CAPITULO III

 

Lem Grogan, su hermano Bud, su primo Cal, “Hossie” Perkins y “Carlie” Moone habían tenido que correr mucho desde Phoenix por culpa del sheriff de aquella población. Demasiado, para su gusto. Sin embargo, habían escapado de pasar una bonita temporada en la cárcel del condado, y eso ya era algo.

De todas maneras estaban furiosos. Se las habían prometido muy felices al llegar a Phoenix desde Nuevo México, empujados a su vez desde Texas, donde los cinco se habían reunido a causa de cierto abotellamiento de ganado. Los Grogan provenían de más al Norte, de la raya entre Kansas y Nebraska. El padre de Lem y Bud había tenido el honor de ser colgado para inaugurar el árbol de justicia de la recién fundada ciudad de Lasker, unos doce años antes. El de Cal murió con las botas puestas, mientras se llevaba unos vacunos que no le pertenecían legalmente. Ellos tres habían seguido la profesión paterna, desde luego; y por eso tuvieron que peregrinar de Kansas a Texas, de allí a Nuevo México y ahora a Arizona. En cuanto a Perkins, toda su vida había sido ladrón. Moone era medio indio y tenía una pésima reputación en la cuenca del Colorado de Texas, habiendo pasado la mitad de su vida en la cárcel.

A decir verdad, no eran gente de primera fila. Simplemente cinco pillastres aptos para cualquier granujada que pudiera reportarles dinero o placer. El hecho de que Lem Grogan hubiera asumido la jefatura del quinteto se debía parte al apoyo familiar, aparte a su fanfarronería agresiva y parte a que manejaba el revólver bastante bien, habiendo asesinado con él a cinco o seis mejicanos, otros tantos indios y un par de borrachines blancos.

En Phoenix duraron lo que la gente tardó en cansarse de ellos. Les pasaba lo mismo en todas partes. Cinco tipos, jóvenes, de rostros endurecidos y armados hasta los dientes, provocan, de momento, precaución y prudencia. Pero en Sudoeste había demasiados hombres duros de verdad y no tardaban los cinco en verse puestos a prueba. Entonces fallaban, demostrando su verdadera valía. Y casi siempre les tocaba salir corriendo.

Ahora habían corrido cien millas. No tenían entre todos sino once dólares y veinte centavos. Llevaban las cananas medio vacías y los estómagos vacíos por completo, no sabían dónde estaban y tampoco a dónde ir. Y en tales circunstancias habían dado casualmente con Coyote.

Eran cinco desesperados, cinco tipos sin escrúpulos, no exactamente cobardes, sino tan sólo carentes de talla. Asesinos si no había mucho riesgo, prudentes cuando había, ladrones siempre, formaban un equipo peligroso. Y ahora contemplaban Coyote con disgusto.

—Vaya un agujero cochino...

—No me parece que aquí podamos divertimos mucho.

—Lo que importa es que no haya llegado noticia nuestra antes que nosotros.

—Esto debe estar olvidado por completo, Lem.

—Así sea. Iremos y veremos lo que hay. Andando.

Lem Grogan tenía veintisiete años, su hermano dos menos, su primo veintiséis, Perkins alguno más de los treinta y Moone no estaba seguro de su edad, que debía andar entre los veinticinco o treinta. Los Grogan eran altos y bastante fornidos, Perkins semejaba una comadreja, Moone no podía negar su sangre india. Cabalgaron despacio hacia el pueblo, observando despectivamente los campos y las pequeñas granjas, desde cuyas puertas hombres y mujeres los contemplaban a su vea con recelo.

—Lo que dije, un maldito agujero polvoriento... —gruñó Cal Grogan. Era el mejor parecido de todos y se las daba de conquistador con las muchachas. Echaba muy de menos las tabernas y las chicas alegres de Phoenix.

—No tan malo. Allí hay melones y cebollas; ahí, pimientos y tomates; allí, patatas y maíz. Al menos no nos quedaremos sin comer —le contestó su primo Bud.

Cal hizo una mueca desdeñosa.

—Comida mejicana. ¡Puaf!

—Peor es no tenerla —le dijo Lem. Tenía unos ojos azul claro que parecían no mirar nunca fijo. Y una boca demasiado fina y fría. Ahora no perdía detalle del terreno—. Esto parece tranquilo. Si nadie nos conoce por aquí podremos acampar unos días.

—¿Con qué dinero? —quiso saber Moone, ganándose una mirada despectiva.

—No nos hará falta el dinero si sabemos manejarnos bien.

—Ah...

Alcanzaron la plaza solitaria y la recorrieron con la vista.

—No se ve una rata.

—Estarán escondidos.

—O durmiendo. Ahí hay un hotel y ahí una taberna. Vamos.

Fueron a la taberna, atando sus cansados caballos al papelque. Luego entraron.

Laffey estaba fumando tras el mostrador. Al verles se quito el cigarro de la boca y se puso alerta, frunciendo el ceño. Conocía lo bastante a los hombres para que aquellos cinco no le gustaran.

Entraron mirándolo todo con displicencia y se alinearon ante el tabernero. Lem pidió, mirándolo a loa ojos:

—Sírvanos whisky.

En silencio, Laffey obedeció.

—Un dólar con veinticinco centavos —dijo. Ellos se miraron. Luego, Lem puso dos dólares de plata sobre el mostrador.

—Cóbrese.

Bebieron en silencio. Al recibir su cambio, Lem inquirió:

—¿Hay cuadra en este pueblo?

—Atraviesen la plaza. La encontrarán fácilmente.

—Bien...

Cuando se volvían para salir. Cal hizo otra pregunta:

—¿Tienen ustedes sheriff?

—Sí.

—Ah... Gracias.

Salieron, parándose en grupo delante de la puerta.

—Hay sheriff.

—No importa. Llevemos los caballos a la cuadra.

“Pops” Martin, el sheriff, salió a la puerta de su oficina y se quedó allí, mirándoles atravesar la plaza. Los cinco avanzaron sin quitarle ojo.

—Parece bastante viejo...

—Mejor para nosotros.

El sheriff atravesó la plaza y se llegó a la taberna. Laffey estaba terminando de fregar los vasos usados por el quinteto.

—Hola, Lem. ¿Qué te han parecido esos cinco?

—No me han gustado nada.

—Ya. Esperemos que no traten de armar jaleo. Hemos estado muy tranquilos últimamente por aquí.

—Sí. Y de repente se nos caen encima muchos forasteros...

El cuadrero contempló a los cinco recién llegados con rostro receloso.

—Sí que tengo sitio y forraje. Les costará cincuenta centavos por cabeza y día.

—Muy bien. Vaya trayendo el forraje.

—No parece haber mucho negocio, ¿eh?

—No hay mucho.

Bud estaba examinando ya el caballo de Cameron.

—¿Es suyo este penco? —inquirió.

—No. De otro cliente.

—Se ve que no lo usa mucho para correr. Está tan limpio como acabado de bañar....

El cuadrero se abstuvo de hacer comentarios. Los cinco compinches acomodaron a sus caballos. Luego se dispusieron a salir.

El cuadrero los interpeló:

—Cobro por adelantado.

Cinco miradas frías e inamistosas lo envolvieron. Lem dijo, suave:

—¿De veras? Es usted muy desconfiado, amigo. Nosotros pagaremos cuando nos vayamos.

El cuadrero se mojó los labios con la lengua.

—Está bien —gruñó.

—Me parece que como todos se les parezcan a éste y al tabernero hemos caído de pie —rió Cal, mientras se alejaban hacia la plaza. Lem asintió, sin dejar de mirar a su alrededor.

—Eso espero. Este parece ser un pueblo tranquilo, con pocos hombres blancos. Los mejicanos no me preocupan. Y el sheriff es un viejo...

Los demás le entendieron muy bien.

Flosie Dale estaba detrás del mostrador cuando entraron. Llamó a su madre inmediatamente y ésta salió, con gesto frío y aprensivo.

—¿Qué desean?

Cal era siempre el que hablaba a las mujeres. Esbozó una sonrisa cordial mientras sus compañeros examinaban todo alrededor.

—Necesitamos un par de habitaciones si dispone de ellas, señora. Vamos de paso, ¿comprende? Y estamos cansados.

—Bien. Son dos dólares por día y persona, baño aparte.

—¡Ja! Nosotros nos bañamos en el río —graznó Perkins, creyendo hacer gracia. No la hizo y su risa se tornó mueca.

Cal asintió, suave:

—Muy bien, señora. Dos dólares es un buen precio, ¿verdad, muchachos?

—Sí —Lem miró a la mujer a los ojos—. Indíquenos nuestras habitaciones, por favor.

Iba ella a contestar cuando vio a Cameron que descendía la escalera. Los cinco compinches lo vieron también. Y lo afrontaron con rapidez, aunque manteniéndose tranquilos.

Cameron llevaba el revólver al costado, el cuchillo al otro y el cinto repleto, detalle que la señora Dale advirtió. Le bastó una ojeada para calificar a los recién llegados. Y la sorpresa que recibió al reconocer a dos de ellos supo dominarla muy bien.

Lem y Bud Grogan lo miraban a su vez con sumo interés, mucho más que el meramente profesional. Sin hacerles caso, Cameron llegó al pie de la escalera. Moone le estaba interceptando el paso. Le miró a los ojos.

—Deje el paso libre, por favor —dijo en tono suave. Y Moone se movió instintivamente, apartándose.

Sin parecer preocuparse por los demás, Cameron siguió adelante, saludó a la viuda y salió.

Lem se volvió a la mujer con violencia,

—¿Quién es ese tipo?

—No le conozco —le contestó ella con cautela y disgusto—. Llegó esta mañana y dijo llamarse Cameron. El pago es por adelantado.

—¿Sí? Parecen ser muy desconfiados en este pueblo, señora. Pero nosotros pagaremos cuando nos vayamos, como es de uso en todas partes. ¿No le parece?

La mujer tragó saliva y se volvió, tomando dos llaves, que tendió a su hija.

—Dales las habitaciones cinco y seis, Flosie.

—Sí, mamá.

Cuando estaban arriba, Lem inquirió a la niña:

—¿Dónde se aloja ese hombre Cameron?

—Ahí, en la número tres...

—Ya...

Bud miró a su hermano cuando los cinco quedaron solos, llenando la pieza.

—¿Te fijaste en ese tipo, Lem? ¿Dónde le habremos visto? Estoy seguro de conocer su cara, pero no caigo de qué...

—Yo tampoco. Pero lo conocemos y nos ha conocido. Lo vi en sus ojos. Y es de cuidado.

—Eso pienso —opinó Perkins—. Habrá que tenerlo en cuenta.

—Va de paso, por lo visto, igual que nosotros —dijo Cal—. No tiene por qué estorbarnos.

—Y si lo hace —gruñó Moone—, con quitarle de en medio en paz. No es más que uno.

—Si...

Cameron había salido a la calle. Vio cruzar a la muchacha del vestido claro hacia la oficina del sheriff, y se preguntó a qué iría allí. Tal vez al preguntarle al representante de la Ley por los recién llegados. Si ella supiera...

El mismo se había llevado una buena sorpresa al ver allí a los hijos del hombre que capturó y ayudó a colgar doce años atrás. Mucho viento había soplado por la pradera desde entonces. Los Grogan habían sido poseedores de cierta fama en los días anteriores a la Guerra civil, cuando Kansas era territorio fronterizo. Ladrones, salteadores y cuatreros, los dos hermanos habían realizado muchas fechorías antes de morir, uno colgado, el otro a tiros. Los hijos habían seguido con el tiempo su carrera. ¿Lo habrían reconocido? Doce años son bastante tiempo, pero ellos le vieron atar a su padre y llevárselo para ser colgado...

Claro que ellos tenían que haber oído después muchas cosas de su persona. Pero difícilmente lo esperarían encontrar en aquel rincón perdido de Arizona. Y ahora, los Grogan estaban en Coyote, con otros como ellos. Era toda una jugarreta del Destino...

Vio salir a la muchacha del vestido claro y cómo, tras breve titubeo, se encaminaba hacia el hotel. Un impulso le llevó a cortarle el camino. Ella le vio avanzar y se detuvo, como titubeando. Luego siguió:

—Buenas tardes —la saludó al llegar a su altura—. Yo, de usted, no entraría ahora en el hotel.

Ella lo estaba mirando ahora con una mezcla de aprensión, curiosidad y recelo.

—¿Por qué dice eso?

—Esos cinco no me han parecido buena gente. Y el sheriff no estaba allí.

Ella so mordió el labio, como turbada. Luego, sin mirarle, le dio las gracias y regresó a su casa sin volver la cabeza. Cameron se la quedó mirando. Y vio cómo antes de entrar en la casa se volvía.

Con un suspiro, se encaminó hacia la taberna, seguro da encontrar al sheriff allí.