17

SEGÚN un dicho de Umuaro, hasta el eco de los acontecimientos más llamativos empezaba a amortiguarse después de dos semanas de mercado. Así ocurrió con el confinamiento y el regreso de Ezeulu. Aunque la gente no habló de otra cosa durante una temporada, la historia se convirtió paulatinamente en una más de la vida de las seis aldeas, o al menos eso fue lo que pensó la gente.

Hasta en la casa de Ezeulu se volvió a la rutina de los turnos diarios. La mujer de Obika se quedó embarazada; Ugoye y Matefi siguieron comportándose como dos esposas celosas; Edogo volvió a sus tallas de madera, que había dejado de lado en la estación de la siembra; Oduche progresó en su nueva fe, en la lectura y en la escritura; Obika, después de un breve descanso, volvió a entregarse con entusiasmo al vino de palma. Su mesura temporal se debió a que era consciente de que el exceso de vino de palma era malo para el hombre que quería satisfacer a su mujer: le hacía jadear encima de ella como el lagarto que caía del árbol iroko y le hacía quedar mal con ella. Pero, una vez que Okuata se quedó embarazada, él dejó de hacerle caso.

El mismo Ezeulu parecía haber dejado de lado sus agravios, y ya no los mencionaba en su ofrenda diaria de nuez de cola y vino de palma a sus antepasados o en el sencillo rito que llevaba a cabo en cada luna nueva. Su esposa más joven también había vuelto a quedarse embarazada, después de descansar durante un año tras la muerte de su hijo pequeño. Así pues, comenzó a responder a las invitaciones para dormir con él en su cabaña, lo que no supuso una mejora en su relación con Matefi, que ya no podía tener hijos.

Las fiestas y festivales menores del año se celebraron en la estación adecuada. Algunas eran comunes a las seis aldeas de Umuaro y otras se limitaban a alguna de ellas. Los de Umuagu celebraban su Mgba Agbogho o «Combate de las Doncellas»; Umunneora guardaba su fiesta anual en honor a Idemili, dueño de la serpiente pitón. Los seis pueblos juntos celebraban el retiro denominado Oso Nwanadi para aplacar a los espíritus resentidos de los miembros del clan caídos en la guerra o en otras circunstancias por la causa de Umuaro.

Cesó la copiosa lluvia, como siempre, para dar paso al habitual periodo de sequía, imprescindible para que los ñames produjeran grandes tubérculos entre hojas exuberantes. En resumen, la vida siguió como si no hubiera pasado nada, o como si jamás fuera a pasar nada.

La aldea de Ezeulu, Umuachala, celebraba una fiesta menor entre la estación de las lluvias y el festival más importante del año, el del Ñame Nuevo. Se llamaba Akwu Nkro y su ritual era escaso, solo una ofrenda de las viudas en memoria de sus difuntos esposos. Todas las viudas de Umuachala preparaban fufú y sopa de nuez de palma aquella noche y la dejaban fuera de sus cabañas. A la mañana siguiente aparecían los cuencos vacíos porque los esposos habían venido desde Ani-Mmo y se habían tomado la comida.

Se suponía que el Akwu Nkro de aquel año era más interesante porque la quinta de Obika iba a presentar una nueva Máscara ancestral ante la aldea. La llegada de una nueva Máscara era siempre un acontecimiento importante, y más en aquella ocasión en que se trataba de una Máscara de alto rango. Los últimos días había habido mucho trasiego entre los miembros de la quinta de Otakagu. Aunque los que tuvieran un papel destacado en la ceremonia serían sin duda objeto de envidia y de malevolencia, y debían estar bien cubiertos de magia protectora, también los demás debían untarse alguna sustancia en los brazos que actuara como defensa, extendida sobre cortes superficiales.

Los preparativos se llevaron a cabo en secreto, de conformidad con los espíritus ancestrales. En los últimos años se pensaba que era necesario reforzar la defensa del misterio en Umuaro. A los ancianos les había quedado claro que, aunque ninguna mujer se atrevía a comentarlo abiertamente, cada vez que veían una Máscara no les resultaba muy difícil adivinar quién era el hombre que había detrás. Lo único que había que hacer era buscar a la gente que rodeaba a la Máscara y ver quién faltaba. Para superar aquella dificultad, los ancianos habían dictaminado que cada vez que un grupo o una aldea quisieran sacar una Máscara, deberían ir a buscarla fuera del pueblo. De manera que los de la quinta de Otakagu se habían ido hasta Umuogwugwu a seleccionar al hombre que llevaría la Máscara. Eligieron a un tal Amumegbu, cuya presencia en el pueblo se mantuvo en secreto aunque permaneció en Umuachala durante los preparativos.

Tanto Edogo como Obika tenían relación con la Máscara que debía venir. No solo pertenecía a la quinta de Obika, sino que este también había sido elegido como uno de los dos hombres que debían matar a los carneros en su presencia. Edogo participaba porque había tallado la Máscara.

Poco después del mediodía, Obika estaba sentado en el suelo de su cabaña, a horcajadas sobre la piedra en la que afilaba su machete. Le caían gotas de sudor por la cara y se mordisqueaba el labio inferior con los dientes al trabajar. Ya había utilizado un puñado de sal para afilar la piedra y de vez en cuando exprimía un poco de zumo de lima en la cuchilla. Había dos cáscaras junto a la piedra con otras dos frutas sin cortar. Obika llevaba tres días trabajando en su machete nuevo a ratos sueltos, y ya estaba lo suficientemente afilado como para cortar el pelo. Se levantó y salió a mirarlo a la luz. Lo sujetó ante él y al torcer la muñeca lo hizo brillar como un espejo al sol. Pareció satisfecho, regresó a su cabaña y lo guardó. Después atravesó el patio interior y vio a su mujer echar agua de la vasija grande en un cuenco, fuera de la cabaña. Se irguió con aire cansado y lanzó un escupitajo, como solía hacer en los últimos tiempos.

—Hola, vieja —le dijo en broma.

—Ya te he dicho que deberías venir a deshacer lo que me has hecho —repuso ella con una sonrisa.

Poco después empezaron a oírse en el pueblo los sonidos propios del acontecimiento que se avecinaba. Media docena de hombres fueron corriendo por todas las esquinas tocando el ogene en busca de la Máscara, pues nadie sabía por cuál de los miles de termiteros de Umuachala aparecería. Siguieron buscándola durante mucho tiempo; el sonido del gong de metal y de sus pies al acercarse tenía a la aldea en vilo. En cuanto empezó a bajar el calor, todo el pueblo entró en el ilo.

El ilo de Umuachala era uno de los más grandes de Umuaro, y el mejor cuidado. A veces lo llamaban lio Agbasioso, porque su longitud intimidaba a los mejores corredores. En una de sus cuatro esquinas estaba la casa okwolo, desde donde los iniciados en los misterios de los espíritus ancestrales contemplaban el espectáculo en el ilo. El okwolo era una choza alta, distinta de las demás, que solo tenía dos paredes, una lateral y una trasera. Desde la entrada se veían los tramos de escalones que ascendían por todo el ancho de la choza e iban desde el suelo casi hasta el tejado. Los ancianos del pueblo se sentaban en los peldaños más bajos, que tenían la mejor vista, y los demás se sentaban atrás en la parte alta. Detrás del okwolo había un árbol udala que, como todos los udala de Umuaro, estaba consagrado a los espíritus ancestrales. Muchos niños jugaban bajo sus ramas, incluso en aquel momento, a la espera de que de vez en cuando cayera un fruto maduro, de color marrón claro. El árbol estaba cargado de la tentadora fruta, pero todos, jóvenes y mayores, tenían prohibido arrancarla del árbol. Quien rompiera la norma recibiría la visita de los espíritus enmascarados de Umuaro y tendría que borrar sus huellas con cuantiosas multas y sacrificios.

Aunque Ezeulu y Akuebue fueron puntuales, había ya muchísima gente en el ilo cuando llegaron. Todo el mundo en Umuachala parecía estar allí o de camino, y llegaba mucha gente de los otros pueblos de Umuaro. Mujeres y niñas, chicos mayores y niños estaban congregados en el ilo y habían formado ya un gran corro, cada vez más atestado con la gente que entraba; el ruido subía de volumen por momentos. No había jóvenes con el látigo en mano para mantener a la multitud alejada del centro; ya se despejaría solo en cuanto llegara la Máscara.

De pronto se armó un revuelo y un alboroto en un punto del gentío y se extendió rápidamente por todas partes. Unos preguntaban a quienes tenían al lado qué era aquello, y señalaban con el dedo. Allí, en un rincón más tranquilo del ilo, estaba sentado Otakekpeli, a quien se conocía en todo Umuaro como un brujo maligno. Más de dos veces había tenido que coger nuez de cola de la palma de la mano de un difunto para jurar que no tenía nada que ver con su muerte. Por supuesto, había sobrevivido a cada juramento, lo cual podía ser señal de inocencia. Sin embargo, nadie lo creía; se decía que las dos veces había salido corriendo a su casa para beber pociones con el poder de contrarrestar todas las ordalías.

Por lo que se sabía de él y por el modo en el que se sentaba apartado de la gente, estaba claro que no solo había venido a ver una nueva Máscara. Los perversos utilizaban a menudo una ocasión así para poner a prueba el poder de su magia o para medir su fuerza con la de otros. Circulaban historias sobre Máscaras a quienes había pillado desprevenidas y que se habían quedado paralizadas en un lugar durante varios días, o incluso habían sido derribadas y habían caído al suelo.

Quizá lo más sospechoso de Otakekpeli fuera su postura. Estaba sentado como un cojo, sobre las piernas dobladas. Decían que esa era la posición de lucha del jabalí cuando aparecía un leopardo: excavaba un agujero en la tierra, se sentaba encima con los testículos escondidos y esperaba con las cerdas de su cabeza de hierro de punta. Por regla general, el leopardo se marchaba de allí, en busca de cabras y ovejas.

La multitud miraba a Otakekpeli con desaprobación; pero nadie lo desafió, porque era peligroso hacerlo, sobre todo porque, en el fondo, lo que esperaba la mayoría era contemplar el espectáculo del combate entre dos fuerzas poderosas. Si la quinta de Otakagu decidía sacar una Máscara nueva sin esforzarse demasiado por cuidar los detalles, era responsabilidad suya. De hecho, la mayor parte de aquellos encuentros no producían ningún resultado visible, bien porque había un equilibrio entre los distintos poderes o porque el objeto del ataque era más fuerte que el agresor.

La llegada de la Máscara causó una enorme estampida. Las mujeres y los niños se dispersaron y salieron corriendo en dirección contraria, dando gritos con el placer del peligro. Volvieron enseguida, porque todavía ni siquiera se veía a la Máscara; solo se oía el ogene y los cantos de la comitiva. El gong de metal y las voces se oían cada vez más alto y la gente miró a su alrededor para asegurarse de que la vía de escape estaba despejada.

Hubo otra estampida cuando los primeros heraldos de la Máscara entraron en el ilo desde el camino estrecho por donde se la esperaba. Los jóvenes iban vestidos con rafia y blandían machetes que brillaban con la luz cuando los lanzaban hacia arriba o los chocaban a modo de saludo entre unos y otros, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Corrían de acá para allá y a veces se lanzaban acelerados en una dirección arbitraria. En ese punto la gente se dispersaba y el hombre frenaba en seco y se ponía a andar de puntillas.

El gong y las voces se oían ya con bastante claridad, aunque a veces se perdían en medio del tumulto. Lo más probable era que la Máscara hubiera parado un rato, pues tardaba en aparecer. Los hombres del cortejo siguieron cantando su canción.

El primer espectáculo del día fue la llegada de Obika y de un flautista que le pisaba los talones y cantaba sus proezas. La gente los aclamó, especialmente las mujeres, porque Obika era el joven más guapo de Umuachala y quizá de todo Umuaro. Lo llamaban Ugonachomma.

En cuanto entró en el ilo, Obika divisó a Otakekpeli, sentado en cuclillas. Sin pensárselo dos veces se dirigió a él a toda velocidad y se quedó parado ante él. Le gritó al brujo que se levantara inmediatamente y se fuera a su casa. El otro simplemente sonrió. A la gente se le olvidó la Máscara. Okuata se había colocado lejos de la parte más atestada del corro por su embarazo. Se sintió henchida de orgullo al oír a la multitud saludar a su marido; en aquel momento cerró los ojos y notó que el suelo temblaba bajo sus pies.

Obika señalaba a Otakekpeli y después se puso la mano en su propio pecho; le decía al hombre que se levantara si quería hacer algo útil. El otro continuó riéndose de él. Obika emprendió un nuevo ataque, esta vez a distinta velocidad. Hizo una ronda como si fuera un leopardo, con el machete en la mano derecha y una banda de cuero con amuletos en el brazo izquierdo. Ezeulu se mordió los labios. Tenía que ser Obika, pensó, el tonto y el imprudente de Obika. ¿No veían los demás jóvenes a Otakekpeli y miraban hacia otro lado? Sin embargo, su hijo nunca podía mirar a otro lado. Obika…

Ezeulu dejó de pensar. A la velocidad del rayo, Obika, que había soltado el machete, corrió hacia Otakekpeli, lo levantó del suelo y lo lanzó hacia un arbusto cercano levantando una lluvia de arena. La multitud estalló en un alarido de aclamación mientras Otakekpeli intentaba levantarse y dirigía un impotente dedo acusador hacia Obika, que ya le había dado la espalda. Okuata abrió los ojos y suspiró.

La Máscara llegó oportunamente en medio de la algarabía y la gente se dispersó medio muerta o muerta de miedo. Se acercó dando pasitos y parándose, al son de las campanas y los cascabeles de la cintura y los tobillos. Llevaba el cuerpo cubierto de telas nuevas de colores, sobre todo rojo y amarillo. Su cara causaba un impacto terrorífico: los dientes que se veían eran del tamaño del dedo gordo del pie, las órbitas de los ojos grandes como puños, y tenía dos cuernos retorcidos hacia arriba y hacia dentro en la cabeza cuyas puntas casi se tocaban. Llevaba un escudo de piel en la mano izquierda y un machete gigantesco en la derecha.

Ko-ko-ko-ko-ko-ko-oh! —cantaba con voz cascada, y los de su comitiva emitían una especie de gruñido en una sola nota muy grave:

Hum-hum-hum.

Ko-ko-ko-ko-ko-ko-oh!

Oh-oyoyo-oyoyo-oyoyo-oh: oh-oyoyo-oh. Hum-hum.

No era una gran canción, pero tampoco Agaba era la Máscara del canto y el baile: representaba la fuerza y la agresividad de la juventud. Continuó como debía, con su recorrido y su canción. Al acercarse al centro del ilo comenzó a cantar otra canción llamada «Onye ebuna uzo cho ayi okwu». Pidió a todo el mundo que no provocara a la Máscara de los antepasados y explicó con minucioso detalle lo que le pasaría al que desoyera sus consejos: se convertiría en un marginado sin dedos en las manos ni en los pies, y tendría que vivir solo en una cabaña aislada, con una bolsa de mendigo colgada del hombro; en otras palabras, sería un leproso.

Cada vez que la Máscara intentaba hacer un movimiento demasiado rápido o agresivo, dos sudorosos asistentes pegaban un fuerte tirón a la gruesa cuerda que llevaba atada a la cintura, lo que constituía una tarea algo arriesgada y a la vez muy necesaria. En una ocasión, la Máscara se encolerizó tanto con aquella atadura que se giró hacia los dos hombres con el machete en alto. Ellos soltaron la cuerda al instante y corrieron despavoridos. Esa vez la gente salió disparada con auténtico terror. Pero los dos hombres no dejaron a la Máscara suelta durante mucho tiempo. En cuanto dejó de perseguirlos, volvieron una vez más a su tarea.

Ocurrió un incidente muy pequeño que nadie hubiera recordado si no hubiera sucedido algo más grave después. A uno de los jóvenes se le escapó el machete que había lanzado y no lo recogió. La muchedumbre, siempre atenta a aquellos fallos, le abucheó. El hombre, Obikwelu, volvió a coger el machete y trató de disimular haciendo como que era demasiado ágil; pero eso solo provocó más risas.

Entretanto, la Máscara se había dirigido al okwolo a saludar a algunos ancianos.

Ezeulu de-de-de-de-dei —dijo.

—Padre nuestro, tengo la mano en el suelo —replicó el sumo sacerdote.

—Ezeulu, ¿sabes quién soy?

—¿Cómo va a saber un hombre quién eres tú, que estás más allá del conocimiento humano?

—Ezeulu, nuestra Máscara te saluda —cantó.

Eje-ya-mma-mma-mma-mma-mma-mma-eje-ya-mma! —cantaron sus seguidores.

Ora-obodo, ¡Agaba te saluda!

Eje-ya-mma-mma-mma-mma-mma-mma-eje-ya-mma!

—¿Has oído alguna vez la canción de la serpiente?

Eje-ya-mma-mma-mma-mma-mma-mma-eje-ya-mma!

De pronto se calló, se dio la vuelta y salió corriendo hacia delante. La multitud que había en aquella dirección se dispersó y desapareció.

Aunque Edogo podía haber ocupado uno de los asientos de atrás del okwolo, decidió quedarse con la gente para ver a la Máscara desde distintas posiciones. Al terminar de tallarla se había quedado algo desilusionado. Había algo en la nariz que no le gustaba… una cierta finura que no era propia de un Agaba, sino de un espíritu de muchacha. Pero los dueños de la obra no se habían quejado; de hecho, se deshicieron en elogios. Edogo sabía, sin embargo, que debía ver a la Máscara en acción para ver si había quedado bien o mal, y por ello se quedó entre la gente.

Al observarla con vida propia, le pareció que desaparecía aquel defecto. Incluso le daba un aspecto más fiero al resto de la cara. Edogo se desplazó de un lado a otro entre la gente, con la esperanza de oír la comparación que quería oír, pero sin éxito. Mucha gente elogió la Máscara nueva pero a nadie se le ocurrió compararla con la famosa Agaba de Umuagu, aunque solo fuera para decir que la suya no era tan buena como la otra; le hubiera encantado oír eso. Después de todo, no se había propuesto superar al mejor tallador de Umuaro, pero había albergado la esperanza de que alguien los relacionara. Lamentó no estar sentado en el okwolo. Allí, entre los ancianos, seguramente oiría el tipo de conversación que ansiaba oír. Pero ya era demasiado tarde.

El momento culminante de la tarde fue la matanza de los carneros. Se hizo un relativo silencio cuando se colocó una silla en medio del ilo y se sentó la Máscara. Dos asistentes se colocaron a ambos lados y la abanicaron. Se sacó al primer carnero y la Máscara le rozó el cuello con su machete. Después se lo llevaron a poca distancia de allí, a la vista del espíritu que presidía la ceremonia. Se hizo un silencio completo y se oyó la flauta que, en lugar de emitir su melodía fina y delicada, tocaba sonidos estridentes y entrecortados. Obika se acercó, lanzó el machete al aire haciendo que diera vueltas sobre sí mismo y volviéndolo a coger, deslumbrante con la luz de la tarde reflejada en la cuchilla. Después dio un paso adelante y con un golpe certero cortó la cabeza del carnero. La multitud lo aclamó entusiasmada mientras uno de los asistentes recogió la cabeza que rodaba por el suelo y la puso en alto. La Máscara mantuvo la mirada fija sin mover un músculo de la cara.

Cuando se calmó el alboroto se trajo el segundo carnero y la Máscara hizo el mismo gesto de tocarle el cuello. Salió Obikwelu, que estaba nervioso desde que se le cayera el machete, lo tiró tres veces y lo cogió perfectamente. Se adelantó, lo levantó y dio el golpe. Fue como si hubiera dado contra una roca; el carnero intentó escapar, hubo abucheos y risas. Obikwelu tuvo mala suerte aquel día. El carnero movió la cabeza en el último momento y él le dio el golpe en el cuerno. La Máscara miraba impertérrita. Obikwelu volvió a intentarlo y esta vez acertó, pero ya era demasiado tarde: las carcajadas ahogaron la ovación tardía.