10

AUNQUE TONY CLarke llevaba ya seis semanas en Okperi, la mayor parte de su equipaje, incluida su vajilla, había llegado hacía solo un par de semanas; de hecho, llegó la víspera de su excursión a la selva. Por eso no había podido invitar antes al capitán Winterbottom a comer.

Mientras esperaba a que llegara su invitado, el señor Clarke sintió una cierta ansiedad. Uno de los problemas de vivir en un sitio como aquel, donde no había más que otros cuatro europeos (tres de los cuales se suponía que debían estar bajo el control de la Administración), era que uno tenía que vérselas solo frente a un invitado como Winterbottom. No era la primera vez que coincidían en un acto social, desde luego; de hecho, habían cenado juntos hacía poco y la cosa no había quedado del todo en un punto muerto. Pero, en aquella ocasión, Clarke había sido el invitado, sin responsabilidad alguna. Aquel día sería el anfitrión, y por tanto le tocaba a él ocuparse de que no decayera la conversación durante el largo y arduo ritual del alcohol, la comida, el café y más alcohol hasta la medianoche. Ojalá hubiera podido invitar a alguien como John Wright, de quien se había hecho amigo en el último viaje. Sin embargo, la mezcla habría sido un desastre.

Durante su viaje, Clarke había compartido una noche con Wright en la solitaria Casa de Descanso con tejado de paja a las afueras de Umuaro. Wright llevaba ya más de dos semanas viviendo en un ala de la Casa de Descanso. Aquella casa tenía dos enormes habitaciones, cada una con una cama de campaña y una vieja mosquitera, una tosca mesa de madera y un armario. Justo detrás del edificio principal había un cobertizo con tejado de paja que se utilizaba como cocina. A unos treinta metros había también una cabaña sobre una letrina excavada y con un asiento de madera. Un poco más allá, en la misma dirección, había otra cabaña donde se alojaban los sirvientes y porteadores, a quienes se llamaba a veces «los chicos de la hamaca». La Casa de Descanso propiamente dicha estaba rodeada por un seto desigual de una planta local que Clarke no había visto nunca antes.

El sitio tenía todo el aspecto de no haber tenido un guarda desde que el último desapareciera en el bosque con dos camas de campaña. Se trajeron otras camas, pero la llave de la casa y de la letrina pasó a guardarse en el cuartel general, de manera que, cada vez que un europeo saliera de viaje y necesitara alojamiento allí, el jefe administrativo de la oficina del capitán Winterbottom tenía que acordarse de dar la llave a su porteador principal o al sirviente. En una ocasión, el oficial de policía, el señor Wade, emprendió el camino a Umuaro y al jefe administrativo se le olvidó aquel detalle, por lo que tuvo que andar diez o doce kilómetros de noche para llevarle la llave. Afortunadamente para él, el señor Wade no había sufrido ninguna molestia personal, puesto que el día antes de salir había enviado a sus criados a que limpiaran la casa.

Mientras paseaba por el recinto de la Casa de Descanso, Tony Clarke tuvo la sensación de estar a cientos de kilómetros de Government Hill. Era imposible creer que solo estuviera a diez o doce kilómetros de allí. Hasta el sol parecía ponerse en una dirección diferente. No le extrañaba que para los nativos, según se decía, dar un paseo de diez kilómetros fuera como viajar al extranjero.

Más tarde, aquella noche, él y Wright se sentaron en la terraza de la Casa de Descanso y este le invitó a ginebra. En aquel remoto rincón, lejos del ambiente rígido alrededor de Winterbottom en Government Hill, Clarke descubrió que Wright le caía muy bien. También descubrió, encantado y asombrado, que en ciertas circunstancias era capaz de beber tanta ginebra como cualquier oficial veterano de la costa.

Solo habían coincidido en contadas ocasiones, pero aquella noche conversaron como viejos amigos. Clarke pensó que, a pesar de su aspecto achaparrado y tosco, era un inglés bueno y honesto. Le resultó muy reconfortante poder hablar con alguien libre del defecto de la petulancia y que no se tomara demasiado en serio a sí mismo.

—¿Qué piensas que diría el capitán, Tony, si viera a su oficial más joven hablar en tono amable y cordial con un vulgar constructor de carreteras? —Tenía la cara colorada y un aire casi infantil.

—No lo sé, ni me importa mucho —repuso Clarke. Quizá debido al efecto de la ginebra en el cerebro, añadió—: Ya me gustaría, después de unos cuantos años en África, lograr hacer algo tan importante como tu carretera…

—Lo que dices es muy amable por tu parte.

—¿Habrá una celebración para inaugurarla?

—El capitán ha dicho que no. Dice que ya hemos gastado más de lo previsto según lo votado.

—¿Qué importa eso?

—Eso quisiera saber yo. Y sin embargo nos gastamos cientos de libras en nombrar tribunales nativos por toda la región que, en mi opinión, nadie quiere.

—Aun así, debo decir que no es culpa del capitán. —Clarke acababa de adoptar el tono ligeramente desdeñoso de Wright al referirse a Winterbottom—. Es la política oficial, con la cual me consta que el capitán no está del todo de acuerdo.

—Maldita política oficial.

—Eso mismo diría el capitán.

—¿Sabes?, en realidad, el capitán no es una mala persona; yo creo que en el fondo es un tipo bastante decente. Hay que comprenderle por lo mal que lo ha pasado.

—¿Te refieres a lo de las promociones?

—Aquí también le han tratado mal, según me han dicho —dijo Wright—. La verdad es que no estaba pensando en eso. Me refería a su vida familiar. Fíjate, durante la guerra, mientras el pobre hombre luchaba en Camerún contra los alemanes, apareció un listo que se llevó a su mujer.

—¿De verdad? No tenía ni idea.

—Pues sí. Dicen que le afectó muchísimo. A veces creo que fue esa pérdida personal durante la guerra lo que le hizo aferrarse a ese ridículo trabajo de capitán.

—Es muy probable. Es el tipo de hombre que se tomaría muy mal que le dejara su mujer, ¿no crees? —dijo Clarke.

—Exacto. Los hombres tan rectos como él no pueden soportar una cosa así.

Esa tarde, Clarke se enteró de todos los detalles de la crisis matrimonial de Winterbottom y lo lamentó. Wright también pareció tocado por la compasión por el hecho mismo de contar la historia. Sin ningún propósito consciente, dejaron de decir «el capitán» en tono despectivo y acabaron llamando a Winterbottom por su nombre.

—En el fondo, lo que le pasa a Winterbottom es que es demasiado serio como para acostarse con las nativas —dijo Wright, con cara de haber reflexionado en profundidad.

El sobresalto de Clarke le sacó de sus pensamientos y, por un breve instante, olvidó completamente a Winterbottom. Ya le había venido varias veces a la cabeza aquella cuestión: ¿hasta dónde llegaba la práctica de los blancos de acostarse con nativas?

—No parece comprender que se sabe que incluso los gobernadores han tenido amantes morenas. —Se pasó la lengua por los labios.

—No creo que sea una cuestión de saber o no saber —dijo Clarke—. Es un hombre de principios muy elevados, una especie de misionero. Creo que su padre fue pastor de la Iglesia de Inglaterra… muy distinto del mío, que es empleado del Banco de Inglaterra.

Se rieron los dos a carcajadas. Cuando, por la mañana, Clarke se acordó de aquella ocurrencia se dio cuenta de la cantidad de alcohol que debía de haber ingerido para que le pareciera divertida una broma tan mala.

—Creo que tienes razón con respecto a eso de ser como un misionero. Lo suyo hubiera sido venir aquí con la Sociedad de la Iglesia Misionera, o una congregación por el estilo. Por cierto, últimamente se le ha visto con la doctora misionera de Nkisa. Por supuesto que cada uno tenemos nuestros gustos, pero yo jamás hubiera imaginado que una doctora misionera pudiera divertir mucho a un hombre en este sitio dejado de la mano de Dios.

Clarke quería preguntarle sobre las nativas, si eran mejores que las blancas y muchos otros detalles, pero ni bajo el efecto de la ginebra fue capaz de sacar el tema. En lugar de eso, se dedicó a cambiar de asunto y perdió su gran oportunidad. Se aguantó las ganas de hablar sobre los pensamientos que le habían rondado desde que había empezado a ver a las chicas que andaban por allí desnudas. Después se mordería los labios, lamentándolo.

—Según lo que había oído de Winterbottom en la oficina central —dijo—, esperaba encontrarme con una especie de payaso.

—Ya lo sé. Es la broma de Enugu, ¿no?

—Cada vez que anunciaba que me iba a Okperi, me decían: «¡Vaya! ¿Con el viejo Tom?». Y me miraban con cara de pena. Me preguntaba qué le pasaría al viejo Tom, pero nadie añadía nada. Entonces un día oí a un oficial muy veterano decirle a otro: «El viejo Tom siempre te recuerda que llegó a Nigeria en mil novecientos diez, pero nunca menciona que no ha trabajado un solo día en todo este tiempo». Es increíble la de lenguas viperinas que hay por Enugu.

—Bueno —dijo Wright con un bostezo—, yo tampoco diría que el viejo Tom es el tipo más trabajador que he conocido… pero claro, aquí, ¿quién lo es? Desde luego, ni uno solo de la banda de Enugu.

A Clarke se le pasaban todas estas cosas por la cabeza mientras aguardaba la llegada de Winterbottom. Se sentía culpable, como a quien se pesca después de criticar con un extraño a un miembro del grupo a sus espaldas. Por otra parte, se dijo a sí mismo en defensa propia, tampoco habían dicho nada de Winterbottom que pudiera considerarse poco caritativo. Lo único que pasaba era que se había enterado de algunos detalles de la vida de aquel hombre y le compadecía. Y aquel sentimiento justificaba lo que sabía.

Se metió por enésima vez en la cocina aquella tarde, para supervisar al cocinero, que asaba un pollo en un fuego de leña. Menudo horror si salía tan duro como el último que Clarke había comido. Desde luego que el pollo nativo era duro y muy pequeño. Pero quizá tampoco había por qué quejarse: un pollo adulto y bien criado no costaba más de dos peniques. Aun así, tampoco estaría mal pagar un poco más de vez en cuando por un buen pollo inglés, jugoso y tierno. El gesto del cocinero parecía decir que Clarke se metía demasiadas veces en la cocina.

—¿Qué tal va?

—Intento, señor, pero pollo duro duro —dijo el cocinero, frotándose con el antebrazo los ojos inflamados por el humo.

Clarke miró distraído a su alrededor y regresó a la terraza del bungalow. Se sentó y volvió a mirar el reloj: eran las siete menos cuarto y todavía faltaba media hora. Comenzó a pensar en temas de conversación. Su viaje reciente podría haberle proporcionado temas de sobra para la velada, pero acababa de escribir y presentar un informe al respecto.

«¡Qué curioso!», se dijo. ¿Por qué le ponía tan nervioso que viniera Winterbottom a cenar? ¿Le tenía miedo? ¡De ningún modo! Entonces, ¿a qué venía aquella agitación? ¿Por qué le resultaba tan incómodo el encuentro con Winterbottom después de haberse enterado de unas cuantas historias a través de Wright, que por otra parte eran de dominio público? Clarke reflexionó sobre la naturaleza del conocimiento. El hecho de que uno supiera determinadas cosas de los amigos o los colegas, ¿suponía una desventaja? Quizá. En caso afirmativo, era prueba de lo falsa que era la suposición común de que, cuanta más información se pudiera conseguir sobre los demás, más poder se tenía sobre ellos. Quizá esa información le ponía a uno en situación de desventaja, porque le hacía sentirse responsable e incluso compadecer a los demás. Clarke se levantó y se puso a dar vueltas, de manera algo afectada. A lo mejor esa era la verdadera diferencia entre los administradores coloniales británicos y los franceses. Estos decidían lo que querían hacer y lo hacían. Los británicos, por su parte, nunca hacían nada sin enviar antes una comisión investigadora para descubrir todos los hechos, que luego los dejaba atados de pies y manos. Se sentó de nuevo, con la cara resplandeciente de satisfacción.

La cena fue casi completamente satisfactoria. Solo hubo dos o tres momentos violentos a lo largo de la velada; por ejemplo, al principio, cuando el capitán Winterbottom dijo:

—Acabo de leer su informe sobre el viaje. Está claro que ya va usted acostumbrándose a cumplir con sus obligaciones aquí.

—Fue muy emocionante —dijo Clarke, intentando quitar importancia a su parte en la exitosa historia—. Es una región increíble. Me puedo imaginar cómo se siente usted al ver cómo se desarrolla tan satisfactoriamente un distrito bajo su mandato.

Se mordió la lengua justo antes de decir «su sabio mandato». Aun así, se preguntó si su intento evidente de devolver el cumplido le habría salido bien.

—Hay una cosa que de todos modos me preocupa —dijo Winterbottom como si no hubiera oído la última frase de Clarke—. Dice usted que no es verdad lo que se cuenta sobre los latigazos de Wright a los nativos.

A Clarke le dio un vuelco el corazón. Era lo único falso en todo el informe. De hecho, había olvidado por completo investigar aquello, incluso si hubiera sabido cómo hacerlo. Solo al regresar a Okperi se encontró con una breve y reciente entrada garabateada a lápiz que rezaba «Wright y los nativos» en la segunda página de su cuaderno del viaje. Al principio le había inquietado; después había llegado a la conclusión de que, si Wright hubiera empleado métodos poco ortodoxos, se habría enterado sin tener que hacer una investigación. Al no haber oído nada al respecto, se podía decir que aquellas historias eran falsas. En cualquier caso, ¿cómo se iba a investigar una cosa así? ¿Se acercaba uno al primer nativo que viera y le preguntaba si había sido azotado por Wright? ¿O había que preguntárselo a Wright? Por lo que Clarke le había conocido, no pensaba que fuera de esa clase de hombres.

—Mi criado es un nativo de Umuaro —continuó Winterbottom—, y acaba de regresar después de pasar dos días en su casa; me ha contado que reina la confusión en el pueblo porque Wright azotó a un hombre bastante importante. Pero quizá no sea verdad.

Clarke esperaba no dejarse traicionar en su confusión. Reaccionó con rapidez y dijo:

—No oí nada sobre el terreno.

Las palabras «sobre el terreno» le picaron a Winterbottom como tres avispas. ¡Menuda cara tenía aquel tipo! Llevaba menos de una semana y ya hablaba como si él fuera oficial de distrito y Winterbottom su nuevo criado, o un estúpido administrativo de la oficina central. ¡Sobre el terreno…! Pero decidió no insistir en el tema. Estaba inmerso en su plan de designar a dos jefes nativos importantes en el distrito y en toda la comida no habló de otra cosa. A Clarke le sorprendió que pasara a hablar en un tono mucho menos intenso; al observarlo desde el otro lado de la mesa, le pareció de pronto un tipo viejo y cansado. Pero pronto se le pasó y pareció recuperar un ligero entusiasmo en la voz.

—Creo que le conté la historia del sacerdote indígena que me causó una impresión excelente al decir la verdad en el conflicto de las tierras entre la gente de aquí y los de Umuaro.

—Sí, creo que sí.

Clarke observaba nervioso a su invitado, en apuros para cortar un bocado de pollo. ¡Malditos pájaros nativos!

—Pues he decidido nombrarlo jefe de Umuaro. He repasado los archivos del caso y he averiguado que el título de este hombre es Eze Ulu. El prefijo eze significa en igbo «rey». De manera que este hombre es una especie de sacerdote-rey.

—Eso quiere decir, supongo —repuso Clarke—, que este nombramiento no debería resultarle algo completamente ajeno.

—Exacto. Aunque debo decir que todavía no conozco a un igbo que no se haya dedicado a adoptar un aire de superioridad, como ese libertino al que hicimos jefe aquí. Ahora se hace llamar Su Alteza Obi Ikedi I de Okperi. El único título que no le he oído utilizar es el de Fidei Defensor.

Clarke abrió la boca para decir que el amor a los títulos era un defecto universal, pero se lo pensó dos veces.

—Ese era un tipo insignificante hasta que lo nombramos jefe, y ahora se da unos aires como si no hubiera sido otra cosa en su vida. Lo mismo pasa con los empleados de los tribunales y también con los mensajeros. Todos se las arreglan para convertirse en pequeños tiranos con su propia gente. Parece que es un rasgo del carácter de los negros.

El criado vestido de blanco reluciente salió de la oscura cocina tratando de mantener el equilibrio con el resto de las patatas cocidas y la coliflor en una mano, y el pollo en la otra. Se oía el crujido de su almidonado uniforme al andar hacia el capitán Winterbottom, hasta que se quedó de pie a su derecha.

—Ve al otro lado, Stephen —dijo Clarke, irritado.

Stephen sonrió y se movió.

—No, no voy a tomar más —dijo Winterbottom, y girándose hacia Clarke añadió—: Este cocinero es bueno; no se suele tener tanta suerte con el primero que se consigue.

—Aloysius no es de primera, pero supongo… No, no voy a tomar más, Stephen.

Mientras saboreaban una macedonia de fruta fresca hecha con papaya, plátano y naranjas, Winterbottom retomó el tema de sus jefes nativos.

—En cuanto a Umuaro, les he encontrado un jefe —dijo con una de sus escasas sonrisas—, y vivirán felices por siempre jamás. Pero no estoy tan seguro con respecto a los de Abame, que de cualquier modo son una banda bastante salvaje.

—¿Es el pueblo que asesinó a Macdonald? —preguntó Clarke, con la atención dividida entre la conversación y la fruta, que estaba ya un poco agria.

—Correcto. En realidad, han dejado de ser problemáticos, al menos para nosotros; la expedición de castigo les dio una lección ciertamente inolvidable. Pero siguen cooperando muy poco. Son los que menos cooperan en todo el distrito con el tribunal nativo. El año pasado se trataron casi una docena de casos, ninguno de los cuales presentaron ellos.

—Eso es muy desalentador —dijo Clarke, que no estaba seguro de si había querido hablar con ironía o no.

Pero, en cuanto Winterbottom comenzó a ponerle al corriente de los detalles de sus planes de tribunales nativos para las dos áreas, Clarke no pudo evitar quedar impresionado ante aquel aspecto nuevo del carácter del tipo. A pesar de que sus superiores invalidaran su oposición al nombramiento de jefes nativos, ahora no escatimaba esfuerzos para asegurar el éxito de aquella política. El profesor de Ética de Clarke en Cambridge era muy aficionado a la frase «la cristalización de la civilización». Eso era.

Mientras se tomaba el whisky con soda después del café, la oposición del capitán Winterbottom se reavivó por unos instantes, lo cual solo confirmó la nueva opinión de Clarke sobre él.

—Lo que me parece tremendo —dijo Winterbottom— no es tanto la política equivocada de nuestra Administración como nuestra falta de consistencia. Fíjese en el caso de los jefes nativos. Cuando sir Hugh Macdermot llegó por primera vez como gobernador, envió a su secretario de Asuntos Nativos a investigar todo este tema. El tipo se metió a fondo y pasó mucho tiempo desvelando lo absurdo del sistema, tal y como yo lo había indicado desde el principio. De cualquier modo, por lo que dijo en una conversación privada, estaba de acuerdo en que claramente había sido un desastre absoluto. Eso fue en mil novecientos diecinueve. Recuerdo que yo volvía de un permiso…

Su voz se tiñó de una extraña emoción y Clarke vio que enrojecía. Recuperó el control de sí mismo y continuó:

—Hace ya más de dos años de eso, y todavía no sabemos nada del informe de aquel hombre. Sin embargo, el lugarteniente general ahora nos pide que procedamos con la política anterior. ¿A qué puede uno atenerse?

—¡Qué frustrante! —dijo Clarke—. ¿Sabe?, el otro día pensaba en nuestra afición a las comisiones de investigación. Me parece que eso es precisamente lo que nos diferencia de los franceses. Ellos saben lo que quieren y lo hacen. Nosotros organizamos una comisión para conseguir toda la información, como si los datos significaran algo. Nos imaginamos que cuantos más datos obtengamos sobre los africanos, más fácil será gobernarlos. Pero los datos…

—Los datos son importantes —interrumpió Winterbottom—, y las comisiones de investigación podrían tener su utilidad. El defecto de nuestra Administración es que siempre designa a la gente equivocada, y deja de lado el consejo de quienes llevamos aquí muchos años.

Clarke sintió una rabia impotente hacia el tipo por no permitirle terminar, y también lamentó no haber sido capaz de articular su idea tan magníficamente como lo había hecho previamente en su interior.