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JESÚS / RAMÓN

Los dedos de Charo volaban sobre el teclado del ordenador. El resto de los agentes de la brigada se habían concentrado tras ella, observando la pantalla. También se habían acercado hasta allí, atraídos por los gritos, algunos de los del equipo de secuestros que trabajaban en el despacho de la inspectora jefa Arén.

—Mirad, ¿veis?, las dos y trece minutos de la tarde de ayer, solo diez minutos después de que desapareciera, según la hora en la que han coincidido los testigos.

El niño estaba tranquilo. O aparentemente tranquilo. Pablo caminaba con paso decidido, como si supiera adónde lo llevaban. La calidad de la imagen no era demasiado buena y al ampliarla solo se veía un borrón, pero podría jurarse que había una media sonrisa en su cara.

No era normal. Si al niño se lo habían llevado a la fuerza, no era normal que estuviera incluso casi contento. Debía conocer a su secuestrador. Debía conocerlo muchísimo. Y quererse ir con él.

Justo en ese momento entró en la sala el inspector jefe Jesús Silvelo. Charo le puso al día de las novedades.

—¿Qué otras cámaras tenemos por la zona? —preguntó.

—Estamos esperando a que abran los comercios. Ayer era domingo y muchos estaban cerrados. Tenemos ya a un equipo en la zona para ir local a local y pedirles las imágenes.

—Voy a mandar a dos parejas más de la brigada. Y ni se os ocurra a ninguno de vosotros filtrar esto a la prensa. No quiero ver esta imagen en ningún periódico ni en ninguna televisión. ¿Entendido?

¿Qué estaba pasando? Si Pablo iba tan tranquilo al lado de su secuestrador tenía que conocerlo. Slenderman debía ser alguien de la zona, quizá un profesor, o alguien de algún comercio, o un vecino. Tenía que ser una persona a la que los niños conocieran. Además, ¿secuestrar a un niño un domingo por la mañana caminando tranquilamente? Algo fallaba, pero no sabían qué.

—Comisario. —Jesús Silvelo llamó a la puerta de Ruipérez—. Comisario, tenemos novedades.

Ruipérez estaba leyendo un papel sobre su mesa. O haciendo ver que leía. Era perfectamente consciente de que el inspector jefe estaba de pie en el quicio de la puerta. Esperando. Pero eso era precisamente lo que le daba placer, manejar el escenario y los tiempos. Hacerse rogar.

—Hola, inspector —dijo, sin levantar apenas la cabeza, cuando consideró que ya le había hecho aguardar un tiempo más que prudencial, acercándose al límite de lo peligroso—. ¿Estaba rica la pizza?

—Vengo a ponerle al día de una nueva pista —respondió Silvelo, sin entrar en la provocación.

Se acercó a la mesa, pero no se sentó. Esperaba que el comisario le preguntase algo, cualquier cosa, lo que fuera. Pero que demostrara un mínimo interés. Aunque esperó en vano. El único gesto de Ruipérez consistió en levantar una de las cejas y poner cara de aburrimiento. Venga, vamos, habla ya. Que no eres tan importante y mi tiempo es demasiado valioso para malgastarlo.

—Tenemos una imagen del hijo de Inés captada diez minutos después del secuestro —empezó a contarle, aún de pie al otro lado de la enorme mesa de madera del despacho del comisario.

A la mesa la llamaban el muro, porque parecía estar hecha para separar dos mundos. Al jefe de los subordinados, al que manda de los que obedecen. Nadie recordaba desde cuándo estaba en ese lugar, en el despacho principal del edificio, o qué comisario la había encargado. Pero allí seguía. Intimidando.

—¿Se ve a alguien a su lado? ¿Se distingue al secuestrador?

El comisario se removió en su silla, tan exageradamente grande y ostentosamente falsa como la mesa. Del mismo tamaño del ego de quien la estaba usando.

—No. El niño camina justo por el ángulo inferior izquierdo. Lo ha captado la cámara de una farmacia. Parece tranquilo.

—¿Dónde está esa farmacia? —preguntó Ruipérez.

—Cerca del centro comercial, en la salida sur, cruzando de acera. Los tiempos cuadran perfectamente. Ocurre solo unos minutos después de su desaparición.

—¿Cómo es que hemos tardado veinticuatro horas en darnos cuenta de que Pablo estaba en la grabación de la cámara de seguridad de esa farmacia?

Ruipérez crujió los dedos. Uno a uno. Los cinco de cada mano. Con parsimonia y alevosía.

—Lo de siempre, comisario. —El inspector jefe tuvo que luchar para no empezar a balancear el peso de su cuerpo. Pie derecho, pie izquierdo. Eso mostraba siempre sensación de inseguridad y era lo único por lo que no quería pasar en ese momento. Así que hizo un esfuerzo consciente para anclarse al suelo y quedarse quieto. Proyectó todo el peso de su cuerpo hacia los pies—. Lo de siempre, ya sabe. Muchas horas de visionado, unido a que no ha sido fácil encontrar a todos los propietarios de los comercios. Ayer era domingo y muchos estaban cerrados. También tenemos los vídeos de las cámaras de tráfico de varios kilómetros a la redonda. Hay miles de horas de grabaciones.

—¿Y el niño no aparece en ninguna otra cámara? —Esta vez sí, Ruipérez le miró a los ojos, casi sin parpadear, intentando intimidarlo.

—Estamos chequeando ahora mismo las cámaras más cercanas a la farmacia, nos estamos centrando en ello.

Si eso iba a ser un duelo de miradas, adelante. Hacía tiempo que Jesús había aprendido su propio truco: mirar al entrecejo. La otra persona creía que le seguías mirando a los ojos fijamente, pero en realidad estabas concentrado en el triángulo que formaban sus cejas y la parte superior de la nariz. Eso liberaba a tu cerebro de la presión de sostener una mirada y te permitía centrarte en la conversación sin despistarte.

—Está toda la gente quemándose las pupilas —prosiguió—. En un par de horas tendremos más imágenes de Pablo. Estamos intentando reconstruir el trayecto que pudo hacer.

—Daos prisa. No podemos perder ni un segundo. —La voz del comisario sonó por primera vez extrañamente angustiada. Quizá la presión social del caso estaba pudiendo con él, o quizá fuera la presión de la cúpula policial y del Gobierno, o, quién sabe, quizá Ruipérez tenía también su parte humana—. En casos así —siguió hablando—, puede ser cuestión de horas encontrar al niño vivo o muerto.

—No hace falta que me lo recuerde, comisario. La gente lleva cinco días sin dormir, desde la desaparición de Kike. Se están dejando la piel. Y ahora, si me permite, voy a seguir buscando a los niños, que aquí, con todo el respeto, no estoy ayudando en nada a la investigación.

El inspector jefe Silvelo tuvo que contenerse para no sonar desagradable ni para salir dando un portazo, que era lo que realmente le apetecía en ese momento.

* * *

El cuarto motor rugía a máxima potencia, al cien por cien de su poder. La fuerza de succión ya no podía aumentar más.

—Ramón, esto no tira.

El supervisor del centro de recogida neumática de basuras tenía ya el móvil en la mano para llamar a la central. Mejor eso que cargarse la instalación, pensó. Que decidan los de más arriba. Yo me lavo las manos.

—Espera, espera un momento. A saber lo que habrán tirado los vecinos por ahí. Vamos a darle unos segundos más, el atasco debería estar empezándose a mover un poco —insistió Ramón.

Y, de repente, ¡¡boom!! La fuerza de la succión había funcionado, arrastrando lo que fuera que taponaba la tubería tres. El desatranco había hecho un ruido ensordecedor. Nunca habían oído nada igual.

—¿Qué coño habrán tirado? Ramón, Alberto, bajad al depósito a ver lo que ha caído. Os juro que de esta llamo a la policía para que identifique al irresponsable que ha hecho esto —rugió el supervisor, sin imaginarse lo certeras que iban a resultar sus palabras.

El cuarto de los depósitos de basura era una enorme habitación subterránea a la que iban a parar los desechos de los hogares de diez mil vecinos del pueblo, en dos grandes depósitos: plásticos y orgánicos. El vidrio, el papel y el resto de los materiales se recogían a la manera tradicional, en los contenedores colocados en las calles.

Ramón y Alberto encendieron las luces de la sala. La tubería problemática era la de la basura plástica, así que lo que fuera que la había atascado tenía que haber caído en el contenedor número dos.

—¿Tienes mascarilla, Ramón? ¿Y guantes? Cuidado con lo que sale de ahí dentro.

No era la primera vez que aparecían ratas, aunque a las ratas les gustaba más el contenedor de orgánicos, ahí había más comida.

—¿Cuántos días hace que no vaciamos esto? ¿Tres? Eso de ahí —dijo Ramón señalando al depósito número dos— tiene que ser un caldo de bacterias en pleno festival de Benicàssim. Con los recortes estamos vaciando esto cada vez menos veces. Deberíamos llamar a los de Sanidad.

Pero sabía que no lo iba a hacer. Demasiado papeleo. Y la bronca de sus jefes. Así que a Ramón le tocó abrir la pequeña trampilla de seguridad para echar un vistazo a lo que fuera que hubiera ahí dentro.

—Anda, toma, coge al menos mi pañuelo antes de subirte encima del depósito, que el olor te puede tirar para atrás desde lo alto de la escalera.

Pero lo que casi hizo caer de las escaleras a Ramón no fue el olor putrefacto que salió en tromba del depósito número dos en cuanto abrió la trampilla. Lo que casi hizo caer de espaldas a Ramón desde tres metros de altura fue lo que vio ahí dentro.

Ahí dentro había un niño.

Y Ramón no sabía si estaba vivo o muerto.