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ANA
—Kike, cariño, qué alegría verte despierto. Eres un niño muy fuerte. Más fuerte que Superman. ¿A que sí?
La suela de las zapatillas deportivas de Ana chirriaba contra el suelo de loseta pulida del hospital. Era un ruido desagradable, como el que haría la zapatilla si tuviera voz propia y pudiera quejarse del tormento de tener que restregarse y romperse contra la superficie por la que la estaban arrastrando. Me duele. Me duele. Me duele. Le chillaban las suelas a Ana. Aunque más que un grito propio, lo que hacían era amplificar el dolor que subía burbujeante por las venas de la inspectora jefa.
Debió de ser ese ruido —en una zona del hospital donde hasta el silencio era aséptico— el que alertó a los padres de Kike. Lola asomó la cabeza por la puerta de la habitación en la que estaba ingresado su hijo, extrañada quizá de que alguien llegara a la carrera por el pasillo. La policía había cerrado ese rincón de la UCI para proteger al niño y a sus padres, y solo podía acercarse el personal médico autorizado.
Por cosas como esa valía la pena cualquier sacrificio. Por cosas como la sonrisa de Lola cuando reconoció a Ana. Por cosas como el paso acelerado y los brazos abiertos con los que corrió hacia la inspectora jefa. Por cosas como el abrazo cálido, sincero y lleno de alivio que le dio.
—Has salvado a Kike. Gracias. Nunca podremos darte las gracias lo suficiente.
Solo a uno, pensó Ana. Solo había podido salvar a uno. Dos niños habían muerto porque ella no había sido capaz de resolver el puzle a tiempo. Pero no era algo que pudieras decirles a los padres del único niño superviviente.
—Ya me han dicho que Kike ha despertado.
—Es un milagro. Nos has devuelto a nuestro hijo.
Lola seguía cogiendo las manos de la inspectora jefa entre las suyas como si fueran un delicado objeto al que devocionar. Eran las manos que le habían devuelto a su Kike.
—¿Crees que podría hablar con él un momento? Me gustaría preguntarle algunas cosas. Es importante para la investigación. ¿Puedo entrar a la habitación?
Ricardo estaba allí, claro. El padre de Kike. El hombre al que ella había detenido como primer sospechoso del secuestro del niño. El tipo al que ella había creído culpable y al que había interrogado casi con odio, arañándole el alma para intentarle sacar la verdad. Durante el interrogatorio le había dicho cosas terribles.
—Ricardo. —Ella se acercó para darle la mano.
—Vaya, inspectora jefa, ahora se acuerda perfectamente de mi nombre —escupió él, aún dolido.
—Es mi trabajo.
—Y encima tenía al asesino delante de sus narices y no fue capaz de verlo. Menuda policía. Hemos visto lo que ha dicho el ministro de su agente detenido.
—No puedo comentar detalles de la investigación con ustedes, compréndanlo.
—Ricardo, por favor —le reprendió su exmujer—. Por favor, ¿de acuerdo?
Las paredes de la habitación estaban pintadas con princesas y dragones. Unos dibujos preciosos que, sin embargo, no debían de gustarle demasiado a un niño que llevaba una camiseta de Superman —su camiseta preferida— el día de su desaparición. La camiseta que quizá le salvó la vida.
—Oye, Kike, yo creo que aquí falta Superman, ¿no te parece? Igual podemos decirle a los médicos que pinten uno.
Ana se colocó a un lado de la cama. Los padres se habían retirado y observaban la escena atentamente desde la pared del fondo. La inspectora jefa les había pedido que no estuvieran demasiado cerca para no influir en las respuestas del niño.
Desde que la destinaron al grupo de menores del SAF, Ana Arén había tenido que aprender a hablar con los niños. Había pasado mucho tiempo intentando asimilar los secretos de la delicadísima técnica del interrogatorio policial a menores. Los pequeños de la edad de Kike atribuyen a los adultos, sobre todo a los padres y a los cuidadores, las habilidades de un superhéroe. Lo pueden todo. Lo saben todo. Nunca me engañarán. Por eso hay que mantenerlos en un segundo plano, para que no influyan en la declaración de los menores.
—Me llamo Ana. ¿Me dejas estar aquí contigo un poquito?
Ana respondió a la medio sonrisa de Kike acercándose justo hasta el borde de la cama.
—No llevo el uniforme, pero ¿sabes de qué trabajo? —El niño negó con la cabeza—. Soy policía.
—¿Policía de los cabrones que ponen multas?
La respuesta sorprendió a todos en la habitación. A Ana se le escapó la risa, pero Lola dio un codazo a su exmarido. «¿Ves? ¿Ves? Copia todo lo que te ve hacer, no puedes hablar así delante del niño», le dijo en susurros.
—No, yo no pongo multas, Kike. La policía para la que yo trabajo no pone multas. Yo persigo a los malos.
—Pero mi papá no es malo y le ponen multas.
—Bueno, igual es que conduce un poco rápido, ¿no crees?
—Es que si no —Kike argumentaba con toda seriedad— llegamos tarde al cole.
—Bueno, no te preocupes, que como soy policía igual puedo arreglar lo de las multas, ¿te parece?
El niño sonrió encantado, mirando a su padre. ¿Ves, papá, como he arreglado las cosas? En una situación traumática como la que acababa de sufrir Kike, los niños desarrollan una urgencia vital por ser queridos y apreciados por los adultos. Ana no podía dejar que eso influyera en sus respuestas.
—Kike, pero ahora necesito que me ayudes. ¿Quieres?
—Sí. —Miró a sus padres buscando aprobación. Lola asintió con la cabeza, animando a su hijo.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Porque me he hecho daño.
—¿Tú te has hecho daño?
Ana no podía saber qué le habían contado los padres a Kike, qué le habían dicho en las dos horas que hacía que había salido del coma. Los niños tan pequeños suelen llenar los vacíos de la memoria con la información posterior que recogen de su entorno y la almacenan como si realmente hubieran vivido ese acontecimiento de esa manera. ¿Habrían influido, sin quererlo, Lola y Ricardo en lo que iba a testificar su hijo?
—Me daba mucho miedo.
—¿Qué te daba miedo?
—El niño que no se movía… Me mandó estar al lado del niño que no se movía… Me mandó jugar… con él… Pero yo no podía. No se movía…
Kike hizo un amago de sollozo.
—Se rompía cuando lo tocaba —continuó, mientras en su cara iba apareciendo una mueca de terror.
—Creo que ya está bien de interrogatorio por hoy.
Un médico acababa de entrar en la habitación. Ana supuso que era el doctor que llevaba el caso de Kike. Quizá las enfermeras le habían alertado de la presencia de la policía.
—Doctor, por favor.
Pero no pudo convencerle.
—A lo mejor mañana —fue inflexible—. A lo mejor mañana. Es un niño que ha pasado por una experiencia muy dura y tenemos que hacer que vuelva a ella muy poco a poco y de la manera menos traumática posible.
El médico prometió avisarla a primera hora, cuando la psicóloga hubiera visitado a Kike.
—Me gustaría que la psicóloga estuviera con usted la próxima vez que hablara con el niño, ¿le parece bien?
—Solo una cosa más, doctor, una pregunta importantísima. Por favor —imploró la inspectora jefa.
Ana entró de nuevo en la habitación. Los padres de Kike habían regresado a la cabecera de la cama, junto a su hijo. Intentaban hablarle de otras cosas.
—Solo una cosa más. —Ana los miró con cara suplicante—. Kike, ya me voy, pero mañana prometo venir y traerte un Superman para la pared. ¿Qué te parece? —El niño la observó con una extraña mezcla de alegría y recelo. ¿Por qué estaba echando el médico a esa policía?—. Pero antes necesito preguntarte una última cosa, ¿vale? Te voy a enseñar una fotografía. Quiero que me digas si conoces a esta persona que te voy a enseñar. Solo eso. Si la conoces. ¿Vale?
El poliuretano de las suelas de las zapatillas de la inspectora jefa Arén resolló de nuevo contra el suelo de losetas pulidas del hospital. Pero ya no gritaba pidiendo auxilio. Era una llamada de esperanza.