CAPÍTULO XVII

Estuve toda la mañana yendo de un sitio a otro, practicando investigaciones en distintos lugares y terminando de atar algunos cabos que me parecían sueltos. A mediodía tomé un bocadillo y un vaso de cerveza, después de lo cual me encaminé a casa del pintor.

Mac Lean me recibió apoyado en su bastón, mirándome suspicazmente por encima del negro cerco de sus gafas. No parecía muy dispuesto a dejarme entrar en su estudio.

—¿Señor Balfour? —dijo.

—Deseo hablar con usted —expresé.

—En estos momentos estoy muy ocupado —contestó.

—Procuraré ser lo más breve posible. Por favor…

Aunque cortés, mi tono era firme. En vista de ello, Mac Lean, tras breve vacilación, se echó a un lado.

—Despache pronto, se lo ruego —dijo secamente.

—No tardaré mucho —respondí. De pronto eché a andar con paso rápido hacia el estudio, abriendo la puerta del mismo antes de que su dueño pudiera cerrarme el paso.

Franqueé el umbral. El estudio estaba desierto. Mac Lean protestó.

—Me parece que su actitud raya los límites de lo incorrecto, señor Balfour —manifestó airadamente.

Me volví para mirarle de frente.

—Los asesinos encuentran siempre incorrecto cuanto se haga por desenmascararlos, señor Mac Lean —exclamé tajantemente.

—¡Eh! ¡Cómo! ¿Qué está diciendo? ¿Acaso se ha vuelto loco?

—No —respondí con firme acento—. No lo estoy. Y voy a demostrárselo ahora mismo. En primer lugar, ¿qué hizo de los trescientos mil dólares que usted le extrajo a Rivers bajo amenazas?

Una oleada de ciega furia invadió el rostro del pintor.

—Me está insultando, señor Balfour —barbotó. Y extendiendo el bastón, señaló con él hacia la puerta—. Salga, salga de aquí antes que me arrepienta de mi condescendencia y llame a la policía.

—Bueno —repliqué indiferente—. Hágalo. Ahí veo un teléfono. ¿Por qué no lo usa? Hubo un intervalo de silencie. Me eché a reír.

—¿Cómo podría llamar un asesino a la policía? —dije—. Sería tanto como tirar piedras a su propio tejado, ¿no? Y su tejado es de un vidrio tan sumamente frágil, que puede romperse con el menor soplo de aire.

—Está, diciendo insensateces, Balfour… —contestó Mac Lean, haciendo rechinar los dientes.

—Bueno —respondí con tono indiferente—. Si usted lo toma así… —Y de pronto extendí la mano hacia él con gesto acusador—. Usted fue el que abrió la puerta a Art Bramm, prevaliéndose de la amistad de que gozaba en casa de los Rivers. En aquel momento, sólo estaba la señora Rivers en su casa, porque Meg, la doncella, tenía el día libre. ¿Quiere que le diga más todavía?

»La señora Rivers le recibió sin sospechar nada, porque era una persona conocida de la casa, pese a que ella sabía que usted había convencido a su esposo de que le fuera entregando dinero hasta alcanzar la suma de trescientos mil dólares, que luego fingía se habían perdido en infortunadas especulaciones. Sally era ya enemiga de usted, aunque nunca creyó del todo en la posibilidad de un asesinato. Las discusiones que sostenía últimamente el matrimonio eran debidas, precisamente, a la blandura de carácter de Jonathan, quien creía ciegamente en usted y en todas las fábulas que le contaba.

»Pero, de pronto, Sally Rivers decidió cortar la fuente de suministros, es decir, recobrar de nuevo la administración de su fortuna. Y esto, naturalmente, no podía agradarle a usted, que por codicia… o por lo que fuera, deseaba apoderarse del resto de la fortuna. Entonces, resolvió deshacerse de la señora Rivers. Muerta ésta, su esposo heredaría y usted podría seguir embaucándole, ¿no es cierto?

El rostro de Mac Lean se hizo impenetrable de pronto. No contestó.

—Aprovechando un descuido de Sally Rivers, posiblemente mientras le servía una copa, abrió la puerta y Bramm se deslizó subrepticiamente, permaneciendo escondido hasta después de haberse ido usted. Entonces perpetró el asesinato. A propósito, ¿quién le señaló a Bramm como un asesino profesional? ¿Yerapoulos?

El silencio del pintor era elocuente.

—Después vinieron las complicaciones. Intervine yo, a ruego de la señorita Rivers, y cuando se enteró usted, vio en mí a un peligroso competidor. No podía, por tanto, dejarme con vida, lo mismo que hizo con Phil Ketchum, mi desgraciado antecesor. Entonces vinieron el secuestro y los frustrados atentados, incluyendo el de hace dos días en el «Kritos». Yerapoulos es sensible al dinero y no le importa a quién sirve, con tal de que pague bien. Y usted le habrá pagado, posiblemente con los restos del último cheque firmado por la señora Rivers como honorarios por el cuadro, cheque que en esta ocasión no fue suscrito por su esposo, el cual ya no detentaba la libre administración de los bienes de Sally.

—Y aún suponiendo que todo eso fuera verdad. ¿Cómo podría demostrarlo? —preguntó Mac Lean desdeñosamente.

—Es difícil, en efecto, pero no imposible. Murió la señora Trask, porque Bramm y su esposo habían sido íntimos amigos y, por lo tanto, sabía que usted había pagado a Bramm. Y murió Meg, la desdichada doncella, porque le abrió la puerta de la mansión cuando usted volvió, una vez más por lo menos, en busca de unos documentos muy interesantes que podían comprometerle gravemente. Empezó a sospechar algo tiempo atrás y, precisamente el día en que yo acudí por vez primera a casa de Rivers, usted había estado buscándolos, sin hallarlos. No se le ocurrió —expresé con una sonrisa—, que podían estar precisamente en el mismo cuadro que usted había fingido necesitaba un re —toque. Claro está, Rivers le dejó algunos momentos a solas, mientras usted simulaba retocar el cuadro, pero, en realidad, registrando el despacho en busca de esos documentos.

—¿Y qué demuestran los citados papeles? —preguntó Mac Lean con altivez.

—Todo a su tiempo, amigo —respondí calmosamente—. La segunda vez que volvió a buscarlos, Meg le abrió. Naturalmente, le conocía, pero usted no podía dejar tras sí un testigo ya tan comprometedor. Por eso la mató.

—¿A ella sí y a usted no? —preguntó el asesino burlonamente.

—Quizá, simplemente, no tuvo tiempo. O bien creyó que un golpe con eso —señalé el pesado puño de plata de su bastón—, bastaría para liquidarme. De todas formas, yo no le había visto y Meg sí. Ésa fue la diferencia. —Hice una pausa—. Los documentos, por favor.

Mac Lean fingió meditar unos momentos.

—Está bien —dijo al cabo—. ¿Qué hará después?

—Entregarlo a la policía. Ahora no sospechan de usted, pero cuando haya declarado cuanto sé, que no es todo lo que he dicho, y lo demuestre, además de con los documentos, con otras pruebas, usted será, acusado formalmente de todos esos crímenes que he citado.

—De acuerdo —suspiró el asesino—. Voy a darle esos documentos.

Inició un movimiento de media vuelta, pero, de repente, movió ambas manos con gesto fulgurante.

Algo chasqueó en la estancia. Me quedé helado de horror al ver brillar ante mí la afilada hoja de un estoque escondida hasta entonces en la caña hueca del bastón. Con aquella arma ya se habían cometido dos muertes.

El estoque mediría un metro cumplidamente y tenía una punta en extremo aguzada. Bastaría la más leve presión para hundirlo en mi carne como si lo hiciera en un cuñete de manteca.

Tragué saliva. La punta del estoque se hallaba a menos de un palmo de distancia de mi pecho y tras el acero, los ojos de Mac Lean brillaban malignamente.

—No puedo dejarle vivo, Balfour —dijo con un siseo—. Lo siento, pero sabe usted demasiado para permitirle seguir con vida.

—No lo haga —dije—. Un asesinato más…

—… poco puede importarme a estas alturas —me interrumpió el asesino fríamente. Vi en su rostro la decisión de matar. Entonces salté a un lado.

La hoja pasó silbando por mi costado, desviándose como consecuencia del golpe que le había dado con el antebrazo izquierdo. Mac Lean, falto de apoyo, trastabilló.

El acero se le desprendió de la mano, por la fuerza del golpe, volteando en el aire. El pintor cayó de bruces, un segundo después de que el puño del estoque chocase contra el parquet. El extremo aguzado del acero apuntaba al pecho.

Mac Lean lanzó un chillido horroroso al sentir su pecho atravesado limpiamente por el estoque. Un palmo largo de metal ensangrentado asomó por su espalda.

Trató de incorporarse, haciendo fuerza con ambas manos en el suelo. Contemplé la escena, morbosamente fascinado por el horror de la misma.

De pronto, las fuerzas le fallaron y cayó de bruces, apoyando una mejilla en el suelo.

Noté que la vida ge le iba por momentos.

Me arrodillé a su lado.

—Mac Lean, ¿dónde están los documentos?

Los ojos del pintor me miraron con vidriada expresión. Murmuró una palabra, una sola palabra tan sólo y luego de una, súbita convulsión, murió.

Me puse en pie lentamente. Contemplé el cadáver del criminal durante unos segundos. Después, me dirigí al teléfono, hablando brevemente. Al terminar, salí del estudio.