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ANA

La camiseta de Kike.

La clave fue la camiseta que Kike llevaba cuando desapareció y que los medios de comunicación y las redes sociales habían reproducido cientos de veces. Una enorme S de Superman estampada sobre fondo rojo con las letras SuperKike bajo el logo. Una prenda que su padre había encargado a medida para él. Una camiseta que media España había visto.

Cuando ese domingo por la noche Patricia y su novio saltaron la valla que cerraba el monte del Pilar, solo buscaban un lugar en el que beber, fumar marihuana y tener un poco de sexo sin que nadie los molestara. Nada fuera de lo normal para dos adolescentes de su edad.

Apenas habían caminado quinientos metros, iluminando con sus teléfonos móviles un pequeño camino de tierra entre los pinos, cuando apareció tras un montículo la casa abandonada del Coto Blanco, un palacete de tres plantas que nunca llegó a utilizarse y del que tras décadas de abandono solo quedaban en pie las paredes y una parte del tejado. El resto había caído sobre las plantas inferiores, formando montañas de cascotes sobre la planta baja, al menos hasta donde se podía ver desde la verja que rodeaba la vivienda e impedía el acceso. En lo que un día se pensó como jardín se había llegado a construir incluso una piscina que solo se llenaba con el agua de la lluvia.

—Esto da un poco de yuyu.

—No seas gallina, vamos a ver lo que hay. Aquí no entra nunca nadie. Debemos de ser los primeros en pisar estas ruinas desde hace veinte años.

Tras saltar la valla, Patricia y Hugo caminaron cogidos de la mano, ella sosteniendo también el móvil para iluminar con la linterna el suelo inestable que pisaban y él llevando en su mano libre una bolsa de plástico con una botella de ginebra y unos vasos que acababan de comprar en la tienda 24 Horas de la avenida de España. Entraron a la casa por el hueco que se había concebido como acceso principal, una amplia puerta que quizá nunca llegó a instalarse y a la que se accedía tras subir cuatro enormes escalones que daban forma a un porche delantero.

El salón y las zonas de entrada a la vivienda estaban impracticables. Los chicos tuvieron que andar con mucho cuidado para no dar un traspié en los escombros entre los que hacía tiempo que habían comenzado a crecer los arbustos. Intentando no tropezar, Patricia y Hugo llegaron a lo que debió de ser la cocina, sorprendentemente bien conservada. Tras el quicio de una puerta encontraron un cuarto sin ventanas que debía de estar diseñado como despensa o almacén.

Allí se sentaron. Allí bebieron. Allí fumaron un poco de marihuana. Allí se metieron mano.

Y allí hubiera quedado su aventura de esa noche si no hubieran oído un ruido extraño, algo que parecía arrastrarse lentamente en algún lugar bajo sus pies.

—¡Ratas! ¡Qué asco! ¡Ratas! —gritó Patricia.

Pero no eran ratas lo que se movía en el sótano de la casa. Era algo que se había asustado con el chillido de Patricia. Algo que salió de lo que parecía una montonera de arbustos secos. Algo con dos piernas y dos brazos que echó a correr como alma que lleva el diablo.

Como si se hubiera congelado el tiempo, Patricia y Hugo se quedaron petrificados sin atreverse casi ni a respirar. Durante unos segundos lo único que se movió de su cuerpo fueron sus corazones acelerados bombeando sangre burbujeante. Un par de minutos después, y aún en completo silencio, la mano del chico avanzó a tientas entre los escombros para buscar la de ella y apretarla bien fuerte, como si con ese gesto formaran un pararrayos que pudiera canalizar el pavor que estaban sintiendo y lanzarlo fuera de sus cuerpos.

Patricia fue la primera en hablar.

—¿De dónde ha salido ese hombre? —Y la primera en levantarse—. Tiene que haber una trampilla por aquí.

Encendió la linterna del móvil y fue trazando una línea de luz por el suelo. El hombre había salido de algún hueco en un rincón de la cocina.

—Mira, ahí está.

Había una trampilla abierta. Por el hueco se veía una estrecha escalera de cemento pegada a una pared que bajaba hacia un habitáculo subterráneo, una zona que debió de diseñarse como bodega, o para guardar frescos los alimentos.

—Patricia, coño, ven aquí, Patricia. No bajes por ahí. Vámonos.

Pero ya era tarde. Patricia ya había puesto el pie en el primer escalón. Y luego en el segundo. Y después en el tercero. Más tarde no supo decir por qué lo hizo. Estaba muerta de miedo. ¿Por qué bajó? Con la mano derecha se apoyaba en la pared. Las escaleras no tenían barandilla y a la izquierda se iba abriendo un hueco por el que no quería caer. En el quinto escalón se paró y se puso de cuclillas para poder ver bien qué había ahí abajo. Fue barriendo el sótano con la luz de su teléfono.

—¿Qué se ve? ¿Qué hay? —Hugo se había acercado hasta el borde de la trampilla.

—Nada, estanterías de obra en la pared. Pero la escalera y el suelo están limpios, como si alguien los hubiera barrido hace poco.

Patricia bajó un escalón más, aún de cuclillas, para iluminar con la linterna del móvil un rincón que quedaba justo pegado a las escaleras.

—¡Hostia puta! ¡Hostia puta!

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?

—¡La hostia! Dos niños.

—¿Quieres subir ya? ¿Quieres subir de una puta vez? —le chillaba Hugo, en cuclillas desde el hueco superior de la escalera.

—Ya voy, joder, ya voy. Estoy haciendo una foto.

—Mira que eres rara, tía. —La cogió de la mano para que subiera más rápido los últimos dos escalones—. Vámonos ya de aquí. Joder.

Cuando salieron del bosque y pensaron que ya estaban a salvo, Patricia se sentó en el borde de una acera, junto a una zona de restaurantes. Aún tenía la respiración entrecortada.

—Mira.

Y allí, tumbados en un rincón, tapados en parte con una manta, había dos niños. Los cadáveres de dos niños. Y a uno de ellos lo conocían. Había estado saliendo constantemente en televisión esos días y su madre no se había cansado de enseñar las fotografías que le había hecho el día que desapareció, solo unos minutos antes de perderlo de vista. «Mi hijo, es Kike, devuélvame a Kike, por favor, usted es una buena persona, y Kike es tan pequeño y tiene tanto miedo que necesita a su madre, por favor». Ese niño muerto del sótano llevaba su camiseta. SuperKike.