CAPÍTULO III
Desde allí, me dirigí directamente a un lugar en donde, calculaba, podrían darme alguna información acerca de Art Bramm. El pistolero era la base de mis investigaciones y mientras no Hablase con él no podría dar un paso adelante. Al mismo tiempo, recordaba que Ketchum había muerto asesinado pocas horas antes, lo cual significaba que el hombre que había, pagado a Bramm para cometer una muerte, no retrocedería ante otra más, con tal de mantener su identidad en la sombra.
Mientras rodaba a bordo de mi automóvil, pensé en los móviles que habían podido inspirar aquel asesinato. Donna Horgan había afirmado rotundamente que el esposo de la víctima no había pagado para matarla. Sin embargo, ésta era una afirmación que no convenía tomarla muy en serio. Ninguno nace siendo un asesino, pero en un momento dado, las circunstancias le convierten en ello.
«Extraña mujer Donna Horgan», pensé. ¿Era sólo el deseo de venganza lo que la movía a buscar al inspirador de la muerte de su hermana? ¿Y si, pese a lo que había manifestado, creía que Jonathan Rivers lo era? Había una herencia de cuatrocientos mil dólares entre medio, convenía no olvidar tan interesante detalle, y si Rivers había tenido parte en el asesinato de su esposa, perdería todos sus derechos a la citada herencia, la cual, naturalmente, iría a parar a manos de la hermana de la difunta.
Un buen lío para desenredar, con gente de trueno tras el ovillo. Y yo arrastrado al jaleo, no por los cinco mil dólares, sino por los ojos negros de Donna. ¿Por qué no me retiraba, ahora que estaba a tiempo?
No lo hice. Continué rodando, hasta llegar al «Kritos».
El «Kritos» era un bar o taberna, según la apreciación de cada uno, instalado en la parte occidental de la ciudad, en los barrios bajos, junto a los muelles malolientes y llenos de ratas. El propietario era un tal Yerapoulos, un griego a quien había tenido ocasión de prestar un par de favores gracias a ciertas amistades que tenía en la policía ciudadana.
Detuve el coche a unos cincuenta metros de la taberna, cubriendo el resto de la distancia a pie. Faltaba una letra en el rótulo luminoso y dos de ellas oscilaban precariamente, guiñando sus resplandores rojos a la calle, brillante por la humedad que subía del cercano puerto.
El local estaba instalado en un semisótano, al cual se llegaba por medio de una escalera de siete u ocho peldaños hundida lateralmente en el pavimento, junto a la pared. Las puertas y ventanas del «Kritos» tenían sus cristales cubiertos por papel amarillo translúcido, pero no transparente.
Empujé la puerta. Un espantoso hedor a carne humana enemiga de la higiene asaltó en el acto mi pituitaria. La taberna estaba llena de marineros ociosos, individuos de dudosa reputación y mujeres de amplias curvas y rostros pintarrajeados. La atmósfera, viciada enormemente con el humo del tabaco y el olor a carne sudorosa, resultaba casi irrespirable.
Una fulana de carnes desbordantes me salió al paso, ofreciéndome sus servicios profesionales. Le dije que se largase con la música a otra parte y lo hizo, no sin arrojarme una mirada llena de cianuro.
Antes de seguir adelante, examiné el interior del local rápidamente. El «Kritos» había sufrido alguna modificación desde mi última estancia allí, varios meses antes.
La modificación consistía en un pequeño estrado, sobre el cual había un piano. Una mujer tocaba en el mismo, a la vez que cantaba con una voz suave y en extremo melodiosa. Su maestría en las dos cosas era innegable, pero más aún en el piano, y me pregunté, qué diablos podía hacer una mujer así en un local como el «Kritos».
Casi en el mismo momento, la artista terminó su canción. Se puso en pie y acogió con una reverencia llena de gracia los no escasos aplausos que se le prodigaron. Luego bajó el estrado y entonces yo me dirigí al mostrador.
Llegamos juntos al mismo tiempo. Era alta y esbelta, de pelo intensamente negro, que le flotaba libremente por la espalda, de formas llenas y mórbidas y talle flexible. Vestía un sencillo traje compuesto de un fino pullover sin mangas y una falda lisa, ambos de color negro. Sus negros ojos fulguraron intensamente al contemplarme.
Calculé su edad en unos veinticinco años aproximadamente. Tenía la tez muy blanca y los labios, frescos y jugosos, poseían una viveza de color como pocas veces he visto sin pedir ayuda al carmín.
Creí que iba a pedir algo de beber, pero ante mi sorpresa, el griego le entregó una bandeja cargada de bebidas.
—Toma, May —dijo—. Mesas cinco, nueve y catorce.
—Sí, Yery —contestó, llamando al griego por su nombre familiar, pero sin dejar de mirarme en todo momento. Sonrió de pronto—. Parece como si no me hubiera visto nunca, buen mozo —dijo.
—En efecto —respondí—. Es la primera vez, May, y me gustaría que no fuera la última. Aunque… —añadí meditabundo—, su cara me resulta vagamente conocida.
—¿De veras? —sonrió burlonamente—. En cambio, yo creo que, efectivamente, es la primera vez que nos vemos.
—¡Cuánto lo siento! —dije, y era sincero, porque me hubiera gustado conocerla mucho antes.
May no contestó. Cargó con la bandeja y se alejó, con un suave balanceo de sus caderas, firmes y rotundas.
La voz del griego me sacó de pronto del éxtasis en que había caído.
—¿Querías algo de mí, Louie? —inquirió de pronto.
—Oye, ¿desde cuándo tienes aquí a esa beldad? Yerapoulos hizo un gesto ambiguo.
—Oh, hace unas dos semanas. Vino un buen día a ver si quería que la contratase como cantante y pianista. Le dije, que no me hacía falta nada de eso y que en cambio sí necesitaba una camarera. Tuve una vez un pianista y me fracasó rotundamente, ¿sabes? Pero el estrado y el piano que había instalado continuaban aquí; y a los dos o tres días, de repente, May aprovechó que había poco quehacer, se sentó delante del piano y… Mira, parece que me va dando algo de suerte, Louie.
—Sí —concordé—, nunca había visto tanta gente reunida aquí. La chica lo hace bien, en efecto.
—Mientras no me pida más sueldo… Bueno, Louie, desembucha. Tú has venido aquí por algo, ¿no es eso?
—Lo adivinaste, Yery. Pero aquí hay demasiados parroquianos.
—De acuerdo —contestó el griego—. Espera un momento. May vino unos segundos después.
—Quédate en el mostrador —dijo—. Yo voy a hablar con mi amigo en el despacho.
—Sí, Yery —contestó May, sin dejar de mirarme un solo momento.
Una vez estuvimos en la habitación que Yerapoulos llamaba pretenciosamente su despacho y cerrada la puerta convenientemente, el griego quiso servirme de beber, pero se lo rechacé.
—Gracias, Yery, pero no me apetece por ahora. Solamente quiero hacerte unas preguntas.
—Bueno, dispara, Louie. Quizá yo pueda complacerte. No perdí demasiado tiempo en rodeos inútiles.
—¿Conoces a un tal Art Bramm? —pregunté de buenas a primeras. Yerapoulos no pestañeó tan siquiera.
—Hace tres semanas solía ser un cliente asiduo de mi local. Ahora… hace tiempo que no lo veo. ¿Para qué le buscas, Louie?
—Mató a Sally Rivers, Yery.
—Lo sé. Pero le soltaron por falta de pruebas.
—Cierto. Sin embargo, es el asesino de la señora Rivers. Yerapoulos chasqueó la lengua.
—Y tú quieres cazarlo, ¿eh, Louie?
—Exactamente, no. Sólo deseo verle.
El griego y yo nos entendíamos casi con medias palabras.
—No sé dónde se esconde, Louie.
—No me mientas, Yery —dije—. Lo que tú ignores de los maleantes de la ciudad cabe en la uña del dedo meñique izquierdo —y levanté la mano de dicho lado, en la cual faltaba precisamente la falange correspondiente, cosa debida a un antiguo accidente.
Yerapoulos sonrió.
—Eres muy listo, Louie —confesó—. Pero esta vez te equivocas. Francamente, no sé en dónde para ese fulano.
Empecé a pensar que quizá el griego tenía razón.
—Bueno, al menos podrás decirme si conoces a alguien que pueda darme noticias de su actual paradero.
—Eso ya es diferente, Louie. No lo haría por nadie más que por ti, pero… Tippo Trask era buen amigo suyo. Casi siempre andaban juntos.
—¿Dónde vive Trask?
—A dos manzanas de aquí, en la calle Vandamm, número 24.4.
—Gracias, Yery. Lo tendré en cuenta. Y me dirigí hacia la puerta.
Antes de que diera dos pasos, Yerapoulos me detuvo.
—Louie.
Me volví hacia el griego.
—¿Sí, Yery?
—Ten cuidado con Bramm. Es un tipo loco. Tú ya me entiendes.
—Perfectamente. Lo tendré en cuenta. Gracias otra vez, Yery. Abrí la puerta y me di de narices con May.
La camarera sonrió provocativamente, a la vez que, echándose las manos a la nuca, hacía avanzar con gesto provocador su opulento busto.
—Señor Yerapoulos —dijo—, le llaman al teléfono —mientras hablaba, no me quitaba ojo de encima—. ¿Cuándo me llamas tú a mí, buen mozo?
—Cualquier año de éstos, May —respondí acremente.
No me gustaba la oportunidad con que había aparecido la individua en la puerta.
¿Había estado escuchando?
May no se inmutó. Continuó sonriendo.
—Espero que sea antes de llegar a vieja —manifestó.
—Bueno —dije.
Pasé por su lado y me escurrí hacia la salida.
De allí fui a la calle Vandamm, al número indicado. El edificio era antiguo, de ladrillo, y tenía hasta media docena de pisos. Carecía de ascensor, de modo que tuve que llegar hasta el cuarto a pie, cosa que no contribuyó precisamente a ponerme de buen humor, después de la acción de la camarera.
Llamé a la puerta con los nudillos. Esperé. Una voz bronca preguntó momentos después:
—¿Quién es?
—Deseo verle, Trask —manifesté a través de la madera.
Hubo un ruido de cerrojos. Luego, la puerta se abrió a medias y un ojo me miró suspicazmente a través de una estrecha rendija.
—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó el fulano.
—Vamos, déjeme pasar —le enseñé un billete de cinco dólares—. ¿No le parece suficiente este argumento para entrar en materia?
El tipo era receloso. Abrió, pero solamente lo justo para que yo pudiera pasar, cerrando a continuación.
—Vamos, hable pronto —gruñó—. No tengo mucho tiempo que perder. Una voz de mujer salió de tina habitación inmediata.
—¿Quién es, Tippo?
—No lo sé —masculló el individuo. Me miró inquisitivamente e inquirió—: Eso es, ¿quién es usted?
—Me llamo Balfour —dijo—, y quiero hablar con un conocido suyo. Ignoro el domicilio y por eso he venido a verle a usted.
—¿Y quién le dijo el mío? —preguntó Trask, recelosamente.
—Un amigo común, Tippo —contesté—. Pero eso no importa ahora.
Trask vaciló: Era un hombre de mediana estatura, delgado y con cara de haber pasado mucha hambre, pero sin haber hecho el menor esfuerzo por buscarse un trabajo digno de satisfacerla.
—Está bien —rezongó—. Diga de quién se trata y veré si puedo complacerle. Alargó la mano y se apoderó del billete.
—Art Bramm —respondí lacónicamente.
Los ojos de Trask centellearon un segundo. Luego sonrió débilmente.
—Tengo mala memoria —dijo—. Espere, anoté su dirección y creo que la guardé en la habitación vecina. ¿Me permite un instante?
—No faltaba más —accedí cortésmente.
Trask penetró en la estancia vecina. Salió treinta segundos después, detrás de un revólver encarado directamente a mi pecho.
—Largo, bastardo —dijo—. Váyase de aquí, maldito fisgón, antes de que le agujeree su puerca barriga de un balazo.
Maldije mi estupidez por haber caído en una burda trampa. No obstante, era ya imposible hacer nada por rectificar.
—Está bien, está bien —dije, enseñando las palmas de mis manos—. No se ponga así, no hay para tanto. Sólo quería saber dónde vive Art Bramm.
—Y yo no se lo quiero decir, conque, lárguese de aquí, ¿me ha oído?
—Le haré una advertencia, Tippo. Está encubriendo a un asesino y eso no es nada conveniente para la salud —alegué.
—De mi salud me cuido yo mismo, cerdo. ¡Largo de aquí!
Empecé a considerar la posibilidad de retirarme habiendo fracasado. Retrocedí un naso.
En aquel momento, una mujer salió de la estancia vecina. Me quedé atónito al verla.
Era alta, tanto como yo, y enormemente voluminosa. Su busto resaltaba con poderosas curvas bajo la sucia tela de una bata, que parecía ir a estallar en cualquier momento por la zona de las ampulosas caderas. Tendría unos cuarenta años y su mirada era dura como el granito. Tiempo atrás debía haber sido muy bella, pero ahora era una ruina física, estragada seguramente por el vicio y el alcohol. A su lado, Trask parecía un alfeñique.
—Tippo —dijo con un vozarrón adecuado a su tamaño—, ¿qué diablos quiere este fulano?
—Está buscando a Bramm, querida —respondió Trask, y al hablar volvió un instante la vista hacia aquella ballena con faldas.
Éste era el momento que yo estaba esperando. Tenía una silla al alcance de mi mano y, agarrándola por el respaldo, la arrojé hacia Trask con todas mis fuerzas.
El mueble le golpeó en el brazo, arrancándole la pistola de la mano. Trask blasfemó a la vez que trastabillaba, procurando mantener el equilibrio.
La mujer lanzó un juramento. Yo salté hacia adelante, estrellando mi puño contra el mentón de Tippo, quien se desplomó al suelo como un trapo fláccido.
En aquel momento, algo me estalló junto a la oreja derecha. Cuando quise darme cuenta de lo que me sucedía, me vi sentado en el suelo, con una nube de pajaritos piando y revoloteando en torno a mi cabeza.
Miré a través del turbio velo que cubría a medias mis pupilas. La pistola había pasado a manos de la gorda y sus ojos me miraban con expresión carente en absoluto de toda simpatía.
—No nos gustan los fisgones —masculló, entre blasfemia y blasfemia—. Conque lárguese y no vuelva más por aquí, o se encontrará con un par de ojales en el pellejo cuando menos se lo piense.
Me puse en pie lentamente, sacudiendo la cabeza. Aquella individua poseía la fuerza de un elefante y tenía tanta amabilidad como un coyote rabioso. Sólo podía hacer una cosa y era batirme en retirada.
—Al menos —dije, muy ofendido—, podían devolverme mis cinco dólares.
—¡Muérase, bastardo! —Me escupió la ballena.