CAPÍTULO XIII
Me dejé caer de rodillas en el acto, a la vez que desenfundaba la pistola. Luego miré a lo lejos.
Una sombra corrió hacia un coche situado a unos cincuenta metros de distancia.
Montó en el automóvil y partió en el acto.
Cuando quise darme cuenta, el asesino estaba ya muy lejos y se había perdido en las sombras de la noche. Cualquier intento de persecución que hubiera iniciado no habría servido sino para hacerme perder el tiempo lastimosamente.
Me pase en pie, limpiándome maquinalmente las rodilleras de los pantalones. Luego miré hacia el objeto que me habían arrojado.
Era un cuchillo de ancha hoja y sólida empuñadura. El asesino había fallado su blanco por escasos centímetros y de haber acertado, me habría alcanzado en el cuello, tras la nuca. La muerte habría sido, pues, fulminante.
Tiré del cuchillo para arrancarlo, cosa que me costó bastante, tan fuerte se había hincado en la madera, Lo examiné, sin hallarle nada de particular. Era un vulgar cuchillo de cocina, aunque, eso sí, con la punta muy aguzada y el filo de una navaja de afeitar.
Profundamente pensativo, terminé de abrir la puerta. Subí a mi apartamiento y después de arrojar el cuchillo a un rincón, empecé a desnudarme. Era ya hora de irse a la cama.
Dormí profundamente hasta que sentí que alguien me tiraba de los pies para despertarme. Con los ojos cargados todavía de sueño, me senté en la cama.
Había a los pies de la misma un hombre. Era bajo y fornido, de ojos azules y duros y mandíbula cuadrada. Bastaba verle una sola vez para identificar su profesión en el acto.
—Hola, Louie —dijo el sargento Grindell, de la policía local.
—Hola, Grindell —contesté con un bostezo—. ¿Cómo por aquí tan temprano? El policía exhaló una sarcástica carcajada.
—¿Temprano? Son las diez y media de la mañana ya, Louie. ¿Dónde te metes para no haber acudido a tu oficina a estas horas?
—Estuve trabajando hasta muy tarde —dije evasivamente.
—¿En qué?
—Eh, oye, ¿desde cuándo acá se mete la policía en lo que hace un detective privado, en tanto no infrinja el código?
Grindell me miró oblicuamente.
—¿Estás seguro de no haber infringido el código, Louie?
—Hasta ahora —murmuré—, no creo que hayáis tenido queja de mí.
—Tú lo has dicho bien, hasta ahora, Pero no después.
—No te entiendo —me encogí de hombros.
—Sabes de sobra a qué me refiero —masculló—. Han muerto tres pistoleros y uno está en el hospital para tiempo. ¿Qué sabes del asunto?
—¿Qué me das a cambio de la información?
Grindell se frotó la mandíbula con gesto dubitativo.
—No puedo prometerte nada, Louie, pero si estás metido en algún jaleo, siempre podría echarte una mano. ¿Se trata del asesinato de la señora Rivers?
—¿Cómo lo has sabido? —pregunté maravillado.
—El hombre que la mató ha muerto. ¡Cielos!, no vi nunca un tipo con tanto plomo en el cuerpo. ¿Quién se cargó a Bramm?
—Lo ignoro. Sólo sé que había descubierto su escondite y fui para sacarle la verdad acerca de la persona que le había pagado por matar a Sally Rivers. Pero en esto entraron dos pistoleros y lo cosieron a tiros.
—¿Y Trask?
—Un rebote de bala, calculo.
—Y tú ileso, ¿eh?
—Ya puedes verlo, Grindell.
—Claro. —El policía sonrió maliciosamente—. ¿Qué me dices de la señora Trask?
—¿Era verdaderamente su esposa? —pregunté.
—Bueno, digámoslo así. Contesta, Louie.
—Fui a verla. Quería interrogarla.
—¿Para qué?
—Estuvo sirviendo en casa de los Rivers y les dejó tres semanas antes de que ella muriera.
—Y cuando llegaste, la Trask estaba muerta.
—Acababa de morir, Grindell. El asesino estaba allí. Los ojos del policía chispearon de pronto.
—¿Le viste?
Me froté la nuca, todavía con un bulto más que regular.
—No. Me golpeó, aprovechando un descuido mío, y escapó.
—Una lástima, Louie —dijo el policía pesarosamente—. Nosotros también andamos detrás de él.
—Lo cual quiere decir que consideráis al difunto Bramm como un mero ejecutor, ¿no es eso?
—Ciertamente. Desde luego, no siento en absoluto la muerte de un tipo semejante, aunque bien es verdad que nos habría convenido que siguiera viviendo algún tiempo más.
—Por lo visto, el hombre que le pagó no quería correr ningún riesgo.
—Eso es lógico. Y los otros dos tipos, ¿qué me dices de ellos?
—Me habían secuestrado y estaban esperando al jefe para ver qué hacían conmigo, aunque puedes figurártelo después de la muerte de Ketchum, quien, por si no lo sabías, también investigaba el caso.
Grindell hizo un gesto de sorpresa.
—Eso es nuevo para mí. ¿Por encargo de quién?
—Donna Horgan. Es hermana de la muerta.
—Entiendo. Bien, sigue con tus secuestradores.
—No hay mucho más que contar, Grindell. Pude escapar a tiempo.
—Dejando a uno muerto y al otro a medias, ¿no?
—Bien, era mi pellejo el que estaba en juego, no podía andarme con demasiadas ceremonias.
Grindell se puso en pie.
—Los informes que me has dado son excelentes, Louie. No pierdas el contacto conmigo, ¿comprendes lo que quiero decirte?
—Por supuesto.
—Y no usurpes funciones que sólo nos competen a nosotros, recuérdalo. Alcé la mano derecha, con la palma abierta hacia él.
—Lo tendré muy en cuenta, Grindell.
—Está bien. Adiós, Louie.
Al quedarme solo, encendí un cigarrillo y estuve pensando durante unos minutos.
Acabé de fumar y me dije que era hora de entrar en campaña.
Antes de salir de casa, sin embargo, no sé qué oscuro presentimiento me hizo mirar a través de la ventana. Mi intuición resultó acertada.
Frente a la casa, en la acera opuesta, había un tipo parado junto a un farol, leyendo el periódico con aire de hastío. Be vez en cuando, el individuo levantaba la vista de la letra impresa y la fijaba en el portal de la casa.
Era evidente que vigilaban mis pasos. Esto, como puede comprenderse fácilmente, no me gustó.
Busqué en mi cerebro una idea que me permitiera salir sin tener que estar sujeto a la observación del individuo. De pronto recordé que tenía guardados unos prismáticos.
Saqué los gemelos y observé a través de ellos. El rostro del vigía me pareció conocido.
Tras unos esfuerzos, llegué a la conclusión de que se trataba de Max, un delincuente profesional, matón de garitos y protector de infelices mujeres. Nunca le había conocido mezclado en un posible caso de asesinato, pero por lo visto, el incentivo metálico debía ser suficiente para tenerle de centinela frente a mi casa.
Afortunadamente, Max se hallaba junto al restaurante donde yo solía hacer mis comidas y en el cual, naturalmente, era muy conocido. Divirtiéndome ante la idea, marqué el número del local.
—Habla Louie Balfour —dije—. ¿Quién es, Tommy?
—El mismo, señor Balfour. ¿Quiere que le sirvamos algo?
—Por ahora no, gracias, Tommy. Escucha, sal afuera, a la calle, y verás un tipo apoyado en el farol, le —yendo el periódico. Dile que le llaman al teléfono. No le des más detalles, ¿comprendes?
—Sí, señor Balfour.
—Cuenta con dos dólares de propina cuando te vea, Tommy.
—Gracias, señor Balfour. No se retire, por favor.
El teléfono tenía hilo suficientemente largo para permitirme llegar hasta la ventana. Así lo hice y pude ver a Tommy, el barman, salir a la calle y llamar la atención del maleante.
Max se extrañó y quiso saber más detalles, pero Tommy, desempeñando maravillosamente su papel, se encogió de hombros y dando media vuelta volvió a meterse de nuevo dentro del restaurante.
Max le siguió tras corta vacilación. No tardé en oír su voz a través del auricular.
—¿Sí? —Gruñó.
—Escucha, Max, deja lo que estás haciendo y ven inmediatamente.
—Pero…
—Obedece y no repliques —dije categóricamente, después de lo cual y sin darle tiempo a contestarme, corté la comunicación.
Max salió a los pocos segundos. Llamó un taxi y se alejó, dejándome el campo libre.
Acto seguido eché a correr hacia el ascensor Treinta segundos después me hallaba a bordo de mi automóvil, el que me dejó a cincuenta metros de la puerta de la casa de Rivers diez minutos más tarde.
Saqué una navajita del bolsillo y manipulé en el interruptor eléctrico que cerraba la verja. El paso quedó libre poco después.
Crucé el jardín con paso cauteloso, procurando no ser visto desde la casa. En lugar de dirigirme a la entrada, traté de buscar la ventana del despacho del dueño de la mansión.
No tardé mucho en hallarla. Levanté el bastidor sin hacer el menor ruido y acto seguido pasé al interior de la estancia.
Llegué de puntillas hasta la puerta y escuché. No se oía el menor ruido. Satisfecho al respecto, emprendí mi labor.
Me costó más de una hora, pero al fin encontré lo que buscaba. Estaba precisamente debajo del retrato de la difunta Sally Rivers, sujeto al marco con un ligero toque de goma arábiga, y era un sobre de papel manila y tamaño medio folio, conteniendo unos documentos que parecían ser muy interesantes, a juzgar por su grosor.
Me dispuse a abrir el sobre para satisfacer mi curiosidad. Entonces, una voz bronca, de indudables tonos masculinos, sonó a mis espaldas.
—No toque esos papeles si quiere seguir viviendo, Balfour.