CAPITULO VII
La segunda botella estaba ya vacía cuando Lem ordenó:
—Cal ve con Carlie y Hossie a por los Rifles. Traeros comida también. Si veis a alguien, disparad primero y preguntad después.
—¿Y si tropezamos a Blaisdell?
—Procurad que no os coja por sorpresa. Yo vigilaré la entrada delantera.
Los tres hombres abandonaron el local con toda clase de precauciones, no sin que Cal echase una ojeada a la pálida y silenciosa Lena, que permanecía amarrada a una silla.
Lem se acercó a la muchacha al quedar solos. El sheriff había sido curado toscamente de sus graves heridas y echado sobre la cama de Laffey. Este, vuelto en sí de su desmayo, yacía empaquetado rudamente en el suelo de la misma habitación.
—Usted nos sirve dé rehén —le dijo a Lena, mirándola a los ojos—. Las gentes del pueblo saben que está viva y en nuestro poder. Eso los mantendrá sensatos.
—Morirán colgados, asesinos...
—Cierre el pico. Aún no sé ha hecho la soga que me cuelgue. Y si se pone tonta, dejaré que Cal se divierta un poco con usted. Le gustan mucho las chicas. Y a todos nosotros, claro...
Se puso a acariciarla con ambas manos sin hacer caso a sus insultos. Lena se retorcía fieramente y terminó tirándose al suelo con silla y todo. Lem la levantó, no sin esfuerzo.
—Me agradan las ariscas. Pero ahora no tengo tiempo para dedicártelo. Más tarde lo habrá.
La dejó tranquila y se volvió a otear junto a las batientes, revólver en mano...
Cal y sus dos acompañantes avanzaron rápidos a través de la plaza solitaria bajo las estrellas. Sólo había luz en tíos o tres edificios, muy escasa para paliar la oscuridad. A nadie vieron y nada se movió que fuera sospechoso.
—Daría algo por saber dónde está Blaisdell y lo que piensa hacer —gruñó Perkins.
Cal le contestó:
—Supongo que nos enteraremos. Somos cinco contra uno. Con los del pueblo no hay que contar. Están asustados, no se han movido.
—Tal vez Blaisdell haya preferido largarse. A la postre, somos cinco...
—Tal vez.
Entraron en el hotel. La viuda había regresado y los miró desde la puerta de su saloncito con aprensión. Cal sonrió y se le acercó, diciéndoles a sus amigos que subieran.
—Buenas noches, señora. Vamos a llevarnos un poco de comida a la taberna. Supongo que no le importará.
—¿Qué le han hecho a Lena Maxwell?
—¿A la sobrina del sheriff? ¡Oh, nada! Somos gente pacífica y amable, señora. Salvo cuando nos provocan. Entonces somos lobos, ¿comprende? Ahora vaya preparándome algo de comida. Y sea prudente. Nos disgustaría tener que actuar contra sus intereses. Tiene dos lindos hijos y una hermosa casa...
La mujer tragó saliva y nada contestó. Cal siguió tras de sus compañeros. En lo alto, los tres se reunieron. Aquello estaba bastante oscuro.
—¿Y si está aguardándonos ahí?
—No os mováis. Ahora regreso.
Volvió abajo y encontró a la viuda en la despensa. Ella se volvió, con sobresalto, al oírle. Cal la contempló con regodeo.
—No se asuste. Venga conmigo arriba.
—¿Para qué?
—Anda por ahí un tipo que no nos gusta y podría dispararnos por la espalda. Si la ve con nosotros se mostrará tranquilo.
—El no está aquí...
—Eso queremos comprobar. Venga.
Tras un titubeo, ella avanzó. Cal tendió la mano izquierda y la sujetó por un brazo, sonriéndole.
—Dispense. Así vamos seguros los dos.
La viuda calló y siguió adelante. Tomó un quinqué y subieron juntos la escalera ; Cal con el arma amartillada. Arriba, los otros dos se les pusieron detrás. Y así avanzaron.
La mujer iba muy nerviosa y asustada, porque temía la reacción de ellos al descubrir la falta de los rifles.
Perkins juró, excitado, al no verlos.
—i No están los rifles!
Inmediatamente los tres rodearon a la asustada mujer. Cal le quitó el quinqué y le preguntó, nervioso:
—¿Dónde los han puesto? ¿Quién ha entrado aquí? ¡Conteste!
—Fue... el señor Cameron... Subió después de que ustedes mataran al sheriff y los cogió, saliendo con ellos por la puerta de atrás...
Los pillos se miraron, súbitamente preocupados.
—¿Dónde ha ido él?
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé... No lo he vuelto a ver...
—Vamos.
Cal la rodeó con su brazo izquierdo, metiéndole el cañón del revólver en la cintura, y la obligó a ir delante. Así salieron al pasillo, así llegaron a la puerta de la habitación de Cameron. La abrieron y entraron, descubriendo que estaba vacía.
—Se ha llevado todo.
—Sí... Vamos abajo.
Mantuvo bien sujeta a la viuda mientras bajaban.
Y la metió en el gabinete, ordenando a Moone que cerrase la ventana. Luego se volvió a la mujer:
—Ahora mismo vas a decirnos todo lo que sabes. Te conviene.
—No sé nada, lo juro...
—Carlie, Hoosie, traed a sus hijos. Mejor, vamos todos.
Estaban muy preocupados. De ahí que cerraran filas tras la mujer. Y cuando en el dormitorio de la viuda descubrieron que no estaban los niños en la casa, Cal tuvo una de sus ideas.
—De modo que mandaste fuera a los chicos, ¿eh? ¿Fue un consejo de Cameron?
—Sí. No tienen ningún derecho...
—Carlie, cierra la puerta de atrás y vigila la de la cocina.
—Sí, Cal.
—¿Qué van a hacer? No se me acerquen, no me toquen. Gritaré...
La mujer había comenzado a comprender al ver la expresión de Cal, que se le acercaba despacio, tras guardarse el revólver. Retrocedió, asustada. Cal habló, suave.
—Si gritas, será mucho peor. Tanto nos da una como diez muertes, ¿comprendes? Y nadie va a venir a ayudarte en este pueblo de viejos cobardes.
Ella, los ojos dilatados, se hacía atrás. De pronto giró, alocada, con intención de escapar hacia la puerta.
Al hacerlo, tropezó literalmente con Perkins, que se había escurrido hacia su espalda. El granuja también había guardado su arma. Alargó ambas manos y la sujetó. Ella emitió un grito de angustia, una llamada de socorro. Pero Cal le cayó encima por la espalda y le tapó la boca con una mano.
En la taberna, Bud Grogan llegó de la parte de atrás y preguntó a su hermano, mirando a Lena de reojo:
—¿Y los otros?
—Los mandé a por comida y los Rifles hace media hora. Ya deberían estar de vuelta.
—¿Crees que les habrá pasado algo?
—No han sonado tiros y eran tres contra uno.
—Pero Blaisdell anda suelto y...
—Vuelve a tu puesto. No quiero que nos cace por la espalda.
Bud obedeció. Lem siguió oteando la plaza solitaria. Estaba muy preocupado y nervioso por la tardanza de sus compinches.
Pasaron otros diez minutos antes de que viera abrirse la puerta del hotel, que poco antes quedó a oscuras, y aparecer un gran bulto que atravesó la plaza bastante aprisa. Cuando estuvieron más cerca vio que sus compinches traían a la viuda.
Lena les vio entrar en pelotón. Cal y Perkins sujetaban y medio sostenían a la mujer, que venía con el pelo revuelto y la ropa en desorden, pálida, desencajada y jadeante. Moone cerraba la marcha.
Llevaron a la viuda al centro del local y la hicieron sentar en una silla. Ella traía las manos atadas. Miró a Lena y luego abatió la cabeza y rompió a llorar con desconsuelo. A la muchacha se le formó de pronto un nudo en la garganta, comprendiendo.
Lem miró a su primo con enojo.
—¿Dónde; están los rifles?
—Blaisdell se los ha llevado. Y parece ser que también se marchó él. Al menos no ha dejado nada suyo en su habitación. Y ésta afirma que le vio salir con nuestros rifles por la puerta de atrás.
Lem miró a la llorosa hotelera y luego a su primo, que torció una mueca burlona.
—Bueno, nos hemos divertido un poco con ella. Mandó a sus hijos a otra parte. Y eso significa que se conchavó con Blaisdell. Ahora la trajimos para tener dos rehenes y mayor diversión esta noche. Con Blaisdell tejos y...
—Blaisdell no se ha ido.
La mueca se enfrió en los labios de Cal.
—¿No? ¿Cómo lo sabes?
—Porque no soy idiota como tú. Veo bien su juego. Nos ha quitado los rifles y te apuesto que ha hecho a los del pueblo que escondan sus armas. Así sólo teñiremos los revólveres. Y él estará al acecho por ahí, para irnos matando uno a uno. Tiene que matarnos para poder salvar su propia piel.
Los otros se miraron con súbita aprensión. La viuda seguía sollozando, Lena no perdía palabra, sabiendo lo que ella misma se jugaba.
—¿Tú crees? —graznó Perkins.
—Estoy seguro. Quédate de guardia en esta parte. Carlie, ve a relevar a mi hermano.
Fue al mostrador y tomó la escopeta del sheriff, sopesándola.
—Tenemos que encontrar munición para ella —dijo. Y luego rebuscó detrás del mostrador, sacando un rifle anticuado, calibre 30-30 y una caja de cartuchos—. Esto no vale gran cosa, pero también sirve.
Bud regresó, miró a la señora Dale y luego a su hermano, interrogativo.
—¿Qué pasa, Lem?
—Blaisdell se nos llevó los rifles. Vamos a ir con Cal en busca de otros.
—Pero...
—¡Daos cuenta de una vez! Blaisdell no se ha ido, está en algún lugar ahí fuera, acechándonos. Si no conseguimos matarlo, nos matará. Y además quedan los del pueblo. Si ahora están amedrentados, dejarán da estarlo como él los azuce. Hemos de movemos aprisa o no lo contaremos.
Los tres salieron velozmente al exterior, se detuvieron unos instantes allí afuera y luego avanzaron, abiertos, hacia la oficina policial.
Entraron en ella sin novedad. Y les bastó una ojeada para advertir que en el armario de las armas no quedaba ni una. Lem apretó la boca.
—Lo suponía. Vámonos.
—¿A dónde, ahora?
—A la cuadra. Ya veis que todo el mundo ha cerrar do las puertas. Eso significa que la partida está entablada entre Blaisdell y nosotros cinco...
Tardaron media hora en llegar a la cuadra. Y cinco minutos en descubrir que estaba vacía. Ni siquiera el cuadrero a la vista.
Pegados a la pared de adobes, jadearon en silencio un par de minutos.
—Tenías razón.
—Se ha llevado los caballos para encerrarnos en el pueblo esta noche, maldito sea.
—Nada vamos a ganar con maldiciones. Regresemos aprisa a la taberna.
Lo hicieron a la carrera. Y estaban entrando en la plaza cuando el silencio nocturno lo quebró un disparo de revólver seguido inmediatamente por otro de rifle.
—¡Corred!
Lo hicieron los tres juntos, alocadamente. Alcanzaron la acera de la taberna y penetraron en tromba por la puerta.
Las dos mujeres estaban allí, pugnando por desatarse. Perkins se había parapetado junto al mostrador, entre éste y la puerta del fondo. Estaba lívido y les habló al verles entrar:
—¡Ya era hora! Blaisdell ha debido matar a Carlie.
CAPITULO VIII
Cameron alcanzó sin novedad la parte trasera de la taberna. El silencio nocturno era total.
El no conocía la topografía del terreno. Pero sí a los hombres que tenía como contrincantes. La taberna poseía, como todas las edificaciones, un corral donde se acumulaban deshechos y también se criaban algunas gallinas. Las bardas, de un metro y medio de altura, eran suficientes.
Atisbo tras quitarse el sombrero. Vio la pared trasera del edificio, una ventana y una puertecilla cerradas. Todo estaba a oscuras. El hombre que se encontraba de guardia debía estar detrás de la ventana, no de la puerta.
Lentamente, colocó su rifle en posición sobre el bardal. Había unos doce metros hasta la ventana. Si conseguía poner nervioso al vigilante...
Uno de los adobes altos estaba suelto. Lo tomó y lo lanzó contra el suelo del patio. No ocurrió nada.
Tampoco lo esperaba. El que estuviera de centinela, ahora alertado, atisbaría con mayor cautela la barda alta, creyendo que él trataba de saltarla y había tirado inadvertidamente el ladrillo, quedándose luego a la expectativa.
Dejó pasar cinco minutos. Luego, muy lentamente, fue sacando el palo con su sombrero y su chaqueta colgando. Con aquella oscuridad, el bulto era suficiente.
Lo fue. Moone, que se había alertado al oír caer el adobe, tenía su revólver amartillado. Estaba nervioso, pero su sangre india lo mantuvo quieto, hasta que al advertir aquella sombra un poco más oscura moverse sobre el bardal y percibir los contornos del sombrero, imaginó que su enemigo estaba escalando la tapia tendido sobre ella. Entonces afianzó la puntería y apretó el gatillo.
El fogonazo lo descubrió una fracción de segundo. Suficiente para Cameron, que tenía el rifle apuntando a la ventana y el dedo en el gatillo mientras maniobraba con el bastón metido en la caña de su bota derecha.
Sintió la bala de revólver pasar silbando a pocos centímetros de su cabeza y disparó.
Allí dentro, Moone iba a repetir el disparo cuando el proyectil de rifle llegó y le pegó en el pómulo derecho, atravesándole la cabeza y saliéndole por detrás de la oreja izquierda. Emitiendo un aullido de agonía, se derrumbó.
Con fría sonrisa, Cameron se hizo atrás. Y entonces escuchó ruido de gente que llegaba corriendo por la plaza. Rápido, se quitó el palo de la bota, recuperó el sombrero y la chaqueta y corrió a su vez, agazapado, pegándose al bardal hacia la plaza.
Cuando llegó a la esquina estaba solitaria. Pero allí dentro alguien hablaba con tono ronco y nervioso. Volvió a sonreír. Por lo visto, algunos de entre ellos habían salido a por los rifles y al oír los disparos regresaron corriendo para encontrarse con un compinche muerto o malherido.
Esperó a ver si salían o podía oír sus palabras. Pero al no ocurrir nada de ello, se escurrió hacia atrás, atisbando no fueran a atacarlo por la espalda. Y dando un rodeo, se encaminó hacia la parte trasera del hotel.
Al encontrar la puertecilla cerrada, sintió una premonición.
—Debe haber ocurrido algo...
Llamó con fuerza suficiente para ser oído por la señora Dale si estaba dentro. Luego pensó que tal vea ella siguió su consejo y se fue con sus hijos.
—Sí, eso debe de ser...
Pero aquella premonición continuaba y lo condujo a penetrar en el hotel por la puerta delantera. Estaba justo llegando a ella cuando en el saloon estallaron dos disparos de revólver y ambas balas pegaron en la pared cerca de él.
Disparó a su vez, mientras saltaba dentro del edificio, resguardándose tras la pared. Aquellos de enfrente se mantendrían ahora muy alerta. Pero ellos estaban encerrados en la taberna, con su rehén, y él disponía de todo el pueblo para mantenerlos cercados.
La oscuridad era total en el interior de la vivienda. Y no le interesaba encender luz que diera a los otros una idea más concreta de lo que estaba haciendo. Volvió a llamar a la viuda, sin obtener respuesta. Encendiendo un fósforo, examinó el vestíbulo, sin advertir nada raro. Tampoco lo advirtió en el saloncito. Pero al llegar en sus investigaciones a la alcoba frunció el ceño, respirando fuerte, cuando su mirada tropezó con el revuelto lecho y las evidentes señales de lucha.
Con la boca apretada, regresó a la parte delantera, oteando a través de la plaza.
—No cabe duda de que se la han llevado allí también. Y tampoco de lo que se proponen hacer con las dos. Tienes que impedirlo, si aún es tiempo.
Se metió en el saloncito, abrió las ventanas y apoyó el rifle sobre el alféizar apuntando deliberadamente alto sobre la ventana iluminada del saloon. Luego comenzó a disparar.
Los estampidos quebraron el silencio nocturno. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Las balas aullaron a través de la plaza y fueron a penetrar en el saloon como moscardones enfurecidos. Un momento más tarde la luz se apagó allí dentro.
Cameron tomó el rifle y salió de la estancia, acercándose a la puerta y abriéndola. Un momento después estaba fuera, avanzando presuroso hacia la esquina. Pero no sonó un solo disparo contra él. Sonrió duramente en la oscuridad. Podía imaginarse la escena allí dentro. Los pillastres agazapados, revólver en mano, esperando que volviera a disparar para localizarlo, aunque sus tiros iban a resultar ineficaces a tal distancia.
Los Grogan habían corrido a la parte de atrás, a la cocina, donde Moone quedara de guardia. Lo llamaron y, al no recibir respuesta, Bud rascó una cerilla, a cuya luz vieron a su compinche caído cara arriba, el cuerpo engarabitado y la cabeza sobre un charco de sangre. Los tres sintieron el mismo escalofrío. Lem se arrodilló y examinó al caído, alzando luego un rostro gris.
—Le atravesó la cabeza de un balazo...
—Maldito sea...
—¿Qué hacemos?
—Lo único que podemos hacer. Cal, quédate aquí de guardia.
—Oye...
Lem se revolvió, furioso.
—¡Ninguna objeción! ¿Crees que Blaisdell nos va a dar cuartel? Olvídate de las mujeres ahora y piensa en tu pellejo. Vamos, Bud.
Perkins se mojó los labios con la lengua al ver sus caras cuando regresaron a la habitación delantera.
—¿Muerto?
—Sí.
Las dos mujeres estaban ahora tensas y la viuda había dejado de llorar, aunque en sus ojos había odio y desesperación. Lem las contempló con torvo ceño.
—No se hagan ilusiones. Esto no va a ayudarlas en nada. Estamos metidos hasta el cuello y seguiremos- hasta el final. Las tenemos como rehenes y si vienen a por nosotros ustedes morirán también. Pero no antes de que nos hayamos divertido juntos..
La viuda calló, pero Lena no se mordió la lengua.
—Son una gavilla de asesinos cobardes. Ninguno saldrá de aquí con vida. Un hombre solo los tiene acorralados y sólo se atreven con mujeres y viejos...
Furioso, Lem se le acercó y la abofeteó en un arranque. Lena apretó la boca, que comenzó a sangrarle. El se hizo atrás, gruñendo:
—Eso te enseñará a tener la boca cerrada. Bud, Hoosie, vigilad la plaza. Si veis moverse a alguien fuera, disparadle.
Mientras le obedecían, pasó tras el mostrador y buscó una botella llena, sirviéndose un vaso que apuró de un solo trago. Luego llevó otro a su hermano y un tercero a Perkins. Dejando la botella sobre una mesa, se acercó a las dos mujeres, examinándolas con hosco regodeo. La viuda jadeaba, Lena mantenía la boca apretada.
—Dos buenas mujeres —dijo Lem, despacio—. Dos buenas presas. Os conviene recordar que ésta es una partida a muerte.
—¡Ahí va Blaisdell! —chilló Perkins. Al mismo tiempo, él y Bud dispararon sus revólveres. Al otro lado de la plaza replicó un disparo de rifle y una bala entró, alta, por la puerta, clavándose en la pared a la derecha de Lena.
Lem había saltado en su asiento y corrió junto a su hermano.
—¿Dónde está?
—Se ha metido dentro del hotel.
Atisbaron con cautela, sin advertir nada. Lem gruñó:
—Debe haberse parapetado allí para hostigarnos. Lo dejaremos por el momento. Perkins, vigila. Bud, ven conmigo.
Le hizo una seña que su hermano comprendió. Los dos se guardaron los revólveres y se acercaron a las mujeres, que también comprendieron y pugnaron inútilmente por desasirse. Lem se acercó a Lena y su hermano a la viuda Dale, ambos con torcidas sonrisas.
—Puesto que tenemos que pasar la noche juntos, bueno será que la pasemos divertida.
—¡Bandidos, canallas, perros cobardes!
—¡No me toque, asesino...!
Pero eran mujeres y estaban atadas. Los dos hermanos no tuvieron empacho en usar la fuerza bruta para dominarlas. Riendo brutalmente, enardecidos, envalentonados por el alcohol, se las llevaron al fondo de la pieza.
Acababan justo de dejarlas en tierra cuando al otro lado de la plaza un rifle comenzó a ladrar una y otra vez, enviando balas que zumbaron y aullaron a través de la puerta y la ventana, pegando en las paredes.
Rápidos, los dos hermanos se tiraron a tierra, sacando sus revólveres, mientras Perkins buscaba cobijo tras de la pared. Lem corrió agachado hasta el quinqué y lo apagó, dejando la estancia a oscuras.
Luego, los dos hermanos se acercaron a la puerta y la ventana. Perkins les habló, roncamente.
—Está apostado en el hotel y tira desde allí...
— Va a echamos encima a la gente del pueblo si no hacemos algo, Lem —dijo Bud—. Así no podemos seguir.
—Sí... Tenemos que hacer algo. Escucha, Hoosie. Vas a quedarte aquí, con las dos mujeres. Nosotros tres iremos a por Blaisdell.
—¿Quedarme solo?
—Escucha, idiota. El está allí parapetado, no puede saber que salimos a buscarlo. Lo atacaremos por la espalda antes de que se aperciba. Y luego nos quedará toda la noche para divertirnos con las mujeres..
Perkins rezongó, llevándose la escopeta y el rifle. Cal estaba pegado a la ventana y los interpeló, al oírles llegar:
—¿Qué ha pasado?
—Tiró contra nosotros desde el hotel. Vamos a por él.
—¿Cómo?
—Trataremos de sorprenderlo mientras nos cree a todos aquí dentro.
Bud abrió la puerta y los tres salieron al patio. Luego saltaron la barda del corral, arrimando previamente una barrica vacía al muro. Y una vez en la calleja tuvieron un breve cambio de impresiones.
—¿Nos separamos o vamos juntos?
—Juntos. Andando.
Coyote había vuelto a quedar silencioso. Era indudable que nadie dormía en el pueblo. También que nadie asomaría la cabeza para exponerse a que se la volaran de un balazo.
—Es un asunto entre ellos —estaba afirmando Madison a su hija—. Ese Cameron parece ser de pelo en pecho y probablemente no tiene nada que perder. Con suerte, tal vez consiga reducir a esos asesinos. Al menos matará a alguno...
—Pero ellos tienen a Lena presa. Pueden hacerle daño...
—No lo podemos evitar. Ella no debió seguir a su tío. En cierto modo fue la culpable de su muerte. Será mejor que te marches a la cama.
Timmins estaba hablándole a su gorda mujer pura.
—Ojalá Cameron consiga matar a unos cuantos. Si sólo quedaran uno o dos por la mañana sería otra cosa. Podríamos reunimos y atacarles. Siendo cinco, no hay nada que hacer.
—Pero si hubierais formado un grupo, con ese forastero...
—No sabes lo que dices. ¿Quién formaría el grupo? Yo tengo mucho que perder y nada que ganar. Y no soy hombre de pelea. Ni Madison, ni Merkel, ni tampoco Langdon o Sanders...
—Pudisteis haber avisado a Colfax y a Davies, a Carter y a Randon. Ellos y sus hijos...
—Ellos y sus hijos son granjeros, no hombres de pelea. Además, no hubieran llegado antes de cerrar la noche. ¿Y qué iban a hacer, atacar la taberna con cinco bandoleros asesinos dentro? Es suicida...
Iba a contestar la mujer cuando muy cerca estalló un disparo de rifle, seguido casi al instante por otros mezclados. Un rápido tiroteo se siguió. Durante unos pocos minutos los disparos retumbaron en el silencio nocturno. Luego cayó un silencio tremendo.
La mujer de Timmins inquirió, con un hilo de voz:
—¿Qué habrá sucedido?
Timmins se mojó los labios con la lengua. Y replicó, con voz gruesa:
—Han tenido un encuentro a tiros en la calle. Primero tiró Cameron, luego dos o tres de los otros. Daría algo por saber cómo ha terminado la cosa.
Más o menos, lo mismo estaban pensando los hombres y las mujeres de Coyote.