12 de octubre de 1963

La voz de Penny se abrió paso hasta él:

–Tal como te iba diciendo.

–¿Eh? Oh, sí, sigue.

–Vamos, ni siquiera estabas escuchando. – Giró el volante del Thunderbird de alquiler para tomar una curva. El área de la bahía se extendía debajo y a la derecha, el centelleo de la bahía amortiguado por la neblina-. Profesor distraído.

–De acuerdo, de acuerdo. – Pero volvió a hundirse en la neblina propia mientras ella hacía avanzar el coche por entre las cerradas curvas de Grizzly Peak por encima del campus de Berkeley y luego hacia Skyline. Tuvo un atisbo de las irregularidades Oakland, los verdes puntos de las islas en el gris azulado de la bahía, y San Francisco en un aislamiento alabastrino. Se deslizaban entre grupos de pinos y eucaliptos, árboles que tejían un entramado negro y verde contra el marrón de las laderas de las colinas. Penny había abierto el techo corredizo. El frío aire hacía que su pelo se agitara y flotara tras su cabeza.

–¡El monte Tamalfuji! – exclamó ella, señalando a un pico corto y romo en la parte norte, al otro lado de la bahía.

Luego empezaron a descender, los frenos chirriando y las marchas zumbando mientras avanzaban hacia Broadway Terrace. Un musgoso bosque les rodeaba. Emergieron de la densamente arbolada ladera de la colina y pasaron rápidamente junto a una mezcolanza de casas, una rociada en tecnicolor. El trafico menguó a medida que se acercaban a la casa de los padres de ella. Un barrio claramente residencial con un apropiado nombre a la moda: Piedmont. Gordon pensó en Long Island y en Gatsby y en los sedanes amarillos.

Los padres de ella demostraron no tener absolutamente nada digno de mención. Aunque Gordon no podía estar seguro de si aquello era debido a ellos o a él. Su mente seguía derivando hacia el experimento y los mensajes, buscando algún nuevo instrumento que le permitiera atrapar el borde del misterio. Enfréntate a él desde un ángulo distinto, le había dicho Penny en una ocasión. No podía apartar aquella frase de su mente. Se dio cuenta de que podía mantener una conversación y sonreír y danzar al compás del juego del anfitrión y el huésped, sin tomar realmente parte en nada de lo que estaba sucediendo. El padre de Penny era enorme y tranquilizadoramente rudo, un hombre que sabía cómo convertir el dinero en más dinero. Poseía las sienes plateadas tipo estándar, y una cierta seguridad bronceada por el sol. Su madre parecía serena, una eterna participante en clubs y mesas de caridad, una escrupulosa ama de casa. Gordon tuvo la impresión de haberlos conocido antes aunque no podía situarles, como personajes de una película cuyo título no acude a tus labios.

La invitación había sido de que se quedaran en casa. Gordon insistió en quedarse en un motel en la avenida University… a fin de estar en el centro de la ciudad, dijo, pero de hecho porque deseaba evitar la escabrosa cuestión de si iban a compartir una misma habitación en el castillo de los padres de ella. No estaba preparado para enfrentarse con aquello, no este fin de semana.

El padre de Penny sabía toda la historia de Saul, desde luego, y deseaba hablar de ella. Gordon le dijo apenas lo suficiente como para no mostrarse grosero, y luego desvió la conversación hacia el departamento, la Universidad de La Jolla, y gradualmente hacia asuntos más y más alejados. El padre de ella -«Jack», dijo con un cálido y fuerte apretón de manos, «llámame simplemente Jack»- había comprado algunos libros elementales de astronomía para saber un poco más. Aquello había resultado ser más que un mero pasatiempo, y Gordon se sentó y dejó que Jack le regalara con hechos acerca de las estrellas, y la obligatoria y reverente maravilla acerca de las magnitudes del universo. Jack poseía una mente aguda e inquisitiva. Hacía preguntas penetrantes. Gordon descubrió muy pronto que su propio conocimiento más bien elemental de la astronomía era muy endeble. Mientras las mujeres cocinaban y charlaban en la cocina, Gordon pasó apuros para explicar el ciclo del carbono, las explosiones de las supernovas y los enigmas de los cúmulos globulares. Resumió como mejor pudo lo que había ido oyendo en semirrecordadas conferencias. Jack lo atrapó en varios detalles, y Gordon empezó a sentirse incómodo. Pensó en el examen de Cooper.

Finalmente, tomaron una cerveza antes de almorzar, y Jack cambió a otros temas. Linus Pauling acababa de ganar el premio Nobel de la Paz; ¿qué opinaba Gordon sobre ello? ¿No era la primera vez que alguien ganaba dos Nobel? No, señaló Gordon, madame Curie había ganado uno en física y otro en química. Gordon temió que aquello fuera a meterles de lleno en política. Estaba completamente seguro de que Jack era un miembro de la escuela del desarme-igual-a-Munich, animada localmente por William Knowland, del Tribune de Oakland. Pero Jack desvió hábilmente el asunto, y se metieron de lleno en una humeante sopa y unos bistecs crudos, como a él le gustaban. Los Jacarandas cubrían una porción de la vista desde el comedor. El resto de las ventanas ofrecía una vista panorámica de la bahía, la ciudad y las colinas. El bistec estaba perfecto.

–¿Ves? – dijo Penny-. Ajax sabe lo que vas a hacer antes incluso de que lo sepas tú mismo.

Gordon observó. El enorme caballo se estremecía, bufaba, parpadeaba. Penny hizo pasar a Ajax directamente de la inmovilidad a un trote corte. Ajax saltó hacia delante, resoplando, las orejas enhiestas. Penny le hizo cambiar varias veces bruscamente de dirección, y caminar de lado, utilizando solamente la presión de sus piernas. Hacía avanzar suavemente a Ajax, dando vueltas en torno al corral.

Gordon estaba apoyado contra la cerca. Enfréntate a él desde un ángulo distinto. De acuerdo, Ramsey había puesto en claro toda la parte relativa a la bioquímica. Pero eso era una pieza, no todo el rompecabezas. El único otro dato consistente que tenían era ese buen viejo AR 18 5 36 DEC 30 29.2, un batir de tambor que no conducía a ninguna parte. Tenía que significar algo…

–¡Gordon! Voy a dar una vuelta con Ajax. ¿Quieres venir?

–¿Eh? Oh, sí. Pero no montado a caballo.

–Oh, vamos.

Él agitó la cabeza, distraído. Todo lo que podía recordar ahora de su hora anterior de instrucción era como evitar que el caballo le patease. Cuando caminas detrás de él tienes que mantenerte cerca de su grupa, de modo que el caballo sepa que no hay suficiente espacio para lanzarte un buen y sano golpe con su casco. Al parecer, rozarle la cola le dice al animal que no eres un blanco adecuado para aliviar sus pequeñas irritaciones, con lo que pierde su interés. Aquello le parecía más bien dudoso a Gordon. Después de todo se trataba de un animal, incapaz de tanta perspicacia.

Siguió a Penny a lo largo de la cresta. AR 18 5 36 DEC 30 29.2. Estaban justo debajo del borde de las colinas de Oakland. Él irregular paisaje amarronado del condado de Contra Costa se extendía en la distancia. Las secoyas y los pinos a su alrededor parecían mohosos, con un seco y cálido olor que no podía identificar. FUENTE PUNTUAL EN EL ESPECTRO DE TAQUIONES 263 KEW PICO. Vaharadas de fino polvo se elevaban a cada uno de sus pasos. Era la última hora de la tarde. Sombras azuladas danzaban por entre las nubecillas de polvo tras los cascos de Ajax. Penny había venido hasta allí cada día cuando estaba en el instituto, le dijo Jack a Gordon. Gordon había pensado hacer un chiste irónico acerca de las implicaciones freudianas de las chicas adolescentes y el cabalgar. Decidió dejarlo correr tras echar una mirada a Penny. PUEDE VERIFICARSE CON DIRECCIONALIDAD RMN. Aquel ambiente de equitación es taba muy lejos del juego de pelota en los solares vacíos que él recordaba como su único deporte. El clop clop de los cascos, imágenes de Gary Cooper o quizá de Ida Lupino, un majestuoso avanzar por entre las enormes secoyas: serenidad. Gordon se notaba pesado y torpe. Caminaba pesadamente por el bosque con aquellos zapatos de calle negros que su madre le había comprado en Macy's, completamente inadecuados para aquella distante región. Se sentía rodeado allí por una naturaleza que encontraba extraña. AR 18 5 36 DEC 30 29.2, AR 18 5 36 DEC 30 29.2. Sí, extraña.

Aquella noche, mientras hacían el amor allá en el motel, Penny pareció cambiada. Sus caderas se habían hecho más duras. Las marcas angulares de los huesos le hablaban a Gordon a través de la delgada envoltura de la carne. Era más dura, una caballista, un producto típico del Oeste. Sabía que las alcachofas crecían en una especie de arbustos, no en árboles. Podía cocinar en un fuego de campaña al aire libre. Descubrió que sus pechos eran más puntiagudos, con unos pezones pronunciados, rosados y suaves, que se endurecían rápidamente cuando los chupaba. Él este era el este, y todo lo demás era el oeste.

Jack los llevó a última hora de la mañana del domingo a ver una plantación de nogales en la que había invertido. En los campos de nogales cerca de álamo una sacudidora mecánica resoplaba y zum baba. Su brazo hidráulico se aferraba al tronco de los árboles, sacudiéndolos y haciendo caer una lluvia de nueces del cielo. Otros hombres conducían un artilugio por entre los árboles. Llevaba unas bandas de caucho a ambos lados, que recogían las nueces en hileras irregulares. Una recolectora seguía detrás. Las nueces se hallaban todavía envueltas en sus cascaras verdes y la recolectora las recogía, dejando detrás las ramillas y la tierra y las ramas rotas. Jack explicó que aquel nuevo método iba a ser rentable en muy poco tiempo. Una camioneta con remolque trasladaba las nueces a un dispositivo de cepillos y rejillas que las descascaraban. Un horno de gas natural se encargaba de rematar la operación.

–Esto revolucionará la industria -sentenció Jack. Gordon observó las zumbantes máquinas y las cuadrillas de hombres que las atendían. Trabajaban incluso en domingo, era el tiempo de la recolección. Los cultivos de nogales estaban suavizando el desolado desierto de California del Sur. Las largas y umbrías hileras de verde le recordaban la parte superior del estado de Nueva York. El resonante brazo que estrangulaba a los árboles exigiéndoles sus nueces era sin embargo inquietante: un nuevo oeste robotizado.

–¿Podrá prestarme algunos de esos libros de astronomía suyos para esta tarde? – preguntó bruscamente a Jack.

Jack asintió, sorprendido, disimulando con una desconcertada sonrisa. Penny hizo girar sus ojos y esbozó una mueca: ¿No vas a dejar de trabajar nunca, ni siquiera por un fin de semana? Gordon se alzó de hombros, molesto momentáneamente por su silencioso reproche. Vio que ella deseaba, en un cierto sentido, que aquel fin de semana fuera para ellos. Quizás incluso había planeado que él y Jack llegaran a una especie de camaradería. Bien, quizá pudieran llegar a ello, si se presentaba la ocasión. Pero no este fin de semana. Gordon sabía que estaba pasándolo como sumergido en una niebla, distraído por el problema. Y saberlo no cambiaba las cosas. Y cuando conseguía salirse de ella, se encontraba mirando a los padres de Penny sin comprenderles. Eran agudamente conscientes de que se acostaba con su hija. Agarrándose a la shiksa, sí ¿Era ésa la forma en que California se enfrentaba a ese tipo de problemas? ¿Ignorando educadamente la situación? Supuso que sí, pero pese a todo se sentía incómodo.

La máquina sacudeárboles dio una sacudida, arrancándole de sus reflexiones.

Había estado de pie con las manos a la espalda, su posición habitual de conferenciante, mirando a un grumo de tierra. Gordon alzó la vista hacia los demás, que se habían dirigido hacia el vehículo. Penny dirigió a su padre un triste y resignada mirada, haciendo un gesto en dirección a Gordon: los signos familiares.

No había nada en los índices de los libros de Jack acerca de Hércules. Gordon los hojeó todos, buscando algo relativo a las constelaciones. Había mapas estelares, vistas estacionales de la Osa Mayor y de Orion y de la Cruz del Sur. Los estudiantes que habían crecido bajo las luces de la ciudad necesitaban guías sencillas de las estrellas. Gordon no era diferente. Estudió las líneas que conectaban los puntos estelares intentando comprender cómo alguien había podido ver allí cazadores, cisnes o toros. Y luego un párrafo llamó su atención.

Nuestro Sol también se halla en movimiento, del mismo modo que todas las demás estrellas. Giramos en torno al centro de nuestra galaxia a una velocidad de aproximadamente 250 kilómetros por segundo. Además, el Sol se mueve a unos 20 kilómetros por segundo hacia un punto cerca de la estrella Vega, en la aglomeración de Hércules. Dentro de varios miles de años, las constelaciones se nos aparecerán de una forma distinta, debido a tales movimientos de las estrellas las unas con relación a las otras. En la figura 8, la constelación…

Fue Penny quien condujo el coche hasta el campus de Berkeley. Le había gustado la idea de ir a dar una vuelta de nuevo por aquella zona, aunque aquello significara ver menos a sus padres. Su actitud cambió cuando se dio cuenta de que él no deseaba dar un paseo por el campus, sino que se dirigía a la biblioteca del departamento de física. La biblioteca estaba en un edificio cercano al campanario, pero Gordon se negó a tomar el ascensor y subir a contemplar la vista desde allí. Le dijo adiós a Penny y se metió dentro.

El movimiento solar, descontando la rotación en torno al centro galáctico, puede ser adecuadamente descrito como una distribución del coseno 0. Nos estamos alejando del antápex solar y en dirección al ápex solar. Puesto que la posición del ápex solar representa una media con relación a muchos movimientos estelares locales, hay algunas inseguridades significativas. La AR solamente puede ser especificada hasta 18 h, 5 min ± 1 min; la DEC hasta 30 grados, ± 40 min.

Gordon parpadeó ante aquellas frases, haciendo algunos cálculos aritméticos en su mente. El húmedo aire de la biblioteca arras traba consigo un pesado y solemne silencio. Encontró un usado ejemplar de Astrophysical Quantities, y comprobó de nuevo las coordenadas.

AR 18 5 (±1) Ápex solar: DEC 30

± 40

Tomó un lápiz del bolsillo de su camisa y escribió debajo, ignorando la ceñuda mirada de un bibliotecario:

AR 18 5 DEC 30 29.2

Salió a la fresca tarde de otoño.

En el vuelo de Air Cal de vuelta a San Diego, dijo:

–Las coordenadas del mensaje corresponden al ápex solar, eso es lo importante. Teniendo en cuenta la imprecisión de las actuales mediciones, quiero decir.

–¿Eso es lo que significan los signos de más menos uno encima del otro? – dijo Penny, dubitativa.

–Correcto. Correcto.

–No lo comprendo.

–Ésa es la dirección hacia la que se encamina el Sol… y la Tierra con él.

–Bueno, oy veh.

–¿Eh?

–Eso es lo que tú dices. Indica sorpresa. Oy veh.

–No significa… bueno, desánimo. De todos modos, yo no he dicho nunca esto.

–Por supuesto que sí.

–No, en absoluto.

–De acuerdo. Mira, ¿qué significa todo esto, Gordon?

–No tengo la menor idea -mintió.

39

14 de octubre de 1963

–Gordon, aquí Claudia Zinnes. Quería que supiera que hemos perdido el efecto anómalo este fin de semana. ¿Y usted?

–No estaba siguiendo el experimento. Lo siento.

–Bueno, hubiera sido una pérdida de tiempo, de todos modos. Ese extraño efecto simplemente se desvaneció.

–Siempre aparece y desaparece de esta manera.

–De todos modos, seguiremos intentándolo.

–Estupendo, estupendo. Yo también.

Gordon pasó toda una tarde con los mapas estelares, intentando determinar los movimientos del punto en Hércules.

Caía por debajo del horizonte durante una buena parte del día. Si existían los taquiones -significara lo que significase el nombre-, venían directamente, en una línea recta entre su equipo de resonancia nuclear y Hércules.

Cuando la Tierra estaba entre él y Hércules, probablemente las partículas resultaban absorbidas.

Eso significaba que, para recibir alguna señal, tenía que poner en marcha el experimento cuando Hércules estuviera por encima del horizonte.

–¿Claudia?

–Sí, sí, soy yo, no le he llamado porque todavía no hemos con seguido…

–Sí, sí, lo sé. Mire, esas coordenadas que usted y yo obtuvimos. Corresponden a la constelación de Hércules. Creo que podemos tener más suerte si únicamente observamos en ciertos momentos, de modo que… Oiga, ¿tiene usted un lápiz a mano? He hecho algunos cálculos. Imagino que entre las seis de la tarde y…

Pero ni en Columbia ni en La Jolla pudieron conseguir ningún nuevo efecto en los momentos que habían calculado. ¿Puede que exista alguna otra interferencia? Aquello complicaría aún más las cosas, pero ¿cuál era la causa? Gordon volvió hacia atrás y estimó los momentos en los que él o Cooper habían registrado señales. La mayoría de ellos correspondía a momentos en los que Hércules es taba en el cielo. En algunos casos, sin embargo, no había registrado la hora en la que había sido efectuada la observación. Algunos otros parecían corresponder a momentos en los que Hércules estaba definitivamente por debajo del horizonte. A Gordon siempre le había gustado la Navaja de Occam: Las entidades no deben multiplicarse más allá de lo necesario. Eso significaba que la teoría más simple que explicara los datos era la mejor. La teoría de las interferencias era simple, pero tenía que tener en cuenta los momentos en los cuales Hércules estaba por debajo del horizonte, por alguna razón. Quizás esos puntos fueran erróneos, y quizá no. Más que llegar a alguna conclusión, Gordon decidió seguir intentándolo y dejar que los da tos se mostraran por sí mismos.

Gordon había pasado algunas semanas enseñando electricidad clásica y magnetismo, utilizando el texto estándar de Jackson. Sus notas de clase estaban terminándose ya, e iba con retraso en la corrección de los problemas que había puesto. La familiar nube de peticiones estaba lloviendo sobre él: comités, horas de oficina con los estudiantes; lectura del trabajo de Cooper y discusión con él al respecto; preparar seminarios. La clase de graduados de primer año parecía buena, por lo que podía decir de los problemas que se le planteaban. Burnett y More eran muy listos. La parte media del conjunto -Sweedler, Coon, Littenberg, particularmente- pro metía. Estaban los gemelos de Oklahoma, que hacían un trabajo muy irregular y tenían una tendencia irritante a contradecirle. Quizás él estuviera un poco irritable esos días, pero ellos…

–Hey, ¿tienes un minuto?

Gordon alzó la vista de las calificaciones. Era Ramsey.

–Seguro.

–Mira, deseaba hablarte acerca de esa conferencia de prensa que Hussinger y yo vamos a dar.

–¿Conferencia de prensa?

–Sí, vamos a, esto, anunciar nuestras conclusiones. Parece que trata de algo grande. – Ramsey permanecía inmóvil en el umbral, sin su habitual animación.

–Bueno, estupendo. Estupendo.

–Deseábamos utilizar esa configuración de una cadena molecular que saqué. Ya sabes, aquella que dijimos de publicar tú y yo juntos.

–¿Necesitas utilizarla?

–Le da mayor fuerza al caso, sí.

–¿Cómo vas a explicar de dónde procede? Ramsey pareció afligido.

–Sí, ése es el problema, ¿no? Si afirmo que procede de tus experimentos, habrá gente que pensará que toda la idea no es más que pura mierda.

–Eso es lo que temo.

–Pero de todos modos, mira… -Ramsey abrió las manos-. Hace que toda la argumentación sea más convincente, ver la estructura…

–No. – Gordon agitó vigorosamente la cabeza-. Estoy seguro de que seréis creídos únicamente sobre la base de los experimentos. No es necesario que me metáis en eso.

Ramsey parecía dubitativo.

–Es un buen trabajo, sin embargo. Gordon sonrió.

–Déjalo a un lado. Déjame a mí a un lado, ¿de acuerdo?

–Si tú lo dices, está bien -dijo Ramsey, y se fue.

Para Gordon la conversación con Ramsey resultó divertida, un distante recordatorio del mundo real. Para Ramsey y Hussinger, ser los primeros en publicar aquello era un paso crucial. Efectuar una conferencia de prensa ponía un sello adicional que reforzaba su trabajo. Pero Ramsey sabía que nada de aquello hubiera ocurrido sin Gordon, y aquello le preocupaba. El procedimiento correcto era conseguir primero el consentimiento de Gordon a una publicación separada, y luego escribir un emocionado agradecimiento al final de su artículo. Gordon le contó a Penny por la noche aquella conversación, y le comentó lo extraño que le parecía ahora todo el proceso. I Era conseguir resultados lo que hacía que la ciencia valiera la pena; ¡los homenajes eran un placer menor, secundario. Las personas se volvían científicos porque les gustaba resolver enigmas, no porque anhelaran ganar premios. Penny asintió, y observó que comprendía un poco mejor a Lakin. Era un hombre que había superado el punto de descubrir algo auténticamente fundamental; la invención científica normalmente lo elude a uno más allá de los cuarenta años. Así que ahora Lakin se aferraba a los honores, los talismanes visibles del éxito. Gordon asintió.

–Sí -dijo-. Lakin es un operador sin autovalores reales. – Era un oscuro chiste de físicos, y Penny no lo comprendió, pero Gordon se echó a reír por primera vez en días.

–Hey, ¿todavía está usted aquí? – dijo Cooper desde la puerta j del laboratorio.

Gordon alzó la vista de la pantalla del osciloscopio.

–Sí, estoy intentando tomar algunos datos nuevos.

–Dios mío, es tarde. Quiero decir, he pasado por aquí después de una cita para recoger algunos libros, y vi la luz. ¿Ha estado aquí j desde que me fui a cenar?

–Oh… sí. Fui a buscar algo a las máquinas distribuidoras.

–Ugh, eso es pura mierda.

–Exacto -dijo Gordon, volviéndose de nuevo hacia el equipo. Cooper avanzó unos pasos y vio los registros de resonancias esparcidos sobre el banco del laboratorio.

–Hey, eso se parece a mis observaciones.

–Sí, es muy parecido.

–¿Está trabajando usted con el antimoniuro de indio? ¿Sabe?, Lakin me ha preguntado por qué se pasa usted tantas horas aquí. Quiere saber qué está haciendo.

–¿Por qué no me lo pregunta a mí? Un alzarse de hombros.

–Mire, yo no pretendo…

–Lo sé.

Tras unos cuantos comentarios neutrales, Cooper se fue. Gordon había estado cumpliendo con sus tareas normales durante toda la semana, y luego había pasado todas las noches tomando datos, escuchando, esperando. Había algunas líneas irregulares amarillas al azar entre los registros, pero ninguna señal. Todo se estaba erosionando a un simple ruido. Las bombas tosían, los instrumentos electrónicos lanzaban algún ocasional ping. Taquiones, pensó. Cosas más rápidas que la luz. No tenía sentido. Había planteado la idea a Wong, el físico de partículas, y había obtenido la respuesta convencional: violaban la relatividad espacial, y de todos modos no había ninguna evidencia de ellos. Taquiones recorriendo el universo en menos tiempo del que necesitaba el ojo de Gordon para observar un fotón a la pálida luz del laboratorio… Esas cosas iban contra la razón. Entonces apareció un aletear de resonancias interrumpidas. Gordon había trabajado en una forma más rápida de compilar las curvas, y pudo extraer las porciones de código Morse casi inmediatamente.

OCÉANO AMENAZADO

Unos momentos más tarde, otra ráfaga de interrupciones:

LABORATORIO CAVENDISH

CAMBRIDGE

y luego un estallido de ruido. Gordon asintió para sí mismo. Se sen tía cómodo, trabajando allí solo, como un monje. A Penny no le gustaba que pasara tantas horas allí, pero aquello era secundario. Ella no comprendía que a veces tienes que continuar, que el mundo no se rendirá a menos que perseveres.

Cuando la pantalla del osciloscopio se aclaró, hizo una pausa. Caminó por los silenciosos corredores del edificio de física para sacudirse la somnolencia que le estaba invadiendo. En la parte exterior del laboratorio de Grundkin había una gran hoja de papel de ordenador en la cual un estudiante descorazonado había escrito, en la parte de arriba:

Un experimento puede ser considerado un éxito si no más de un 50 por ciento de las mediciones observadas deben ser descartadas para obtener una correspondencia con la teoría.

Gordon sonrió. El público consideraba la ciencia como algo absoluto, seguro, como dinero en el banco. Nunca pensaban que el más ligero error podía conducirle a uno a resultados absolutamente erróneos.

Bajo el enunciado del principio, otros estudiantes habían garabateado sus contribuciones:

La madre naturaleza es una mala puta.

La probabilidad de un acontecimiento determinado

es inversamente proporcional a su deseabilidad.

Si tonteas lo suficiente con algo,

finalmente terminarás rompiéndolo.

Una curva falsificada vale más que

un millar de palabras ambiguas.

Ningún análisis es un completo fracaso…

siempre puede servir como un mal ejemplo.

La experiencia varía directamente

en funcion con el equipo estropeado.

Fue a buscar una barra de chocolate en el distribuidor automático, y regresó al laboratorio.

–Jesús -dijo Penny por la mañana-, pareces como algo que alguien hubiera sacado del fondo de un viejo baúl.

–De acuerdo, de acuerdo. Tengo una clase dentro de una hora ¿Qué hay en la despensa?

–Manteca, eso es todo lo que hay en la despensa… asquerosa manteca de cerdo.

–Como siempre dices tú, oh, vamos.

–Cereales, entonces.

–Tengo hambre.

–Toma dos tazones.

–Mira, tengo que ir a trabajar.

–El no haber sido promovido te ha sacudido bastante fuerte, ¿eh?

–Tonterías, todo tonterías.

–Tonterías, por supuesto.

–Esa mujer, Zinnes. Eso es todo lo que necesitas.

–Como confirmación, sí. Pero no lo comprendemos.

Gordon rebuscó la caja de trigo desmenuzado. Echó los rulitos tostados en un tazón y arrojó la caja al cubo de la basura. En el fondo del cubo había un garrafón de borgoña Brookside.

–¿Te quedarás aquí esta noche? – preguntó Penny.

–Oh sí.

–Recibí una carta de mi madre.

–Oh.

–Te encontraron un poco extraño.

–Tiene razón.

–Podrías haberlo intentado.

–Intenté mostrarme tan frío como un protestante blanco anglosajón.

–Tan frío y tan torpe.

–No sabía que fuera tan importante.

–No lo era. Es sólo una opinión.

–Mira, habrá otras ocasiones.

–Tuviste una llamada.

–Quiero decir, quizá para el día de Acción de Gracias.

–Oh.

–No vimos mucho de San Francisco.

–Procedía de Nueva York. Él dejó de sorber su cereal.

–¿Que?

–La llamada. Le di el número de tu oficina.

–No he estado mucho en mi oficina. ¿Quién era?

–No lo dijo.

–¿No preguntaste?

–No.

–La próxima vez, pregunta.

–Sí, señor.

–Oh, mierda.

Los titulares del San Diego Union proclamaban: EL RÉGIMEN VIETNAMITA DERRIBADO. Gordon contempló las fotos de los cadáveres en las calles, y pensó en Cliff. El Union decía que se trataba de un golpe de Estado claramente militar. Alguien había atrapado a Ngo Dinh Diem y le había disparado a la cabeza, y aquello había sido el fin de todo. La Administración Kennedy decía que los americanos no tenían nada que ver con ello. Lamentaban todo el asunto. Por otra parte, decían, quizás aquello despejara el camino hacia algunos auténticos progresos en la guerra en aquel lugar. Quizá sí, pensó confusamente Gordon, y arrojó el periódico al cubo de la basura.

Claudia Zinnes había captado algunos de los mismos fragmentos, pero no todos. El nivel de ruido ascendía y descendía. Gordon se preguntaba si no habría presente algún otro efecto, más allá del hecho de que Hércules estuviera visible. Quizá los haces de taquiones no estuvieran bien enfocados. Eso explicaría por qué la señal iba y venía. Conservó esas ideas en su mente, junto con otras sospechas y corazonadas.

Durante las largas noches de observación del osciloscopio volvían a él como las piezas de un rompecabezas, cuyos bordes a veces encajaban y a veces no. Su corazonada estaba basada en la cifra del ápex solar, y lo conducía a una conclusión acerca de los mensajes que encontraba difícil de creer. Intentó mantenerse neutral al respecto. Después de todo, podían haber fácilmente otras explicaciones. Por otra parte, Wong había mencionado el argumento de la causalidad en contra de los taquiones, de modo que al menos existía alguna conexión general. La Navaja de Occam no parecía ser de mucha utilidad allí. Todo el asunto tenía como un aroma de Alicia en el país de las maravillas. Lo cual quería decir, se recordó a sí mismo, que era tremendamente importante atenerse a los hechos, los dígitos, los datos escuetos. Dame un sólido conjunto de números y gobernaré el mundo, pensó, y se echó a reír fuertemente.

Se había quedado adormilado. Se despertó con un sobresalto y se frotó los ojos. A la mitad de su gesto, apartó las manos y miró la registradora.

Líneas quebradas. Las líricas curvas de la resonancia estaban rotas por repentinas interrupciones.

Rebobinó la cinta. Si había perdido el inicio…

Pero no; ahí estaba. Empezó a decodificar:

NEUROM I OL AJ ESCRIBIR COMILLAS MENSAJE RECIBIDO LA JOLLA COMILLAS EN UN PAPEL COLOCAR EN CAJA DE SEGURIDAD EN BANCO FIRST FEDERAL SAVINGS SAN DIEGO A NOMBRE IAN PETERSON DEBE GARANTIZARSE QUE CAJA SERÁ MANTENIDA DURANTE TREINTA Y SEIS AÑOS ENVIAR ESTE MENSAJE CONFIR MARÁ RECEPCIÓN DE TRANSWRSODRMCJ RESULTANDO DINOFLAGELADOS Y PLANCTÓNICOS AVSDLDU AHXNDUROPFLM

El empleado se lo quedó mirando.

–Sí, es cierto, disponemos de cajas de seguridad gratuitas para nuestros clientes. ¡Pero hasta finales de siglo…! – Alzó las cejas.

–Ustedes ofrecen eso, ¿no?

–Bueno, sí, pero…

–En un anuncio público.

–Por supuesto. Sin embargo, la intención…

–Su publicidad dice que puedo conseguir una caja de seguridad si mantengo un saldo mínimo de veinticinco dólares, ¿correcto?

–Por supuesto. Pero como había empezado a decirle, consideramos esto como una oferta inicial para animar a los clientes a abrir cuentas. Naturalmente, la firma no tiene intención de que sus clientes mantengan éstas indefinidamente, bajo la única base de…

–Su publicidad no menciona nada de lo que está diciendo usted ahora.

–No creo que usted…

–Tengo razón, y usted lo sabe. ¿Desea que pida por el director? Es usted nuevo aquí, ¿verdad?

El rostro del empleado no dejó traslucir nada de lo que estaba pensando.

–Bueno… Parece que usted ha descubierto un aspecto de nuestra oferta que nosotros no habíamos anticipado…

Gordon sonrió. Sacó la hoja amarilla de papel de dentro de un sobre, y la depositó sobre el mostrador.

40

3 de noviembre de 1963

–¿Sí?

–¿Gordon? Gordon, ¿eres tú?

–Tío Herb, oh.

Gordon, vaciló y miró totalmente desconcertado al receptor telefónico de su oficina, como si la voz de su tío estuviera fuera de lugar allí.

–¿Tanto trabajas, que no puedes ir a casa por la noche?

–Bueno, ya sabes, algunos experimentos.

–Eso es lo que dice tu chica.

Gordon sonrió. No señora, como acostumbraba a decir siempre. No, Penny era una chica. E indudablemente su madre le había dicho al tío Herb qué tipo de chica.

–Llamo por tu madre.

–¿Qué? ¿Porqué?

–Está krank.

–¿Eh? ¿Qué has dicho?

–Krank, enferma. Lleva ya un cierto tiempo enferma.

–No cuando yo estuve ahí.

–Cuando estuviste aquí también, sí. Lo estaba. Pero no dejó que te dieras cuenta.

–Buen Dios. ¿Qué es lo que tiene?

–Algo del páncreas, dicen. No están seguros. Esos doctores nunca están seguros de nada.

–Ella me habló de pleuresía, hace mucho tiempo…

–Eso fue. Ahí es donde empezó todo.

–¿Está muy mal?

–Ya conoces a los doctores, todavía no lo saben. Pero pienso que deberías ir a casa.

–Tío Herb, mira, precisamente ahora no puedo.

–Ella ha empezado a preguntar por ti.

–¿Por qué no ha llamado?

–Ya sabes, los problemas entre tú y ella.

–No hemos tenido ningún problema serio.

–No puedes engañar a tu tío, Gordon.

–No, de veras. No ha habido ningún problema.

–Ella cree que sí. Y yo también lo creo, pero sé que no vas a es cuchar los consejos de tu viejo tío tonto.

–Mira, no eres ningún tonto. Yo…

–Ve a verla.

–Tengo un trabajo, tío Herb. Clases que dar. Y esos experimentos ahora. Son importantes.

–Tu madre, sabes que no va a llamarte, pero…

–Lo haría si pudiera, y lo haré, lo haré tan pronto como…

–Es importante para ella, Gordon.

–¿Dónde está ahora?

–En el hospital, ¿dónde quieres que esté?

–¿Para qué?

–Algunas pruebas -admitió él.

–De acuerdo, mira, realmente no pudo ir ahora mismo. Pero iré muy pronto. Sí, tan pronto como pueda.

–Gordon, creo que deberías ir ahora.

–No, mira, tío Herb, sé cómo te sientes. E iré. Pronto.

–¿Cuánto significa para ti pronto?

–Te llamaré. Te lo haré saber tan pronto como pueda.

–De acuerdo entonces. Pronto. Ella no ha sabido mucho de ti últimamente.

–Sí, lo sé. Pronto. Pronto.

Llamó a su madre, para que le explicara. La voz de la mujer era débil y aguda, ahogada además por los kilómetros. Parecía animada, sin embargo. Los doctores eran encantadores, la habían tratado con toda consideración. No, no había ningún problema con las facturas del hospital, no tenía que preocuparse por eso. Rechazó la idea de que él fuera a verla pronto. Era un profesor, tenía estudiantes que atender, y ¿para qué gastar todo aquel dinero para unos pocos días?

Podía ir para el día de Acción de Gracias, ya no faltaba tanto, sería estupendo. El tío Herb estaba preocupándose inútilmente, eso era todo. Bruscamente, Gordon dijo al teléfono:

–Dile de mi parte que aquí estoy intentando no ser un potzer. Mi trabajo está en un momento crucial.

Su madre hizo una pausa. Potzer no era una palabra educada, es taba cerca de putzer, que era un insulto. Pero no dijo nada.

–Lo comprenderá. Yo también lo comprendo, Gordon. Haz tu trabajo, sí.

La universidad había preparado la conferencia de prensa de Ramsey y Hussinger. Había un equipo de tres hombres de la estación local de la CBS, y el periodista que escribió lo de «Una universidad en su camino a la grandeza», así como hombres del San Diego Union y del Los Ángeles Times. Gordon se quedó en la parte de atrás de la sala. Había diapositivas de los resultados, imágenes de Hussinger al lado de las bateas de pruebas, gráficas del desequilibrio de los ecosistemas oceánicos. La audiencia se mostró impresionada. Ramsey planteó bien las cuestiones. Hussinger -un hombre grueso y medio calvo, con rápidos ojos azules- habló con una intensidad casi de ametralladora. Un periodista preguntó a Ramsey qué le había llevado a la conjetura de que algo tan terrible pudiera proceder de una causa tan oscura. Ramsey dio una explicación elusiva. Miró a Gordon, y luego hizo una vaga observación acerca de los presentimientos que surgían de ninguna parte. Gente a la que conocías o con la que trabajabas decía algo, y luego tú sumabas dos más dos, sin darte cuenta realmente de dónde había surgido el destello inicial. Oh, dijo el periodista, ¿había alguien más en la Universidad de La Jolla trabajando en cosas como aquéllas? Ramsey pareció incómodo.

–No creo que pueda decir nada sobre esto por el momento -murmuró. Gordon salió furtivamente por la parte de atrás antes de que terminara la conferencia. Afuera el aire parecía humoso. Inspiró profundamente, se sintió mareado, tosió. Los rayos del sol tenían una apariencia acuosa, oscilante.

Hércules desaparecía ahora detrás del horizonte a las nueve de la noche, de modo que Gordon podía dejar sus observaciones a una hora razonable. Quedaba todavía el trabajo de decodificación, por supuesto, si encontraba alguna interrupción en las huellas de la resonancia nuclear. Durante una semana regresó a casa razonable mente pronto casi todos los días. Luego el nivel de ruido empezó a ascender de nuevo. Recibió señales esporádicas. Hércules estaba en el cielo desde media mañana hasta la noche. Pasaba el día tomando datos. Luego, después de las nueve, preparaba sus notas y corregía ejercicios. Empezó a quedarse de nuevo cada vez más tarde en el laboratorio. En una ocasión durmió toda la noche en su oficina.

Penny alzó la vista sorprendida mientras descorría el cerrojo interior de la puerta.

–Bien, bien. ¿Os habéis quedado sin electricidad?

–No. Simplemente terminé pronto, eso es todo.

–Jesús, tu aspecto es terrible.

–Un poco cansado, sí.

–¿Quieres un poco de vino?

–No Brookside, si es eso lo que estás bebiendo.

–No, es Krug.

–¿Qué hacía aquel Brookside por ahí?

–Era para cocinar.

–Oh.

Se puso algo de vino y unas cuantas cortezas de maíz, y se sentó en la mesa de la cocina. Penny estaba calificando unos ensayos. La radio estaba aullando una canción en amplitud modulada. No sé mucho de historia. Gordon frunció el ceño. No sé mucho de biología.

–Cristo, apaga esto. – No sé para qué sirve una regla de cálculo. Penny inclinó la cabeza para escuchar.

–Es una de mis favoritas, Gordon. – Pero sé que te quiero… Se puso bruscamente en pie y desconectó el aparato con un golpe brutal.

–No dice más que una sarta de imbecilidades.

–Es una canción divertida. Gordon rió secamente.

–Cristo, ¿qué demonios te ocurre?

–Simplemente no me gusta oír una música de mierda interpretada vanos decibelios demasiado alta.

–Creo que lo que te ocurre es que te sientes estafado por eso de Ramsey y Hussinger.

–No, no es cierto.

–Bueno, ¿por qué no? Les has dejado que se llevaran todo el crédito.

–Se lo merecen.

–No fue su idea.

–Pueden quedársela. Yo estoy trabajando en algo mucho más grande que eso.

–Si funciona.

–Funcionará. Las señales están llegando mejor.

–¿Qué dicen?

–Algo sobre bioquímica. Más especulaciones sobre taquiones.

–¿Y eso es bueno? Quiero decir, ¿para qué puedes utilizarlo?

–Estoy seguro de que todo va a encajar en cuanto tenga las suficientes piezas. Tengo que conseguir alguna afirmación clara que confirme mis suposiciones, mis sospechas, y todo quedará encajado.

–¿Cuáles son tus suposiciones? Gordon agitó silenciosamente la cabeza.

–Oh, vamos, Gordon. Mira, a mí puedes decírmelo.

–No. A nadie. Y digo a nadie hasta que esté seguro. Todo esto va a ser mío. No deseo que se sepa ni una sola palabra hasta que yo lo tenga bien agarrado.

–Cristo, Gordon. Soy Penny. ¿Me recuerdas?

–Mira, no estoy bromeando.

–Infiernos, te has vuelto completamente chiflado, ¿te has dado cuenta?

–Si no te gusta, puedes dejarme solo.

–Sí, bien, quizá lo haga, Gordon. Quizá lo haga.

Se dio cuenta de que estaba empezando a dormirse durante el día. Se despertaba con un sobresalto delante del osciloscopio como alarmado por algún ruido, temeroso instantáneamente de haber perdido algún dato.

Daba sus clases de electromagnetismo clásico como en un sueño. Iba de una pizarra a la otra, garabateando fórmulas frente a la clase, pero tenía la impresión de estar sosteniendo un debate interno con sigo mismo. Ocasionalmente, después de la clase, echaba una mirada a las pizarras antes de irse, y se sentía impresionado ante las apretadas líneas de escritura casi indescifrable.

Lakin evitaba hablar con Gordon de otra cosa que no fuera las operaciones de rutina del laboratorio. Cooper también permanecía en su pequeña oficina y apenas acudía al encuentro de Gordon, ni siquiera cuando se hallaba bloqueado en algún punto particular. Gordon raramente subía ya a la oficina del departamento de física en el tercer piso. Las secretarias tenían que acudir a buscarle al laboratorio. Se traía su propia comida en una bolsa y la comía allí, atendiendo a los aparatos de resonancia nuclear, luchando contra los recurrentes problemas señal/ruido, observando las oscilantes líneas amarillas de las curvas de resonancia.

–¿Doctor Bernstein?

–¿Eh? – Gordon se había quedado adormilado frente al osciloscopio. Sus ojos se clavaron en las líneas de resonancia, pero no había ninguna alteración en ellas. Bien; no se había perdido nada. Sólo entonces alzó la vista hacia el delgado hombre que estaba de pie en la puerta del laboratorio.

–Soy de la United Press. Estoy preparando un artículo de fon do sobre los resultados Ramsey-Hussinger. Han despertado un montón de preocupaciones, ya sabe. Pensé que sería interesante examinar las contribuciones efectuadas por otras personas a…

–¿Por qué ha acudido a mí?

–No pude dejar de notar que el profesor Ramsey no dejaba de mirarle durante su conferencia de prensa. Me pregunté si usted podía ser las «otras fuentes» que el profesor Ramsey admitió reciente mente…

–¿Cuándo dijo eso?

–Precisamente ayer, mientras yo estaba entrevistándole.

–Mierda.

–¿Qué ocurre, doctor? Parece usted preocupado.

–No, nada. Mire, no tengo nada que decir.

–¿Está usted seguro, doctor?

–Le he dicho que no tengo nada que decir. Ahora vayase, por favor.

El hombre abrió la boca. Gordon señaló violentamente la puerta con un dedo.

–Largo, he dicho. Largo.

Gordon trabajaba todos los días, recolectando gradualmente fragmentos de frases. Llegaban sin orden ni concierto. La información técnica era repetitiva, probablemente para asegurar que llegaba correctamente, pese a los errores de transmisión y recepción. ¿Pero por qué?, pensó. Todo esto corresponde a mis suposiciones. Pero debe existir una explicación en este mismo texto. Una explicación racional, claramente formulada. Una noche tuvo un sueño en el cual el tío Herb estaba observándole jugar al ajedrez en Washington Square. Su tío frunció el ceño mientras Gordon movía las piezas por los cuadrados, y decía una y otra vez, desaprobadoramente: «Dios prohibe que no exista una explicación racional.»

En la mañana del lunes 5 de noviembre acudió tarde a trabajar. Había tenido una inútil discusión con Penny acerca de asuntos domésticos de poca importancia. Puso la radio del coche para alejar sus pensamientos de todo aquello. La noticia más sobresaliente era que Maria Goeppert Mayer, de la Universidad de La Jolla, había ganado el premio Nobel de física. Gordon se quedó tan sorprendido por la noticia que apenas se recuperó a tiempo para girar al final de Torrey Pines Road. Un Lincoln le lanzó un bocinazo y el conductor -un hombre con sombrero que conducía con los faros encendidos- le miró furiosamente. Mayer había ganado el premio por su modelo a capas del núcleo. Lo compartía con Eugene Wigner de Princeton y Hans Jensen, un alemán que había imaginado el modelo a capas casi al mismo tiempo que Maria.

La universidad dio una conferencia de prensa aquella tarde. Maria Mayer, observó Gordon, se mostró tímida, hablando en voz muy baja ante el aluvión de preguntas. Las preguntas que le formulaban eran en su mayor parte estúpidas, pero cabía esperarlo. La amable mujer que lo había parado un día para preguntarle por sus resultados, cuando el resto del departamento lo ignoraba olímpica mente, era ahora una ganadora del premio Nobel. Necesitó un cierto tiempo para asimilar el hecho. Tuvo la repentina sensación de que, esta vez, las cosas estaban convergiendo en su lugar. La investigación realizada allí era importante. Estaban los Carroway y su enigma de los quasar, la ordenación de las partículas de Gell-Mann, las visiones de Dyson, Marcuse y Maria Mayer, y las noticias de que Jonas Salk estaba empezando a construir un instituto, La Jolla era un nexo. Se sentía agradecido de estar allí.

41

6 de noviembre de 1963

La potencia de la señal aumentó bruscamente. Había párrafos enteros acerca de la teoría de Wheeler-Feynman. Gordon llamó a Claudia Zinnes para ver si el grupo de Columbia estaba obteniendo los mismos resultados.

–No, no desde hace cinco días -dijo ella-. Primero tuvimos algunos fallos en el equipo. El estudiante pilló la gripe… el que había estado realizando todas las pruebas. Creo que estaba demasiado agotado. Esos horarios que nos dio usted… son diez, doce horas en el laboratorio, Gordon.

–¿Quiere decir que no tiene nada?

–No, por ahora no.

–¿No podría hacer algo de este tiempo usted misma?

–Lo haré, empezando mañana. Pero tengo otras cosas que hacer también, ya lo sabe.

–Seguro, claro. Me gustaría tener alguna confirmación, eso es todo.

–Pero si ya lo tenemos, Gordon. El efecto, quiero decir.

–No es solamente el efecto lo importante. Claudia, revise esas señales. Piense en lo que significan.

–Gordon, no creo que sepamos lo suficiente todavía para…

–De acuerdo, lo acepto, básicamente. La mayor parte de mis datos son un revoltijo. Fragmentos. Trozos de frases. Fórmulas. Pero en su conjunto dan una impresión consistente.

La voz de ella adoptó la claridad precisa y profesional que recordaba de sus clases.

–Primero los datos, Gordon. Luego podremos aventurar alguna teoría, quizá.

–Sí, de acuerdo. – Sabía que era mejor no discutir con ella acerca de la filosofía de la experimentación en física. Sus puntos de vista eran más bien rígidos.

–Le prometo que empezaré mañana.

–De acuerdo, pero puede que por aquel entonces ya hayan desaparecido. Quiero decir…

–No kvetck, Gordon. Mañana empezaremos de nuevo.

Llegó menos de tres horas más tarde, un poco después del mediodía del martes 6 de noviembre. Nombres, datos. La floración extendiéndose. Las frases que lo describían eran entrecortadas y tensas. Algunas partes resultaban embrolladas. Faltaban letras. Un largo pasaje, sin embargo, relataba cómo habían empezado los experimentos y quiénes estaban implicados en ellos. Esas frases eran más largas y más relajadas y casi conversacionales, como si alguien estuviera simplemente enviando lo que pasaba por su cabeza.

…CON MARKHAM DESAPARECIDO Y ESE MALDITO ESTÚPIDO DE RENFREW LLEVÁNDOLO TODO NO HAY NINGÚN FUTURO PARA NUESTRO PEQUEÑO PLAN NI NINGÚN PASADO TAMPOCO SU PONGO QUE NADA DE ESO PUEDE EXPRESARSE CON EL LENGUAJE PERO LA COSA HUBIERA PODIDO HABER FUNCIONADO SI…

Hubo un crepitar de ruido. El largo pasaje desapareció y no regresó. La concisa información biológica reapareció. Faltaban palabras. El ruido estaba ascendiendo como un mar embraveciéndose. A través de las últimas entrecortadas frases parecía apreciarse un vago sentimiento de desesperación.

Penny vio algo diferente en su rostro cuando Gordon entró en la cocina. Sus alzadas cejas formularon una pregunta.

–Hoy lo conseguí. – Le sorprendió a sí mismo la forma fácil e inexperta en que era capaz de decirlo.

–¿Conseguiste qué?

–La respuesta, por el amor de Dios.

–Oh. Oh.

Gordon le tendió una fotocopia de su bloc de notas de labora torio.

–¿De modo que es realmente lo que tú pensabas?

–Aparentemente. – Ahora había en él una tranquila seguridad. No sentía ninguna necesidad apremiante de decir nada acerca del resultado, ninguna tensión, ni siquiera un asomo de la maníaca alegría que había esperado. Los hechos estaban ahí al fin, y ellos podían hablar por sí mismos.

–Dios mío, Gordon.

–Sí, Dios mío.

Hubo un momento de silencio entre ellos. Penny dejó la fotocopia sobre la mesa de la cocina y se volvió para seguir deshuesando un pollo.

–Bien, eso debería garantizar tu promoción.

–Seguro que debería -dijo Gordon con un cierto placer.

–Y quizás… -ella le miró ligeramente de soslayo- quizá te devuelva las ganas de vivir. – La frase había empezado correcta mente, pero al final un tono amargo se apoderó de ella. Gordon frunció los labios, irritado.

–Tú no me la has hecho más fácil.

–Hay límites, Gordon.

–Oh.

–Yo no soy tu maldita mujercita.

–Sí, lo dejaste brillantemente claro hace un cierto tiempo.

Ella resopló, los labios tan apretados que se pusieron pálidos, y se secó las manos con una toalla de papel. Se inclinó hacia delante y conectó la radio. Empezó a sonar una canción de Chubby Checker. Gordon avanzó unos pasos y la apagó. Ella lo miró, sin decir nada. Gordon tomó la fotocopia y la metió en el bolsillo de su chaqueta, después de doblarla cuidadosamente.

–Creo que voy a ir a leer un poco -dijo.

–Sí, hazlo -dijo ella.

Durante toda la tarde del 7 de noviembre el nivel de ruido ascendió. Durante casi todo el tiempo cubrió la señal. Gordon obtuvo algunas pocas palabras aquí y allá, y un muy claro AR 18 5 36 DEC 30 29.2, y eso fue todo. Las coordenadas tenían un punto preciso que debía corresponder a su posición en el firmamento. El ápex solar era una media del movimiento del Sol. Dentro de treinta y cinco años la Tierra estaría en una localización cercana a esa media. Gordon sintió una cierta relajación mientras observaba el embrollado ruido.

Todas las piezas encajaban ahora. Zinnes podía confirmar al menos parte de ello. Ahora la cuestión era cómo presentar los datos, cómo modificar un caso consistente que no pudiera ser echado a un lado con un simple movimiento de la mano. ¿Un artículo directo en la Physical Review? Ése sería el enfoque estándar. El tiempo normal de espera en la Phys Rev era al menos de nueve meses, sin embargo. Podía publicarlo en la Physical Review Letters, pero las cartas tenían que ser cortas. ¿Cómo podía resumir hasta tal punto todos los detalles experimentales, más los mensajes? Gordon sonrió triste mente. Tenía entre sus manos un resultado de enormes proporciones, y estaba dudando acerca de cómo presentarlo. Pura farándula.

Penny puso tenedores y cuchillos a la mesa; Gordon, los platos. A través de las persianas se filtraban amarillentos dardos de sol. Ella avanzaba graciosamente atravesando aquella luz, el rostro pensativo.

Comieron en silencio por un momento, hambrientos los dos.

–Hoy he estado pensando en tus experimentos -empezó ella, vacilante.

–¿Sí?

–No los comprendo. Considerar así el tiempo…

–Yo tampoco veo cómo puede tener sentido. Pero es un hecho.

–Y los hechos son los que mandan.

–Bueno, sí. Pero tengo la sensación de que estamos considerándolo desde un punto de vista erróneo. El espaciotiempo no puede funcionar de la forma en que piensan los físicos.

Ella asintió y se puso algunas patatas en el plato, aún pensativa.

–Thomas Wolfe: «Tiempo, oscuro tiempo, secreto tiempo, siem pre fluyendo como un río.» Recuerdo esto de La tela y la roca.

–No lo he leído.

–Hoy leí un poema de Dobson, pensando en ti. – Penny tomó un papel de entre sus libros y se lo tendió.

¿El tiempo pasa, dices? ¡Ah, no!

El tiempo permanece, nosotros pasamos.

El se echó a reír.

–Sí, algo así. – Empezó a cortar su salchicha de Frankfurt con entusiasmo.

–¿Crees que la gente como Lakin va a seguir cuestionando tu trabajo?

Masticó lentamente.

–Bueno, en el mejor sentido de la palabra, espero que lo hagan. Cada resultado en ciencia tiene que enfrentarse a las críticas de cada día. Los resultados tienen que ser comprobados y repensados.

–No, quiero decir…

–Lo sé, si van a intentar darme algún golpe bajo. Espero que sí. – Sonrió-. Si llevan las cosas mucho más allá del legítimo escepticismo científico, simplemente van a caer desde mucho más arriba.

–Bueno, espero que no.

–¿Porqué?

–Porque… -su voz se quebró- va a ser duro para ti, y ya no puedo soportar que esto ocurra de nuevo.

–Amor…

–No puedo. Has estado tenso como un tambor durante todo este verano y otoño. Y cuando intento enfrentarme a ello, no puedo llegar hasta ti y empiezo a atacarte y…

–Amor…

–Las cosas se han puesto tan imposibles. Yo simplemente…

–Dios, lo sé. También ha podido conmigo.

–Y conmigo… -dijo ella suavemente.

–Empiezo a pensar en un problema, y las demás cosas, las de más personas, simplemente parecen ponerse en medio para molestar.

–También ha sido culpa mía. Deseo mucho de ti, mucho de nosotros, tanto, y no lo consigo.

–Hemos estado desgarrándonos mutuamente. Ella suspiró.

–Sí.

–Yo… creo que la física empezará a ser menos dura a partir de ahora.

–Eso… eso es lo que espero. Quiero decir, estos últimos días las cosas han sido un poco distintas. Mejores. Como eran hace un año, realmente. Estás relajado, yo no estoy pinchándote todo el tiempo para… Creo que vamos mejor. Por primera vez desde hace siglos.

–Sí. Yo también lo creo. – Gordon sonrió, vacilante. Comieron en un confortable silencio. En el húmedo resplandor del atardecer, Penny hizo girar el contenido de su vaso de vino blanco y miró al techo, pensativa. Gordon sabía que acababan de firmar una implícita tregua.

Penny empezó a sonreír, los ojos vagos. Dio otro sorbo al ambarino vino y clavó su tenedor en una salchicha. Sujetándola frente a ella con una sonrisa apreciativa, la giró de un lado y de otro, estudiándola críticamente.

–La tuya es más grande -dictaminó. Gordon asintió solemnemente.

–Quizás. Esa tiene, ¿cuánto, treinta centímetros? Sí, puedo batir eso.

–En esos asuntos, la unidad preferida es la pulgada. Es más tradicional.

–Está bien.

–No es que yo sea una purista, compréndelo.

–Oh, no, jamás se me ocurriría pensarlo.

Despertó con un brazo dormido. Apartó suavemente la cabeza de ella de su bíceps y permaneció tendido allí, sintiendo como el punzante dolor iba desapareciendo. Fuera, había llegado la refrescante noche. Se sentó lentamente y ella se arrimó, a él, murmurando. Estudió las redondeadas protuberancias de su columna vertebral, una sucesión de colinas entre la bronceada extensión de su piel. Pensó en el tiempo, que podía fluir y enlazarse consigo mismo, como ningún río podía hacer, y sus ojos siguieron el estrechamiento de la espalda de ella. Luego venía el ensanchamiento de las caderas, un complejo de lisas superficies descendiendo hasta el maduro promontorio más abajo, el bronceado fundiéndose en un sorprendente blanco puro. Medio adormilada, ella le había informado solemne mente que Lawrence había llamado al órgano masculino un pilar de sangre, una frase que él consideró como grotesca. Pero por otras parte, añadió ella, no dejaba de ser algo así, ¿no? «Todo en persecución de la petite mort», murmuró ella, y se deslizó en el sueño. Gordon sabía que ella había tenido razón respecto a la tensión entre los dos. Ahora estaba desvaneciéndose. Sabía que la había amado durante todo aquel tiempo, pero había habido tantas cosas…

Oyó una distante sirena. Algo le hizo desprenderse lentamente de ella. Avanzó por el frío suelo hasta la ventana. Podía ver gente andando de un lado para otro por el bulevar La Jolla bajo las pálidas luces de neón. Una moto de la policía pasó a toda velocidad. Allí la policía llevaba botas y tenía un aspecto casi militar, con cascos, gafas, sus rostros cuadrados e inexpresivos, como actores de una anticipación futurista, una película seria B en blanco y negro. En Nueva York los policías eran más blandos, sus uniformes de un descolorido y más familiar color azul. La sirena aulló. Un coche de la policía pasó velozmente. Edificios, palmeras, cabezas volviéndose, tiendas y letreros… todo pulsó rojo en respuesta a la histérica luz giratoria sobre el veloz coche. Fragmentos de rojo rebotaron en los escaparates de las tiendas. La confusión cinética desapareció, aullando, su boca mecánica anunciando tumultos. La muerte Doppler de su sonido agitó a los peatones, llenando sus pasos con nuevas energías. Algunas cabezas se volvieron para ver el crimen o fuego que había lanzado al coche como una bala. Gordon pensó en los mensajes y en el delgado hilo de desesperación que había cruzado por ellos. Una sirena. Había llegado como salpicaduras, impulsos, luz reflejada por las ondas al azar, visiones de un lugar lejano al otro lado del río. Debía contestar. Por razones científicas, sí, pero también por mucho más que eso.

–Oh, ¿está usted ocupado? Era Cooper.

–No, adelante, entra. – Gordon empujó el montón de papeles que estaba corrigiendo hacia una esquina de su escritorio. Luego se echó hacia atrás en su silla y puso los pies encima de ellos. Unió sus manos detrás de su nuca, los codos separados, y sonrió-. ¿Qué puedo hacer por ti?

–Bueno, tengo mi examen de nuevo dentro de tres semanas, ya sabe. ¿Qué tengo que decir acerca de esas interrupciones? Quiero decir, Lakin y los otros se echaron sobre mí como si quisieran lapidarme con mierda la última vez.

–Exacto. Si yo fuera tú, ignoraría ese punto.

–Pero no puedo. Me atraparán de nuevo.

–Yo me haré cargo de ellos.

–¿Eh? ¿Cómo?

–Esta vez tengo también un trabajito mío que presentarles.

–Bueno, yo no… Sacarme a Lakin de la espalda no es un asunto trivial. Ya vio usted la forma en que él…

–¿Por qué dices «no trivial»? ¿Por qué no «duro» o «difícil»?

–Bueno, ya sabe usted, así se habla en física…

–Sí, así se habla en física… Tenemos un montón de jerga como ésta. Me pregunto si a veces no sirve para ocultar las cosas, en vez de hacerlas más claras.

Cooper miró a Gordon de una forma extraña.

–Bueno, no sé.

–No seas indeciso -dijo Gordon jovialmente-. No tienes ningún problema. Yo voy a proteger tu retaguardia.

–Oh, bueno. – Cooper se dirigió inseguro hacia la puerta-. Si usted lo dice…

–Nos veremos en las murallas -dijo Gordon como despedida.

Estaba aproximadamente en la cuarta parte del primer borrador de su artículo para Science cuando llamaron a su puerta. Se había decidido por Science porque era una revista grande y prestigiosa y publicaba las cosas con bastante rapidez. Aceptaban además artículos largos, de modo que podía explicarlo todo de una sola vez, acumulando las pruebas de tal modo que nadie pudiera echarlas por tierra. Ya lo había comprobado todo con Claudia Zinnes. Ella publicaría una carta en el mismo número, confirmando algunas de sus observaciones.

–Hola. ¿Podemos entrar? – Eran los gemelos, los estudiantes graduados de primer año.

–Bueno, mirad, tengo un montón de trabajo…

–Son sus horas de oficina.

–¿De veras? Oh, sí. Bien, ¿qué es lo que queréis?

–Ha calificado usted mal algunos de nuestros problemas -dijo uno de ellos. La directa afirmación tomó a Gordon con la guardia baja. Estaba acostumbrado a que sus estudiantes exhibieran un poco más de humildad.

–¿Oh? – murmuró.

–Sí. Mire… -Uno de ellos empezó a escribir rápidamente en la pizarra de Gordon, cubriendo algunas de las notas que Gordon había puesto allí mientras estaba perfilando su artículo. Gordon in tentó seguir la argumentación que el gemelo estaba exponiendo.

–Cuidado con lo que tengo escrito ahí. – El gemelo frunció el ceño a las molestas líneas de Gordon.

–De acuerdo -dijo democráticamente, y empezó a escribir en torno a ellas. Gordon centró su atención en las rápidas secuencias acerca de las funciones de Bessel y las condiciones de contorno del campo eléctrico. Necesitó cinco minutos para señalar los errores de los gemelos. Durante todo ese tiempo nunca estuvo seguro de a cuál de los dos se estaba dirigiendo. Eran virtualmente duplicados. Tan pronto como uno terminaba el otro proseguía el ataque con una nueva objeción, normalmente parafraseada en unas pocas palabras crípticas. Gordon consideró todo aquello excepcionalmente agotador. Al cabo de otros diez minutos, durante los cuales empezaron a interrogarle acerca de su investigación y de cuánto ganaba un ayudante investigador, consiguió librarse finalmente de ellos argumentando dolor de cabeza. Eso, más tres significativas miradas a su reloj, los llevaron hasta la puerta. Mientras estaba cerrándola, otra voz llamó:

–¡Espere un segundo! Doctor Bernstein. Gordon abrió reluctante la puerta. El hombre de la United Press se asomó.

–Sé que no quiere usted que le molesten, profesor…

–Exactamente. De modo que, ¿por qué me está molestando?

–Porque el profesor Ramsey me contó una historia, hace apenas un momento. Simplemente por eso.

–¿Qué historia?

–Acerca de usted y esas cadenas moleculares. De dónde obtuvo usted esa imagen. Cómo deseaba usted que todo se mantuviera en secreto. Lo tengo todo, toda la historia. – El hombre estaba radiante.

–¿Por qué se lo dijo Ramsey?

–Algunas cosas las deduje por mí mismo. No sabe mantener su historia de forma coherente. No es un buen mentiroso, ese Ramsey.

–No, supongo que no.

–Él no quería decirme nada. Pero recordé ese asunto en el que estuvo usted mezclado, hará un tiempo.

–Saul Shriffer -dijo Gordon, con un repentino cansancio.

–Aja, ése es el tipo. Me limité a sumar dos más dos. Fui a ver a Ramsey para algunos datos adicionales y, en medio de nuestra entrevista, zas, le solté eso.

–Y él se puso a hablar como una cotorra.

–Exactamente.

Gordon se dejó caer en su silla. Se quedó allá, sentado flaccidamente, observando al hombre de la United Press International.

–¿Y bien? – dijo el hombre. Sacó un bloc de notas-. ¿Va a contármelo todo, profesor?

–Nunca me ha gustado el tercer grado.

–Lo siento si le he ofendido, profesor. No estoy aplicándole ningún tercer grado. Simplemente husmeé un poco por aquí y por allá y…

–De acuerdo, de acuerdo. Lo comprendo.

–Eso es algo que va a tener que salir a la luz algún día, y usted lo sabe. Esa cosa de Ramsey-Hussinger no ha llamado demasiado la atención, por lo que sé. Pero puede llegar a convertirse en algo importante. La gente va a oír hablar de ello. Su parte en el asunto puede ser muy valiosa.

Como en un sueño, Gordon empezó a reír suavemente.

–Puede ser valiosa… -dijo, y se hecho a reír de nuevo. El hombre frunció el ceño.

–Hey, mire, ¿va a decirme algo, sí o no?

Gordon sintió que un extraño y abrumador cansancio lo inundaba. Suspiró.

–Sí… supongo que sí.

42

A Gordon no se le había ocurrido que las luces pudieran ser tan brillantes. Había hileras de focos a ambos lados de la pequeña plata forma, para conseguir que su rostro quedara libre de sombras. La cámara de televisión apuntaba su objetivo hacia él, un Cíclope cuyo ojo no parpadeaba. Había algunos químicos entre el público, y casi todo el departamento de física. Los dibujantes del departamento habían estado trabajando hasta la medianoche para que todos los gráficos quedaran listos a tiempo. Gordon había encontrado en todo el personal una gran ayuda para recopilar y ordenarlo todo para él. Estaba empezando a darse cuenta de que la hostilidad que había sentido emanar de ellos era una pura ilusión, un producto de sus propias dudas. Los últimos días habían sido una revelación. Los miembros del departamento lo llamaban en el vestíbulo, escuchaban intensamente sus descripciones de los datos, y visitaban el laboratorio.

Miró a su alrededor en busca de Penny. Allí estaba… al fondo, con su traje rosa. Sonrió débilmente ante un gesto de su mano. Los hombres de la prensa estaban murmurando entre sí mientras buscaban sus asientos. El equipo de televisión estaba en su lugar, y una mujer con un micrófono daba las instrucciones de última hora. Gordon contó la asistencia. Increíblemente, era mayor que el número de los que habían asistido a la conferencia del Nobel de Maria Mayer. Pero en aquella ocasión habían dispuesto únicamente de uno o dos días para prepararlo todo. El hombre de la UPI había conseguido la exclusiva de su historia -contratada rápidamente por las demás agencias de noticias-, y la universidad había tenido tiempo suficiente para montar su espectáculo.

Gordon revisó sus notas con dedos húmedos. Realmente, no había deseado nada de lo que estaba ocurriendo. Tenía la sensación de que todo aquello no era correcto… la ciencia ofrecida al público, la ciencia haciéndose un sitio a codazos en las noticias de las seis, la ciencia como un bien de consumo. El empuje de todo aquello era inmenso. Al final no quedaría más que su artículo en Science, donde sus resultados deberían corresponder a sus pruebas, donde no habría ningún prejuicio ni a favor ni en contra que hiciera inclinar la balanza…

–¿Doctor Bernstein? Estamos preparados. Se secó la frente por última vez.

–De acuerdo, adelante. – Se encendió una luz verde. Miró directamente a la cámara, e intentó sonreír.

43

1998

Peterson metió el coche en el garaje de ladrillos y sacó las maletas. Jadeando, las dejó fuera, en el camino que conducía hasta la granja. Las puertas del garaje se cerraron con un clang tranquilizador. Un viento mordiente soplaba del mar del Norte, barriendo el llano paisaje del este de Inglaterra. Se subió el cuello de su chaquetón de piel de oveja.

Ningún signo de movimiento en la casa. Probablemente nadie había oído el suave zumbido del coche. Decidió dar una vuelta por los alrededores, para dar un vistazo y estirar las piernas. La cabeza le daba vueltas. Necesitaba un poco de aire. Había pasado toda la noche en un hotel de Cambridge, cuando la repentina sensación de desmoronamiento lo había invadido de nuevo. Durmió durante la mayor parte de la mañana, y bajó con la esperanza de comer algo. El hotel estaba desierto. Al igual que las calles. Había señales de vida en las casas cercanas, humo en las chimeneas, y el amarillo resplandor de las luces. Peterson no se detuvo a preguntar. Condujo a través de un triste y vacío Cambridge, y salió al sombrío y llano campo lleno de marjales.

Se frotó las manos, más con satisfacción que para mantenerlas calientes. Desde hacía tiempo, cuando la enfermedad lo había golpeado de nuevo fuera de Londres, había llegado al convencimiento de que nunca podría llegar hasta tan lejos. Las carreteras estaban embotelladas a la salida de Londres y luego, al día siguiente, al norte de Cambridge, extrañamente vacías. Había visto camiones volcados y graneros incendiados al norte de Bury St. Edmunds. Cerca de Stowmarket una pandilla intentó atacarle. Llevaban hachas y azadas. Lanzó el coche directamente por entre ellos, arrojando cuerpos por el aire como si fueran bolos.

Pero aquí la granja permanecía tranquila bajo las avanzantes nubes grises del este de Inglaterra. Hileras de árboles sin hojas marcaban los límites del terreno. Negros bultos colgaban del entramado de desnudas ramas, nidos de cuervos recortados contra el cielo. Caminó pesadamente cruzando el campo occidental, sintiendo las piernas débiles, el negro lodo pegándose a sus botas. A su derecha, las vacas se apretujaban pacientemente junto a una puerta, su aliento creando nubéculas en el aire, aguardando ser conducidas a su establo. La cosecha había sido efectuada hacía dos semanas… él lo había ordenado. Los campos estaban vacíos ahora. Dejémoslos descansar; hay tiempo.

Dio un rodeo cruzando los campos de remolacha hasta la vieja casa de piedra. Parecía engañosamente ruinosa. La única nota visible de algo nuevo era el invernadero de cristal adosado al sur. Los paneles de cristal llevaban embutida una tela metálica, eran completamente seguros. Hacía años, cuando había empezado todo aquello, se había decidido por un sistema totalmente subterráneo, completamente aislado. El invernadero disponía de agua filtrada y fertilizantes. Los depósitos de agua bajo los campos del norte con tenían reservas para un año. El invernadero podía producir un razonable suministro de verduras durante largo tiempo. Eso, y la despensa guardada bajo la casa y el granero, proporcionaban unas amplias reservas.

Para hacer todos esos trabajos, por supuesto, había contratado obreros de ciudades alejadas. La enorme reserva de carbón procedía de Cambridge, no del más cercano Dereham. Las minas en los campos y a lo largo de la única carretera -que podían ser activadas a control remoto o mediante un sistema de detección- habían sido instaladas por un mercenario. Peterson había arreglado las cosas de modo que el hombre fuera contratado para una operación en el Pacífico inmediatamente después, y no había regresado. Los perros guardianes electrónicos que protegían la granja habían sido adquiridos en California y montados por un tipo de Londres. De este modo, nadie conocía exactamente la amplitud de la operación.

Sólo su tío lo sabía todo, y era un hombre más bien silencioso. Lo cual quería decir que era también una compañía bastante aburrida. Por un momento lamentó no haberse traído a Sarah. Pero ella no hubiera encajado demasiado allí, hubiera sido incapaz de soportar la soledad de los largos días. De todas las mujeres que había conocido el pasado año, Marjorie Renfrew era la única que podía haber encajado allí. Sabía algo de los trabajos de una granja, y había resultado ser inesperadamente sensual. Había comprendido su necesidad cuan do llegó a su casa aquella noche, y lo había recibido con una instintiva pasión. Pese a ello, sin embargo, no podía imaginar el vivir con ella durante más de una semana. Hablaría y no pararía de ir de un lado para otro, molestando, criticándolo como una madre, alternativamente.

No, los únicos compañeros que podía imaginar para el inmediato futuro eran hombres. Pensó en Greg Markham. Era alguien en quien hubieras podido confiar que no te dispararía a la espalda en una cacería de venados ni saldría corriendo ante una serpiente. Una inteligente conversación y un silencio sociable. Buen juicio, y una cierta perspectiva.

Sin embargo, iba a ser difícil sin una mujer. Probablemente hubiera debido emplear más tiempo en aquello, no encerrarse tanto en los aleteantes entornos de Sarah. No importaba lo que hiciera el mundo para salirse de aquel cenagal, con los tiempos difíciles las actitudes suelen cambiar. Lo que la ciencia social llamaba a menudo «sexualidad libre», y que Peterson siempre había imaginado que era dar lo que el mundo debía a todos, dejaría de existir. Mujeres, mujeres de todas clases y formas y aromas. Como el resto de la gente, cambiaban también, por supuesto, pero como objetivos de un estilo secundario de vida más allá del frágil intelecto eran notablemente iguales, hermanas compartiendo la misma magia. Había intentado comprender su propia actitud en términos de teoría psicológica, pero lo había dejado correr convencido del simple y llano hecho de que vivir iba más allá de esas categorías. Las ideas no convenientes funcionaban. No se trataba de reforzar el ego ni de disimulada agresividad. No era tampoco una forma encubierta de alguna imaginada homoxesualidad… había sentido una cierta inclinación hacia ello cuando joven y había descubierto que no era algo para él, no, gracias. Era algo que estaba más allá del nivel de la mera charla analítica. Las mujeres eran parte de esa ansia de devorar el mundo que siempre había sentido, una forma de mantenerse constantemente sensual pero nunca saciado.

De modo que durante el último año las había probado todas, había perseguido cualquier posibilidad. Desde hacía tiempo había sabido que estaba ocurriendo algo importante. La frágil pirámide con él cerca del vértice superior iba a desmoronarse. Había gozado de todo lo que pronto iba a pasar, las mujeres y todo lo demás, y ahora no sentía remordimientos. Cuando uno navega en el Titanic, es absurdo sacar billete de cubierta.

Se peguntó ociosamente cuántos futurólogos habrían tenido razón. Pocos, sospechaba. Sus etéreos escenarios raramente hablaban de respuestas individuales. Habían desviado incómodos la vista en aquel viaje al norte de África. Lo personal, comparado con las mareas de las grandes naciones, no era más que un detalle irritante.

Se acercó a la casa de piedra, notando aprobadoramente lo vulgar y destartalada que parecía.

–¡Ha vuelto usted, señor!

Peterson se giró bruscamente. Un hombre se acercaba, empujando una bicicleta. Un hombre del pueblo, observó rápidamente. Pantalones de trabajo, chaqueta descolorida, botas altas.

–Sí, he vuelto para quedarme.

–Oh, estupendo, estupendo. Es un buen puerto para los días que corren, ¿eh? Le he traído su tocino y su cecina, señor.

–Oh. Excelente. – Peterson aceptó las cajas-. ¿Lo pondrá usted en la cuenta? – Mantuvo su voz tan natural como le fue posible.

–Bueno, precisamente de eso quería hablar con la casa. – Hizo una inclinación de cabeza, señalando hacia la granja.

–Puede hablarlo conmigo.

–De acuerdo. Bien, tal como están yendo las cosas… apreciaría que el pago fuera diario, entienda.

–Bueno, no veo ninguna razón para que no sea así. Nosotros…

–Y me gustaría el pago en especies, si es posible.

–¿Especies?

–El dinero ya no vale para nada, ¿verdad? ¿Algunas de sus ver duras, quizá? Lo que más me gustaría sería latas de comida.

–Oh. – Peterson intentó valorar al hombre, que le dirigía una estereotipada sonrisa, una sonrisa que tenía otras interpretaciones más allá de la simple amistad-. Supongo que podemos conseguir algo de eso, sí. No tenemos muchos alimentos enlatados, ya sabe.

–Sin embargo, nos gustaría, señor. ¿Había un ligero tono agresivo en su voz?

–Veré lo que podemos hacer.

–Sería estupendo, señor. – El hombre esbozó un breve gesto de llevar una mano a su frente, como si fuera un criado y Peterson el amo. Peterson se quedó allí de pie mientras el hombre montaba en su bicicleta y se alejaba pedaleando. Había habido el suficiente asomo de parodia en su gesto como para dar a toda la conversación una interpretación distinta. Observó al hombre salir de su propiedad sin volver la vista atrás. Frunciendo el ceño, se dirigió de nuevo hacia la casa.

Rodeó el seto, evitando el jardín, y cruzó el patio de la granja. Del corral le llegaron apagados y alegres cloqueos. Junto a la puerta, rascó su botas en el viejo rascador de hierro y luego se las quitó apenas cruzar el umbral. Se puso unas zapatillas y colgó su chaqueta.

La enorme cocina era cálida y bien iluminada. La había equipado con una moderna instalación pero había dejado el antiguo suelo de piedra, desgastado por siglos de uso, y la gran chimenea y el viejo banco de roble. Su tío y su tía estaban sentados a ambos lados del fuego en cómodas mecedoras de respaldo alto, tan silenciosos e inmóviles como los morillos de hierro del hogar. En su lugar a la cabecera de la mesa, la gran tetera redonda desaparecía bajo el almohadillado de su guardacalor. Roland, el factótum de la granja, estaba colocando silenciosamente una bandeja de panecillos, trocitos de mantequilla dulce, y un plato de mermelada de fresas de fabricación casera sobre la mesa. Avanzó hacia el fuego para calentarse las manos. Su tía, al verle, se sobresaltó.

–¡Oh, bendita sea, pero si es Ian!

Se inclinó y palmeó a su esposo en la rodilla.

–¡Henry! Mira quién está aquí. Es Ian, ha venido a vernos. ¿No es maravilloso?

–Ha venido a vivir con nosotros, Dot -respondió paciente mente su tío.

–¿Oh? – dijo ella, desconcertada-. Oh. ¿Dónde está entonces esa preciosa chica tuya, Ian? ¿Dónde está Angela?

–Sarah -corrigió él automáticamente-. Se ha quedado en Londres.

–Hum. Una chica estupenda, pero un poco ligera. Bueno, tomemos el té. – Se quitó la manta que cubría sus piernas.

Roland avanzó y la ayudó a levantarse y dirigirse hacia donde estaba la tetera. Se sentaron todos en torno a la mesa. Roland era un hombre robusto, de movimientos lentos. Llevaba dos décadas con la familia.

–Mira, Roland, Ian ha venido a visitarnos. – Peterson suspiró. Su tía llevaba años senil; sólo su marido y Roland mantenían una cierta continuidad en su mente.

–Ian ha venido a vivir con nosotros -repitió su tío.

–¿Dónde están los niños? – preguntó ella-. Se están retrasando.

Nadie le recordó que sus dos hijos se habían ahogado en un accidente de navegación hacía quince años. Aguardaron pacientemente a que se completara el diario ritual.

–Bien, pues no les esperemos. – Tomó la pesada tetera y empezó a servir el fuerte y humeante té en las tazas de cerámica artesana a rayas azules y blancas.

Comieron y bebieron en silencio. Fuera, la lluvia que había estado amenazando durante todo el día empezó a caer, tímidamente al principio, repiqueteando contra las ventanas, luego con mayor firmeza. En la distancia, las vacas, alteradas por el golpetear de la lluvia sobre el techo de su cobertizo, mugieron su lamento.

–Está lloviendo -apuntó su tío.

Nadie respondió. A Peterson le gustaba aquel silencio. Y cuan do hablaban, sus planas vocales propias del este de Inglaterra penetraban como un bálsamo en sus oídos, lentas y suaves. La nurse de su infancia había sido una mujer de Suffolk.

Terminó su té y se dirigió a la biblioteca. Pasó los dedos por la garrafita de cristal tallado, renunció a tomar una copa. El rítmico sonido de la lluvia quedaba ahogado por las pesadas contraventanas de roble. Habían sido bien construidas ocultando una plancha de acero. Había convertido el lugar en una fortaleza. Capaz de resistir un largo asedio. Los establos y los corrales poseían dobles paredes y estaban conectados con la casa mediante túneles. Todas las puertas eran dobles, con enormes cerraduras. Cada habitación era una armería en miniatura. Sacó un rifle de la pared de la biblioteca. Comprobó la recámara: aceitada y cargada, como había ordenado.

Escogió un cigarro y se dejó caer en su sillón de piel con brazos. Tomó un libro que había permanecido allí aguardando, un Maugham. Empezó a leer. Roland llegó y encendió la chimenea. El crujir de la madera alejó los residuos de frío de la habitación. Más tarde habría tiempo para revisar el almacenamiento de provisiones y establecer un plan alimentario. Nada de agua procedente del exterior, al menos durante un tiempo. No más viajes al pueblo. Se arrellanó más en el sillón, consciente de las cosas que aún había que hacer, pero que por el momento todavía no eran urgentes. Le dolían los miembros y se sentía aún invadido por oleadas de debilidad. Allí todavía era Peterson de Peters Manor, y dejó que esta sensación se infiltrara en él, proporcionándole una especie de relajación interior. ¿Era Russell quien había dicho que ningún hombre se sentía realmente cómodo lejos del entorno de su infancia? Había una cierta verdad en aquello. Pero el tipo del pueblo, precisamente ahora… Peterson frunció el ceño. Realmente, debían dejar de utilizar el tocino; cual quier cosa que pudiera estar contaminada por lo que caía de las nu bes, al menos durante un tiempo. El hombre del pueblo probable mente sabía esto. Y debajo de sus modales de sí-señor había habido una clara amenaza. Había venido a negociar seguridad, no tocino. Dale un poco de comida enlatada, y se quedará contento.

Peterson se agitó inquieto en su sillón. Durante toda su vida no había dejado de moverse, pensó. Había abandonado su placentera existencia de caballero campesino para ir a Cambridge, y luego para meterse en el gobierno. Había utilizado todas las palancas que había encontrado para impulsarse hacia arriba. Sarah, evidentemente, era el caso más reciente y más claro, sin olvidar el propio Consejo. Todos habían ayudado. El propio gobierno, por supuesto, había seguido en buena medida la misma estrategia. La economía moderna y el estado del bienestar hipotecaban fuertemente el futuro.

Ahora se hallaba en un lugar que no podía abandonar. Tenía que depender de aquellos que había a su alrededor. Y de pronto fue inconfortablemente consciente de que aquel pequeño grupo de personas hasta entonces fácilmente manejables en la casa y en el pueblo eran agentes libres también. Una vez la sociedad empezaba a res quebrajarse, ¿en qué se convertía el orden que había mantenido al Peters Manor tranquilo y a salvo? Peterson permaneció sentado a la menguante luz del día y pensó, tabaleando con los dedos en el brazo de su sillón. Intentó seguir con su lectura, pero no consiguió centrar en ella su interés. A través de la ventana podía ver los roturados campos que se extendían hasta el horizonte. Un viento del norte agitaba las recortadas copas de los árboles. Estaba anocheciendo. El fuego chasqueaba.

44

22 de noviembre de 1963

Gordon escribió toda la ecuación antes de comentarla. La tiza amarilla chirrió en la pizarra.

–De este modo vemos que, si integramos las ecuaciones de Maxwell sobre el volumen, el flujo…

Un movimiento en la parte de atrás de la clase llamó su atención. Se volvió. Una secretaria del departamento agitaba vacilante una mano hacia él.

–¿Si?

–Doctor Bernstein, lamento interrumpirle pero acabamos de oír por la radio que han disparado al presidente. – Lo dijo sin respirar, en un largo jadeo. Se produjo una agitación en la clase-. Pensé… que desearía usted saberlo -terminó débilmente.

Gordon no se movió. Las especulaciones corrieron por su mente. Luego recordó dónde estaba y las echó firmemente a un lado. Había una clase que terminar.

–Muy bien. Gracias. – Estudió los alterados rostros de sus alumnos-. Creo que, en vista de todo lo que nos falta todavía para cubrir el semestre… Hasta que sepamos algo más, deberíamos seguir con la clase.

–¿Dónde ha ocurrido? – preguntó bruscamente uno de los gemelos.

–En Dallas -respondió sumisamente la secretaria.

–Espero que alguien se encargue también de Goldwater, entonces -dijo el gemelo, con una repentina vehemencia.

–Tranquilos, tranquilos -dijo Gordon con suavidad-. No hay nada que podamos hacer desde aquí, ¿no? Propongo continuar.

Tras lo cual volvió a la ecuación. Realizó la mayor parte de la ex posición introductoria del vector de Poynting, ignorando el zumbido de los murmullos a su espalda. Dio un ritmo a su exposición. Puntuó los extremos importantes con golpecitos de la tiza. Las ecuaciones desplegaron su belleza. Conjuró las ondas electromagnéticas y las dotó de momento. Habló de imaginarias cajas matemáticas saturadas de luz, con su flujo mantenido en un preciso equilibrio por el invisible poder de las derivadas parciales.

Otra agitación al fondo de la clase. Varios estudiantes estaban marchándose. Gordon dejó su tiza.

–Supongo que no pueden concentrarse ustedes bajo las circunstancias -admitió-. Seguiremos el próximo día. Uno de los gemelos se levantó para irse y dijo al otro:

–Lyndon Johnson. Jesús, podemos encontrarnos finalmente con él.

Gordon se abrió camino hasta su oficina y dejó sus notas de clase. Estaba cansado, pero supuso que tenía que ir en busca de algún televisor y ver las noticias. La semana anterior aquello había sido una casa de locos de entrevistas, interpelaciones de otros físicos, y una sorprendente atención por parte de todos los medios de comunicación. Se sentía agotado de todo aquello.

Recordó que el hogar del estudiante, allá en la playa Scripps, tenía televisión. Llegar hasta allí en su Chevy le tomó tan sólo un momento. Parecía haber poca gente por las calles.

Los estudiantes estaban alineados en tres filas en torno al aparato. Cuando Gordon llegó y se quedó en la parte de atrás, Walter Cronkite estaba diciendo:

–Repito, no hay ninguna información definitiva del Parkland Memorial Hospital acerca del presidente. Un sacerdote que acaba de abandonar la sala de operaciones ha sido oído diciendo que el presidente estaba agonizando. Sin embargo, esto no es un anuncio oficial. El sacerdote ha admitido que al presidente le han sido administrados los últimos sacramentos.

–¿Qué ha ocurrido? – le preguntó Gordon a un estudiante que tenía cerca.

–Algún tipo le disparó desde una biblioteca, dicen. Cronkite recibió una hoja de papel desde un lado de la cámara.

–El gobernador John Connally está siendo intervenido en la sala de operaciones contigua a la del presidente. Los doctores que operan al gobernador han dicho únicamente que su estado es grave.

Se sabe también que el vicepresidente Johnson se halla en el hospital. Aparentemente está aguardando en una pequeña sala al final del corredor donde se halla el presidente. Los servicios secretos tienen la zona completamente acordonada, con la ayuda de la policía de Dallas.

Gordon observó que algunos de los estudiantes de su clase se reunían cerca de él. La sala estaba repleta ahora. La multitud permanecía completamente inmóvil mientras Cronkite hacía una pausa, escuchando por unos pequeños auriculares que apretó contra sus oídos. A través de las puertas deslizantes de cristal que conducían al porche de madera, Gordon pudo ver las olas rompiéndose en blanca espuma y ascendiendo por la arena de la playa. Fuera, el mundo seguía su inalterable ritmo. Dentro, en aquel pequeño rincón, do minaba una parpadeante pantalla de color.

Cronkite miró hacia un lado de la cámara y luego de nuevo a ésta.

–La policía de Dallas acaba de hacer público el nombre de la persona que sospechan fue el tirador. Ese nombre es Lee Oswald. Aparentemente es un empleado del edificio de la biblioteca. Desde ese edificio fue desde donde se efectuaron los disparos… algunos dicen que de rifle, pero esto no ha sido confirmado. La policía de Dallas no ha dado más información. Hay muchos policías en torno a ese edificio ahora, y es muy difícil conseguir alguna información. Sin embargo, hemos enviado a varios hombres al lugar de los hechos y me acaban de comunicar que está siendo instalada allí una cámara.

En la sala estaba empezando a hacer calor. La luz del sol otoñal penetraba por las puertas de cristal. Alguien encendió un cigarrillo. Las volutas de humo se elevaron y formaron estratos azules en el aire mientras Cronkite seguía hablando, repitiendo lo que había dicho antes, esperando más información. Gordon empezó a respirar más rápidamente, como si el aire se hubiera espesado demasiado y le costara entrar en sus pulmones. La luz se hizo glauca, oscilante. La gente a su alrededor notó aquella misma sensación y se agitó in quieta, trigo humano bajo un extraño viento.

–Algunos componentes de la multitud que estaba reunida en torno a la plaza Deeley dicen que se produjeron dos disparos contra la caravana presidencial. Sin embargo, hay otros informes que hablan de tres y cuatro disparos. Uno de nuestros reporteros en el lugar de los hechos dice que los disparos partieron de una ventana del sexto piso de esa biblioteca.

La escena cambió de pronto a un desolado paisaje otoñal en blanco y negro. Grupos de gente se arracimaban en la acera ante un edificio de ladrillos. Los árboles se alzaban en un árido contraste contra el brillante cielo. La cámara hizo una panorámica para mostrar una gran plaza vacía. Los coches bloqueaban las calles laterales. La gente corría de un lado para otro.

–Este lugar que están viendo ustedes ahora es el lugar de los disparos -prosiguió Cronkite-. Aún no hay ninguna información definitiva sobre el presidente. Una enfermera en el pasillo exterior ha dicho que los doctores que atienden al presidente han practicado una traqueotomía… es decir, una incisión en la tráquea, para permitir al presidente respirar. Esto parece confirmar los informes de que el señor Kennedy fue alcanzado en la nuca.

Gordon se sintió mal. Se secó las gotas de sudor que perlaban su frente. Era la única persona en la estancia que llevaba chaqueta y corbata. El aire era húmedo, casi viscoso. La extraña sensación de hacía un momento iba desapareciendo lentamente.

–Tenemos aquí otro informe de que la señora Kennedy ha sido vista en el corredor adjunto a la sala de operaciones. No tenemos ninguna indicación de lo que puede significar esto.

Cronkite llevaba una camisa de manga corta. Parecía inseguro y ansioso.

–Volvamos a la plaza Deeley… -De nuevo la multitud, el edificio de ladrillos, la policía por todas partes-. Sí, hay una declaración de la policía de que Oswald ha sido trasladado fuera de este lugar bajo una importante escolta policial. No le hemos visto abandonar el edificio de la biblioteca, al menos no desde la entrada principal. Aparentemente lo han sacado por la parte de atrás. Oswald ha permanecido en el interior del edificio desde que fue capturado ahí, momentos después de los disparos. Esperen… esperen…

En la pantalla, la multitud se estaba apartando. Hombres llevando abrigos y sombreros avanzaban a la cabeza de una doble hilera de policías, echando a la multitud hacia atrás.

–Alguien más está abandonando el edificio de la biblioteca, llevado por la policía. Nuestros cámaras allí me dicen que es otra persona implicada en el incidente, en la captura del sospechoso, Lee Oswald. Creo que ahora puedo verle…

Entre las filas de policías avanzaba un muchacho, quinceañero. Miraba a su alrededor, a los cuerpos apretujados, con aire desconcertado. Llevaba una chaqueta de piel tostada y unos téjanos. Tendría su buen metro ochenta de estatura y miraba por encima de las cabezas de los policías. Su cabeza giraba de un lado a otro, registrándolo todo. Tenía el pelo castaño, y llevaba unas gafas que reflejaban destellos del oblicuo sol del atardecer. Su cabeza se detuvo cuando vio la cámara. Una figura avanzó ante ésta, con un micrófono en la mano. La policía bloqueó su paso. Distantemente:

–Si pudiéramos obtener simplemente una declaración, yo… Un policía de paisano que mandaba el grupo agitó la cabeza.

–Nada hasta más tarde, cuando…

–¡Hey, espere!

Era el quinceañero, con una voz fuerte y resonante que detuvo a todo el mundo. El policía de paisano, una mano alzada, la palma por delante, hacia la cámara, miró hacia atrás por encima de su hombro.

–Ustedes los polis ya me han incordiado bastante -dijo el muchacho. Se abrió paso a golpes de hombro. Los policías se desplegaron ante él, concentrándose en contener a la multitud y echarla hacia atrás. El muchacho llegó junto al policía de paisano-. Mire, ¿estoy arrestado o qué?

–Bueno, no, estás bajo protección…

–Aja, eso es lo que pensaba. ¿Ve eso? Es una cámara de televisión, ¿no? ¿Acaso se supone que tienen que protegerme ustedes contra eso, eh?

–No, mira, Hayes… tenemos que sacarte fuera de la calle. Puede ocurrir…

–Le digo a usted que el tipo estaba solo ahí arriba. No hay nadie más de quien preocuparse. Y yo voy a hablar con esos chicos de la tele porque soy un ciudadano libre.

–Eres un menor -empezó a decir vacilante el policía de paisano-, y nosotros tenemos que…

–Tonterías. Aquí… -Se adelantó al policía de paisano y tomó el micrófono-. ¿Ve…? Ningún problema. – Varias personas que estaban cerca aplaudieron.

El policía de paisano miró desconcertado a su alrededor. Empezó:

–No queremos que des ningún…

–¿Qué ocurrió ahí dentro? – gritó alguien.

–¡Un montón de cosas! – gritó Hayes en respuesta.

–¿Viste al tipo ese disparar?

–Lo vi todo, amigo. Yo fui quien lo cogió, eso fue lo que hice. – Miró directamente a la cámara-. Me llamo Bob Hayes y lo vi todo, y estoy aquí para contárselo. Bob Hayes, del instituto Thomas Jefferson.

–¿Cuántos tiros se dispararon? – preguntó una voz fuera de imagen, intentando que Hayes se centrara en la historia.

–Tres. Yo estaba cruzando el vestíbulo de fuera cuando oí el primero. El tipo de abajo estaba comiendo y me había enviado a buscar algunas revistas que había guardado arriba. De modo que yo estaba buscándolas cuando oí aquel fuerte ruido.

Hayes hizo una pausa, evidentemente gozando de todo aquello.

–¿Y? – dijo alguien.

–Me di cuenta de que se trataba de un disparo de rifle. Así que abrí aquella puerta de donde parecía salir. Vi esos huesos de pollo en una caja de cartón, como si alguien hubiera estado comiendo. Entonces vi al tipo aquel agachado y apuntando su rifle por la ventana. Lo tenía apoyado en el alféizar, para sujetarlo más firmemente. Estaba reclinado sobre algunas cajas de cartón, también.

–¿Era Oswald?

–Ese es el nombre que dijeron esos tipos. Yo no pregunté. – Hayes sonrió. Alguien se echó a reír-. Yo empecé a avanzar hacia el tipo y boom, él que dispara de nuevo. Puedo oír a alguien gritando allá fuera. No pensé en ello, simplemente me lancé contra él. Justo entonces el rifle suena de nuevo, en el preciso momento en que yo le golpeo. He jugado bastante al fútbol, ¿saben?, y sé cómo poner a un tipo fuera de combate.

–¿Le quitaste el rifle? Hayes sonrió de nuevo.

–Infiernos, tío, no. Estampé su cabeza contra el alféizar de aquella ventana. Luego me eché hacia atrás para tomar un poco de impulso y le pegué un buen porrazo a un lado de la cabeza. Eso le hizo olvidar todo lo relativo al rifle. Le golpeé de nuevo, y sus ojos se pusieron como cuentas de cristal. Lo dejé noqueado, tío.

–¿Quedó fuera de combate?

–Por supuesto que sí. Yo trabajo bien, tío.

–Y entonces llegó la policía.

–Aja, cuando el tipo estaba ya hecho una braga. Miré por la ventana. Vi a todos esos polis mirándome a mí. Les hice un gesto con la mano y les dije que subieran hasta donde yo estaba. No tardaron ni un segundo en hacerlo.

–¿Pudiste ver el Lincoln del presidente marchándose a toda prisa?

–Ni siquiera sabía que hubiera ningún presidente. Sólo mucha gente, eso era todo. Algún tipo de desfile, pensé. Celebrando el día de Acción de Gracias o algo así, ya saben. Yo estaba allí simple mente porque el señor Aiken, nuestro maestro de física, me había enviado.

La multitud en torno a Hayes permanecía en un absoluto silencio. El chico era un actor nato, mirando directamente a la cámara y jugando con los espectadores. El entrevistador fuera de imagen preguntó:

–¿Te das cuenta de que es posible que hayas impedido que se atente con éxito contra la vida del…?

–Aja, eso es sorprendente, ¿no? Sorprendente. Pero ¿saben?, no tenía ni la menor idea de ello. Ni siquiera sabía que él estuviera en la ciudad. De haberlo sabido, hubiera bajado para verle y para ver a Jackie.

–¿No habías visto a Oswald antes? ¿No sabías que tenía un rifle y que…?

–Mire, como ya he dicho, yo estaba allí para buscar algunas re vistas. El señor Aiken nos está dando un curso especial de física fuera de nuestras horas de clase. Esta vez estaba relacionado con el artículo de esa revista. Sénior Scholastic. El señor Aiken me había enviado a buscar algunos ejemplares para la clase de aquella tarde. Había algo relativo a, esto, esas señales procedentes del futuro, y…

–Los tiros… ¿cuántos de ellos lo alcanzaron?

–¿Alcanzaron a quién?

–¡Al presidente!

–Infiernos, no lo sé. Pudo disparar dos veces con toda tranquilidad. Yo le di un buen viaje antes de que soltara el tercero.

Hayes sonrió, mirando a su alrededor, radiante. El policía de paisano tiró de su brazo.

–Creo que ya es suficiente, señor Hayes -dijo utilizando otra táctica-. Habrá una conferencia de prensa más tarde.

–Oh, sí -dijo Hayes afablemente. Por el momento ya se sentía satisfecho. Aún se notaba alucinado por el hecho de ser el centro de toda la atención-. Sí, lo contaré todo más tarde.

Más preguntas formuladas a gritos. Una enorme agitación mientras la policía formaba un Gordon protector en torno a Hayes. Disparos de cámaras. Gritos de despejen el paso. El rugir de una motocicleta. Danzantes imágenes de hombres enfundados en gabardinas empujando, las bocas crispadas.

Gordon parpadeó y, por un momento, pareció perder el equilibrio. El Sénior Scholastic. La sala osciló bajo la pálida luz.

Luego Cronkite empezó a hablar de nuevo con aquella chillona voz suya. En el Parkland Memorial Hospital acababa de concluir una breve conferencia de prensa, mientras Hay es estaba hablando. Malcolm Kilduff, ayudante de la secretaría de prensa del presidente, había descrito la herida. Una bala había penetrado por detrás por la parte inferior del cuello del presidente. Lo había atravesado de parte a parte y había dejado una pequeña herida de salida. La herida de entrada era mucho más grande y sangraba abundantemente. El presidente había recibido varios litros de sangre O RH negativo, así como 300 miligramos de hidrocortisona por vía intravenosa. Al principio los médicos que lo atendían habían insertado un tubo para facilitar la respiración del presidente. Eso había fallado. El médico jefe, Michael Cosgrove, decidió efectuar una traqueotomía. La operación se realizó en cinco minutos. Una solución lactada de Ringer -una solución salina modificada- había sido inyectada a la pierna derecha vía catéter. El presidente había empezado a respirar bien, aunque seguía todavía en coma. Sus dilatados ojos estaban abiertos y miraban directamente a una luz fluorescente que tenía sobre su cabeza. Un tubo nasogástrico había sido introducido por la nariz de Kennedy y alojado en la parte de atrás de su tráquea, para eliminar cualquier posible fuente de náusea en su estómago. Dos sondas torácicas habían sido instaladas en los espacios pleurales para absorber los tejidos dañados y prevenir un colapso pulmonar. El pulso del presidente era débil pero regular. La herida de salida fue tratada primero, puesto que el presidente estaba tendido boca arriba. Luego tres doctores hicieron girar el cuerpo hacia un lado. La herida de entrada se apreciaba más de dos veces mayor que la de salida, y era el punto principal de pérdida de sangre. Fue tratada sin dificultad. Kennedy se hallaba todavía en la sala número 1 de traumatología del Parkland mientras Kilduff daba su informe. Su estado parecía estabilizado. No había daños aparentes en el cerebro. Su pulmón derecho había sido afectado. Su tráquea estaba desgarrada. Parecía que, excepto complicaciones inesperadas, sobreviviría.

La señora Kennedy no había resultado alcanzada. El gobernador Connally se hallaba en estado crítico. El vicepresidente no había sido alcanzado tampoco. El equipo médico no podía efectuar ningún comentario acerca de los disparos efectuados. Parecía claro, de todos modos, que únicamente una bala había alcanzado al presidente.

La multitud en torno al televisor murmuraba y se agitaba. La sensación de ligereza y opresivo calor habían desaparecido. Los objetos ya no ondulaban como si se observaran a través de la refracción del agua. Gordon se abrió camino por entre los apretujados estudiantes. Las especulaciones zumbaban a su alrededor. Atravesó las puertas de cristal hasta el porche de madera y lo cruzó. Sin pensar exactamente en ello, se dirigió hacia el aparcamiento. Tomó sus ropas de correr del portamaletas del Chevy. Se cambió en los lavabos para caballeros. Con pantalones cortos y zapatillas de tenis parecía tan joven como la mayor parte de los estudiantes que seguían llegando a la sala en busca de más noticias. Sintió una aérea sensación de liberación y una zumbante energía, casi agradable. En ese preciso momento no deseaba pensar en nada.

Empezó a correr por la plana y empapada arena. Soplaba una fresca brisa, arrojando mechones de negro pelo sobre sus ojos. Corrió con la cabeza baja, observando el juego de sus pies. Cuando su talón golpeaba la arena, dejaba un círculo pálido que rápidamente se llenaba de agua. La playa se endurecía bajo cada uno de sus pasos, sosteniendo su peso, disolviéndose tras él en una plana uniformidad gris. Un helicóptero pasó por encima de su cabeza, zum, zum, zum.

Rodeó la ciudad y corrió cruzando las medias lunas de las ensenadas, dirigiéndose al sur, hasta alcanzar la calle Nautilus. Penny es taba corrigiendo ejercicios. Le contó las noticias. Ella quería poner la radio, saber más, pero él la obligó a salir de casa. Reluctante, ella le siguió. Fueron a la playa y caminaron hacia el sur. Ninguno de los dos habló. Penny se agitaba, el rostro sombrío. La brisa marina alzaba las crestas de las olas y formaba gallardetes de espuma en cada una de ellas. Gordon las miraba y pensaba en todo su trayecto a través del Pacífico hasta llegar allí, conducidas por vientos y mareas. Al salir del océano eran poco profundas y avanzaban rápidamente. A medida que se acercaban a tierra el lecho marino se alzaba bajo ellas y frenaba su marcha. Mientras avanzaba, la ola se movía más aprisa en la parte superior que en el fondo y daba una voltereta sobre sí misma, transformando la energía procedente de Asia en una turbulencia.

Penny lo llamó. Estaba corriendo por entre la resaca. La siguió. Era la primera vez que hacía aquello, pero no importaba. Nadaron por entre las olas y aguardaron la llegada de la siguiente ola grande. Avanzaba con una lentitud metronómica. La oscura línea azul se engrosó y ascendió, y Gordon la miró y estimó dónde iba a romperse. Se lanzó hacia delante, braceando fuerte y agitando los talones. Penny iba delante de él. Sintió que algo lo arrastraba hacia arriba, y el agua frente a él cayó. Un resonante sonido, mientras se movía más rápido. Extendió los brazos y se inclinó hacia la izquierda. La espuma enturbió sus ojos. Parpadeó. Se dejó deslizar en la cara de la ola, alojado en una pared de agua, girando y agitándose en dirección a la orilla.

45

1998

John Renfrew trabajó durante toda la noche. Mantenía en funcionamiento el generador auxiliar, y maldito si iba a detenerse mientras dispusiera de combustible. Si el generador se paraba no estaba seguro de poder volver a ponerlo en marcha. Mejor seguir adelante y ver lo que ocurría. Así luego no tendría de qué lamentarse.

Hizo una mueca. ¿Ver lo que ocurría? ¿O había ocurrido? ¿O podía ocurrir? El lenguaje humano no encajaba con la física. No había ningún tiempo verbal que reflejara la idea de lazo temporal. Ninguna forma de convertir el lenguaje en el pivote de la física, de aplicar un momento torsor que pudiera hacer que las paradojas se disolvieran en un ciclo ordenado, girando interminablemente.

Había dejado que los técnicos se marcharan. Los necesitaban en casa. Fuera, en el camino de Cotton, no se veía ninguna bicicleta, ningún movimiento. Las familias estaban en casa, atendiendo a los enfermos, o habían huido al campo. Sintió un retortijón de la disentería empezado por la noche. Un roce con lo que arrastraban las nubes, suponía. Había estado bebiendo de una reserva de zumos de frutas embotellados que había encontrado en la cafetería, y comido alimentos envasados. Llevaba dos días allí, solo, sin pararse a ir a casa para cambiarse de ropa. El mundo en el que había estado vi viendo hasta entonces estaba cerrándose, eso resultaba claro con sólo mirar a través de las ventanas del laboratorio. Desde primera hora de la mañana una columna de grasiento humo había estado ascendiendo hacia el cielo en la distancia; obviamente, nadie había acudido para intervenir.

Ajustó cuidadosamente el aparato. Tap tap. Tap tap. El nivel de ruido de los taquiones se mantenía constante. Había estado transmitiendo el nuevo mensaje acerca del proceso de la neuroenvoltura desde hacía varios días, alterándolo con la monotonía AR y DEC. Peterson había telefoneado nuevos datos biológicos desde su oficina de Londres. El hombre había sonado tenso y con prisas. El contenido del mensaje, por lo que Renfrey podía entender, explicaba el porqué. Si el grupo de California estaba en lo cierto, aquello podía extenderse a través del mecanismo de las nubes a una velocidad alucinante.

Renfrew pulsó pacientemente su código Morse, esperando estar enfocando correctamente. Era tan malditamente difícil saber si tenías el circuito bien orientado. Un ligero error en apuntar el haz daba como resultado que x resultara falseado, y luego í. Sin embargo habían conseguido alcanzar su objetivo al menos una vez, como habían sabido gracias al depósito de la caja de seguridad a nombre de Peterson. ¿Pero cómo podía comprobar ahora si las bobinas eran un microsegundo demasiado lentas, o si los campos de coherencia lanzaban el haz un grado demasiado a la izquierda? Únicamente disponía de una calibración ocular en la que poder confiar. Estaba a la deriva allí, en un mundo donde la í era el tiempo y la x el espacio, una x que significaba lo desconocido que flotaba en el aire ante él, un esquema transitorio.

Se agitó. El taburete del laboratorio hacía que le dolieran las posaderas. Estaba menos gordo ahora; debía haber perdido peso. Ten dría que poner un poco de lastre extra, sí.

Tap tap tap. Las cadencias del Morse se perdían en la nada. Tap tap.

Quizá la pérdida de peso explicara por qué la habitación parecía agitarse y sacudirse cuando la miraba. Cristo, estaba agotado. Una débil irritación creció en él. Había estado taptaptapeando aquellos mensajes biológicos y coordenadas y todo lo demás, todo de una forma impersonal y todo también -ahora estaba seguro de ello- finalmente inútil. Todo aquello era malditamente aburrido. Alargó la mano y tomó el pasaje de identificación que había estado transmitiendo regularmente desde el principio, y empezó a enviarlo de nuevo. Pero esta vez añadió algunos comentarios propios, acerca de cómo había empezado todo aquello, y las ideas de Markham, y el bastardo de Peterson con su rostro de piedra, y todo lo demás, todo hasta el accidente donde había muerto Markham. Y hacerlo hizo que se sintiera bien, el transformar directamente las palabras de Morse a medida que se le iban ocurriendo. Lo contó con frases normales, no con el entrecortado estilo telegráfico que habían adoptado para comprimir la información biológica. Era un alivio contarlo todo, realmente. Pero era absolutamente inútil, el haz estaba cayendo de todos modos en alguna insospechada ratonera cósmica, así que, ¿por qué no gozar con el último disparo? Tap tap. Ésta es la historia de mi vida, amigo, escrita sobre la cabeza de un alfiler. Tap tap. Hacia el vacío. Tap tap.

Pero al cabo de un momento el impulso inicial le abandonó, y se detuvo. Hundió los hombros.

La pantalla del osciloscopio se agitó, y el nivel de ruido de los taquiones creció. Renfrew se quedó mirándolo. Tap tap. Movido por un impulso, desconectó el transmisor. El pasado podía irse al diablo por un momento. Observó el amasijo de curvas y las danzantes interrupciones. Por breves períodos de tiempo el ruido se centraba en culebreantes saltos en la pantalla. Señales, claras señales. Alguien distinto a él estaba transmitiendo.

Saltos regulares en forma de oleada, rítmicamente espaciados. Renfrew los copió.

INTENTAMOS CONTACTO DESDE

2349 EN TAQ

y de nuevo un estallido de sonido, tragándoselo todo.

Inglés. Alguien transmitiendo en inglés. ¿Desde el año 2349? Quizás. O tal vez con taquiones en la banda de 234'9 kilovatios. O quizá todo era producto del azar.

Renfrew dio un sorbo de café frío. Se había hecho un termo hacía algunos días, y luego lo había olvidado. Esperaba que el agua no tuviera problemas. El café no tenía el aroma a pelo de perro que recordaba; ahora parecía más bien tierra chamuscada. Se alzó de hombros y siguió bebiendo sin pensar más en ello.

Notaba algo en su frente. Sudor. Fiebre. Un extraño y distante murmullo llegó hasta él. ¿Voces? Fue a mirar, sorprendido por su debilidad, por el intenso dolor en sus muslos y tobillos. Debería hacer más ejercicio, pensó automáticamente, y luego se echó a reír. Ruido de pasos arrastrándose. ¿Le habrían oído? Tomó un corredor. Pero no había nadie allí. Tan sólo el ruido del viento. Eso, y el áspero raspar de sus propios zapatos en el cemento desnudo.

Volvió al laboratorio y miró al osciloscopio. La garganta le ardía. Intentó pensar tranquila y claramente en lo que Markham había dicho hacía tanto tiempo. Los microuniversos no eran como agujeros negros, no en el sentido de que dentro de ellos toda la materia estaba comprimida hasta densidades infinitas. En vez de ello, su densidad media poseía un valor razonable, aunque más alto que la nuestra. Se habían formado en los primeros momentos del universo y habían quedado aislados para siempre, viviendo sus microvidas dentro de una geometría cerrada. Las nuevas ecuaciones de campo de Wickham demostraban que estaban ahí fuera, entre los conglomerados de las galaxias. Una x y una t que no podemos ver, pensó, excepto yo y tú-. Ahora sería el momento adecuado para que escribieras un gran artículo al respecto, lo suficientemente bueno como para figurar en la última edición del Times. La verdadera última edición.

Se sentó con brusquedad, sintiéndose mareado. Un dolor detrás de sus ojos, extendiéndose. La materia era tragada por la red del espaciotiempo, por geometrías diferenciales. G veces n. Un taquión podía eludir los nudos, era un fénix libre, su vuelo gobernado por las garabateadas notas de Markham y Wickham. Renfrew se estremeció cuando el frio se infiltró en él.

Otro conjunto de impulsos. Los anotó apresuradamente en un bloc. El rasguear de la pluma rompió el silencio.

MENTE AUMENTA ESTRUCTURA RESONANCIA SINTONIZANDO BANDA PORTADORA LATERAL

y luego de nuevo el mar de ruido, perdidas las olas.

Todo aquello significaba algo para alguien, pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? Otro:

AMS WEDLRLUF XSMDOPRDHTU COMO WTEU WEHRTU

¿Otro idioma? ¿Un código del otro lado de la galaxia, del otro lado del universo? Aquel aparato abría las comunicaciones con cualquier lugar, con cualquier persona, instantáneamente. Hablar con las estrellas. Hablar con los seres comprimidos dentro de un punto del espacio. Un telegrama de Andrómeda tomaría menos tiempo que uno de Londres. Los taquiones atravesaban el laboratorio, atravesaban a Renfrew, trayendo su mensaje. Estaban a su alcance, si tan sólo dispusieran de tiempo…

Agitó la cabeza. Toda forma y estructura resultaban erosionadas por la superposición de varias voces, un coro. Todo el mundo estaba hablando a la vez, y nadie podía oír.

Las bombas parecían toser. Taquiones del tamaño de 10-13 centímetros estaban cruzando a toda velocidad el entero universo, atravesando 1028 centímetros de materia en enfriamiento, en menos tiempo del que los ojos de Renfrew necesitaban para absorber un fotón de la pálida luz del laboratorio. Todas las distancias y tiempos estaban entrelazados entre sí, las singularidades sorbiendo la materia de la creación. Los horizontes contingenciales ondulaban y los mundos se enroscaban en los mundos. Había voces en la habitación, voces resonando, intentando entrar en contacto…

Renfrew se puso en pie y se aferró bruscamente a la consola del osciloscopio para sostenerse. Cristo, la fiebre. Se había apoderado de él, deslizando enguantados dedos de humo por toda su mente.

INTENTAMOS CONTACTO DESDE 2349. Todo intento de alcanzar el pasado había desaparecido, se dio cuenta parpadeando. La habitación osciló, luego volvió a inmovilizarse. Con Markham desaparecido y aquella mujer Wickham ausente desde hacía días, ya no quedaba ninguna esperanza de comprender lo que había ocurrido. La mano de plomo de la causalidad terminaría venciendo, una es finge que no entregaba ninguno de sus secretos. Una infinita serie de abuelos podrían vivir sus vidas a salvo de Renfrew.

INTENTAMOS CONTACTO, se agitó de nuevo el osciloscopio.

Pero a menos que supiera dónde y cuándo estaban, no había ninguna forma de responderles.

Hola, 2349. Hola, ahí fuera. Aquí es 1998, una x y una t en vuestra memoria. Hola. INTENTAMOS CONTACTO.

Renfrew sonrió con amarga ironía. Los susurros llegaban suaves, embutiendo leves palabras del futuro en el indio. Había alguien. Alguien trayendo esperanzas.

La habitación estaba fría. Renfrew se acurrucó junto a sus instrumentos, transpirando, observando el estallar de las curvas. Era como un habitante de las islas de los mares del Sur, observando los aviones trazar sus rectas estelas cruzando el cielo, incapaz de gritar les. Estoy aquí. Hola, 2349. Hola.

Estaba intentando una modificación del correlacionador de la señal cuando las luces se apagaron. Una completa oscuridad invadió la habitación. El distante generador tosió y petardeó y quedó en silencio.

Necesitó un largo rato para encontrar su camino a la salida y a la luz. Era un mediodía gris y desolado, pero no se dio cuenta de ello; estar fuera era suficiente.

No podía oír ningún sonido procedente de Cambridge. La brisa arrastraba consigo un aroma acre. No se veía ningún pájaro. Ningún avión.

Caminó hacia el sur, hacia Grantchester. Volvió una vez la vista atrás, al bajo perfil cuadrado del Cav, y a la difusa luz alzó una mano hacia él. Pensó en los universos imbricados, piel de cebolla bajo piel de cebolla. Alzando la cabeza, miró a las nubes, antes una visión agradable. Sobre aquella capa estaba la galaxia, un gran enjambre de luces de colores, girando con una majestuosa lentitud en la gran noche. Luego bajó de nuevo la vista al irregular y maltrecho sendero, y sintió que un gran peso desaparecería de sobre sus hombros. Du rante tanto tiempo se había sentido paralizado por el pasado. Lo había aislado por completo del mundo real que lo rodeaba. Ahora sabía, sin saber exactamente cómo, que lo había perdido para siempre. Antes que desesperado, se sentía aliviado, libre.

Marjorie estaba esperándole allí delante, sin duda asustada de estar sola. Recordó sus conservas en las estanterías absolutamente rectas, y sonrió. Podrían comer de ellas durante un cierto tiempo. Comer tranquilamente juntos, como lo habían hecho en los días anteriores al nacimiento de los chicos. Luego se irían al campo a reunirse con Johnny y Nicky, por supuesto.

Jadeando ligeramente, sintiendo que su cabeza se aclaraba, caminó por el desierto sendero. Había realmente un montón de cosas todavía por hacer, si uno pensaba un poco en ello.

46

28 de octubre de 1974

Salió caminando de su hotel en la avenida Connecticut. La recepción iba a ser un buffet-lunch, decía la carta, de modo que Gordon había dormido hasta las once. Hacía tiempo que había aprendido ya que en los viajes al este de poca duración lo mejor era no hacer caso del mito de las zonas horarias y seguir con el esquema del oeste. Esto encabaja invariablemente con las exigencias de sus citas y entrevistas, puesto que tales ocasiones eran excusas para demorarse con los entremeses bañados en salsa de los restaurantes de lujo, seguidas de las serias revelaciones de ahora-que-ya-no-esta-mos-en-la-oficina-podemos-hablar-francamente ante varias tazas de café, y luego irse invariablemente muy tarde a dormir. Pero aun que a la mañana siguiente se levantara a las diez, raramente llegaba a la FNC o a la Comisión de Energía Atómica más tarde que los ejecutivos, puesto que él no desayunaba.

Cruzó por el zoo de la ciudad; más o menos le cogía de camino. Unos amarillos ojos caninos siguieron su paso, evaluando los resultados si los barrotes que los encerraban se alzaran de pronto. Los chimpancés se columpiaban con fuerza, impulsos en el interminable circuito de su reducido universo. Aquello era una parte del mundo natural encajonado entre lejanos bocinazos y omnipresentes perfiles rectangulares de sucios ladrillos marrones. Gordon saboreó el frescor de la brisa que llegaba directamente desde el Potomac. Dio la bienvenida a aquel encuentro viajero con las estaciones, un clima distinto a cada mes que pasaba, un agradable alivio a la monótona excelencia de California.

La primera vez que había venido aquí había sido con sus padres.

Aquella órbita turística era ahora un vago conjunto de recuerdos en un rincón de su preadolescencia, el período de la vida que se supone es la edad dorada de todo el mundo. Recordaba haberse sentido maravillado por el brillante esplendor blanco del Monumento a Washington y de la Casa Blanca. Durante varios años después estuvo seguro de que aquellos solemnes edificios eran lo que quería decir su clase de la escuela primaria cuando cantaba América y alababa los esplendores del alabastro. «El país empieza realmente en Washington», había dicho su madre, sin olvidarse de añadir el pedagógico «D.C.», de modo que su hijo nunca pudiera confundirlo con el estado. Y Gordon, llevado a remolque de la lista de lugares históricos, supo lo que ella quería decir. Más allá del afrancesado diseño del centro de la ciudad había un parque rural que respiraba a Jefferson y a los bulevares flanqueados por árboles. Para él Washington había sido desde entonces el umbral de una enorme república donde las cosechas crecían bajo un sol blanco anglosajón protestante. Allá, las chicas rubias de ojos azules conducían sus deportivos amarillos dejando nubes de polvo en las desiertas carreteras mientras iban de una feria campestre a otra, mujeres que ganaban premios con sus confituras de fresa mientras los hombres bebían cerveza aguada y besaban a chicas que habían sido modeladas según el patrón de Doris Day. Había alzado la vista al Spirit of St. Louis colgando como una paralizada polilla en el Smithsoniano, y se había preguntado cómo una ciudad dedicada al cultivo del maíz como era St. Louis -«sin ni siquiera una buena universidad en ella», había resoplado su madre- podía desplegar unas alas y alzar el vuelo.

Gordon se metió las manos en los bolsillos para conservar el calor y siguió caminando. Las comisuras de su boca se alzaron en una alegre sonrisa. Había aprendido mucho acerca del enorme país que se extendía más allá de Washington, la mayor parte de ello gracias a Penny. Sus mutuas fricciones habían acabado sanando transcurrido 1963. y habían hallado de nuevo la persistente química que los había situado al principio en sus órbitas entrelazadas, círculos centrados en un punto a medio camino entre los dos. Lo que había habido a partir de entonces entre ellos no era un punto geométrico sino más bien un pequeño sol, prendiendo entre los dos una pasión que Gordon tenía la impresión de que era más profunda que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido a él antes. Se habían casado a finales de 1964. El padre de ella, llámame simplemente Jack, quiso una boda de campanillas, brillante y regada con abundante champaña. Penny llevó el tradicional traje blanco. Y bajó la vista y miró de reojo cada vez que alguien le mencionaba algo al respecto. Había venido con él a Washington ese invierno, cuando él hizo su primera gran presentación en la FNC a fin de conseguir una mayor subvención para su propio experimento. Su discurso fue bien acogido y Penny se enamoró de la Galería Nacional, a donde acudió todos los días para ver los Vermeer. Juntos fueron a comer mariscos con las grandes lumbreras de la FNC, y fueron del domo del Congreso al monumento a Lincoln. No les importó el frío y la humedad que reinaba allí; for maba parte del escenario. Todo parecía encajar con todo.

Gordon comprobó la dirección y descubrió que tenía que cruzar otra manzana. Siempre se había sentido intrigado por los con trastes de Washington. Aquella concurrida calle resplandecía con su propia importancia, pero cruzándola había otras avenidas más pequeñas llenas de pequeñas tiendas, casas algo más deterioradas, y tiendas de comestibles en las esquinas. Viejos hombres de raza negra estaban reclinados en las puertas, contemplando la agitación con sus grandes ojos marrones. Gordon entró en una de ellas y, girando un ángulo, descubrió un enorme patio. Poseía el austero estilo francés del gobierno clásico de los años 1950, con cónicas coniferas irguiéndose como centinelas en las esquinas. Bien recorta dos arbustos arrastraban a los ojos a inflexibles perspectivas.

Bien, pensó, por pretencioso e imponente que fuera, allí era. Se balanceó ligeramente sobre sus talones para mirar. La fachada de granito se recortaba contra un suave cielo. Sacó las manos de los bolsillos y se echó el pelo hacia atrás. Sabía que estaba empezando a clarearle ya por la coronilla, signo seguro de que la calvicie de su padre tendría su eco en él pasados los cuarenta.

Abrió una serie de tres puertas de cristal. Los espacios entre ellas parecían servir como compuertas de aire, conservando el seco calor interno. Ante él había mesas cubiertas con lujosos manteles. En el centro del alfombrado salón había grupos de hombres bien trajea dos. Gordon cruzó la última compuerta de aire y penetró en el apagado zumbido de las conversaciones. Enormes cortinas amortiguaban los sonidos, proporcionando ese aire de solemnidad que uno encuentra en los funerales. A la izquierda, un grupo de azafatas recepcionistas. Una de ellas se destacó y acudió hacia él. Llevaba una cosa sedosa color crema que Gordon hubiera tomado por un traje de noche de no haber sido mediodía. Le preguntó su nombre. Gordon se lo dijo con lentitud.

–Oh -dijo ella, los ojos muy abiertos, y se dirigió a una de las adornadas mesas.

Regresó con una tarjeta con un nombre, no el plástico habitual, sino un robusto marco de madera alojando una rígida placa con su nombre cuidadosamente caligrafiado. Se la prendió en la solapa.

–Deseamos que nuestros invitados luzcan hoy mejor que nunca -dijo con una abstracta preocupación, y sacudió una imaginaria mota de la manga de su chaqueta. Gordon, halagado por la intención, perdonó su profesional frialdad. Otros hombres, todos vestidos con negros trajes burocráticos, iban llenando el salón. Las azafatas acudían a su encuentro con puñados de tarjetas con nombres -de plástico, observó-, y tarjetas de admisión y números de situación. En un rincón, una mujer con aspecto de secretaria ejecutiva ayudaba a un frágil hombre de pelo blanco a librarse de su pesado abrigo. El hombre se movía con unos gestos delicados y vacilantes, y Gordon lo reconoció como Jules Chardaman, el físico nuclear que había descubierto alguna partícula, no recordaba cuál, y había recibido el premio Nobel por sus esfuerzos. Creía que había muerto, pensó Gordon.

–¡Gordon! Intenté llamarle ayer por la noche -dijo una voz seca tras él.

Se volvió, dudó, y estrechó la mano de Saul Shriffer.

–Llegué tarde y salí a dar una vuelta.

–¿En esta ciudad?

–Parecía seguro. Saul agitó la cabeza.

–Puede que no ataquen a los soñadores.

–Probablemente no tengo un aspecto lo suficientemente próspero.

Saul exhibió su sonrisa conocida en toda la nación.

–No, tiene usted muy buen aspecto. Hey, ¿cómo va su esposa? ¿Está con usted?

–Oh, está bien. Ha ido a visitar a sus padres… ya sabe, a mostrarles los niños. Llegará por avión esta mañana, tengo entendido.

–Miró su reloj-. Debería estar aquí de un momento a otro.

–Oh, estupendo, me encantará volver a verla. ¿Qué le parece si cenamos juntos esta noche?

–Lo siento, ya hemos hecho otros planes. – Gordon se dio cuenta de que había dicho aquello demasiado rápidamente y añadió-: Quizá mañana. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en la ciudad?

–Tengo que volver a Nueva York mañana al mediodía. Le llamaré la próxima vez que vaya a la costa.

–Estupendo.

Inconscientemente, Saul frunció los labios, como si considerara cómo plantear la siguiente frase.

–Ya sabe, esas partes de los antiguos mensajes que se guardó usted para sí mismo…

Gordon mantuvo su rostro inexpresivo.

–Sólo los nombres, eso es todo. En público dije que se habían perdido en medio del ruido. Lo cual es parcialmente cierto.

–Aja. – Saul estudió su rostro-. Miré, después de todo este tiempo, me parece que… mire, le daría un nuevo e interesante toque complementario a todo el asunto.

–No. Vamos, Saul, ya hemos discutido sobre esto antes.

–Pero fue hace años. No consigo comprender por qué…

–No estoy seguro de haber captado correctamente los nombres. Una letra aquí y otra allí, y obtienes un nombre equivocado y la persona equivocada.

–Pero mire…

–Olvídelo. Nunca voy a dar publicidad a las partes de las que no estoy seguro. – Gordon sonrió para quitarle mordiente a sus palabras. Había otras razones también, pero no tenía intención de plantearlas.

Saul se alzó filosóficamente de hombros y se alisó su reciente bigote con un dedo.

–De acuerdo, de acuerdo. Sólo pensé que debía intentarlo una vez más, pillarle a usted de mejor humor. ¿Cómo están yendo los experimentos?

–Seguimos luchando con la sensibilidad. Ya sabe cuál es el problema.

–¿Obtienen alguna señal?

–Quién sabe. Es un galimatías increíble. Saul frunció el ceño.

–Debería haber algo ahí.

–Oh, lo hay.

–No, quiero decir aparte de todo aquello que recibió usted en el 67. Reconozco que fue un mensaje clarísimo. Pero no estaba en ningún código ni lenguaje que nosotros conozcamos.

–El universo es un lugar muy grande.

–¿Cree usted que procedía de muy lejos?

–Escuche, cualquier cosa que yo diga es pura suposición. Pero se trataba de una señal fuerte, muy bien dirigida. Fuimos capaces de demostrar el hecho de que duró tres días y luego desapareció debido al paso de la Tierra a través de un haz de taquiones. Me atrevería a decir que simplemente nos cruzamos en el camino de la red de comunicaciones de alguien.

–Hummm. – Saul se quedó pensando aquello-. ¿Sabe?, si tan sólo pudiéramos estar seguros de que esos mensajes que no podemos decodificar no procedían de un transmisor humano, muy lejos en el futuro…

Gordon sonrió. Saul era uno de los hombres más importantes en el mundo científico por aquel entonces, al menos a los ojos del público. Sus libros de divulgación encabezaban las listas de los best-sellers, sus series de televisión ocupaban las horas de máxima audiencia. Gordon terminó por él:

–Quiere decir, tendríamos una prueba de la existencia de una tecnología alienígena.

–Aja. Valdría la pena intentarlo, ¿no?

–Quizá.

Las enormes puertas de bronce del extremo del salón se abrieron de par en par. La multitud avanzó hacia la sala de recepciones al otro lado. Gordon había observado que la gente que formaba grupos se movía a través de un lento proceso de difusión, y aquella multitud no era distinta. Conocía a muchos… Chet Manahan, un metódico físico de estados sólidos que siempre llevaba una chaqueta con corbata a juego, hablaba cinco idiomas, y se aseguraba de que tú te enteraras de ello a los pocos minutos de haber sido presentados; Sidney Román, un hombre delgado, muy moreno, delicado, cuyas precisas ecuaciones conducían a conclusiones extravagantes, algunas de las cuales habían demostrado ser ciertas; Louisa Schwartz que, contrariamente a su nombre, poseía una piel luminosa mente blanca y una mente que lo catalogaba todo en astrofísica, incluyendo la mayor parte de los chismorreos impublicables; George Maklin, de rostro enrojecido y enormes hombros llenos de múscu los, que realizaba experimentos sobre filamentos suspendidos en helio líquido, midiendo los impulsos de torsión; Douglas Karp, un zar para un grupo de estudiantes graduados que emitían dos ar tículos al mes sobre la estructura de banda de diversos sólidos surti dos, lo cual le permitía ir a dar conferencias en verano a las soleadas universidades del Mediterráneo; Brian Nantes, cuya enorme y desbordante energía se comprimía en sus artículos en precisas y lacóni cas ecuaciones, desnudas de comentario o discusión para uso de sus contemporáneos, un resumen abstracto completamente despro visto de las perlas-para-los-cerdos que suelen acompañar al texto… y muchos más, algunos conocidos casualmente en conferencias, otros enfrentados a él en acaloradas sesiones en las reuniones de la Asociación de Ciencias Físicas, la mayor parte rostros imprecisos asociados con el conjunto de iniciales debajo de algún artículo inte resante, o conocidos en una comida de facultad a base de bocadillos y cerveza poco antes de un seminario, o vistos recibiendo educados aplausos en una reunión después de haber leído el texto de un artícu lo ante un micrófono. Saul avanzó con él en medio de toda aquella gente, mientras le describía a medias un plan para localizar a extraterrestres a través de las oscilaciones y señales electrónicas en el especto de los taquiones. Gordon podía efectuar las observaciones, natural mente, y Saul revisaría los datos y vería lo que significaban.

Gordon derivó diagonalmente, dejando que un grupo de físicos de partículas que hablaban rápidamente se interpusiera entre él y Saul. El buffet-lunch estaba directamente frente a él. De forma característica, los científicos no pasaban el tiempo aguardando educadamente antes de dirigirse a la mesa del self-service. Gordon tomó un poco de ternera y la aplicó sobre pan, y escapó con un presentable bocadillo. Dio un mordisco. El aroma del rábano picante limpió los senos de su nariz, haciendo que sus ojos lloriquearan. El ponche era champaña de alta graduación rebajado con oloroso zumo de naranja.

Shriffer estaba rodeado ahora por un semicírculo de rostros aprobadores. Era extraño cómo la celebridad invadía la ciencia en esos días, de tal modo que aparecer en el espectáculo de Johnny Carson era más efectivo con la FNC que publicar una brillante serie de artículos en la Physical Review.

Pero en último término, reflexionó Gordon, era la fijación de los media lo que había conseguido todo eso. Al término de la conferencia de prensa de Ramsey y Hussinger, Gordon había sentido una asfixiante ola de calor pasar a su través como si hubiera acudido a su encuentro a través de toda la habitación. Luego, contemplando a Cronkite hablar sobriamente a la cámara el 22 de noviembre, la había sentido de nuevo. ¿Era ésa la firma de una auténtica e inevitable paradoja? ¿Era entonces cuando el futuro se había visto radical mente alterado? No había forma de decirlo, al menos todavía no.

Había escrutado los informes de fenómenos atmosféricos, de índices de rayos cósmicos, de parásitos de radio y variaciones de luz estelar… y no había encontrado nada. No había todavía instrumentos diseñados que pudieran medir el efecto. Sin embargo, Gordon tenía la sensación de experimentar una percepción subjetiva de cuándo había ocurrido. ¿Quizá debido a que él se hallaba cerca del lugar donde llegaban las paradojas? ¿O quizá porque, como Penny había dicho, él ya estaba en línea, es decir sintonizado? Quizá nunca lo supiera.

Un rostro que pasaba por su lado hizo una inclinación.

–Vaya día -dijo formalmente Issac Lakin, y siguió su camino.

Gordon le devolvió el saludo. La observación era conveniente mente ambigua. Lakin se había convertido en uno de los directores de la FNC, dirigiendo los trabajos sobre resonancia magnética. La controvertida área de Gordon, la detección de taquiones, estaba en otras manos. Lakin era ahora más conocido por su coautoría del artículo sobre la «resonancia espontánea» en el PRL. La fama refractada lo había elevado, agradablemente ingrávido, a su actual posición.

El otro coautor, Cooper, se las había arreglado bastante bien también. Su tesis pasó por el comité con una fácil velocidad, una vez librada de los efectos de la resonancia espontánea. Se había ido al estado de Pensilvania con un evidente alivio. Allí, se abrió camino hasta su posdoctorado con algunos respetables trabajos acerca del spin del electrón, y consiguió una buena posición en la facultad. Actualmente estaba torturando tenazmente a varios compuestos III-V para que le confesaran sus coeficientes de transporte. Gordon lo había encontrado en alguna reunión y habían tomado ocasionalmente unas copas juntos, compartiendo una circunspecta charla.

Escuchó accidentalmente una conversación acerca del relanza miento de la idea de la nave espacial Orion, y de los nuevos trabajos de Dyson. Luego, mientras Gordon estaba agenciándose un nuevo bocadillo y hablando con un periodista, un físico de partículas se le acercó. Deseaba hablarle de los planes de un nuevo acelerador que tenía la posibilidad de producir una cascada de taquiones. La energía requerida era enorme. Gordon escuchó educadamente. Cuando una reveladora sonrisa escéptica empezó a asomarse a su rostro, obligó a sus labios a adoptar una expresión de profesional atención. Los tipos de altas energías estaban luchando por producir taquiones, pero la mayor parte de los observadores imparciales consideraban que el esfuerzo era prematuro. Se necesitaba profundizar antes en la teoría. Gordon había presidido varios paneles sobre el tema y había ido adquiriendo una reserva cada vez mayor ante las nuevas proposiciones que necesitaban grandes cantidades de dinero. Los físicos de partículas eran unos adictos a sus inmensos aceleradores. El hombre que solamente dispone de un martillo para trabajar descubre que cada nuevo problema necesita un clavo.

Gordon asintió con aire juicioso, bebió champaña, habló poco. Aunque las pruebas de la existencia de los taquiones eran ahora abrumadoras, no encajaban con el programa estándar de física. Eran mucho más que simplemente una nueva especie de partícula. No podían ser puestos en la estantería al lado de los mesones y los hiperones y los kaones. Antes de ellos los físicos, con el instinto de unos contables, habían descompuesto el mundo en una confortable zoología. Las otras partículas más simples presentaban únicamente diferencias menores. Encajaban en el universo como canicas en un saco, llenando pero no alternando el tejido. Los taquiones no hacían eso. Hacían posibles nuevas teorías, pateando el polvo de las cuestiones cosmológicas con su sola existencia. Las implicaciones tenían que ser puestas a la luz.

Más allá de ello, sin embargo, estaban los propios mensajes. Habían cesado en 1963, antes de que Zinnes pudiera proporcionar una confirmación más extensa. Algunos físicos creían que eran reales. Otros, siempre desconfiados ante los problemas esporádicos, pensaban que debía tratarse de algún error fortuito. La situación tenía mucho en común con la detección de las ondas gravitatorias por Joe Weber en 1969. Experimentos posteriores de otros no habían encontrado ondas. ¿Significaba eso que Weber estaba equivocado, o que las ondas llegaban en ráfagas ocasionales? Podían transcurrir décadas antes de que otra ráfaga pudiera dilucidar la cuestión. Gordon había hablado con Weber, y el nervioso experimentador de pelo plateado pareció tomarse todo el asunto como algún tipo de comedia inevitable. En ciencia, normalmente no puedes convertir a tus oponentes, dijo; tienes que sobrevivir a ellos. Para Weber aún que daban esperanzas; Gordon tuvo la impresión de que su caso jamás podría ser comprobado.

Ciertamente, la nueva teoría de Tanninger señalaba el camino. Tanninger había metido los taquiones en la teoría general de la relatividad de una forma altamente original. La vieja cuestión que aparecía en la mecánica cuántica, la de dónde estaba el observador, había sido finalmente resuelta. Los taquiones eran una nueva clase de fenómeno ondulatorio, ondas de casualidad formando lazos entre pasado y futuro, y las paradojas que podían producir conducían a un nuevo tipo de física. La esencia de la paradoja era la posibilidad de resultados mutuamente contradictorios, y la imagen de Tanninger del lazo casual era parecida a la de las ondas de mecánica cuántica. La diferencia residía en la interpretación del experimento. En la imagen de Tanninger, una especie de función ondulatoria, semejante a la antigua función cuántica, proporcionaba los varios resultados del bucle paradójico. Pero la nueva función ondulatoria no describía probabilidades… hablaba de distintos universos. Cuando se establecía un lazo, el universo se escindía en dos nuevos universos. Si el lazo era del tipo simple de mata-a-tu-abuelo, entonces el resultado era un universo donde el abuelo vivía y el nieto desaparecía. El nieto reaparecía en un segundo universo, habiendo viajado hacia atrás en el tiempo, donde disparaba contra su abuelo y vivía su vida, a lo largo de los años alterados para siempre por su acción. En ninguno de los dos universos el mundo era paradójico.

Todo esto ocurría si se utilizaban los taquiones para producir el tipo de lazo temporal de onda estacionaria. Sin taquiones, no se producía ninguna escisión en distintos universos. De modo que el mundo futuro que había enviado los mensajes a Gordon había desaparecido, era inalcanzable. Se había separado en algún momento en otoño de 1963; Gordon estaba seguro de ello. Algún acontecimiento había hecho el experimento de Renfrew imposible o innecesario. Podía haberse tratado de la conferencia de prensa Ramsey-Hussinger, o el depositar el mensaje en la caja de seguridad en el banco, o el atentado contra Kennedy. Una de esas cosas, sí. ¿Pero cuál?

Avanzaba por entre la multitud, saludando a los amigos, dejando que su mente derivara. Recordó que un ser humano, comiendo y moviéndose de un lado para otro, proporcionaba 200 vatios de calor corporal. Aquella habitación atrapaba la mayor parte de él, llenando su frente de gotitas de sudor. Su nuez de adán estaba constreñida por el nudo de su corbata.

–¡Gordon! – llamó una voz musical por encima de las conversaciones entremezcladas.

Se volvió. Marsha se abrió paso por entre la gente. Se inclinó y la besó. La mujer agitaba un pequeño maletín de viaje mientras se volvía a uno y otro lados para decir hola a la gente que conocía. Le habló del atasco de tráfico que había sufrido al llegar a la ciudad desde La Guardia, alzando las cejas para subrayar una palabra, las manos describiendo con amplios arcos las colisiones evitadas. La perspectiva de unos cuantos días de libertad de los niños le daba un aspecto alegre y excitado que contagió a Gordon. Se dio cuenta de que cada vez se había ido sintiendo más incómodo a medida que avanzaba la sobrecalentada y deslumbrante recepción, y Marsha había borrado todo aquello en un momento. Era esta cualidad, una vida desbordante, lo que más recordaba de ella cuando estaban lejos el uno del otro.

–Oh, Dios, ahí está ese Lakin -dijo ella, desorbitando los ojos en una parodia de pánico-. Vayamos en dirección contraria, no deseo empezar de nuevo con él. – Lealtad de esposa. Lo empujó hacia la ensalada de gambas, que él había pasado de largo, probablemente siguiendo de forma instintiva un axioma alimentario genético. Marsha capturó a alguno de sus amigos por el camino… para formar una barrera protectora contra Lakin, dijo. Todo esto fue hecho con una exageración cómica, arrancando risitas de rostros serios. Un camarero les divisó y les ofreció copas de champaña-. Hummm, apuesto a que no es esto lo que hay en el bol de ahí encima -dijo Marsha, dando un sorbo, los labios aprobadoramente fruncidos. El camarero vaciló, luego asintió: «El presidente ha dicho que se subieran algunas botellas de la reserva privada», y luego desapareció, temiendo haber revelado demasiado. Marsha parecía polarizar el me dio, notó Gordon, sacando a amigos de las esquinas de la gran habitación para formar una nube en torno a ellos. Carroway apareció, estrechando manos, sonriendo. Gordon se empapó de la compacta energía de la mujer. Nunca había sido capaz de relajarse de aquel modo con Penny, recordó, y quizás eso hubiera debido decirle algo desde el principio. En 1968, cuando estaban en lo más arduo de su última disputa, él y Penny habían acudido a Washington de nuevo en invierno. Era una ciudad velada. La bruma brotaba de la serpenteante corriente del Potomac. El había evitado las comidas con otros físicos en aquel viaje, recordó, principalmente debido a que Penny los encontraba aburridos y él no podía predecir cuándo iría a meterse de lleno en una de sus discusiones políticas o, peor aún, hundirse en un hosco silencio. Sin mencionarlo, habían decidido de común acuerdo no hablar de ciertos asuntos, asuntos que se iban ampliando con el tiempo. Cada uno tenía hachas que enterrar -eres un coleccionista de injusticias, le había acusado Penny en una ocasión- pero, perversamente, los buenos períodos entre los malos se habían mostrado radiantes con una liberada energía. Él había cambiado de humor entre 1967 y 1968, sin aceptar las recetas freudianas de Penny para mejorar, pero sin encontrar ninguna alternativa tampoco. ¿No resulta un poco obvio mostrarse tan hostil al análisis?, había dicho ella en una ocasión, y él se había dado cuenta de que era cierto; tenía la sensación de que el resonante lenguaje mecánico era una traición, una trampa. La psicología se había modelado a sí misma a partir de las ciencias duras, con la física como principal ejemplo. Pero había tomado su ejemplo del viejo reloj newtoniano. Para la física moderna no existía un mundo tictaqueante independiente del observador, ningún mecanismo intocado, ningún medio de describir un sistema sin verse involucrado en él. Su intuición le decía que ningún análisis exterior de este tipo podía captar lo que rozaba y chirriaba entre ellos dos. Y así, en los últimos días de 1968, su núcleo personal se había fisionado, y un año más tarde había conocido a Marsha Gould del Bronx, Marsha, bajita y morena, y algún inevitable paradigma se había aposentado de su hogar. Recordando ahora los acontecimientos, viéndola envuelta en ámbar, sonrió mientras Marsha irradiaba a su lado.

Las ventanas de la parte occidental del gran salón dejaban pasar una luz cobriza. Las luminarias de las fundaciones estaban llegan do, como siempre, tarde. Gordon hizo inclinaciones de cabeza, estrechó manos, conversó lo que se consideraba adecuado. En el grupo creciente de charla de Marsha se introdujo Ramsey, fumando un delgado cigarro. Gordon lo saludó con un guiño conspirador. Luego alguien dijo:

–Deseaba conocerle, y por ello me temo que me he colado sin permiso. – Gordon sonrió sin interés, absorto en sus propias re flexiones, y luego se dio cuenta del nombre que el mismo hombre había escrito en la tarjeta que llevaba en la solapa: Gregory Markham. Se inmovilizó, la mano suspendida en el aire. Las charlas a su alrededor parecieron esfumarse, y se oyó su propio corazón latir fuertemente. Estúpidamente, dijo:

–Yo, ah, entiendo.

–Escribí mi tesis sobre la física de los plasmas, pero he estado leyendo los artículos de Tanninger, y los de usted, por supuesto, y, bueno, creo que ahí es donde se encuentra la auténtica física. Quiero decir que hay todo un amplio abanico de consecuencias cosmológicas, ¿no cree? Tengo la impresión… -y Markham, que Gordon podía ver era tan sólo una década más joven que él, se lanzó a su exposición, desarrollando las ideas que tenía acerca del trabajo de Tanninger. Markham tenía algunas nociones interesantes acerca de las soluciones no lineales, ideas que Gordon no había oído antes. Pese a la sorpresa inicial, se dio cuenta de que estaba siguiendo las partes técnicas con interés. Podía decir que Markham había sabido enfocar bien el trabajo. El uso que hacía Tanninger del nuevo análisis de formas diferenciales exteriores había hecho que sus ideas fueran difíciles de aceptar para la generación más vieja de físicos, pero para Markham eso no representaba ningún problema; no se sentía tra bado por la retorcida y más aceptada notación. Había dominado las imágenes esenciales conjuradas por el ojo mental de curvas paradójicas descendiendo con lógica elíptica al plano de la realidad física. Gordon se dio cuenta de que estaba empezando a excitarse; deseaba encontrar un lugar donde poder sentarse y tomar algunos apuntes de sus propias argumentaciones, para permitir que los impactantes símbolos matemáticos hablaran por él. Pero entonces un maestro de ceremonias con impecables guantes blancos se le acercó e interrumpió, haciendo una respetuosa pero firme inclinación de cabeza y diciendo:

–Doctor Bernstein, señora Bernstein, se requiere su presencia ahora. – Markham se alzó de hombros y sonrió con un lado de la boca, y en lo que pareció un instante había desaparecido por entre la gente. Gordon se dominó y tomó a Marsha del brazo. El camarero les abrió camino. Gordon sintió un impulso de llamar a Markham en voz alta, encontrarle, pedirle que cenara con él aquella noche, no dejar que se le escapara. Pero algo lo contuvo. Se preguntó si aquel acontecimiento, aquel encuentro fortuito, podía haber sido el elemento que había desencadenado las paradojas… pero no, aquello no tenía sentido, la ruptura se había producido en 1963, por su puesto, sí. Aquel Markham no era el hombre que calcularía y argumentaría en aquel distante Cambridge. El Markham que acababa de ver no moriría en un accidente de avión. El futuro sería distinto.

Una expresión desconcertada aleteó en su rostro, y avanzó rígidamente.

Fueron presentados al secretario para la Salud, Educación y Bienestar, un hombre con una larga nariz y una boca puntiaguda de finos labios, formando entre ambas cosas un carnoso punto de admiración. El maestro de ceremonias les condujo a todos a un pequeño ascensor privado, donde permanecieron incómodamente cercanos los unos a los otros -dentro de los límites de nuestros espacios personales, observó Gordon de forma abstracta-, y el secretario para la Salud, la Educación y el Bienestar emitió algunas pedantes observaciones, todas ellas literariamente recitadas. Gordon recordó que su cargo había sido siempre un cargo altamente político. La puerta del ascensor se abrió para dejar al descubierto un pasillo lleno por una multitud inmóvil. Algunos hombres le dirigieron una mirada escrutadoramente obvia y luego sus ojos volvieron a adquirir una expresión normal, mientras sus cabezas se giraban rutinariamente hacia las direcciones asignadas. Servicio de seguridad, supuso Gordon. El secretario les condujo a través de un estrecho canal hasta el interior de una amplia habitación. Una mujer bajita acudió apresuradamente, vestida como si fuera a la ópera. Parecía del tipo de las que habitualmente se llevan la mano a su collar de perlas e inspiran profundamente antes de hablar. Mientras Gordon formulaba ese pensamiento, hizo precisamente eso y dijo:

–El auditorio está ya lleno, nunca creímos que pudieran venir tantos, y tan pronto. No creo que valga la pena quedarnos aquí atrás, señor secretario, puesto que ya todo el mundo ha llegado.

El secretario avanzó. Marsha apoyó una mano en el hombro de Gordon y se empinó.

–El nudo de tu corbata está demasiado apretado. Parece como si estuvieras intentando estrangularte a ti mismo. – Aflojó el nudo con dedos diestros, lo arregló. Se mordió concentradamente el labio inferior, apretando hasta que la rojiza carne se volvió pálida bajo el lápiz labial. Él recordó la forma en que la playa se volvía blanca bajo sus pies cuando corría por ella.

–Vamos, vamos -les urgió la mujer de las perlas.

Caminaron por un espacio desnudo enlosado en mármol y bruscamente salieron a un escenario. Había gente detrás de los focos. Algunas sillas chirriaron. Otro maestro de ceremonias con los absurdos guantes blancos tomó a Marsha del brazo. Los condujo hacia el resplandor. Había tres hileras de sillas, la mayor parte de ellas ya ocupadas. Marsha se sentó en el extremo de la primera fila y Gordon ocupó el asiento contiguo. El maestro de ceremonias comprobó que Marsha se había sentado sin problemas. Gordon se dejó caer en su silla. El maestro de ceremonias desapareció. Marsha llevaba un traje adecuadamente corto, a la moda. Sus esfuerzos por tirar de él hasta más abajo de la curva de sus rodillas llamó su atención. Se sintió henchido con una agradable sensación de posesión, ante el pensamiento de que la voluptuosa curva de aquella cadera tan oculta al público era suya, podía ser suya aquella misma noche sin más esfuerzos que un simple gesto.

Entrecerró los ojos para ver más allá de la batería de focos. Una multitud de rostros se apiñaba al otro lado. Se agitaban nerviosa mente -no por él, sabía-, y a su izquierda una cámara de televisión estaba clavada con ciclópeo estupor en el sillón vacante. Un ingeniero de sonido comprobaba los micrófonos.

Gordon escrutó los rostros que podía ver. ¿Estaba Markham ahí? Intentó reconocer sus rasgos. Se sintió sorprendido dándose cuenta de lo parecida que era mucha gente, pese a su alardeada individualidad, y sin embargo cuan rápidamente podía el ojo atravesar hasta más allá de las similitudes para captar los pequeños detalles que separaban los conocidos de los desconocidos. Alguien llamó su atención. Miró por entre el resplandor. No, era Shriffer. Gordon se preguntó divertido qué pensaría Saul si supiera que Markham es taba probablemente a tan sólo unos metros de distancia, un lazo in consciente con el mundo perdido de los mensajes. Gordon nunca revelaría ahora esos distantes nombres. Aparecerían en la prensa y lo confundirían todo sin probar nada.

No sólo mantener secretas las identidades era lo que le había hecho posponer la publicación de todos sus datos. La mayoría de lo que había considerado como ruido en sus experimentos anteriores era en realidad señales indescifrables. Esos mensajes viajaban hacia atrás en el tiempo desde algún inconcebible futuro. Apenas eran absorbidos por la muy baja densidad de distribución de la materia en el universo. Pero a medida que viajaban hacia atrás, lo que para los hombres era un universo en expansión aparecía para los taquiones como un universo en contracción. Las galaxias se juntaban, acercándose las unas a las otras en un volumen que se contraía cada vez más. Aquella materia más densa absorbía mejor los taquiones. Mientras iban hacia atrás en lo que para ellos era un universo en implosión, un número creciente de los taquiones era absorbido. Finalmente, en el último instante antes de que se comprimiera en un punto, el universo absorbía todos los taquiones de cada punto de su propio futuro. Las mediciones de Gordon del flujo de taquiones, integrados hacia atrás en el tiempo, mostraban que la energía absorbida de los taquiones era suficiente como para calentar la comprimida masa. Esta energía era el combustible para la expansión universal. De modo que a los ojos de los hombres, el universo estallaba a partir de un simple punto debido a lo que ocurriría, no a lo que había ocurrido. Origen y destino se interconectaban. La serpiente se mordía la cola.

Gordon deseaba estar absolutamente seguro antes de informar acerca del flujo y de sus conclusiones. Estaba seguro de que nada de aquello iba a ser bien recibido.

El mundo no deseaba paradojas. El recordar que los enormes movimientos del tiempo eran lazos que nosotros no podíamos percibir… la mente intentaba alejarse de aquello. Al menos parte de la oposición científica a los mensajes estaba basada precisamente en ese simple hecho, estaba seguro. Los animales habían evolucionado de tal forma que los caminos de la naturaleza parecían sencillos para ellos; ése era el rasgo definido de la supervivencia. Las leyes habían modelado al nombre, no al revés. Al córtex no le gustaba un universo que fundamentalmente iba a la vez hacia delante y hacia atrás.

Así que no iba a empañar los resultados con unos cuantos nombres balbuceados, no para que Shriffer pudiera lucirse. Quizá se lo diría a Markham, del mismo modo que inevitablemente publicaría las débiles llamadas que había medido de Epsilon Eridani, a once años luz de distancia. Eran voces de un futuro inconcreto, informando de detalles de mantenimiento de una nave. No había paradojas allí. A menos, por supuesto, que la información no frenara el impulso actualmente en efervescencia de los cohetes, abortando la próxima estación espacial con algún efecto contrario. Eso siempre era posible, suponía. Entonces el universo volvería a escindirse de nuevo. El río se bifurcaría. Pero quizá, cuando todo aquello fuera comprendido y las anotaciones de Tanninger penetraran más pro fundamente en el enigma, pudieran llegar a averiguar cómo evitar las paradojas. Aunque las paradojas no causaban ningún daño, después de todo. Era como poseer un hermano gemelo más oscuro al otro lado del espejo, idéntico excepto que él es zurdo. Y la naturaleza de los taquiones hacía improbables las paradojas accidentales, después de todo. Una astronave informando a la Tierra utilizaría haces muy estrechos. Ningún campo periférico alcanzaría por casualidad la Tierra actual en su girar helicoidal a través del espacio, intersectaría su gavota en torno a la galaxia.

Ramsey cruzó su campo de visión y lo extrajo de su ensoñación. Ramsey expulsaba nerviosamente su humo, retorciendo su delgado cigarro como si fuera un insecto agonizante. El hombre estaba nervioso. Repentinamente, un estadillo de música grabada, Salve al jefe. Todo el mundo en el escenario se puso en pie, convencidos del hecho de que el hombre que acababa de entrar por la derecha, son riendo y agitando casualmente una mano, era un servidor público. El presidente Scranton estrechó la mano del secretario con todo el calor que los media requerían, y abarcó al resto del escenario con una sonrisa generalizada. Pese a sí mismo, Gordon sintió una cierta emoción. El presidente se movía con una confortable seguridad, aceptando los aplausos y sentándose finalmente junto al escenario. Scranton había desacreditado a Robert Kennedy, involucrando a su ceñudo hermano menor en una maraña de escuchas telefónicas de los demócratas, y luego de uso indebido de los servicios de Inteligencia y del FBI contra los republicanos. Gordon había considerado que las acusaciones eran difíciles de creer en aquel momento, particularmente desde el momento en que había sido Goldwater quien había puesto al descubierto los primeros indicios. Pero en retrospectiva, era bueno haberse librado de la dinastía de los Kennedy y de un imperialismo presidencial.

El secretario estaba ahora en la tribuna de oradores, haciendo las mecánicas presentaciones y lanzando las habituales y obligatorias alabanzas a la Administración. Gordon se inclinó hacia Marsha y susurró:

–Cristo, no he preparado ningún discurso.

–Habíales del futuro, Gordelah -dijo ella alegremente.

–Ahora ese futuro no es más que un sueño -gruñó él.

–Una triste clase de memoria la que solamente funciona hacia atrás -respondió ella lacónicamente.

Gordon le sonrió. Ella había tomado aquellas nociones de sus lecturas a los chicos, una frase del espejo, la escena del tiempo al revés, la Reina Blanca. Gordon agitó la cabeza y se reclinó en su asiento.

El secretario había terminado su discurso preparado y ahora cedió la palabra al presidente, entre una nutrida salva de aplausos. Scranton leyó la concesión del premio a Ramsey y Hussinger. Los dos hombres avanzaron, intentando torpemente caminar al unísono. El presidente les tendió las dos placas entre los aplausos. Ramsey miró la suya y luego la cambió por la de Hussinger, entre algunas risas del público. Unas educadas manos aplaudieron mientras volvían a sentarse. El secretario avanzó, revolviendo papeles, y le tendió algunos al presidente. El siguiente premio era para algún logro en genética del que Gordon nunca había oído hablar. La premiada era una regordeta mujer alemana que extendió algunas hojas ante ella en el estrado y se volvió al público, evidentemente preparada para ofrecer una detallada historia de su trabajo. Scranton lanzó al secretario una mirada de soslayo y luego retrocedió y se sentó. Había pasado por tales cosas antes.

Gordon intentó concentrarse en lo que decía la mujer, pero perdió su interés cuando ella se dedicó a saludar a los demás trabajadores en su mismo campo que lamentablemente no podían ser honra dos hoy allí en tal augusto ambiente.

Jugueteó con la cuestión de lo que debía decir. Nunca iba a ver de nuevo al presidente, jamás tendría que oír a una persona tan in fluyente como el secretario. Quizá si intentaba hacer comprender algo de lo que todo aquello significaba… Sus ojos se clavaron en la audiencia.

Tuvo una repentina sensación de que el tiempo estaba allí, no una relación entre acontecimientos, sino una cosa. Que un consuelo específicamente humano era ver el tiempo como inmutable, un peso del que uno no podía escapar. Creyendo eso, un hombre podía dejar de nadar contra la corriente de aquel río de segundos y simplemente dejarse llevar, dejar de golpearse contra el plano rostro del tiempo como un insecto golpeando contra la pantalla de una luz. Si tan sólo…

Miró a Ramsey leyendo su placa, insensible al discurso sobre genética, y recordó las espumosas olas en La Jolla, avanzando desde Asia para romperse en las desnudas nuevas tierras. Gordon agitó la cabeza, sin saber por qué, y tomó la mano de Marsha. Le dio un cálido apretón.

Pensó en los nombres que había delante, en aquel futuro desviado, que habían intentado enviar una señal a la retrocediente oscuridad de la historia y la habían escrito de nuevo. Se necesitaba valor para enviar luciérnagas de esperanza a través de las tinieblas, dardos fosforescentes cruzando un terciopelo infinito. Habían necesitado valor; la calamidad de la que hablaban podía sumergir al mundo.

Discretos y educados aplausos. El presidente entregó a la fornida mujer su placa -el cheque vendría más tarde, sabía Gordon- y ella se sentó. Luego Scranton se puso sus bifocales y empezó a leer, con las cuadradas vocales de Pensilvania, la citación a Gordon Bernstein.

–… Por sus investigaciones en la resonancia magnética nuclear que produjeron un sorprendente y nuevo efecto…

Gordon reflexionó que Einstein había ganado el premio Nobel por el efecto fotoeléctrico, que era considerado razonablemente seguro en 1921, y no por la todavía controvertida teoría de la relatividad. Estaba en buena compañía.

–… que, en una serie de experimentos definitivos en 1963 y 1964, mostró que solamente podían ser explicados por la existencia de un nuevo tipo de partícula. Esta extraña partícula, el tac… tac…

El presidente se encalló con la pronunciación. Unas risitas comprensivas se elevaron entre el público. Algo se aferró a la memoria de Gordon, y rebuscó entre el oscuro conjunto de rostros. Esa risa… ¿Alguien que conocía?

–… taquión, es capaz de moverse más rápido que la velocidad de la luz. Este hecho implica…

El apretado moño, la mandíbula orgullosamente alzada. Su madre estaba en la tercera fila. Llevaba un abrigo negro y había acudido a verle en este día, a ver a su hijo en el resplandeciente escenario de la historia.

–… que las partículas puedan viajar hacia atrás en el tiempo. Las implicaciones de todo esto son de fundamental importancia en muchas áreas de la moderna ciencia, desde la cosmología hasta…

Gordon se levantó a medias, las manos tensas. La orgullosa energía en el radiante rostro de su madre, la cabeza vuelta ligera mente hacia el flujo de palabras…

–… la estructura de las partículas subnucleares. Esto constituye realmente un inmenso…

Pero en los febriles meses que siguieron a noviembre de 1963 ella había muerto en Bellevue, antes de que él pudiera verla de nuevo.

–… escala, haciendo eco a la creciente conexión…

La mujer de la tercera fila era probablemente una secretaria madura que había acudido a ver al presidente. De todos modos, algo en su alerta mirada… La sala pareció oscilar, las luces se volvieron profundos pozos.

–… entre lo microscópico y lo macroscópico, un tema…

Sentía sus mejillas húmedas. Gordon miró a través de sus desenfocados ojos la imprecisa silueta del presidente, viéndolo tan sólo como una mancha más oscura junto a los cegadores focos. Más allá de él, no menos reales, estaban los nombres de Cambridge, cada uno de ellos una silueta, cada uno de ellos conociendo a los demás, pero nunca completamente. Las imprecisas figuras se movían ahora más allá de su alcance, dirigiéndose a sus propios destinos tal como lo habían hecho él y Ramsey y Marsha y Lakin y Penny. Pero todos ellos no eran más que simples figuras. Una luz penetrante brillaba a través de ellas. Parecían como heladas. Era el propio paisaje lo que cambiaba, vio finalmente Gordon, refractado por sus propias leyes. Tiempo y espacio eran también jugadores, enormes extensiones englobando a las figuras, un entretejido de futuro y pasado. No había ninguna corriente, ningún fluir de los años. Los inmutables lazos de causalidad iban a la vez hacia delante y hacia atrás. El cronopaisaje se agitaba con ondas, se curvaba y se flexionaba, un gran animal en el oscuro mar.

El presidente había terminado. Gordon se puso en pie. Caminó hacia el estrado con rígidos pies.

–El premio Enrico Fermi por…

No podía leer la cita que estaba escrita. Los rostros colgaban ante él. Ojos. La cegadora luz…

Empezó a hablar.

Vio a la multitud, y pensó en las olas que se movían a través de ella, rompiéndose en una blanca espuma que la tragaba completa mente. Las pequeñas figuras captaban débilmente los bordes de las olas como paradojas, enigmas, y oían el tictaquear del tiempo sin saber lo que sentían, y se aferraban a sus ilusiones lineales de pasado y futuro, de progresión, desde la apertura de sus nacimientos hasta la inevitabilidad de sus muertes. Las palabras se aferraron a su garganta. Siguió adelante. Y pensó en Markham y en su madre y en toda aquella incontable gente, sin soltar nunca sus esperanzas, y en su extraño sentido humano, su última ilusión, de que no importaba el cómo los días avanzaran a través de ellos: siempre quedaba el pulsar de las cosas por venir, la sensación de que incluso ahora aún que daba tiempo.

FIN

Gregory Benford nació en Mobile (Alabama) en 1941. Se doctoró en la Universidad de California en 1967 y ha obtenido un cierto prestigio internacional como científico especialista en física de altas energías, materia de la que es profesor en la Universidad de Irvine en California. Desde 1988 forma parte del Consejo Científico de Consulares de la NASA y de otras agencias gubernamentales norte americanas. También se dedica con éxito a la divulgación científica. En su juventud fue un fan muy activo en la ciencia ficción norteamericana.

Se le considera uno de los principales exponentes de la nueva ciencia ficción, basada en la ciencia y en la tecnología pero también completa y compleja desde el punto de vista literario y el tratamiento de los personajes. Algunos de sus relatos han sido analizados profundamente por especialistas, debido -entre otras cosas- al intento de Benford por reconstruir algunos de los temas de William Faulkner en clave de ciencia ficción.

Publicó su primer relato en 1965, aunque el reconocimiento general no lo obtuvo hasta 1974 cuando el relato Si las estrellas son dioses, escrito en colaboración con Gordon Eklund, obtuvo el premio Nébula. Este mismo relato fue alargado posteriormente hasta formar la novela IF THE STARS ARE GODS (1977). También con Eklund escribió FIND THE CHANGELING (1978). Benford revisa a menudo sus novelas y así las primeras obtuvieron su versión definitiva en the júpiter project (1975 y 1980) y sudario de estrellas (1978).

En 1980 obtuvo el premio Nébula por CRONOPAISAJE (1980, NOVA ciencia ficción, número 66), en la que describe el mundo de los científicos de los años sesenta y también los de un futuro cercano muy verosímil, con una trama basada en los taquiones y las paradojas temporales. Es una gran novela que ha obtenido también el premio de la ciencia ficción británica, el de la australiana y el John W. Campbell Memorial y se ha convertido ya en un hito de gran importancia en la historia de la ciencia ficción.

Para todos, (críticos, especialistas y lectores en general) CRONOPAISAJE (1980) es una indudable obra maestra muy difícil de superar. Tal vez por ello Benford ha abordado en los últimos años un ambicioso proyecto que toma la forma de una serie de varios libros que están llamados a dejar una huella profunda en la historia del género. Se trata de una compleja especulación sobre la evolución de la vida en la galaxia que incluye como elemento determinante la contraposición violenta entre las civilizaciones de origen orgánico y las civilizaciones de máquinas. La multiserie se inicia en la novela EN EL OCÉANO DE LA NOCHE (1978, NOVA ciencia ficción, número 7) que trata del primer contacto con una especie extraterrestre y que re presenta el inicio de una historia del futuro de ámbito galáctico de ambiciosas proporciones. La serie continúa en A TRAVÉS DEL MAR DE SOLES (1984, NOVA ciencia ficción, número 10). A la espera del tercer volumen de esta primera trilogía, Benford ha iniciado ya la publicación de otra segunda trilogía destinada a emparentarse con la anterior. La nueva serie está formada por GRAN RÍO DEL ESPACIO (1987, NOVA ciencia ficción, número 20) y su continuación MA REAS DE LUZ (1989, NOVA ciencia ficción, número 43). Benford sigue trabajando en esta multiserie como lo demuestra la novela corta Soon comes night (1993), que fue finalista del Premio UPC de cienciaficción.

Otras de sus obras son CONTRA EL INFINITO (1983) y ARTE FACTO (1985). Junto con David Brin ha publicado EL CORAZÓN DEL COMETA (1985) al amparo de la moda surgida a raíz del reciente paso del cometa Halley cerca de la Tierra.

Sus primeros relatos se hallan recogidos en antologías como En carne alienígena (1986) y, más recientemente, su novela corta Newton Sleep (1986) ha sido finalista del premio Nébula y se halla recogida en el volumen PREMIOS NÉBULA 1986 en esta misma colección (NOVA ciencia ficción, número 20).

Una de sus últimas novelas es TRAS LA CAÍDA DE LA NOCHE (1990, Ediciones B, Éxito Internacional), escrita en colaboración con Arthur C. Clarke como continuación de la ya mítica A LA CAÍDA DE LA NOCHE (1953). En los últimos años, siguiendo la estela de Asimov, colabora con el especialista Martin H. Greenberg en la preparación de antologías como HITTLER VICTORIOSO (1989) ya aparecida en castellano.

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19/10/2009

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