CAPITULO IX

Cameron iba avanzando cautelosamente por las callejas entre los “adobes”, pero no con tanta cautela; como habría adoptado de sospechar la verdad. Pensaba que sus disparos mantenían a los vagabundos dentro del saloon y por eso iba un tanto desapercibido.

Por su parte, los Grogan iban igualmente figurándose a su enemigo parapetado en el hotel. De ahí que uno y otros surgieran al mismo tiempo por los extremos opuestos de una calleja de no más de treinta metros de longitud, flanqueada por “adobes”, corrales y, al extremo por donde venían los Grogan, por una casa algo mayor.

La luz de las brillantes estrellas era suficiente para que todos advirtieran la presencia del enemigo al instante, aunque sólo como sendos bultos más oscuros y movedizos. Todos se movieron a una.

Cameron disparó primero, aunque precipitadamente, mientras saltaba a un lado y se encogía. Hizo fuego con el rifle bajo y el estampido retumbó con mil ecos.

Los tres Grogan, blasfemando, buscaron cobijo, mientras Lem sentía rozarle la cara la bala del rifle. El disparó con el 30-30 sin afinar tampoco puntería, y su hermano descargó a una los dos cañones de la escopeta, mientras Cal hacía fuego con su revólver.

Ninguno de los proyectiles dio a Cameron; las balas por mal disparadas; las postas porque a treinta metros de distancia habían perdido casi toda la fuerza y porque Cameron se había tirado rodilla al suelo. Aún así se salvó de milagro.

Desde el suelo abrió fuego de nuevo. Los otros lo hicieron también.

Bob había tirado la ya inútil escopeta y estaba sacando su revólver cuando recibió un balazo en el muslo derecho. Cayó jurando y se pegó cuan largo era al suelo, mientras terminaba de sacar su arma.

Cameron estaba levantándose cuando recibió un balazo de refilón en el costado derecho. Tragó aire, se alzó y disparó de nuevo, cazando a Lem cuando saltaba a buscar el amparo de la esquina. Lem gritó, cayó y se volvió a levantar, mientras Cal, que se había parapetado en la puerta de un “adobe”, disparaba su revólver dos veces, errando a Cameron, que reculó veloz en busca de la protección de la esquina.

Los dos hermanos Grogan hicieron fuego sobre él cuando iba a apretar el gatillo de nuevo. Cameron sintió el choque tremendamente doloroso de una bala contra su brazo izquierdo y una violenta sensación de mareo. Al mismo tiempo, había disparado. El retroceso del rifle terminó de arrebatárselo de la mano izquierda y la bala se perdió alta, inofensiva.

Dominando la sensación de náusea, saltó al amparo de la esquina, dejó el rifle contra el muro y extrajo el revólver. Pegado a la pared, asomó lo justo para otear la calle. Vio como uno se terminaba de parapetar tras la lejana esquina y a otro, el que disparara con la escopeta, levantándose.

Disparó sobre Bud, metiéndole un balazo alto en el hombro izquierdo. Gritando de dolor, Bud se derrumbó y quedóse quieto. Lem, con un balazo entre las costillas, más doloroso que grave, y Cal, que estaba aún ileso, volvieron a disparar, obligándolo a esconderle velozmente.

 Aún se hicieron dos o tres disparos más por parte de los Grogan. Pegado a la pared, sintiendo correrle la sangre por el brazo abajo y por el costado, aún mareado por el dolor de la última herida, Cameron reflexionó rápidamente sobre la situación.

Los Grogan debían saber que estaba herido. Quedaban dos vivos y aún otro, o tal vez dos, con las mujeres. Los que tenía enfrente podían intentar ahora rodearlo y cogerlo por la espalda...

No estaba en condiciones de permanecer allí. Hacerlo sería estúpido. Tomó el rifle y se lo colgó en bandolera. Luego, empuñando el revólver, se fue, aprisa y procurando no hacer ruido, por la calle, dobló un “adobe” y salió al campo libre.

Lem y Cal, parapetados como estaban, aguardaron unos minutos. Luego, el silencio reinante los puso nerviosos.

—¿Qué hacemos? —susurró Cal—. Puede venir a tomarnos por la espalda o ir a por las mujeres...

—Estoy seguro de que le dimos. Dobla por tu lado y yo iré por el mío. Ten cuidado, no te sorprenda...

Así lo hicieron. Como lobos avanzaron, pegados a las paredes. Y alcanzaron la esquina donde estuviera parapetado Cameron casi veinte minutos más tarde.

—Se ha marchado.

—Sí. Y va herido. Mira, eso es sangre.

—Yo también llevo un balazo, maldito sea. Y mi hermano... Vamos a ver ni lo ha matado.

Bud se había recuperado de su desmayo y trataba de incorporarse, gimiendo maldiciones. Al ver a sus parientes inquirió:

—¿Lo habéis matado?

—No. Pero sí herido. Se escabulló. ¿Cómo estás?

—Muy mal. Me dio en el muslo y en el hombro, maldita sea su alma...

Lo levantaron y se pasaron sus brazos por los hombros, retirándose lentamente, revólveres en mano y ojo avizor, los nervios de punta, sin hablar palabra. El mismo Bud, consciente del peligro, se tragaba el dolor.

Tardaron casi un cuarto de hora en alcanzar la plaza. Y no siguieron adelante.

—Quédate con Bud. Yo me llegaré solo y avisaré a Hoosie.

Lem avanzó, sujetándose la herida con mano crispada. Y al llegar junto a la ventana del saloon, llamó a media voz:

—¡Hoosie!

Perkins había pasado muy mal rato desde que estalló el tiroteo. Se sabía solo allí, en la oscuridad. Y temía a Blaisdell como al diablo. Los minutos le parecieron siglos. Se desojaba mirando hacia la plaza y no advirtió que las dos mujeres se habían ido aproximando una a otra, se pusieron luego espalda contra espalda y comenzaron a desatarse las ligaduras de sus muñecas mientras se susurraban al oído.

—¿Qué le hicieron?

—Los muy canallas... No pude defenderme. Si hubiera tenido un cuchillo a mano...

—Olvídelo ahora. Voy a tratar de desatarla antes de que regresen. Ha quedado uno solo. Si podemos desatarnos y escabullimos hacia la parte de atrás estaremos salvadas...

Oyeron el tiroteo y quedaron en suspenso mientras duró. Oyeron la sarta de juramentos sordos de Perkins y siguieron su penosa tarea.

—¿Qué habrá pasado?

—Se han encontrado y pelearon.

—Sí. Pero, ¿cómo habrá terminado todo?

—Dios lo sabe. Apresúrate...

No era fácil. Las dos se habían sentado espalda contra espalda. Y las ligaduras de la viuda terminaron por aflojarse. Con un suspiro de alivio, la mujer liberó sus manos y las frotó para devolverles elasticidad. Luego se volvió y desató a Lena-

Terminaba de hacerlo cuando llegó Lem Grogan. Cuando Perkins escuchó a su compinche sintióse liberado de su temor y le contestó; rápido, a media voz,

—¡Aquí estoy! ¿Qué ha pasado, Lem?

Las dos mujeres se habían quedado rígidas. La viuda musitó:

—Nos van a coger de nuevo...

—Escurrámonos a gatas hacia la parte de atrás... Comenzaron a hacerlo, pegadas a la pared y tanteando con sumo cuidado. La oscuridad allí era total. Fuera, Lem llegó a la puerta y entró, hablando roncamente a su compinche:

—Sal. Mi primo está con mi hermano junto a ese edificio de la izquierda. Ayúdale a traer a Bud, viene herido.

—¿Y Blaisdell?

—Lo herimos y huyó. Apúrate. Yo también he recibido un balazo.

Gruñendo una blasfemia, Perkins salió. Lem buscó a tientas una silla y se dejó caer en ella. Sujetándose el costado, se acordó de las mujeres y las llamó, buscándolas en la oscuridad con la mirada.

—Vosotras, contestad.

Las dos habían adelantado apenas un par de metros. Ahora tragaron saliva. Y fue Lena quien se decidió:

—¿Qué quiere?

La separación no era excesiva. Lem no advirtió nada. Gruñó:

—Deciros que nos os hagáis ilusiones. Ya veis cómo se mueven en vuestra ayuda los hombres de este pueblo. Y en cuanto a Blaisdell, va malherido y probablemente estará alejándose antes de que lo rematemos. Estáis aquí y aquí vais a quedaros.

Ellas no contestaron. Y él tampoco esperó su respuesta. Se levantó y fue a mirar por encima de las batientes. Las dos vieron su silueta recortarse contra el fondo más claro del exterior. Y reanudaron su marcha de rodillas hasta el corredor.

* * *

Perkins llegó junto a sus compinches y ayudó a Cal a traer a Bud a la taberna.

—¿Estáis seguros de haberlo herido?

—Vimos sangre donde se parapetó. Y si no estuviera bien tocado no habría escapado.

—Ojalá de desangre. Pero seguramente encontrará ayuda para curarse. Esto se está poniendo cada vez peor...

—¿Y las mujeres?

—Allí. No resuellan. Deben tener el miedo metido en el cuerpo.

Llegaron finalmente a la entrada del saloon sin novedad. Lem les abrió y avanzaron al interior.

—Dejad a Bud en una silla.

—Habrá que encender algo de luz para curarlo,..

Las dos mujeres ya habían alcanzado el pasillo. Se pusieron de pie y avanzaron hasta la cocina. Lena susurró a la viuda:

—Hemos de abrir la puerta del corral y echar a correr, saltando la tapia antes de que consigan alcanzarnos.

—Sí...

La joven iba delante. Al llegar a la cocina adelantó despacio, con las manos tendidas. Había estado algunas veces allí dentro y sabía dónde estaba la puerta.

Pero cuando tropezó con el cuerpo caído de Moone perdió casi el equilibrio y estuvo a punto de gritar.

—¡Cuidado! Aquí hay un muerto...

Las dos pasaron por encima. Oían hablar a los granujas en el saloon. Un par de minutos más y casi podrían considerarse a salvo...

Justo cuando Lena quitaba el postigo de la puerta, allí atrás sonó una ronca exclamación:

—¡Maldición! ¿Y las mujeres?

—¡Vamos, pronto!

Abriendo la puerta, ya sin disimulo, Lena salió al corral, recogiéndose las faldas hasta las rodillas. Sabía muy bien lo que le pasaría de caer de nuevo en poder de los forajidos. Y eso le dio alas.

Cal había encendido una cerilla tras dejar a su primo. Y por la fuerza de la costumbre miró hacia donde deberían estar las mujeres. Al no verlas, lanzó una alarmada exclamación que hizo mirar también a los oíros.

—¡Se han escapado!

—¡Ahora lo hacen! ¡Corramos!

Cal salió disparado, seguido por Lem y por Perkins. Los tres sabían que si se quedaban sin los rellenes femeninos, y la viuda contaba lo que le habían hecho, su suerte estaría decretada.

Las dos mujeres corrieron cuanto les fue posible, acicateadas por el miedo. Lena descubrió el barril arrimado a la pared y, ágil como una corza, a pesar de sus faldas saltó encima, se aferró al borde del tapial, miró hacia atrás, vio llegar a la viuda a un metro de distancia y oyó el ruido que hacían sus perseguidores ya a punto de salir al corral.

—¡Corra, señora Dale, corra!

—¡Escapa tú, Lena! ¡No te entretengas!

No era cosa de entretenerse. Tenía que dejarle el sitio libre a la otra. Lena se echó por encima de la tapia y cayó de pies al otro lado. Oyó entonces las broncas exclamaciones de los perseguidores.

—¡Ahí están!

—¡Cogedla!

No se atrevió a esperar a la señora Dale. Levantándose las faldas y agachada corrió, pegada a la tapia, tan aprisa como le era posible. Y en vez de irse hacia la parte de atrás lo hizo hacia delante, hacia la plaza.

Oyó gritar a la señora Dale y supo que la habían capturado. Un miedo loco la dominaba ahora. Alcanzó la esquina de la plaza y subió veloz a la acera, deteniéndose allí, jadeante. Luego miró.

La señora Dale estaba encaramándose al barril vacío cuando Cal la alcanzó, sujetándola por una pierna. Y casi al instante tuvo encima a los otros dos granujas. Desesperada, la mujer luchó con todas sus fuerzas, gritando. Pero ellos la dominaron y le taparon la boca rudamente. Con la pistola, Lem le golpeó la cabeza, dejándola sin sentido.

—¡Cal, coge a la otra! ¡Ve con él, Hoosie!

Cal no se hizo rogar. Desde que capturaron a Lena tenía entre cejas el propósito de ultrajarla. Y que ahora se le escapase lo espoleaba.

Pero cuando miró arriba y abajo de la calleja no la pudo descubrir. A su lado, Perkins gruñó:

—¿Hacia dónde habrá ido?

—Seguramente para ahí. Vamos, démonos prisa.

Los dos pillastres saltaron a la calleja, sacaron les revólveres y corrieron hacia la puerta de atrás mientras Lem cogía por las axilas a la inerte viuda, la levantaba y se la llevaba con paso vacilante al interior.

Lena vio que iban hacia el lado opuesto de la plaza. Con un suspiro de alivio corrió a su vez, llegando al almacén. Allí, jadeante, llamó:

—¡Madison! ¡Madison! ¡Soy yo, Lena Maxwell!... ¡Abrame!

Pero Madison había atrancado su puerta y estaba en la parte de atrás de su casa, así como su hija. No la oyeron y Lena no se atrevió a gritar más.

Permaneció unos instantes allí, pegada a la puerta, jadeando y mirando hacia la taberna. La plaza estaba solitaria, pero ella no podía saber si unos ojos criminales atisbaban detrás de la ventana del saloon. Y un par de bandidos andaban buscándola. El apuesto forastero que dijo llamarse Cameron y al que los bandidos llamaban Blaisdell estaba, según ellos, malherido y tal vez en huida lejos de Coyote. Los hombres de Coyote se habían encerrado en sus casas cobardemente y no moverían un dedo, como no lo habían movido en su ayuda. Estaba sola, en medio de la noche. Pero libre.

Se fue retirando lentamente hacia la otra esquina, del almacén. Luego la dobló y avanzó presurosa por la calleja. Iría a su casa dando un rodeo por detrás de la plaza. Allí estaría a salvo aquella noche. Tenía armas de su padre y su tío. Si venían a buscarla, podría defenderse.

Estaba doblando la próxima esquina de un “adobe” cuando una sombra se materializó ante ella. La sombra de un hombre.