CAPITULO IV
Sentada en la cama, pero no dentro, Mavis leía un libro cuando de pronto oyó el ruido de la puerta al abrirse. Alzó la vista y divisó la figura del propietario de Ballymore Hall.
—¡Vince! —exclamó, sorprendida, a la vez que saltaba del lecho.
Kethrie avanzó hacia ella, y le propinó dos tremendas bofetadas, que le hicieron dar varios traspiés. Mavis, con los ojos llenos de lágrimas, le miró aturdida sin comprender muy bien lo que sucedía.
—¿Por qué me pegas? —lloriqueó. Kethrie se inclinó hacia ella.
—Perra deslenguada—la apostrofó—.¿Por qué tuviste que contárselo a ese imbécil de Ned?
Mavis se quedó sin aliento durante unos segundos.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí, esta mañana. Pero ¿cómo pudiste ser tan imprudente?
—No lo sé. Debí decir algo en sueños una noche... Luego, él y yo tomamos una copa de más... Me mostré locuaz.
—Estúpida —gruñó él—. Has estado a punto de echarlo todo a rodar.
—Vince, Ned será discreto.
Kethrie emitió una risa escalofriante.
—Sí, será discreto. Ya no lo repetirá jamás a nadie —dijo. Mavis comprendió la verdad, y sintió un helado escalofrío.
—Está muerto...
—Muerto y bien muerto —dijo Kethrie, crudamente—. Me pidió un salario mensual de mil libras.
—No es gran cosa.
—No, ¿eh? Claro que mil libras no es demasiado. Lo peor hubiera venido después. Mavis, un chantajista nunca se detiene en sus peticiones. Sólo hay una forma de cerrarle la boca, ¿me entiendes?
Ella asintió lentamente.
—Por fortuna, el asunto estaba entre los tres. Sólo quedamos dos... y ya sabes lo que te conviene, si quieres seguir viviendo. Pero ¿por qué diablos tuviste que liarte con ese imbécil?
Súbitamente, Mavis empezó a quitarse la ropa de cama, arrancándola a puñados, hasta quedar completamente desnuda delante del hombre.
—Mírame —dijo—. Todavía soy hermosa y deseable. ¿Por qué no viniste a mi cama nunca? Tuve que hacerlo con Ned. Necesitaba un hombre, ¿me entiendes? ¿O es que pensabas que te rebajarías si te acostabas conmigo?
Kethrie se pasó una mano por la cara, como si no quisiera contemplar la atractiva visión que era aquel espléndido cuerpo que se le ofrecía sin el menor velo.
—No lo entenderías —dijo, sordamente—. Y no puedo explicártelo. Ella se le acercó con lentos movimientos.
—Quiero ayudarte —dijo—. Si tienes problemas, seré comprensiva.
—No, tú no puedes ayudarme —respondió Kethrie, sombríamente—. Nadie puede ayudarme, excepto... Bueno, ahora no puedo decírtelo. Algún día lo sabrás, Mavis.
—Como tú digas —suspiró ella, resignada—. ¿Qué piensas hacer con el cuerpo de Ned? Kethrie frunció el ceño.
—Es una lástima —murmuró—. Debí habérmelo pensado mejor. Pero me sentía tan furioso... Bien, no te preocupes; yo me encargaré de ese asunto. Y recuerda: la boca siempre bien cerrada.
—No hablaré, te lo juro.
Kethrie se encaminó hacia la puerta. Mientras lo veía salir, Mavis pensó en una frase que había escuchado a la anterior cocinera: «Ha llegado Satán», había dicho Tracy Jeffries. Pero ella, entonces, no le había dado importancia. Ahora veía que quizá aquella frase no resultaba del todo inexacta.
* * *
«Wolfie» se despertó de pronto, gruñendo de un modo extraño. Edith se despertó también y trató de hacer callar al animal, pero «Wolfie» parecía muy inquieto, por lo que se levantó y le acarició la cabeza varias veces. Sin embargo, y a pesar de cesar en sus gruñidos, el animal se mostraba intranquilo.
Edith se preocupó, ya que sabía que no era un comportamiento corriente en el perro. Intrigada, se acercó a una de las ventanas, sin haber encendido la luz. Miró hacía el parque. La oscuridad era absoluta. No se captaba el menor detalle.
—Anda, «Wolfie», échate —dijo.
El perro obedeció, no de muy buena gana. Sin embargo, Edith pudo dormirse tranquilamente de nuevo. Apenas había amanecido se levantó y abandonó el dormitorio con «Wolfie», tras un rápido aseo en el baño.
Paseó un buen rato por el parque, mientras el sol otoñal deshacía las hilachas de niebla que se enredaban en los árboles. Sentíase triste y deprimida, por tener que abandonar Ballymore Hall. Una vez se había marchado de allí, obedeciendo a un impulso irresistible. Pero en el fondo sabía que podía volver cuando lo deseara. Ahora, aquella casa, el hermoso parque, ya no eran suyos, no le pertenecían. Nunca más volvería a pasearse por los alrededores, ni a disfrutar del fuego de la chimenea, mientras afuera caía la lluvia mansamente,
Al cabo de un buen rato, emprendió el regreso. De pronto, vio que el perro escapaba velozmente en dirección a un macizo de petunias, situado muy cerca de un enorme cedro.
«Wolfie» empezó a escarbar en el suelo, sin el menor respeto para las plantas.
De súbito, oyó una voz estridente:
—¡Señorita Flandryn, aparte a ese maldito perro de ahí! Está destrozando mis flores, ¿me oye?
Edith corrió hacia «Wolfie» y lo agarró por la correa, llevándoselo a viva fuerza. El perro gruñía sordamente y le costó mucho tranquilizarse. Ella se volvió hacia la ventana de la planta baja, en la que aparecía el dueño de Ballymore Hall,
—Siento infinito lo ocurrido, señor Kethrie —se disculpó—, Ya no tendrá más quejas de mi perro; nos marcharemos apenas hayamos desayunado.
Kethrie no dijo nada, limitándose a cerrar bruscamente la ventana. Edith se preguntó qué le había hecho enfurecer tanto. A fin de cuentas, las petunias estaban hechas una lástima, se dijo.
Cuando terminó de desayunar, fue al despacho de Kethrie. El hombre estaba hablando por teléfono,
—Muy bien, doctor Cadwill, puede venir cuando guste. Le recibiré encantado... ¿Dice que ha hecho grandes progresos? Eso es estupendo, lo celebro infinito. ¿La semana próxima? Muy bien, le tendré preparado alojamiento. Adiós, doctor Cadwill,
Kethrie colgó el teléfono y miró sonriendo a la muchacha.
—Le ruego disculpe mi actitud. Esta mañana tenía un formidable dolor de cabeza y eso altera muchas veces el carácter de las personas.
—La culpa fue de «Wolfie» —contestó ella—. Pero ya no volverá a repetirse.
Solamente he venido para despedirme de usted y darle las gracias por su amabilidad.
—No las merezco en absoluto —respondió Kethrie— Siento mucho lo que sucedió..., pero ya no tiene remedio.
—No se preocupe. Por favor, ¿puedo llamar para que acuda un taxi y que me lleve a la estación?
—Oh, no tiene que volver a Londres en el tren. Yo mismo pagaré el taxi para que la lleve hasta la puerta de su casa, con toda comodidad y sin que tenga que soportar compañías quizá poco agradables.
—Muchas gracias —contestó Edith.
Media hora más tarde, embarcaba en el coche con «Wolfie». Al llegar a las inmediaciones de la cancela que permitía el acceso al recinto, volvió la cabeza, sintiéndose embargada por una gran melancolía.
—Adiós, Ballymore Hall —murmuró, hondamente conmovida.
* * *
—Te veo un poco preocupado —dijo Spencer Main.
El inspector Rewell, de Scotland Yard, asintió, mientras acercaba un fósforo encendido a la cazoleta de »u pipa. Aspiró varias veces, y al fin, lanzó unas densas bocanadas de humo.
—Detesto la pipa —dijo al cabo—. Pero la gente tiene la idea preconcebida de que un oficial del Yard, de cierto rango, ha de ser de carácter flemático y fumar en pipa.
—¿Eso es lo que te preocupa, Jack? —rió Main.
—Bueno, en realidad se trata de otro asunto. Un caso no resuelto, a pesar de que han pasado cuatro años. ¿Recuerdas el triple crimen de los Sorani?
—Murieron el padre y dos hermanos. Alguien los acribilló a balazos, creo recordar.
—Así fue, Bud. Todavía no hemos podido encontrar al asesino.
—Una persona que mata a tres hombres a tiros no se esconde tan fácilmente, creo — observó el joven.
—Pues... el tipo consiguió esfumarse. No hemos vuelto a saber más de él.
—Eso significa que lo conoces.
—Más correcto sería decir que conozco su identidad, porque a él no le vi nunca personalmente.
—¿Un ajuste de cuentas? —sugirió Main.
—No. Venganza de otra venganza. Main enarcó las cejas.
—A ver, explícate, sabueso.
—Los Sorani eran unos comerciantes de origen italiano, que habían llegado a conseguir cierta prosperidad en su negocio de importación de frutas. La hija era, es, una preciosidad, y cometió la tontería de enamorarse de un tipo guapo y apuesto, llamado Warren Teale. Pero Sylvia, que ése es el nombre de la chica, no quería pasar por ciertas situaciones antes de haber visitado la iglesia. En cambio, Teale quería lo que quieren los hombres de una mujer, pero sin el compromiso que suponen unas bendiciones y una inscripción en el registro civil. ¿Lo entiendes ahora?
—Sigue, esto parece un melodrama de principios de siglo —sonrió el joven.
—Bueno, un día Teale se llevó a la muchacha a una casa de campo. Allí hizo lo que quiso con ella, y cuando estuvo harto, la soltó. Pero ella, como buena italiana, no vino a nosotros, sino que contó en casa lo ocurrido. Entonces, el padre y los dos hermanos se tomaron la justicia por su mano.
—Le dieron una paliza —supuso Main. Rewell se quitó la pipa de la boca.
—Ahora, Teale, esté donde esté, no puede hacer gala de sus aptitudes amatorias. Lo único que le está permitido físicamente es expulsar la cerveza.
—Diablos —respingó el joven—. Le...
—Sí, le cortaron todo. Main se estremeció.
—Una horrible venganza —murmuró.
—A su modo, Teale tenía el mismo espíritu que los Sorani. Se curó como pudo, aunque estuvo a punto de morir, y una vez restablecido por completo, buscó a los Sorani y voló tres cráneos a tiros. Es lo último que se ha sabido de él —concluyó el policía,
—Y tú sigues buscándolo...
—Sí, pero sin resultado. Ah, Bud, como me imagino el motivo de tu visita, debes saber que Harry Limerick está ya en chirona.
—Le habéis echado el guante, ¿eh?
—En efecto. Sin embargo, mucho me temo que tu compañía no pueda recobrar el dinero que os ha estafado.
Main se encogió de hombros.
—Lo cargarán en la cuenta de pérdidas y ganancias —contestó, a la vez que se ponía en pie—. Gracias, Jack.
—No se merecen —contestó Rewell—. A propósito, ¿qué tal te va en tu nuevo empleo?
—Bien, no puedo quejarme, sino todo lo contrario. En el despacho de Hannill, después de su muerte, ya no se podía progresar más. El hijo mayor se hizo cargo del bufete, pero sin demasiado entusiasmo, y yo me dije que no iba a quemarme las pestañas allí para que otro se llevase la parte del león. Y como hacía tiempo que en esta compañía andaban tras de mí, hablé con el consejo directivo y me concedieron el puesto.
—Más sueldo y menos trabajo —sonrió el inspector
—Sobre todo, perspectivas de futuro para un consejero en asuntos mercantiles y financieros —se despidió Main.
Salió a la calle. Mientras conducía su coche, se preguntó qué habría sido de Edith Flandryn.
Ya no necesitaba aguantar los malos modos del dueño de un music-hall de ínfima categoría. Ahora era una muchacha rica, aunque si se miraba bien, debería serlo mucho más. Pero aquel viejo atrabiliario y retrógrado que se llamó sir Arnold Flandryn, había dispuesto las cosas de otro modo.
En fin, merced a la generosidad de Kethrie, podía decirse que Edith no lo había perdido todo. Doscientas mil libras, bien invertidas, podían dar una saneada renta que la pusiera a cubierto de necesidades.
Pensando en Edith estaba cuando abrió la puerta de su apartamento y vio a la muchacha en compañía de un enorme mastín.