CAPITULO VI

 

El hombre se apeó del autobús, y cargó al hombro la bolsa de lona en que llevaba su equipaje. Era alto, tremendamente robusto, de unos treinta y cinco años y ofrecía un aspecto altamente saludable. Mientras el autobús arrancaba de nuevo, contempló el pueblo cuyas primeras casas se hallaban a un par de cientos de metros.

Entonces, ovó el ruido de un automóvil que se acercaba. Alzó la mano y Main, que era el conductor, pisó el freno.

—¿Se le ofrece algo, amigo? —preguntó.

—Voy a Ballymore Hall —dijo el sujeto—. ¿Pueden indicarme el camino?

Edith oyó aquellas palabras y se sintió inmediatamente invadida por una gran curiosidad.

—¿Acaso le han ofrecido trabajo allí? —quiso saber.

El hombre se quitó la gorra a cuadros que cubría su enorme cabeza.

—Pues sí, señorita... Me llamo Jake Iggles y escribí en contestación a un anuncio que leí en el periódico. En Ballymore Hall necesitan un hombre joven y fuerte, que pueda hacer toda clase de trabajos, y yo escribí con mis datos personales y un par de certificados médicos. Ayer recibí un telegrama, anunciándome que el empleo es mío y aquí estoy. Oiga, ¿son ustedes de Ballymore Hall?

—No, nosotros nos quedamos en el pueblo —contestó Main—. La casa a la que se dirige usted está a cinco millas hacia el nordeste. Atraviese Clyhaun y verá un camino con el indicador.

—Puede tomar un taxi en el pueblo —aconsejó la muchacha. Iggles sonrió.

—Tengo buenas piernas..., pero mi bolsillo está muy escuálido —contestó. Se tocó con dos dedos la visera de la gorra—. Gracias, señores —dijo como despedida.

Edith frunció el ceño.

—Me pregunto para qué necesitarán en Ballymore un hércules como Iggles — murmuró—. Ya tienen a Parr...

—Ahora hay un nuevo dueño, muchacha. Indudablemente, Kethrie tiene otras ideas sobra la forma de vivir en Ballymore.

—Sí, eso debe ser —suspiró ella.

Main movió la palanca de cambios y el coche arrancó de nuevo. Un cuarto de hora más tarde, llamaban a la puerta de la casita donde residía Andrew, el jardinero jubilado.

 

* * *

 

Edith quiso que Andrew les contara todo lo sucedido en la casa los días inmediatamente anteriores a la muerte de sir Arnold. Y concluyó su petición con una pregunta:

—¿Le sorprendió a usted la muerte tan súbita?

—Pues... —El anciano se rascó la mejilla con el pulgar—, A decir verdad, el comportamiento de sir Arnold en los últimos días era bastante extraño. Dos semanas antes, se quedó enfermo en su dormitorio y no se movía para nada. La señora Hook le subía las comidas...

—¿La señora Hook? —repitió Edith.

—Sí, eso he dicho, señorita.

—Andrew, usted llevaba infinidad de años en Ballymore. Sabe perfectamente que, cuando se quedaba en cama, por la causa que fuese, era Tracy la que le llevaba las comidas. Todo lo más, Annie, la doncella... pero, por lo regular, se encargaba Tracy. Así podía discutir con ella... le gustaba hacerle rabiar, burlándose de sus platos... A Tracy se la llevaban los demonios y sir Arnold se reía como un bellaco, con perdón...

Main se puso la mano delante de la boca, para ocultar una sonrisa. Edith continuó:

—De modo que durante dos semanas, fue la señora Hook quien se encargó de servir a mi abuelo. Bud, esto no me huele bien.

—Señorita, ¿qué está tratando de decir? —exclamó el antiguo jardinero.

—Aguarde un momento, Andrew —dijo ella—. Usted asistió al acto de la lectura y firma del testamento...

—Un momento. Yo sólo estuve presente mientras sir Arnold firmaba. Del contenido del testamento, no nos enteramos hasta después de su muerte, cuando el secretario nos lo comunicó.

—Andrew, usted sabe perfectamente que mi abuelo estaba enojado conmigo. ¿Le cree capaz de desheredarme?

—Francamente, no; pero las cosas resultaron así... A veces, señorita, uno piensa que un hombre es de una forma y luego resulta todo lo contrario... El señor Main, sin duda, le dirá que el testamento está en regla.

—Lo sabe ya, Andrew —manifestó el aludido.

—Yo lo lamento terriblemente, pero ¿qué puedo hacer?

—Nada. —Edith emitió una sonrisa comprensiva—. Usted ha hecho suficiente. ¿Sabe si Tracy está en su casa?

—Seguro, señorita.

Main quiso hacer una prueba antes de abandonar la casa.

—Andrew, usted trabajó treinta años para sir Arnold —dijo—. ¿Cree que el hombre que firmó el testamento en presencia de la servidumbre, y también delante de mí, era un impostor?

La respuesta del anciano fue clara, tajante:

—No, señor; era sir Arnold.

—Gracias, Andrew.

Edith y Main salieron a la calle. El la miró amistosamente.

—¿Convencida? —preguntó. Ella levantó la barbilla.

—Hablaremos con Tracy —contestó.

La entrevista con la ex cocinera no resultó mucho más fructífera. Tracy Jeffries dijo que la señora Hook le había prohibido subir al piso superior, cuando sir Arnold cayó enfermo, ya que éstos eran los deseos del dueño de Ballymore Hall. Pero añadió dos detalles que a Edith le parecieron sumamente reveladores.

—Andrew no puede decirlo, porque él se ocupaba exclusivamente del jardín y muy rara vez iba al primer piso. Pero yo sí había estado allí infinidad de veces y a la semana de caer enfermo, aproveché un descuido del ama de llaves para ir a la habitación de sir Arnold. Quería preguntarle si estaba quejoso de mí, ya que no quería que le sirviese las comidas.

—¿Habló con él?

Tracy hizo un gesto negativo.

—La puerta estaba cerrada con llave. Y, que yo sepa, sir Arnold, jamás se encerró con llave en el dormitorio.

Socarrón, Main preguntó:

—¿Miró a través del ojo de la cerradura, Tracy?

—No se ve la cama desde allí, señor —contestó la mujer, enrojeciendo visiblemente.

—Está bien, ¿cuál es el otro detalle? —preguntó Edith.

—Bueno, cierta frase que pronunció sir Arnold en el acto de la firma del testamento... Era el primer día que bajaba al salón y lanzó uno de sus tacos. Quizá lo recuerde también el señor Main. Sir Arnold dijo: «Por cien mil diablos.»

Main sonrió.

—Sí, lo recuerdo.

—Pero sir Arnold nunca decía eso, sino, solamente: «Por mil diablos.» Claro que el pobre estaba ya en las últimas y quizá desvariaba...

Main y la muchacha emprendieron el regreso inmediatamente a Londres. Durante un buen rato, permanecieron silenciosos. Luego, ella dijo:

—Bud, quiero que se fije en una cosa. Mi abuelo se pone enfermo súbitamente y permanece en su dormitorio cosa de dos semanas. Luego se encuentra en condiciones de levantarse, baja al salón... y al día siguiente, aparece muerto. ¿Qué opina?

—Era muy viejo. ¿Hay alguna duda en el certificado médico?

—No, que yo sepa. —El puño de la muchacha golpeó súbitamente la repisa del coche—. ¡Pero estoy segura de que hubo suplantación!

—Edith, por Dios...

Ella se volvió en el asiento.

—Bud, quiero pedirle un favor —dijo—. Si no lo hace usted, yo lo haré.

—Está bien, diga de qué se trata y veré qué puedo hacer en su obsequio.

—Conseguir el testamento y comprobar la autenticidad de la firma.

—Edith, el señor Hannill no encontró nada sospechoso...

—¿Por qué varió súbitamente mi abuelo un testamento redactado, según yo sé, desde hacía muchos años?

—Recibimos una carta manuscrita suya, con las debidas instrucciones, eso es todo. Una vez firmado el segundo testamento, el primero queda absolutamente invalidado.

—¿Recuerda, por casualidad, la fecha de esa carta? Usted es hombre de buena memoria...

—Sí —dijo él—. Por las fechas en que se produjeron todos esos sucesos, la carta fue escrita un par de días antes de que su abuelo se pusiera enfermo. Esto es, como dos semanas y media antes de su muerte.

Edith se hundió en su asiento.

—Entonces, no cabe la menor duda; no hubo suplantación... y mi abuelo me desheredó a sangre fría, con plena deliberación... y todo por la canallada que hicieron conmigo en aquella revista...

Main entornó los ojos.

—Edith, ¿recuerda usted el nombre de la revista?

—Sí, Yo misma recibí un ejemplar en casa, sin que lo hubiera pedido... Es la Sex-Typhoon... ¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso quiere comprar un ejemplar, lascivo sujeto?

—No, mujer —contestó él—. Sólo quiero hablar con el editor. Si su abuelo, como parece lógico, y más a sus años, no era aficionado a esa clase de revistas, ¿cómo ¡legó a enterarse del caso?

—Convendría averiguarlo, en efecto.

—Pero deje que yo me encargue del asunto. Tengo cierta experiencia en tratar con la gente. ¿Entendido?

—Sí, Bud.

Main consultó su reloj.

—Si nos damos un poco de prisa, todavía llegaremos a tiempo de cenar en casa de mis padres y hasta podremos corretear un poco con «Wolfie» —dijo alegremente, a fin de levantar el decaído ánimo de la muchacha.

 

* * *

 

Después de cenar, el doctor Cadwill se levantó y dio las buenas noches a los comensales. Su ayudante. Vera Prynn, había cenado en el laboratorio, según dijo. Ahora iba a ver cómo marchaban sus trabajos.

Mavis se encargó de supervisar las operaciones de la retirada de la vajilla. Luego se encaminó a su dormitorio.

A las diez de la noche, Cadwill salió de la casa y fue al pequeño pabellón ocupado por el nuevo empleado. Jake Iggles estaba sentado en la salita, frente al televisor, contemplando una película policíaca, repantigado cómodamente, con un cigarro entre los dientes.

—Jake, necesito que me ayude —dijo el doctor—. Tengo que llevar un bulto pesado al sótano y mis fuerzas resultan insuficientes.

Iggles se levantó en el acto. El empleo era bueno, descansado y le pagarían un excelente salario. No quería incurrir en el enojo de los habitantes de la mansión. Además, le habían asignado como alojamiento lo que parecía un palacete y, por nada del mundo, pensaba abandonar aquella bicoca.

—Lo que usted mande, doctor —contestó servicialmente.

Los dos hombres regresaron a la casa. En la cocina, Cadwill señaló un cajón de regulares dimensiones.

—Ese es, Jake.

—Sí, doctor.

Cadwill caminó delante de Iggles, hasta llegar a la puerta del sótano. Sacó la llave, abrió y dejó que el empleado pasara primero. Entró, cerró de nuevo y se adelantó con ridículos saltitos.

Cuando llegaron abajo, Iggles contempló asombrado el panorama.

—¡Cielos! —exclamó—. Esto parece una sala de operaciones.

—Bueno, necesito hacer unos experimentos... Señorita Prynn, ¿está todo listo?

—Sí, doctor —contestó la huesuda ayudante.

—Está bien. Venga por aquí, Jake.

Iggles siguió al obeso hombrecillo y dejó el cajón en el lugar que le fue indicado. Luego, Cadwill le dio una palmada en la espalda.

—Gracias, Jake. ¿Le apetecería una copa?

—Bueno, si es tan amable, doctor...

—Vera, sírvasela.

—Sí, doctor.

Iggles vació la copa de un trago y chasqueó la lengua

—Muy bueno —elogió.

Cadwill llevó la mano a su chaleco y sacó un cigarro.

—Fume, Jake, sin miedo.

El mismo Cadwill acercó su encendedor al extremo del cigarro. Pero Iggles no pudo dar más de dos o tres chupadas. Bruscamente, puso los ojos en blanco y se desplomó al suelo.

Vera lo contempló con curiosidad.

—¿Durarán mucho los efectos del narcótico? —preguntó.

—Lo suficiente —contestó Cadwill con risa siniestra—. Aguarde a que baje con Kethrie; lo necesito para colocarlo sobre la mesa de operaciones. Ese hombre pesa como un muerto... aunque todavía está vivo —añadió con una siniestra risotada.

Cuando Cadwill se alejaba ya hacia la escalera, Vera llamó su atención.

—¿Doctor?

Cadwill se volvió un poco.

—¿Si?

Ella hizo un gesto significativo, con el pulgar y el índice.

—No se olvide de lo más importante —aconsejó—. Que firme antes de... de empezar, por si la cosa saliera mal.

—Saldrá a la perfección —dijo Cadwill orgullosamente.

—Ya tuvo usted un fracaso...

—Los fracasos son los peldaños que conducen al éxito.

—Bueno, pero de todos modos, no cuesta nada estar prevenido.

—Está bien —asintió Cadwill—. Kethrie firmará antes de empezar.