-. Interpretar esto es lo más difícil. Las matemáticas son tan nuevas…

–Sí, y le juro que hubiera deseado que ese tipo Peterson no me hubiera arrancado del Caltech. Thorne y yo estábamos a punto de… -Alzó bruscamente la cabeza-. Dígame, ¿cómo supo Peterson de mí? ¿Usted se lo dijo?

–No. Ni siquiera sabía que estuviera usted trabajando en esto.

–Hummm. – Entrecerró los ojos, luego se alzó de hombros-. Tiene bastante poder, eso puede asegurarlo. Parece un típico presuntuoso inglés.

Markham pareció incómodo.

–Bueno, no creo…

–De acuerdo, de acuerdo, échele la culpa al cambio de horario. El avión estaba abarrotado. Jesús, ¿por qué no pudo Peterson esperar una semana o así?

Markham vio a Peterson surgir de donde estaba trabajando Renfrew, y le hizo una seña a Cathy. Ella adoptó una expresión neutra ligeramente cómica. Markham esperó que Peterson no se diera cuenta de ello.

–Acabo de hablar con mi gente -dijo Peterson, clavando los pulgares en su chaleco mientras se acercaba-. Les había pedido que investigaran a la gente que estaba trabajando en resonancia nuclear en Columbia, Moscú y La Jolla en 1963. Biografías y todo eso.

–Sí, es una comprobación obvia, ¿verdad? – dijo Markham-. Hay que confiar en Ian para ir un poco más allá de toda esta física y probar algo más sencillo.

–Hummm. – Peterson miró a Markham, las cejas microscópicamente alzadas-. Mi gente no dispone de mucho tiempo, con todo lo que está pasando. No han encontrado nada importante, como artículos en revistas científicas. Hallaron algo acerca de «resonancia espontánea» que nunca volvió a aparecer, una pista falsa seguramente, pero nada acerca de taquiones o mensajes. Uno de mis chicos encontró una cosa en el New Scientist acerca de mensajes procedentes del espacio, sin embargo, y a un tipo dedicado a la resonancia nuclear, alguien llamado Bernstein, mezclado en ello. Hay una referencia a una aparición por televisión, junto con un tipo especializado en vida en el universo.

–¿Puede su gente hurgar algo más en eso? – preguntó Cathy.

–Quizá. Se perdió mucha cosa en el accidente nuclear del Central Park, me han dicho. Los archivos de las cadenas de televisión estaban en Manhattan. Y los programas de noticias no se guardan en copias múltiples más allá de treinta y cinco años. He puesto a una mujer a investigar esto, pero sir Martin ha venido con ese programa urgente y… -se interrumpió de pronto.

–¿Cree usted que fue ese Bernstein quien dejó aquella nota en el banco? – preguntó Markham.

–Posiblemente. Pero si ése es todo el efecto que han tenido los haces de Renfrew, la información acerca del océano no consiguió llegar.

Markham agitó la cabeza.

–Ha utilizado usted un tiempo verbal erróneo. Podemos seguir transmitiendo; si un mensaje llegó, otros pueden también.

–De nuevo el libre albedrío -dijo Cathy.

–Sí, pero la partida puede interrumpirse en cualquier momento -dijo Peterson con suavidad-. Mire, tengo que ir a Cambridge a arreglar unos asuntos. ¿Podría hacerme un resumen de su trabajo, Cathy, antes de que me vaya?

Ella asintió. Markham dijo:

–Renfrew va a dar una pequeña fiesta esta noche. Tiene intención de invitarle, tengo entendido.

–Bueno… -Peterson miró a Cathy-. Intentaré volver. No tengo que estar necesariamente en Londres hasta mañana.

Él y Cathy Wickham fueron a la pequeña oficina de Renfrew, para utilizar la pizarra. Markham los observó hablar a través del cristal transparente de la puerta. Peterson parecía cautivado por la física de los taquiones, y había olvidado completamente su supuesta utilidad. Las dos figuras se movían de un lado para otro ante la pizarra, Cathy haciendo diagramas y símbolos con rápidos rasgueos de su tiza. Peterson los estudiaba, frunciendo el ceño. Parecía estarla observando más a ella que a la pizarra.