CAPITULO VI

Cameron había visto pasar a la muchacha a través de la plaza y supo lo que penaba hacer. Pero vaciló antes de interceptarla. Y para cuando se decidía a hacerlo, ella ya había llegado frente a la taberna.

Cuando sonó el estampido de la escopeta, seguido por los dos disparos de revólver, Cameron ya estaba casi en la puerta del comedor. Oyó la exclamación de la viuda y la vio salir a la puerta, llevarse las manos a la boca...

Luego comenzaron a sonar disparos de revólver y la viuda se cobijó, con premura, cerrándole el paso.

—¡Oh, Dios Santo, Dios Santo...!

—¿Qué ha visto?

—Esos hombres... Han matado al sheriff y arrastraron a Lena al interior de la taberna.

—¡Apártese!

Rifle en mano, Cameron asomó la cabeza con cautela, listo para abrir fuego. La intervención de Lena Maxwell en el último instante le había tomado por sorpresa. Si había caído en manos de los cinco pillastres, la situación, simplemente, se tornaba tan explosiva como pólvora.

Un silencio tremendo llenaba la plaza. Los Grogan y sus amigos habían regresado al interior de la taberna. Vio el caído cuerpo de Martin sobre la acera. Y cómo alguien lo arrastraba al interior. Lem Grogan debía estar pensando aprisa. Con el sheriff muerto y su sobrina prisionera, de ellos era la iniciativa. En Coyote sólo quedaba por lo visto un hombre que pudiera seguirles el juego: él mismo.

El no había pensado hacer tal cosa. Tenía sus propios problemas; ahora estaba comprendiendo que cometió un error. Siempre, y a pesar de todo, habría de colocarse del lado de las mujeres y los niños. Por eso, precisamente, andaba huido. Los hombres a quienes mató allá en Kansas eran bandidos, granujas de lo peor. Para enriquecerse no habían vacilado en provocar la muerte de mujeres y niños. Y ahora, esta gavilla de vagabundos traicioneros andaban por el mismo sendero.

Retornó al interior del edificio. La viuda esperaba, tensa y asustada. La miró con fijeza.

—¿Llevó a sus hijos fuera?

—Pues... No lo hice aún... ¿Qué cree que va a pasar?

—Se lo diré. Esos cinco individuos de la taberna han dado muerte al sheriff y probablemente también a Laffey. Además, han capturado a Lena Maxwell. Están lo bastante borrachos como para no darse cuenta de sus actos. Saben que ahora no hay nadie capaz de hacerles frente, se sienten seguros y van a actuar en consecuencia. Obrarán como amos mientras alguien no les pare los pies. Yo voy a tratar de hacerlo, solo.

—¿Solo?

—Sí. Por el momento, sus convecinos, señora Dale, sólo me servirían de estorbo. Ahora, escúcheme. Ellos tratarán de recuperar sus rifles. Yo se los he quitado, los he escondido. Tome a sus hijos y llévelos por la parte de atrás a cualquier casa de amigos. Quizá convendría que usted se quedara con ellos. Pero tal vez si lo hace se venguen en la casa. Si regresa, cuando vengan y le pregunten dígales que me vio salir de la casa cargado con sus rifles y que no sabe a dónde he ido.

—Pero...

—Nada más. Cuanto menos sepa, mejor para usted, compréndalo. Y ahora, apresúrese con los niños.

En silencio, ella obedeció. Cameron esperó a verla marcharse con los niños, que parecían asustados y le miraron de reojo. Luego, él mismo salió tras ellos por la parte de atrás.

El crepúsculo estaba volviéndose noche lentamente. Aún quedaba mucha luz en lo alto, pero abajo era gris la que llenaba el valle. Dos nubes de tonos bellos y violentos bogaban lentas por el cielo. Un viento fuerte y menos cálido que el que sopló durante el día estaba bajando por el valle. Mejicanos de ambos sexos estaban hablando en un portal y callaron y se le quedaron mirando con aprensión. No les hizo caso y siguió su camino. Un perro canelo, sarnoso, se apartó corriendo cuando dobló la esquina de un “adobe"'.

Llegó así al corral del almacén de Madison. Lo rodeó y fue a asomar por el porche delantero.

La plaza estaba vacía bajo el viento y las primeras estrellas. Había luz en la taberna. Por lo demás, silencio.

Avanzó rápido. A través de las ventanas, los granujas allí apostados no podían verle, por la posición casi alineada de ambos edificios. Madison había casi cerrado su puerta. La empujó y entró.

El almacenero estaba detrás del mostrador, muy nervioso. Un poco más allá, una muchacha de acaso quince años casi gritó al verle aparecer. Dos mejicanos y un americano de media edad estaban allí también, y le miraron con recelo.

Acercándose, Cameron habló secamente:

—¿Vieron lo ocurrido?

—Sí.

—¿Cuántos hombres armados podrían ustedes reunir en una hora?

Madison y el otro blanco se miraron. El primero inquirió:

—¿Piensa atacar a esos bandidos, Cameron?

—Voy a tratar de libertar a la señorita Maxwell. Luego, el trabajo tendrán que hacerlo ustedes.

El blanco de escasos cabellos denegó con la cabeza.

—No puede ser. Me llamo Timmins. Aparte los mejicanos, con los que no se puede contar para una cosa así, somos veintidós hombres en el pueblo. Mejor dicho, éramos veintidós. Granjeros, comerciantes, todos. Sólo hay cuatro o cinco muchachos que podrían disparar unos tiros. No tienen experiencia de peleas con gente como esos de la taberna. Los demás somos hombres maduros, o viejos francamente. Y ellos mataron al sheriff...

Era una dolorosa confesión de impotencia bien plasmada en sus rostros. Cameron había visto otras veces a hombres así, en pueblos parecidos a aquél. Pueblos muertos, de donde la gente joven desertaba. Pueblos donde una gavilla de outlaws podía campar por sus respetos indefinidamente, porque el miedo a perder el pellejo y los escasos bienes mantenía inactivos a los pocos hombres que se les pudieran oponer.

—Está bien—dijo con sequedad—. Permanezcan quietos en sus casas, entonces. Dejen a esos cinco obrar a su antojo. Supongo que terminarán cansándose y marchándose.

Le hervía la sangre, aunque comprendiendo las razones de aquellos hombres para sustentar su pasividad cobarde ante el peligro. Y se daba cuenta de que, quisiera o no, él estaba metido en el asunto y tendría que resolverlo sin ayuda.

—Madison, ya que no piensan combatir, hagan una cosa. Escondan todos los rifles y escopetas que poseen. Escóndanlos donde esos cinco no puedan encontrarlos, ¿comprendido? Y háganlo en seguida. Cuantas menos armas posean, habrá mayores probabilidades para ustedes.

—¿Usted va a pelearlos?

—Yo sólo me ocupo de mis asuntos personales. Este es asunto de ustedes, los hombres de Coyote.

Fas deliberadamente duro y desdeñoso. No podía decirles a aquellos hombres lo que se proponía hacer, porque corría el riesgo de que ellos se lo contasen a los Grogan.

Regresó a la calle y oteó la taberna. Seguía todo tranquilo y ya casi era noche cerrada. Tanto mejor para su plan.

El cuadrero estaba parado delante de su establo y, al verle llegar, se puso rígido.

—¿Es verdad que han matado al sheriff?

—Y probablemente al tabernero. También han capturado a Lena Maxwell.

—Malditos sean y así se los coman los escorpiones. ¿Usted se marcha?

—No tengo ningún interés en este asunto.

—“Pops” Martin era un buen sheriff. Algo viejo para el cargo, pero bueno. Si hubiera tenido veinte años menos no se lo cargan, como me llamo Langdon. Y si yo no tuviera el brazo estropeado, maldita sea... ¿Qué demontres hace usted?

—Ya lo ves. Me llevo los caballos de esos cinco.

Langdon se rascó el cogote, aturdido. Luego pareció comprender y en sus ojos rebrilló la astucia.

—Quiere dejarlos a pie, maldita sea...

—Exactamente. Pero supongo que habrá más caballos en la población.

—No hay muchos. Ocho o diez. Los demás son de tiro. Y pienso que ellos no van a ponerse a buscarlos durante la noche, sí sospechan que alguien puede andar acechándolos.

—Será mucho mejor para usted no hacer suposiciones, Langdon.

Aquel era su plan, desde luego. Poner nerviosos a los vagabundos, dejándolos desmontados y sin rifles. La noche iba a ser oscura, sin lima, conveniente para su plan.

Salió de la cuadra llevando a los caballos de los vagabundos atraillados y se alejó con ellos hacia el río al trote, doblando por las afueras del poblado. A un cuarto de milla de las casas ató los animales a un algodonero. Y luego regresó, dejando al suyo atado a otro árbol, junto al agua.

A pie entró por entre los “adobes”, todos los cuales tenían las puertas cerradas. Aullaban coyotes en las lomas cercanas y el viento silbaba, levantando remolinos de polvo.

Cameron iba tranquilo. Conocía a sus enemigos y casi podía adivinar todos sus movimientos. Primero beberían, para darse ánimos y olvidar que habían matado a un sheriff. Luego, dos o tres de ellos saldrían a buscar los Rifles y, de paso, a averiguar por dónde andaba él. No era probable que los Grogan lo hubieran reconocido. Pensarían se trataba de uno de su calaña, un lobo solitario y peligroso. Procurarían tenderle una emboscada y matarlo, para quedar con las manos libres. Cuando descubrieran la desaparición de sus rifles y de sus caballos, se pondrían muy nerviosos, comprendiendo la situación. Tal vez entonces los Grogan se acordasen de él. Y eso los pondría más nerviosos. Se sentirían entrampillados en Coyote, con alguien mucho más fuerte y peligroso que ellos rondándolos para matarlos.

Rodeó lentamente el pueblo para llegar a la parte de atrás de la taberna. Estaba seguro de que la pandilla habría puesto vigilante allí. Pero no le importaba. Se proponía irlos cazando uno a uno.