CAPÍTULO IX
El «Red Drum» («Tambor Rojo») era un local con ciertas pretensiones, situado en la calle Stone. Cuando llegué a él, eran ya las cinco menos diez de la tarde.
Busqué un rincón, el más apartado que pude, y pedí un doble que whisky, que apuré en dos tragos. Luego volví a pedir otro.
Saqué cigarrillos. Tuve que llamar al camarero para que me proporcionara fósforos.
Fumé la mitad del pitillo antes de que viera aparecer a May.
La muchacha vino taconeando hacia mí, con aquella sonrisa suya tan provocativa que no parecía abandonarla un momento. Se sentó a mi lado después de haberse despojado del abrigo y pegó su cuerpo al mío. La mampara del semirreservado permitía ciertas libertades.
El camarero vino y ordené bebidas. Le ofrecí un cigarrillo que ella fumó ávidamente.
Esperé a que nos hubieran servido.
Meg no hacía sino moverse en el asiento y cada uno de sus movimientos estaba encaminado a hacer resaltar los innegables encantos de su busto firme y turgente, del cual se adivinaba el nacimiento a través del audaz escote de su vestido. Pero yo no estaba en aquel momento para bromas de cierta índole.
—¿Y bien? —dije, al quedarnos solos.
—¿Ha traído los mil pavos? —me espetó ella, de buenas a primeras.
—No —contesté.
La sonrisa se borró un instante de su boca. Pero fue eso solo: un instante.
—Entonces no hay información, buen mozo —dijo tan fresca.
—Escucha, preciosidad, no sé qué es lo que quieres decirme ni si esa información vale realmente los mil dólares que pides. De lo que sí estoy seguro es de que no tienes la menor idea del avispero en que te has metido y de que en cualquier momento puedes terminar con más agujeros en tu cuerpo de los que puedes contar con los dedos de las manos y los pies.
—Estás mintiendo —dijo, con una súbita alteración de su respiración. Me encogí de hombros.
—Tómalo como quieras, preciosa… —respondí—. ¿Por qué no eres buena y —metí la mano en el bolsillo— te contentas por el momento con cien dólares?
Sus ojos me miraron con desdén y codicia al mismo tiempo. Acabó por tomar el dinero, pese a hacerse la remolona.
—Está bien —dijo—. Pero quiero que lo consideres solamente como un anticipo y que resta todavía una deuda de novecientos, ¿estamos?
—Si la información vale la pena, te los daré. Vamos, desembucha. ¿De qué se trata?
—Llevo solamente seis semanas en casa de Rivers, pero en ese tiempo he podido darme cuenta de muchas cosas.
—¿Por ejemplo?
—Los dos esposos no estaban tan enamorados como parecía. Sostenían a menudo fuertes discusiones.
—¿Acerca de qué?
—No lo sé, no pude averiguarlo nunca. Sólo sé que discutían y que sus voces se oían con frecuencia. Eran unas discusiones un poco raras, la verdad.
—A ver, explícate.
Meg aplastó el cigarrillo contra el cenicero. La sonrisa se borró un momento de su rostro.
—El tipo intentó echarme mano en más de una ocasión. Pero él no me gusta, la verdad.
—Entonces, ¿por qué sigues con él?
—El sueldo es bueno y la labor descansada. Hay una mujer que viene todas las mañanas a hacer lo más duro de la limpieza. Rivers no come nunca en casa, de modo que yo me he de limitar a prepararle el desayuno y la cena. Prácticamente, es eso todo lo que hago.
—No está mal —aprobé—. Y después de muerta la señora Rivers, ¿ha seguido persiguiéndote?
Meg sacudió la cabeza.
—No. Y lo encuentro un poco extraño, porque daba la sensación de estar chillado por mí —sonrió picarescamente—. Muchos lo han estado, querido.
—No me extraña. Yo también… si tuviera tiempo. Pero, prosigue, parece ser que vas a ganarte por fin los mil dólares.
—Gracias, buen mozo —dijo Meg—. Estábamos con las discusiones del matrimonio. Yo sé de unas cinco o seis por lo menos. Empezaban a hablar, hablar y subían el tono de voz, pero esto duraba escasamente un par de minutos. Luego se callaban… y bueno, supongo que se reconciliarían.
—¿Sorprendió la señora Rivers a su esposo haciéndote la corte?
—Una vez. La última, poco antes de morir. Pero yo ya te digo que no era tipo de mi agrado y mi actitud, cuando ella me vio, resultaba inequívoca. No había fingimiento al rechazarlo y la señora lo comprendió así.
—¿Y no habló para nada de despedirte?
—Me dijo más tarde, a solas, que lo comprendía todo, pero que, a pesar de todo, estaba contenta conmigo y esperaba de su esposo que volviera al buen camino. De lo contrario, y aun sintiéndolo mucho por mí, se vería obligada a despedirme. Yo le dije que procuraría no darle una nueva ocasión a su esposo y así quedó la cosa por el momento. Dos días más tarde, moría ella asesinada.
—Aquella tarde estabas fuera de casa.
—Cierto. Era mi día libre, como hoy.
—En cuanto a Rivers, ¿acostumbra a salir todos los días, de su casa?
—Sí. Se marcha alrededor de las diez de la mañana y no vuelve hasta las siete de la tarde. Ella murió, según creo, a las cinco de la tarde, más o menos. Yo había salido a las cuatro.
—Eso significa que el asesino conocía las costumbres de la víctima.
—Posiblemente estuviera espiándonos afuera —dijo Meg.
—Es cierto —concordé—. Oye, ¿no pudiste nunca enterarte de por qué discutían?
—No, nunca.
Me mordí los labios, sumamente pensativo. Aquellas discusiones no cuadraban bien con una pareja tan enamorada, según tenía entendido. Es cierto que los esposos discuten en alguna ocasión; de lo contrario, la vida matrimonial sería aburridísima; pero una cosa es una discusión accidental, y otra es que en el breve espacio de tres semanas que llevaba Meg en casa de los Rivers, hubiera sido testigo de doble número de discusiones.
—Al menos —dije—, sabrás quien llevaba la voz cantante.
—Ella —replicó Meg, sin vacilar.
—¿Seguro?
—Positivamente, no cabe la menor duda.
—Haz un esfuerzo —rogué—. Trata de recordar a ver si cazaste alguna frase, alguna palabra, en fin, que pueda darme una pista.
Meg hizo un esfuerzo… Su busto palpitó rápidamente.
—¡Sí, ya está! —dijo—. Hasta ahora no me había acordado, pero… me ha venido a la memoria de repente. Fue la última vez, dos días antes de morir. Ella decía: «¡Lo sé casi todo, Jonathan! ¡Ese tipo te está engañando miserablemente! ¡Se ha burlado de ti… y lo estoy pagando yo…!». Y ya no pude oír más, porque sonó el teléfono y tuve que atenderlo.
—¿No estaban en el despacho? —pregunté.
—Sí, pero hay un supletorio en el vestíbulo y estaba conectado en aquel momento.
Conque les pasé la comunicación y luego me volví a la cocina.
—Es interesante lo que me has dicho. Cada vez estás más cerca de los mil dólares, preciosa.
Ella se movió en el asiento insinuantemente. Su cadera se oprimió contra la mía.
—¿No te ha gustado lo que te he contado? —preguntó con voz susurrante.
—Ha sido estupendo, preciosa —dije—. ¿Algún detalle más?
—No, en absoluto.
—¿Les viste luego al salir del despacho?
—A ella sí, tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando, no me cabe la menor duda.
—¿Y él?
—Parecía tan fresco a la hora de cenar, aunque pude captar un par de miradas aprensivas hacia su esposa. La cena se desarrolló con toda normalidad.
Suspiré. La información era valiosa, pero, por supuesto, no valía los mil dólares. No obstante, y puesto que se los había prometido, tendría que entregárselos. Pagaría Donna Horgan, desde luego, a la cual le enteraría de lo que había averiguado aquella misma tarde.
Meg se acercó aún más. Del hombro a las rodillas no hubiera podido pasar un alfiler entre los dos.
Pasé el brazo alrededor de su talle, firme y flexible a un tiempo. Meg no opuso resistencia cuando incliné la, cabeza hacia ella.
Un momento después se separaba, muy sofocada y con la respiración entrecortada.
—Muchacho… —dijo con voz ensoñadora—, eres único…
—Gracias —contesté, sonriendo—. Lástima que en estos momentos no disponga de más tiempo para continuar la demostración.
—¿Otro día? —preguntó insinuante—. Llámame por teléfono; enviaré a Rivers al demonio.
—Veremos —dije cautamente. Arrojé un billete sobre la mesa—. Oye, ¿hasta cuándo piensas seguir con ese tipo?
Ella se encogió de hombros.
—Mientras pague igual y se porte bien, es un buen empleo. No sé por qué se marcharía mi antecesora, la señora Trask…
Detuve el gesto, mirándola fijamente.
—¿Has dicho la señora Trask? —pregunté.
—Sí. ¿Por qué? ¿La conoces tú?
—¿Es una mujer alta, voluminosa, de grandes pechos y de unos cuarenta años de edad?
—La misma. Oye, ¿qué te sucede, querido? Me incliné hacia ella.
—Esta noticia se merece otro beso, hermosa —dije.
—¡Viva! —exclamó Meg gozosamente, enlazando sus brazos en torno a mi cuello.