9
LA casa de Edogo estaba construida a partir de una de las cuatro paredes de la de su padre, de manera que compartían esa pared. Tenía un patio pequeño, con dos cabañas, una para Edogo y otra para su mujer, Amoge. Era pequeña puesto que, al igual que las casas de muchos primogénitos varones, no era más que un hogar temporal donde el hombre esperaba hasta heredar la casa del padre.
Hacía poco que se había construido otra casa al otro lado de la de Ezeulu, para su segundo hijo, Obika. Pero no era tan pequeña como la de Edogo. También tenía dos cabañas, una para Obika y otra para la novia que estaba a punto de llegar.
La casa de Ezeulu quedaba a un lado del camino principal y desde allí se veía la de Edogo a la izquierda y la de Obika a la derecha.
Al salir Obika con su amigo, Edogo regresó a la sombra del ogbu frente a su casa para retomar el encargo de la puerta. Estaba casi terminada, y cuando lo estuviera pensaba dejar de tallar una temporada y dedicarse a sus cultivos. Envidiaba a algunos de los maestros talladores como Agwuegbo, cuyas tierras cultivaban sus aprendices y sus clientes.
Mientras trabajaba la madera, se le fue la mente a la cabaña de su mujer, de donde le llegaban los lloros de su único hijo. Era el segundo, después de que muriera el primero a los tres meses de nacer. El que había muerto había traído la enfermedad al mundo; tenía una protuberancia en mitad de la cabeza. Pero el segundo, Amechi, había sido diferente. Parecía haber nacido lleno de vida. Sin embargo, a los seis meses, cambió de la noche a la mañana. Dejó de mamar del pecho de su madre y se le volvió la piel del color de las hojas de malanga quemadas. Algunos dijeron que quizá la leche de Amoge se había vuelto amarga. Le ordenaron que se sacara un poco en un cuenco para ver si mataba a una hormiga. Pero la hormiguita que metieron sobrevivió, de manera que no podía ser por culpa de la leche.
Edogo sufría intensamente por el niño. Algunas personas decían que quizá fuera otra vez el primer niño, que había vuelto a nacer. Pero Edogo y Amoge nunca hablaban de ello; ella, en particular, tenía miedo. Puesto que lo que se decía en voz alta tenía el poder de convertir el miedo en una verdad viva, no se atrevían a hablar antes de tiempo.
En su cabaña, Amoge estaba sentada en un taburete bajo, con el hijo que lloraba colocado en el ángulo de sus pies, que había acercado a los del niño para que se tocaran los talones. Al cabo de un rato, levantó con los pies al niño, y lo cambió de postura; en el suelo quedó una mancha redonda de un excremento líquido verdoso. Miró alrededor de la habitación pero no encontró lo que quería. Entonces gritó «¡Nwanku! ¡Nwanku! ¡Nwanku!», y un perro negro y delgado entró corriendo desde el exterior y se lanzó a por los excrementos, que desaparecieron en cuatro o cinco lengüetazos. Después se sentó en el suelo y meneó la cola. Amoge movió al niño entre los pies una vez más pero esta vez lo único que quedó fue una manchita verde. A Nwanku no le pareció que el tamaño le compensara como para levantarse; se limitó a estirar el cuello, la lamió con el borde de la lengua y volvió a sentarse a esperar. Pero el niño había terminado, por lo que el perro empezó pronto a intentar cazar una mosca con los dientes.
Los pensamientos de Edogo se negaban a quedarse fijos en la puerta que tallaba. Una vez más, dejó el martillo y cambió el cincel de la mano izquierda a la derecha. El niño acababa de dejar de llorar y Edogo comenzó a cavilar sobre la reciente conversación entre su padre y su hermano. El problema de Ezeulu era que, una vez que veía algo, no podía dejar de pensar en ello. Aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que nada bueno le podía traer a Obika su amistad con Ofoedu, Obika ya no era un niño y, si se negaba a escuchar consejos, era mejor dejarlo en paz. Eso era lo que su padre no era capaz de entender. Tenía que seguir tratando como niños a sus hijos adultos y, a la menor oposición, se desataba una buena pelea. Por eso parecía que, cuanto más crecían sus hijos mayores, más a disgusto se encontraba con ellos. Edogo recordaba lo bien que se llevaba con su padre de pequeño y cómo con el paso de los años había trasladado el afecto que le tenía primero a Obika, después a Oduche y finalmente a Nwafo. Pensándolo bien, en realidad, Edogo no recordaba que su padre hubiera mostrado nunca mucho afecto hacia Oduche. Parecía haberse detenido demasiado tiempo con Obika (el hijo varón que más se parecía a él) y después se saltó a Oduche para pasar a Nwafo. ¿Qué sucedería si el anciano tuviera otro hijo más? ¿Dejaría de prestar atención a Nwafo? Quizá. ¿O había una razón más compleja? ¿Había algo en el chico que hiciera pensar al padre que por fin había llegado su sucesor en el sacerdocio? Algunos veían en Nwafo la viva imagen de su padre. En realidad, a Edogo le parecía un alivio que cayera sobre Nwafo el collar del adivino cuando su padre muriera. «No quiero ser el sumo sacerdote», se oyó decir a sí mismo en voz alta. Miró a su alrededor por instinto para comprobar que nadie le había oído. “En cuanto a Obika —pensó—, no parece que dé muchas vueltas en su cabeza a cosas como el sacerdocio”. Eso dejaba solo a Oduche y a Nwafo. Sin embargo, Oduche no contaba desde que su padre lo enviara a aprender la nueva religión. A Edogo le invadió un extraño pensamiento. ¿No habría enviado su padre a Oduche a aprender la religión de los blancos para inhabilitarlo con respecto al sacerdocio de Ulu? Soltó el cincel con el que alisaba distraído la intersección de rayas sobre la puerta de iroko. ¡Eso lo explicaba todo! Así el sacerdocio pasaría a su hijo pequeño, su preferido. La razón que Ezeulu había aducido con respecto a su extraña decisión nunca había sonado muy convincente. Si, como decía, lo único que quería era que uno de sus hijos se convirtiera en sus ojos y sus oídos en aquella nueva asamblea, ¿por qué no había enviado a Nwafo, a quien tenía siempre más presente en sus pensamientos? No, no era esa la razón. El sacerdote quería intervenir en la elección de su sucesor. Eso era lo que cualquiera que conociera a Ezeulu esperaba de él. Aun así, ¿no era eso ir demasiado lejos? La elección de un nuevo sacerdote era asunto de la divinidad. ¿Permitiría esta que el viejo sacerdote forzara la elección de su sucesor? Que ni Edogo ni Obika parecieran atraídos por el cargo no podía impedir que la divinidad, resentida, eligiera a uno de ellos o incluso a Oduche. Edogo se sintió confundido al dar vueltas a aquellos pensamientos. Si Ulu lo eligiera a él, ¿qué haría? Nunca le había preocupado la idea, porque siempre había dado por hecho que Ulu no lo escogería. Sin embargo, tal y como veía ahora las cosas, no tenía ninguna certeza sobre ello. ¿Se alegraría si las cuentas del collar del adivino cayeran a su favor? No lo sabía. Quizá la única satisfacción segura sería saber que la divinidad habría frustrado la preferencia de su padre por sus hijos pequeños. Desde Ani-Mmo, adonde iban los muertos, Ezeulu vería la ruina de todos sus planes.
A Edogo le sorprendió ese grado de mala voluntad hacia su padre y trató de calmarse. Recordó lo que su madre decía cuando vivía: que el único defecto de Ezeulu era que esperaba que todo el mundo (sus esposas, sus hijos, sus parientes, sus amigos e incluso sus enemigos) pensara y actuara como él.
«Cualquiera que se atreviera a decirle que no era un enemigo». Olvidaba el dicho de los mayores, de que quien buscaba un compañero que actuara exactamente igual que él estaba condenado a vivir en soledad.
Ezeulu permanecía sentado en el mismo sitio mucho después de su pelea con Obika. Tenía la espalda apoyada en la pared y la mirada fija en los caminos que llevaban a su casa. De vez en cuando parecía estudiar el altar familiar colocado ante la pared del dintel bajo enfrente de él. A su izquierda había un largo asiento de adobe cubierto con pieles de cabra. En aquella parte de la cabaña, el alero estaba retirado hacia atrás, de manera que Ezeulu pudiera observar el cielo a la espera de la luna nueva. Durante el día, la luz de la cabaña entraba sobre todo por aquella parte. Nwafo ocupó el banco de adobe, frente a su padre. Al otro lado de la habitación, a la derecha de Ezeulu, estaba su cama baja de bambú. A su lado ardía una hoguera de troncos de ukwa.
Con la misma mirada fija, Ezeulu comenzó de pronto a hablar a Nwafo.
—Un hombre jamás miente a su hijo —dijo—. Acuérdate siempre. Decir «Me lo contó mi padre» es pronunciar todo un juramento. No eres más que un niño pequeño, pero yo no era más mayor cuando mi padre empezó a confiarme algunas cosas. ¿Me oyes?
Nwafo dijo que sí.
—Ya ves lo que le ha pasado a tu hermano. Dentro de unos días vendrá su novia y a él nadie le llamará niño. El forastero que lo vea ya no preguntará «¿De quién es hijo?», sino «¿Quién es?». De su mujer tampoco dirán «¿De quién es hija?», sino «¿Con quién está casada?». ¿Me entiendes?
Nwafo vio que a su padre empezaba a brillarle la cara de sudor. Alguien se acercaba hacia la cabaña y se calló.
—¿Quién es?
Ezeulu entornó los ojos en su esfuerzo por ver.
Nwafo saltó del banco de adobe y se acercó al centro de la cabaña para ver.
—Es Ogbuefi Akuebue.
Akuebue era uno de los pocos hombres de Umuaro cuyas palabras escuchaba Ezeulu. Los dos hombres eran de la misma quinta. Al acercarse habló en voz alta y preguntó:
—¿Sigue vivo el dueño de esta casa?
—¿Quién es este hombre? —preguntó Ezeulu—. ¿No decían que habías muerto hace dos mercados contando hasta el próximo afo?
—A lo mejor no sabes que hace mucho que murieron todos los de tu quinta. ¿Acaso esperas que te salgan hongos en la cabeza antes de enterarte de que te ha llegado la hora?
Akuebue estaba ya dentro de la cabaña pero mantenía la postura que había adoptado al pasar por el dintel bajo, con la mano derecha apoyada en la rodilla y el cuerpo doblado por la cintura. Sin recuperar su altura completa, dio la mano al sumo sacerdote. Después extendió su piel de cabra en el suelo cerca del banco de adobe y se sentó.
—¿Cómo están los tuyos?
—Están calladitos.
Así respondía Akuebue a las preguntas sobre su familia. A Nwafo le divertía mucho. Se imaginaba a las esposas y los niños de aquel hombre sentados en silencio con las manos entre las vestimentas.
—¿Y los tuyos? —preguntó a Ezeulu.
—No ha muerto nadie.
—¿Y eso de que el blanco azotó a Obika?
Ezeulu abrió ambas palmas de las manos hacia el cielo y no dijo nada.
—¿De qué delito le acusaron?
—Amigo, hablemos de otras cosas. Hubo una época en que un suceso así me habría provocado una fiebre; pero esos tiempos ya pasaron. Ya nada me afecta. Nwafo, ve a decirle a tu madre que me traiga una nuez de cola.
—Esta mañana decía que se le habían terminado sus nueces de cola.
—Entonces vete a pedírsela a Matefi.
—¿Tienes que preocuparte por la nuez de cola cada vez que vengo? No soy ningún forastero.
—A mí nadie me enseñó que la nuez de cola fuera una comida para forasteros —dijo Ezeulu—. Y, por otra parte, ¿no se dice también que es un idiota quien trata a su hermano peor que a un desconocido? Pero yo sé lo que temes; me he enterado de que has perdido todos los dientes.
Al decirlo fue a por una tiza de barro blanco que estaba en una caja de madera con forma de cabeza de lagarto y la lanzó rodando por el suelo hacia Akuebue, que la cogió y dibujó cuatro líneas rectas en el suelo. Después se pintó el dedo gordo del pie derecho y le devolvió la tiza rodando por el suelo a Ezeulu, quien la colocó de nuevo en la caja de madera.
Nwafo regresó enseguida con una nuez de cola en otro cuenco.
—Enséñasela a Akuebue —le dijo su padre.
—Ya la he visto —repuso Akuebue.
—Y después pártela.
—No. La nuez de cola del rey vuelve a sus manos.
—Si tú lo dices…
—Desde luego que lo digo.
Ezeulu le cogió el cuenco a Nwafo y se lo colocó entre las piernas. A continuación cogió la nuez de cola con la derecha y rezó una oración. Movía la mano bruscamente hacia delante al pronunciar cada frase, con la palma abierta hacia arriba y el dedo gordo sujetando la nuez de cola sobre los otros cuatro dedos.
—Larga vida a ti, Ogbuefi Akuebue, y a todos los tuyos. También yo deseo una larga vida con los míos. Aun así, la vida no vale lo suficiente si no tenemos lo necesario para vivirla bien, y hay una clase de vida lenta y cansada que es peor que la muerte.
—Dices la verdad.
—Que el bien llegue para quien está en lo más alto y para quien está en lo más bajo. Pero que se ahogue de envidia quien esté celoso de la posición de otro.
—Que así sea.
—Que reine el bien en las tierras igbo y en el país de los pueblos ribereños.
Entonces partió la nuez de cola apretándola con las palmas y arrojó los pedazos al cuenco que estaba en el suelo.
—¡Ay, ay, ay! —dijo emitiendo un silbido—. Mira lo que ha pasado. Los espíritus tienen ganas de comer.
Akuebue estiró el cuello para ver.
—Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Desde luego que tienen hambre.
Ezeulu cogió un lóbulo y lo tiró fuera. Después cogió otro y se lo llevó a la boca. Nwafo se acercó, cogió el cuenco del suelo y sirvió a Akuebue. Durante un breve instante, ninguno de los hombres habló; solo rompía el silencio el sonido de la nuez de cola al ser triturada entre los dientes.
—Qué raro el comportamiento de las nueces de cola —dijo Ezeulu después de tragar dos veces—. No recuerdo la última vez que vi una de seis pepitas.
—Desde luego que es muy raro, y solo lo ves cuando no lo buscas. Ni siquiera es fácil encontrar una de cinco. Hace unos años tuve que comprar cuatro o cinco cestas de nuez de cola antes de encontrar una con cinco lóbulos para un sacrificio. Nwafo, ve a la cabaña de tu madre y tráeme una calabaza grande con agua fría… Este calor no viene con las manos vacías.
—Yo creo que hay agua en el cielo —dijo Ezeulu—. Es el calor que hace antes de la lluvia.
Al decirlo se levantó, se inclinó un poco y dio unos pasos hacia su cama de bambú y cogió de allí su bolsa piel de cabra. La bolsa estaba cosida con destreza; parecía como si la cabra que había vivido dentro hubiera sido sacada fuera como quien arranca un caracol de su caparazón. Tenía cuatro patitas y la cola estaba intacta. Ezeulu se llevó la bolsa a su asiento y metió el brazo en busca de su tarro de rapé. Cuando lo encontró lo puso en el suelo y comenzó a buscar la cucharita de marfil. Enseguida la encontró y dejó la bolsa a un lado. Volvió a coger el frasquito blanco, lo levantó para ver cuánto rapé le quedaba y después le dio un golpecito al tapón. Lo abrió y vertió un poquito en su mano izquierda.
—Dame un poco para aclararme la cabeza —dijo Akuebue, que acababa de beberse el agua.
—Ven tú a por ella —replicó Ezeulu—. No esperarás que saque el rapé y me dé también el paseo para buscarte una esposa, y de paso una cama donde dormir.
Akuebue se levantó medio recto con la mano derecha en la rodilla y la izquierda abierta hacia Ezeulu.
—No voy a discutir contigo —dijo—. Tuyos son el ñame y el cuchillo.
Ezeulu pasó dos cucharadas del rapé de su propia palma a la de Akuebue y después sacó más del frasco para él.
—Es un buen rapé —dijo Akuebue.
Tenía un resto de polvo marrón en uno de los orificios de la nariz. Se puso otro montoncito en la uña del pulgar de la mano izquierda y se lo llevó al otro orificio; echó la cabeza hacia atrás y lo inhaló tres o cuatro veces. Le quedó polvillo en ambos orificios. Ezeulu utilizó la cuchara de marfil en vez de la uña del pulgar.
—No compro mi rapé en el mercado —dijo Ezeulu—. Esa es la razón.
Edogo entró con una calabaza de vino de palma que llevaba colgada al cuello con una cuerda corta. Saludó a Akuebue y a su padre y dejó la calabaza.
—No sabía que tuvieras vino de palma —dijo Ezeulu.
—Me lo ha mandado el dueño de la puerta que estoy tallando.
—¿Y por qué lo traes aquí, en presencia de este amigo mío que heredó la barriga de todos sus difuntos parientes?
—Pero yo no he oído a Edogo decir que fuera para ti. —Se volvió hacia Edogo y le preguntó—: ¿O sí lo has dicho?
Edogo se rio y dijo que era para los dos.
Akuebue sacó de su bolsa un cuerno grande de vaca y lo golpeó tres veces contra el suelo. Después frotó el borde con la palma de la mano para quitar la suciedad. Ezeulu sacó su cuerno de la bolsa que tenía al lado y la sujetó para que la llenara Edogo. Después de servirle cogió la calabaza, se la acercó a Akuebue y también le llenó el cuerno. Antes de beber, Ezeulu y Akuebue se inclinaron un poco hacia el suelo y murmuraron una invitación apenas audible a sus ancestros.
—Me duele todo el cuerpo —dijo Ezeulu—, y no creo que esté preparado para volver a beber vino de palma.
—Estoy seguro de que no —dijo Akuebue, que se había bebido de un trago el primer cuerno y arrugó la cara como si esperara oír un ruido dentro de su cabeza que le dijera si el vino era bueno o no.
Edogo cogió el cuerno de su padre y se sirvió con moderación. Entró Oduche, saludó a su padre y a Akuebue y se sentó con Nwafo en el asiento de adobe. Desde que se había convertido a la religión de los blancos llevaba siempre una túnica de tela de toalla en lugar del elote entre las piernas. Edogo rellenó el cuerno y se lo ofreció, pero Oduche no bebió.
—¿Y tú, Nwafo? —preguntó Edogo.
También él dijo que no.
—¿Cuándo te vas a Okperi? —le preguntó Ezeulu.
—Pasado mañana.
—¿Cuánto tiempo te quedas?
—Dicen que por dos mercados.
Ezeulu pareció dar vueltas a aquello en su cabeza.
—¿Qué vas a hacer allí?
—Quieren examinarnos sobre nuestro conocimiento del libro sagrado.
Akuebue se encogió de hombros.
—No sé yo si vas a ir —dijo Ezeulu—. Que pasen estos días y ya lo decidiré.
Nadie se atrevió a replicar. Oduche conocía demasiado bien a su padre como para protestar. Akuebue bebió otro cuerno de vino y empezó a hacer rechinar los dientes. La voz que había esperado había hablado y había decretado que el vino era bueno. Golpeó el cuerno sobre el suelo unas cuantas veces y rezó mientras lo hacía.
—Larga vida al hombre que crio este vino, para que continúe su buen trabajo. Larga vida también a todos cuantos lo bebimos. Por el país de Olu y de los igbo.
Frotó el borde de su cuerno antes de guardarlo en su bolsa.
—Toma otro cuerno de vino —dijo Edogo.
Akuebue se frotó la boca con el dorso de la mano antes de responder.
—La única medicina contra el vino de palma es el poder decir que no.
Aquella afirmación pareció traer a Ezeulu de vuelta a la gente que lo rodeaba.
—Antes de que entraras —le dijo a Akuebue—, le decía a mi hijo pequeño que hasta el más mentiroso del mundo le dice la verdad a su propio hijo.
—Así es —dijo Akuebue—. Un hombre puede jurar por su divinidad más temida que lo que le ha dicho su padre es verdad.
—Si un hombre no tiene claro el límite entre su tierra y la de su vecino —continuó Ezeulu—, ha de decirle lo siguiente a su hijo: «Yo creo que está aquí, pero si hay una disputa no lo jures ante una divinidad».
—Eso es cierto —dijo Akuebue.
—Pero cuando un hombre ha dicho la verdad y sus hijos prefieren escuchar una mentira…
Su voz se había elevado con cada palabra hacia el tono peligroso de una maldición. De pronto se paró con un movimiento violento de la cabeza. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono más tranquilo.
—Por eso un forastero puede azotar a un hijo mío y quedar indemne, porque mi hijo ha decidido desoír todo lo que yo digo. Si no fuera así, ese extranjero ya se habría enterado de lo que significa contrariar a Ezeulu: los perros le habrían lamido las cuencas de los ojos. Me lo habría tragado entero y lo habría vomitado. Le habría afeitado la cabeza sin mojarle el pelo.
—Entonces, ¿fue Obika quien golpeó primero? —preguntó Akuebue.
—¿Cómo voy a saberlo? Lo único que puedo decir es que iba ciego de vino de palma cuando se marchó de aquí por la mañana. Y cuando volvió hace un rato se le notaba todavía en los ojos.
—Pero dicen que él no pegó primero —dijo Edogo.
—¿Estabas tú allí? —le preguntó su padre—. ¿Te fiarías de lo que te diga un hombre bebido como para jurar ante una divinidad? Si estuviera seguro de mi hijo, ¿crees que estaría aquí sentado hablando contigo mientras que el hombre que me ha metido el dedo en el ojo se va a dormir a su casa? Como mínimo, pronunciaría unas palabras que le harían enterarse del poder de mi lengua.
Empezaba a gotearle el sudor por la frente.
—Es verdad lo que dices —dijo Akuebue—. Pero, tal y como yo lo veo, tenemos algo pendiente hasta que averigüemos por quienes lo vieron si Obika fue el primero en atacar o…
Ezeulu no le dejó terminar.
—¿Por qué debería ir por ahí persiguiendo a unos desconocidos para que me cuenten lo que hizo o lo que dejó de hacer mi hijo? Soy yo quien debería explicárselo a ellos.
—Es verdad. Pero echemos primero a la bestia salvaje y acusemos después a la gallina. —Akuebue se volvió hacia Edogo—. ¿Dónde se ha metido Obika?
—No pareces haberte enterado de lo que he dicho —repuso Ezeulu—. ¿Dónde…?
Edogo lo interrumpió.
—Ha salido con Ofoedu. Se ha ido porque nuestro padre no le ha preguntado qué pasó antes de echarle la culpa.
Aquella acusación por sorpresa fue para Ezeulu como una picadura de hormiga negra. Pero se contuvo y, para sorpresa de todos, se apoyó en la pared y cerró los ojos. Al volver a abrirlos, empezó a silbar bajito. Akuebue asintió cuatro o cinco veces, como si hubiera desvelado una verdad inesperada. Ezeulu hizo un ligero movimiento de cabeza de lado a lado y de arriba abajo a la vez que silbaba.
—Eso es lo que yo les digo a mis hijos —les dijo Akuebue a Edogo y a los otros dos chicos—. Les digo que un padre siempre tiene más sentido común que sus hijos.
Estaba claro que lo había dicho para aplacar a Ezeulu; pero también estaba claro que decía la verdad.
—Aquellos de vosotros que penséis que sabéis más que vuestro padre olvidáis que es él quien os entrega su propio sentido común. Por eso, el chico que intenta discutir con su padre termina con el elote del viejo tapándole los ojos. ¿Por qué hablo así? Porque no soy ningún extraño en la cabaña de vuestro padre y no temo decir lo que pienso. Sé lo mucho que vuestro padre le ha implorado a Obika que renuncie a su amistad con Ofoedu. ¿Por qué no le ha hecho caso Obika? Es porque todos, y no solo Obika, sino todos vosotros, con ese pequeñuelo incluido, os creéis más listos que vuestro padre.
Mis hijos son iguales. Pero olvidáis una cosa. Olvidáis que la mujer que comenzó a cocinar antes que otra debe tener más utensilios rotos. Cuando nosotros los mayores hablamos no es porque nos sepan dulces las palabras; es porque vemos algo que vosotros no veis. Nuestros antepasados idearon un proverbio para eso, decían que cada vez que vemos a una anciana pararse en una danza y señalar varias veces en la misma dirección, podemos estar seguros de que en algún punto cerca de ahí le sucedió algo hace mucho tiempo que tocó la raíz de su vida. Cuando regrese Obika, cuéntale lo que he dicho, Edogo. ¿Me oyes?
Edogo asintió. Se preguntaba si era verdad que un padre nunca mentía a sus hijos.
Akueke se giró sobre las nalgas y se situó frente a Ezeulu.
—Umuaro puede estar orgulloso —dijo— de que nunca aceptamos que una parte tenga razón y la otra esté equivocada. He hablado a tus hijos y no temo hablarte a ti. Creo que eres demasiado duro con Obika. Aparte de tu alto cargo de sumo sacerdote, tienes también la bendición de una gran familia. Recuerda que tiene que haber todo tipo de personas en cada familia: buenos y malos, valientes y cobardes; quienes traen riqueza y quienes la malgastan, los que dan buenos consejos y los que solo hablan las palabras del vino de palma. Por eso podemos decir que, toques la melodía que toques en la casa de un gran hombre, siempre habrá alguien que baile al son del tambor. Te saludo.