CAPÍTULO PRIMERO
La mujer miraba aterrorizada la boca del cañón de la pistola que estaba situada a dos pasos escasos da ella. Su rostro estaba tan blanco Como el yeso de la pared en que se apoyaba y sus ojos parecían querer ir a saltársele de las órbitas.
—Por favor… —susurró, haciendo un tremendo esfuerzo para hablar—. No…, no me mate.
El asesino meneó lentamente la cabeza.
—Lo siento, señora Rivers. Me pagan para ello, precisamente —contestó con voz impersonal, como si fuera un vulgar empleado atendiendo al público en la ventanilla de su oficina.
—Yo…, yo le daré todo el dinero que…, que quiera —musitó ella. El sudor le corría por las sienes y las mejillas, formando hondos surcos en el maquillaje—. Tengo… dinero… Lo…, lo que me pida…, por favor.
—Eso es algo que no puede ser —contestó fríamente el asesino—. A mi modo, soy leal en mis tratos. Si hubiera sido al revés, si usted me hubiera contratado para matar a alguien, puede tener la seguridad de que esa persona hubiera muerto, por mucho que hubiera podido ofrecerme. En cambio…
El pulgar del asesino echó hacia atrás el percusor del revólver que empuñaba.
—Es una lástima —dijo—. Usted es una mujer bonita y se merecía mejor suerte. De todas formas, procuraré no estropearle el rostro. ¡Adiós!
—¡Espere! —gritó ella con un horrible chillido, a la vez que alargaba la mano derecha—. ¡No tire!… ¡Dígame antes quién…!
—Es tarde ya —murmuró el asesino, roncamente.
Era un profesional de la pistola, de corazón tan duro como el granito y con los mismos sentimientos de un leño seco, pero quizá por primera vez en su vida se sentía impresionado. Apretó el gatillo.
La mujer se estremeció horriblemente al sentir en su carne el fuego de la bala, que le había penetrado en el pecho, bajo el seno izquierdo. Las piernas le flaquearon y cayó al suelo, quedando acurrucada, hecha un ovillo, bajo la pared.
—¡Oh, Dios mío! —sollozó, moviéndose espasmódicamente todavía. Sus uñas arañaron el parquet del suelo. El asesino se acercó a ella.
Estuvo observándola unos segundos. Luego acercó el cañón de la pistola a la nuca de la mujer y disparó de nuevo. Los movimientos de la víctima cesaron en el acto.
Inmediatamente, el asesino dio media vuelta y salió de la estancia.
—Confío en que las paredes hayan apagado el ruido de los disparos —dijo, en el momento en que accionaba el interruptor de la luz para apagarla.