CAPITULO PRIMERO

 

El coche se detuvo bajo la gran marquesina de piedra, sostenida por cuatro recias columnas de granito, que protegían a los recién llegados de las inclemencias del tiempo. Cuando el conductor apagó los faros, estalló un vivísimo relámpago, que disipó por un segundo las espesas tinieblas de la noche. En el momento en que retumbaba el trueno, con la potencia de mil cañones disparados a un tiempo, se abrió la puerta del caserón y una silueta se recortó en el iluminado umbral.

Al mismo tiempo, empezaba a diluviar. Spencer Bud Main, se apeó del coche, con el maletín en la mano, y subió los seis peldaños que separaban el suelo del nivel de la entrada.

—Soy el señor Main —se presentó.

—Le esperábamos —dijo la mujer— Me llamo Mavis Hook y soy el ama de llaves del señor Flandryn. Pase, señor Main.

—Gracias, señora Hook.

Mientras cruzaba la puerta, Main observó con disimulo al ama de llaves, una mujer que no había cumplido todavía los cuarenta años, de pelo rubio oscuro, muy estirado, y facciones impasibles. El cuerpo, apreció el recién llegado, tenía muchos y muy notables atractivos.

La casa era grande, bien decorada, pese al estilo pasado de moda. Mavis dijo:

—El señor querrá asearse sin duda antes de entrevistarse con sir Arnold.

—Sólo necesito lavarme las manos un instante —contestó Main—. En realidad, debo irme apenas haya terminado...

Una sonrisa imperceptible apareció en los labios de la mujer.

—Si el tiempo no mejora, dudo mucho que pueda volver a Londres esta misma noche, señor. A dos millas de la casa hay un barranco, que se inunda con facilidad, apenas llueve un poco, y corta la carretera. No diré que es peligroso pasar en estas condiciones, sino que no se puede pasar.

—Bueno, quizá amaine el tiempo antes de lo que pensamos —contestó Main alegremente.

—Por aquí, señor —dijo Mavis.

El maletín con los documentos quedó sobre una mesa. Main fue al lavabo y salió momentos después. Mavis aguardaba en el vestíbulo.

—Tenga la bondad de seguirme, señor.

—Gracias.

Ella le guió hasta una puerta ricamente tallada, patinada ya por el paso de los años.

Tocó con los nudillos y abrió.

—Señor, ha llegado el señor Main —anunció.

—Dígale que entre —contestó alguien, con una voz muy cascada.

Main cruzó el umbral. Sentado frente a la chimenea, en una silla de ruedas, con una manta escocesa sobre las rodillas, había un hombre con el rostro tan apergaminado como el de una momia. Apenas si quedaban ya cabellos en su cráneo y los ojos aparecían sin brillo, mortecinos. Main avanzó hacia el anciano y se detuvo a un par de pasos de distancia.

—Sir Arnold, soy Spencer Main, el primer pasante de su abogado —dijo. Arnold Flandryn levantó la vista.

—¿Ha traído el testamento? —preguntó.

—Sí, señor. Lo tengo aquí, listo para la firma. El señor Hennill hubiera querido venir personalmente, pero su estado de salud es un poco delicado...

—Sí, es tan carcamal como yo —dijo el anciano sarcásticamente—. ¿Está redactado el testamento de acuerdo con la carta que le envié?

—Sí, señor.

—Dispuse que, después de mi muerte, Ballymore Hall y las tierras que lo circundan, pasaran a ser propiedad de mi secretario Vince Kethrie, debido a la abnegación y al afecto que siempre me ha demostrado. También debe heredar la mayor parte de mi fortuna en numerario, a excepción de las mandas indicadas.

—Así se ha redactado el testamento, señor, tal como usted lo dispuso.

—A mi nieta, Edith Flandryn, por su comportamiento desvergonzado e irrespetuoso, no sólo conmigo, sino con el ilustre apellido que ostenta, le dejo solamente la cantidad de doscientas libras.

—Todo está escrito como usted lo dispuso. Sólo que...

—¿Qué, joven? —preguntó sir Arnold.

—Mi jefe, y amigo suyo, opina que no debiera desheredar a su nieta.

—Señor Main, cuando vea a su jefe, y amigo mío, dígalo que se meta en sus asuntos.

Mi fortuna es mía y yo la dejo al que me parece. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Mi nieta Edith es una golfa. Vi una revista. Aparecía desnuda, con un hombre, en una postura... Bueno, no quiero ensuciarme la lengua describiendo lo que hacían. ¡Por eso, y también por otras cosas impronunciables, decidí desheredarla!

Main suspiró.

—Sí, señor.

Sir Arnold movió un poco su mano.

—Tire de ese cordón, joven —indicó—. Ah, no le he ofrecido de beber. Sírvase a su gusto.

—Gracias, señor.

Main se acercó al cordón, tiró un par de veces y luego destapó un fiasco de vidrio tallado. A los pocos segundos, se abrió la puerta y apareció Mavis en el umbral.

—Señora Hook, tenga la bondad de avisar a mi secretario —pidió el anciano.

—Lo siento, señor; no está. Salió a Clyhaun para hacer unas diligencias y le habrá sorprendido la tempestad en el camino. Si desea algo...

—¿Quién más hay en la casa, señora Hook?

—Bien, están Tracy, la cocinera, y Annie, la doncella... y también Ned Parr, el jardinero, señor.

—Llámelos, que vengan todos. Quiero que firmen como testigos, después que lo haya hecho yo. Usted también firmará, señor Main.

—Por supuesto, sir Arnold —contestó el interpelado.

El acto de la firma se realizó en pocos minutos. En realidad, los testigos daban fe únicamente de que habían visto firmar a sir Arnold. Terminada la breve ceremonia, el salón se despejó de gente.

—Señor Main, continúa lloviendo a cántaros —dijo el anciano—. Mucho me temo que habrá de quedarse aquí, hasta que despeje el tiempo.

Main emitió una sonrisa de circunstancias.

—Parece que no tengo otra solución —repuso.

—La señora Hook cuidará de su alojamiento. Mavis, cuídese de que este joven cene de acuerdo con su edad.

—Sí, señor.

—Ahora... por favor, déjenme solo... Estoy muy fatigado... Son ya demasiados años...

Sir Arnold cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Mavis hizo un gesto imperceptible al joven. Main recogió los papeles, cerró la cartera y siguió al ama de llaves.

Cuando subió a su dormitorio, un par de horas más tarde, continuaba lloviendo a mares. Un poco fastidiado, por no poder regresar a Londres en el mismo día, como había planeado, Main se desvistió y se metió en la cama. Había estado en la biblioteca, previendo que tardaría en conciliar el sueño, y se había provisto de un libro, cuyo tema le pareció interesante.

Era preciso reconocer que la señora Hook sabía ser eficiente. Había llevado a la habitación una botella de buen brandy y una copa, de la que Main tomaba un sorbo de cuando en cuando. Así se le pasó el tiempo más rápidamente. De pronto, cuando ya empezaba a notar que el sueño hacía pesados sus párpados, oyó unas voces que parecían sonar en la habitación contigua.

 

* * *

 

Main irguió el cuerpo, sorprendido. La casa era grande, de recios muros, y los tabiques de separación, aun delgados, eran más gruesos de lo ordinario. Del lugar donde llegaban los sonidos no había puerta de comunicación. ¿Por qué percibía tan bien lo que hablaban aquellas dos personas?

Una de las voces, la reconoció de inmediato, era la de Mavis Hook. La otra pertenecía a un hombre. ¿Era el secretario Kethrie?

—Bueno, el asunto está hecho —dijo el hombre—. ¿Y ahora?

—Calma, Ned; hay que hacer las cosas bien, como se debe. No tengas tanta prisa...

—Escucha, Mavis, voy a decirte algo que quiero tomes muy en serio. No pienso tolerar bromas de mal gusto, ¿estamos? Si crees que puedes tomarme el pelo, estás muy equivocada...

—Ned, mira —exclamó ella de pronto.

Sobrevino una corta pausa de silencio. Luego, se oyó de nuevo la voz de Ned Parr.

—¡Diablos, qué buena estás!

Main casi saltó de la cama. Con una risita, Parr añadió:

—Me gustas así, en pelota viva.

—¡Hijo, qué basto eres! —Protestó la señora Hook—. ¿No puedes decir las cosas de otra manera?

—¿Para qué? Vamos a acabar haciendo lo mismo... Además, las palabras finas sobran.

Lo que ahora importa es...

Main oyó chasquidos de besos, suspiros, frases que le escandalizaron...

—Se están refocilando a modo —murmuró.

Pero el sueño volvía y apagó la luz. Ya no se entero de nada, hasta la mañana siguiente. De pronto, oyó voces y lamentos. Alarmado, saltó del lecho y empezó a vestirse.

Una mujer gritó:

—¡Sir Arnold está muerto!

Main comprendió que la firma del testamento no había podido ser más oportuna.

 

* * *

 

Unos minutos más tarde, pudo conocer a Kethrie, el secretario. Era un hombre alto, de mirada aguda y barbilla ligeramente puntiaguda. Kethrie se le acercó con la mano tendida.

—Me he enterado de su presencia, apenas llegué esta mañana —dijo—. Lamento tener que decirle que su viaje no pudo ser realizado más oportunamente.

—Sí, he oído decir que sir Arnold está muerto...

—Falleció durante la noche. Sin duda, se le paró el corazón. Tenía ya más de ochenta años. Vivió una vida muy agitada; ¡ó extraño es que haya podido alcanzar esta edad.

—Debió ser un hombre muy robusto —sonrió Main—. Pero hasta los más fuertes sucumben, tarde o temprano.

—Eso es verdad. Señor Main, usted está enterado de los términos del testamento.

—Así es. Yo hice el borrador, de acuerdo con las instrucciones de sir Arnold, se lo enseñé a mi jefe, éste hizo las correcciones pertinentes y luego lo copié en limpio. Sir Arnold quería el máximo de discreción, pero mi jefe confía en mí ciegamente, aunque sea inmodestia decirlo.

—Estoy seguro de que esa confianza es completamente justificada —sonrió Kethrie—. Óigame, señor Main. Usted ha podido darse cuenta de que el difunto sir Arnold ha desheredado a su nieta. Personalmente, discrepo de esa decisión y, créame, lo discutí con él en numerosas ocasiones, tratando de disuadirle de su actitud. Pero era un hombre muy terco y no dio jamás su brazo a torcer.

—Algo de eso me pareció, en los pocos minutos que pude tratarle —contestó el joven.

—Bien, no quisiera que un día pudiera pensarse de mí que influí en la voluntad del difunto para tomar semejante decisión. Me gustaría encontrar a Edith Flandryn, para decirle que no son doscientas, sino doscientas mil libras las que tiene a su disposición.

—Es un gesto muy generoso de su parte, señor Kethrie —murmuró Main.

—Hágaselo saber así a su jefe. Puede decirle también que me gustaría iniciar las gestiones para localizar a esa chica un tanto rebelde. Yo la comprendo un poco mejor — añadió Kethrie sonriendo—; a fin de cuentas, tengo cuarenta y un años, lo que significa una diferencia de sólo dieciocho con respecto a Edith. Pero el difunto sir Arnold tenía sesenta y dos más que su nieta... y una moral victoriana, si comprende lo que esto significa.

—Lo comprendo perfectamente y así lo haré saber a mi jefe.

—Gracias, señor Main, no esperaba menos de usted. Y ahora, si quiere pasar al comedor, haré que le sirvan el desayuno. ¿Vuelve a Londres hoy mismo?

Main consultó su reloj.

—Hablaré por teléfono con mi jefe —repuso—. Tal vez quiera que me quede a los funerales en su representación. El es también muy anciano y dudo mucho de que una ceremonia semejante le sentase bien.

—Una precaución muy útil —alabó Kethrie. Extendió una mano—. Venga por aquí, le enseñaré el despacho, en donde está el teléfono. Cuando termine vaya a desayunar.

Main inclinó la cabeza.

—Muchas gracias, señor Kethrie.

Main habló con el abogado Hennill, a quien comunico la infausta nueva. Tal como había sospechado, Hennill le pidió se quedase en Clyhaun, hasta que hubieran finalizado las ceremonias fúnebres. Main se resignó, preguntándose sí a la noche volvería a oír los atroces diálogos entre el ama de llaves y el jardinero o si éstos sabrían respetar la situación.

Aquella noche, en efecto, no hubo encuentro entre Mavis y Ned Parr. Pero Main se sentía muy intrigado. ¿Cómo era posible oír con tanta claridad lo que se hablaba en una habitación contigua, separada de la suya por un tabique que no medía menos de treinta y cinco o cuarenta centímetros de espesor?

De pronto, se fijó en la chimenea, que permanecía apagada, ya que el tiempo no era frío. Si había visto a sir Arnold frente a un fuego encendido, se debía a su edad y no precisamente a la temperatura ambiente. Y para comprobar sus sospechas, buscó una vela, la encendió y metió la cabeza en el interior de la chimenea. Sí, allí estaba el truco. Sonrió, después de apagar la vela. Pero, como era lógico, no pensaba hacer que se sonrojasen los culpables.

Después de todo, los líos amorosos entre un ama de llaves y un robusto jardinero no eran asunto suyo.