8
LA carretera nueva que construía el señor Wright para unir Okperi con su enemigo, Umuaro, estaba en la fase final. Aun así, no quedaría terminada hasta el comienzo de la estación de las lluvias si seguía con la cuadrilla de jornaleros que tema. Había pensado en aumentar el número de trabajadores pero el capitán Winterbottom le había dicho que, lejos de autorizar un aumento de la cuadrilla, estaba pensando precisamente en un recorte, puesto que ya se había gastado más dinero del concedido en ese año económico para grandes obras públicas. El señor Wright había jugado con la idea de reducir la paga de los trabajadores de tres peniques al día a dos. Pero eso no habría conducido a un aumento significativo de la mano de obra; ni siquiera la paga habría logrado el resultado deseado, por mucho que el señor Wright hubiera albergado la idea de tratar a los hombres con tanta mezquindad. En realidad, se había encariñado bastante con la cuadrilla y ya se sabía los nombres de sus líderes. Muchos eran, por supuesto, vagos hasta la médula y solo respondían con un trato inflexible. Pero una vez que te acostumbrabas a ellos resultaban bastante entretenidos. Eran leales como perros domésticos y tenían una increíble capacidad para improvisar canciones. En cuanto se les contrató el primer día y se les dijo lo que se les pagaría, inventaron una canción de trabajo. Su líder cantaba «Lebula toro toro» y los demás replicaban «Al día», a la vez que balanceaban los machetes o blandían las guadañas. Era una canción de trabajo de lo más eficaz, y la cantaron durante muchos días:
Lebula toro toro.
Al día.
Lebula toro toro.
Al día.
¡Y también la cantaban en inglés!
Fuera como fuese, al señor Wright solo le quedaba una alternativa si quería terminar la carretera antes de junio y marcharse de aquel agujero. Tenía que utilizar mano de obra a la que no pagara. Pidió permiso para hacerlo y, tras la debida reflexión, el capitán Winterbottom le dio su aprobación. En la carta donde se lo comunicaba señaló que era política de la Administración recurrir a aquel método solo en circunstancias extraordinarias… «Los nativos no pueden ser una excepción al aforismo de que el trabajador merece su paga».
El señor Wright, que se había acercado a Government Hill desde su campamento de carretera de la Dirección de Obras Públicas, a unos ocho kilómetros, para ir a recoger la respuesta a su petición, leyó el papel por encima, lo arrugó y se lo metió en el bolsillo de sus pantalones cortos color caqui. Como todos los tipos prácticos, sentía poco respeto por la cinta roja de los sellos administrativos.
Cuando se ordenó a los líderes de Umuaro proporcionar la mano de obra necesaria para la nueva carretera ancha del blanco, convocaron una reunión y decidieron ofrecer los servicios de las dos últimas quintas que habían dado el paso de niños a hombres: la quinta denominada Otakagu, y la siguiente, apodada Omumawa.
Esos dos grupos nunca se habían llevado bien. Se pasaban la vida peleándose, como dos hermanos seguidos. De hecho, se decía que el grupo de los mayores, que cuando pasó al estado de hombres tomó el nombre de «Devorador como el Leopardo», despreciaba de tal modo a sus hermanos pequeños que cuando los admitieron en el grupo de los hombres les pusieron el apodo de Omumawa, que quería decir que el elote que los hombres se ataban entre las piernas era un truco para tapar los penes de los niños chicos. Era una buena broma, y se impuso al intento del nuevo grupo de escoger un nombre más apropiado. Por esta razón mantenían una rencilla contra Otakagu, y cualquier reunión entre ellos era como juntar el fuego con la pólvora. Lo único que el señor Wright pedía eran dos días a la semana, de manera que los dos grupos se organizaron para trabajar por separado en días eke alternos. En esas ocasiones, el blanco dejaba a la cuadrilla remunerada, que había convertido en una fuerza ordenada y bastante cualificada, para supervisar a la pandilla de Umuaro, que trabajaba de balde aunque sin ninguna disciplina.
Por su familiaridad con la lengua de los blancos, el carpintero, Moses Unachukwu, aunque era mucho mayor que los chicos de los dos grupos, se había prestado a organizarlos y a transmitirles las palabras del blanco. Al principio el señor Wright desconfiaba de él, como desconfiaba de todos los nativos que se daban aires de superioridad, pero enseguida le pareció muy útil e incluso pensó después en darle alguna pequeña recompensa, una vez terminada la carretera. Entretanto, la reputación de Unachukwu experimentó un ascenso sin precedentes. Una cosa era afirmar que hablaba la lengua de los blancos y otra que se le viera hablándola en realidad. La historia se difundió por los seis pueblos. Lo único que lamentó Ezeulu fue que uno de Umunneora tuviera aquel prestigio. Sin embargo, pensó que pronto su propio hijo llegaría a gozar del mismo honor o incluso mayor.
Al grupo Otakagu le tocaba trabajar en la nueva carretera al día siguiente del Festival de las Hojas de Calabaza. El segundo hijo de Ezeulu, Obika, y su amigo Ofoedu pertenecían a ese grupo. Pero habían bebido tanto vino de palma el día de antes que cuando todo el mundo se fue a trabajar estaban todavía dormidos. Obika, que había llegado a la cama haciendo eses casi al cantar el gallo, se resistió al esfuerzo conjunto de su madre y su hermana por despertarlo.
Resultaba que el día del festival Obika y Ofoedu habían estado bebiendo con tres hombres en el mercado, y uno de ellos les había lanzado un reto. La conversación había derivado en la cantidad de vino de palma que un buen bebedor podía tomar sin llegar a perder la conciencia.
—Todo depende de la palma y de quién hace el vino —dijo uno de los hombres.
—Sí —dijo su amigo, Maduka—. Depende del árbol y de quién lo hace.
—No es así. Depende del que bebe. Puedes traer cualquier árbol de Umuaro, y a cualquiera que haga vino —dijo Ofoedu—, y yo beberé hasta llenarme la barriga y me iré a casa con la mirada sobria.
Obika estaba de acuerdo con su amigo.
—Es cierto que hay árboles más fuertes que otros, y que algunos hacen mejor vino que otros, pero un buen bebedor estará por encima de ellos.
—¿Habéis oído hablar del árbol de palma de mi pueblo al que llaman Okposalebo?
Obika y Ofoedu dijeron que no.
—Quien no haya oído hablar de Okposalebo y presuma de ser un buen bebedor se engaña.
—Lo que dice Maduka es verdad —dijo uno de los otros—. Nunca se vende en el mercado el vino de este árbol, y no hay quien beba tres cuernos y encuentre después el camino de vuelta su casa.
—Este Okposalebo es un árbol muy viejo. Se llama «Rompefamilias» porque hasta dos hermanos se pelearían como si fueran desconocidos después de beber dos cuernos de su vino.
—Cuéntanos otro cuento —repuso Obika mientras rellenaba su cuerno—. Si quien hace el vino añade medicina, eso ya es otra cosa, pero si te refieres al líquido que produce el árbol, entonces te digo que nos cuentes otro cuento.
En aquel momento, Maduka les desafió.
—No es bueno hablar demasiado. Este árbol de palma no está en tierras lejanas, sino en Umuaro. Vámonos a casa de Nwokafo y le pedimos una calabaza de este árbol. Cuesta mucho; puede que la calabaza valga ego-nese, pero lo pagaré. Si vosotros dos os bebéis tres cuernos cada uno y llegáis bien a casa, pierdo yo. Pero si no, tendréis que darme ego-neli cuando volváis a estar sobrios.
Ocurrió como había dicho Maduka. Los dos fanfarrones se quedaron dormidos donde estaban sentados, y cuando cayó la noche los dejó allí y se fue a dormir a su cama. Pero salió dos veces por la noche y los encontró todavía durmiendo. Cuando por fin se despertó por la mañana, se habían ido. Deseó haberlos visto partir. Así la próxima vez que oyeran a los mayores hablar del vino de palma no abrirían la boca de aquella manera.
A Ofoedu no parecía haberle ido tan mal como a Obika. Al despertarse y ver que ya brillaba el sol, se marchó corriendo a casa de Ezeulu a llamar a Obika. Aunque gritaron su nombre y lo zarandearon, no dio señales de moverse. Al final, Ofoedu le echó encima una calabaza de agua fría y se despertó. Después se fueron los dos a trabajar en la carretera nueva con los de su grupo. Eran como un par de Máscaras nocturnas sorprendidas a pleno sol.
Ezeulu, que se encontraba postrado en su obi exhausto por el festival, se despertó con la conmoción del patio. Preguntó a Nwafo a qué venía todo aquel ruido y se enteró de que intentaban despertar a Obika. No dijo más, solo hizo rechinar los dientes. El comportamiento del joven era como una losa en la cabeza de su padre. En pocos días, se dijo Ezeulu, llegaría la flamante novia de Obika. Habría venido antes si su madre no se hubiera puesto enferma. ¡Menudo marido se iba a encontrar al llegar! Un hombre que no podía vigilar su cabaña de noche porque estaba borracho perdido de vino de palma. ¿Dónde estaba la virilidad de un marido así? Un hombre que no podía proteger a su mujer si llamaban a la puerta maleantes nocturnos…
—Tufia! —escupió el anciano sacerdote.
No podía aguantar la indignación.
Aunque Ezeulu no preguntó detalles, sabía sin que nadie se lo dijera que Ofoedu estaba implicado en el último episodio. Había repetido hasta la saciedad que aquel tipo, Ofoedu, no tenía la más mínima hombría. Apenas habían pasado dos años desde que mandó a todo el mundo ir a la carrera a casa de su padre bajo una falsa alarma de incendio por la que su padre, que no era rico, tuvo que pagar una cabra como multa. Ezeulu había advertido muchas veces a Obika de que una persona así no era un amigo adecuado para quien quisiera hacer algo de provecho en su vida. Pero Obika no le había hecho caso y aquel día tan inútil era elegir a uno de los dos como elegir entre nueces de palma podridas y un mortero roto.
Al ponerse en marcha para unirse a los de su quinta anduvieron en silencio. Obika sentía un vacío en la parte de arriba del cuerpo, como si se le hubiera quedado entumecida la cabeza tras el rocío de toda una noche. Pero le sentó bien andar; y volvió a sentir que su cabeza le pertenecía.
Tras la última curva en el estrecho camino antiguo, vieron a poca distancia delante de ellos una amplia abertura que era el comienzo de la carretera nueva. Se abrió ante ellos como el día después de la noche.
—¿Qué te parece lo que nos dio Maduka? —preguntó Ofoedu.
Era la primera vez que uno de los dos mencionaba el incidente del día anterior. Obika no replicó. Se limitó a emitir un sonido, a medio camino entre una señal de alivio y un gruñido.
—No era vino de palma puro —dijo Ofoedu—. Habían añadido unas hierbas muy potentes. Ahora que lo pienso, fuimos tontos por seguir a un hombre tan peligroso hasta su propia casa. ¿Te acuerdas de que él no bebió ni un solo cuerno?
Obika no dijo nada.
—No pienso pagarle ego-neli.
—¿En algún momento pensaste que ibas a pagar? —Obika parecía sorprendido—. Yo considero todo lo que dijimos ayer como palabras pronunciadas en honor al vino de palma.
Estaban ya en la parte construida de la nueva carretera. Hacía que uno se sintiera perdido como un grano de maíz en una bolsa de piel de cabra vacía. Obika se cambió el machete de la mano izquierda a la derecha y la hoz de la derecha a la izquierda. La sensación de estar expuesto en aquel espacio abierto le hizo ponerse en estado de alerta.
Como la carretera nueva no iba en la dirección de ningún río o mercado, Ofoedu y Obika no se cruzaron con muchos paisanos; solo de cuando en cuando con algunas mujeres que llevaban grandes montones de leña.
—¿Qué es eso que oigo? —preguntó Obika.
Estaban ya cerca del viejo y descortezado árbol egbu desde donde los espíritus nocturnos llamados Onyekulum comenzaban su viaje llenos de canciones y cotilleos en la despreocupada estación que seguía a la cosecha.
—Iba a preguntártelo. Suena a canción de funeral.
Al acercarse a la zona de obras se les despejó la duda. Era ciertamente el lamento fúnebre con el que se llevaba a los cadáveres a su entierro en el bosque:
¡Mira, una pitón!
¡Mira, una pitón!
Sí, ahí en medio del camino.
Los dos hombres la reconocían ahora y también reconocieron a los que cantaban, que eran los hombres de su quinta. Se echaron a reír a la vez. Alguien había dado un toque irreverente a aquella antigua canción y la había transformado en una canción de trabajo medio familiar, medio extraña y divertida. Ofoedu estaba seguro de que Nweke Ukpaka, con el humor malicioso que le caracterizaba, había tenido algo que ver.
La llegada de Obika y su amigo provocó un cambio entre los trabajadores. Dejaron de cantar y dejó de oírse el sonido de los machetes cortando al compás los troncos de árboles. Los que estaban agachados con azadas para nivelar las partes despejadas se levantaron, con los pies plantados bien aparte y cubiertos de tierra roja.
Nweke Upkaka levantó la voz y gritó:
—Kwo-kwo-kwo-kwo-kwo!
Todos los hombres replicaron:
—Kwo-o-o-oh!
Todo el mundo se rio de aquella imitación del sonido que hacían las mujeres al recibir un regalo.
El señor Wright se irritó aún más, de manera peligrosa. Agarró el látigo con la mano derecha con más firmeza y se colocó la otra mano en la cadera, con gesto amenazador. El casco blanco le hacía parecer aún más achaparrado de lo que era. Moses Unachukwu le hablaba excitado, pero él no parecía escuchar. Miraba fijamente a los dos que llegaban tarde y a Moses le pareció que los ojos se le hacían cada vez más pequeños. Los demás se preguntaban qué pasaría. Aunque el blanco llevaba siempre un látigo, rara vez lo usaba; y cuando lo había hecho, parecía medio en broma. Pero aquella mañana debía de haberse levantado con mal pie. Tenía una cara de rabia que echaba humo.
Al darse cuenta de la postura del hombre, Obika adoptó una pose más orgullosa al andar. Esto provocó más risa entre, los hombres. Intentó pasar por delante del señor Wright, quien, incapaz de controlar su ira, sacudió el látigo con violencia. Restalló de nuevo y golpeó a Obika en la oreja, lo que le puso furioso. Tiró el machete y la guadaña y se dispuso a atacar. Pero Moses Unachukwu se interpuso entre los dos. A la vez, uno de los dos asistentes del señor Wright se adelantó de un salto y agarró a Obika mientras le daba media docena más dé latigazos en la espalda desnuda. No peleó; solo tembló como el cordero expiatorio que debe recibir en silencio los golpes de los bailarines en su funeral, antes de que se le corte el pescuezo. Ofoedu también tembló, pero por una vez en su vida veía una pelea ante la cual no podía hacer otra cosa que quedarse mirando.
—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo se te ocurre atacar a un blanco? —gritó Moses Unachukwu, realmente sorprendido—. He oído que en casa de tu padre no hay una sola persona cuerda.
—¿En qué estás pensando al decir eso? —preguntó un hombre del pueblo de Obika que había olido en la afirmación de Unachukwu la hostilidad entre Umuachala y Umunneora.
La multitud que hasta entonces miraba en silencio se lanzó de pronto a la pelea y enseguida se profirieron amenazas en voz alta por todas partes, y más de uno metió el dedo en el ojo ajeno. Parecía mucho más fácil lidiar con un viejo incidente que con uno nuevo, sin precedentes.
—Silencio, monos negros, ¡a trabajar! —El señor Wright tenía una voz desagradable pero potente. Inmediatamente se hizo una tregua. Se volvió a Unachukwu y le dijo—: Diles que no pienso tolerar más negligencia.
Unachukwu lo tradujo.
—Diles que esta maldita obra tiene que estar terminada en junio.
—Dice el blanco que como no terminéis la obra a tiempo os vais a enterar de quién es.
—Se acabó la tardanza.
—¿Cómo dice?
—¿Cómo que qué digo? ¿No entiendes el inglés? He dicho que se acabó lo de llegar tarde.
—Ajá. Dice que a trabajar duro, que se acabó lo de comer mierda.
—Tengo una pregunta para el blanco y quiero que me responda.
Era Nweke Ukpaka.
—¿Qué dice ese?
Unachukwu vaciló y se rascó la cabeza.
—Ese hombre quiere hacerle una pregunta, señor.
—Nada de preguntas.
—Sí, señor. —Se volvió hacia Nweke—. Dice el blanco que no ha venido aquí para responder a tus preguntas.
La gente se quejó. Wright gritó que como no empezaran a trabajar en aquel instante se iban a enterar. No hacía falta traducir aquello: estaba bastante claro.
Se oyó de nuevo el sonido de los machetes al caer sobre los troncos, y los que trabajaban con azadas volvieron a doblarse. Pero mientras trabajaban concertaron una reunión.
No sirvió para nada. El primer desacuerdo tenía que ver con la presencia de Moses Unachukwu. Mucha gente (principalmente del pueblo de Umuachala) pensaba que un hombre de otra quinta no debiera estar presente en sus deliberaciones. Otros señalaron que se trataba de una reunión especial para hablar sobre el blanco, y que por esa razón sería una tontería excluir al único miembro del clan que conocía las costumbres de aquellos blancos. En aquel momento Ofoedu se levantó y, para sorpresa de todos, se unió a los que querían que Moses se quedara.
—Pero yo tengo motivos diferentes —añadió—. Quiero que diga delante de todos lo que le dijo al blanco sobre la familia de Obika. Quiero que diga delante de todos si es verdad que incitó al blanco a pegar a nuestro hermano. Que se vaya cuando haya respondido a estas preguntas. ¿Me preguntáis por qué debe marcharse? Os lo voy a decir. Esta reunión es de la quinta de Otakagu. Él pertenece a la de Akakanma. Y dejadme recordaros a todos, especialmente a los que os dedicáis a murmurar y a interrumpirme, que también es de la religión de los blancos. Pero ahora no quiero hablar de eso. Lo único que digo es que Unachukwu tendría que responder a las preguntas que he hecho, y que después de eso debería irse con todos sus conocimientos sobre las costumbres de los blancos; todo el mundo sabe cómo las aprendió. Hemos oído esa historia de que cuando se marchó de Umuaro se fue a trabajar, como si fuera una mujer, a la cocina de los blancos a lamerles los platos…
El resto del discurso de Ofoedu se ahogó en el tumulto que estalló. Era típico de Ofoedu, decían algunos, abrir la boca y soltar palabras sin siquiera darles un mordisco con los dientes. Según otros, había dicho una gran verdad. De cualquier manera, llevó mucho tiempo restablecer la calma. Moses Unachukwu dijo algo, pero nadie lo oyó hasta que cesó el jaleo, cuando ya tenía la voz ronca.
—Si queréis que me vaya, me voy ahora mismo.
—¡No, no te vayas!
—¡Te damos permiso para que te quedes!
—Si me voy no será por los ladridos de ese perro loco. Si quedara un poco de vergüenza en el mundo, ¿cómo podría esa bestia del bosque, que no fue capaz de darle un segundo entierro a su padre, estar ahí ante todos vosotros y echar mierda por la boca?
—¡Basta ya!
—¡No hemos venido aquí a insultarnos unos a otros!
Al retomar la discusión, alguien sugirió que debían ir a los ancianos de Umuaro y decirles que no podían seguir trabajando en la carretera del blanco. Pero cuando un orador tras otro reveló las implicaciones de dar aquel paso, se acabó el apoyo. Moses les dijo que la respuesta del blanco sería encarcelar a sus líderes en Okperi.
—Ya sabéis lo bien que nos llevamos con los de Okperi. ¿Creéis que el hombre de Umuaro que vaya a la cárcel allí saldrá vivo? Por otra parte, ¿olvidáis que estamos en luna de siembra? ¿Queréis cosechar en la cárcel cuando vuestros padres deben una vaca? Hablo como vuestro hermano mayor. He viajado a Olu y he trabajado en Igbo, y os digo que no hay escapatoria con los blancos. Están aquí. Cuando el Sufrimiento llama a vuestra puerta y le decís que no tiene sitio, él os dice que no os preocupéis, porque trae su propio taburete. Así son los blancos. Antes de que ninguno de vosotros tuviera edad de atarse un elote entre las piernas yo vi con mis propios ojos lo que hicieron los blancos en Abame. En aquel momento me di cuenta de que no había escapatoria. De la misma manera que la luz del día triunfa sobre la oscuridad, los blancos destruirán todas nuestras costumbres. Los blancos tienen el poder que viene del Dios verdadero y quema como el fuego. Este es el Dios sobre el que predicamos cada octavo día…
Los que se oponían a Unachukwu gritaban ahora que era la reunión de un grupo de jóvenes de la misma quinta, que no se habían congregado allí para ponerse a masticar con él la semilla de la estupidez, tal como denominaban a su nueva religión.
—Estamos hablando de la carretera de los blancos —se oyó decir a alguien en voz más alta.
—Sí, estamos hablando de la carretera de los blancos. Pero cuando se caen las paredes de la casa, el techo ya no se sostiene. Los blancos, la nueva religión, los soldados, la carretera… es todo lo mismo. Los blancos tienen pistolas, machetes y arcos y llevan fuego en la boca. No luchan con una sola arma.
El siguiente en hablar fue Nweke Ukpaka.
—Aquello que un hombre no sabe es más grande que él. Quienes queremos que Unachukwu se marche olvidamos que ninguno de nosotros sabe decir «ven» en el idioma de los blancos. Deberíamos escuchar su consejo. ¿Van a coger nuestros padres sus machetes y sus azadas para venir aquí a trabajar en nuestro lugar mientras nosotros nos quedamos en casa? Sé que muchos de nosotros queremos luchar contra el blanco. Pero solo un tonto va a buscar al leopardo sin un arma encima. Los blancos son como la sopa caliente que hay que tomar despacio, despacio, desde los bordes del cuenco. Umuaro estaba aquí antes de que llegaran los blancos de su propia tierra a buscarnos. Nosotros no les pedimos que vinieran a visitarnos; tampoco son nuestros parientes ni nuestra familia política. No les hemos robado sus cabras ni sus gallinas; tampoco les hemos quitado sus tierras ni sus mujeres. De ningún modo les hemos ofendido. Aun así, han venido a causarnos problemas. Lo único que sabemos es que nuestro ofo se mantiene entre ellos y nosotros. El forastero no matará a su anfitrión con visitarle; que cuando se marche no lo haga con la espalda hinchada a golpes. Sé que los blancos no desean nada bueno a Umuaro. Por eso debemos mantener sujeto nuestro ofo y no darles motivo para decir que hicimos esto o que no hicimos lo otro. Puesto que, si les damos motivo, lo celebrarán. ¿Por qué? Porque la misma casa que han querido derribar se habrá incendiado por sí sola. Por esta razón continuaremos trabajando en su carretera; y cuando terminemos les preguntaremos si tienen más trabajo para nosotros. Pero cuando estamos ante un blanco que nos toma por imbéciles, a veces es bueno recordarle que sabemos lo que él sabe pero hemos decidido hacernos los tontos para que haya paz. Este blanco piensa que somos tontos; así que vamos a hacerle una pregunta. Era lo que quería decirle esta mañana, que no ha querido escuchar. Tenemos el dicho de que un hombre puede negarse a hacer lo que se le pide pero no puede negarse a que se le pregunte; sin embargo parece que el blanco no tiene un dicho similar en su tierra. De cualquier modo, lo que queremos que Unachukwu le pregunte es por qué no se nos paga por trabajar en su carretera. He oído que en el resto de Olu y de Igbo, dondequiera que la gente hace este tipo de trabajo, se le paga. ¿Por qué a nosotros no?
Ukpaka tenía el don de la persuasión, y nadie habló después de su intervención. Así se tomó la única decisión de la reunión. El grupo Otakagu le pidió a Unachukwu que averiguara en algún momento, cuando conviniera acercarse a aquel blanco, por qué no les había dado dinero por trabajar en su carretera.
—Le haré llegar vuestro mensaje —dijo Unachukwu.
—Ese no es el mensaje completo —dijo Nwoye Udora—. No basta con preguntarle por qué no se nos paga. Él sabe por qué y nosotros también lo sabemos. Sabe que en Okperi se paga a los que hacen esta clase de trabajo. Así que deberíais hacerle la siguiente pregunta: si a los demás se les paga por este trabajo, ¿por qué a nosotros no se nos paga? ¿Es distinto nuestro trabajo? Es importante preguntar si el nuestro es diferente.
Llegaron a ese acuerdo y se disolvió la reunión.
—Qué buenas palabras —le dijo alguien a Nwoye Udora al salir del mercado—. A lo mejor el blanco nos aclara si hemos matado a su padre o a su madre.
Ezeulu no estaba tan agotado como se temía su mujer más joven. Era cierto que le dolían los pies y los muslos y que la saliva le sabía amarga. Pero había prevenido los peores efectos de su ejercicio por medio de un ungüento de sándalo que le untaron en cuanto regresó a casa, y de un fuego de leña que ardió junto a su cama baja de caña toda la noche. No había medicina igual al ungüento de sándalo y el fuego.
Si alguien le hubiera mencionado la preocupación de su esposa más joven, Ezeulu se habría echado a reír. Demostraba lo poco que le conocían a uno sus esposas especialmente cuando, como Ugoye, eran menores que los hijos mayores. Si Ugoye hubiera conocido a su marido en los primeros años de su sacerdocio, en su juventud, se habría dado cuenta de que el agotamiento que tenía después del festival no tenía nada que ver con su avanzada edad. De ser así, Ezeulu se hubiera rendido a los años. Sus hijas restaron importancia a la preocupación de la joven esposa porque sabían más. Sabían que era una conclusión necesaria al festival. Era parte del sacrificio. ¿Quién era capaz de pisotear los pecados y las abominaciones de Umuaro en el polvo y no sangrar? Ni siquiera podía un sacerdote tan poderoso como Ezeulu.
La historia de que el blanco había azotado a Obika se difundió por los pueblos mientras su grupo se reunía en el mercado a la sombra de los árboles ogbu. La mujer de Edogo, que volvía del bosque con un montón de leña en la cabeza, fue quien la hizo llegar a casa de Ezeulu. Los lloros de la madre y la hermana de Obika despertaron a Ezeulu. Se quitó la esterilla con la que se había tapado y se puso en pie de un salto, imaginando la muerte de alguien. Pero en ese momento oyó hablar a la mujer de Edogo, cosa que no sucedería si alguien hubiera muerto. Se sentó al borde de la cama y llamó en voz alta a la mujer de Edogo. Ella entró inmediatamente en el obi seguida de su marido, que tallaba una puerta de iroko para la casa de un hombre con títulos cuando regresó su mujer.
—¿Qué contabas? —preguntó Ezeulu a Amoge.
Ella le repitió la historia que había oído.
—¿Le dio con el látigo? —preguntó sin comprender—. ¿Qué delito cometió?
—Los que me lo contaron no lo dijeron.
Ezeulu torció el gesto mientras pensaba.
—Creo que salió tarde. Pero el blanco no azotaría a un hombre hecho y derecho que además es mi hijo. Se le pediría que pagara una multa a su grupo por llegar tarde; no se le daría de latigazos. A lo mejor fue él quien pegó primero al blanco…
A Edogo le conmovió la aflicción que su padre sentía y a la vez trataba de ocultar. Era como para haber sentido celos de su hermano pequeño, pero no fue así.
—Creo que iré a Nkwo, se reunirán allí —dijo Edogo—. No acabo de entender esta historia.
Volvió a su cabaña, sacó su machete y se preparó para salir.
Su padre, que todavía intentaba comprender cómo podía haber sucedido aquello, lo llamó, y al verlo entrar en el obi le aconsejó que no fuera imprudente.
—Por lo que conozco a tu hermano, es muy probable que él haya dado el primer golpe. Especialmente si estaba borracho al salir de casa.
Ya había un cambio en su tono de voz, que casi hizo sonreír a Edogo.
Volvió a ponerse en marcha, vestido solo con la tela que se ponía para trabajar, una banda de tela larga y fina que se pasaba entre las piernas y se ataba a la cintura con un extremo que caía delante y otro detrás.
La madre de Obika gimoteaba y se pasaba la mano por los ojos al salir del patio.
—¿Adonde va esa? —preguntó Ezeulu—. Ya veo alistarse a todos los que van a ir a pegar al blanco.
Volvió a reírse al ver a Matefi darse la vuelta después de oírlo:
—¡Vuelve a tu cabaña, mujer!
Edogo había llegado al camino principal y giró hacia la izquierda.
Ezeulu se sentó en el panel de iroko con la espalda apoyada en la pared, desde donde veía las entradas a su patio. La mente le daba vueltas en todas direcciones al intentar en vano encontrarle el sentido a la historia de los latigazos. Pensó en el blanco que lo había hecho. Ezeulu lo había visto y escuchó su voz cuando habló con los ancianos de Umuaro sobre la carretera nueva. Al difundirse la historia de que por primera vez un blanco venía a hablar con los ancianos, Ezeulu había pensado que sería su amigo Wintabota, el Destructor de Rifles. Se llevó una gran desilusión al ver que era otro blanco. Wintabota era alto y erguido, y se comportaba como un hombre importante. Tenía una voz como el trueno. Aquel otro hombre era bajo y gordo, peludo como un mono. Hablaba de forma rara sin abrir la boca. Ezeulu pensó que debía de ser algún peón al I servicio de Wintabota.
Aparecieron algunas personas en el cruce entre el camino principal y los senderos que llevaban hacia la casa de Ezeulu. Hizo un gesto de saludo con la cabeza, pero los hombres siguieron adelante.
Ezeulu llegó a la conclusión de que, a menos que su hijo hubiera cometido una falta, iría en persona a Okperi e informaría sobre el blanco a su superior. Su reflexión se vio interrumpida con la súbita aparición de Obika y Edogo. Detrás de ellos venía un tercero a quien reconoció como Ofoedu. Ezeulu no lograba acostumbrarse a aquel joven que seguía el í rastro a su hijo como un buitre a un cadáver. Le invadía una ira tan grande que también él arremetió contra su hijo.
—¿Cuál fue la causa de los latigazos? —preguntó a Edogo sin hacer caso a los otros dos.
La madre de Obika y todos los demás familiares se acercaron al obi de Ezeulu.
—Llegaron tarde al trabajo.
—¿Por qué llegasteis tarde?
—¡No he venido a contestar a las preguntas de nadie! —gritó Obika.
—Muy bien, puedes contestarme o callarte. Pero te advierto que esto es solo el principio de lo que te va a traer el vino de palma. La muerte que acaba con un hombre se presenta como apetencia.
Obika y Ofoedu se marcharon.