CAPITULO V
Durante un momento, permaneció inmóvil, con la boca abierta. Edith se levantó sonriendo, con la correa del can en su mano izquierda.
—Me siento pasmado —dijo él, por fin—. Cuando venía hacia casa, yo me preguntaba qué habría sido de usted y veo que está aquí.
—Vine porque no sabía adónde ir con el perro. De lo contrario, habría buscado un hotel. Usted tiene un pequeño jardín, y «Wolfie» puede estar así mejor, que no encerrado en un piso.
—¿De dónde ha sacado ese perrazo? —inquirió Main, que no acababa de dar crédito a sus ojos.
—Es mío desde que tenía un mes. Cuando llegué a Ballymore Hall, un brutal jardinero le estaba azotando salvajemente. Eso no lo habría hecho de estar vivo mi abuelo; por eso, cuando me marché, dejé a «Wolfie» en la casa, seguro de que estaría bien cuidado.
Main se quitó el sombrero hongo y dejó a un lado el paraguas enrollado y el portafolios.
—Está bien, «Wolfie» puede quedarse aquí. Pero usted, ¿cómo ha entrado en la casa?
—Oh, su asistenta me dijo que podía aguardarle aquí. Vine a mediodía y... Me parece que me he tomado demasiadas libertades.
—Vamos, muchacha, no sea tímida —sonrió él—. Suelte a «Wolfie», sin miedo. La valla del jardín es lo suficientemente alta para que no pueda escapar.
—No sé cómo darle las gracias, señor Main.
—Recuerde que debe llamarme Bud. ¿Quiere beber algo?
—No, gracias, ya tomé el té. ¿Verdad que no le importa quedarse con «Wolfie» unos días? Es muy cariñoso con los amigos... ¡«Wolfie»! —llamó.
El perro se acercó a Main, olfateó un poco y luego se dejó rascar la cabeza mansamente. Edith añadió:
—También se ha hecho muy amigo de su asistenta, la señora Parks.
—A ella le gustan los perros —dijo Main, mientras se servía una dosis de escocés—.
Bien, cuénteme sus andanzas por Ballymore Hall.
—No puedo quejarme —respondió la muchacha—. He hablado con Kethrie, se ha mostrado muy cortés y amable y, desde luego, dispuesto a entregarme la suma que le anunció a usted.
—Ah, no se la ha dado... Edith le enseñó el cheque.
—Cinco mil libras —anunció—. Dijo que tenía que realizar diversos valores y que ello requería un tiempo prudencial para no vender con pérdidas.
Main frunció el ceño.
—¿Eso le ha dicho?
—Sí. Parece lógico, ¿no?
—Lo parece para el que no esté enterado de ciertas interioridades —contestó el joven.
—Por favor, explíquese —solicitó Edith, muy intrigada.
—Muchacha, puede que usted no lo sepa, porque me imagino que su abuelo no le daría muchos detalles de la forma en que había invertido su fortuna. Pero yo estuve en el bufete de Hannill, su abogado, y llegué a conocer íntimamente todo cuanto se refería a Ballymore Hall, a la propiedad y al dinero de su dueño. Sí, ciertamente, sir Arnold tenía buena parte de su capital invertido en valores, pero en vísperas de su muerte había una cuenta corriente de cuatrocientas mil libras esterlinas.
Edith saltó en su asiento.
—Entonces, ese hombre me ha mentido —exclamó.
—No me cabe la menor duda —confirmó Main—, Pero aún hay más. Si Kethrie quisiera doscientas mil libras, no tendría más que pedirlas al Banco, con la garantía de los valores. Sería cuestión de unas cuantas firmas, créame. Yo sé lo que me digo y eso es algo que podría hacer perfectamente, suponiendo que no dispusiera del efectivo suficiente para abonarle lo que le prometió.
Ella asintió con lentos movimientos de cabeza.
—Entonces, puede que me haya estafado —murmuró.
—Sería muy difícil de probar, suponiendo que lo consiguiéramos. No olvide que hay un testamento en regla. Y que yo mismo lo redacté.
—Entonces, si quiere, se ha quedado despachado con las cinco mil libras que me dio esta mañana.
—Nadie puede obligarle legalmente a que le dé un penique más —contestó Main, muy serio.
Edith apretó los labios.
—Bud, ¿sabe lo que estoy pensando? —dijo.
—A ver, hable.
—El testamento es una falsificación.
—Muchacha, lo redacté yo y vi a su abuelo firmarlo en la víspera de su muerte.” Y varias personas firmaron también para testificar que sir Arnold había corroborado, con la firma, su última voluntad.
—Usted vio a mi abuelo.
—Y hablé con él.
Edith pareció sentirse desanimada.
—Entonces, no hay solución —murmuró—. Bud, el dinero no me importa tanto como Ballymore Hall. Le dije en cierta ocasión que vivir allí permanentemente resultaría depresivo para mí, pero no poder volver unas cuantas veces al cabo del año...
—Tendrá que resignarse —aconsejó él—. Y ahora, si le parece, ¿procuramos animarnos con un trago antes de preparar la cena?
—Yo me encargaré de la cocina. Ah, ¿sabe si hay un hotel en la vecindad? Alguna mujer que quiera alquilarme un par de habitaciones, por ejemplo, a falta de un hotel...
—Edith, si confía en mí quédese por esta noche en casa. Le cederé gustoso mi dormitorio y yo iré a la habitación de los huéspedes. Puede cerrarse por dentro si lo desea.
Ella le dirigió una mirada llena de sinceridad.
—No necesito utilizar la llave —dijo. De pronto, le entregó la correa—. Ande, saque a
«Wolfie» al jardín un rato mientras yo me encargo de preparar la cena. He visto unas chuletas estupendas en el refrigerador.
Main y el perro echaron a andar hacia la puerta.
—La carne me gusta poco hecha —advirtió él, en el momento de cruzar el umbral.
* * *
Por la mañana, al desayunar, Main apreció que Edith tenía los ojos muy brillantes.
—He estado desvelada buena parte de la noche —confesó ella.
—Apostada junto a la puerta, con un garrote en le mano —rió Main de buena gana.
—No, ya estaba «Wolfie» a los pies de la cama. Pero pensaba en el abuelo.
—Oh...
—Usted le vio y habló con él.
—Se lo dije anoche.
—Pero no lo había visto nunca anteriormente.
—No, era la primera vez que viajaba a Ballymore Hall.
—Entonces, ¿cómo sabe que el hombre que firmó el testamento era sir Arnold? Main se quedó parado un momento. Luego exclamó:
—Vamos, vamos, muchacha; no sea fantástica. ¿Acaso está pensando en una suplantación de personalidad?
—¿Y si hubiese ocurrido como acaba de decir?
Main se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta.
—Voy a decirle una cosa, Edith —habló con gran calma—. En primer lugar, Hannill, que examinó las firmas, no encontró nada sospechoso. En segundo lugar, estaban presentes la cocinera, la doncella y el viejo jardinero, por no hablar del ama de llaves. ¿Cree usted fácil engañar a cuatro personas? No hablo de mí, porque era la primera vez que veía a sir Arnold, pero los demás llevaban años con él.
—Y ahora ya no están en Ballymore Hall. Salvo el ama de llaves.
—Al menos, la cocinera y el jardinero eran gente de edad. Sir Arnold les dejó unas mandas en el testamento, de cierta importancia. Quizá pensaron que era hora de dedicarse al descanso. En cuanto a la doncella, no puedo apuntar ninguna hipótesis. Y la señora Hook sigue en Ballymore.
—Ella entró en el servicio después de mi marcha —dijo Edith.
—Bien, personalmente, creo que debe desechar esas ideas...
—Y yo creo que, pese a todo, el abuelo no era capaz de dejarme sin un penique. Main hizo un gesto con las manos.
—No sé qué decirle —manifestó—. El testamento es inatacable jurídicamente. Claro que usted puede impugnar su ejecución, pero se plantearía el problema de un proceso larguísimo y muy costoso.
—Sí, ya sé que eso cuesta dinero —admitió ella pensativamente—. De todos modos ahora tengo algunos fondos y no me voy a quedar parada, mano sobre mano. He estado pensando mucho esta noche, ¿sabe?
—Y ¿qué ha decidido? —sonrió él.
—Luchar.
Main tomó un sorbo de café.
—Si ésa es su decisión, no puedo contradecirla. Pero, ¿qué piensa hacer en primer lugar?
—Iré a visitar a Rheba y a Andrew. Ellos conocían mi dirección en Londres y me escribieron al dejar Ballymore Hall. Andrew, sobre todo, llevaba más de treinta años en la casa. En cuanto a Rheba, ya estaba cuando mis padres murieron. Y yo tenía ocho años entonces.
—De acuerdo, visítelos y hable con ellos. ¿Qué hará de «Wolfie»?
Antes de contestar Edith pensó en la extraña afición del perro a escarbar en las inmediaciones del cedro. Main tomó su silencio como una expresión de las dudas acerca de lo que iba a hacer con el animal y se echó a reír.
—Le propongo una cosa —dijo—, Usted no tiene demasiadas prisas. Puede quedarse en mi casa tres días, hasta el viernes. Entonces, iremos a casa de mis padres. Viven en el campo y hay sitio de sobra para un perro como «Wolfie». Lo dejamos allí y vamos juntos a visitar a la cocinera y al jardinero. ¿Le parece bien?
Edith sonrió muy aliviada.
—¡Hecho! —exclamó, agradecida.
* * *
Desde la ventana de su habitación, Mavis Hook vio el furgón de carga que se había detenido frente a la casa. Casi inmediatamente, llegó un automóvil, ocupado por dos personas.
Una de ellas era un sujeto bajito, regordete, con todo el aspecto de una pelota sostenida por dos palitos y rematada por otra pelota más pequeña, que era su cabeza. La otra persona era una mujer alta, delgada, angulosa, de nariz corva y ojos como cuentas de azabache, parcialmente velados por los gruesos cristales de las gafas que llevaba puestas. Kethrie salió casi de inmediato a recibir a los recién llegados. Habló brevemente con ellos y luego se dirigió al conductor del furgón. El vehículo arrancó inmediatamente para dirigirse a la trasera de la casa. Entonces, Mavis decidió abandonar su observatorio.
Oyó ruidos de objetos que eran transportados al sótano, que había sido despejado de trastos viejos los días precedentes y acondicionado como si alguien fuese a vivir allí. Kethrie, con los dos recién llegados, dirigía la descarga de los bultos que había traído el furgón.
Cuando se terminaron todas las operaciones, Kethrie cerró el sótano con llave. La cerradura había sido cambiada y sustituida por otra de seguridad. Un poco más tarde, oyó la campanilla de llamada.
Kethrie estaba en el salón, con los dos extraños. Apenas entró, hizo las presentaciones:
—Mavis, éste es el doctor Cadwill. Su ayudante, la señorita Prynn. El doctor y su ayudante van a ser huéspedes de Ballymore Hall durante una temporada. Usted se ocupará de su comodidad.
—Sí, señor —contestó Mavis con voz impersonal.
Cadwill dirigió al ama de llaves una mirada llena de impertinencia.
—Estoy seguro que nos entenderemos bien, señora Hook —dijo con voz que parecía salir de un pozo profundo.
—Haré todo lo posible para que así sea, doctor.
—El doctor Cadwill —continuó Kethrie— es un eminente biólogo, que está realizando unas importantes investigaciones, para lo cual necesita el aislamiento y la tranquilidad que sólo pueden encontrarse en esta casa. Advertirá a la servidumbre que atiendan sus menores deseos y que no los molesten en absoluto en el laboratorio que estamos instalando en el sótano.
—Sí, señor. ¿Algo más, señor?
—No, gracias, señora Hook.
En presencia de los extraños, Kethrie y Mavis se trataban impersonalmente. Por dicha razón, a la noche, cuando todo el mundo dormía en Ballymore Hall, Mavis, sigilosamente, se trasladó al dormitorio del dueño de la casa.
Kethrie estaba leyendo, sentado en un butacón. Ella entró, cerró la puerta silenciosamente y avanzó unos pasos.
—Vince, ¿qué te propones? —preguntó.
—Mavis, haz el favor de no meterte en mis asuntos —contestó él con gran frialdad—. Pero si te satisface saberlo, te diré que el doctor Cadwill está aquí porque espero que sus investigaciones lleguen a solucionar ciertos problemas que tengo y de los cuales ya sabes algo.
Mavis sonrió.
—Ah, conque es eso —murmuró—. Bueno, si te cura y... como has dicho, resuelve tu problema, no tengo nada que oponer, sino todo lo contrario.
—Mavis, quiero decirte una cosa. Hace ya tiempo que debería haberte hecho mi esposa. Sin embargo, no he querido dar ningún paso en este sentido, porque me imagino que tú no quieres un marido nominal. Aguarda a que esté curado... y sabrás de veras lo que es un hombre. Pero entonces no volverás a mirar a otro. ¿Entendido?
Mavis se inclinó sobre él y le besó en una mejilla.
—Sabré esperar, querido —respondió cálidamente.