CAPITULO III
El taxi se detuvo bajo la portalada. Edith pagó el importe de la carrera y tomó el maletín que contenía su exiguo equipaje. Casi en el mismo momento, se abrió la puerta.
—Soy Edith Flandryn —se presentó la muchacha.
—Bien venida a Ballymore Hall, señorita—dijo la persona que había acudido a recibirla—. Soy Mavis Hook, ama de llaves.
Edith la contempló con curiosidad. Aquella mujer, se dijo, debía haber entrado al servicio de su abuelo después de su marcha.
—Celebro conocerla, señora Hook —dijo—. ¿Puedo hablar con el señor Kethrie?
—Está en Clyhaun. No sé cuándo regresará.
—Le aguardaré. Es decir, si no tiene usted inconveniente
—¡Por Dios, señorita, qué cosas tiene! Pase, se lo ruego... Por favor, déjeme su maletín.
—Gracias, señora Hook.
—Le enseñaré su habitación, por si desea descansar.
Edith asintió brevemente. Cuando llegaban al corredor superior, vio que Mavis se dirigía hacia la derecha.
—Por favor —dijo—. Prefiero ocupar la última habitación del ala izquierda. Es la que tuve siempre mientras vivía en Ballymore Hall.
—¡Oh, muy bien! Como usted guste, señorita.
Edith quedó sola en la estancia, momentos después. Melancólicamente, revivió tiempos pasados, que estimaba muy felices hasta que empezaron a producirse las intemperancias de su abuelo, precisamente cuando ella se convirtió en una atractiva mujer. Pero no podía olvidar que en aquella habitación habían transcurrido diez de los veintidós años de su vida.
Suspiró. El pasado ya no podía volver y recordarlo demasiado causaba tristeza. Se aseó un poco y cambió su indumentaria de viaje por otra más práctica: camisa, chaqueta de punto y pantalones. Luego descendió a la planta baja.
Todo parecía igual, nada había cambiado, pero el ambiente, presintió, era muy distinto. Recordaba vagamente a Kethrie, el secretario; había entrado al servicio de su abuelo escasamente una semana antes de su marcha. No había tenido tiempo apenas de tratar con él. ¿Qué clase de hombre era, se preguntó, que había conseguido ganarse la voluntad de su abuelo hasta el punto de convertirse en su heredero universal?
Una mujer joven y bien parecida se presentó de pronto.
—Oh, dispense, señora. . Edith se volvió.
—Señorita Flandryn —puntualizó—. ¿Quién es usted?
—Millie Cross, señorita; la doncella... Edith frunció el ceño.
—Ya no está Annie Thurston —dijo.
—Lo siento, señorita; no la he conocido.
—¿Cómo se llama la cocinera?
—Rheba Archer, señorita.
—¡Tampoco está Tracy Jeffries! —Se asombró Edith—. Y puestos en este plan, Andrew, el viejo jardinero, no reside ya aquí.
—El jardinero se llama Ned Parr, señorita.
La servidumbre había sido renovada por completo, pensó la muchacha. ¿Por qué? Eran personas competentes, con muchos años de servicio en la casa. No había motivos para despedirlos, se dijo. Pero, claro, Kethrie era ahora el nuevo dueño y...
—Perdón, señorita —dijo Millie—, ¿Es usted la nieta del difunto sir Arnold?
—Sí, la nieta desheredada por su comportamiento casquivano e indecoroso. Tengo siete amantes, uno para cada día de la semana, ¿lo sabía?
Millie enrojeció.
—Dispénseme, señorita; no quise ofenderla...
—No, si no me enfado. Es que... Bien, será mejor que lo dejemos. Millie, por favor, lléveme una taza de café a la biblioteca.
—Sí, señorita.
Edith abandonó el gran vestíbulo, sumamente preocupada. Todo parecía normal, se dijo..., pero había cosas raras que no acababa de entender. La renovación de la servidumbre podía admitirse como lógica. Sin embargo, se sentía insatisfecha, aprensiva. El instinto le decía que Ballymore Hall no era lo que había sido y no solamente por la falta de su anterior propietario, sir Arnold Flandryn.
Millie trajo el café y se retiró. Edith lo tomó pensativamente, en pie, junto a una ventana.
De pronto, oyó unos fuertes ladridos.
Curiosa, miró hacia el jardín. Había un gran perro mastín, atado a una cadena. Un hombre le azotaba con una correa.
Edith se indignó. Abrió la ventana y saltó ágilmente por encima del antepecho. Era algo que había hecho infinidad de veces.
—¡Oiga, bruto! —gritó—. Deje a ese perro en paz... El hombre se volvió.
—Ha intentado morderme —protestó. Edith le arrancó la correa de las manos.
—Es usted un salvaje —le apostrofó—. Ensañarse así con un animal indefenso... ¡Pero si es «Wolfie»! —exclamó, de pronto—. «Wolfie», cariño, ¿qué haces aquí, atado?
El tono de los ladridos del perro cambió radicalmente. Edith se puso en cuclillas para abrazarlo cariñosamente.
—«Wolfie», amorcito, ¿cómo han podido tratarte de ese modo?
—Es una fiera, señorita —gruñó el hombre—. No puede estar suelto. Edith se puso en pie.
—Lo crié yo, cuando era todavía un cachorrillo, y jamás estuvo atado a una cadena — exclamó, indignada—. ¿Quién es usted?
—Ned Parr, el jardinero. ¿Y usted?
—Edith Flandryn.
—Ah, la nieta golfa del viejo...
La mano de la muchacha se alzó violentamente y golpeó con dureza la mejilla del individuo. Parr lanzó un grito de cólera.
—Maldita...
—Tiene usted suerte de que ya no viva mi abuelo —dijo ella, con la cara encendida de cólera—. De lo contrario, le pondrían de patitas en la calle ahora mismo. ¡Váyase, váyase de aquí inmediatamente!
Parr miró con ojos atravesados a la muchacha. Luego, en silencio, dio media vuelta y se alejó.
Edith se agachó de nuevo y soltó al perro. «Wolfie» empezó a dar saltos de alegría a su alrededor. Al cabo de unos momentos, Edith echó a correr.
—¡Vamos, «Wolfie», como en los viejos tiempos!
Desde una de las ventanas del piso superior, Mavis contempló la escena con el ceño fruncido. La muchacha y el perro, corriendo alegremente a través del extenso parque que rodeaba la mansión, componían un cuadro encantador, pero no tenía ningún atractivo para ella.
—Esa muchacha, tan inoportunamente aparecida...
De pronto, oyó un ruidito a sus espaldas. Sin embargo, no se volvió.
Unas manos codiciosas se apoyaron en su cintura y subieron luego por delante, hasta cubrir sus senos. Al mismo tiempo, una boca ávida se apoyó en su cuello.
—Vamos —dijo Parr, ardientemente. Mavis se revolvió, furiosa.
—Ahora no, estúpido —contestó—. ¿Es que no sabes pensar en otra cosa? Parr se sorprendió en un principio, pero no tardó en reaccionar y se echó a reír.
—Bueno, a la noche —dijo—. ¿Has visto a la niña?
—Sí.
—Si llega a enterarse de la verdad...
—No lo sabrá. A menos que tú se lo digas.
—¿Me tomas por tonto?
—A veces, Ned, a veces —suspiró el ama de llaves—. Anda, vete; no quiero que él vuelva y nos sorprenda junios.
—Tendríamos que decírselo algún día...
—¡Imbécil! ¿Qué ganarías con ello? ¿Una patada en el trasero y una inscripción en la oficina de empleo?
—No se atrevería a echarme —dijo Parr, hoscamente.
—Por si acaso, no tientes a la suerte. Y vete ya de una vez.
—Está bien, pero a la noche iré a tu dormitorio. Puede que te dé una buena noticia —rió el fornido jardinero.
De pronto, cuando ya estaba junto a la puerta, giró la cabeza.
—Mavis, ¿por qué un hombre tan apuesto como Kethrie no te ha pellizcado siquiera una vez?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé, y es mejor que haya sido así.
—Quizá no le gustan las mujeres; puede que tenga otros gustos.
—¡Vete, imbécil, vete de una vez! —exclamó ella, exasperada.
Riendo en silencio, Parr abrió la puerta y abandonó la estancia. Mavis se sentía muy nerviosa. Buscó un cigarrillo, lo golpeó varias veces y se lo puso en ¡a boca. ¿Por qué diablos había tenido que aparecer aquella chica tan inoportunamente?, se preguntó.
* * *
Kethrie respingó al ver que Edith entraba en el despacho, sujetando al mastín por el collar. Durante unos segundos, la sorpresa no le permitió reaccionar. Luego se puso en pie.
—Señorita Flandryn...
—¿Cómo está? —saludó ella, cortésmente—. Dispense que venga con el perro, pero sorprendí a su jardinero azotándolo brutalmente, y no quiero que eso se repita. A «Wolfie» lo crié yo y, se lo aseguro, no está acostumbrado a esos tratos.
—Reprenderé a Parr —prometió él—. Pero, siéntese, por favor.
—Gracias. «Wolfie», échate.
El can obedeció mansamente. Kethrie abrió una cigarrera y se la acercó a la muchacha.
—Señorita Flandryn, quiero expresarle mi más profunda satisfacción por tenerla en mi casa —dijo—. Ya sé que esta expresión le sonará un poco rara, pero... en fin, es algo que no se puede evitar.
—Desde luego. Y yo no he venido a discutir la última voluntad de mi abuelo. El dinero era suyo y podía hacer con él lo que quisiera. Sin embargo, en Londres me he enterado de una decisión que usted tomó el día en que falleció sir Arnold.
—Confirmo esa decisión plenamente —respondió Kethrie, con gran énfasis—. Dije al señor Main que le entregaría a usted la suma de doscientas mil libras, pero...
Kethrie hizo una corta pausa. Edith le vio sonreír de mala gana.
—La verdad —continuó el individuo—, en estos momentos me encuentro en una situación un tanto delicada. Oh, no es que no pueda entregarle la cantidad mencionada, pero necesito realizar algunos valores y he de hacerlo sin pérdidas. Eso lleva algún tiempo.
—Comprendo. Siga, se lo ruego.
—Haré todo lo posible para solucionar el asunto en el plazo más breve que me sea factible. Yo soy el primer interesado en evitar la maledicencia. Pero, claro, en estos momentos... Bien, para serle franco, ahora sólo puedo entregarle cinco mil libras. Usted me dejará su dirección en Londres y yo le enviaré el resto, hasta la cifra mencionada, a la mayor brevedad posible.
—Muy bien, como quiera. Puede imaginarse fácilmente que no estoy en condiciones de hacer presión sobre usted. A fin de cuentas, estoy desheredada y, legalmente, no puedo reclamar nada.
—Traté de disuadir a su abuelo, pero todo resultó inútil. Incluso el señor Main intentó algo por el estilo, pero sir Arnold no quiso ni oírle.
—Sí, me consideraba la campeona de las prostitutas —dijo Edith, amargamente—. Pero será mejor que no mencionemos más este asunto. Sólo quiero pedirle un favor, señor Kethrie.
—Espero que esté en mi mano porque ya lo tiene concedido —sonrió el nuevo dueño de Ballymore Hall.
—Quiero llevarme a «Wolfie». No tengo el menor deseo de que un bruto como Ned Parr divierta sus ocios azotándolo con una correa.
Kethrie frunció el ceño.
—Reprenderé al jardinero —aseguró.
—Me da igual. Yo me marcho mañana y ese gorila con ropas de persona no volverá a ver jamás a mi perro.
—Ahora comprendo por qué se marchó usted, señorita —sonrió el antiguo secretario—. Tiene el mismo genio que su abuelo.
—Debe de ser cosa de la raza —contestó ella, con iodo desparpajo.
—No cabe la menor duda.
Kethrie abrió un cajón y sacó un papel alargado, que entregó a la joven. Ella le dio las gracias y se puso en pie.
—Nos veremos a la hora de la cena, supongo —dijo él.
—Claro. Vamos, «Wolfie».
Kethrie se acarició la mandíbula pensativamente al quedarse solo.
—Ese imbécil de Ned —murmuró.
* * *
Después de la cena, Edith sacó a pasear a «Wolfie» durante un buen rato. Luego se retiró a su habitación. El perro fue con ella.
—Bien, «Wolfie», ya estás de nuevo en tu dormitorio —dijo Edith, alegremente, recordando la dichosa época en que el can dormía enroscado sobre la alfombra que había al pie de la cama. Suspiró largamente—. Lástima que no podamos quedarnos aquí
—añadió, melancólica.
Se desvistió y tomó un libro para leer un rato. Pero el sueño la venció muy pronto y desistió de la lectura. Momentos después, dormía profundamente.
A la misma hora, Parr entraba en el despacho de Kethrie.
—Ya estoy aquí —dijo.
—Salta a la vista —respondió Kethrie, sarcásticamente—. Ned, me gustaría despedirle, pero no puedo.
—Eso ya lo sé —rió el jardinero.
—¿Por qué le pegaba al perro?
—Me puso furioso. Empezó a escarbar en el jardín, al pie del gran cedro... No es la primera vez que lo hace. Intenté apartarlo de allí, pero quiso morderme. Lo siento, me puse furioso y no pude contenerme.
Kethrie frunció el ceño.
—De modo que escarbaba al pie del cedro...
—Sí, señor. Hay un macizo de petunias muy hermosas y lo dejó hecho una lástima. Tendríamos que deshacernos de ese maldito perro, señor Kethrie,
—No se preocupe. Edith se lo llevará mañana.
—Ah, una buena noticia. Ya empezaba a odiar a ese can.
—Olvídelo ahora. Tenemos que hablar de algo interesante, pero antes ¿no le gustaría tomar una copa?
—Claro.
Kethrie llenó dos copas y entregó una al jardinero. Parr la vació de un solo trago y chasqueó la lengua.
—Muy bueno —elogió—. ¿Dónde está mi nuevo salario?
—En la copa —respondió Kethrie, fríamente. Los ojos de Parr hicieron irnos cuantos guiños.
—No entiendo —dijo.
De pronto, sintió que todo daba vueltas a su alrededor.
—¿Qué sucede? —exclamó, a la vez que buscaba el respaldo de una silla para mantenerse erguido.
—Ya se lo he dicho antes: su salario está en la copa. Parr cayó de rodillas.
—Me ha... envenenado...
—Sí —dijo Kethrie, con espantosa frialdad—. Cometió una terrible imprudencia al amenazarme. Nunca debió hacerlo, Ned.
Un hondo gemido brotó de los labios del jardinero. De pronto, cayó de bruces. En la atmósfera flotaba un leve olor a almendras amargas.
Kethrie permaneció en silencio durante unos momentos, mientras contemplaba el cuerpo inerte de su víctima. Luego, con paso tranquilo, se encaminó hacia la puerta. Al salir, cerró con doble vuelta de llave, la cual guardó en el bolsillo de su chaleco. Tenía que deshacerse del cadáver, pero antes quería hacer otra cosa.