3
EL capitán T. K. Winterbottom se asomó al porche de su casa en Government Hill para ver el bullicio que siempre acompañaba a las primeras lluvias del año. Durante el mes anterior, el calor había llegado a un extremo insoportable. Hacía mucho tiempo que la hierba se había quemado y las hojas de los árboles perennes habían adoptado el color rojo y marrón terracota del campo. Solo había dos horas de respiro por la mañana antes de que el campo se convirtiera en un horno y a él le cayeran chorretones de sudor por la cabeza y el cuello. Lo más exasperante era el hilillo que se le deslizaba al andar por detrás de la oreja como si fuera una mosca. Había otro breve momento de alivio al atardecer, en el que soplaba un viento fresco. Pero ese viento cautivador y traicionero era el gran peligro de África. El europeo al que cogiera desprevenido recibía el beso de la muerte.
El capitán Winterbottom no había dormido bien desde que el seco y fresco harmatán dejó de soplar de pronto en diciembre, y ya estaba mediado febrero. Había adelgazado, estaba más pálido y, a pesar del calor, a menudo sentía los pies fríos. Cada mañana, después del baño, que hubiera preferido de agua fría pero que debía tomar con agua caliente (ya que África nunca perdonaba a quienes hacían lo que querían en lugar de lo que debían), se miraba al espejo y veía cómo las encías se le iban poniendo cada día más blancas. Quizá estuviera a punto de tener otro brote de fiebre. Por la noche tenía que meterse dentro de una mosquitera que lo aprisionaba, aislándolo de cualquier movimiento de aire que hubiera fuera. Las sábanas se empapaban y el hueco de su cabeza en la almohada terminaba por formar un charco de agua. Después del primer tramo de sueño sin descanso se quedaba tumbado despierto, dando vueltas hasta que le sorprendía el latido de los tambores. Se preguntaba qué ritos indescriptibles se estarían celebrando en la selva por la noche… ¿Sería el latido de la oscuridad africana? Una noche se sintió aterrorizado cuando de pronto se le ocurrió que dondequiera que estuviera despierto por la noche, en Nigeria, el sonido del tambor siempre llegaba con la misma constancia y la misma engañosa distancia. ¿Era posible que el latido viniera de su propio cerebro reblandecido por el calor? Intentó tomárselo a la ligera, pero sintió que le tiraba la piel de la cara. Qué tierra de pesadillas.
Quince años antes, Winterbottom había estado tan desanimado por el tiempo y la comida que le habían surgido dudas sobre su cargo en Nigeria. Pero ya se había curtido en la costa y, aunque el clima seguía causándole irritación y fatiga, no pensaba cambiar aquella vida por todas las comodidades de Europa. Curiosamente, su sólida creencia en el valor de la misión británica en África se había reforzado durante la campaña de Camerún de 1916, en el combate contra los alemanes. Por eso había sido ascendido a capitán, pero, a diferencia de muchos otros administradores coloniales que también habían estado de servicio en Camerún, él se quedó en tiempo de paz.
Aunque llegaron más tarde de lo previsto, las primeras lluvias pillaron a la gente por sorpresa. A lo largo del día el sol había respirado fuego, como era habitual, y el mundo permanecía postrado por el impacto. Callaron los pájaros que cantaban por la mañana. El aire se mantenía inmóvil, vibrando con el calor; los árboles apenas se mantenían erguidos. Entonces, sin señal previa alguna se levantó un fuerte viento y se oscureció el cielo. El aire se llenó de polvo y de hojas en vuelo. Las palmeras y los cocoteros se agitaron desde la cintura; las ramas altas les daban el aspecto de gigantes que huían contra el viento, con la melena ondeando hacia atrás.
El sirviente de Winterbottom, John, salió corriendo a cerrar puertas y ventanas y se puso a recoger los papeles y las fotografías esparcidos por el suelo. El trueno añadió al tumulto sus ladridos fuertes y secos. El mundo que durante meses había dormitado se llenaba de pronto de vida, con el olor de las hojas nuevas a punto de brotar. Winterbottom, en el porche, también era un hombre cambiado. Dejó que le entrara el polvo en los ojos y por una vez envidió a los niños nativos que correteaban desnudos y cantaban a la lluvia.
—¿Qué dicen? —le preguntó a John, que en aquel momento metía las hamacas en el interior.
—Dicen llueve fuerte fuerte.
Otros cuatro niños salieron corriendo desde las habitaciones de los criados para unirse al resto en el jardín de Winterbottom, que era el único espacio de juego suficientemente amplio.
—¿Son tus hijos, John?
Parecía que lo decía con un deje de envidia.
—No, señor —dijo John, que soltó una silla para poder señalar—. Mis hijos, esos dos que corren por allí y esa niña amarilla. Los otros dos, del cocinero. El otro que está allí atrás es hijo del hermano del jardinero.
Tenían que hablar a gritos para oírse. El cielo se había cubierto de inquietantes nubes negras, excepto en el horizonte lejano, donde persistía una estrecha franja de claridad. Largos rayos airados resquebrajaban las nubes con impaciencia antes de ser barridos una y otra vez.
Las primeras gotas cayeron como gruesos guijarros. Los niños empezaron a cantar más fuerte al sentir el golpeteo de la lluvia. A veces dolía bastante, pero eso solo hacía que se rieran más. Se abrían paso para coger las gotas heladas y metérselas en la boca antes de que se derritieran.
La lluvia cayó durante casi una hora y después cesó por completo. Los árboles lucían un verde resplandeciente y las hojas revoloteaban alegremente. Winterbottom miró el reloj y vio que eran casi las seis. Con la emoción de la primera lluvia del verano, se había olvidado del té y las galletas que le había traído John justo antes de las cinco; cogió una galleta y la mordisqueó. Entonces se acordó de que Clarke iría a cenar y se dirigió a la cocina a ver qué hacía el cocinero.
Okperi no era una división administrativa muy grande. Solo vivían cinco europeos en Government Hill: el capitán Winterbottom, el señor Clarke, Roberts, Wade y Wright. El capitán Winterbottom era el oficial del distrito. La bandera británica que ondeaba ante su casa lo proclamaba como representante del rey en la demarcación. En la marcha del Día del Imperio recibía el saludo de todos los escolares de la zona; era una de las pocas ocasiones en las que se ponía el uniforme blanco y la espada. El señor Clarke era el asistente del oficial del distrito. Solo llevaba cuatro semanas en el puesto, y había venido a reemplazar al pobre John Macmillan, que había muerto de malaria cerebral.
Los demás europeos no pertenecían a la Administración. Roberts era asistente del superintendente de policía a cargo del destacamento local. Wade estaba a cargo de la prisión; también se le denominaba superintendente adjunto. El otro tipo, Wright, tampoco pertenecía realmente a la Administración. Era un empleado del Ministerio de Obras Públicas que supervisaba la nueva carretera a Umuaro. El capitán Winterbottom ya había tenido razones para hablar seriamente con él sobre su conducta, especialmente con las nativas. Era absolutamente imperativo, le dijo, que ningún europeo en Nigeria, y menos los de un emplazamiento tan aislado como Okperi, se rebajaran ante los nativos. Estaba dispuesto a prohibir la entrada de Wright al club a menos que mostrara un cambio notorio de actitud.
El club era la antigua cantina del regimiento, que el ejército dejó abandonada cuando terminó con su tarea de pacificación de la zona y se marchó. Era una casita de madera que incluía el comedor, la antesala y una galería. Ahora el comedor se utilizaba como salón y bar, y la antesala como biblioteca donde los miembros hojeaban los periódicos de hacía dos o tres meses y leían los telegramas de Reuter: diez palabras dos veces a la semana.
Tony Clarke estaba ya vestido para la cena, aunque todavía faltaba más de una hora para salir. Era una pesadez tener que vestirse formalmente para las cenas con ese calor, pero muchos oficiales de la costa le habían dicho que era absolutamente imprescindible. Decían que era la tónica general que uno debía asumir si quería sobrevivir en ese país tan desalentador. Por ello, descuidar la vestimenta constituía el primer paso en la resbaladiza pendiente hacia el abismo. Ese día era bastante agradable porque la lluvia había traído un poco de fresco. Pero otros días Tony Clarke había renunciado a una cena formal para evitar el tormento de tener que ponerse una camisa almidonada y una corbata. Ahora estaba leyendo el capítulo final de La pacificación de las tribus primitivas del Bajo Níger, de George Alien, que le había prestado el capitán Winterbottom. De vez en cuando echaba un vistazo a su reloj de oro, un regalo de su padre cuando se fue de casa para incorporarse a su destino en Nigeria o, como habría dicho George Allen, para responder a la llamada. Llevaba dos semanas leyendo el libro y debía terminarlo para devolverlo aquella tarde. Una de las cosas en las que le afectaba el trópico era su velocidad de lectura, aunque el libro en sí mismo era también bastante aburrido; demasiado pedante para su gusto. Pero ahora encontraba los últimos párrafos mucho más conmovedores. El capítulo se titulaba «LA LLAMADA».
Para quienes no quieran otra cosa que una vida cómoda y una ocupación tranquila, Nigeria está cerrada y lo estará hasta que la tierra haya perdido algo de su fertilidad mortal y hasta que la gente viva con algo parecido a unas mínimas condiciones sanitarias. Pero Nigeria abre sus brazos a quienes buscan una vida ardua, a quienes son capaces de manejar hombres como otros manejan materiales, a quienes pueden captar grandes situaciones, dominar acontecimientos, forjar destinos y estar en la vanguardia de estos tiempos. Para los hombres que en la India han hecho del británico el legislador, el administrador, el ingeniero del mundo, esta tierra nueva y antigua ofrece grandes recompensas y un trabajo honorable. Sé que podemos encontrar a esos hombres. Nuestras madres no pueden retenernos y devolvernos angustiadas al hogar de la juventud, al ambiente donde nos criamos, de vuelta a los estúpidos deportes de la mediana edad; nuestro orgullo está en que no vacilen, aunque se les salten las lágrimas, en enviarnos con la cabeza bien alta y con coraje a liderar a las razas atrasadas. ¡Nosotros somos ese pueblo! ¿Acaso fue por el inglés provinciano por quien los normandos combatieron contra los sajones en su territorio? ¿Fue por él por quien derramaron su sangre los arqueros en Crecy y Poitiers, o por quien Cromwell instruyó a sus hombres? ¿Leyeron nuestros jóvenes sobre Drake y Frobisher, sobre Nelson, Clive y hombres como Mungo Park, para acabar en una oficina? ¿Estudiaron Cartago, Grecia y Roma para ser contables? ¡No, no y mil veces no! La raza británica ocupará el lugar que le corresponde y se demostrará lo que es la sangre británica. Un hombre tras otro dejará atrás el río Mersey, haciendo frente a la voluntad de sus padres hoy, pero respaldado por las hazañas de sus antepasados, desafiando al clima, asumiendo riesgos y dando lo mejor de sí mismo en el juego de la vida.
—Está bastante bien —dijo el señor Clarke, y volvió a mirar el reloj.
La casa del capitán Winterbottom estaba a dos minutos de la suya, de manera que tenía tiempo de sobra. Antes de llegar a Okperi, Clarke había pasado dos meses en el cuartel general para aclimatarse, y nunca olvidaría el día en que le invitó a cenar Su Señoría el lugarteniente general. Por alguna extraña razón, había imaginado que la cena era a las ocho y llegó a la Casa de Gobierno a la hora en punto. La fastuosa Sala de Recepción estaba vacía y Clarke se habría dirigido hacia el jardín frontal si uno de los camareros no se hubiera adelantado a ofrecerle una bebida. Se sentó nervioso en el borde de la silla con una copa de jerez en la mano, preguntándose si no debería retirarse a la sombra de uno de los árboles del jardín hasta que llegaran los demás invitados. Demasiado tarde. Alguien bajaba deprisa por las escaleras, silbando con desinhibición. Clarke se levantó de un salto. Su Señoría lo fulminó con la mirada durante un instante antes de acercarse a darle la mano. Clarke se presentó con la intención de disculparse, pero S. S. no le dio la oportunidad.
—Creía que la cena era a las ocho y cuarto.
Entonces entró su asistente y, al ver a un invitado, puso cara de preocupación, agitó el reloj y escuchó el tictac.
—No te preocupes, John. Ven a conocer al señor Clarke, que ha llegado un poco pronto.
Dejó a los dos solos y subió otra vez. No volvió a dirigirle la palabra a Clarke durante toda la cena. Enseguida empezaron a llegar otros invitados. Pero todos eran veteranos y no hicieron ni caso al pobre Clarke. Dos de ellos tenían allí a sus mujeres; los demás, S. S. incluido, no estaban casados o habían dejado prudentemente a sus esposas en Inglaterra.
El peor momento para Clarke fue cuando S. S. llevó a sus invitados al comedor y no vio por ninguna parte su nombre. Los demás no se dieron cuenta; se sentaron en cuanto S. S. ocupó su sitio. Después de lo que a Clarke le parecieron horas, el ayudante se dio cuenta y mandó a uno de los camareros a buscar una silla. Entonces se lo debió de pensar dos veces, porque se puso de pie y le ofreció su sitio a Clarke.
El capitán Winterbottom estaba bebiendo una copa de brandy con ginger ale cuando llegó Clarke.
—Qué fresco tan agradable, gracias a Dios.
—Sí, las primeras lluvias han llegado bastante tarde —dijo el capitán Winterbottom.
—No tenía ni idea de cómo era una tormenta tropical. A partir de ahora refrescará, supongo.
—Pues no exactamente. Hará bastante fresco durante un par de días, eso es todo. A ver, la estación de las lluvias no empieza realmente hasta mayo o incluso junio. Siéntese, por favor. ¿Le gustó el libro?
—Sí, muchas gracias. Me resultó muy interesante. Quizá el señor Allen sea un tanto dogmático. Un poco pagado de sí mismo, incluso.
El joven criado del capitán Winterbottom se acercó con una bandeja de plata.
—¿Qué toma el señor?
—No sé…
—¿Por qué no prueba un Old Coaster?
—¿Qué es eso?
—Ginebra con ginger ale.
—De acuerdo. Me parece bien.
Por primera vez se fijó en el criado con su uniforme blanco almidonado y vio que era un chico extraordinariamente apuesto.
El capitán Winterbottom le leyó la mente.
—Es un buen ejemplar, ¿verdad? Lleva cuatro años conmigo. Lo pesqué cuando el chaval tenía trece años más o menos… según mi propio cálculo, porque ellos no tienen ni idea de los años. Estaba totalmente a medio cocer.
—Cuando dice que no tienen ni idea de los años…
—Entienden las estaciones, no quería decir eso. Pero pregunte a cualquier viejo cuántos años tiene y verá que no tiene la más remota idea.
El chico llegó con la copa.
—Muchas gracias —dijo el señor Clarke al cogerla.
—Sí, señor.
Miles de hormigas voladoras revoloteaban alrededor de la lámpara que estaba sobre un pedestal en una esquina alejada. Enseguida perdían las alas y se arrastraban por el suelo. Clarke las observó con gran interés y después preguntó si picaban.
—No, son bastante inofensivas. La lluvia las saca de la tierra.
Entre las que se arrastraban había algunas parejas enganchadas detrás.
—Es interesante lo que ha dicho sobre Allen. Un tipo pagado de sí mismo, creo que lo llamó.
—Esa es la impresión que tengo… a veces. No admite, por ejemplo, que haya nada valioso en las instituciones nativas. Podría ser un misionero.
—Ya veo que es usted uno de los progresistas. Cuando se lleva aquí tanto tiempo como Allen y se comprende al nativo un poco más, se empiezan a ver las cosas de manera ligeramente distinta. ¿Sabe?, tendría que ver, como yo lo vi, a un hombre enterrado vivo hasta el cuello con un pedazo de ñame asado para atraer a los buitres… bueno, qué más da. Nosotros los británicos somos gente rara, hacemos todo sin entusiasmo. Fíjese en los franceses. No se avergüenzan de enseñar su cultura a las razas atrasadas a su cargo. Su actitud hacia el gobernante nativo está clara. Le dicen: «Esta tierra os ha pertenecido porque habéis tenido la fuerza de mantenerla. Por la misma razón ahora nos pertenece a nosotros. Si no estáis de acuerdo, venid y luchad contra nosotros». ¿Qué hacemos nosotros los británicos? Vamos a trompicones de un extremo al contrario. No solo prometemos a los viejos tiranos salvajes salvaguardar sus tronos, o, mejor dicho, sus sucias pieles de animales, sino que encima nos desvivimos por inventar jefes donde no los había. Me pongo enfermo.
Bebió lo que le quedaba en la copa y le gritó a Boniface que le trajera otra.
—No me importaría si estas vacilaciones se las dejáramos a los viejos fósiles en Lagos, pero cuando los jóvenes oficiales políticos se contagian me dan ganas de dejarlo todo. Si alguien tiene las cosas claras lo llamamos pagado de sí mismo.
El señor Clarke reconoció que cualquier juicio que hubiera hecho procedía de la ignorancia y dijo que estaba abierto a la corrección.
—¡Boniface!
—Sí, señor.
—Trae otra copa para el señor Clarke.
—No, de verdad, creo que ya he…
—Tonterías. Falta al menos una hora para que la cena esté lista. Pruebe otra cosa si lo prefiere. ¿Whisky?
Clarke aceptó una copa de brandy con reticencia.
—Qué colección tan interesante de armas de fuego.
El señor Clarke llevaba un rato intentando desesperadamente cambiar de tema de conversación. Entonces, por suerte, dio con una curiosa colección de fusiles ordenados como trofeos junto al ventanal francés de la sala de estar.
—¿Son fusiles nativos?
Había dado con un tema que podía redimirlo. El capitán Winterbottom se transformó.
—Esos fusiles tienen una larga historia, muy interesante. El pueblo de Okperi y sus vecinos de Umuaro son grandes enemigos. O lo eran antes de que yo entrara en la historia. Se habían enzarzado en una guerra salvaje por un pedazo de tierra. La enemistad se hizo mayor por el hecho de que Okperi acogió a los misioneros y al gobierno mientras que Umuaro se quedó atrás. Solo en los últimos cuatro o cinco años se ha podido hacer algo de mella. Creo que puedo decir con toda modestia que el cambio se dio después de que yo los reuniera y destruyera públicamente todas las armas excepto, por supuesto, esta colección. Irá de viaje por ahí con frecuencia. Si oye a alguien hablar sobre Otiji-Egbe sepa que están hablando de mí. Otiji-Egbe significa «el Destructor de Fusiles». Me han dicho incluso que todos los niños nacidos en ese año pertenecen a una nueva quinta conocida como la de «los Fusiles Rotos».
—Eso es interesantísimo. ¿A qué distancia queda ese otro pueblo, Umuaro?
Clarke supo instintivamente que, cuanto más ignorante pareciera, mejor.
—Ah, a unos diez kilómetros, no más. Pero para el nativo eso es un país extranjero. A diferencia de algunas tribus más avanzadas del norte de Nigeria y también de parte de Nigeria occidental, los igbo nunca desarrollaron una autoridad central. Eso es lo que la gente de nuestro cuartel general es incapaz de entender.
—Sí. Ya veo.
—Esta guerra entre Umuaro y Okperi comenzó de un modo interesante. Yo lo estudié con bastante detalle… ¡Boniface! ¿Qué tal va, señor Clarke? ¿Bien? Debería beber más: es bueno para la malaria… Como le decía, esa guerra estalló porque un hombre de Umuaro fue a visitar a un amigo de Okperi una buena mañana y después de beberse uno o dos litros de vino de palma… es increíble la cantidad de esa sustancia asquerosa que pueden meterse en el cuerpo… en fin, este tipo de Umuaro, después de beberse el vino de su amigo le cogió su ikenga y se lo partió por la mitad. Tengo que aclararle que el ikenga es el fetiche más importante en el arsenal de los igbo, por así decirlo. Representa a los antepasados, a quienes hay que ofrecer sacrificios diarios. A la muerte de un hombre se parte en dos; una mitad se entierra con él y la otra se tira. Así que esa es la implicación de lo que nuestro amigo de Umuaro hizo al romper el fetiche de su anfitrión. Aquello fue, por supuesto, un sacrilegio enorme. El anfitrión ultrajado cogió su fusil y le voló la cabeza al otro. De manera que empezó una guerra regular entre los dos pueblos hasta que yo intervine. Yo saqué el tema de la propiedad del trozo de tierra que era la causa remota de todos los disturbios y me quedó clarísimo que le pertenecía a Okperi. Debería mencionar que todos los testigos que declararon ante mí (de ambas partes sin excepción) cometieron perjurio. Al tratar a los nativos tiene que tener en cuenta una cosa y es que, como los niños, son unos grandes mentirosos. No mienten solo para salir de un problema. A veces estropean un buen caso por una mentira que no viene a cuento. Solo un hombre, una especie de rey-sacerdote en Umuaro, testificó contra su propio pueblo. No he averiguado la razón, pero creo que debía de estar sometido a un tabú muy fuerte. Pero aquel hombre tenía una presencia impresionante. Era de piel más clara, casi rojiza. Uno se topa con gente así entre los igbo. Yo tengo la teoría de que los igbo en un pasado lejano asimilaron a una pequeña tribu no negroide de la misma tez que los pieles rojas.
Winterbottom se levantó.
—¿Qué le parece si pasamos a cenar? —dijo.