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ANA

—Nada, ni un puto indicio del que empezar a tirar, nada. El cero más absoluto. El vacío. —Charo miraba desesperada a Ana—. Es como si se los hubiera tragado la tierra. Volatilizados. Nadie vio nada, nadie sabe nada.

—Me ha dicho Inés que le habéis pedido una muestra de ADN —preguntó, extrañada, Ana.

—Sí, fue orden de Ruipérez. Imagino que por precaución. Por si aparece. —Charo calló, dándose cuenta de lo que iba a decir y a quién se lo iba a decir—. Por si aparece —continuó— muerto.

Ruipérez había dado la orden para mantener un perfil mediático bajo en el caso. Si llegaban a encontrar algún cadáver y necesitaban identificarlo por su ADN, avisar a los padres para tomarles muestras y cotejarlas con el cuerpo podría alertar a la prensa, y eso significaba más presión. Teniendo almacenadas esas muestras de ADN, la policía se aseguraba el control informativo de la situación. De esa parte del caso, al menos. Podrían retener la información un poco más.

—¿Cómo lleváis el visionado de las cámaras de seguridad?

Ana le dio un largo sorbo al café. En realidad, el café le daba asco y ganas de vomitar, sentía como si se metiera desatascador de tuberías por el esófago en caída libre hacia su estómago y sus intestinos, pero esa noche se estaba obligando a tomarlo. Con mucho azúcar, eso sí, para bebérselo sin devolver. Necesitaba sustancias que hicieran reaccionar a su cuerpo y a su cabeza. Y el café cargado era la única legal que conocía.

—Aún no hemos recopilado todas las imágenes. Es domingo, hay muchos comercios cerrados —le explicó Charo a la inspectora jefa, mientras seguía volcando imágenes a su ordenador desde las memorias USB que le habían llevado sus compañeros de brigada—. Estamos intentando localizar a los propietarios, pero son ya las diez de la noche. No creo que consigamos mucho más hasta mañana.

—Lo que tengáis quiero que empecéis a visionarlo ya, enseguida. Serán muchas horas y tardaremos varios días en verlo todo. ¿Habéis hablado con el au pair?

—¿Qué au pair? —Charo levantó la vista del ordenador. ¿De qué narices le estaba hablando su jefa?

—Con Inés y Pablo vive un chico británico, un joven au pair que está con ellos desde principio de curso y que cuida al niño por las tardes mientras Inés está en la tele, o cuando tiene que viajar.

—Joder, no lo sabíamos. Me pongo ahora mismo con ello.

—No, Charo, tú sigue con las imágenes. Dile a Arcos que localice al chico y lo traiga al grupo. Luego ya vemos qué hacemos con él. Yo tengo ahora mismo una reunión con los de secuestros de la central. Estamos montando el mando conjunto.

A la búsqueda de los niños se acababa de unir esa tarde parte del grupo de secuestros y extorsiones de la comisaría general. La élite policial para este tipo de casos. Desde ese momento, Ana ya no dirigía sola la investigación, sino que tendría que coordinar todas las decisiones —y compartir toda la información— con otro inspector jefe.

—Ana —Nori la pilló en el pasillo, dirigiéndose hacia el despacho improvisado que habían montado para acoger al nuevo operativo de búsqueda—, Ana, se van a pasar las setenta y dos horas del empleado de la tienda de juguetes. Lo detuvieron el viernes por la noche. Nos queda poco tiempo ya, y si no tenemos pruebas sólidas, no podemos llevarlo ante el juez y tendremos que soltarlo.

—Estaba detenido cuando secuestraron a Pablo. Él no pudo ser.

—Estamos suponiendo que Slenderman existe, Ana. Y no tenemos ningún indicio que apunte en esa dirección.

—Tres niños, de la misma edad, con idéntico aspecto físico, secuestrados en el mismo centro comercial, dos de ellos con cuatro días de diferencia. —Ana se cruzó de brazos—. ¿Es solo circunstancial?

—Ana, esto no puede afectarte tanto. ¿Has pensado en retirarte del caso? Ahora que vienen los de secuestros deja que otro inspector jefe se haga cargo de la situación. Esto es demasiado emocional para ti.

Ana calló, como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago y fuera incapaz de reaccionar.

—Vete a la mierda. Vete a la mierda, Nori.

«Vete a la mierda porque en el fondo sé que podrías tener razón —pensó Ana—. En el fondo sé que mi cordura está colgando de un hilo y que si quiero resolver este caso me voy a tener que clavar las uñas hasta que me atraviese las palmas de las manos».

Cuando llegó a su despacho, no lo reconoció. Alguien había movido su mesa hasta un rincón del fondo, para hacer más espacio y que cupieran dos tablas sobre un par de caballetes. Los de informática se habían dado prisa y ya estaban operativos seis ordenadores. Si hubiera habido sillas sobre las que sentarse, todo habría sido casi perfecto. Pero eso era demasiado pedir para un domingo por la noche. Ya era un milagro haber localizado tantos ordenadores. ¿Cómo lo habían hecho? La orden tenía que venir de muy muy arriba. La presión —intuía Ana— estaba a punto de hacerse insoportable.

—¿Inspectora jefa Arén?

Ana se giró.

—Soy el inspector jefe Jesús Silvelo. Ya le habrán informado de nuestra incorporación al dispositivo, ¿verdad? —se presentó él, extendiéndole la mano.

—Sí, ya me han puesto al corriente. —Ana tendió también la mano a modo de saludo—. Gracias por sumarse a la investigación un domingo por la noche.

—Aparte de policía soy padre —contestó él, alzando los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y elevando ligeramente las cejas, como si con esa frase lo explicara todo.

Ana conocía al inspector jefe Silvelo solo de oídas. Tenía una carrera fulgurante en el Cuerpo Nacional de Policía. Entró directamente desde la academia a la escala ejecutiva. En cuanto el reglamento se lo permitió, se presentó a las oposiciones de inspector jefe y las aprobó a la primera, convirtiéndose en uno de los más jóvenes de España. Desde hacía un par de años estaba al cargo de una de las brigadas más elitistas del cuerpo, una de las que más presión soportaban y que más a contra reloj tenía que trabajar, el grupo de secuestros y extorsiones de la Comisaría General de Policía Judicial de Madrid.

Si te cruzabas con él por la calle, si lo veías de paisano comprando el pan o haciendo cola para el cine, lo más probable es que Jesús Silvelo fuera invisible para ti. La gente no presta atención a las cosas aburridas, decía siempre. Si pareces una persona aburrida ni siquiera te ven, y eso es una gran ventaja a mi favor. Observar sin ser visto. Estar sin ser recordado.

Pero en las operaciones Silvelo se transformaba. Sacaba las garras. Era despiadado y arrollaba con todo. No se detenía ante nada ni ante nadie.

—He encargado unas pizzas, Ana, si me permites tutearte. —Ana asintió con una sonrisa, la primera en muchas horas—. Vamos a darles caña antes de que se enfríen. Imagino que no tienes platos ni cubiertos, pero ¿algo con lo que limpiarnos la grasa de las manos?

—Solo puedo ofrecerte papel de baño, ya sabes, la servilleta del policía. Pero cuidado con limpiarte la boca con él, tienes que ser delicado, los recortes han llegado incluso hasta el papel higiénico y ahora se parece más a una imitación barata de una lija del tres que a algo para limpiarte el culo. Eso sí, para pulir las hemorroides va muy bien. En unas semanas termina con ellas por fricción.

Los dos se rieron con ganas. Tanta tensión tenía que salir por algún lado. La cabeza necesitaba resetearse de vez en cuando para volver a pensar con claridad, para despejar los caminos y ser capaz de ver la solución. Y la risa conseguía a veces eso, una nueva mirada sobre el caso.

—¿Nos sentamos? —propuso Jesús.

—Solo hay dos sillas, las dos que estaban en mi despacho antes de la marabunta —le contestó ella, acomodándose en la de las visitas para que él se viera obligado a utilizar la suya, más mullida y cómoda—. Han traído los ordenadores para tu equipo, pero no las sillas donde sentarse. A veces lo más sencillo es lo que más cuesta, parece.

Ana no quería empezar marcando territorio en su propio despacho. Se trataba de hacer que fuera el de todo el equipo, porque en ese espacio iban a trabajar todos hasta resolver el caso o hasta que aparecieran los niños.

Vivos, ojalá. Pero quizá… quizá, muertos.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? ¿A los dos tortolitos? ¿Ya os habéis hecho amigos? —Ruipérez y sus apariciones estelares, con el supremo arte de joder todo lo que tocaba. El Rey Midas de la mierda y la destrucción—. Invitar a pizza en una primera cita es algo cutre, ¿no te parece, Jesús?

—Voy a confesarle un secreto: encargué la pizza para usted. —Silvelo ni siquiera se levantó de la silla para contestar a su superior—. Pero si le voy a decepcionar en esta primera cita, mejor nos comemos la pizza la inspectora jefa y yo, que nos esperan unos días muy complicados. Y a usted, si le parece, ya le invito yo otro día a algo en condiciones, algo que usted se merezca. ¿Qué le parece? No me gusta decepcionar a mis citas, no al menos la primera vez.

Ruipérez puso cara de estar pensando alguna respuesta ingeniosa. Pero no se le ocurrió ninguna.