CAPITULO II
Ah Shing había llegado a Arizona desde su aldea del Ho-Nan. Llevaba el suficiente tiempo en América para no sorprenderse demasiado de lo que hacían o decían los americanos. Y, por su parís, encontraba agradables a los forasteros, debido a que solían detenerse a reclamar sus servicios.
—¿Afeito, señol? ¿Colte de pelo también? Todo bueno, lapido y balato. Un dólal todo. No mucho dinelo, ¿veldad?
Cameron asintió, con su suave sonrisa pensativa.
—No es mucho. Aféitame, córtame el pelo y dame un masaje caliente.
Aquel era un buen cliente. Uno que entendía de refinamientos. Ah Shing se sintió eufórico. Con un cliente así cada día pronto ahorraría lo suficiente para ir a establecerse en una ciudad. Pero Coyote no veía a muchos forasteros...
—Hace dos semanas que no ha pasado ninguno. Los últimos fuelon tles hombles que venían del Sul, del otlo lado de la flontela. No se quedalon. El sheliff no pelmite que se queden. Y en Coyote no hay nada que lobal...
—Es un pueblo pequeño, ¿eh?
Pequeño y tranquilo, le confirmó el chino. Una treintena de familias mejicanas o mestizas, diez o doce "gringos" y se acabó. Unos cuantos campos y algún, po- co, ganado ovejero. No había ranchos vacunos cerca y ningún verdadero aliciente para la gente de pelo en pecho que pululaba por Arizona. Los apaches no llegaban hasta allí, por ser territorio de los indios Pimas. Demasiada pobreza para tentar a nadie.
Se lo repitió el tabernero, un hombre fornido, cuarentón, rengo, que respondía por Laffey.
—Esto está simplemente muerto. Yo me hallo aquí porque ya no tengo edad ni arrestos para encaminarme a otra parte con mi pierna lisiada. Madison porque es un apocado y fue aquí donde enterró a su mujer y a su hijo mayor. La viuda Doan porque no tiene un centavo. Marken porque se hartó de buscar oro sin suerte. Timmins porque se casó con una india pima al licenciarlo del ejército, y hace algún negocio con los indios. La gente joven emigra en busca de mejores sitios. Cada día hay menos movimiento. Ni siquiera pasan forasteros. Usted es el primero en dos semanas.
No parecía muy embustero. Su saloon era una estancia de techo bajo y paredes de adobes, de unos ocho metros por cuatro o cinco, con un mostrador de madera a lo largo de una de las paredes laterales, media docena de mesas bastas y una anaquelería llena de botellas y polvo. Las botellas casi todas vacías. Ni espejo había. Una puertecilla al fondo conducía seguramente a sus habitaciones.
Cameron bebió lentamente el contenido de su vaso. Coyote parecía ser lo que él anduviera buscando durante meses, sin encontrarlo. Había atravesado medio país con sus perseguidores siguiéndole el rastro. El último de ellos yacía ahora de cara a las estrellas en un estrecho, cañadón del nordeste de Arizona. Doscientas millas de desierto, montes, bosques y tierras salvajes lo separaban de él. Había sido una fuga difícil, porque los hombres que le perseguían estaban dispuestos a darle caza, aunque para lograrlo tuvieran que ir al mismo infierno. Allí estaban todos ahora, seis hombres malos donde los hubiera. Pero él era un proscrito fuera de la Ley. Lo que hizo lo hizo muy lejos, pero la Ley tiene el brazo muy largo... y no admite las venganzas personales.
Terminó su vaso y lo dejó sobre el mostrador, metiendo mano al bolsillo, y sacando un puñado de monedas. Separó un níquel poniéndolo junto al vaso.
—Bueno, Laffey. Creo que voy a echarme un poco en mi cama del hotel.
—Eso, y beber un trago, es lo único bueno que puede hacer aquí.
Aunque interesada, era una opinión bastante admisible. Cameron salió y se echó el sombrero sobre los ojos. Todo seguía igual en Coyote. Sol fuerte, calor, moscas y polvo, viento, silencio y paz. Un buen agujero para un lobo huido.
Se encaminó a la cuadra. El cuadrero apenas si alzó la mano para saludarlo. Estaba tumbado hacia atrás con la espalda contra la pared, durmiendo la siesta. En cuanto a su caballo, parecía encontrarse a gusto y relinchó al palmotearle el cuello.
Cuando regresaba a la plaza tuvo una idea y entró en el almacén de Madison. Era un típico establecimiento fronterizo, donde parecía expenderse de todo, desde arroz a balas. Un hombre grueso, de cara abotagada, roncaba plácidamente sentado en una silla a un lado del mostrador. Se despertó con sobresalto al tocarla Cameron un hombro.
—¿Eh? Ah... ¿Qué desea?
—Si puede ser, adquirir algunas cosas, ropa sobre todo.
Madison se movió con bastante diligencia a la noticia. Cameron adquirió una camisa, una camiseta y unos calzoncillos, dos pares de calcetines, dos pañuelos, hilo y agujas, tabaco y una caja de cartuchos. En total gastó casi cincuenta dólares, cantidad que por lo visto superaba los cálculos de Madison.
—¿Quiere que se lo envíe todo al hotel?
—No, gracias. Creo que yo puedo llevarlo.
Cargó con todo y salió de allí, pensando que pronto la noticia de su compra correría por la población. Un hombre con cincuenta dólares gastadores en el bolsillo debía ser todo un acontecimiento en Coyote, a juzgar por las muestras.
Cuando se disponía a entrar en el hotel, su mirada se detuvo en algo que se movía a lo lejos, hacia el norte, en la pelada ladera a media milla de distancia. Unos momentos permaneció así. Luego empujó la puerta y entró.
Había dos mujeres en el vestíbulo. La viuda y una joven de acaso dieciocho años. Las dos debían haber sido cortadas en su conversación por su llegada. Lo miraron con fijeza, la jovencita con curiosidad. Era muy linda, una verdadera sorpresa allí, en Coyote. Llevaba un vestido sencillo y se sonrojó al verse a su vez observada con atención.
Cameron se quitó el sombrero y saludólas cortésmente, hablando a la viuda.
—Voy a echarme un rato, señora Dale. Adquirí algunas cosas en el almacén. ¿Podrís alguien encargarse de lavarme la ropa?
—Déjela en el suelo, junto a la puerta. Se la recogerán.
—Gracias. Buenas tardes.
Subió despacio, abrió la puerta de su cuarto y entró, echando lo que traía sobre la cama. Luego procedió a desnudarse lentamente.
Había visto a cinco jinetes bajar la ladera. Y los cinco venían por el mismo camino que él trajera unas horas atrás.
Abajo, las dos mujeres estaban hablando de él ahora.
—Es un buen tipo de hombre, ¿verdad, señora Dale?
—Sí. Mucho mejor de lo que al llegar parecía. Y habla con educación. No debe tener muchos más de treinta años.
—¿Quién será?
—Vete a saber. Al sheriff le ha dicho que persigue a un socio que le robó. De todos modos está gastando dinero en el pueblo y eso es lo que importa.
Arriba, Cameron terminó ce ponerse las prendas nuevas. Se abrochó la camisa y los pantalones, pero no se calzó las botas de momento. En vez de eso fue a tomar su revólver, buscó en su maleta y sacó trapos, aceite y lo necesario para limpiar el arma. Trabajó concienzudamente, quitándole hasta la última mota de polvo. Y lo mismo hizo con el Rifle. Luego lo dejó todo donde estuviera y se fue a mirar por la ventana.
Las sombras comenzaban a alargarse en la plaza. Vio salir a la muchacha del vestido claro y corro atravesaba la plaza con paso vivo y airoso, sujetándose la falda con una mano. Iba hacia uno de los edificios que la bordeaban, de los grandes, ante el cual se alzaba un añoso algodonero. Entró allí y la plaza quedó vacía de presencia humana.
Pasaron cinco minutos escasos. Luego, por la izquierda y por enfrente de Cameron aparecieron, uno tras otro, cinco jinetes.
Traían un aspecto tan derrotado como el que él mismo debió presentar al mediodía. Pero también venían alerta y recelosos. Era un “algo" sutil que Cameron distinguía en los hombres a la primera ojeada. Pegado a un lado de la ventana los estuvo observando. Y se dijo que aquellos cinco tal vez venían siguiéndole la huella y tal vez no, pero que, indudablemente, eran de cuidado.