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ERA la tercera puesta de sol desde que había empezado a buscar algún indicio de la luna nueva. Sabía que llegaría ese día, pero siempre empezaba a observar tres días antes porque no debía arriesgarse. En aquella estación del año, la tarea no era demasiado difícil; no tenía que asomarse y rastrear en el cielo como cuando llegaba la lluvia. Entonces la luna nueva se escondía a veces detrás de las nubes de lluvia durante varios días, de manera que cuando por fin salía era ya luna creciente. Y mientras ella se entregaba a su juego, el sumo sacerdote permanecía sentado cada tarde, esperando.
Su obi estaba construido de manera distinta a las cabañas de los demás. Tenía a la entrada un umbral alargado, como el de todas, pero también había uno más pequeño a la derecha según se entraba. El alero de esta entrada añadida estaba recortado hacia atrás; al sentarse en el suelo, Ezeulu podía ver esa parte del cielo donde la luna tenía su puerta. Estaba oscureciendo y parpadeaba sin cesar para aclararse los ojos del agua que se formaba al mirar tan fijamente.
A Ezeulu no le gustaba pensar que ya no veía tan bien como antes y que algún día tendría que depender de los ojos de otra persona, como lo había hecho su abuelo al perder la vista. Claro que había cumplido tantos años que su ceguera se había convertido en un adorno para él. Si Ezeulu llegaba a vivir tanto, tendría que aceptar aquella pérdida. Pero hoy veía tan bien como cualquier joven, o incluso mejor, porque los jóvenes ya no eran lo que habían sido. Había una broma que Ezeulu nunca se cansaba de gastarles. Cada vez que le daban la mano al saludarlo, tensaba el brazo lo más fuerte que podía al estrechársela y, al cogerlos desprevenidos, retrocedían con una mueca de dolor.
La luna que vio aquel día estaba tan escuálida como un huérfano alimentado de mala gana por una madrastra cruel. Se fijó con más atención para asegurarse de que no le engañaba alguna nubecilla. A la vez, alcanzó su ogene nervioso. Siempre era igual con la luna nueva. Aunque era ya viejo, todavía le rondaba el miedo que le daba la luna nueva en su niñez. Era cierto que, desde que se había convertido en el sumo sacerdote de Ulu, la alegría por su alto cargo superaba a menudo ese miedo; pero en el fondo no desaparecía.
Tocó su ogene: gong, gong, gong… e inmediatamente las voces de los niños transmitieron las noticias por todas partes. Onwa atuo!, onwa atuo!, onwa atuo…! Volvió a poner el palo en el gong de hierro y lo dejó apoyado contra la pared.
Los niños pequeños de su casa se unieron a los demás en la bienvenida a la luna. La vocecilla de Obiageli destacaba como un pequeño ogene entre los tambores y las flautas. También distinguía la voz de su hijo más pequeño, Nwafo. Las mujeres estaban allí fuera, al aire libre, con todos, hablando.
—Luna —dijo la esposa mayor, Matefi—, que tu cara que ilumina la mía me traiga buena suerte.
—¿Dónde está? —preguntó Ugoye, la esposa más joven—. No la veo. ¿Estaré ciega?
—¿No ves más allá de la copa del árbol ukwai? Ahí no. Sigue mi dedo.
—Ah, ya la veo. Luna, que tu cara que ilumina la mía me traiga buena suerte. Pero ¿cómo está colocada? No me gusta su postura.
—¿Por qué? —preguntó Matefi.
—Está colocada de una forma muy rara, como una luna maligna.
—No —respondió Matefi—, una luna mala no deja lugar a duda alguna. Como aquella bajo la que murió Okuata. Estaba en el aire patas arriba.
—¿La luna mata a la gente? —preguntó Obiageli, tirando del vestido de su madre.
—Pero ¿qué le he hecho yo a esta niña? ¿Quieres que me quede aquí desnuda?
—Os he preguntado si la luna mata a la gente.
—Mata a las niñas pequeñas —dijo Nwafo, su hermano.
—A ti no te he preguntado, Nariz de Termitero.
—A que no puedes aguantar, llorica.
La luna mata a los niños pequeños.
La luna mata a Nariz de Termitero.
La luna mata a los niños chicos…
Obiageli hacía canciones sobre cualquier cosa.
Ezeulu entró en su granero y sacó un ñame de la estantería de bambú construida para guardar los doce ñames sagrados. Quedaban ocho. Sabía que habría ocho; aun así los contó cuidadosamente. Ya se había comido tres y tenía el cuarto en la mano. Volvió a revisar los que quedaban y, tras cerrar la puerta con cuidado al salir, regresó a su obi.
Su hoguera de leña seguía ardiendo. Agarró unas ramitas amontonadas en la esquina, las colocó meticulosamente sobre el fuego y colocó el ñame encima, como un sacrificio.
Mientras esperaba a que se asara, se dedicó a planificar el siguiente acontecimiento. Era oye. Al día siguiente sería afo y al otro nkwo, el día del gran mercado. El Festival de las Hojas de Calabaza caería en el tercer nkwo a partir de aquel día. Al día siguiente convocaría a sus ayudantes y les diría que anunciaran el día a las seis aldeas de Umuaro.
Cada vez que Ezeulu reflexionaba acerca de su inmenso poder sobre los cultivos y, por ello, sobre la gente durante el año, se preguntaba si era real. Era cierto que él designaba el día para la Fiesta de las Hojas de Calabaza y para la Fiesta del Ñame Nuevo; pero no los elegía él. Él no era más que un simple vigilante. Su poder no era mayor que el de un niño sobre una cabra que dijera que le pertenecía. Mientras viviera la cabra, podía ser suya; él la cuidaría y la alimentaría. Pero el día de la matanza sabría inmediatamente quién era su verdadero dueño. ¡No! El sumo sacerdote de Ulu era más que eso, tenía que ser más que eso. Si se negara a designar el día, no habría festejo, ni siembra ni cosecha. Pero ¿podía negarse? Ningún sumo sacerdote lo había hecho jamás. Así que no se podía hacer. No se atrevería.
Ezeulu sintió una punzada de ira al pensarlo, como si se lo hubiera ordenado un enemigo.
—Retira lo de «atreverse» —le dijo a ese enemigo—. Sí, retíralo. Nadie en Umuaro se pone en pie para decir «No me atrevo». Aún no ha nacido la mujer que lleve en sus entrañas al hombre que lo pronuncie.
Pero la regañina solo le produjo un bienestar momentáneo. Su mente, que jamás se contentaba con satisfacciones superficiales, volvió a explorar los umbrales del conocimiento. ¿Qué clase de poder era ese, si no podía ejercerse nunca? Mejor decir que no existía, que no era mayor que el poder en el ano de un perro orgulloso que pretendía apagar un fuego con un simple pedo… Dio una vuelta al ñame con un palo.
Su hijo pequeño, Nwafo, entró en el obi, saludó a Ezeulu por su nombre y se puso en su postura favorita en la cama de adobe al fondo, cerca del dintel más bajo. Aunque todavía era un niño, parecía como si la deidad lo hubiera marcado ya como su futuro sumo sacerdote. Antes de balbucear sus primeras palabras, manifestó una fuerte atracción hacia el ritual del dios. Casi se podía decir que ya sabía más que el mayor de los ancianos. Pero nadie sería tan imprudente como para predecir públicamente si Ulu haría esto o lo otro. Cuando llegara la hora en que ya no se pudiera encontrar a Ezeulu en su sitio, pudiera ser que Ulu eligiera al hijo que menos imaginaban para sucederle. No sería la primera vez que esto sucedía.
Ezeulu se ocupaba del ñame con cuidado, dándole vueltas con el palo una y otra vez. Entró su hijo mayor, Edogo, que venía de su propia cabaña.
—¡Ezeulu! —le saludó.
—E-e-i!
Edogo atravesó la cabaña hacia el patio interior, en dirección a la casa temporal de su hermana Akueke.
—Sal a llamar a Edogo —le dijo Ezeulu a Nwafo.
Volvieron los dos y se sentaron en la cama de adobe. Ezeulu volvió a dar una vuelta al ñame antes de hablar.
—¿Os he hablado alguna vez de tallar una divinidad?
Edogo no respondió. Ezeulu lo miraba, pero no lo veía con claridad porque aquella parte del obi estaba en la oscuridad. Edogo por su parte veía la cara de su padre iluminada por el fuego en el que asaba el ñame sagrado.
—¿No está aquí Edogo?
—Estoy aquí.
—He dicho que si te había contado algo sobre la talla de imágenes de los dioses. A lo mejor no me has oído la primera pregunta; quizá hablara con la boca llena de agua.
—Me dijiste que lo evitara.
—Eso te dije, ¿no? ¿Y qué es esa historia que he oído… que estás tallando un alusi para un hombre de Umuagu?
—¿Quién te lo ha contado?
—¿Quién me lo ha contado? Lo que quiero saber es si es verdad o no, no quién me lo contó.
—Quiero saber quién te lo ha contado porque creo que no conoce la diferencia entre el rostro de una deidad y el de una Máscara.
—Entiendo. Puedes irte, hijo. Y por mí, haz tallas de todos los dioses de Umuaro. Si vuelves a oírme preguntándote, coges mi nombre y se lo pones a un perro.
—Lo que estoy tallando para el hombre de Umuagu no es…
—Ya no estás hablando conmigo. He terminado contigo.
Nwafo intentó en vano entender el sentido de aquellas palabras. Cuando se le pasara el mal humor a su padre se lo preguntaría. Entonces su hermana, Obiageli, entró desde el patio interior, saludó a Ezeulu e hizo ademán de ir a sentarse en la cama de adobe.
—¿Has terminado de preparar la hoja de malanga? —le preguntó Nwafo.
—¿Y tú? ¿No sabes hacer la hoja de malanga? ¿O se te han roto los deditos?
—Callaos los dos.
Ezeulu sacó el ñame del fuego dándole una vuelta con el palo y lo tocó rápidamente con el dedo gordo y con el índice, satisfecho. Cogió de las vigas del techo un cuchillo de doble filo y empezó a raspar la capa negra del ñame asado. Tenía las manos cubiertas de hollín cuando terminó, y dio unas cuantas palmadas para limpiárselas. Cortó el ñame y lo puso en su cuenco de madera, que tenía a mano, y esperó a que se enfriara.
Cuando empezó a comer, Obiageli se puso a cantar en voz bajita. Ya sabía que su padre nunca repartía una sola migaja del ñame que comía sin aceite de palma en cada luna nueva. Pero nunca perdía la esperanza.
Comió en silencio. Se había apartado del fuego y ahora estaba sentado con la espalda apoyada en la pared, mirando hacia fuera. Como le solía suceder en estas ocasiones, su mente parecía fijarse en pensamientos lejanos. A cada rato bebía agua fría de la calabaza que le había traído Nwafo. Cuando tomó el último pedazo, Obiageli volvió a la cabaña de su madre. Nwafo recogió el cuenco de madera y la calabaza, y volvió a encajar el cuchillo entre dos vigas.
Ezeulu se levantó de su piel de cabra y se trasladó al altar del hogar, sobre una tabla lisa detrás del tabique en la entrada. Su ikenga, tan alta como el antebrazo de un hombre, y un cuerno animal tan largo como el resto de su cuerpo humano, tropezó con los okposi sin rostro de los ancestros, negros con la sangre del sacrificio, y con su pequeño bastón ofo. Los ojos de Nwafo divisaron el okposi especial que le pertenecía. Se lo habían tallado porque solía tener convulsiones por la noche. Le ordenaron que lo llamase Tocayo, y así lo hizo. Poco a poco había dejado de tener las convulsiones.
Ezeulu cogió el bastón ofo entre los demás y se sentó frente al altar, no a horcajadas al estilo de los hombres, sino con las piernas extendidas hacia delante, a un lado del altar, como una mujer. Agarró un extremo del bastón corto con la mano derecha y con el otro golpeó la tierra para salmodiar su plegaria:
Ulu, te doy las gracias por permitirme ver otra luna nueva. Que así sea una y otra vez. Que este hogar sea saludable y próspero. Que, al ser esta la luna de siembra, las seis aldeas tengan suerte con sus plantíos. Líbranos del peligro en las fincas: de la mordedura de una serpiente o del aguijón del escorpión, el más poderoso del matorral. Líbranos de cortarnos la pierna con el machete o con el azadón. Que nuestras mujeres tengan hijos varones. Que crezcamos en número, para que en el próximo recuento de las aldeas podamos sacrificarte una vaca, y no un pollo como en la última Fiesta del Ñame Nuevo. Que todo hombre y toda mujer encuentren el bien. Que venga el bien a la tierra de las gentes ribereñas y a la tierra de las gentes de la selva.
Volvió a colocar el ofo entre los ikenga y los okposi, se limpió la boca con el dorso de la mano y regresó a su sitio.
Cada vez que rezaba por Umuaro notaba un sabor amargo en la boca, una ira ardiente por la división que se había establecido entre las seis aldeas y que los enemigos intentaban sembrarle en la cabeza. ¿Y por qué razón? Porque había dicho la verdad ante el hombre blanco. Y es que un hombre que empuñaba el bastón sagrado de Ulu, ¿cómo iba a decir algo que sabía que era mentira? ¿Cómo podía dejar de contar la historia tal y como se la había escuchado a su propio padre? Hasta el hombre blanco, Wintabota, lo entendió, aunque provenía de una tierra que nadie conocía. Había declarado que Ezeulu era el único testigo de la verdad. Eso era lo que exasperaba a sus enemigos: que el blanco cuyo padre o madre eran desconocidos para todos viniera a contarles la verdad que ya sabían y que odiaban escuchar. Era un augurio de la ruina del mundo.
Las voces de las mujeres que volvían del arroyo interrumpieron los pensamientos de Ezeulu. No podía verlas en la oscuridad de fuera. Una vez que se había mostrado, la luna nueva se había vuelto a retirar. Pero en la noche quedaban huellas de su visita. La oscuridad no era tan impenetrable como lo había sido últimamente, sino abierta y aireada como una selva en la que se le hubiera recortado la maleza. Al saludarlo por su nombre, «Ezeulu», de una en una, vio sus formas borrosas y les devolvió el saludo. Pasaron dejando atrás la parte derecha del obi y entraron en el patio interior a través de la otra entrada, una puerta alta y tallada que destacaba contra los muros rojos de tierra.
—¿No son las mismas que vi andando hacia el arroyo antes de que se pusiera el sol?
—Sí —dijo Nwafo—. Fueron a Nwangene.
—Ya.
Por un instante, Ezeulu había olvidado que el arroyo más cercano, el Ota, había sido abandonado desde que el oráculo anunciara el día anterior que la enorme roca apoyada sobre otras dos rocas en su fuente estaba a punto de caer y que buscaría una almohada más suave para su cabeza. Hasta que no se aplacara al alusi a quien pertenecía el arroyo y cuyo nombre llevaba, nadie debía acercarse.
Aun así, pensaba Ezeulu, él diría lo que pensaba a quien fuera que le trajese un último plato para cenar a esa hora de la noche. Si ya sabían que tenían que ir a Nwangene, debían haber salido antes. Le molestaba que le mandaran la cena después de que otros hombres hubieran terminado la suya y ya se les hubiese olvidado.
La voz fuerte y viril de Obika se oía cada vez más alta según se acercaba a casa. Hasta su silbido llegaba más lejos que el de muchos hombres. Venía cantando y silbando.
—Ya vuelve Obika —dijo Nwafo.
—El pájaro noctámbulo hoy vuelve pronto a casa —dijo a la vez Ezeulu.
—Algún día volverá a ver a Eru —dijo Nwafo, refiriéndose a la aparición que Obika había visto una noche.
Se había contado tantas veces aquella historia que Nwafo se imaginó que estaba allí.
—Esta vez será Idemili u Ogwugwu —dijo Ezeulu sonriendo, y Nwafo se sintió completamente feliz.
Una noche, hacía unos tres años, Obika había entrado corriendo en el obi tirándose a los pies de su padre temblando de miedo. Era una noche oscura y estaba a punto de llover. El trueno sonaba con una voz ronca y líquida, y a cada destello le respondía otro destello.
—¿Qué te pasa, hijo mío? —le preguntó Ezeulu una y otra vez, pero Obika temblaba y no le decía nada.
—¿Qué te pasa, Obika? —le preguntó su madre, Matefi, que había entrado en el obi y se había echado a temblar más aún que su hijo.
—Silencio —dijo Ezeulu—. ¿Qué has visto, hijo?
Cuando se tranquilizó un poco, Obika empezó a contar a su padre lo que había visto en el resplandor de un rayo cerca del árbol ugili entre su aldea, Umuachala, y Umunneora. En cuanto mencionó el sitio, Ezeulu supo lo que era.
—¿Qué pasó cuando lo viste?
—Sabía que era un espíritu; se me hinchó la cabeza.
—¿No se fue hacia el Arbusto que Hacía Daño a los Pajaritos? ¿Hacia la izquierda?
La seguridad de su padre animó a Obika. Asintió y Ezeulu hizo dos veces un gesto de asentimiento. Las demás mujeres se congregaban en la puerta.
—¿Cómo era?
—Era más alto que cualquiera que yo conozca. —Tragó saliva con fuerza—. Tenía la piel muy clara… como… como…
—¿Iba vestido como un pobre o parecía rico?
—Vestía como un hombre rico. Llevaba una pluma de águila en la gorra roja.
Le volvieron a castañetear los dientes.
—A ver si te explicas bien. No eres una mujer. ¿Llevaba un colmillo de elefante?
—Sí. Llevaba un colmillo grande en el hombro.
Había empezado a llover, primero con gotas grandes que sonaban como guijarros contra el tejado de paja.
—No hay razón para que tengas miedo, hijo mío. Has visto a Eru, el Magnífico, el que concede la riqueza a quienes hallan su favor. La gente a veces lo ve en ese lugar cuando hace este tiempo. Quizá iba de camino de vuelta a su casa después de visitar a Idemili o a otras deidades. Eru solo hace daño a quienes juran en falso ante su altar.
Ezeulu se dejó llevar por sus alabanzas al dios de la riqueza. Por la manera en que hablaba, se podía pensar que era el orgulloso sacerdote de Eru más que el de Ulu, que era superior a Eru y a todos los demás dioses.
—Cuando un hombre es de su agrado, la abundancia fluye en su casa como los ríos: sus ñames se hacen grandes como seres humanos, sus cabras paren trillizos y sus gallinas ponen huevos de nueve en nueve.
La hija de Matefi, Ojiugo, trajo un cuenco de fufú y otro de sopa, saludó a su padre y se los puso delante. Después se volvió hacia Nwafo y le dijo:
—Vete a la cabaña de tu madre; ya ha terminado de cocinar.
—Deja al chico —dijo Ezeulu, sabiendo que Matefi y su hija estaban celosas por su preferencia hacia el hijo de su otra esposa—. Ve a llamar a tu madre y dile que venga.
No hizo ademán de empezar a comer y Ojiugo supo que habría problemas. Volvió a la cabaña de su madre y la llamó.
—No sé cuántas veces he dicho en esta casa que no voy a tomar la cena después de que los demás hombres de Umuaro se hayan ido a dormir —dijo cuando entraba Matefi—, pero tú no haces ni caso. Lo que se dice en esta casa te importa lo mismo que el pedo que se tira un perro para apagar el fuego…
—Fui a Nwangene a coger agua y…
—Si quieres puedes ir a Nkisa. Lo que digo es que, si quieres que te cure de cuajo la insensatez, vuelve a traerme la cena a esta hora otro día…
Cuando Ojiugo volvió a recoger los cuencos, se encontró a Nwafo apurando los restos de la sopa. Esperó furiosa a que terminara. Después recogió los cuencos y fue a contárselo a su madre. No era la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Todos los días era igual.
—¿Te enfadarías con un buitre por posarse en un montón de huesos? —dijo Matefi—. ¿Qué quieres que haga un niño si su madre pone langosta en la sopa en lugar de pescado? Ahorra el dinero para comprarse pulseras de marfil. Pero a Ezeulu no le parece mal nada de lo que hace. En cambio a mí, vaya si sabe lo que tiene que decirme.
Ojiugo miraba hacia la cabaña de la otra mujer, separada de la suya por toda la amplitud del patio. Solo se podía ver el brillo amarillento de la lámpara de aceite de palma entre el alero inferior y el dintel. Había una tercera cabaña que formaba una media luna con las otras dos. Había pertenecido a la primera mujer de Ezeulu, Okuata, que había muerto hacía muchos años. Ojiugo apenas la conoció; solo se acordaba de que solía dar un trocito de pescado y alubias a todos los niños que iban a su cabaña cuando estaba cocinando su sopa. Era la madre de Adeze, Edogo y Akueke. Después de su muerte, sus hijos se quedaron viviendo en la cabaña hasta que las hijas se casaron. Edogo vivió allí solo hasta hacía dos años, cuando se casó y construyó un pequeño patio al lado del de su padre. Ahora Akueke había vuelto a vivir allí, al abandonar la casa de su marido. Se decía que el hombre la maltrataba. Pero según la madre de Ojiugo aquello era mentira y Akueke era una cabezota y una orgullosa, la clase de mujer que se llevaba el patio de su padre a casa de su marido.
Justo cuando Ojiugo y su madre estaban a punto de empezar a cenar, Obika volvía a casa cantando y silbando.
—Tráeme su cuenco —dijo Matefi—. Hoy llega pronto.
Obika se paró ante el alero bajo y entró con las manos extendidas. Saludó a su madre y ella le dijo un «Nno» nada cálido. Se dejó caer con todo su peso en la cama de adobe. Ojiugo le había traído su cuenco de arcilla para la sopa y ahora le traía el fufú de la repisa de bambú. Matefi sopló en el cuenco para quitar el polvo y la ceniza y le sirvió un cucharón de sopa. Ojiugo se lo llevó a su hermano y salió con la calabaza a por agua.
Después del primer bocado, Obika inclinó el cuenco de sopa hacia la luz y lo inspeccionó con aire crítico.
—¿Se puede saber qué es esto? ¿Sopa o puré de malanga?
Las mujeres lo ignoraron y siguieron comiendo. Estaba claro que había vuelto a beber demasiado vino de palma.
Obika era uno de los jóvenes más guapos de Umuaro y de los distritos de alrededor. Tenía unas facciones muy finas y la nariz era afilada como la nota de un gong. Tenía la piel como su padre, de color terracota. La gente decía de él (como siempre decían cuando veían a alguien con gran encanto) que no había nacido en la zona de los pueblos igbo de la selva; que en su vida anterior debía de haber vivido entre los pueblos ribereños a quienes los igbo denominaban olu.
Pero dos cosas habían estropeado a Obika. Bebía vino de palma en exceso y era proclive a ataques de cólera fieros y repentinos. Y como era fuerte como una roca, siempre estaba hiriendo a otros. No obstante, su padre, quien lo prefería a Edogo, su hermanastro más reservado y meditabundo, solía decirle: «Es digno de alabanza el ser valiente y audaz, hijo mío, pero a veces es mejor ser un cobarde. A menudo, cuando estamos en el patio de un cobarde, podemos ver las ruinas de la casa donde hubo un hombre valiente. El hombre que nunca se ha sometido a nada tendrá que someterse pronto a la mortaja».
Con todo y con eso, Ezeulu prefería tener un hijo listo que rompía utensilios por la prisa que un caracol lento y cuidadoso.
Hacía no mucho que Obika había estado a punto de cometer un asesinato. Su hermanastra, Akueke, venía a casa de vez en cuando a decir que su marido le había pegado. Una mañana temprano volvió otra vez con toda la cara hinchada. Sin esperar a escuchar el resto de la historia, Obika salió para Umuogwugwu, la aldea de su cuñado. Por el camino se paró a llamar a su amigo, Ofoedu, que nunca se perdía una pelea. Según llegaban a Umuogwugwu, Obika explicó a Ofoedu que no debía ayudarle a pegar al marido de Akueke.
—Y entonces, ¿para qué has venido a buscarme? —le preguntó el otro, enfadado—. ¿Para que te lleve la bolsa?
—Puede que tengas trabajo. Si la gente de Umuogwugwu es como me la imagino, saldrán a pelear para defender a su hermano. Ahí sí tendrás trabajo.
Nadie en casa de Ezeulu sabía adonde había ido Obika, hasta que regresó con Ofoedu un poco antes de mediodía. Cargaban con el marido de Akueke en la cabeza, atado a una camilla, casi muerto. Lo colocaron bajo el árbol ukwa y dijeron que desafiaban a cualquiera a moverlo. Las mujeres y los vecinos suplicaron a Obika que tuviera misericordia y le enseñaron la amenazante fruta madura del árbol, grande como una vasija de agua.
—Sí. Lo he puesto ahí a propósito, para que le aplaste la fruta… es un animal.
Finalmente el alboroto atrajo a Ezeulu, que andaba cerca en el bosque, con prisa por llegar a casa. Cuando vio lo que pasaba emitió un lamento sobre la destrucción que Obika iba a traer a su casa y le ordenó que soltara a su cuñado.
Durante tres mercados Ibe apenas pudo levantarse de la cama. Entonces una tarde sus parientes llegaron en busca de una explicación por parte de Ezeulu. La mayoría había estado fuera, trabajando en sus tierras, cuando había sucedido todo aquello. Habían esperado con paciencia durante más de tres mercados a que alguien les explicara por qué habían dado una paliza a su pariente y se lo habían llevado.
—¿Qué es esa historia de Ibe? —preguntaron.
Ezeulu trató de aplacarlos, sin reconocer que su hijo hubiera hecho nada excesivamente malo. Llamó a su hija Akueke, para que estuviera presente ante ellos.
—Deberíais haberla visto el día que vino a casa. ¿Así tratáis a las mujeres que se casan en vuestro pueblo? Si esa es vuestra costumbre, entonces os digo que así no vais a quedaros con mi hija.
Los hombres reconocieron que a Ibe se le había ido la mano, y que nadie debía culpar a Obika por defender a su hermana.
—¿Para qué rogamos a Ulu y a nuestros antepasados que nos hagan crecer en número si no es por eso? —dijo su líder—. Nadie come números. Pero si somos muchos, nadie se atreverá a importunarnos, y nuestras hijas andarán con la cabeza erguida en las casas de sus maridos. Así que no culpamos demasiado a Obika. ¿Me explico bien?
Sus compañeros le respondieron que sí, y continuó.
—No podemos decir que tu hijo haya hecho mal peleando por su hermana. Pero lo que no entendemos es por qué hay que sacar de su casa y de su pueblo a un hombre con un pene entre las piernas. Es como decir: «No eres nadie y tus parientes no pueden hacer nada». Eso es lo que no comprendemos. No hemos venido con soberbia sino con ignorancia, porque un hombre no va a su familia política con soberbia. Queremos que nos lo aclaréis: «Estáis equivocados; esto es lo sucedido, o ha pasado esto otro». Entonces nos quedaremos satisfechos y nos volveremos a casa. Si alguien nos dice después: «A vuestro pariente le dieron una paliza y se lo llevaron», sabremos qué responder. Gran suegro, te saludo.
Ezeulu empleó toda su habilidad para hablar con su familia política. Se marcharon más contentos de lo que habían venido. Pero era improbable que presionaran a Ibe para que llevara vino de palma a Ezeulu y que pidieran el regreso de su mujer. Parecía que se iba a quedar una larga temporada en la casa de su padre.
Después de cenar, Obika se unió a los demás en la cabaña de Ezeulu. Como de costumbre, Edogo habló en nombre de todos. Además de Obika, estaban allí también Oduche y Nwafo.
—Mañana es afo —dijo Edogo—, y venimos a enterarnos de qué tareas nos has designado.
Ezeulu se quedó pensativo un rato, como si no estuviera preparado para la propuesta. Entonces preguntó a Obika cuánto trabajo le faltaba por hacer en su nueva casa.
—Solo el granero para mi esposa —respondió—, pero eso puede esperar. No habrá malanga para sembrar hasta la época de la cosecha.
—Nada de esperar —dijo Ezeulu—. Una mujer recién casada no debe encontrarse con una casa sin terminar. Sé que en los tiempos que corren eso no es un problema. Pero mientras estemos aquí, seguiremos haciendo las cosas como es debido… Edogo, en vez de trabajar para mí mañana, llévate a tus hermanos y a las mujeres a construir el granero. Si a Obika no le da vergüenza, a los demás sí.
—Padre, tengo que contarte una cosa…
—Te escucho.
Oduche carraspeó como si le diera miedo empezar.
—A lo mejor le han prohibido que ayude a sus hermanos a construir el granero —dijo Obika con voz pastosa.
—Siempre hablas como si fueras idiota —le dijo Edogo bruscamente—. ¿No ha trabajado Oduche tanto como tú en tu casa? Yo diría que más que tú.
—Es a Oduche a quien quiero oír, no a vosotros dos, que parecéis un par de mujeres celosas.
—Soy uno de los elegidos para ir mañana a Okperi a cargar el equipaje de nuestro nuevo profesor.
—¡Oduche!
—¡Padre!
—Escucha lo que voy a decir. Cuando un saludo con la mano va más allá del codo, todos sabemos que se convierte en otra cosa. Yo fui quien te envió a unirte a esa gente por mi amistad con el blanco, Wintabota. Me pidió que enviara a uno de mis hijos a aprender las costumbres de su gente, y yo accedí a mandarte a ti. No te envié para que dejaras de cumplir con tus obligaciones en mi casa. ¿Me oyes? Ve y dile a quien te eligió para ir a Okperi que yo he dicho que no. Diles que mañana es el día en que mis hijos varones y mis esposas y la mujer de mi hijo trabajan para mí. Esa gente debería conocer las costumbres de esta tierra; si no, debes explicárselo. ¿Me oyes?
—Te oigo.
—Ve a llamar a tu madre. Creo que le toca cocinar mañana.