CAPÍTULO II

Consecuencia de aquel crimen, fue la llamada que recibí tiempo después y que me hizo acudir a determinado edificio de la calle Benton.

Toqué el pulsador de la puerta. Una sirvienta negra acudió a recibirme.

—Soy el señor Balfour —dije—, y he recibido una llamada de… —Miré la tarjeta que había recibido por correo—, de una tal Donna Horgan, requiriendo mis servicios.

—Pase usted —contestó la sirvienta—. La señorita Horgan le está esperando, señor Balfour.

Crucé el vestíbulo, examinándolo rápidamente, mientras a mis oídos llegaban las apagadas notas de un piano manejado con maestría. Sin ser un portento de lujo, la casa estaba puesta con gusto y arte, y era evidente que su dueño no tenía que pedir limosna precisamente.

La negra abrió la puerta y el volumen de la música aumentó de pronto.

—Entre, señor Balfour —dijo, cerrando a mis espaldas.

Di unos cuantos pasos hacia adelante. La habitación era muy grande, y estaba magníficamente decorada. En uno de los ángulos había una gran chimenea, en la cual ardían vivamente unos cuantos leños. Había un diván y dos sillones en torno a la misma, y en el lado opuesto, se veía una gran estantería cubierta de libros.

En otro de los rincones se veía un pequeño bar, provisto de todos los accesorios. El piano, grande, de cola, color blanco marfil, estaba situado en el lado contrario y sentada ante él había una mujer, de la cual sólo podía ver el perfil de su rostro y de los hombros, redondos y tan blancos como la pintura del piano, que emergían del audaz escote de un vestido negro de fiesta.

La mujer tenía el cabello tan negro como el vestido que cubría su cuerpo y parecía absorta en la interpretación de la pieza que se oía. Me acerqué al piano, apoyándome en una de sus esquinas, en tanto sacaba un cigarrillo.

Los dedos de la mujer, que era joven, unos veinticinco años, se movían ágilmente sobre el teclado. Parecía absorta en la sonata que estaba interpretando, cuyos vivos tonos musicales me recordaron las piezas del siglo XVIII.

Ella alzó un momento sus ojos, grandes, rasgados, con unas maravillosas pupilas oscuras, en cuyo fondo brillaba la energía y la decisión. Su expresión era seria, impasible.

—¿Scarlatti? —pregunté.

Ella movió suavemente la cabeza, al extremo de un largo cuello de cisne sin ningún adorno. Terminó con unos acordes finales y apoyó ambas manos, de largas uñas rojas, en la tapa del piano.

—Acertó, señor Balfour —dijo. Me erguí.

—Usted me llamó, según creo, señorita Horgan… Aquí estoy.

—Es cierto —contestó ella. Sus labios eran frescos y jugosos, y no parecía ser mujer de las que abusan del carmín—. Le he llamado para contratar sus servicios.

—¿Respecto a…?

—Investigar una muerte… Un asesinato, consuetamente.

—Soy detective privado. Los homicidios no son mi especialidad, puede comprenderlo fácilmente, señorita Horgan —respondí.

—No le pido que haga las funciones que competen solamente a la policía, sino…

Se puso en pie repentinamente. Vi que era de buena estatura y que sus líneas poseían una armonía singular, puestas de relieve por la tela que las cubría. La perfección de su anatomía le permitía llevar aquel vestido negro sin otra prenda de ropa debajo, estoy seguro de ello.

—Venga conmigo —dijo, dirigiéndose al bar con paso fácil y seguro—, se lo explicaré mientras tomamos unas copas y luego decidirá si trabajar para mí o rechazar el caso.

—Eso está muy puesto en razón —concordé.

Donna Horgan se situó tras el bar y preparó dos bridas. Luego apoyó los codos en el mostrador, levemente inclinada hacia adelante, y me miró con fijeza.

—Señor Balfour, hace tres semanas, mi hermana Sally Rivers, esposa de Jonathan Rivers, fue asesinada a tiros de pistola por un desconocido.

—Leí el caso en los periódicos —contesté, tras un «viaje» de regulares dimensiones al contenido del vaso.

—¿Y qué más?

—La policía no ha podido hallar todavía al asesino. Es decir, suponen quién fue, pero no tienen pruebas contra él.

—Es obvio que entonces no pueden proceder contra el criminal —observé.

—Así es —respondió ella. Bebió un poco y se quedó pensativa. Luego continuó—: Quiero que trabaje para mí, señor Balfour. Le pagaré hasta cinco mil dólares si consigue desenmascarar al asesino.

—Si la policía no ha conseguido hacerlo, con los medios de que dispone, no sé cómo voy a lograrlo yo, un simple detective privado, señorita Horgan —alegué.

—A veces una sola persona consigue resultados mucho más positivos que no los logrados por diez o quince, precisamente por la misma abundancia de gente dedicada al caso.

—Es posible —dije, con aire dubitativo—. Cinco mil dólares es una suma bonita, señorita Horgan, pero insuficiente cuando se arriesga el pellejo.

Ella sonrió desdeñosamente.

—¿Va a decirme ahora que es un cobarde, señor Balfour?

—En absoluto. Sólo soy un simple amante de la paz y de la tranquilidad, eso es todo. Una expresión de desencanto apareció en el rostro de la joven.

—¿Quiere eso decir que rechaza el caso, señor Balfour? —preguntó. Hice un gesto con la mano.

—Siga explicándome, por favor.

—Bien. Conozco el nombre del asesino…

—Entonces, ¿por qué no lo denuncia a la policía? —La interrumpí.

—Déjeme seguir hablando —rogó ella—. ¿De qué me serviría denunciar al asesino si carezco de pruebas suficientes? Por otra parte, no busco al hombre que apretó el gatillo de la pistola, sino al que le pagó por asesinar a mi hermana.

—¿Su esposo?

—Oh —exclamó Donna desdeñosamente—. Jonathan sería incapaz de matar una mosca. No es por ahí por donde ha de buscar.

—La creencia de que un hombre es incapaz de cometer un crimen, es un tremendo error, que ha costado la vida de muchas personas, señorita Horgan —manifesté—. ¿No podía tener su esposo algún motivo para desear la muerte de su hermana?

—No, estoy absolutamente convencida de ello, señor Balfour. A pesar de que ha salido muy beneficiado con la muerte de Sally, porque heredará limpiamente alrededor de los cuatrocientos mil dólares.

Lancé un silbido admirativo.

—Una bonita suma —comenté—. Y también un magnífico motivo para asesinar a su esposa.

—Jonathan es de gustos moderados y estaba muy enamorado de mi hermana. Por otra parte, Sally no le negaba un capricho cuando lo tenía, cosa que solía suceder raras veces.

—Entonces, quizá otra mujer. En ocasiones así, la propia se convierte en un estorbo.

Están los tribunales de divorcio, pero entonces no hay dinero, ¿comprende?

Donna Horgan movió la cabeza negativamente.

—Repito que Jonathan no tuvo nada que ver con la muerte de Sally. Ello le afectó muchísimo, de tal modo que se llegó a temer por su razón. No, no es por ahí por donde debe encaminar usted sus indagaciones.

—¿Entonces…?

—El asesino de Sally es un matón profesional, llamado Art Bramm. El fue únicamente el hombre que apretó el gatillo. Yo quiero que busque usted al que pagó el dinero por matar a Sally, ¿comprende?

—¿Una venganza personal?

—Hasta cierto punto, sí. Pero no le pido que lo mate usted; solamente deseo que consiga las pruebas suficientes para ser juzgado y condenado.

—Eso ya está más puesto en razón —respondí—. Y conocer el nombre del asesino es una buena base para iniciar las operaciones. ¿Sabe usted dónde vive?

—No, excepto que continúa en la ciudad.

—¿Sospecha de él la policía?

—Sí, pero carece de pruebas. Por eso no se ha marchado; una fuga podría ser interpretada como una confesión de culpabilidad.

—Entiendo —murmuré pensativamente. Terminé el licor y rechacé la oferta de una segunda copa—. Bien, tendré que ponerme en campaña.

—Luego, ¿acepta usted?

—Claro —respondí, mirándola a los ojos—. El caso es tremendamente… atractivo.

Ella se sonrojó levemente. Su busto, firme y turgente, palpitó bajo la tela del vestido, confirmándose la primera impresión: no llevaba encima otra prenda.

—Le agradeceré toda mi vida sus esfuerzos, señor Balfour…, pero antes he de hacerle una advertencia. Quiero ser franca y leal con usted; no deseo que luego me haga reproches por haber callado algo que debe conocer.

—¿Y es…?

—He conocido el nombre del asesino merced a otro detective que contraté antes de usted. Quizá le haya conocido. Se llamaba Phil Ketchum.

—Sí. Oí hablar de él, aunque nunca tuvimos tratos… Oiga —exclamé de pronto, estremecido hasta la médula de los huesos—. Ha dicho «se llamaba»…

—Exactamente —afirmó Donna, con el rostro impasible—. Murió esta mañana, a consecuencia de dos balazos disparados a quemarropa y por la espalda.

Un frío glacial recorrió la mía al conocer la noticia. Ésta me dijo, mejor que cualquier otra frase verbal, la clase de enemigos contra los cuales tendría que: enfrentarme si aceptaba el caso.

De buena gana me hubiera echado para atrás, pero la cosa ya no tenía remedio. Un prurito de orgullo y de varonil dignidad me hizo rechazar la idea apenas concebida.

Hice una mueca, burdo remedo de una sonrisa de circunstancias.

—Trataré de seguir llamándome Louis Balfour durante muchos años —expresé.

—Eso es lo que yo deseo —concordó ella—. Y ahora pasemos a la parte monetaria del asunto. Le daré un anticipo.

—No, gracias. Al terminar el caso le pasaré la factura. Cinco mil más gastos, ¿no es así?

—Cierto.

—Entonces, adiós, señorita Horgan.

Estreché su mano, cálida, llena de vida, mientras la miraba fijamente a los ojos.

—No deje de tenerme al corriente de sus investigaciones —dijo ella, soltándose de mi mano.

—Lo haré siempre que tenga noticias que merezcan la pena de que usted las conozca. Adiós.

—Adiós —respondió ella, simplemente.

La miré desde la puerta. Empezó a gustarme, francamente.